Pasaría cerca de un año antes de que Don Corleone pudiera arreglar la vuelta de su hijo Michael a Estados Unidos. Durante ese tiempo la Familia se devanó los sesos intentando buscar la mejor manera de conseguir el regreso. Incluso se pidió la opinión de Carlo Rizzi, que ahora vivía en la finca y se llevaba más o menos bien con Connie, que había vuelto a ser madre. Pero ningún proyecto contó con la aprobación del Don.
Finalmente, fue la familia Bocchicchio la que, a través de una desgracia propia, resolvió el problema. El protagonista fue un primo del jefe de los Bocchicchio, un joven de unos veinticinco años de edad. Se llamaba Félix, había nacido en América y era más inteligente que todos los demás miembros del clan juntos. Tras negarse a entrar en el negocio de recogida de basuras de su familia, el muchacho se había casado con una guapa chica americana. Por las noches asistía a la universidad, pues deseaba convertirse en abogado, y de día trabajaba en una oficina. Tenían tres hijos, pero como su esposa era muy buena administradora, vivían decentemente de su pequeño salario, esperando que las cosas mejoraran en cuanto tuviese el título en el bolsillo.
Félix Bocchicchio pensaba, al igual que muchos jóvenes, que una vez que se hubiese graduado tendría mil oportunidades de hacerse con una buena posición en la vida. Pero la realidad fue muy diferente. Como era muy orgulloso, no quiso que su clan lo ayudara. Un día, un abogado amigo suyo, joven, muy bien relacionado y con un magnífico empleo en un importante bufete, pidió a Félix que le hiciera un pequeño favor. Era un asunto muy complicado y aparentemente legal, que estaba relacionado con una quiebra fraudulenta. Existía una probabilidad entre un millón de que el fraude fuera descubierto. Félix Bocchicchio se hizo cargo del asunto entre otras cosas porque, dado que la cuestión del fraude llevaba implícito el uso de las triquiñuelas legales aprendidas en la universidad, el mismo no parecía tan reprobable, y, ya puestos, ni siquiera ilegal.
El fraude fue finalmente descubierto. El abogado amigo de Félix se negó a ayudarlo, hasta el punto de que incluso rehusó contestar a sus llamadas telefónicas. Los protagonistas del fraude, dos astutos hombres de negocios de mediana edad, se declararon culpables y se mostraron dispuestos a cooperar plenamente con las autoridades. Acusaron a Félix Bocchicchio de ser el verdadero responsable, pues, argumentaron, pretendía controlar su negocio, para lo que los había obligado a cooperar con él amenazándolos de muerte si no lo hacían. Salió a relucir su parentesco con el clan de los Bocchicchio, y eso fue lo que más perjudicó a Félix. Los dos hombres de negocios fueron condenados y su sentencia suspendida, mientras que Félix Bocchicchio era sentenciado a una pena de uno a cinco años de cárcel. Estuvo tres años en prisión, sin que los suyos pidieran ayuda a ninguna de las demás Familias por considerar que Félix merecía una buena lección. ¿Acaso les había pedido él ayuda al terminar sus estudios? Félix debía aprender a confiar en la Familia, ya que ésta era más leal y digna de confianza que la sociedad.
Cuando Félix Bocchicchio fue puesto en libertad, tres años más tarde, se dirigió a su casa, besó a su esposa y a sus tres hijos y vivió tranquilamente durante un año. Pero finalmente demostró que, después de todo, pertenecía al clan Bocchicchio. Se procuró una pistola y acribilló al abogado amigo suyo. Seguidamente buscó a los dos hombres de negocios y, con extraordinaria sangre fría, los mató a la salida de un restaurante, tras lo cual entró en éste, pidió un café y se dispuso a esperar pacientemente la llegada de la policía.
El juicio fue breve; los jueces, inflexibles. Un miembro de los bajos fondos había asesinado a los testigos que lo habían enviado a la cárcel. El público, la prensa e incluso las organizaciones humanitarias esparcidas por todo el país, se mostraron de acuerdo en que Félix Bocchicchio debía morir en la silla eléctrica. «El gobernador del estado no concederá clemencia a ese perro rabioso», dijo uno de los más cercanos colaboradores de aquél. El clan Bocchicchio gastó enormes sumas de dinero, apeló al Tribunal Supremo, intentó por todos los medios que la sentencia fuera conmutada; pero fue inútil. Félix Bocchicchio debía morir en la silla eléctrica.
Fue Hagen quien hizo que el Don se interesara en el caso, a petición de uno de los Bocchicchio, pues confiaban en que él pudiera hacer algo por el joven. Don Corleone no les dio esperanza alguna; él no era mago, y la gente le pedía imposibles. Pero al día siguiente, llamó a Hagen para que le contara el caso con todo detalle. Cuando su hijo adoptivo hubo terminado de hablar, Don Corleone le ordenó que citara al jefe de los Bocchicchio, para hablar con él.
Don Corleone demostró ser un hombre genial. Le garantizó al jefe del clan Bocchicchio que la esposa y los hijos de Félix recibirían de por vida una elevada pensión. Prometió entregar de inmediato una cuantiosa cantidad, a modo de anticipo… Y todo ello si Félix se declaraba culpable de la muerte de Sollozzo y del capitán McCluskey. En su situación, esto no lo perjudicaría demasiado.
Eran muchos los detalles que había que arreglar. La confesión de Félix debía ser convincente. Por lo tanto, había que ponerlo al corriente de lo sucedido entre Michael, Sollozzo y McCluskey, y convencer al camarero del restaurante de que lo identificara como el verdadero asesino. Esto último no sería fácil, pues la descripción tendría que ser muy distinta de la que había dado; Félix Bocchicchio era mucho más bajo y corpulento que Michael Corleone. Pero el Don se ocuparía de arreglarlo todo. Puesto que el condenado siempre había creído con fervor en los beneficios de la educación y la cultura, y puesto que seguramente querría que sus hijos asistieran a la universidad, Don Corleone pagaría una fuerte suma que aseguraría la educación superior de sus tres hijos. Finalmente, había que convencer a los Bocchicchio de que no existía la menor posibilidad de que la pena de muerte fuera conmutada. Así pues, la nueva confesión no alteraría las cosas.
El Don pagó el dinero prometido y, además, se ocupó de establecer contacto con el condenado y asegurarse de que era debidamente instruido acerca de lo que debía decir. La nueva confesión de Félix Bocchicchio ocupó la cabecera de todos los periódicos. El éxito fue completo. Pero Don Corleone, cauteloso como siempre, esperó a que el joven fuera ejecutado -cuatro meses más tarde-antes de ordenar que Michael Corleone regresara a casa.
Había pasado un año de la muerte de Sonny, y Lucy Mancini aún lo echaba terriblemente de menos. Todas las noches soñaba con él, pero los suyos no eran los sueños de una colegiala, ni su cólera la de una esposa enamorada. No estaba desolada por haber perdido al «compañero de su vida»; sus sentimientos no tenían nada que ver con lo sentimental. No. Lucy echaba de menos a su amante porque había sido el único hombre con que había gozado plenamente al hacer el amor. Y, en su juventud e inocencia, pensaba que no encontraría otro hombre capaz de suplantar a Sonny.
Ahora, un año más tarde, Lucy se dejaba acariciar por el sol y el fragante aire de Nevada. A sus pies, un hombre delgado y rubio jugueteaba con sus dedos. Era una tarde de domingo, y estaban junto a la piscina del hotel. A pesar de que alrededor había bastante gente, el hombre se puso a acariciar despreocupadamente el desnudo muslo de la muchacha.
– Por favor, Jules, para ya -pidió Lucy-. Pensaba que los médicos no eran tan interesados como los demás hombres.
– Soy un médico de Las Vegas -replicó Jules en tono burlón.
Lucy se sorprendió al comprobar lo mucho que la excitaba el contacto de la mano del médico. Trató de disimular su emoción, pero sin éxito. En realidad, era una chica muy tosca e inocente. ¿Por qué, entonces, no se decidía a dar el paso definitivo?, se preguntaba el doctor Jules Segal. Aun suponiendo que la chica hubiera sufrido alguna fuerte desilusión sentimental, su resistencia carecía de sentido. De todos modos, confiaba en que Lucy fuese suya aquella misma noche. Y si para ello era preciso recurrir a algún truco, lo haría, pues era hombre capaz de eso y de mucho más. Todo en interés de la ciencia, por supuesto. Además, ¡la pobre muchacha lo deseaba tan ardientemente!
– Deja de tocarme, Jules, te lo ruego -dijo Lucy con voz temblorosa.
Jules obedeció de inmediato. Apoyó la cabeza sobre su regazo y cerró los ojos. Le divertía la excitación de Lucy, y le agradaba el suave calor que desprendían sus muslos. Cuando ella le pasó la mano por la cabeza para alisarle el pelo, Jules le tomó la muñeca y sintió latir su pulso a una velocidad tremenda. Aquella noche resolvería el misterio, aquella noche sabría por qué razón Lucy se le resistía. Plenamente confiado, el doctor Jules Segal se durmió.
Lucy miraba a la gente que estaba alrededor de la piscina. ¡De que forma tan radical había cambiado su vida en menos de dos años! Nunca lo hubiera imaginado, como nunca hubiera creído que no se arrepentiría -sino todo lo contrario-de su «locura» en la boda de Connie Corleone. Era lo más maravilloso que le había ocurrido en su vida, y lo revivía en sueños una y otra vez.
Después de su encuentro, Sonny la había visitado una vez a la semana; en ocasiones más, pero nunca menos. Los días que precedían a la visita de su amante constituían para Lucy un verdadero tormento. Su pasión era de lo más elemental, y en ella nada tenían que ver ni la poesía ni el sentimentalismo. El suyo fue un amor ciento por ciento carnal, casi animal, por así decirlo.
Cuando Sonny le anunciaba su visita, Lucy se aseguraba de que el mueble bar y la despensa estuvieran llenos, pues por lo general Sonny no se marchaba hasta bien entrada la mañana siguiente. Él tenía una llave del apartamento, y ella se echaba en sus brazos en cuanto lo veía entrar. Ambos eran brutalmente directos, bestialmente primitivos. Durante el primer beso se abrazaban con todas sus fuerzas, luego él la entraba en volandas en el dormitorio.
Hacían el amor una y otra vez. Permanecían en el apartamento, juntos y completamente desnudos, durante dieciséis horas seguidas. Lucy preparaba comida en grandes cantidades para no defraudar el descomunal apetito de él. A veces, cuando Sonny recibía alguna llamada telefónica -de negocios, desde luego-, ella prácticamente no se enteraba. Y si él se levantaba para servirse una copa, ella lo seguía, pegada a su piel, para no perder contacto con el cuerpo amado. Al principio, Lucy se había sentido avergonzada de sus propios «excesos», pero ese sentimiento desapareció cuando se dio cuenta de que a su amante le gustaban y se sentía halagado a causa de ellos. La suya fue una pasión instintiva, inocente. Fueron muy felices.
Cuando el padre de Sonny fue tiroteado en la calle, Lucy comprendió por vez primera que su amante podía estar en peligro. Sola en su apartamento, no lloraba, sino que gemía de angustia. Cuando Sonny estuvo casi tres semanas sin ir a verla, consiguió dormir gracias a los somníferos y el alcohol. La aflicción que sentía le producía un dolor físico. Y el día en que él, finalmente, fue a verla, estuvo horas y horas apretada contra su cuerpo. Desde entonces, las visitas se sucedieron regularmente, a razón de una a la semana, hasta que lo asesinaron.
De la muerte de Sonny se enteró por los periódicos. Aquella noche se tomó una sobredosis de somníferos, que por alguna extraña razón no la mató, aunque sí hizo que se sintiera muy enferma. La encontraron desvanecida delante de la puerta del ascensor -al verse en tan mal estado intentó salir de su apartamento-, y la trasladaron al hospital. Como muy pocos estaban al corriente de su relación con Sonny, la noticia sólo ocupó unas pocas líneas en los periódicos sensacionalistas.
Mientras estaba en el hospital, Tom Hagen fue a verla y le ofreció un empleo en Las Vegas, en el hotel dirigido por Freddie, el hermano de Sonny. También le comunicó que recibiría una pensión anual de la familia Corleone, acordada por Sonny en su testamento. Luego le preguntó si estaba embarazada, pues creía que ésa era la razón de su intento de suicidio, y Lucy respondió que no. Finalmente quiso saber si Sonny había ido a verla la noche fatal, o si había llamado anunciando su visita; la respuesta de la muchacha fue negativa, y añadió que después del trabajo siempre regresaba a su casa. Lucy explicó también que Sonny había sido el único hombre a quien había amado, y que nunca podría sentir lo mismo por ningún otro. Al ver que Hagen sonreía, preguntó:
– ¿Tan increíble es lo que digo? ¿No fue él quien lo llevó a vivir a su casa cuando usted era un crío?
– Es que de mayor cambió mucho; ya no era el mismo.
– Pues tal vez haya cambiado para los demás, pero no para mí.
Lucy aún se sentía demasiado débil para explicar lo gentil que Sonny había sido siempre con ella. Nunca se había mostrado nervioso ni agresivo.
Hagen se ocupó de todo lo concerniente al viaje de Lucy a Las Vegas, donde estaba esperándola un apartamento alquilado a su nombre. Hagen la acompañó al aeropuerto y le hizo prometer que, si se sentía sola o si las cosas no le iban bien, lo llamaría, pues él haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla.
Antes de subir al avión, Lucy le preguntó a Hagen:
– ¿Está enterado el padre de Sonny de lo que usted hace por mí?
– Precisamente estoy actuando por su cuenta -repuso Hagen con una sonrisa-. En estas cosas es un poco anticuado, y nunca haría nada que pudiera perjudicar a la esposa de su hijo. Pero considera que usted es una chiquilla inexperta e ingenua. En su opinión fue Sonny el que obró mal. Por otra parte, su intento de suicidio nos ha conmovido a todos.
Se abstuvo de decirle lo increíble que era para un hombre como el Don el que una persona quisiera suicidarse.
Ahora, después de casi dieciocho meses en Las Vegas, Lucy se sentía casi feliz, lo que la sorprendía. Algunas noches soñaba con Sonny. No lo olvidaba. Él había sido, aparte del gran amor de su vida, el último hombre que la había tocado. La vida en Las Vegas le gustaba. Nadaba en las piscinas del hotel, paseaba en canoa por el lago Mead, y en su día libre recorría con su coche las carreteras del desierto. Perdió algunos kilos, lo que mejoró su silueta. Sus encantos ya eran más propios de una americana que de una italiana. En el hotel trabajaba de recepcionista, y se relacionaba poco con Freddie. Cuando se encontraban sólo se cruzaban unas pocas palabras. No obstante, el enorme cambio que se había producido en Freddie le parecía asombroso. Con las mujeres era encantador, vestía con gran elegancia y parecía el hombre adecuado para dirigir un hotel-casino. Debido quizás a los largos y calurosos meses de verano, o tal vez a su activísima vida sexual, también él había adelgazado, lo que, sumado a su estilo hollywoodiense, le daba un aspecto encantador.
Seis meses después de establecerse en Las Vegas, Tom Hagen fue a ver a Lucy para comprobar qué tal le iban las cosas. La muchacha había estado recibiendo todos los meses, además de su salario, el prometido cheque de seiscientos dólares, y Hagen le explicó que era preciso justificar de algún modo el ingreso de esa cantidad. Por ello,» creía oportuno pedirle que le confiriera poderes por escrito para poder actuar por cuenta de ella; pero no debía preocuparse por nada, pues él se encargaría del asunto. También le comunicó que, por una cuestión de pura fórmula, figuraría como propietaria de cinco «puntos» (participaciones o acciones) del hotel donde trabajaba. Todo eso debería hacerse de acuerdo con las leyes del estado de Nevada, naturalmente, pero de todas las engorrosas formalidades legales se ocuparía él. No obstante, ella no debía hablar con nadie de todo ese asunto, a menos que él la autorizara a hacerlo. Su futuro quedaría plenamente asegurado y, además, seguiría recibiendo los seiscientos dólares mensuales. Si las autoridades le hacían preguntas, debía limitarse a decirles que hablaran con su abogado. Si así lo hacía, no volverían a molestarla.
Lucy se mostró de acuerdo. Comprendía a la perfección lo que ocurría, pero no consideró oportuno poner objeciones al modo en que estaba siendo utilizada. Parecía un favor razonable. En cambio, cuando Hagen le pidió que vigilara a Freddie y al dueño del hotel, poseedor este último de un gran paquete de acciones del establecimiento, dijo:
– Pero, Tom ¿me está usted pidiendo que espíe a Freddie?
– No. Lo que sucede es que el padre de Freddie se preocupa por su hijo. Sabe que tiene amistad con Moe Greene, y debemos procurar que no se meta en líos.
No se molestó en explicarle que el Don había patrocinado la construcción de ese hotel en el desierto, no sólo para proporcionar un empleo a su hijo, sino, sobre todo, para introducirse en Las Vegas.
Fue poco después de esa entrevista cuando el doctor Jules Segal se convirtió en el médico del hotel. Era un hombre muy delgado, elegante y atractivo, que parecía demasiado joven para ser médico, o así lo creía Lucy. Se conocieron un día en que ella fue a verlo a causa de un grano que le habría salido en el antebrazo. En la sala de espera se encontraban dos coristas del espectáculo de variedades del hotel, ambas rubias y de piel dorada, a las que Lucy envidiaba precisamente por ello. Su aspecto era inocente. Pero una de ellas estaba diciéndole a la otra:
– Te aseguro que si me da otra pastilla, abandono el trabajo.
Cuando el doctor Jules Segal abrió la puerta para que entrara una de las dos chicas que estaban antes que Lucy, ésta se sintió tentada de marcharse. Y lo habría hecho si lo que la llevaba a la consulta médica hubiese sido algo más serio. El doctor Segal lucía unos pantalones holgados y una camisa abierta. A pesar de sus gafas de carey y de sus modales reservados, su aspecto no era, en conjunto, demasiado serio. Y Lucy, como muchas personas anticuadas, creía que la medicina debía ir acompañada de una gravedad solemne.
Luego, al entrar en el consultorio, todo cambió. Lucy se sintió repentinamente tranquila. Porque en realidad el doctor Segal sabía ganarse de inmediato la confianza de sus pacientes. Habló muy poco, pero en tono firme y, a la vez, amable. Cuando ella quiso saber a qué se debía la hinchazón del antebrazo, el joven médico le explicó pacientemente que no era nada serio. Tomó un grueso libro de la estantería y dijo:
– Mantenga firme el brazo.
Lucy obedeció. Por primera vez, Segal le dirigió una amable sonrisa.
– Ahora voy a golpearle el grano con este libro, y verá cómo desaparece. Es posible que vuelva a salir dentro de un tiempo, pero si empleo el bisturí le costará mucho dinero y, además, tendrá que llevar el brazo vendado. ¿Le parece bien?
Lucy le devolvió la sonrisa. Aunque no sabía por qué, confiaba plenamente en él.
– De acuerdo, doctor.
Un segundo después, lanzaba un grito de dolor cuando él le golpeaba el antebrazo con el grueso libro; a continuación comprobó que el grano había desaparecido.
– ¿Le ha dolido mucho?
– No. ¿Ya está?
El doctor Segal respondió que sí, y de inmediato dejó de prestar atención a Lucy, que salió del consultorio.
Una semana más tarde se encontraron ante la barra del bar del hotel.
– ¿Cómo va el brazo? -preguntó Segal.
– Muy bien -respondió Lucy, sonriendo-. Sus métodos no son muy ortodoxos, pero sí eficaces.
– No sabe usted bien lo poco ortodoxo que soy. A propósito, no sabía que fuera usted una mujer rica. El Sun ha publicado hace unos días la lista de poseedores de puntos del hotel, y Lucy Mancini figura con diez. Si le hubiese curado ese antebrazo con métodos más tradicionales habría podido ganar una pequeña fortuna. Lucy se acordó de lo que le había advertido Hagen, y no respondió.
– No se preocupe -prosiguió Segal-. Sé cómo funcionan estas cosas; las acciones figuran a su nombre, pero no son suyas. En Las Vegas esto es muy corriente. ¿Qué le parece si salimos esta noche a cenar y a ver algún espectáculo? Incluso la invitaré a jugar a la ruleta.
Lucy no sabía si aceptar o no. Ante la insistencia de él, respondió:
– Me gustaría, pero creo que se sentiría usted decepcionado. Me temo que soy algo diferente de las chicas de Las Vegas.
– Por eso la he invitado. Precisamente me he recetado una noche de descanso -dijo Jules en tono jocoso. Lucy le dedicó una melancólica sonrisa y respondió:
– De acuerdo. Acepto que me invite a cenar, pero a la ruleta apostaré con mi dinero.
Durante la cena, Jules se pasó un buen rato hablando, en términos médicos pero con gran sentido del humor, de los diferentes tipos de muslos y senos femeninos, mientras Lucy pensaba que aquel hombre tenía una conversación muy amena. Después estuvieron jugando un rato a la ruleta, y ganaron más de cien dólares. Más tarde, fueron en el coche de él a Boulder Dam, donde Jules trató de hacerle el amor a la luz de la luna. Pero al ver que Lucy, a pesar de sus besos, se resistía, comprendió que por el momento era inútil insistir. La derrota, sin embargo, no le hizo perder el buen humor.
– Ya te dije que no era como la mayoría de las chicas de aquí -le advirtió Lucy en un tono que quería ser de reproche.
– Pero si yo no hubiese tratado de hacerte el amor te habrías sentido ofendida ¿no es cierto?
Lucy se echó a reír por toda respuesta. Pensó que Jules Segal era adivino.
En el transcurso de los meses siguientes ambos se hicieron buenos amigos. Lo suyo no era amor, pues no se acostaban juntos porque Lucy seguía resistiéndose. Se daba cuenta de que a Jules no le hacían ninguna gracia sus negativas, pero también era consciente de que reaccionaba de modo diferente de como lo habrían hecho la mayoría de los hombres, y eso hacía que lo apreciara todavía más. Supo que era un hombre muy temerario, además de divertido. Los fines de semana los aprovechaba para participar, con su soberbio MG, en las carreras que se celebraban en California. Las vacaciones las pasaba en las montañas de México, lugar donde, según sus propias palabras, asesinaban a los turistas para robarles los zapatos y la vida era tan primitiva como mil años atrás. También supo que era cirujano y que había trabajado en un famoso hospital de Nueva York.
Lucy no se explicaba por qué había aceptado ser médico de un hotel. Cuando se lo preguntó, Jules repuso:
– Si me cuentas tu gran secreto, te contaré el mío. Ella se sonrojó y no insistió, como tampoco lo hizo Jules. Y entre ambos siguió fortaleciéndose una amistad que para Lucy era cada vez más importante, aunque no se apercibiera de ello.
Ahora, sentada al borde de la piscina y con la cabeza de Jules en su regazo, sintió hacia él una inmensa ternura. Sin darse cuenta, comenzó a acariciarle el cuello con los dedos. Parecía estar dormido, y ella se sentía cada vez más excitada. De pronto, Jules levantó la cabeza y se puso en pie. La tomó de la mano y la condujo por un sendero entre la hierba hasta la casita en que vivía dentro de los límites de la propiedad del hotel. Una vez en su interior, sirvió sendos whiskies. El licor, acompañado del raerte calor y de los sensuales pensamientos de Lucy, hicieron que ésta perdiera la cabeza. Ambos estaban cubiertos sólo por el bañador, y Jules la estrechaba fuertemente entre sus brazos. «No lo hagas», murmuraba Lucy, pero sin convicción. Él, como si no la oyese, comenzó a quitarle lentamente el bañador y a continuación le besó con ternura los grandes senos; luego fue descendiendo hasta el vientre y las ingles. De pronto se detuvo, se desnudó y volvió a abrazarla. Se dispuso a penetrarla, pero bastó que la tocase para que ella alcanzara el orgasmo. Lucy advirtió que él, a pesar de lo excitado que estaba, la miraba sorprendido. Ella se sentía tan avergonzada como la primera vez que lo había hecho con Sonny, pero Jules, todo un experto en las artes del amor, arrastró su cuerpo hasta el borde de la cama, le abrió las piernas de cierta manera y la penetró aún más profundamente, hasta que al fin también él llegó al climax.
Cuando él hubo terminado, Lucy se acurrucó en un extremo de la cama y empezó a llorar. Se sentía confusa. Luego oyó la voz de Jules que, riendo, le decía:
– ¿De modo que por eso has estado resistiéndote todos estos meses, pobre muchachita italiana? ¡Qué tontuela!
Las dos últimas palabras las dijo en un tono tan cariñoso, que ella se volvió y apretó su cuerpo contra el de él.
– Eres una mujer como ya no existen, te lo aseguro -añadió Jules en el mismo tono afectuoso.
Lucy, sin embargo, siguió llorando.
Jules encendió un cigarrillo y lo puso en los labios de la muchacha, que para no atragantarse tuvo que dejar de llorar.
– Ahora escúchame -prosiguió Jules-. Si hubieras sido educada en un ambiente acorde con los tiempos actuales, si tu familia hubiese tenido una cierta cultura, tu problema estaría resuelto desde hace años. Ahora voy a explicarte cuál es tu problema: si una mujer es fea o bizca, o tiene la piel manchada, por ejemplo, puede decir que el suyo es un caso sin solución, pues ahí la cirugía nada puede hacer. Ahora bien, si sólo tiene una verruga en la barbilla, o si una de sus orejas tiene alguna irregularidad, su problema carece de importancia. Tu caso es equivalente a estos últimos, es decir, que en realidad no es un problema. Deja de pensar en que ningún hombre disfrutará contigo lo suficiente. Lo tuyo no es sino una deformación de la pelvis. Normalmente se produce después de un parto, pero también puede tratarse de algo congénito. Tu caso es muy frecuente, y muchas mujeres son desgraciadas debido a ello; algunas incluso llegan al suicidio. Sin embargo, una sencilla operación basta para corregir el defecto. Jamás hubiera imaginado que sufrías ese pequeño defecto, pues tienes un cuerpo muy bien formado y sano. Cada vez que me contabas tu caso, pensaba que el problema era psicológico, pero ahora veo que no es así. Voy a hacerte un examen físico y luego sabremos exactamente qué debe hacerse. Ahora toma una ducha, te hará bien.
Lucy obedeció, y mientras se duchaba él preparó el instrumental que tenía en la casa. Después, pacientemente y a pesar de las protestas de ella, le indicó que se tendiera en la cama para reconocerla. De pronto Jules había dejado de ser el amante para convertirse en el médico.
Metió los dedos dentro de ella y comenzó a moverlos en círculos. Lucy empezaba a sentirse humillada, cuando él le besó el ombligo y dijo, casi distraídamente:
– Me encanta disfrutar de mi trabajo. A continuación le indicó que se pusiera boca abajo, le introdujo un dedo en el ano y empezó a explorar mientras con la otra mano le acariciaba tiernamente la nuca.
Cuando hubo terminado, hizo que Lucy volviera a tenderse boca arriba, le dio un beso en la boca y dijo:
– Voy a hacerte una vulva completamente nueva, y luego probaré personalmente qué tal va. Será una verdadera hazaña médica, y podré escribir un informe para las revistas especializadas.
Jules se mostró tan afectuoso y preocupado por ella, que Lucy consiguió superar su vergüenza. Y cuando él le mostró un libro de medicina en el que se hablaba de un caso parecido al suyo y del procedimiento quirúrgico adecuado para corregirlo, hasta se sintió vivamente interesada.
– Hay que operar -sentenció Jules-pues, cuestión sexual aparte, más adelante sentirías dolorosas molestias. Es una lástima que un pudor mal entendido prive a los médicos de curar casos como el tuyo, que, como ya te he dicho, son bastante frecuentes, y que tantas mujeres sufran a causa de ello.
– No hables de eso, te lo ruego -pidió Lucy. Jules comprendió que a la muchacha seguía avergonzándola su secreto. Si bien como médico él no podía comprenderla, era lo bastante sensible para identificarse con ella, quien se lo agradecía de corazón.
– Bien. Ahora que conozco tu secreto -dijo Jules-voy a contarte el mío. Siempre me preguntas por qué estoy en esta ciudad, siendo como soy uno de los más jóvenes y brillantes cirujanos del Este -pronunció estas últimas palabras en tono de sorna, repitiendo lo que habían publicado los periódicos-. La verdad -prosiguió-es que soy abortista, lo que en sí mismo no es excesivamente malo, pues la mitad de los médicos lo son; pero tuve la desgracia de que me descubrieran. Entonces, un doctor amigo llamado Kennedy, que fue compañero mío en la época de internado y que es un hombre de una pieza, prometió ayudarme. Según tengo entendido, un tal Tom Hagen le había dicho que si algún día necesitaba algo se lo dijera, pues la familia Corleone estaba en deuda con él. Así, pues, el doctor Kennedy habló con Hagen, y lo único que sé es que los cargos contra mí fueron retirados, aunque la Asociación Médica y el hospital del Este donde yo trabajaba me pusieron en la lista negra. Luego, para que pudiera resarcirme de esto, la familia Corleone me proporcionó mi empleo actual. Me gano bien la vida y hago un trabajo que debe hacerse. Estas chicas de los night-clubs no paran de quedar embarazadas, y claro, después tengo que intervenir. Provocarles un aborto es la cosa más sencilla del mundo. Lo malo es que Freddie Corleone es un auténtico Casanova; desde que estoy en el hotel, ha preñado por lo menos a quince muchachas. Uno de estos días deberé hablarle seriamente de cuestiones sexuales, pues al parecer conoce muy poco. Aparte de lo que te he dicho, he tenido que tratarlo tres veces de gonorrea y una de sífilis. Nunca se ha preocupado de tomar precauciones.
Contra su costumbre, Jules había sido deliberadamente indiscreto, pues quería que Lucy supiera que los demás, incluido alguien a quien ella conocía y temía un poco, Freddie Corleone, también tenían cosas de las que avergonzarse.
– Para decirlo de forma comprensible -prosiguió Jules-, lo tuyo viene a ser como si una pieza elástica hubiese perdido su elasticidad. Si cortamos un trozo de dicha pieza, el grado de elasticidad del resto aumenta. Y eso es lo que voy a hacer contigo.
– Me lo pensaré -dijo Lucy, aunque estaba segura de que aceptaría la intervención quirúrgica, sobre todo teniendo en cuenta que Jules le inspiraba absoluta confianza-. ¿Cuánto me costará? -preguntó a continuación.
Jules enarcó las cejas y al cabo de unos segundos contestó:
– Ni cuento con el instrumental necesario para una intervención de este tipo, ni soy el hombre adecuado para realizarla. Pero en Los Ángeles tengo un amigo que es un gran especialista en el tema y trabaja en el hospital más moderno de la ciudad. De hecho, él es quien se encarga de operar a todas las estrellas del cine cuando se dan cuenta de que la cirugía estética ya no basta para conseguir o conservar el amor de un hombre. Como me debe algunos favores, no cobrará ni un dólar. Cuando se le presenta un caso de mi «especialidad», siempre me lo pasa… Aura, si no fuese una falta de ética, te nombraría a algunas de las más famosas estrellas que se han sometido a esta operación.
Lucy sentía una terrible curiosidad, y le pidió que le dijera los nombres. Una de las cosas que más le gustaban de Jules era que nunca se burlaba de su muy femenina afición al cotilleo.
– Te lo diré, si aceptas cenar y pasar la noche conmigo. Hemos de recuperar el tiempo perdido a causa de tu testarudez.
Lucy, emocionada ante la gentileza de Jules, dijo:
– No tienes obligación de dormir conmigo. Sabes que, tal como estoy ahora, no disfrutarías mucho. Jules se echó a reír.
– Eres increíblemente ingenua… ¿Nunca has oído hablar de otras formas de hacer el amor, igual de antiguas y civilizadas? ¿Cómo puedes ser tan inocente?
– Ah, te refieres a eso…
– Ah, te refieres a eso… -la parodió Jules-. Las chicas buenas no lo hacen, los hombres de verdad no lo hacen, ni siquiera en el año 1948… Bien, cariño, podría llevarte a la casa de una anciana dama, cerca de Las Vegas, que fue la madama más joven del burdel más famoso del Salvaje Oeste, allá por 1880. Le encanta hablar de los buenos viejos tiempos. ¿Sabes lo que me dijo en una ocasión? Pues que esos recios, viriles y valientes vaqueros siempre les pedían a las chicas que les hicieran un «francés», es decir, lo que los médicos llamamos una felación y tú llamas «eso». ¿Es que nunca hiciste «eso» con tu amado Sonny?
Lucy lo sorprendió de verdad: se volvió hacia él con una sonrisa sólo comparable a la de Mona Lisa y dijo en voz baja:
– Con Sonny siempre lo hacía. Era la primera vez que admitía algo semejante en presencia de otra persona.
Dos semanas más tarde, en el quirófano de un hospital de Los Ángeles, Jules Segal observaba la intervención a que era sometida Lucy Mancini por parte de su amigo, el doctor Frederick Kellner. Antes de que la muchacha fuera anestesiada, Jules se inclinó sobre ella y le susurró al oído:
– Le he dicho que eres mi chica favorita. Y puedes estar segura de que te dejará unas paredes muy estrechas.
Pero Lucy no se rió, pues el comprimido que le acababan de suministrar la había aletargado. No obstante, la broma de Jules contribuyó a disipar un poco el temor que la operación le inspiraba.
El doctor Kellner hizo la incisión con la seguridad propia de un hombre avezado en trabajos similares. La técnica de las operaciones para reforzar las paredes de la pelvis requería la consecución de dos objetivos: acortar el cabestrillo músculo fibroso de la pelvis, al efecto de disminuir la falta de elasticidad, y empujar hacia adelante el canal vaginal hasta colocarlo por debajo del arco pubiano. La reparación del cabestrillo pelviano era conocida con el nombre científico de «perineorrafia»; la sutura de la pared vaginal, con el de «colporrafia».
Jules advirtió que el doctor Kellner ponía los cinco sentidos en su trabajo. Al cortar existía el peligro, si la incisión era demasiado profunda, de dañar el recto. El caso no era complicado, pensaba Jules, de acuerdo con lo que él mismo había visto a través de los rayos X. Sin embargo, en cirugía uno nunca podía estar completamente seguro.
Kellner estaba trabajando en el cabestrillo del diafragma. Los fórceps en forma de T aguantaban el colgajo vaginal, dejando al descubierto los músculos que formaban su envoltura, mientras los enguantados dedos de Kellner iban separando los tejidos conectivos demasiado flojos. Jules observaba las paredes vaginales temiendo que de un momento a otro aparecieran las venas, lo que significaría que el recto había sido dañado. Pero Kellner conocía su oficio. Poco a poco, su obra iba avanzando.
El cirujano procedió a cerrar el hueco dejado por los tejidos que había sacado antes, poniendo en ello toda su atención. Metió tres dedos en la abertura, luego dos. Finalmente, cuando consideró que era lo bastante estrecha, procedió a suturar.
Una vez terminada la operación, Lucy fue conducida a su habitación. Jules aprovechó para hablar con Kellner. Éste se mostró muy optimista, lo que significaba que todo había ido bien.
– No ha habido complicación alguna -explicó-. En realidad, ha sido muy sencillo. Es una chica muy sana, y ahora estará en disposición de hacer feliz a cualquier hombre. Te envidio, muchacho. Tendrás que esperar un poco, desde luego, pero te garantizo que te sentirás satisfecho de mi trabajo.
– Eres un verdadero Pigmalión -dijo Jules, entre risas-. En serio, eres maravilloso.
– En realidad, es un juego de niños. Como tus abortos. Si la sociedad fuera más realista, las personas de talento como tú y yo podríamos hacer maravillas. Por cierto, Jules, ahora que me acuerdo, la semana próxima te enviaré a una bonita muchacha. Cuanto más bonitas, más propensas a crearse dificultades. Así quedará pagado mi trabajo de hoy. Jules le estrechó la mano y dijo:
– Gracias, doctor. Si algún día te decides a visitar el hotel, procuraré que lo pases en grande.
– No necesito vuestra ruleta, Jules. Mi juego es más peligroso que el del casino. Y el tuyo también, Jules. Dentro de un par de años habrás olvidado por completo lo que es la cirugía. La cirugía seria, quiero decir. Ya lo verás.
A continuación, el doctor Kellner se despidió y se marchó. Jules se quedó pensativo. Sabía que en las palabras de su amigo no había reproche, sino sólo un aviso. Pero a pesar de ello no pudo evitar sentir un profundo remordimiento.
Como Lucy no saldría del hospital hasta doce horas más tarde, como mínimo, él fue a la ciudad y se emborrachó, en parte por el alivio que experimentaba ahora que la operación había resultado un éxito.
A la mañana siguiente, cuando fue al hospital a visitar a Lucy, le sorprendió ver a dos hombres junto a su cama y la habitación llena de flores. Lucy no podía ocultar su satisfacción. La sorpresa de Jules se debía al hecho de que ella había roto con su familia, y le había dicho que no pusiese a nadie al corriente, a menos que algo fuera mal. El único que sabía que iba a ser intervenida -de algo sin importancia-era Freddie Corleone; habían tenido que decírselo para que la autorizase a faltar al trabajo, y la verdad era que se había comportado muy bien: no sólo le dio permiso, sino que le dijo que los gastos de la operación y demás correrían por cuenta del hotel. Pero ¿quiénes eran aquellos dos?
Lucy se los presentó. A uno de ellos Jules lo reconoció de inmediato. Se trataba del famoso Johnny Fontane. El otro era un hombre joven, alto y corpulento, de aspecto italiano, que se llamaba Niño Valenti. Después de estrechar la mano de Jules, ambos dejaron de prestar a éste la menor atención. Estaban hablando con Lucy de los viejos tiempos en Nueva York, de personas y hechos desconocidos para él. Debido a ello, Jules decidió que sería mejor que se fuera.
– Vendré más tarde -dijo-. Ahora debo ver al doctor Kellner.
– ¡De eso nada, muchacho! Le dejamos a Lucy -lo atajó Johnny Fontane con su proverbial simpatía-. Nosotros tenemos que marcharnos. Cuide bien de ella, doctor.
Jules notó que la voz de Johnny Fontane era ronca, y entonces recordó que el cantante no actuaba en público desde hacía más de un año. Aunque, eso sí, había ganado el Osear al mejor actor. ¿No era extraño todo aquello? Resultaba verdaderamente raro que a su edad su voz hubiera sufrido un cambio tan brusco, pero aún lo era más el que los periódicos no hubiesen escrito una sola línea sobre el asunto. Jules, que era un profesional muy curioso, escuchaba atentamente a Fontane en un intento de diagnosticar la razón del cambio. Podía tratarse de algo pasajero, o también la consecuencia del alcohol, el tabaco e incluso una vida sexual demasiado activa. Ahora, al oírlo hablar, nadie podía creer que aquella voz de timbre casi desagradable hubiera sido en otro tiempo tan fantástica.
– Perdón, pero por su voz parece que está usted resfriado -le dijo finalmente Jules a Johnny Fontane.
Amablemente, aunque no sin irritación, Fontane repuso:
– Tengo las cuerdas vocales cansadas, eso es todo. Anoche traté de cantar y… Sospecho que me resultará cada vez más difícil aceptar que mi voz ha cambiado. Es cosa de los años.
En tono casual, Jules le preguntó:
– ¿Se ha hecho examinar la garganta por un médico? Tal vez sea algo que pueda curarse con facilidad.
Ahora Johnny ya no trataba de mostrarse cortés. Miró fríamente a Jules y replicó:
– Es lo primero que hice hace ya cerca de dos años. Me examinaron los mejores especialistas, entre ellos mi médico, que está considerado como el mejor de California. Todos coincidieron en que necesitaba mucho descanso. Le repito que no es nada malo, sólo cosa de la edad. Cuando uno se hace mayor, su voz cambia.
Dicho esto, Johnny Fontane dio la espalda a Jules y dedicó su atención a Lucy. Pero el médico siguió escuchando atentamente su voz y se dio cuenta de que las cuerdas vocales de éste debían de estar considerablemente inflamadas, o algo por el estilo. Pero, de ser así ¿cómo no se habían dado cuenta los especialistas? ¿Acaso se trataba de algo maligno que no podía operarse? Debía de haber algo más.
Jules interrumpió a Fontane, para preguntarle:
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio un especialista?
Johnny Fontane, visiblemente molesto, pero procurando disimular por respeto a Lucy, se limitó a responder:
– Hace un año y medio aproximadamente.
– ¿Y su médico de cabecera le examina la garganta de vez en cuando?
– Sí, desde luego -respondió Johnny en tono áspero-. Me ha recetado un aerosol de codeína y, además, me examina a menudo. Según él, mi voz está envejeciendo, aparte de que la bebida y el tabaco hacen estragos. ¿A usted se le ocurre otra cosa? ¿Sabe más que él?
– ¿Cómo se llama su médico? -preguntó Jules, sin hacer caso del tono irónico de Fontane.
– Tucker, doctor James Tucker. ¿Qué opinión le merece?
Las palabras de Johnny Fontane reflejaban un orgullo evidente. Y, en efecto, el nombre le era familiar a Jules, que lo relacionaba con famosas estrellas de cine, mujeres y un lujoso balneario.
– Como ayuda de cámara tal vez sería muy bueno -dijo Jules, haciendo una mueca.
– ¿Es que se considera usted mejor médico que él? -inquirió Fontane, enfadado.
– ¿Es usted mejor cantante que Carmen Lombardo? -replicó Jules entre risas.
Le sorprendió ver que Niño Valenti se desternillaba de risa. No había sido un chiste tan bueno, después de todo. Y de pronto notó que el aliento de Niño olía a alcohol. Evidentemente, el señor Valenti, a pesar de lo temprano de la hora, estaba medio borracho.
Fontane, dirigiéndose a su amigo, dijo:
– Eh, tú; se supone que son mis bromas las que debes celebrar, no las suyas.
Mientras, Lucy, que había tomado a Jules de la mano y le había hecho acercar a la cama, comentó:
– No hagas caso de su aspecto, Johnny. Si afirma que es mejor que el doctor Tucker, es que lo es. Hazle caso, créeme.
En ese momento entró una enfermera, quien comunicó a los tres hombres que debían salir de la habitación, pues uno de los médicos tenía que examinar a Lucy. Jules observó que Lucy volvía la cabeza para recibir en la mejilla el beso de despedida de Johnny Fontane y Niño Valenti. También observó que los dos hombres no parecieron extrañarse del pudor de la muchacha, ni de que dejara, en cambio, que él la besara en la boca.
Antes de que Jules saliera, Lucy le preguntó:
– ¿Vendrás a verme esta tarde?
– Naturalmente -respondió él.
Ya en el pasillo, Valenti quiso saber:
– ¿De qué la han operado? ¿Ha sido de algo serio?
– Cosas propias de mujeres. El cuerpo femenino es muy complicado, ya se sabe. No ha sido nada de importancia, se lo aseguro. Si lo hubiera sido me vería usted más preocupado. Quiero casarme con ella.
Al ver que los dos hombres lo miraban fijamente, Jules inquirió:
– ¿Cómo se enteraron ustedes que estaba en el hospital?
– Nos lo comunicó Freddie -contestó Fontane-. Mi amigo y yo nos criamos en el mismo barrio que Lucy. Y cuando la hermana de Freddie se casó, Lucy fue su dama de honor.
Jules no les dijo que conocía toda la historia, quizá porque se dio cuenta de que tenían mucho interés en que no se supiera que Lucy había mantenido relaciones con Sonny.
Mientras caminaban por el corredor, Jules le propuso a Fontane:
– ¿Por qué no deja que le eche un vistazo a su garganta?
– Tengo prisa, lo siento.
Niño Valenti dirigió a Jules un guiño de complicidad y dijo:
– Se trata de una garganta de un millón de dólares, no apta para médicos de cuarta categoría. Jules, siguiendo la broma, dijo:
– Pero yo no soy un médico de cuarta categoría. Era el mejor cirujano y especialista en diagnosis de mi promoción. Tuve la desgracia de que descubrieran que había practicado un aborto y…
Como Jules esperaba, Fontane y Valenti comenzaron a tomárselo en serio. Al admitir su delito, inspiraba confianza en su pretensión de ser altamente competente. Valenti fue el primero en reaccionar.
– Si Johnny no puede utilizar sus servicios, sí puede hacerlo una chica que conozco. Pero no es la garganta lo que le duele.
Fontane, nervioso, preguntó a Jules:
– ¿Tardará mucho? -Diez minutos.
Era mentira, pero creía que en ocasiones había que mentir a la gente. Decir la verdad y la práctica de la medicina no se avenían muy bien, excepto, tal vez, en casos de extrema gravedad.
– Adelante, pues -dijo Fontane, con voz más ronca que antes, debido al miedo.
Jules pidió una enfermera y una sala de consulta. No disponía de todos los instrumentos que precisaba, pero se las arreglaría. En menos de diez minutos supo que en las cuerdas vocales de Fontane se había formado un tumor. No era difícil apreciarlo, y el incompetente de Tucker debería haberse dado cuenta. Quizá ni siquiera fuese médico, y si lo era merecía que le retiraran la licencia. Jules, completamente concentrado en su trabajo, se acercó al teléfono y pidió por el laringólogo del hospital. Luego, dirigiéndose a Niño Valenti, dijo:
– Me temo que esto va para largo. Será mejor que se vaya.
Fontane lo miró con expresión de desconfianza.
– Oiga ¿es que piensa que va a retenerme aquí? No voy a dejarle jugar con mi garganta, medicucho.
– Es usted muy dueño de hacer lo que le plazca -replicó Jules-, pero le advierto que tiene un tumor en la laringe. Si permanece aquí durante unas horas, sabremos si es maligno o no, y podremos decidir sobre la conveniencia de extirparlo o si bastará con seguir un tratamiento. Puedo darle el nombre del mejor especialista del país, que esta misma noche podría llegar aquí en avión, pagando usted, claro está. Ahora, decida lo que le conviene; permanecer aquí o marcharse con su amigo. Claro que también puede seguir confiando, como hasta ahora, en un médico incompetente. Si el tumor es maligno, llegará el momento en que deberán extirparle la laringe, pues en caso contrario moriría sin remedio. Ahora, dígame: ¿quiere permanecer aquí? Suponiendo que no tenga otra cosa más importante que hacer, naturalmente.
– Quédate, Johnny -sugirió Valenti-. Será lo mejor. Voy a llamar al estudio. No les diré nada, no te preocupes. Sólo que nos es imposible ir ahora. Estaré de regreso al cabo de un momento.
La tarde fue muy larga, pero provechosa. El diagnóstico del especialista del hospital estuvo totalmente de acuerdo con lo que pensaba Jules. En un momento dado, sin embargo, Johnny Fontane, con la boca empapada 'de yodo, trató de marcharse. Pero Niño Valenti lo agarró de los hombros y le obligó a sentarse nuevamente. Cuando todo hubo terminado, Jules, sonriendo, dijo a Fontane:
– Nodulos.
Johnny Fontane lo miró sin comprender. Entonces, Jules decidió ser más explícito.
– En su laringe han aparecido unas verrugas, por llamarlas de algún modo. No es nada grave. Dentro de unos meses estará usted perfectamente.
Valenti lanzó un grito de alegría, pero Fontane no parecía muy tranquilo.
– ¿Podré volver a cantar? -inquirió.
– No puedo garantizárselo, pero, puesto que tampoco ahora puede cantar ¿cuál es la diferencia?
A Fontane no le gustó la respuesta, por lo que, sin intentar disimular su desagrado, masculló:
– Usted, muchacho, no sabe lo que dice. Habla usted como si estuviese dándome una buena noticia, cuando lo que me dice es que tal vez no pueda volver a cantar nunca más. ¿Es verdad que quizá no pueda volver a cantar?
Finalmente, Jules se enfadó. Había actuado como médico y había disfrutado de su trabajo. Le había hecho un favor a aquel tipo, y éste lo trataba como si hubiese hecho algo incorrecto. Fríamente, le dijo:
– Escuche, señor Fontane. En primer lugar soy doctor en medicina; por lo tanto quiero que me llame doctor, no muchacho. Y en segundo lugar, la noticia que le he dado es muy buena, no lo dude. En el primer momento pensé que tenía usted un tumor maligno en la laringe. Si se hubieran confirmado mis temores, habríamos tenido que extirparle la laringe, con lo que usted se hubiera quedado sin habla. Y hasta es posible que el tumor lo hubiese llevado a la tumba. Por un instante, temí tener que decirle que era usted hombre muerto. Por eso, al pronunciar la palabra «nodulos», no pude disimular mi alegría. Entre otras cosas porque me gustaba mucho oírle cantar, porque su voz me ayudó a seducir a más de una muchacha cuando yo era más joven, y porque es usted un verdadero artista. Pero déjeme que le diga que no le sobra sentido común. ¿Piensa que por el hecho de ser Johnny Fontane es inmune al cáncer? ¿O a un tumor cerebral? ¿O a un ataque cardíaco? ¿Acaso se cree que no morirá nunca? En la vida no todo es bonito. Y, si quiere convencerse, dése una vuelta por este hospital; seguro que terminará alegrándose de tener nodulos. Así, pues, déjese de tonterías y vayamos a lo que interesa. Su médico puede encargarse de buscar al cirujano apropiado, pero si se ofrece a operarlo, le aconsejo que lo impida y que lo haga arrestar de inmediato por intento de homicidio.
Jules se disponía a salir de la habitación, cuando Valenti exclamó:
– ¡Bravo, doctor! ¡Así he habla!
Entonces Jules lo miró fijamente y le preguntó:
– ¿Siempre se emborracha antes del mediodía?
– Desde luego -respondió Valenti, alegremente.
Aun contra su voluntad, Jules no pudo evitar decirle en tono amable:
– Pero usted seguramente no ignora que si sigue en ese plan no durará ni cinco años.
Valenti se puso a bailar alrededor del médico hasta que, cansado, se abrazó a él. Su aliento apestaba a bourbon.
– ¿Cinco años? -preguntó entre risas-. ¿Tantos?
Un mes después de la operación, Lucy Manciní estaba sentada al borde de la piscina del hotel de Las Vegas. En una mano sostenía un vaso, mientras que con la otra acariciaba la cabeza de Jules, que estaba apoyada sobre su regazo.
– No tienes por qué darte ánimos a base de combinados -dijo Jules, bromeando-. En nuestra _suite_ tengo unas botellas de champán.
– ¿Estás seguro de que no será demasiado pronto? -preguntó Lucy.
– El médico soy yo. Esta noche será la gran noche. ¿Te das cuenta de que seré el primer médico del mundo en probar los resultados de su operación? Podré comparar el Antes con el Después. Y escribiré sobre la experiencia en las revistas especializadas. Veamos, «mientras el Antes era claramente placentero por razones fisiológicas y la sofisticación del cirujano-instructor, en la fase posterior a la operación el coito se ve altamente recompensado por motivos estrictamente neurológicos…»
Tuvo que dejar de hablar, porque Lucy le tiró de los cabellos con tanta fuerza que no pudo reprimir un grito de dolor, y, con una sonrisa, le dijo:
– Si esta noche no quedas satisfecho, la culpa será tuya.
– Tengo plena confianza en mi trabajo. Kellner se limitó a seguir mis instrucciones. Ahora debemos descansar, pues nos espera una noche de intensas investigaciones.
Cuando subieron a sus habitaciones -ahora vivían juntos-Lucy se encontró con una agradable sorpresa; una cena completísima y, junto a su copa de champán, un estuche en el que había un anillo de compromiso, con un enorme diamante engarzado.
– Eso te demostrará lo mucho que confío en mi trabajo. Ahora, veamos lo que hemos ganado.
Se mostró muy tierno y gentil con ella. Al principio, Lucy estaba un poco asustada y hasta parecía rehuir sus caricias; pero después, una intensa pasión, nueva para ella, se apoderó de todo su cuerpo. Cuando hubieron hecho el amor por vez primera aquella noche, Jules murmuró, plácidamente:
– ¡Qué bien he podido trabajar!
Lucy, a su vez, ronroneó:
– Oh, sí, ya lo creo, y muy bien.
Y entre risas empezaron a hacer nuevamente el amor.
Después de cinco meses de exilio en Sicilia, Michael Corleone comprendió finalmente el carácter de su padre y su propio destino. Comprendió a hombres como Luca Brasi y el cruel _caporegime_ Clemenza, y también la resignación y el papel pasivo de su madre. En Sicilia vio lo que habrían sido si hubiesen escogido no luchar contra su sino. Entendió por qué el Don siempre decía: «Cada hombre tiene un solo destino», así como el desprecio hacia la autoridad y el gobierno legales, el odio hacia quienes se atrevían a quebrantar la «omertà», la ley del silencio.
Vestido con ropas sencillas y gorra, Michael había sido trasladado desde el barco anclado en Palermo hasta el interior de la isla, concretamente a una provincia controlada por la Mafia, donde el «capomafia» local debía un gran favor a su padre. En la provincia estaba la localidad de Corleone, cuyo nombre había tomado el Don al emigrar a América. Pero ya no vivía ninguno de los parientes del Don; las mujeres habían muerto a edades muy avanzadas, mientras que los hombres, o habían sido víctimas de vendette o habían emigrado a Estados Unidos, Brasil o a alguna provincia del norte de Italia. Más tarde, Michael sabría que el porcentaje de crímenes de la pequeña localidad era más alto que el de cualquier otro lugar del mundo.
Michael fue instalado, en calidad de invitado, en casa de un tío soltero del «capomafia». El hombre, que tenía más de setenta años, era el médico del distrito. El capo contaba cerca de sesenta años y se llamaba Don Tommasino. Actuaba como «gabellotto» de las extensas propiedades de una de las más nobles familias sicilianas. (El «gabellotto» era una especie de controlador de las propiedades de los ricos, que se cuidaba también de que los pobres no reclamaran las tierras que no eran cultivadas ni presentaran problemas a los dueños de los latifundios. En resumen, un mafioso que por dinero protegía a los ricos de los pobres, sin importar de parte de quién estuviera la razón. Cuando algún pobre campesino trataba de hacer valer la ley que le permitía comprar tierras no cultivadas, era él quien lo amenazaba con hacerle pegar una paliza o con la muerte. Así de sencillo.)
Don Tommasino controlaba también las aguas de riego de la zona, y se encargaba de torpedear todos los proyectos de construcción de presas. Éstas hubieran arruinado el lucrativo negocio de vender el agua de los pozos artesianos que controlaba, pues al abaratarse su precio, aquel negocio que ya llevaba cientos de años se habría ido a pique. No obstante, Don Tommasino era un mafioso anticuado, que nunca se hubiera dedicado al tráfico de drogas o a la prostitución. En esto, Don Tommasino chocaba con la nueva generación de jefes de la Mafia de ciudades como Palermo, los cuales, bajo la influencia de los gángsteres norteamericanos deportados a Italia, no tenían tales escrúpulos.
El jefe de la Mafia era un hombre corpulento y majestuoso al que todos temían. Bajo su protección, Michael nada tenía que temer, pero se prefirió mantener en secreto su identidad. Por eso, Michael tuvo que permanecer dentro de los límites de la finca del doctor Taza, el tío de Don Corleone.
El doctor Taza medía un metro ochenta, por lo que era alto para tratarse de un siciliano, y tenía las mejillas coloradas y el cabello blanco. A pesar de su edad, iba a Palermo una vez a la semana para presentar sus respetos a las más jóvenes prostitutas de la ciudad. El otro vicio del doctor Taza era la lectura. Leía cuanto papel caía en sus manos, y luego hablaba de lo que había leído a sus conciudadanos, todos ellos campesinos y pastores analfabetos. Tal vez por eso, la gente decía que el doctor estaba loco. ¿Qué tenían que ver los libros con ellos?
Por las noches, el doctor Taza, Don Tommasino y Michael solían sentarse en el vasto jardín poblado de aquellas estatuas de mármol que en Sicilia parecían crecer tan mágicamente como los racimos de uvas. El doctor Taza gustaba de contar viejas historias de la Mafia, y Michael lo escuchaba con gran atención. A veces, cuando el fuerte vino y el agradable ambiente del jardín hacían efecto en él, Don Tommasino refería alguna de sus experiencias. El doctor era la leyenda; el Don, la realidad.
En el antiguo jardín Michael Corleone aprendió a conocer las raíces que habían alimentado los primeros años de su padre. Supo que la palabra «Mafia» había significado, en su origen, «lugar de refugio», y que luego que se convirtió en el nombre de una organización secreta creada para luchar contra los poderosos que durante siglos habían manejado a su antojo el país y a sus gentes. Sicilia era una tierra que había sido más maltratada que cualquier otra del mundo. La Inquisición había torturado a ricos y a pobres. Los ricos terratenientes y la numerosa secuela de sus servidores habían ejercido un poder absoluto sobre granjeros y pastores, y la policía no era sino un instrumento de aquéllos (hasta el punto de que la misma palabra «policía» aún constituía el peor insulto que un siciliano podía dirigir a otro).
Los pobres habían aprendido a no demostrar su cólera y su odio, por miedo a ser aplastados por aquella autoridad salvaje y omnipotente. Habían aprendido a no proferir amenazas, pues de hacerlo las represalias hubiesen sido inmediatas y terribles. Habían aprendido que la sociedad era su enemiga, y por ello, cuando querían justicia a causa de alguna ofensa o agravio, acudían a la organización secreta, la Mafia. Y la Mafia había cimentado su poder estableciendo la ley del silencio, la «omertà». En el interior de Sicilia, si un extraño preguntaba el camino para ir a una localidad próxima, ni siquiera recibía respuesta. Y el peor crimen que un miembro de la Mafia podía cometer era el de decir a la policía el nombre de la persona que había disparado contra él o el de quien le había causado cualquier perjuicio. La «omertà» se convirtió en la religión de la gente. Una mujer cuyo marido había sido asesinado no diría a la policía el nombre del asesino de su esposo, ni el del que había matado a su hijo, ni tampoco el del raptor de su hija.
Las autoridades nunca les habían dado la justicia solicitada, y en consecuencia las gentes acudían a aquella especie de Robin Hood que era la Mafia. Y la Mafia seguía, hasta cierto punto, desempeñando este papel. Ante cualquier emergencia, a quien se pedía ayuda era al «capomafia» local. Él era su previsor social, su capitán, su protector.
Pero lo que el doctor Taza no dijo, lo que Michael aprendió por sí solo en el curso de los meses siguientes, era que la Mafia siciliana se había convertido en el brazo ilegal de los ricos, e incluso en la policía auxiliar de la estructura política y legal. Se había convertido en una degenerada estructura capitalista, anticomunista y antiliberal, que imponía sus tributos en todos los negocios, por pequeños que éstos fueran.
Michael Corleone comprendió por vez primera por qué hombres como su padre habían preferido convertirse en ladrones y asesinos, antes que en miembros de la sociedad legalmente establecida. La pobreza, el miedo y la degradación eran demasiado terribles para que un hombre enérgico pudiera soportarlos. Y algunos emigrantes sicilianos habían supuesto que en América encontrarían una autoridad igualmente cruel.
El doctor Taza se ofreció a llevar a Michael a Palermo -la visita semanal-, pero éste declinó la invitación. Su precipitado viaje a Sicilia no le había permitido hacerse curar debidamente la mandíbula, por lo que llevaba en el lado izquierdo de la cara un recuerdo del capitán McCluskey. Los huesos se habían soldado mal, dando a su rostro un aspecto siniestro. Siempre le había preocupado su aspecto, por lo que se sentía desgraciado. El dolor, en cambio, no le importaba en absoluto, sobre todo desde que el doctor Taza le había proporcionado unas píldoras calmantes. Además, se había ofrecido a operarlo, pero Michael rehusó. Llevaba allí el tiempo suficiente para saber que el doctor Taza probablemente fuera el peor médico de Sicilia. Era un hombre que leía de todo, excepto libros de medicina, de la que él mismo confesaba no entender nada en absoluto. Había aprobado sus exámenes gracias a los buenos oficios del más importante jefe mafioso de Sicilia, que había viajado especialmente a Palermo para indicar a los profesores las notas que debían poner al alumno Taza, lo que constituía una demostración más de que la Mafia era un cáncer para la sociedad siciliana. El mérito nada significaba, ni tampoco el talento o el trabajo. El Padrino mafioso le daba a uno su profesión como si de un regalo se tratara. Michael disponía de mucho tiempo para pensar. Durante el día paseaba constantemente acompañado por dos de los pastores de Don Tommasino. Los pastores de la isla eran a menudo reclutados como asesinos a sueldo, por lo que realizaban su trabajo sencillamente para ganarse la vida. Michael pensaba en la organización de su padre. Si seguía prosperando, se convertiría en un cáncer similar a la Mafia de la isla. Sicilia era ya una tierra de fantasmas; sus hombres emigraban a todos los países, en su ansia de ganarse el pan o el deseo de escapar a la muerte, pues el solo hecho de ejercer las libertades políticas y económicas bastaba para ser condenado.
Lo que más maravillaba a Michael era la sorprendente belleza del paisaje. Con frecuencia paseaba entre los naranjales, que formaban umbrosas y profundas cavernas de las que salía un agua pura y fresca, que brotaba de piedras horadadas desde hacía siglos. Había muchas casas parecidas a las antiguas villas romanas, con enormes portales de mármol y grandes habitaciones abovedadas, que estaban en ruinas o habitadas por rebaños de ovejas. En el horizonte, los verdes campos brillaban a la luz del sol crepuscular, dando al paisaje un aspecto inenarrable. Y a veces, Michael llegaba hasta la localidad de Corleone, situada al pie de una montaña, donde vivían mil ochocientas personas y en la que el año último habían sido asesinadas más de sesenta. Parecía como si la muerte se hubiese enseñoreado de Corleone. Más allá del pueblo, el bosque de Ficuzza rompía la salvaje monotonía de la llanura.
Los dos pastores guardaespaldas llevaban siempre con ellos sendas «lupare» especie de escopeta con el cañón recortado. Era el arma favorita de los mafiosos. El jefe de policía enviado por Mussolini para eliminar a la Mafia siciliana ordenó, como primera medida, que los muros fueran derribados hasta que tuvieran todos menos de un metro de altura, al efecto de que los asesinos no pudieran, con sus lupare, parapetarse en los mismos. La medida fue totalmente ineficaz, y la policía resolvió el problema deportando a colonias penales a todo hombre sospechoso de ser un mafioso.
Cuando la isla de Sicilia fue liberada por los ejércitos aliados, los militares americanos creyeron que cuantos habían sido encarcelados por el régimen fascista eran demócratas. En consecuencia, muchos mafiosos fueron nombrados alcaldes o intérpretes del gobierno militar de ocupación. Esto permitió a la Mafia recuperar con creces el poder perdido.
Los largos paseos nocturnos, acompañado de una botella de buen vino para digerir la sabrosa cena a base de pasta y carne, eran lo único que permitía a Michael conciliar el sueño. En la biblioteca del doctor Taza había muchos libros en italiano, y aunque Michael hablaba el siciliano y había estudiado algo de italiano, leer en esta lengua no le resultaba fácil. Al cabo de un tiempo, sin embargo, y a pesar de que nadie lo hubiera confundido con un nativo por su modo de hablar, se habría podido pensar que era un italiano de las provincias septentrionales cercanas a Suiza y Alemania.
La deformación del lado izquierdo de su cara, en cambio, sí le hacía parecer siciliano. En la isla era normal que se padecieran esas deformaciones u otras semejantes debido a la falta de cuidados médicos. Muchos niños y hombres presentaban cicatrices que en América hubieran sido fácilmente borradas con sencillos tratamientos.
Michael pensaba a menudo en Kay, en su sonrisa, en su cuerpo, y sentía una especie de remordimiento por no haberse despedido de ella. Sin embargo, las muertes de Sollozzo y el capitán McCluskey no turbaban en absoluto su conciencia. El primero había tratado de matar a su padre; el segundo le había desfigurado la cara.
El doctor Taza siempre le aconsejaba que se hiciera operar el rostro, especialmente cuando Michael le pedía algún calmante. Y es que el dolor era cada vez más frecuente e intenso. Taza le explicó que por debajo del ojo pasa un nervio muy delicado, del que a su vez emanan una serie de nervios secundarios. En realidad, la búsqueda de ese nervio era uno de los entretenimientos favoritos de los torturadores de la Mafia, que para ello empleaban un punzón para el hielo. En el caso de Michael, ese nervio había sido dañado. Bastaría con que se sometiera a una sencilla operación en un hospital de Palermo para que el dolor remitiese.
Michael se negó. Y cuando el doctor le preguntó el motivo, Michael respondió:
– Es un recuerdo de América. En efecto, el dolor no le importaba. Consideraba que era algo que podía soportarse perfectamente la mayor parte del tiempo, y estaba convencido de que, en cierto modo, purificaba.
Cuando Michael empezó a sentirse aburrido ya habían pasado cerca de siete meses. Para entonces Don Tommasino apenas si aparecía por la villa, lo que hacía suponer que estaba muy ocupado. En realidad, el jefe mafioso empezaba a tener problemas con la nueva generación de Palermo, que ganaba mucho dinero con el auge de la construcción posterior a la guerra. Convencidos de su superioridad, trataban de imponerse a los mafiosos de antes de la contienda, a quienes consideraban unos anticuados. Don Tommasino debía dedicar todo su tiempo a defender sus dominios. Así pues, Michael tenía que pasarse sin la compañía del viejo y contentarse con las historias del doctor Taza, que comenzaban a repetirse.
Un mañana Michael decidió dar un largo paseo hasta las montañas que se elevaban más allá de Corleone. Naturalmente, tuvo que soportar la compañía de los dos pastores guardaespaldas, lo que no constituía una protección contra los enemigos de la familia Corleone, sino una simple medida de precaución, ya que si un extranjero corría peligro, un nativo… también: la región estaba infestada de bandidos, y de miembros de la Mafia que luchaban los unos contra los otros implicando, a la vez, a todo el que se atrevía a internarse en el escenario de sus luchas. Además, el caminante corría el peligro de ser confundido con un ladrón de «pagliaii».
Un pagliaio era una especie de cabaña con techo de paja que servía para guardar los utensilios de los campesinos y cobijar a los trabajadores en los momentos de descanso, a la hora de la comida del mediodía, etc.; de este modo, los que trabajaban en el campo no tenían que regresar a casa hasta la noche. En Sicilia, el campesino no vivía junto a la tierra que cultivaba. Era demasiado peligroso y, además, las tierras eran pobres. Así pues, vivía en el pueblo y al clarear se traslada a los campos. El trabajador que al llegar a su pagliaio lo encontraba saqueado, sufría un grave perjuicio. Y una vez que la ley se había mostrado inoperante a la hora de resolver el asunto, intervenía la Mafia y solucionaba el problema… a su manera, por supuesto. Es decir, asesinando a varios ladrones de «pagliaii» sin más, con lo que resultaba inevitable que se cometieran injusticias. Era por ello por lo que había que estar prevenido: Michael podía pasar por delante de un pagliaio recientemente saqueado y ser acusado de haber cometido el robo, a menos que alguien declarara en su favor.
Así pues, una mañana, Michael Corleone salió a dar un paseo por el campo, acompañado como siempre por los dos pastores. Uno de ellos era un individuo muy tosco, silencioso e impasible. Tenía las facciones morunas, y era delgado como suelen serlo los sicilianos jóvenes. Se llamaba Calo.
El otro pastor era más locuaz. Algo más joven que su compañero, había visto un poco de mundo gracias a que había hecho la guerra en la Marina. Sin embargo, apenas si había tenido tiempo de hacer algo más que cubrirse el cuerpo de tatuajes, pues su barco no había tardado en ser hundido, y él fue hecho prisionero por los ingleses. Al acabar la guerra, sus tatuajes lo convirtieron en el hombre más famoso de su aldea, pues los sicilianos no solían llevar tatuajes -quizá no tanto porque no les gustase como porque no tenían oportunidad de hacérselos-, aunque en sus carros y tartanas solían pintar escenas rurales llenas de gracia. A pesar de ello, al regresar a su aldea natal el pastor, que se llamaba Fabrizzio, no se sentía muy orgulloso de sus tatuajes, uno de los cuales (el que llevaba en el vientre, y que tapaba una mancha roja de nacimiento) representaba una escena muy cara al «honor» siciliano; representaba a un marido apuñalando a un hombre y una mujer desnudos en actitud de estar haciéndose el amor.
En ocasiones, Fabrizzio obsequiaba a Michael con queso fresco y lo acribillaba a preguntas sobre América, pues a los guardaespaldas no habían podido ocultarles su verdadera nacionalidad. Sin embargo, ignoraban quién era. Únicamente sabían dos cosas: que había tenido que huir de América y que no convenía meterse en honduras con respecto a él.
Michael y sus dos inseparables compañeros solían dar largos paseos por los polvorientos caminos, donde de vez en cuando se cruzaban con carretas pintadas tiradas por asnos. Los campos ofrecían un aspecto magnífico, rebosantes de flores, naranjos, almendros y olivos. Precisamente, habían constituido una de las sorpresas de Michael. Convencido de la exactitud de la legendaria pobreza de los sicilianos, había esperado encontrar una tierra reseca e igualmente pobre. Y de pronto se preguntaba cómo era posible que los isleños pudieran habituarse a vivir en otra parte. Sin duda, el gran éxodo de lo que parecía ser un Edén demostraba lo malvados que algunos hombres debían de ser con los demás.
Cierto día, Michael salió con la intención de ir hasta la población costera de Mazara, para luego, al anochecer, regresar a Corleone en autobús. Pensaba que si se cansaba lograría dormir toda la noche de un tirón. Los dos pastores llevaban pan y queso para comer durante el trayecto, así como sus lupare.
Hacía una mañana maravillosa. Michael se sentía como cuando, siendo niño, salía de su casa temprano, a principios del verano, para ir a jugar a la pelota. Sicilia era una alfombra de flores, y el olor de los naranjos y los limoneros era tan penetrante que podía olerlo a pesar de que la herida que había sufrido en la cara afectaba su sentido del olfato.
A causa de la herida aún sentía molestias en el ojo izquierdo. Además, y por el mismo motivo, tenía que limpiarse continuamente la nariz, debido a lo cual siempre llevaba consigo una buena provisión de pañuelos. No obstante, últimamente, se había acostumbrado a hacer como los campesinos sicilianos, que se sonaban sin pañuelo, a pesar de que siempre le había disgustado siquiera pensarlo. Se notaba la cara «pesada». El doctor Taza le había dicho que ello se debía a la presión causada por la fractura mal curada. Se trataba, en concreto, de una fractura del arco cigomático, y si hubiese sido tratada antes de que los huesos se soldaran, la cosa se habría arreglado sin dificultad; un instrumento parecido a una cuchara, que servía para colocar el hueso en su sitio, habría bastado. En opinión del doctor, ahora tendría que someterse a una intervención quirúrgica maxilo-facial. Michael no había querido oír más. Dijo que ni hablar; aunque, a decir verdad, más que el dolor y demás molestias, lo peor era aquella sensación de pesadez en el rostro. Aquel día, Michael y su escolta no llegaron a la costa. Después de andar unos veinticinco kilómetros, se sentaron a la sombra de un naranjo para comer y beber un poco. Fabrizzio no paraba de decir que un día se iría a América… Después de comer se echaron, y cuando Fabrizzio se desabrochó la camisa, dejando al descubierto el tatuaje de su vientre, todos se rieron al ver al hombre y la mujer desnudos a quienes el marido burlado apuñalaba. Fue entonces cuando Michael sufrió el ataque de lo que los sicilianos llaman «el rayo».
Más allá del naranjal se extendían los verdes campos propiedad de un barón, y frente al mismo, al otro lado de la carretera, había una villa, de aspecto tan romano que parecía sacada de las ruinas de Pompeya. Era un pequeño palacio, de enorme pórtico de mármol y esbeltas columnas griegas. Procedente de allí, se acercaba un grupo de muchachas campesinas, acompañadas por dos robustas matronas completamente vestidas de negro. Eran del pueblo y acababan de cumplir con sus deberes para con el barón, consistentes en limpiar y barrer el palacio, preparándolo para la estancia invernal de su propietario. En ese momento se hallaban arrancando flores con las que adornar todas las habitaciones, y sin reparar en la presencia de los tres hombres, iban acercándose a éstos.
Lucían delantales multicolores, y aunque ninguna debía de tener más de veinte años, sus cuerpos estaban plenamente desarrollados. Tres o cuatro de ellas empezaron a perseguir a una que corría en dirección al naranjo debajo del cual se encontraban sentados Michael y los dos campesinos. La perseguida llevaba un racimo de uvas, y arrojaba granos a sus perseguidoras. Tenía el cabello negro y brillante, y su cuerpo parecía querer escapar de la piel que lo envolvía.
Cuando estuvo muy cerca del naranjo, se detuvo en seco al ver a Michael y sus protectores. Parecía dispuesta a echar a correr nuevamente, como si la asustase el que éstos la miraran fijamente. Toda ella era un conjunto de óvalos; sus ojos, su rostro, su figura… todo era ovalado. Su piel morena y sus enormes ojos negros, protegidos por unas largas pestañas, eran impresionantes. Su boca, sin ser excesivamente grande, era carnosa y de aspecto dulce, pero en absoluto débil. Era tan increíblemente atractiva que Fabrizzio exclamó, en broma:
– ¡Acoge mi alma, Jesucristo, que me estoy muriendo!
Ella como si hubiera oído al demonio, regresó corriendo junto a sus compañeras. Al correr, sus caderas parecían querer reventar el estrecho vestido, aunque era evidente que ella no se daba cuenta de lo sensual que resultaba. Cuando llegó al lado de las otras muchachas, extendió el brazo en dirección al naranjo a cuya sombra se sentaban los tres hombres, y todas se alejaron, riendo, escoltadas por las dos matronas vestidas de negro.
Sin ser consciente de sus actos, Michael, se encontró de pie y con el corazón latiendo más deprisa de lo normal; se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo. Por fin, oyó la risa alegre de los dos pastores.
– ¿Ha sido atacado por el rayo, eh? -dijo Fabrizzio, dándole una palmada en el hombro.
Incluso Calo comentó en tono amistoso:
– Tómeselo con calma.
Michael estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche. Fabrizzio le pasó la botella de vino, y Michael bebió un largo trago. El vino le ayudó a aclararse las ideas.
– Pero ¿de qué demonios están ustedes hablando? -espetó a sus guardaespaldas, que se rieron.
– No puede usted ocultar que el rayo le ha dado de lleno ¿eh? -comentó Calo un momento después, con toda seriedad-. Pero no se preocupe; eso es algo que nadie puede ocultar. No se sienta avergonzado, pues no hay motivo. De hecho, muchos rezan para que el rayo los ataque. Incluso me atrevería a afirmar que es usted un hombre afortunado.
A Michael no le gustaba poner de manifiesto sus emociones. Pero lo que acababa de ocurrirle era algo nuevo para él. Sus aventuras de adolescente habían sido otra cosa, y otra cosa era también el amor que sentía hacia Kay, basado en buena medida en la dulzura de ella, en su inteligencia y su capacidad para diferenciar lo claro de lo oscuro. Lo que sentía en ese momento era un irresistible deseo de posesión, y Michael sabía que no conseguiría quitarse de la cabeza el recuerdo de la muchacha si no conseguía que fuera suya. De repente, su vida se había simplificado. Ahora todo convergía en un solo punto, haciendo lo demás indigno de atención. Durante su exilio siempre había pensado en Kay, aunque sentía que nunca más podrían volver a ser amantes, ni siquiera amigos; después de todo, él no era sino un asesino, un mafioso. Pero ahora Kay había desaparecido de sus pensamientos.
– Iré al pueblo a informarme -dijo Fabrizzio ásperamente-. Quién sabe, tal vez sea más asequible de lo que imaginamos. Para el rayo sólo existe un remedio ¿eh, Calo?
El otro pastor hizo un grave gesto de asentimiento. Michael no pronunció una sola palabra. Se limitó a seguir a los dos pastores, que habían echado a andar hacia el cercano pueblo.
El pueblo, como muchos otros, tenía una plaza con una fuente en medio. Pasaron por una calle en la que había algunas tiendas, unas cuantas tabernas y un café delante del cual había tres o cuatro mesas. Los dos pastores se sentaron a una de las mesas, y Michael se unió a ellos. No había ni rastro de las muchachas. El pueblo parecía desierto. Sólo se veían algunos niños y un hombre que, evidentemente, no estaba en sus cabales.
El dueño del café se acercó a la mesa. Era un hombre grueso y tan bajo que semejaba un enano. Los saludó muy cordialmente y puso un plato de garbanzos encima de la mesa.
– Como ustedes son forasteros, permítanme un consejo: prueben mi vino. La uva es de mi propia viña, y lo han hecho mis hijos. Mezclan las uvas con naranjas y limones. Es el mejor vino de Italia.
Les trajo una jarra de vino, y los tres hombres estuvieron de acuerdo en que era aun mejor de lo que afirmaba el dueño del café. Era de un color casi negro y tan fuerte como el coñac. Dirigiéndose al propietario del establecimiento, Fabrizzio dijo:
– Seguramente conoce usted a todas las muchachas del pueblo. Hace un rato, por la carretera, vimos un grupo de chicas muy bonitas.
Señaló a Michael y añadió:
– Una de ellas ha impresionado a nuestro amigo.
El dueño del café miró fijamente a Michael. Su cara le había parecido muy vulgar, indigna de contemplarla por segunda vez. Pero un hombre atacado por el rayo era otra cosa.
– Será mejor que se lleve algunas botellas de mi vino a su casa. Beber le ayudará a conciliar el sueño.
Michael preguntó al hombre:
– ¿Conoce usted a una muchacha de cabello rizado? Es muy morena y tiene los ojos grandes y negros. ¿Vive en este pueblo alguna muchacha como la que acabo de describir?
En tono cortés, pero gélido, el hombre respondió:
– No, no la conozco -y a continuación entró en el café.
Los tres hombres bebieron lentamente, y cuando hubieron terminado la jarra, pidieron otra. Pero el dueño del café no se presentó a servirles. Fabrizzio entró en el local. Cuando regresó hizo una mueca y dijo a Michael:
– Lo que me figuraba. Se trata de su hija. Y ahora el hombre está pensando en cómo hacernos una trastada. Me parece que lo mejor será que nos vayamos a Corleone.
A pesar de los meses que llevaba en la isla, Michael no había podido acostumbrarse a la susceptibilidad de sus pobladores en asuntos sexuales, y el caso del propietario del café era muy extremado, aun para un siciliano. Pero los dos pastores parecían considerar el asunto de forma diferente de como lo hacía Michael.
– El viejo cabrón ha dicho que tiene dos hijos -añadió Fabrizzio, que ya se había puesto de pie, así como su compañero-, dos tipos duros dispuestos a obedecer ciegamente a su padre.
Michael le dirigió una fría mirada. Hasta entonces había sido un joven tranquilo y amable, un típico americano, pero todos sabían que algo muy viril había hecho, puesto que se ocultaba en Sicilia. Esa era la primera vez que los dos pastores veían la gélida mirada de un Corleone. Don Tommasino, que conocía la historia y la identidad de Michael, lo trató desde el primer momento como a un «hombre de respeto»; pero aquellos rústicos pastores se habían formado su propia y particular opinión sobre el «refugiado», y ésta no era muy elevada, por cierto. La frialdad de la mirada de Michael, la palidez de su cara, borraron instantáneamente la familiaridad con que ambos hombres le habían tratado hasta entonces.
Cuando vio que ambos le prestaban atención con sumo respeto, Michael les dijo:
– Decidle al dueño del café que salga. Los dos guardaespaldas no dudaron ni por un instante. Se pusieron las armas al hombro y entraron en el local. Segundos después, reaparecían escoltando al dueño del café. El hombre no parecía nada asustado, aunque sí algo preocupado.
Michael se acomodó en su silla y lo estudió atentamente. Segundos después, con toda suavidad, dijo:
– Comprendo que lo he ofendido al hablarle de su hija, señor. Le presento mis más sinceras excusas. Soy forastero y no conozco las costumbres del país. Quiero que sepa que no era mi intención faltarle el respeto, ni a usted ni a ella.
Los dos pastores estaban profundamente sorprendidos. La voz de Michael había adquirido un tono desconocido para ellos. A pesar de que estaba disculpándose, sonaba autoritaria. El dueño del café hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero estaba más preocupado que antes, pues tenía la impresión de que aquel hombre no era como los demás.
– ¿Quién es usted y qué quiere de mi hija?
– Soy americano -contestó Michael-, y he venido a Sicilia huyendo de la policía de mi país. Me llamo Michael. Si informa usted a la policía, seguro que ganará una fortuna, pero si lo hiciera, su hija, más que ganar un marido, perdería un padre. Quiero conocer a su hija. Con su permiso, señor, y bajo la atenta mirada de su familia, naturalmente. Con todo decoro y con todo respeto. Soy un hombre cabal, y en modo alguno quiero deshonrar a su hija. Quiero conocerla, hablar con ella y luego, si ambos estamos de acuerdo, nos casaremos. Si no, nunca más volverán a verme. Quizá no le caiga bien a su hija, y en tal caso no podré hacer nada. Pero si no es así, le diré de mí todo lo que el padre de una esposa debe saber.
Los dos pastores y el padre de la muchacha lo miraban con expresión de sorpresa. Fabrizzio, con temor reverente, musitó:
– Es el verdadero rayo.
El dueño del café, por vez primera, no se mostraba tan desdeñoso ni seguro de sí; su enfado parecía haberse evaporado. Finalmente, preguntó:
– ¿Es usted amigo de los amigos? Dado que un siciliano no podía pronunciar la palabra «Mafia» en voz alta, ésa era la forma en que el padre de la muchacha le preguntaba si era miembro de la misma. Así se hacía siempre, aunque no era habitual dirigirse abiertamente a la persona en cuestión.
– No. En este país soy forastero -repuso Michael. El hombre le dirigió una mirada escrutadora, fijándose sobre todo en el lado izquierdo de su cara y en las piernas, muy largas en comparación con las de los sicilianos. Miró también a los dos pastores, que llevaban sus lupare a la vista, y recordó el tono en que, minutos antes, le habían dicho que su «apadrone» quería hablar con él. Había respondido que lo único que deseaba era que aquel hijo de puta se marchara, pero uno de los pastores le había contestado que era mejor que no se negara a hacer lo que le pedían. Algo le dijo que le convenía salir, del mismo modo que en ese momento algo le decía que sería conveniente no mostrarse descortés con el forastero.
– Venga el domingo por la tarde. Me llamo Vitelli y mi casa está en la parte alta del pueblo… Pero venga al café; después iremos a mi casa.
Fabrizzio empezó a decir algo, pero Michael, con una mirada, lo hizo callar. A Vitelli no le pasó inadvertido aquel gesto. Por ello, cuando Michael se levantó para estrecharle la mano, el dueño del café aceptó el apretón y sonrió. Haría algunas investigaciones, y si las respuestas eran desfavorables, sus dos hijos disuadirían a Michael. Vitelli no carecía de relaciones entre los «amigos de los amigos». Pero algo le decía que la fortuna acababa de llamar a su puerta, que la belleza de su hija beneficiaría a toda la familia. Algunos de los jóvenes de la localidad comenzaban a rondarla, pero aquel forastero se encargaría de ahuyentarlos. Vitelli, en prueba de su buena voluntad, regaló a los tres hombres sendas botellas de su mejor vino. Advirtió que las consumiciones las había pagado uno de los pastores, lo que le impresionó todavía más, pues demostraba claramente que Michael era de un rango superior a los dos hombres que lo acompañaban.
Michael ya no estaba interesado en la caminata. Encontraron un garaje, alquilaron un coche y ordenaron al conductor que los llevara a Corleone.
Los dos pastores debieron de informar al doctor Taza, pues después de cenar éste dijo a Don Tommasino, mientras tomaban el fresco en el jardín:
– Hoy, nuestro amigo ha sido atacado por el rayo. Don Tommasino no se sorprendió.
– Ojalá a esos jóvenes de Palermo les alcanzara algún rayo -se limitó a gruñir-, pero de los que llevan electricidad. Sería la única forma de poder vivir tranquilo.
Hablaba de la nueva generación de mafiosos de las grandes ciudades, que en Palermo pretendían imponerse a los viejos como él.
– Quiero que ordene a esos dos pastores que el próximo domingo me dejen a solas -pidió Michael a Tommasino-. Voy a cenar a casa de una chica y no deseo moscones a mi alrededor.
– Tu padre me hizo responsable de tu seguridad, Michael. No puedes pedirme eso. Otra cosa. Estoy enterado de lo de esa chica, y sé también que has hablado de matrimonio. No puedo permitir que el asunto siga adelante sin antes haber informado a tu padre.
Michael decidió mostrarse prudente, ya que Don Tommasino era un hombre de respeto.
– Don Tommasino, usted conoce a mi padre. Cuando alguien le dice que no, se vuelve completamente sordo y no recupera el oído hasta que la respuesta es sí. Pues bien, mi «no» lo ha oído muchas veces. Comprendo lo de los guardias; no quiero causarle a usted ningún problema y dejaré que vengan conmigo el domingo. Pero si quiero casarme, me casaré. Convendrá usted conmigo en que, si no le permito a él inmiscuirse en mi vida privada, sería insultante, insultante para mi padre quiero decir, que se lo permitiera a usted.
– Muy bien, pues -dijo el «capomafia»-. Pero que sea casamiento. Sé lo que es el rayo, ese rayo. Ten en cuenta que ella es una buena muchacha, y que su familia es muy respetable. Si la deshonras, su padre intentará matarte. Conozco muy bien a la familia ¿sabes?
– Tal vez la muchacha no me encuentre de su gusto. Es muy joven, y puede pensar que soy demasiado mayor para ella.
Al ver que Don Tommasino y el doctor Taza sonreían, Michael añadió:
– Otra cosa: necesitaré algún dinero para hacerle un regalo, y también me hará falta un automóvil.
– Fabrizzio se ocupará de eso -repuso Don Tommasino-. Es un muchacho muy listo; en la Marina le enseñaron mecánica. Por la mañana te daré algún dinero, y luego me ocuparé de informar a tu padre de lo que está sucediendo. Tengo la obligación de hacerlo.
Michael estaba satisfecho. Al cabo de un instante, le preguntó al doctor Taza:
– ¿Tiene usted algo para evitar que de mi nariz salgan mocos continuamente? Sospecho que a la muchacha no le gustaría ver que no paro de sonarme.
– Te daré unas gotas antes de que vayas a verla. Se te adormecerá un poco la cara, pero no te preocupes; no creo que vayas a besarla en vuestra primera cita. De todos modos, el efecto será pasajero.
Dichas estas palabras, el doctor Taza y Don Tommasino esbozaron una sonrisa socarrona.
El domingo siguiente, Michael dispuso de un Alfa-Romeo, destartalado pero con el motor en buenas condiciones. Unos días antes había ido en autobús a Palermo a fin de comprar regalos para la muchacha y su familia. Se había enterado de que se llamaba Apollonia, y todas las noches soñaba con su hermosa cara y su bonito nombre. Para conciliar el sueño, Michael tenía que beber mucho vino, hasta el punto de que las criadas de la casa habían recibido órdenes de procurar que en la mesilla de noche del americano nunca faltara una botella llena. A la mañana siguiente, la botella estaba vacía. Mientras todas las campanas de Sicilia convocaban a los fieles, Michael se puso al volante del Alfa-Romeo y se dirigió al pueblo, donde aparcó el automóvil frente al café. Calo y Fabrizzio estaban en el asiento trasero con sus lupare, y Michael les dijo que esperaran en el local, que no era necesario que lo acompañaran a la casa de la chica. El café se encontraba cerrado, pero Vitelli estaba esperándolos, apoyado contra la barandilla de la desierta terraza.
Se dieron la mano y luego Michael cogió los tres paquetes con los regalos y echó a andar colina arriba en dirección a la casa de Vitelli. Cuando él y Vitelli llegaron, se percató de que la casa era más espaciosa de lo normal en Sicilia, lo que demostraba que no se trataba de una familia pobre.
Dentro de la casa había varias imágenes de la Virgen, dentro de campanas de cristal y rodeadas de velas encendidas. Los dos hijos de Vitelli estaban esperándolos, vestidos con el traje oscuro de los días festivos. Eran muy corpulentos y tenían poco más de veinte años, aunque parecían mayores, debido al duro trabajo de la granja. La madre era una mujer tan vigorosa como su marido. De la muchacha, sin embargo, no se veía ni rastro.
Después de las presentaciones, a las que Michael no prestó la menor atención, todos pasaron a una habitación, que lo mismo podía ser una sala que un comedor. Estaba atestada de muebles de todas clases, algo propio de una familia de la clase media siciliana.
Michael dio sus regalos al señor y a la señora Vitelli. El de aquél consistía en un cortapuros de oro, y el de ésta en una pieza de tela muy fina, la más cara que Michael encontró en Palermo. Faltaba entregar el paquete que contenía el regalo para la muchacha. Los obsequios fueron recibidos con cortesía pero sin muestras de entusiasmo. Era demasiado pronto; no debería haberlos hecho hasta la segunda visita.
– No crea que somos tan poca cosa como para recibir fácilmente a forasteros en nuestra casa -le dijo el padre con rústica franqueza-. Pero Don Tommasino nos lo recomendó personalmente, y en esta provincia nadie se atrevería a dudar de su palabra. Así pues, si es usted bienvenido a nuestra casa, se debe sobre todo a la influencia de Don Tommasino. Si sus intenciones respecto a mi hija son serias, permítame decirle que deberemos saber un poco más sobre usted y su familia.
– Lo comprendo -admitió Michael con cortesía-. Responderé a todas sus preguntas al respecto.
El «signor» Vitelli alzó una mano.
– No me gusta adelantar las cosas. Ante todo, veamos si es necesario. Por el momento es usted bien recibido a esta casa, en tanto amigo de Don Tommasino. Lo demás, si debe llegar, llegará a su debido tiempo.
A pesar de las gotas que el doctor Taza le había puesto en la nariz, Michael olió la presencia de la muchacha en la habitación. Al volverse, vio a Apollonia en el portal que daba a la parte trasera de la casa. Olía a flores, aun cuando no llevaba ninguna prendida en su rizado pelo ni en su severo vestido negro, el cual, evidentemente, era el mejor que tenía. La muchacha le dirigió una leve sonrisa y una fugaz mirada antes de bajar los ojos e ir a sentarse al lado de su madre.
De nuevo Michael sintió que le faltaba la respiración. Lo que sentía por aquella chica era, más que deseo, un ansia loca de posesión. Por vez primera en su vida comprendió por qué el hombre italiano tenía fama de celoso. En aquel momento, Michael estaba dispuesto a matar a cualquiera que se atreviera a tocarla, que intentase arrebatársela. Deseaba poseerla, como el miserable desea poseer dinero, como el que cultiva la tierra ajena desea poseer su propia tierra. Nadie le impediría poseer a aquella muchacha, nadie le impediría mantenerla prisionera para evitar que otro hombre pudiera mirarla siquiera. Cuando ella sonrió a uno de sus hermanos, Michael dirigió a éste una mirada asesina. La familia se dio cuenta de que se trataba del clásico «rayo». Aquel joven sería, hasta que se casaran, un juguete en manos de Apollonia. Luego las cosas cambiarían, por supuesto, pero no importaba.
Michael se había comprado algo de ropa en Palermo, por lo que ya no tenía aspecto de campesino. Saltaba a la vista, pensaron todos, que aquel joven era un Don. La herida de su cara no le daba un aspecto tan desagradable como él creía. Habida cuenta de que la otra parte del rostro era muy agradable, su deformación podía incluso pasar por interesante. Además, Sicilia era una tierra en la que esa clase de defectos eran tan corrientes, que, salvo en casos exagerados, pasaban prácticamente inadvertidos.
Michael miró fijamente a la muchacha. Sus labios, ahora se daba cuenta, eran morados; tan oscura era la sangre que corría por su interior.
Sin atreverse a pronunciar su nombre, Michael dijo a Apollonia:
– El otro día te vi en el naranjal, mientras corrías.
Espero no haberte asustado.
Ella lo miró por una fracción de segundo. En respuesta a la pregunta de Michael, hizo un gesto de negación con la cabeza. Michael no pudo resistir el encanto de aquella breve mirada.
– Dirige la palabra al pobre muchacho, Apollonia -la reconvino la madre con aspereza-. Ha recorrido muchos kilómetros para venir a verte.
La muchacha, sin embargo, seguía con los ojos fijos en el suelo. Entonces Michael le entregó el paquete envuelto en papel dorado, y ella se lo puso en el regazo.
– Ábrelo, muchacha -dijo el padre.
Pero las manos de Apollonia permanecieron inmóviles. Eran pequeñas y morenas, juguetonas. La madre, impaciente, tomó el paquete y lo abrió procurando no estropear el delicado papel. Al ver el estuche de fino terciopelo rojo se le cortó la respiración, pues «nunca había tenido en sus manos nada tan lujoso y, además, no sabía cómo abrirla. Finalmente, por puro instinto, lo consiguió, y entre sus dedos apareció el regalo de Michael.
Era una cadenita de oro. La familia estaba boquiabierta, no sólo por el enorme valor de la joya, sino porque cuando un hombre regalaba un objeto de oro, demostraba que sus intenciones eran serias, muy serias. Con su obsequio, aquel joven acababa de hacer una proposición matrimonial, o, en cualquier caso, tenía intención de hacerla. Ya no existían dudas acerca de la seriedad del forastero. Su regalo no podía ser tomado a broma.
Apollonia aún no había tocado el regalo. Su madre se lo enseñó, pero ella no pareció hacerlo caso, sino que miró a Michael y dijo:
– Grazie.
Era la primera vez que él oía su voz.
Apollonia era tímida, y su timidez la hacía, a los ojos de Michael, todavía más encantadora. Él, confuso por el modo en que lo miraba la muchacha, siguió hablando con los padres. No obstante, se dio cuenta de que el vestido de Apollonia, a pesar de que no podía considerarse demasiado estrecho, parecía incapaz de contener su cuerpo. Y se fijó también en que la cara de aquélla parecía todavía más morena, debido, sin duda, a que estaba sonrojada.
Finalmente, Michael se levantó, y lo mismo hizo la familia Vitelli. Se despidieron estrechándose la mano, y él sintió escalofríos cuando la suya entró en contacto con la de ella; era una mano cálida y fuerte, una mano de campesina. El signor Vitelli lo acompañó hasta el automóvil y lo invitó a comer con la familia el domingo siguiente. Michael aceptó, sabiendo que no podría esperar toda una semana para ver nuevamente a la muchacha.
Y no esperó. Al día siguiente, sin los dos pastores, se fue al pueblo y se sentó en la terraza del café, para hablar con el signor Vitelli. Éste sintió lástima del joven y envió a buscar a su esposa y a su hija, para que acudieran al café a hacerle compañía. La muchacha se mostró menos tímida y más locuaz. Llevaba el vestido estampado de los días laborables, que le sentaba mucho mejor que el negro de los domingos.
El martes ocurrió lo mismo, sólo que Apollonia llevaba puesta la cadena de oro que él le había regalado dos días antes. Michael le sonrió, sabiendo que aquel hecho debía de tener un significado profundo. La acompañó colina arriba, unos pasos por delante de la madre de ella, pensando cuán difícil sería evitar rozar el cuerpo de Apollonia. De pronto, ésta tropezó y chocó con Michael, quien al sostenerla para que no cayese sintió que la sangre le hervía en las venas. Ninguno de los dos pudo ver la cómplice sonrisa de la madre, que sabía que su hija conocía muy bien aquel camino -por lo que era imposible que hubiera tropezado de verdad-, así como que aquella era la única manera de que se dejara tocar por su pretendiente antes de la boda.
Aquello duró unos quince días. Michael le llevaba regalos cada día, y Apollonia iba perdiendo su timidez. Pero nunca podían verse a solas. La chica era una aldeana casi analfabeta que no sabía nada del mundo; pero su ingenuidad y su alegría de vivir, sumadas a la barrera que imponía el lenguaje, la hacían aún más interesante a los ojos de Michael, que tenía mucha prisa por formalizar la relación.
Y como la muchacha no sólo se sentía fascinada por él, sino que sabía que debía de ser rico, la boda se concertó para un domingo, dos semanas más tarde.
Don Tommasino intervino. De América le habían dicho que Michael era libre de hacer lo que quisiera, pero también le advirtieron que debían tomarse una serie de precauciones. Así, pues, Don Tommasino decidió actuar como padre del novio, para asegurar la presencia de sus propios guardaespaldas. Calo y Fabrizzio también formarían parte del grupo de invitados del novio, así como el doctor Taza. El nuevo matrimonio viviría en la villa de éste, cuya tapia de piedra ofrecía bastantes garantías de seguridad.
La boda fue al estilo rural. La gente del pueblo salió a la calle para presenciar el paso del cortejo nupcial, que recorrió a pie el trayecto que separaba la iglesia de la casa de la novia, arrojando almendras garrapiñadas al público. Luego, con las almendras que quedaran, se harían montañitas sobre el lecho nupcial, algo puramente simbólico, pues los recién casados pasarían su primera noche en la villa de las afueras de Corleone. Y finalmente se celebró la fiesta, que duró hasta la medianoche. Los novios, sin embargo, se marcharon bastante antes, en el Alfa-Romeo. Michael quedó sorprendido al ver que la madre de Apollonia, a instancias de ésta, se disponía a acompañarles a la villa de Corleone. El padre le explicó que la muchacha era virgen y, por lo tanto, estaba un poco asustada. A la mañana siguiente, necesitaría a alguien con quien hablar, a alguien que la aconsejara si las cosas no iban tan bien como era de esperar. La noche de bodas podía ser muy difícil para una muchacha sin experiencia. Michael vio que Apollonia le dirigía una mirada de súplica. Sonrió a la que era ya su esposa y asintió.
Así pues, los recién casados se pusieron en marcha en dirección a Corleone, con la suegra en el asiento posterior. Sin embargo, al llegar, la señora Vitelli dio a su hija un beso, la abrazó y desapareció de la escena, dejando que los recién casados entraran solos en el enorme dormitorio que habían destinado para ellos.
Apollonia llevaba todavía el vestido y el velo nupciales. Los criados ya habían subido el baúl y la maleta. Sobre una mesita había una botella de vino y una bandeja con pasteles. La muchacha se quedó quieta en el centro de la habitación, esperando a que Michael diera el primer paso. Pero Michael, ahora que estaba a solas con ella, ahora que era legalmente suya, ahora que nada le impedía disfrutar de aquel cuerpo con el que había soñado todas las noches, no sabía qué hacer. La observó dejar el velo sobre una silla y colocar con cuidado la corona nupcial encima de una de las mesitas, cubierta de los frascos de perfumes y cremas que él había comprado en Palermo.
Michael apagó las luces, pensando que la muchacha prefería que la oscuridad ocultara su cuerpo mientras se desvestía. Pero la luna siciliana que entraba por las ventanas daba una relativa claridad al dormitorio. De modo que también cerró las ventanas, aunque no del todo, pues hacía mucho calor.
La muchacha seguía de pie junto a la mesa del centro, por lo que Michael salió de la habitación y bajó al cuarto de baño. Luego tomó un vaso de vino con el doctor Taza y Don Tommasino, en el jardín, mientras las mujeres se preparaban para acostarse.
Esperaba que, a su regreso, Apollonia estuviera metida en la cama. Le extrañaba que la madre no se hubiese quedado para ayudarla a desvestirse. Tal vez lo que Apollonia deseaba era que la ayuda partiese de él. Pero Michael estaba seguro de que era una muchacha demasiado tímida e inocente para que se le ocurriese siquiera algo así.
Al regresar al dormitorio, Michael se sorprendió de encontrarlo completamente a oscuras. Las ventanas estaban cerradas del todo. A tientas, se acercó a la cama y notó el cuerpo de Apollonia debajo de las sábanas. Se desvistió y se metió en el lecho. Alargó una mano y tocó una piel desnuda y sedosa. Era evidente que Apollonia no se había puesto el camisón, lo cual encantó a Michael. Lentamente, con sumo cuidado, puso una mano en el hombro de ella, para que se volviera hacia él. Ella giró sobre sí misma muy despacio y los dedos de él rozaron un seno suave, pleno. Michael la tomó entonces con fuerza entre sus brazos, mientras le daba un profundo y apasionado beso en la boca.
La carne y el sedoso cabello de Apollonia, que mostraba un súbito entusiasmo, lo envolvieron en un frenesí tan erótico como virginal. Cuando Michael la penetró, ella soltó un grito ahogado, permaneció quieta por un instante y a continuación empujó la pelvis contra él y le rodeó la cintura con las piernas. Cuando ambos alcanzaron el orgasmo estaban unidos con tanta fiereza, y presionaban el uno contra el otro con tanta violencia, que al separarse sintieron un temblor semejante a los espasmos que anteceden a la muerte.
En el curso de las noches y semanas que siguieron, Michael Corleone comprendió el motivo por el cual los pueblos socialmente primitivos concedían una importancia enorme a la virginidad. Fue un período de sensualidad y sentimiento de poder masculino que nunca antes había experimentado. En aquellos primeros días, Apollonia se convirtió casi en su esclava. Existiendo confianza y amor, la conversión de una muchacha virgen en «mujer» es algo tan delicioso como una fruta en su punto exacto de madurez.
Ella, por su parte, hizo que se desvaneciese un poco la atmósfera excesivamente masculina que se respiraba en la villa. Había despedido a su madre al día siguiente de la boda. La mesa de la casa, que ella presidía, tenía un nuevo encanto. Don Tommasino cenaba con la pareja todas las noches, y el doctor Taza, en el jardín, contaba una y otra vez sus viejas historias, mientras bebían unos vasos de buen vino. Las veladas, pues, eran plácidas y agradables. Luego, en su dormitorio, los recién casados pasaban horas haciendo el amor. Michael no se cansaba del escultural cuerpo de Apollonia, ni de su cutis color miel, ni de sus grandes y bellos ojos negros, unos ojos que la pasión embellecía aún más. Su carne perfumada tenía para Michael un enorme poder afrodisíaco, y su pasión virginal prolongaba el anhelo de la primera vez, por lo que en ocasiones, cuando llegaba la aurora los sorprendía exhaustos y todavía despiertos. Otras veces, y a pesar del cansancio, Michael no podía conciliar el sueño. Entonces se sentaba junto a la ventana y contemplaba durante largo rato el dormido y desnudo cuerpo de su esposa. Su rostro, más encantador si cabe cuando dormía, era perfecto; tanto, que Michael sólo había visto rostros parecidos en los libros de arte. Era un rostro de Madonna, virginal y sensual al mismo tiempo.
Durante la primera semana de su matrimonio, Michael y Apollonia salieron cada día a merendar al campo y a pasear en el Alfa-Romeo. Pero un día Don Tommasino le dijo a Michael que el matrimonio había hecho que su presencia e identidad fueran conocidos de todos en aquella parte de Sicilia, por lo que sería preciso tomar precauciones contra los enemigos de la familia Corleone, capaces de penetrar incluso en aquel refugio. Don Tommasino puso guardias alrededor de la villa y encargó a Calo y Fabrizzio que protegieran los muros de la finca. Michael y su esposa debieron conformarse, a partir de aquel momento, con permanecer dentro de los límites de ésta. Por aquellos días, además, Don Tommasino dejó de ser el hombre alegre que hasta entonces había sido, para mostrarse preocupado, según dijo el doctor Taza, por una serie de problemas provocados por el nuevo jefe de la Mafia de Palermo.
Una noche, en el jardín, una vieja sirvienta de la casa trajo a Michael un plato de olivas, y preguntó:
– ¿Es cierto lo que dicen todos, que es usted el hijo de don Corleone, de Nueva York, el Padrino?
Michael advirtió que Don Tommasino hacía una mueca de disgusto. Sin embargo, a la vieja criada parecía importarle tanto conocer la verdadera identidad de Michael, que respondió que sí, que era cierto lo que todos decían.
– ¿Conoce usted a mi padre? -le preguntó a la anciana.
La mujer se llamaba Filomena, tenía la cara tan arrugada y morena como un nogal, y los pocos dientes que le quedaban, amarillentos. Por vez primera desde que Michael estaba en la villa, la mujer le sonrió.
– El Padrino me salvó la vida, por no hablar de mis sesos -apuntó Filomena.
Era evidente que quería añadir algo más, por lo que Michael le dirigió una amistosa sonrisa, como para darle ánimos. Con voz temblorosa, la vieja criada inquirió:
– ¿Es cierto que Luca Brasi ha muerto? Michael asintió y quedó sorprendido al observar que la mujer soltaba un suspiro de alivio y hacía la señal de la cruz al decir:
– Dios me perdone, pero ojalá esté en lo más profundo del infierno.
Michael sintió que aquellas palabras despertaban su antigua curiosidad respecto a Brasi. De pronto intuyó que aquella mujer conocía la historia que Hagen y Sonny nunca habían querido contarle. Así pues, le sirvió a la anciana un vaso de vino y la invitó a tomar asiento.
– Hábleme de mi padre y de Luca Brasi -le pidió-. ¿Cómo se hicieron amigos y por qué Luca Brasi era tan leal a mi padre? No tema, puede hablar con toda tranquilidad.
Los negros ojos de Filomena buscaron los de Don Tommasino, quien con un leve gesto dio su permiso. Filomena, pues, procedió a contar su historia.
Treinta años antes, Filomena había sido comadrona en la ciudad de Nueva York. Prestaba sus servicios exclusivamente a la colonia italiana, y como las mujeres estaban siempre embarazadas, prosperó. Cuando los médicos trataban de interferir en algún parto difícil, Filomena les cantaba las cuarenta. Por aquel entonces, su marido era propietario de una próspera tienda de comestibles. Hacía años que había muerto, y ella rezaba por él todas las noches, a pesar de que siempre había sido muy jugador y nunca se había preocupado de ahorrar para el día de mañana.
Una maldita noche, treinta años atrás, cuando todas las personas honradas dormían, llamaron a la puerta de Filomena. Ella no se asustó, naturalmente, pues era la hora que muchos niños escogían para venir al mundo. Por lo tanto, se vistió y abrió la puerta. En el rellano estaba Luca Brasi, cuya fama era, ya entonces, siniestra. También se sabía que permanecía soltero. Al ver que se trataba de él, Filomena se asustó. Pensó que pretendía causar algún daño a su marido, debido tal vez a que éste se había negado a hacerle algún pequeño favor.
Pero no se trataba de nada de eso. Brasi le dijo a Filomena que en una casa situada a cierta distancia había una mujer que estaba a punto de dar a luz, y que, por lo tanto, debería acompañarlo. Filomena sintió de inmediato que algo no encajaba. Aquella noche, la cara de Brasi, de ordinario tan brutal, parecía la de un hombre pacífico. Para librarse de él, Filomena le dijo que sólo atendía a parturientas cuya historia conocía, pero Brasi le mostró un fajo de billetes y, en tono rudo, le ordenó que hiciera lo que le pedía. Naturalmente, ella no se atrevió a negarse.
En la calle los aguardaba un Ford. Su conductor tenía un aspecto tan amenazador como el de Brasi. En menos de treinta minutos llegaron a una casita de madera, en Long Island, poco después de pasar el puente. Evidentemente, allí vivían Luca Brasi y sus compinches, pues en la cocina Filomena vio a algunos hombres que bebían y jugaban a las cartas. Brasi condujo a la comadrona hasta un dormitorio en el piso de arriba. En la cama había una muchacha joven, con aspecto de irlandesa, muy maquillada y con el pelo de color rojo; tenía el vientre muy hinchado. Cuando vio a Brasi, la muchacha volvió la cabeza, aterrorizada ante el odio diabólico que se reflejaba en el rostro de éste. Al recordarlo, Filomena volvió a santiguarse.
Para no alargar demasiado el relato, diremos que Brasi salió de la habitación y que fueron dos de sus hombres quienes ayudaron a la comadrona. Después de nacer la niña, la madre, exhausta, se sumió en un profundo sueño. Llamaron a Brasi, y Filomena, que había envuelto a la recién nacida en una fina toalla, alargó el bulto a Luca y dijo:
– Si es usted el padre, hágase cargo, Mi trabajo ha terminado.
Brasi la miró, con aire malvado, y repuso:
– Sí, soy el padre. Pero no quiero que viva nadie de esa raza. Llévela al sótano y arrójela a la caldera.
Por un instante Filomena pensó que no había oído bien. Le extrañaba el tono con que había pronunciado la palabra «raza». ¿Se debía a que la chica no era italiana? ¿O quizá porque se trataba de una prostituta? ¿O acaso Brasi había pretendido decir que no quería que viviera nadie de su propia raza? Era imposible, debía de haber hablado en broma. Filomena, ásperamente, replicó:
– Es su hija; haga lo que quiera.
Y trató de entregarle nuevamente la niña.
En aquel momento, la madre despertó, y al ver que Luca Brasi arrojaba violentamente a la recién nacida contra el pecho de Filomena, con voz débil musitó:
– Lo siento, Luca, lo siento.
Rápidamente, Brasi se volvió hacia ella. Fue terrible, realmente terrible. Parecían dos animales salvajes. No eran humanos. El odio que se profesaban estalló con furiosa violencia. En aquellos momentos nada existía para ellos, ni siquiera la niña que acababa de llegar al mundo. Y, sin embargo, era evidente que entre ellos existía una extraña pasión. Pero nada bueno podía esperarse de una pasión como aquélla; estaba condenada. Luego, Luca Brasi miró a Filomena y masculló:
– Obedezca. Le pagaré una fortuna.
Filomena quedó muda de terror. Sacudió la cabeza y, tras un gran esfuerzo, murmuró:
– Hágalo usted, que es el padre. Brasi no respondió. En su mano apareció un cuchillo, que acercó a la garganta de Filomena.
– Voy a cortarle la cabeza -rugió. La comadrona sufrió entonces un fuerte colapso, y casi sin darse cuenta se encontró de pronto en el sótano, con Luca. Seguía sosteniendo a la niña, que había permanecido completamente silenciosa. De haber llorado, pensaba Filomena, tal vez aquel monstruo habría sentido lástima de ella.
Uno de los hombres debía de haber abierto la puerta de la caldera, pues se veía el fuego. Brasi volvió a sacar el cuchillo… y a Filomena no le cupo duda alguna de que lo utilizaría. A un lado tenía las llamas; al otro, los ojos de Brasi, unos ojos bestiales, propios de un loco. Sintió que el hombre la empujaba, como si pretendiera arrojarla también a ella a la caldera, y…
Al llegar a este punto, Filomena calló. Juntó las manos sobre su regazo y miró fijamente a Michael. Éste, que comprendió que quería seguir hablando, preguntó:
– ¿Lo hizo?
Filomena asintió, y sólo después de beber un buen sorbo de vino, de santiguarse y de musitar una plegaria, pudo continuar su relato. Brasi le dio un fajo de billetes y la condujo hasta su casa. Ella sabía que si decía una sola palabra del asunto a alguien, él la mataría. Dos días después, se enteró de que Brasi había asesinado a la muchacha irlandesa, la madre de su hija, y la policía lo había arrestado. Filomena, presa del pánico, fue a ver al Padrino y le contó la historia. Don Corleone le ordenó que no dijera nada, que él se ocuparía de arreglarlo todo. Por aquel entonces Brasi no trabajaba para Don Corleone.
Antes de que el Padrino pudiera ocuparse del asunto, Luca Brasi trató de suicidarse en su celda, cortándose la garganta con un trozo de vidrio. Lo trasladaron a la enfermería de la prisión y, mientras se recuperaba, Don Corleone lo arregló todo. La policía se encontró sin pruebas que llevar a los tribunales, y Luca Brasi fue puesto en libertad.
Aunque Don Corleone le aseguró a Filomena que nada tenía que temer de Brasi, como tampoco de la policía, ella sentía remordimientos. Sus nervios estaban destrozados y no se veía con fuerzas para seguir ejerciendo su profesión. Finalmente, consiguió persuadir a su marido de que vendiera la tienda y regresaran a Italia. Él, que era un buen hombre, estaba al corriente de todo y supo comprender. Pero era un hombre débil, y en Italia perdió el poco dinero que habían ahorrado en América. Cuando murió, ella no tuvo más remedio que colocarse de sirvienta. Filomena terminó de contar su historia. Se sirvió otro vaso de vino y añadió, dirigiéndose a Michael:
– Bendigo el nombre de su padre. Siempre que se lo pedía, me enviaba dinero, y me salvó de Brasi. Dígale que rezo por él todas las noches, y que no debe temer a la muerte.
Cuando la mujer se hubo marchado, Michael preguntó a Don Tommasino:
– ¿Es verdad lo que ha contado?
El capomafia asintió con la cabeza, y Michael pensó que no era extraño que nadie hubiera querido contarle aquella historia.
A la mañana siguiente, Michael sintió deseos de hablar con Don Tommasino de lo que Filomena le había contado, pero le dijeron que había tenido que marchar urgentemente a Palermo. Cuando regresó, por la noche, se llevó aparte a Michael. Habían llegado noticias de América, explicó. Noticias malas, muy malas: Santino Corleone había sido asesinado.
Los primeros rayos del sol siciliano penetraron en el dormitorio de Michael. Éste despertó y al sentir el cuerpo de Apollonia junto al suyo, comenzó a hacerle el amor. Cuando hubieron terminado, Michael, como siempre, se sintió maravillado por la belleza y la pasión de su esposa.
Apollonia abandonó la habitación y bajó al cuarto de baño. Michael, todavía desnudo y con los suaves rayos del sol acariciando su cuerpo, encendió un cigarrillo, que fumó tendido en el lecho. Era la última mañana que pasarían en la casa. Don Tommasino lo había dispuesto todo para que se trasladaran a otra localidad, en la costa meridional de Sicilia. Apollonia, que estaba en el primer mes de embarazo, quería ir a pasar unas semanas con su familia, por lo que se reuniría con él más tarde.
La noche anterior, Don Tommasino se había reunido con Michael en el jardín, después de que Apollonia se hubiera acostado. El Don se había mostrado muy preocupado, y admitió que la seguridad del hijo menor del Padrino le quitaba el sueño.
– Tu casamiento ha atraído la atención de todo el mundo sobre ti -dijo Don Tommasino-, y me extraña que tu padre no haya ordenado que te trasladásemos a otro lugar. En lo que a mí se refiere, bastantes preocupaciones tengo con los jóvenes radicales de Palermo. Les he ofrecido algunos arreglos sumamente ventajosos para ellos, que es mucho más de lo que se merecen, pero esos cerdos lo quieren todo. No logro comprender su actitud. Han intentado asesinarme, pero no soy presa fácil. Todavía sigo siendo demasiado fuerte. Es curioso, pero todos los jóvenes, por inteligentes que sean, tienen el mismo defecto: lo quieren todo.
Luego Don Tommasino le dijo a Michael que Fabrizzio y Calo lo acompañarían, como guardaespaldas, en el Alfa-Romeo. Se despidieron antes de acostarse, ya que a la mañana siguiente el Don debía marcharse muy temprano para resolver algunos asuntos en Palermo. Michael recibió órdenes dé no poner al corriente de su traslado al doctor Taza, ya que éste tenía pensado pasar la noche en Palermo y podía irse de la lengua.
Michael había advertido que Don Tommasino tenía problemas por la cantidad de hombres armados que había visto patrullar alrededor de la villa. Además, en el interior de la casa habían aparecido algunos fieles pastores con sus lupare a punto. El mismo Don Tommasino iba siempre armado, y un guardaespaldas le seguía constantemente.
El sol calentaba con fuerza. Michael apagó la colilla del cigarrillo, se puso unos pantalones y una camisa, y se caló una gorra como la que llevaban la mayoría de los sicilianos. Todavía descalzo, miró por la ventana y vio a Fabrizzio sentado en una de las sillas del jardín; estaba peinándose y su lupara descansaba descuidadamente encima de la mesa del jardín. Michael silbó y Fabrizzio dirigió la vista hacia la ventana.
– Prepara el coche -le indicó Michael-. Saldré dentro de cinco minutos. ¿Dónde está Calo?
Fabrizzio se levantó. Llevaba la camisa desabrochada, dejando al descubierto las líneas azules y rojas del tatuaje que le cubría el pecho.
– Calo está en la cocina, tomándose una taza de café -respondió-. ¿Irá su esposa con usted?
Michael lo miró, malhumorado. Le parecía que Fabrizzio llevaba unas semanas mirando demasiado a Apollonia. Claro que jamás se atrevería a hacer la más leve insinuación a la esposa de un amigo del Don. Semejante cosa era, en Sicilia, el camino más seguro hacia el cementerio.
– No -respondió Michael fríamente-. Primero irá a pasar unos días con su familia. Se reunirá con nosotros más tarde.
Fabrizzio se dirigió rápidamente al lugar que servía de garaje para el Alfa-Romeo. Michael fue a lavarse. Apollonia ya había salido del cuarto de baño y debía de estar en la cocina, preparando el desayuno. Sin duda querría compensar el remordimiento que sentía por el hecho de desear ver una vez más a su familia antes de viajar hacia el otro extremo de Sicilia para reencontrarse con Michael. Don Tommasino se encargaría de trasladarla hasta allí.
Terminado su aseo, Michael se dirigió a la cocina, donde Filomena le dio una taza de café y, con timidez, se despidió de él.
– Cuando vea a mi padre, le hablaré de usted -le prometió Michael.
En ese momento Calo entró en la cocina.
– El coche está preparado -anunció-. ¿Quiere que me ocupe de su equipaje?
– No, gracias -respondió Michael-. Lo llevaré yo. ¿Dónde está Apollonia?
Calo esbozó algo parecido a una sonrisa.
– Está sentada en el asiento del conductor, muriéndose de ganas de apretar el acelerador. Se convertirá en una verdadera americana antes incluso de llegar a América -comentó.
Nunca se había oído decir que una campesina siciliana se hubiera puesto al volante de un automóvil, pero a veces Michael permitía a su esposa conducir el Alfa-Romeo, siempre dentro de los muros de la villa, naturalmente. En tales ocasiones él se sentaba a su lado, para evitar las posibles consecuencias de los errores que cometía, como pisar el acelerador en lugar del freno, por ejemplo.
– Vé a buscar a Fabrizzio y esperadme en el coche -indicó Michael a Calo.
Subió nuevamente al dormitorio, a buscar el equipaje, ya preparado. Antes de coger las maletas, miró por la ventana y vio que el coche no estaba estacionado delante de la puerta de la cocina, sino de los escalones que conducían al porche. En el interior del automóvil, Apollonia simulaba conducir, mientras Calo colocaba la bolsa de la comida en el asiento trasero. Michael sonrió, pero enseguida hizo una mueca de disgusto al observar que, un poco más lejos, Fabrizzio iba de un lado para otro, sin hacer nada y sin motivo aparente. ¿Qué diablos le ocurría? Notó que el guardaespaldas miraba hacia atrás una y otra vez, y le pareció que lo hacía de modo furtivo. Tendría que tomar medidas con respecto a él, pensó. Luego, comenzó a bajar por la escalera, y decidió pasar por la cocina para dar un último adiós a Filomena.
– ¿El doctor Taza todavía está durmiendo? -preguntó a la anciana criada.
– Los gallos viejos no pueden saludar al sol -dijo Filomena en tono, socarrón-. El doctor se fue a Palermo, anoche.
Michael se echó a reír. Abrió la puerta de la cocina y aspiró el perfume de los limoneros. Vio a Apollonia hacerle señas de que no se moviera, y comprendió que quería llevar el coche hasta el lugar donde él se hallaba. Junto al automóvil, con la lupara en la mano, Calo sonreía. De Fabrizzio, ni rastro. En ese instante, Michael lo comprendió todo.
– ¡No! ¡No! -gritó dirigiéndose a su esposa.
Pero su grito quedó ahogado por una tremenda explosión, producida al hacer girar Apollonia la llave del encendido. La puerta de la cocina quedó hecha astillas, y la onda expansiva envió a Michael a tres metros de distancia. Algunas piedras que cayeron del techo de la villa lo hirieron en el hombro, mientras que otra, cuando ya estaba en el suelo, le dio en la cabeza. Antes de perder el conocimiento vio que del Alfa-Romeo sólo quedaban las cuatro ruedas y los dos ejes.
Cuando recobró el sentido, Michael se encontró en una habitación oscura. Oía voces, pero eran tan débiles que no llegaba a entender qué decían. Instintivamente, simuló estar todavía inconsciente, pero las voces cesaron. Alguien que estaba junto a la cama dijo:
– Bien, ya ha vuelto en sí.
La luz de una lámpara hirió las pupilas de Michael, que entonces se dio cuenta de que quien había hablado era el doctor Taza.
– Permíteme examinarte. Es cuestión de un minuto. Luego volveremos a apagar la luz -explicó Taza, mientras con una pequeña linterna le estudiaba los ojos-. Te pondrás bien muy pronto -añadió, y volviéndose hacia alguien a quien Michael no podía ver, dijo-: Puede hablar con él.
El médico se había dirigido a Don Tommasino, que estaba sentado en una silla, cerca del lecho. Ahora Michael lo vio, claramente. El Don le decía:
– Michael, Michael ¿puedo hablar contigo? ¿O prefieres descansar?
Michael hizo un ademán de que hablara.
– ¿Fue Fabrizzio el que sacó el coche del garaje? -preguntó Don Tommasino.
Michael, aun sin saberlo, sonrió. Era una sonrisa fría, y con ella quiso decir que sí, que había sido Fabrizzio.
Don Tommasino añadió:
– Fabrizzio ha desaparecido. Escucha, Michael. Has estado inconsciente durante casi una semana. ¿Comprendes? Todos piensan que has muerto. Ahora, pues, es cuando más seguro estás. Ya no se preocuparán de ti. Informé de inmediato a tu padre, y acabo de recibir sus instrucciones. No tardarás en regresar a América. Entretanto, descansarás aquí. Estás en plena montaña, en una granja de mi propiedad. Los de Palermo han hecho las paces conmigo, ahora que suponen que has muerto, lo que demuestra que era a ti a quien perseguían. Querían acabar contigo, pero haciendo creer a todo el mundo que la presa era yo. He pensado que debías estar informado de la situación. En cuanto a todo lo demás, déjalo de mi cuenta. Tú limítate a permanecer tranquilo y a recuperarte.
De pronto, Michael lo recordó todo. Sabía que su esposa había muerto, al igual que Calo. Pensó en la vieja criada. No podía acordarse de si había salido con él de la cocina.
– ¿Y Filomena? -murmuró.
– No le pasó nada -respondió Don Tommasino-. Sólo le sangró un poco la nariz, debido a la explosión. No te preocupes por ella.
– Diga a sus pastores que el que me entregue a Fabrizzio será dueño de las mejores tierras de Sicilia -indicó Michael.
Don Tommasino y el doctor Taza soltaron un suspiro de alivio. El primero cogió un vaso que estaba sobre una mesilla de noche y bebió un trago. El licor debía de ser muy fuerte, pues Don Tommasino sacudió la cabeza y se estremeció. El doctor Taza, en tono de resignación, dijo a Michael:
– Eres viudo, muchacho. Y eso es raro en Sicilia.
Tal vez había pensado que el «honor» que suponía ser uno de los pocos viudos de la isla le serviría de consuelo.
Con un movimiento de la mano, Michael indicó a Don Tommasino que se acercara. El Don se sentó en la cama y aproximó el oído a la boca de Michael.
– Diga a mi padre que quiero regresar a casa -susurró Michael-. Y dígale también que quiero ser su hijo.
Pero debería pasar otro mes antes de que Michael se recobrara de sus heridas, y otros dos antes de que todos los papeles estuvieran listos. Sólo entonces fue en avión de Palermo a Roma y de Roma a Nueva York. Habían pasado tres meses, y seguía sin saberse nada de Fabrizzio.