CUARTA PARTE

15

En aquella pequeña población de New Hampshire, las amas de casa, que no paraban de atisbar detrás de las ventanas, y los tenderos, siempre alertas a los rumores que corrían, captaban de inmediato cualquier cosa rara que ocurriese.


Kay Adams, una chica pueblerina a pesar de su educación, miraba también lo que sucedía al otro lado de la ventana de su dormitorio. Había estado preparándose para los exámenes, y cuando se disponía a bajar al comedor para cenar, vio un automóvil que subía por la calle. No se sorprendió en absoluto cuando el vehículo se detuvo delante del jardín de su casa y de él salieron dos hombres muy corpulentos, con aspecto de gángsters de película, según le pareció. La muchacha bajó rápidamente por las escaleras para ser la primera en llegar a la puerta principal, pues estaba segura de que eran enviados de Michael o de su familia, y no quería que hablaran con su padre o su madre. No es que se avergonzase de los amigos de Mike; lo que ocurría era que sus padres eran personas anticuadas, yanquis de Nueva Inglaterra que no comprenderían que su hija conociese siquiera a hombres como aquellos.


Llegó a la puerta justo en el momento en que sonaba el timbre.


– Yo abriré -dijo dirigiéndose a su madre.


Abrió la puerta y se encontró frente a los dos hombres. Uno de ellos metió la mano por debajo de la chaqueta, como si fuera a sacar la pistola, y Kay no pudo evitar dar un respingo. El hombre, sin embargo, extrajo una cartera de cuero. La abrió y mostró a la muchacha una tarjeta de identificación.


– Soy el detective John Phillips, del Departamento de Policía de Nueva York. Éste es mi compañero, el detective Siriani. ¿Es usted la señorita Kay Adams? Ante el asentimiento de Kay, Phillips prosiguió:


– ¿Podemos pasar? Quisiéramos hablar con usted acerca de Michael Corleone. Sólo serán unos minutos. Kay se hizo a un lado para permitirles entrar, y en ese momento apareció su padre en el pequeño salón que conducía a su estudio.


– ¿Quién es, Kay? -preguntó. El padre de Kay, un hombre de cabello gris, delgado y de aspecto distinguido, no sólo era pastor de la iglesia bautista de la ciudad, sino que tenía fama, en los círculos religiosos, de ser un erudito. Kay no conocía muy bien a su padre, pero sabía que lo amaba, y aun cuando éste nunca se había mostrado particularmente interesado en los asuntos de ella ni la relación entre ambos se caracterizaba por su calidez, Kay confiaba en él. Por ello, se limitó a decir:


– Estos hombres son detectives del Departamento de Policía de Nueva York. Quieren hacerme algunas preguntas acerca de un muchacho que conozco. El señor Adams no pareció sorprenderse.


– ¿Por qué no pasamos a mi estudio? -propuso.


– Si no le importa, preferiríamos hablar con su hija a solas -repuso Phillips, con amabilidad.


– Bueno, eso depende de Kay, supongo -contestó el señor Adams, cortésmente-. ¿Quieres hablar a solas con estos señores, o prefieres que yo esté presente? ¿O quizá tu madre?


– A solas, si no te importa, papá -respondió Kay.


Dirigiéndose a Phillips, el señor Adams dijo:


– Pueden pasar a mi estudio. ¿Se quedarán ustedes a almorzar?


Los dos hombres declinaron la invitación sacudiendo la cabeza, y Kay los condujo al estudio.


Kay se sentó en el sillón de su padre, mientras los dos detectives lo hacían en el borde del sofá. Phillips fue el primero en hablar.


– Señorita Adams ¿ha visto o sabido algo dé Michael Corleone durante las tres últimas semanas?


La muchacha se puso en guardia. Tres semanas atrás había leído en los periódicos de Boston la noticia del asesinato de un capitán de la policía de Nueva York y de un traficante de narcóticos llamado Virgil Sollozzo. Los periódicos decían que la familia Corleone estaba relacionada con el asunto.


– No. La última vez que lo vi, hace aproximadamente un mes, Michael Corleone se dirigía al hospital a ver a su padre.


– Estamos enterados de este encuentro -intervino el otro detective, en tono áspero-. ¿Le ha visto o ha sabido algo de él desde entonces?


– No -contestó Kay.


El detective Phillips, muy educadamente, dijo:


– Si sabe algo de él, le ruego que nos lo comunique. Es de la mayor importancia que nos pongamos en contacto con Michael Corleone. Debo advertirle, señorita, que si se relaciona con él puede verse en una situación muy peligrosa, y si lo ayuda, del modo que sea, tendrá problemas con la policía.


– ¿Y por qué no debo ayudarlo? Vamos a casarnos, y una mujer casada tiene el deber de ayudar a su marido, creo yo.


– Si lo ayuda -repuso el detective Siriani-, es muy posible que se haga cómplice de un asesinato. Buscamos a su amigo porque asesinó a un capitán de la policía de Nueva York y a un informador con el que éste estaba en contacto. Sabemos que el asesino es Michael Corleone.


Kay se echó a reír. Su risa era tan espontánea, reflejaba tanta incredulidad, que los dos policías se quedaron sin saber qué pensar.


– Mike no puede haberlo hecho -dijo ella-. Nunca ha tenido nada que ver con su familia. Cuando fuimos a la boda de su hermana, vi claramente que sus parientes lo trataban como a un extraño. Si ahora se oculta, será porque no desea publicidad, porque no quiere verse envuelto en todo este asunto. Mike no es un gángster. Le conozco mucho mejor que cualquier otra persona, incluidos ustedes. Es un hombre demasiado sensible para hacer algo tan horrible. Es la persona más amante de la ley que conozco y, que yo sepa, jamás ha dicho una sola mentira.


El detective John Phillips, siempre cortés, preguntó:


– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce?


– Más de un año.


Kay quedó sorprendida al ver que los dos hombres esbozaban una sonrisa.


– Creo que hay algunas cosas que debería usted saber -dijo Phillips-. La noche en que se encontró con usted Michael Corleone fue al hospital. Al salir tuvo un incidente con un capitán de la policía que había ido al mismo hospital en misión de servicio. Agredió al oficial, pero llevó la peor parte. Concretamente, la discusión le costó una rotura de mandíbula y la pérdida de algunos dientes. Sus amigos lo llevaron a la finca que la familia Corleone posee en Long Beach. La noche siguiente al incidente el capitán con el que se había peleado el día anterior fue asesinado, y Michael Corleone desapareció. Tenemos nuestros contactos, nuestros informadores. Todos coinciden en señalar a Michael Corleone, pero carecemos de pruebas. El camarero que fue testigo de los asesinatos es incapaz de identificarlo mediante una fotografía, pero tal vez podría reconocerlo personalmente. También tenemos al conductor del automóvil de Sollozzo, que se niega a hablar, pero lograríamos' hacerle cantar si tuviéramos a Michael Corleone en nuestro poder. Así pues, todos nuestros hombres lo están buscando, al igual que está haciendo el FBI. Hasta ahora no hemos tenido suerte. Por eso hemos pensado que tal vez usted podría ayudarnos.


– No creo una sola de sus palabras -dijo Kay, fríamente. No obstante, se sentía un poco inquieta, pues lo de la mandíbula y los dientes quizá fuera cierto. Aun así, se negaba a creer que su Mike fuera un asesino.


– Si sabe algo ¿nos lo comunicará? -preguntó Phillips.


Kay negó con la cabeza. El otro policía, Siriani, dijo en tono rudo:


– Sabemos que usted y Michael tienen relaciones íntimas. Contamos con testigos y, además, los registros del hotel no mienten. Si proporcionamos esta información a los periódicos, su padre y su madre se sentirán muy avergonzados ¿no lo cree, señorita? Unas personas tan respetables como ellos no podrían resistir la noticia de que su hija es la amante de un gángster. Si insiste en no hablar, voy a llamar ahora mismo a su padre.


Kay lo miró con expresión de sorpresa. Luego se levantó y abrió la puerta del estudio. Vio a su padre de pie junto a la ventana de la sala, fumando su pipa.


– Papá ¿puedes venir un momento?


El señor Adams entró en el estudio. Pasó el brazo alrededor de la cintura de su hija y dijo:


– ¿Sí, caballeros? Al no obtener respuesta, Kay se dirigió al detective Siriani, en tono gélido:


– Vamos, oficial, hable.


Siriani carraspeó antes de decir:


– Señor Adams, no quiero que me comprenda mal. Lo que voy a explicarle es en bien de su hija. Es amiga de un individuo del que tenemos fundadas razones para creer que asesinó a un oficial de la policía. Acabo de decirle que puede verse en serios problemas, a menos que coopere con nosotros. Pero ella no parece darse cuenta de la gravedad del asunto. Tal vez usted consiga hacerla entrar en razones.


– Eso es completamente increíble -dijo el señor Adams.


– Su hija y Michael Corleone han estado saliendo juntos durante más de un año -puntualizó Siriani-. Han pasado más de una noche juntos en diversos hoteles, inscribiéndose siempre como marido y mujer. Buscamos a Michael Corleone para interrogarlo en relación con la muerte de un oficial de la policía. Su hija se niega a proporcionarnos cualquier información. Estos son los hechos. Para usted serán increíbles, pero tengo pruebas.


– No dudo de su palabra, señor -dijo el señor Adams, amablemente-. Lo que no puedo creer es que mi hija se encuentre metida en problemas. A menos que usted esté sugiriendo que ella es la «compañera» de un maleante.


Kay miró asombrada a su padre. No podía creer que se tomara el asunto tan a la ligera.


El señor Adams, en tono firme, añadió:


– No obstante, tengan la seguridad de que si ese joven aparece por aquí, informaré de inmediato a las autoridades. Y mi hija hará lo mismo. Ahora, por favor, discúlpennos; se nos está enfriando la comida.


Acompañó a los dos policías hasta la puerta y una vez que hubieron salido cerró ésta a sus espaldas. Tomó a Kay del brazo y la condujo hasta la cocina, que estaba en el extremo opuesto de la casa.


– Vamos, hija; tu madre nos está esperando para comer.


Al llegar a la cocina, Kay estaba llorando silenciosamente, conmovida por la afectuosa actitud de su padre. Su madre simuló no reparar en ello, por lo que Kay supuso que su padre le había hablado de la conversación con los detectives. Una vez sentados a la mesa, el señor Adams bendijo la comida como siempre lo hacía.


La señora Adams era una mujer fuerte y de baja estatura, muy sencilla en el vestir y muy aseada. Kay nunca la había visto desaliñada. También su madre se había mostrado siempre bastante distante con respecto a ella, y en ese momento su actitud no era distinta de la normal.


– Deja de dramatizar, Kay. No olvides que el muchacho ha sido educado en Dartmouth. Es imposible que esté complicado en algo tan sórdido.


– ¿Cómo sabes que Mike ha estado en Dartmouth? -preguntó Kay, sorprendida.


– Vosotros, los jóvenes, pensáis que sois muy listos. Lo hemos sabido desde el principio, pero no podíamos decírtelo mientras tú no nos hablaras de ello.


– Pero ¿cómo lo supisteis? -insistió Kay. No se atrevía a mirar a su padre, ahora que éste sabía que ella y Mike habían dormido juntos. Por ello no pudo ver su sonrisa al decir:


– Muy sencillo. Abrimos tus cartas.


Kay estaba horrorizada y furiosa. Lo miró a los ojos. Lo que él había hecho era aún más vergonzoso que el pecado de ella. Nunca hubiera podido creer algo así de un hombre como su padre.


– Dime que no es cierto. No puedo creerlo de vosotros, papá.


El señor Adams sonrió beatíficamente y dijo:


– Sí, consideré qué pecado sería mayor, si abrir tu correo o ignorar cualquier posible mal paso tuyo. Y la elección fue sencilla, además de virtuosa.


– Después de todo, hija mía -intervino la señora Adams-, eres terriblemente inocente para tu edad. Teníamos que estar enterados. Y tú nunca nos dijiste una sola palabra.


Por primera vez Kay se alegró de que Michael nunca hubiera sido muy afectuoso en sus cartas, y se alegró también de que sus padres no hubieran visto algunas de las cartas que ella le había escrito.


– Si no os hablé de él fue porque creí que no os gustaría su familia -se justificó Kay.


– Y no nos gusta -dijo el señor Adams, medio en broma-. Dime Kay ¿has sabido algo de él últimamente?


– No. Y estoy segura de que no ha hecho nada malo.


Vio que sus padres cambiaban una mirada de complicidad. Luego, el señor Adams dijo, amable como siempre:


– Si no es culpable y ha desaparecido, entonces cabe la posibilidad de que le haya ocurrido algo.


De momento, Kay no comprendió. Luego se levantó de la mesa y corrió a su habitación.


Tres días después, Kay Adams bajó de un taxi ante la alameda de los Corleone, en Long Beach. Había telefoneado anunciando su visita. Salió a recibirla Tom Hagen, lo que la decepcionó, pues sabía que Hagen no le diría nada.


En la sala de estar, Tom le sirvió una copa. Kay había visto a un par de hombres dando vueltas por la casa, pero ninguno de ellos era Sonny. Decidida a ir directamente al grano, preguntó a Tom Hagen:


– ¿Sabe usted dónde está Mike? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?


– Sabemos que está bien, pero no dónde se encuentra. Cuando se enteró de que aquel capitán había sido asesinado, tuvo miedo de que lo acusaran. Por eso decidió desaparecer. Me dijo que volvería dentro de unos meses.


Tom Hagen mentía, pensó Kay, y no intentaba disimularlo.


– ¿Es cierto que el capitán le rompió la mandíbula?


– Me temo que sí. Pero Mike nunca ha sido vengativo. Estoy convencido de que eso nada tuvo que ver con lo sucedido.


Kay abrió su bolso y sacó una carta.


– ¿Quiere entregársela a Mike, si se pone en contacto con usted?


Hagen sacudió la cabeza.


– Si yo aceptara esta carta y usted se lo dijera a un tribunal, éste quizá supusiera que sé dónde se encuentra. ¿Por qué no tiene usted un poco de paciencia? Estoy seguro de que Mike no tardará en dar señales de vida.


Kay terminó su bebida y se levantó, dispuesta a marcharse. Hagen la acompañó hasta la puerta y, cuando estaba a punto de abrirla, entró una mujer de baja estatura, vestida de negro. Kay la reconoció de inmediato. Era la madre de Michael.


– ¿Cómo está usted, señora Corleone? -dijo Kay, estrechándole la mano.


Los pequeños ojos negros de la mujer se clavaron en ella como dardos. Fue sólo por un breve instante. Luego, en aquella cara arrugada y amarillenta apareció una sonrisa, leve pero amistosa.


– Tú eres la amiga de Mike ¿verdad?


La señora Corleone hablaba con un acento italiano tan fuerte que a Kay le resultaba difícil entender sus palabras.


– ¿Comes algo? -preguntó la madre de Mike. Kay negó con la cabeza, para dar a entender que no quería comer nada, pero la señora Corleone se volvió hacia Tom Hagen, airada, y le gritó algo en italiano, terminando con estas palabras en inglés:


– Ni siquiera has ofrecido café a esta pobre muchacha. ¡Eres una «disgrazia»! Tomó a Kay de la mano, y la condujo a la cocina. La mano de la señora Corleone era sorprendentemente cálida y enérgica.


– Toma café y come algo. Luego haré que te acompañen a tu casa. No quiero que una muchacha tan bonita como tú vaya en tren.


Hizo sentar a Kay y colocó el abrigo y el sombrero de ésta encima de una mesa. Luego empezó a moverse por la cocina, y al cabo de unos segundos había en la mesa pan, queso y salami, y en el hornillo se estaba calentando el café.


– He venido a preguntar por Mike -dijo Kay tímidamente-, pues hace días que no tengo noticias de él. El señor Hagen me ha confesado que nadie sabe dónde está. También me ha dicho que no tardará en volver. Hagen habló antes de que lo hiciera la señora Corleone:


– Es lo único que podemos decirle por el momento, mamá.


La señora Corleone le dirigió una mirada desdeñosa y le espetó:


– ¿Es que vas a decirme lo que tengo que hacer? Mi marido, Dios vele por él, nunca se ha comportado así conmigo


Acto seguido se persignó.


– ¿Qué tal está el señor Corleone? -preguntó Kay.


– Bien. Pero se está haciendo viejo, y pienso que nunca debería haber permitido que le ocurriera algo así. Los años le están restando facultades.


La señora Corleone hizo un gesto como queriendo indicar que su marido estaba loco. Sirvió café para ambas y obligó a la muchacha a comer un poco de pan y queso. Una vez terminado el café, tomó entre las suyas una de las manos de Kay y, con voz amable, dijo:


– Mira, querida, Mike no te escribirá, y no sabrás nada de él. Estará oculto durante dos o tres años, tal vez más, tal vez mucho más. Ve a tu casa, busca un buen muchacho y cásate.


Kay sacó la carta de su bolso.


– ¿Tendrá usted la bondad de enviarle esto?


La anciana tomó la carta y acarició la mejilla de Kay.


– Lo haré, no te preocupes -dijo.


Hagen inició una protesta, pero la señora Corleone le atajó, gritando unas palabras en italiano. Luego acompañó a Kay hasta la puerta, le dio un beso en la mejilla y dijo:


– Olvida a Mike, querida. Ya no es hombre para ti.


Fuera, un coche esperaba a Kay, con dos hombres en el asiento delantero. La acompañaron hasta su hotel, en Nueva York, sin pronunciar una sola palabra en todo el trayecto. Tampoco Kay habló. Intentaba hacerse a la idea de que el hombre al que había amado era un asesino. Y lo sabía de muy buena fuente: por su madre.

16

Carlo Rizzi estaba profundamente resentido con el mundo. Tras casarse con una Corleone, había sido arrinconado al frente de un ínfimo negocio de apuestas en el Upper East Side de Manhattan. Él aspiraba a una de las casas de la finca de Long Beach. Había esperado que el Don ordenara desalojar una de las casas, cualquiera de ellas, para entregársela a Connie y a él. De haber sido así, habría vivido en contacto directo con el estado mayor de la Familia. Pero Don Corleone no lo trataba bien, nunca lo había hecho. El «gran Don», pensó con amargura. Su «grandeza» no había impedido que fuera objeto de un atentado en plena calle. ¡Ojalá se muriera! Sonny siempre había sido amigo suyo, y si se convertía en jefe de la Familia quizá se acordara de él.


Miró a su esposa, mientras ésta le servía una taza de café. ¡Dios, quién lo hubiera dicho! Sólo llevaban cinco meses de matrimonio y ya empezaba a engordar y a regañarlo. Todas las italianas de Nueva York eran iguales, pensó Carlo.


Palpó las anchas caderas de Connie, que sonrió complacida, y en tono burlón le dijo:


– Tienes más jamón que un cerdo. Le gustaba mortificar a su mujer, disfrutaba cuando veía lágrimas en sus ojos. Por muy hija del gran Don Corleone que fuese, también era su esposa, y ahora que le pertenecía podía tratarla como le diese la gana. Ejercer su dominio sobre un miembro de la familia Corleone, aunque fuera femenino, le daba una sensación de poder.


Ya desde el principio la trató como consideraba que debía hacerlo. Connie había intentado guardar para sí la bolsa que contenía el dinero que le habían regalado el día de la boda, pero él le había propinado una bofetada y le había quitado la bolsa. Nunca le explicó qué había hecho con el dinero. Si lo hubiese hecho, se habría visto en problemas. Aún ahora sentía un poco de remordimiento. ¡Eran casi quince mil dólares, y se los había gastado en apuestas y mujeres!


Se daba cuenta de que Connie estaba mirándole la espalda, por lo que tensó los músculos, mientras intentaba alcanzar los buñuelos que estaban al otro lado de la mesa. Acababa de comer huevos con tocino, pero un hombre tan corpulento como él necesitaba comer mucho. Carlo estaba muy satisfecho de su propio aspecto. No era el clásico marido gordo y moreno, sino que era rubio y musculoso, ancho de hombros y estrecho de cintura; y más fuerte que cualquiera de los tipos supuestamente duros que trabajaban para la Familia, gente como Clemenza, Tessio, Rocco Lampone y Paulie Gatto, a quien alguien acababa de enviar al otro mundo. Luego, sin saber por qué, pensó en Sonny. También podía vencer a Sonny, a pesar de que éste era un poco más alto y corpulento que él. Lo que le amedrentaba era la reputación de Sonny, aunque a él siempre le había parecido un muchacho de carácter muy campechano. Sí, Sonny era su amigo. Si el Don moría, las cosas mejorarían.


Carlo terminó su café. Odiaba el piso en que vivía. Estaba acostumbrado a las viviendas del Oeste, más espaciosas. Dentro de poco tendría que ir al otro extremo de la ciudad, a su «oficina», para las apuestas del mediodía. Era domingo, el día más ajetreado de la semana: primero el béisbol, después el baloncesto, y por la noche las carreras de caballos. Advirtió que Connie se estaba moviendo detrás de él y volvió la cabeza para mirarla.


La mujer se estaba vistiendo como solían hacerlo las italianas de Nueva York, con ese estilo que a él tanto le disgustaba: un vestido estampado, cinturón, un brazalete muy vistoso, pendientes y unas mangas guarnecidas con volantes. Parecía veinte años más vieja.


– ¿Adonde diablos vas ahora? -le preguntó Carlo.


– A Long Beach, a ver a mi padre -respondió Connie, fríamente-. Todavía no puede levantarse de la cama y necesita compañía. Carlo sentía curiosidad.


– ¿Sonny todavía está al frente? Connie le dirigió una mirada irónica.


– ¿Al frente de qué, si puede saberse? -preguntó. Carlo Rizzi se puso furioso.


– No me hables en este tono, maldita zorra, o le pegaré una patada al crío que llevas en la barriga.


Ella lo miró, asustada, y esto enfureció todavía más a Carlo, que, sin pensárselo dos veces, le dio una sonora bofetada. A la primera siguieron otras tres. Al ver que el labio superior de su esposa se hinchaba y sangraba, Carlo dejó de pegarle. No quería que quedaran huellas en su rostro. Connie corrió hacia el dormitorio, cerró de un portazo y echó la llave. Carlo soltó una carcajada y se sirvió más café.


Estuvo fumando hasta que llegó el momento de vestirse. Entonces llamó a la puerta y dijo:


– Abre, si no quieres que eche la puerta abajo. Al no obtener respuesta, añadió:


– Vamos, abre. Tengo que vestirme. Oyó que su esposa se levantaba de la cama, se acercaba a la puerta y, a continuación, la abría. Al entrar en la habitación, Carlo vio que su esposa volvía a acostarse. Carlo Rizzi se vistió rápidamente y advirtió que Connie sólo llevaba puestas las bragas. A él le interesaba que visitase a su padre, pues confiaba en que a su regreso trajera información, pero ella no quería ir.


– ¿Qué te pasa ahora? ¿Es que unas pocas bofetadas bastan para quitarte todas las fuerzas?


No había remedio. Se había casado con una mujer odiosa y perezosa.


– No quiero ir -respondió ella entre sollozos. Carlo la obligó a mirarlo, y entonces vio por qué Connie no deseaba ir, y pensó que realmente era mejor que no lo hiciese.


Se había excedido un poco. Tenía la mejilla izquierda y el labio superior hinchados.


– De acuerdo, pero hoy regresaré tarde. El domingo es el día en que hay más trabajo.


Salió del piso y encontró una multa sujeta con el parabrisas del coche. Era de quince dólares y por aparcamiento indebido. La metió en la guantera, junto con las demás. Estaba de buen humor. Cuando acababa de pegar a su mujer siempre se sentía mejor; al hacerlo disminuía, sin que él se diera cuenta, la frustración que sentía por verse tratado tan desdeñosamente por los Corleone.


La primera vez que la había abofeteado se sintió un poco preocupado. Ella se había dirigido de inmediato a Long Beach, a quejarse a sus padres y mostrarles su ojo amoratado. Pero, sorprendentemente, a su regreso Carlo se encontró con la clásica esposa italiana, sumisa y obediente. Entonces se propuso ser un marido perfecto.


Durante varias semanas la trató con deferencia, siempre amable y cariñoso, y todos los días, por la mañana y por la noche, le hacía el amor. Finalmente, Connie, que pensaba que su marido no volvería a golpearla, le contó lo que había ocurrido.


Connie había recibido la desagradable sorpresa de que sus padres no parecían dar importancia alguna a la conducta de Carlo. A lo máximo que llegó su madre fue a decirle al Don que hablara con Carlo Rizzi. Pero él se había negado, arguyendo:


– Es mi hija, pero ahora pertenece a su marido. Él sabe cuál es su deber. Ni siquiera el rey de Italia se atrevería a mezclarse en las relaciones entre marido y mujer. Vete a tu casa, Connie, y aprende a comportarte de forma que tu marido no tenga que pegarte. Connie, airada, había replicado:


– ¿Has pegado tú alguna vez a tu esposa?


Era la favorita de su padre, por lo que podía permitirse el lujo de hablarle así.


– Tu madre nunca me ha dado motivos para hacerlo -había respondido Don Corleone, provocando con ello una complacida sonrisa de parte de su esposa.


Les explicó que su marido le había quitado la bolsa con el dinero que les habían regalado el día de su boda y nunca había querido explicarle qué había hecho con el dinero.


– Yo habría hecho lo mismo que él -dijo Don Corleone-, si mi esposa hubiese sido tan presuntuosa como tú.


No le quedó otro remedio que volver a casa, desilusionada y un poco asustada. Siempre había sido la favorita de su padre, y no atinaba a comprender la frialdad de éste.


Pero el Don no se había tomado el asunto tan a la ligera como había pensado su hija. Después de algunas averiguaciones, supo lo que había hecho Carlo Rizzi con el dinero que les habían regalado el día de su boda. Hizo espiar a Carlo por algunos hombres, quienes recibieron órdenes de informar a Hagen de todo cuanto hiciera como corredor de apuestas. ¿Cómo podía esperarse que Carlo, temiendo como indudablemente temía a los Corleone, dejara de portarse como un buen marido? Era imposible; y el Don, claro está, no se atrevía a intervenir. Luego, cuando su hija quedó embarazada, Don Corleone se convenció de la sabiduría de su decisión y, además, sintió que tampoco podría intervenir en el futuro, aun cuando Connie se quejara a su madre de que su marido seguía pegándole de vez en cuando. Connie incluso llegó a insinuar la posibilidad de solicitar el divorcio. Por primera vez en su vida, el Don se enfadó con ella.


– Es el padre de tu hijo -señaló-. ¿Qué crees que puede llegar a ser un niño sin padre?


Cuando Carlo Rizzi se enteró de todo esto, se sintió más seguro. No tenía nada que temer. Un día confesó a sus dos empleados, Sally Rags y Coach, que pegaba a su esposa cuando ésta se ponía tonta, y se sintió encantado de que ambos lo mirasen con respeto. Había que ser muy hombre para atreverse a levantar la mano contra la hija del gran Don Corleone.


Pero Rizzi no habría estado tan tranquilo si hubiese sabido lo furioso que se había puesto Sonny Corleone al enterarse de las palizas que recibía su hermana. Si no hizo nada fue porque el Don, a quien ni siquiera Sonny se atrevía a desobedecer, le ordenó que no moviera un solo dedo en favor de Connie. Luego, Sonny procuró evitar a Rizzi, pues si se lo hubiera encontrado frente a frente, difícilmente hubiese conseguido dominar su temperamento.


Sintiéndose, pues, perfectamente seguro, aquella mañana de domingo Carlo Rizzi se dirigió a su trabajo, en el East Side. No vio el coche de Sonny, que venía en dirección opuesta, camino de su casa.


Sonny Corleone había abandonado la protección de la finca para pasar la noche en la ciudad con Lucy Mancini. En ese momento regresaba a Long Beach, escoltado por cuatro guardaespaldas, dos en un coche, delante del suyo, y dos en otro, detrás. No necesitaba a nadie a su lado, pues se sentía capaz de hacer frente él solo a cualquier asaltante. Los cuatro hombres viajaban en sus propios vehículos y tenían sus pisos a los lados del apartamento de Lucy, de modo que no corría peligro alguno al visitar a la chica, sobre todo teniendo en cuenta que lo hacía muy de vez en cuando. Ahora que estaba en la ciudad iría a recoger a Connie para llevarla a Long Beach, pensó Sonny. Sabía que Carlo estaría trabajando, y tenía la certeza de que el muy cabrón se había llevado el automóvil.


Esperó a que los dos hombres que iban en el coche de delante se apearan y entraran en el edificio, y luego los siguió. Vio que la pareja que iba detrás bajaba del automóvil y miraba a un lado y otro de la calle. También él mantenía los ojos bien abiertos. Era prácticamente imposible que sus adversarios se hubieran enterado de su escapada a la ciudad, pero convenía mantenerse alerta. Se trataba de una lección que había aprendido durante la guerra de los años treinta.


Nunca utilizaba ascensores. Eran trampas mortales. Subió deprisa por las escaleras que conducían al piso de Connie, situado en la octava planta, y llamó a la puerta. Había visto salir a Carlo, por lo que tenía la seguridad de que su hermana estaría sola. No hubo respuesta. Volvió a llamar, y momentos después oyó la voz tímida y asustada de Connie, que preguntaba:


– ¿Quién es?


El tono de voz de su hermana asombró a Sonny. Ella siempre había sido la más descarada y altanera de la familia. ¿Qué le había ocurrido?


– Soy Sonny.


Connie abrió la puerta y, sollozando, se echó en brazos de su hermano. Tan sorprendido quedó éste, que no supo qué hacer. Luego, al observar el rostro de Connie no necesitó preguntar por qué lloraba.


Se dispuso a bajar corriendo por las escaleras para ir en busca de Carlo. Estaba furioso. Connie lo abrazó con fuerza, para impedirle marchar, pues lo conocía y sabía lo que haría. Temía la reacción de su hermano, por eso nunca le había mencionado los malos tratos de que era objeto por parte de su marido.


– Ha sido culpa mía -dijo Connie-. He intentado pegarle, y por eso me ha zurrado. Sé que no quería hacerme daño. Créeme, la culpa ha sido sólo mía.


Sonny ya había recuperado el control de sí mismo.


– ¿Hoy irás a ver a papá? -preguntó. Al no obtener respuesta, prosiguió-: Si quieres ir, te llevo. No me cuesta nada. He tenido que venir a la ciudad por otros asuntos.


– No quiero que me vea así, Sonny. Iré la semana que viene.


– De acuerdo.


Sonny se acercó al teléfono de la cocina y marcó un número.


– Voy a llamar a un médico. Quiero que te cure la cara. En tu estado, debes tener cuidado. ¿Para cuándo esperas al niño?


– Para dentro de dos meses. No llames a nadie, Sonny, te lo ruego.


Sonny se echó a reír, y con expresión deliberadamente cruel, dijo:


– No te preocupes. No convertiré a tu hijo en huérfano antes de que nazca.


Le dio un beso en la mejilla herida y salió del piso.


En la calle 112 Este había una doble fila de coches aparcados frente a la pastelería que servía de «oficina» a Carlo Rizzi. En la acera, los padres jugaban con sus hijos, a quienes habían llevado a pasear, aprovechando al mismo tiempo para hacer sus apuestas. Cuando vieron llegar a Carlo Rizzi, los hombres dejaron de jugar con los niños -comprándoles helados de vainilla para mantenerlos quietos-, y seguidamente empezaron a estudiar las posibles combinaciones ganadoras de la jornada de béisbol.


Carlo entró en la amplia sala situada en la parte trasera de la pastelería. Sus dos «escribientes», el pequeño y nervioso Sally Rags y el fornido Coach, lo tenían todo dispuesto para empezar la jornada. Frente a ellos tenían unas libretas rayadas en las que anotaban las apuestas. En una pizarra adosada a la pared, estaban escritos los nombres de los dieciséis equipos de la liga de béisbol, debidamente emparejados para que se supiera quién se enfrentaría con quién. Junto a la inscripción de cada encuentro figuraban también ocho cuadros destinados a escribir los posibles resultados.


– ¿Está conectado con el nuestro el teléfono de la tienda? -le preguntó Carlo a Coach.


– No, ya lo hemos desconectado -respondió Coach. Carlo se acercó a la pared en la que estaba el teléfono y marcó un número. Sally Rags y Coach lo contemplaron impasibles, mientras anotaba las probabilidades de cada encuentro. Cuando hubo colgado el auricular, los dos hombres procedieron a anotar en la pizarra los números que Carlo había recogido por teléfono. Aunque Carlo lo ignoraba, Rags y Coach ya habían efectuado también una llamada, para asegurarse de que aquél había trascrito fielmente los datos que le habían sido transmitidos. En la primera semana de su trabajo como corredor de apuestas, Carlo se había equivocado al escribir las probabilidades en la pizarra, y no convenía que volviera a ocurrir, ya que el único que perdía en esos casos era el corredor. Si un jugador apostaba de acuerdo con un pronóstico falseado, y luego apostaba otra vez, con otro corredor, de acuerdo con el pronóstico correcto, no podía perder. Aquel fallo de Carlo supuso una pérdida de seis mil dólares, lo que confirmó la opinión que el Don tenía de su yerno. Aquel día ordenó que en adelante el trabajo de éste fuera debidamente comprobado.


Normalmente, los miembros más importantes de la familia Corleone nunca se hubieran ocupado de semejantes detalles. Había por lo menos cinco escalones entre ellos y Carlo Rizzi. Pero ya que el negocio de apuestas era, ante todo, una prueba para éste, se encontraba bajo la supervisión directa de Tom Hagen, a quien Sally Rags y Coach tenían que informar a diario, por escrito.


Los apostadores entraron en la sala dispuestos a jugar. Algunos llevaban a sus hijos de la mano. Un hombre que acababa de apostar fuerte, dijo, cariñosamente, a la niña que lo acompañaba:


– ¿Quiénes te gustan más, cariño, los Gigantes o los Piratas?


La niña, fascinada por los pintorescos nombres de los equipos, contestó:


– ¿Los Gigantes son más fuertes que los Piratas, papá?


El hombre se echó a reír.


La gente empezó a colocarse frente a los dos empleados. Cuando uno de éstos acababa de llenar una hoja, la arrancaba de la libreta, envolvía el dinero con ella y lo entregaba a Carlo. Éste salió de la estancia, subió por unos escalones, entró en la vivienda ocupada por el propietario de la pastelería y su familia, y metió el dinero en una caja fuerte oculta por una cortina. Luego, tras quemar la hoja de las apuestas y echar las cenizas en la taza del váter, regresó a la habitación de la parte trasera de la tienda.


Ninguno de los partidos del domingo empezaba antes de las dos de la tarde, pues la ley lo prohibía. Por ello, después de la primera oleada de apostantes, venía una segunda compuesta por padres de familia que, antes de volver a casa a recoger a los suyos para ir a la playa, tenían que hacer a toda prisa sus apuestas. Venían a continuación los jugadores solteros y aquellos que, por no serlo, condenaban a su familia a pasarse la tarde del domingo en casa a pesar del calor. Los apostadores solteros eran los que jugaban más fuerte. Muchos de ellos, además, volvían a las cuatro para apostar también en los segundos encuentros, cuando los había. Ellos eran los culpables de que Carlo tuviera que hacer horas extras los domingos, aunque algunos hombres casados llamaban desde la playa para apostar en estos segundos encuentros y tratar así de recuperar el dinero perdido en los primeros.


A la una y media de la tarde la actividad era poca, por lo que Carlo y Sally Rags pudieron salir un rato a tomar el aire en la acera, junto a la pastelería. Se entretuvieron mirando jugar a los niños. Pasó un coche de la policía, pero no se preocuparon: su negocio estaba muy bien respaldado, y nada había que temer. Además, llegado el caso le habrían avisado con tiempo suficiente.


Coach salió a reunirse con ellos y estuvieron charlando un rato sobre béisbol y mujeres.


– Hoy he vuelto a pegarle a mi mujer -dijo Carlo alegremente-. He tenido que recordarle quién es el que manda.


– Supongo que ya debe de estar bastante gruesa ¿no? -comentó Coach, en tono de desaprobación.


– Sí, desde luego. Pero sólo le he dado unas cuantas bofetadas. No le he hecho daño. Mira, lo que pasa es que se cree con derecho a mandarme, y eso es algo que no estoy dispuesto a tolerar.


Había por allí varios hombres hablando de béisbol y discutiendo sobre si tal equipo era mejor o peor que tal otro. Lo de cada domingo. De pronto, los niños que jugaban en la calle subieron corriendo a la acera. Un coche que venía a toda velocidad se detuvo adelante de la pastelería, y fue tan brusco el frenazo que los neumáticos chirriaron. El conductor saltó del vehículo con tanta rapidez que todos quedaron paralizados. Era Sonny Corleone.


Su cara era la imagen misma de la cólera. No había pasado un segundo cuando ya tenía a Carlo Rizzi agarrado por el cuello. Trató de arrojarlo a la calzada, pero éste se aferró con toda la fuerza de sus musculosos brazos a la barandilla de hierro de la pequeña escalera que conducía a la entrada de la pastelería, tratando al mismo tiempo de ocultar su cara para protegerla de las manos de Sonny.


Lo que siguió fue tremendo. Sonny empezó a pegarle puñetazos mientras lo insultaba a voz en grito, y Carlo no ofreció resistencia alguna, pese a su fuerza física, ni dijo una sola palabra. Coach y Sally Rags no se atrevieron a intervenir. Estaban convencidos de que Sonny quería matar a su cuñado, y no deseaban compartir su suerte. Los niños seguían en la acera, a cierta distancia, disfrutando del espectáculo. Eran muchos, algunos de ellos bastante mayores, y estaban acostumbrados a pelear, pero no se atrevían a moverse. Llegó otro coche, ocupado por dos guardaespaldas de Sonny, quienes al ver lo que ocurría se quedaron quietos como todos los demás, aunque dispuestos a intervenir en el caso de que algún inconsciente se decidiera a ayudar a Carlo.


Lo más penoso de todo era la absoluta sumisión de Carlo, si bien ésta quizá le salvó la vida. Seguía aferrado a la barandilla y sin devolver un solo golpe, a pesar de que era casi tan fuerte como su cuñado. En un momento dado Sonny pareció calmarse un poco. Jadeaba, al borde del agotamiento, y le dolían las manos de tanto golpear. Entonces, dirigiéndose al maltrecho Carlo, dijo:


– Y ahora escúchame, maldito cabrón: si vuelves a pegar a mi hermana, te mataré. ¿Lo has oído?


Estas palabras hicieron que disminuyese la tensión reinante. Si Sonny hubiera tenido intención de matarlo, no las habría pronunciado. Y bien que lamentaba Sonny no poder acabar con Carlo. Este no se atrevió a mirarlo. Mantenía la cabeza gacha, sus manos se aferraban todavía a la barandilla, y no se movió ni siquiera cuando su cuñado se hubo marchado. Coach, con su voz paternal, le dijo:


– Venga, Carlo, entremos en la tienda. Sólo entonces Carlo Rizzi se atrevió a moverse. Al ponerse de pie vio que los muchachos que habían estado jugando lo miraban con la expresión propia de quienes han sido testigos de la degradación de un ser humano. Estaba semiinconsciente, pero más por el miedo que por los golpes. En realidad, no presentaba ninguna herida seria, a pasar de la lluvia de puñetazos que había recibido. Dejó que Coach le acompañara a la habitación trasera de la tienda, y una vez allí se aplicó hielo en el rostro, que si bien no sangraba estaba completamente enrojecido. El miedo que había pasado, unido a la humillación, lo hizo vomitar. Coach lo sostenía como si estuviera borracho. Luego lo ayudó a subir a la vivienda y a acostarse en uno de los dormitorios. Carlo no se había dado cuenta de la desaparición de su otro «escribiente».


Sally Rags había ido a la Tercera Avenida, y desde allí llamó a Rocco Lampone para contarle lo sucedido. Rocco acogió la noticia con calma y de inmediato telefoneó a su _caporegime_, Pete Clemenza. Éste exclamó:


– ¡Ese maldito temperamento de Sonny!


Pero antes de proferir esta exclamación había tapado con la mano el auricular, de modo que Lampone no lo oyó.


Clemenza llamó a la mansión de Long Beach y pidió por Tom Hagen, quien tras enterarse de lo ocurrido hizo una pausa y dijo:


– Envía algunos coches a la carretera de Long Beach, sólo por si Sonny se ve envuelto en algún accidente de tráfico o en una discusión con algún conductor. Cuando se enfada no es dueño de sus actos. Además, es posible que nuestros «amigos» se hayan enterado de que está en la ciudad. Nunca se sabe.


En tono de duda, Clemenza contestó:


– Antes de que mis hombres se pongan en marcha, Sonny habrá llegado a su casa. Y lo que vale para mis hombres, vale también para los Tattaglia.


– Ya lo sé -replicó Hagen, pacientemente-, pero si algo sucediera, Sonny se encontraría solo. Haz lo que puedas, Pete.


De mala gana, Clemenza llamó a Rocco Lampone y le indicó que enviara a algunos hombres con sus coches a la carretera de Long Beach. En cuanto a él, subió a su amado Cadillac y, con tres de los hombres que guardaban su casa, salió en dirección a Nueva York.


Uno de los que habían estado en los alrededores de la pastelería, un apostador que era a la vez confidente de la familia Tattaglia, llamó a su contacto. Pero como la familia Tattaglia no se había preparado para la guerra, y la transmisión de informes era lenta y laboriosa en tiempos de paz, el contacto tuvo que atravesar varias barreras para acceder al _caporegime_ que podía hablar con el jefe de la Familia. Para entonces, Sonny Corleone hacía ya largo rato que había llegado sano y salvo a la casa de Long Beach, donde debería enfrentarse con la cólera de su padre.

17

La guerra de 1947 entre la familia Corleone y la coalición de las Cinco Familias resultó ser muy costosa para ambos bandos. Y todo se complicó debido a la presión ejercida por la policía, interesada en resolver el asunto de la muerte del capitán McCluskey. Casi todos los policías estaban al corriente de que el juego y el vicio en general gozaban de protección en las más altas esferas, pero ante el asesinato de uno de ellos de nada servía la influencia de los políticos. En un caso así los policías actuaban por su cuenta, como si se tratara de una cuestión personal.


La falta de protección perjudicó menos a la familia Corleone que a sus adversarios. Sus ingresos se basaban sobre todo en los beneficios del juego y sus ramificaciones. Quienes se vieron especialmente afectados por la nueva situación fueron, más que la Familia en sí, los «encargados» de recoger apuestas ilegales. Cuando uno de ellos caía en alguna de las continuas redadas de la policía, solía recibir una buena paliza antes de ser encerrado. Incluso fueron descubiertos algunos «bancos», lo que supuso grandes pérdidas financieras, y los «banqueros» se quejaron a los _caporegimi_, que a su vez trasladaron las quejas a los jefes de la Familia. Pero nada se podía hacer. Los «banqueros» -que eran verdaderos _pezzonovante_-recibieron órdenes de cesar en sus negocios, y todas las operaciones del rico territorio de Harlem fueron encomendadas a los «independientes» negros de la zona, que operaron de forma tan disimulada que a la policía le resultaba casi imposible descubrirlos.


Después de la muerte del capitán McCluskey, algunos periódicos publicaron reportajes acerca de la relación que había existido entre el policía asesinado y Sollozzo. Por ejemplo, presentaron pruebas -suministradas por Tom Hagen-de que poco antes de su muerte McCluskey había recibido grandes sumas de dinero en efectivo. El Departamento de Policía se negó a confirmar o negar la veracidad de tales pruebas, pero la información de la prensa empezaba a surtir efecto. La policía, a través de confidentes y colegas que estaban en la nómina de la familia Corleone, estaba cada vez más convencida de que McCluskey había sido un funcionario corrupto, que no sólo había aceptado dinero, sino que había aceptado el más sucio: el procedente del crimen y los narcóticos. Y de acuerdo con los principios morales de los policías, esto era imperdonable.


Hagen comprendió que la fuerza pública cree en la ley y el orden de forma muy inocente. Un policía cree en ellos más que la gente a la que sirve porque, después de todo, de la ley y el orden deriva ese poder personal que él ama tanto o más que el resto del mundo. Sin embargo, en el agente de policía late siempre una especie de resentimiento hacia la gente a la que sirve. Siendo al mismo tiempo su guardián y su servidor, como guardián resulta desagradable, ofensivo y exigente, mientras que como servidor es astuto, peligroso e hipócrita. Tan pronto como uno cae en manos de la fuerza pública, el mecanismo de la sociedad a la que el policía defiende pone en juego todos sus recursos para arrebatarle su presa. Las sentencias las dictan, en realidad, los políticos. Los jueces suspenden las sentencias dictadas contra los peores delincuentes. Los gobernadores de estados, e incluso el presidente, conceden indultos de los que se benefician aquellos a quienes sus abogados no han conseguido la libertad. Y así es como, después de un tiempo, el policía ha conseguido aprenderse la lección: ¿por qué no beneficiarse de los tributos que pagan muchos de esos delincuentes? El mismo policía lo necesita más que nadie. ¿Por qué sus hijos no pueden ir a la universidad? ¿Por qué su esposa no puede comprar en las tiendas más caras? ¿Por qué no puede su familia tomarse unas vacaciones en Florida? A fin de cuentas arriesga su vida a diario, y eso debe tener su premio.


Normalmente, sin embargo, el policía no acepta dinero sucio. Aceptará dinero de un corredor de apuestas o de un hombre que no quiere comprar tiques de aparcamiento; tolerará, por consideración, que las prostitutas ejerzan su oficio… Estos son vicios naturales en el hombre. Pero lo que no hará, en general, es aceptar dinero procedente de traficantes de drogas, de atracadores violentos, de violadores, asesinos, etc. En la mente del policía esto ataca el núcleo central de su autoridad personal, por lo que no debe permitirse, y mucho menos fomentarse.


La muerte de un capitán de policía era comparable a un regicidio. Pero cuando se supo que habían asesinado a McCluskey mientras se hallaba en compañía de un destacado traficante de drogas y comenzó a sospecharse que estaba involucrado en una conspiración para matar, el deseo de venganza de la policía decreció notablemente. Además, había apartamentos y automóviles que pagar, unos hijos que educar, y muchas otras necesidades. Sin dinero extra, el nivel de vida de los policías disminuiría. Los vendedores que carecían de licencia pagaban poco, y la cosa no podía seguir así. Algunos agentes empezaron a sacar dinero a los sospechosos que caían en sus manos (homosexuales, ladrones y demás). Finalmente, la actividad policíaca decreció. Después de elevar las tarifas, permitieron a las Familias reanudar sus operaciones. La nómina tuvo que ser confeccionada de nuevo, con los mismos nombres, pero con nuevas y más altas cifras. El orden había quedado restablecido.


La idea de emplear detectives privados para hacer guardia en la habitación del Don en el hospital, había sido de Hagen. Por supuesto, dichos detectives contarían con el formidable refuerzo de los hombres del «regime» de Tessio. Pero Sonny aún no estaba satisfecho. A mediados de febrero el Don ya podía moverse sin peligro, y fue llevado en una ambulancia a su casa de Long Beach. Su habitación recordaba la del hospital, pues durante su ausencia la habían equipado con los aparatos e instrumentos necesarios para hacer frente a cualquier emergencia. También se contrató a un grupo de enfermeras para que se turnaran en el cuidado del paciente, con el objeto de que éste estuviera debidamente asistido durante las veinticuatro horas del día. El doctor Kennedy, previo pago de unos altísimos honorarios, había decidido trabajar únicamente para el Don, al menos hasta que se le pudiera confiar al solo cuidado de las enfermeras.


La finca de los Corleone era inexpugnable. Las restantes casas fueron ocupadas por hombres de la organización, mientras que a los inquilinos habituales se los mandó de vacaciones a Italia, a sus pueblos natales, con todos los gastos pagados.


Freddie Corleone marchó a Las Vegas para recuperarse y preparar el terreno con vistas a la adquisición, por parte de la Familia, de un lujosísimo hotel-casino. Las Vegas formaba parte del imperio de la Costa Oeste, todavía neutral, y el Don de dicho imperio había garantizado la seguridad de Freddie. Las Cinco Familias de Nueva York no deseaban ganarse nuevos enemigos, por lo que decidieron dejar en paz a Freddie. Bastantes problemas tenían en su territorio.


El doctor Kennedy había prohibido que se hablara de negocios delante de Don Corleone, pero nadie hizo caso de esta orden. El Don insistió en que el «consejo de guerra» se celebrara en su habitación. Sonny, Tom Hagen, Pete Clemenza y Tessio se reunieron con él en cuanto llegó del hospital.


Don Corleone estaba demasiado débil para hablar, pero deseaba escuchar y ejercer el derecho de veto. Cuando le dijeron que Freddie estaba en Las Vegas para aprender el negocio de los casinos, hizo un gesto de aprobación. Cuando se enteró de que Bruno Tattaglia había muerto, su gesto fue de contrariedad. Pero lo que más le disgustó fue la noticia de que Michael había matado a Sollozzo y al capitán McCluskey y luego había marchado a Sicilia. Inmediatamente, Don Corleone les indicó que salieran de la habitación. Los cuatro hombres continuaron la sesión en la biblioteca.


Sonny Corleone se acomodó en la butaca situada detrás de la mesa.


– Creo que sería mejor dejarlo al margen de todo durante un par de semanas -dijo-, hasta que el médico decida que ya está en condiciones de dedicarse a los negocios. Quiero que todo se vuelva a poner en marcha cuanto antes. La policía ha encendido la luz verde. Lo primero que debemos arreglar es lo de las loterías de Harlem. Los negros ya se han divertido bastante; es hora de que nos devuelvan el negocio. Lo han hecho muy mal, todo lo hacen mal. Algunos ni siquiera pagaron a los apostantes que han ganado. Se pasean en sus Cadillac, pero no pagan a los que se juegan el dinero o, en el mejor de los casos, sólo les pagan la mitad. No me gusta que vistan tan bien. No me gusta verlos conducir coches nuevos. No me gusta que se nieguen a pagar. Y no me gusta que se dediquen al negocio, pues perjudican nuestra reputación. Ocúpate del asunto, Tom. Luego, cuando lo de Harlem esté en marcha, arreglaremos los otros asuntos.


– Algunos de los tipos de Harlem son muy duros -apuntó Tom Hagen-. Se han acostumbrado a ganar dinero a manos llenas. No querrán volver a su anterior situación.


– Confecciona una lista con sus nombres y entrégasela a Clemenza. El se encargará, de hacerles entrar en razón.


– No hay problema -dijo Clemenza dirigiéndose a Hagen.


Pero fue Tessio quien puso sobre el tapete la cuestión más importante, al decir:


– En cuanto empecemos a operar, las Cinco Familias iniciarán las hostilidades. Se echarán sobre nuestros loteros de Harlem y sobre nuestros corredores de apuestas del East Side. Incluso pueden tratar de hacernos la vida difícil en el ramo de la confección. Esta guerra va a costar una enorme cantidad de dinero.


– Tal vez se estén quietos -aventuró Sonny-. Saben que nuestra réplica sería contundente. Tengo razones para creer que tal vez se contenten con una indemnización por la muerte de Bruno.


– Estos últimos meses les han salido muy caros, y nos consideran responsables de ello -repuso Hagen-. Y tienen razón. Pienso que lo que quieren de nosotros es que entremos en el tráfico de drogas, aprovechando las influencias políticas de la Familia. En otras palabras, el trato de Sollozzo, pero sin Sollozzo. Aunque ellos no nos lo dirán hasta que nos hayan devuelto algunos de los golpes que les hemos asestado. Deben pensar que luego, cuando nos hayan ablandado un poco, estaremos dispuestos a escuchar sus propuestas en relación con las drogas.


– Nada de drogas -dijo Sonny ásperamente-. El Don ha dicho que no, y será no mientras él no ordene lo contrario.


– Entonces debemos enfrentarnos con un problema táctico -señaló Hagen-. Nuestro dinero está a la vista. Apuestas y lotería. Pueden herirnos con facilidad. Pero la familia Tattaglia tiene la prostitución y el sindicato de obreros portuarios. ¿Cómo podremos herirles nosotros? Algunas de las demás Familias se dedican un poco al juego, pero la mayor parte de sus ingresos procede, sobre todo, de la construcción y la usura. Además, controlan los sindicatos y obtienen los contratos gubernamentales. Su dinero no está en la calle. El night-club de los Tattaglia es demasiado famoso para que podamos actuar en él; el escándalo sería mayúsculo. Y con el Don fuera de combate, su influencia política iguala a la nuestra. El problema no es de fácil solución.


– Es mi problema, Tom -dijo Sonny-, y debo ser yo quien decida. Encárgate de que sigan las negociaciones. Reemprendamos nuestros negocios y esperemos a ver qué ocurre. Si lo que las Cinco Familias quieren es la guerra, pues la tendrán. Clemenza y Tessio tienen hombres suficientes para hacer frente a todos. Si es preciso, presentaremos batalla.


Con los «independientes» de Harlem no hubo problema. La policía se encargó de que abandonaran el negocio. Los negros nada pudieron hacer, pues por aquel entonces era prácticamente imposible que un hombre de color lograra sobornar a un policía, debido, más que nada, a los prejuicios raciales. Harlem siempre había sido considerado un problema de poca monta, y los hechos demostraron que así era, en efecto.


Las Cinco Familias golpearon en una dirección inesperada. Dos poderosos miembros del sindicato de la confección, pertenecientes a la familia Corleone, fueron asesinados. Seguidamente, los usureros de la familia Corleone fueron barridos de los muelles, así como los corredores de apuestas. Los estibadores se pasaron a las Cinco Familias. Los corredores de apuestas de los Corleone fueron amenazados para obligarlos a cambiar de bando. El más importante lotero de Harlem, un viejo amigo y aliado de la familia Corleone, resultó brutalmente asesinado. No había alternativa. Sonny dio a sus _caporegimi_ la orden de presentar batalla.


La Familia adquirió dos apartamentos en la ciudad. Amueblarlos fue fácil, pues sólo se necesitaban colchones para que los hombres pudieran dormir, una nevera para la comida, armas y municiones. Clemenza y sus hombres ocuparon uno de los apartamentos; Tessio y los suyos, el otro. A todos los corredores de apuestas de la Familia se les asignaron guardaespaldas. En cuanto a los loteros de Harlem, se habían pasado al enemigo, así que por el momento nada podía hacerse contra ellos. Todo ello costó mucho dinero, y los ingresos eran escasos. Pasados unos meses, se hizo evidente que los Corleone llevaban las de perder. Con el Don todavía demasiado débil para intervenir, gran parte de la fuerza política de la Familia quedaba neutralizada. Además, los últimos diez años de paz habían debilitado seriamente las cualidades combativas de los dos _caporegimi_, Clemenza y Tessio. Clemenza seguía siendo un perfecto ejecutor de las órdenes que se le impartían, así como un buen administrador, pero había perdido capacidad de mando. En cuanto a Tessio, los años le habían ablandado demasiado. Respecto de Tom Hagen, a pesar de sus brillantes cualidades, no era el hombre indicado para ejercer el cargo de _consigliere_ en tiempo de guerra. Su defecto principal consistía en no ser siciliano.


Sonny Corleone se daba perfecta cuenta de estos puntos débiles de la Familia, así como de que tales puntos débiles eran fatales en tiempo de guerra. Sin embargo, tenía las manos atadas; no podía hacer nada para cambiar las cosas. No era el Don, y sólo éste podía reemplazar a los _caporegimi_ y al _consigliere_. Además, el hecho mismo de efectuar alguna sustitución entrañaba un peligro enorme, pues podía ser motivo de traición. Al principio, Sonny había pensado en luchar a la defensiva, a la espera de que el Don se pusiera al frente de las fuerzas de la Familia, pero con la deserción de los loteros y el miedo de los corredores de apuestas, la posición de los Corleone era cada vez más precaria. Tras reflexionar profundamente, Sonny decidió devolver golpe por golpe.


Atacaría el corazón mismo del enemigo. Planeó una gran maniobra táctica para acabar con la vida de los jefes de las Cinco Familias de una sola vez. A tal efecto, elaboró un completo sistema de vigilancia. Los jefes de las Familias no darían un solo paso sin ser espiados. Con lo que no contó Sonny fue con que, al cabo de una semana, pareció que a los jefes enemigos se los había tragado la tierra; dejaron de mostrarse en público.


Las Cinco Familias y el Imperio Corleone jugaban una dramática partida de ajedrez. ¿Quién conseguiría dar jaque mate?

18

Amerigo Bonasera vivía en la calle Mulberry, a pocas manzanas del lugar donde tenía la funeraria, y debido a ello iba cada día a cenar a su casa. Luego regresaba a su establecimiento y se unía a los familiares de los muertos que yacían en los severos y tristes salones.


Nunca había acabado de acostumbrarse a las bromas que muchos hacían acerca de su profesión. Naturalmente, ninguno de sus amigos o familiares se burlaba de él por este motivo. Para la gente acostumbrada a ganarse el pan con el sudor de su frente, todas las profesiones eran igualmente dignas de respeto.


El piso de los Bonasera estaba amueblado con un estilo austero. En el comedor había una figura de la Virgen María, iluminada con bombillas de color rojo. Antes de cenar, Amerigo encendió un Camel y se sirvió un vaso de whisky. Su esposa puso en la mesa dos humeantes platos de sopa. Ahora el matrimonio vivía solo; Bonasera había enviado a su hija a Boston, a casa de la hermana de su madre, para que pudiera olvidar la terrible experiencia sufrida a manos de los dos rufianes a quienes Don Corleone había castigado.


Mientras comían la sopa, su esposa le preguntó:


– ¿Esta noche tienes que volver a trabajar? Amerigo Bonasera asintió. Su esposa respetaba su trabajo, pero no entendía que el aspecto técnico fuera lo menos importante de su profesión. Ella pensaba, como la mayoría de la gente, que su marido cobraba para dar a los muertos un aspecto lo más agradable posible. Y su habilidad como maquillador era legendaria. Pero al parecer lo más importante era su presencia en los velatorios. Cuando la familia del fallecido llegaba por la noche para recibir a los parientes y amigos junto al ataúd, necesitaba que Amerigo Bonasera estuviera con ellos.


Se trataba del perfecto acompañante de la muerte. Con su expresión grave, aunque enérgica, y su voz suave, presidía el ritual. Acallaba las expresiones de dolor demasiado ruidosas, reprendía a los niños que alborotaban… Sus palabras de condolencia eran siempre como debían ser: ni frías, ni exageradas. Cuando una familia utilizaba una vez los servicios de Amerigo Bonasera, se convertía en cliente para siempre. Y él tenía por norma no abandonar a sus clientes en aquellas horas amargas. Generalmente, después de cenar se permitía echar una breve siesta. Luego, se aseaba, se afeitaba, intentando disimular con polvos de talco su cerrada barba negra, y se lavaba los dientes (nunca olvidaba este detalle). Finalmente, se ponía una camisa inmaculadamente blanca, la corbata negra, el traje oscuro y los zapatos y calcetines negros. No obstante esta indumentaria, su aspecto no era triste, sino confortante. Se teñía el pelo -frivolidad increíble en un italiano de su generación-, pero no lo hacía por vanidad, sino, sencillamente, porque tenía muchas canas y consideraba no estaba a tono con su profesión.


Una vez terminada la sopa, su esposa le sirvió una chuleta y espinacas. No era hombre de mucho comer. Acabada la comida, tomó una taza de café y encendió otro cigarrillo. Entonces pensó en su pobre hija. Ya no volvería a ser la misma. Su belleza exterior había sido restaurada, pero ahora había en sus ojos un brillo de terror animal. A Amerigo le resultaba muy doloroso ver el cambio que se había operado en ella. Por eso la habían enviado a Boston. Tal vez allí volviera a ser la de antes. Las heridas físicas habían sanado; las morales también sanarían. Lo único definitivo era la muerte. Y su trabajo había hecho de él un optimista.


En cuanto hubo terminado su café, sonó el teléfono. Cuando él estaba en casa su esposa nunca contestaba al teléfono, por lo que, después de apagar el cigarrillo, se levantó y se dirigió a la sala de estar, donde se encontraba el aparato. Mientras atravesaba el corredor, se aflojó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa como hacía siempre antes de tomar la siesta. Luego descolgó el auricular y dijo, en tono cortés:


– ¿Sí?


La voz del otro extremo del hilo era áspera y dura.


– Soy Tom Hagen. Lo llamo de parte de Don Corleone.


Amerigo Bonasera sintió que el café pugnaba por subírsele del estómago a la boca. Hacía un año que estaba en deuda con Don Corleone, concretamente desde el día en que éste había castigado a los agresores de su hija. Y sabía que era una deuda que, tarde o temprano, tendría que pagar. Un año antes, al ver los ensangrentados rostros de los dos rufianes, hubiera hecho cualquier cosa por el Don. Pero el tiempo hace estragos en la gratitud, aún más que en la belleza. Ahora Amerigo Bonasera se sentía al borde del desastre.


– Sí, comprendo. Le estoy escuchando -dijo con voz temblorosa.


Le sorprendió la frialdad de la voz de Hagen. A pesar de no ser italiano, el consiguen siempre se había mostrado como un hombre cortés. ¿Por qué de pronto parecía tan brusco?


– Usted de debe un favor al Don -le dijo Hagen-. El está seguro de que querrá pagárselo. Es más, está convencido de que le encantará tener la oportunidad de hacerlo. Dentro de una hora, no antes, irá a su funeraria. Le pedirá ayuda. Usted estará allí para recibirlo. Procure que no haya nadie más. De ser necesario, mande a sus empleados a casa. Si tiene algo que objetar, dígamelo, para que pueda informar al Don. Dispone de otros amigos a los que pedirle este favor.


– ¿Cómo voy a negarme a hacerle un favor al Padrino? -dijo Bonasera, aterrorizado-. Haré cualquier cosa que me pida, desde luego. No he olvidado mi deuda. Ya mismo salgo para la funeraria.


– Gracias -repuso en tono más amable, aunque todavía con una nota extraña-. El Don nunca ha dudado de usted. Lo de si tenía algo que objetar ha sido cosa mía. Si complace usted al Don esta noche, podrá contar conmigo siempre que me necesite; se habrá ganado usted mi amistad.


Esto asustó todavía más a Amerigo Bonasera, que preguntó, inquieto:


– ¿Es que vendrá el Don en persona?


– Sí.


– Eso significa que, gracias a Dios, ya se ha recuperado de sus heridas.


Después de una breve pausa, Hagen emitió un «sí» muy suave, y seguidamente colgó el auricular.


Bonasera sudaba a mares. Fue a su dormitorio y se cambió la camisa. Luego se lavó los dientes, pero no se afeitó ni se cambió la corbata. Telefoneó a la funeraria y dijo a su ayudante que se encargara de consolar a la familia del muerto de turno, indicándole además que utilizara la sala delantera. Le explicó que él estaría ocupado en la zona del laboratorio. Cuando el empleado empezó a hacerle preguntas, Bonasera le interrumpió y | le dijo que se limitara a hacer lo que le ordenaba.


Se puso la chaqueta, y su esposa, que todavía estaba comiendo, lo miró sorprendida.


Amerigo le dijo, por toda explicación:


– Tengo trabajo.


La mujer, al ver la expresión de su cara, no se atrevió a hacerle preguntas. Bonasera salió de su casa y echó a andar en dirección a la funeraria.


El edificio estaba rodeado de una cerca. Un estrecho camino, destinado al paso de ambulancias y coches fúnebres, conectaba la calle con la parte trasera del inmueble. Hacia allí se dirigió Bonasera, y mientras lo hacía vio a un grupo de gente que entraba por la puerta principal. Eran los familiares y amigos del muerto del día.


Muchos años atrás, cuando Bonasera había comprado el edificio a un colega que pensaba retirarse, la gente tenía que subir diez escalones para entrar en la funeraria. Esto había supuesto un problema considerable. Los deudos que querían ver por última vez al muerto, encontraban incómodo tener que subir por los escalones, sobre todo si se trataba de personas de edad avanzada. El anterior propietario los hacía subir en el montacargas destinado a los ataúdes y cadáveres. Descendía hasta el sótano para luego subir hasta la funeraria propiamente dicha, de modo que los deudos tenían que soportar unos momentos muy desagradables. Luego, cuando el dolorido anciano o la desesperada mujer querían marcharse, el montacargas lo llevaba hasta la planta baja, con lo que la penosa escena se repetía.


Amerigo Bonasera decidió que el sistema era inadecuado. Hizo quitar los escalones y en su lugar mandó construir un sendero inclinado, con lo que solucionó el problema. El montacargas lo destinó exclusivamente al traslado de los ataúdes y cadáveres.


En la parte posterior del edificio, separada del resto por una puerta a prueba de ruido, se hallaban el despacho, el almacén de ataúdes y el pequeño laboratorio. Bonasera fue al despacho, se sentó detrás de la mesa y, aunque casi nunca fumaba en el interior del edificio, encendió un Camel y se dispuso a esperar a Don Corleone.


Se sentía cada vez más desazonado. No le cabía la menor duda de cuál iba a ser el servicio que el Don le pediría. Hacía meses que la familia Corleone estaba en guerra contra las cinco grandes Familias de la Mafia neoyorquina, y los periódicos se habían hecho eco de ella. Habían muerto muchos hombres de ambos bandos, y estaba seguro de que los Corleone habían liquidado a alguien muy importante y deseaban ocultar el cadáver o hacerlo desaparecer. En tal caso ¿había mejor solución que hacerlo enterrar por un empresario de pompas fúnebres? Amerigo Bonasera sabía que se convertiría en cómplice de un asesinato, y que si lo descubrían pasaría varios años en la cárcel. Arruinaría la vida de su hija y de su esposa, y su buen nombre quedaría para siempre manchado por el fango de la sangrienta guerra de la Mafia.


Encendió otro Camel y un nuevo pensamiento, todavía más terrible, acudió a su mente. Cuando las otras Familias supieran que había ayudado a los Corleone lo considerarían un enemigo y lo matarían. Maldijo el día en que había pedido a Don Corleone que vengara la afrenta infligida a su hija. Maldijo el día en que su esposa y la esposa del Don se habían hecho amigas. Maldijo a su hija, a América, a su éxito en los negocios… Pero, por fortuna, recuperó el optimismo casi de inmediato.


Quizá todo fuese bien. Don Corleone era un hombre muy listo. Lo más seguro era que hubiese tomado las medidas necesarias para que nada se supiese. Lo único que debía procurar era no dejarse dominar por los nervios, porque, naturalmente, lo peor, lo irremediable, sería ganarse la enemistad del Don.


Oyó el ruido de neumáticos sobre la grava y se dio cuenta de que un coche acababa de atravesar el callejón que conducía, desde la calle, a la parte trasera del edificio. Abrió la puerta. El primero que entró fue el corpulento Clemenza, seguido de dos jóvenes de aspecto muy duro. Inspeccionaron las diferentes estancias, sin pronunciar una sola palabra, y luego Clemenza salió. Bonasera quedó a solas con los dos jóvenes.


Momentos después, Bonasera reconoció el sonido de una ambulancia avanzando por el callejón, y seguidamente volvió a aparecer Clemenza, esta vez seguido de dos hombres que llevaban una camilla. Los temores de Amerigo Bonasera se habían convertido en realidad. En la camilla había un cuerpo envuelto en una sábana gris. Los pies, descalzos, quedaban al descubierto.


Clemenza acompañó a los camilleros a la habitación destinada a los embalsamamientos, el llamado «laboratorio» y luego, desde la oscuridad del patio, otro hombre entró en el bien iluminado despacho. Era Don Corleone. El Don había perdido peso durante su estancia en el hospital. Se movía con cierto envaramiento, llevaba el sombrero en la mano y parecía más viejo, más encogido que la última vez que Bonasera lo había visto, el día de la boda de Connie. Pero todavía daba la impresión de ser un hombre poderoso. Con el sombrero a la altura de su pecho, dijo a Bonasera:


– Bien, viejo amigo ¿estás dispuesto a hacerme este servicio?


Bonasera respondió que sí y siguió al Don, que se dirigió hacia el laboratorio. El cadáver ya estaba encima de una de las mesas acanaladas. Don Corleone movió casi imperceptiblemente su sombrero, y los otros hombres salieron de la habitación.


– ¿Qué desea usted que haga? -preguntó Bonasera.


– Tienes que hacer un trabajo en el que quiero que pongas tus cinco sentidos, toda tu habilidad -respondió Don Corleone con la vista fija en el cadáver-. Hazlo por mí. No quiero que su madre lo vea como está ahora.


Don Corleone se acercó a la mesa y apartó la sábana gris. Amerigo Bonasera, contra su voluntad y a pesar de sus muchos años de experiencia, a despecho de los miles de cadáveres que había visto en el ejercicio de su profesión, no pudo reprimir un grito de horror. Encima de la mesa, con la cara destrozada por numerosos balazos, se hallaba el cadáver de Sonny Corleone. Las mejillas, el caballete de la nariz, el rostro todo del hijo mayor del Don era una masa informe de carne tumefacta.


Durante una fracción de segundo, el Don se asió del brazo de Bonasera; pareció a punto de desplomarse, pero logró rehacerse.


– Mira cómo han destrozado a mi hijo -dijo.

19

Quizá fue lo desesperado de la situación lo que impulsó a Sonny Corleone a embarcarse en la sangrienta acción de desgaste que terminó en su propia muerte. Quizá la culpa la tuvo su naturaleza violenta. Lo cierto es que durante aquella primavera y aquel verano emprendió una serie de acciones absurdas contra elementos de tercera o cuarta fila de las bandas rivales. En Harlem, varios proxenetas a sueldo de los Tattaglia resultaron asesinados, y la misma suerte corrieron algunos matones infiltrados en el sindicato de obreros portuarios. Los jefes de las organizaciones sindicales que estaban del lado de las Cinco Familias fueron conminados a permanecer neutrales, y cuando los corredores de apuestas y los usureros de la familia Corleone fueron barridos de la zona portuaria, Sonny envió a Clemenza y su «regime» a efectuar una batida mortal en los muelles.


Esa matanza carecía de sentido, porque en nada podía influir en el resultado de la guerra. Sonny era un táctico brillante, que conseguía brillantes triunfos. Pero lo que la Familia necesitaba era el genio estratégico de Don Corleone. El asunto degeneró en una sangrienta guerra de guerrillas, extremadamente costosa para todos y que nada decidía. Finalmente, la familia Corleone se vio obligada a cerrar algunos de los más productivos centros clandestinos de apuestas, entre ellos el de Carlo Rizzi. Éste se dio a la bebida y a las mujeres de vida alegre, y Connie era la que pagaba las consecuencias. De todos modos, desde la paliza que le había propinado Sonny Corleone, Carlo no se había atrevido a pegar a su esposa, aunque no dormía con ella. Connie le había rogado de todas las formas posibles que reanudaran su vida normal, pero él no se había dignado prestar oídos a sus súplicas.


– Ve y dile a tu hermano que no quiero follar contigo -le espetó, burlón-. Tal vez consiga ponerme cachondo a puñetazos.


Carlo tenía mucho miedo de Sonny, aun cuando ambos se trataban con distante cortesía. Sabía que su cuñado era capaz de asesinarlo, igual que a cualquier hombre, con una frialdad pasmosa, mientras que él se sentía incapaz de matar a nadie. Sin embargo, a Carlo Rizzi no se le ocurría pensar que era mejor que Sonny Corleone. En realidad, envidiaba la salvaje naturaleza de éste, cuya crueldad se estaba convirtiendo en legendaria.


Tom Hagen, en su calidad de _consigliere_, no se mostraba de acuerdo con la táctica de Sonny, pero no se lo mencionó al Don, pues veía que los resultados eran, hasta cierto punto, buenos. Finalmente, las Cinco Familias parecieron acobardarse; sus contragolpes se hicieron más débiles, hasta que, por fin, cesaron por completo. Al principio, Hagen desconfió de aquella victoria aparente, pero Sonny estaba radiante de alegría.


– Esos hijos de puta se arrastrarán a nuestros pies, Tom. Ya lo verás.


Sonny estaba preocupado por cosas muy distintas. Su esposa estaba amargándole la vida, pues había oído que Lucy Mancini se entendía con él, y aunque seguía bromeando con sus amigas acerca de la capacidad amatoria de su esposo, le disgustaba que pasara tantos días sin tocarla. A causa de ello estaba continuamente de mal humor, un mal humor que, lógicamente, le transmitía a Sonny.


Además, Sonny sabía que estaba en la mira de sus enemigos, y eso le producía una tensión continua. Tenía que ser extraordinariamente cuidadoso en todos sus movimientos. Sus rivales habían descubierto que visitaba a Lucy Mancini, pero él había tomado toda clase de precauciones. En el apartamento de Lucy estaba completamente seguro. Aunque ella no lo sospechaba, los hombres del «regime» de Santino la vigilaban durante las veinticuatro horas del día, y cuando se desocupaba un apartamento de la planta en que vivía, lo alquilaban de inmediato.


El Don se recuperaba y no tardaría en estar en condiciones de volver a asumir el mando. Entonces la balanza se inclinaría definitivamente del lado de los Corleone, pensaba Sonny. Es más, estaba seguro de ello. Entretanto, él se encargaría de velar por los intereses de la Familia, se ganaría la consideración de Don Corleone y cimentaría, dado que el cargo de Don no era hereditario, sus pretensiones como sucesor de su padre al frente del Imperio Corleone.


Sin embargo, Sonny no contaba con los planes del enemigo. También éste había analizado la situación y llegado a la conclusión de que la única posibilidad de evitar la derrota era acabar con el hijo mayor de Don Corleone. Sabían que con Sonny no se podía negociar, al contrario que con el Don, a quien tenían por hombre muy razonable. Odiaban a Sonny Corleone por su sed de sangre, que consideraban bestial. Además, carecía del sentido de los negocios. Nadie deseaba la vuelta a los días de antaño, tan tumultuosos y sangrientos.


Una noche, Connie Corleone recibió una llamada telefónica anónima. Una voz femenina preguntó por Carlo.


– ¿Quién es usted? -inquirió Connie.


Se oyó una risita irritante, y la voz respondió:


– Soy una amiga de Carlo. Sólo quería decirle que no podré verle esta noche. Tengo que salir de viaje.


– Zorra asquerosa. No eres más que una zorra asquerosa -gritó Connie.


No pudo decir nada más, pues la desconocida había colgado.


Aquella tarde, Carlo había ido a las carreras de caballos, y cuando llegó a casa estaba de pésimo humor, debido en parte a que había perdido mucho dinero y en parte a que había bebido más de la cuenta. Tan pronto como entró en el apartamento, Connie empezó a insultarlo. El se limitó a no hacerle caso y se dirigió al cuarto de baño para tomar una ducha. Cuando terminó, se secó delante de Connie y comenzó a vestirse para salir de nuevo.


Furiosa y con las manos en jarras Connie gritó a su marido:


– ¡No vas a ir a ningún sitio! Tu amiga telefoneó para decir que hoy no te espera. ¡Maldito cabrón! ¡Mira que dar mi número de teléfono a una zorra…! ¡Te mataré, hijo de puta!


Se arrojó sobre Carlo y empezó a arañarlo y golpearlo.


Él la mantuvo a distancia con un brazo musculoso, y le dijo fríamente:


– Estás loca, completamente loca.


Connie se dio cuenta de que su marido estaba preocupado. Él, para calmarla, añadió:


– No hagas caso; debe de haber sido una broma.


Connie consiguió arañarle el rostro, pero aun así Carlo intentó mostrarse conciliador. Se limitó a apartarla de sí. Entonces ella cayó en la cuenta de que respetaba su preñez, y decidió aprovecharse. Además, se sentía sexualmente excitada. Muy pronto no podría hacer nada en la cama, pues el médico le había dicho que debía abstenerse de hacer el amor con su marido durante los dos meses anteriores al parto, y ella necesitaba que le hicieran el amor. No obstante, su deseo de herir a Carlo era real. Lo quería y lo odiaba, todo a la vez.


' Lo siguió hasta el dormitorio y, al advertir que su marido estaba asustado, se sintió feliz.


– Te quedarás en casa -le dijo-. No saldrás, te lo aseguro.


– De acuerdo, de acuerdo -repuso Carlo.


Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Le gustaba pasearse así por la casa, orgulloso como estaba de su cuerpo musculoso y de su piel dorada. Connie lo miraba con los ojos encendidos por el deseo. Carlo, entre risas, añadió:


– Supongo que al menos me darás algo de comer. El hecho de que su marido le pidiera que cumpliera con sus deberes conyugales, o por lo menos con uno de ellos, la apaciguó. Era una buena cocinera; su madre le había enseñado. Puso al fuego una cazuela con ternera y pimientos y empezó a preparar una ensalada. Carlo aprovechó la espera para leer los pronósticos de las carreras del día siguiente. Mientras lo hacía, bebía whisky de un vaso lleno hasta el borde.


Connie entró en el dormitorio, o mejor dicho se quedó en la puerta como si no se atreviera a acercarse a la cama sin ser invitada.


– Tienes la comida en la mesa -anunció.


– Todavía no tengo hambre -respondió Carlo, sin dejar de leer.


– Pero ya está en la mesa -insistió Connie, testaruda.


– Métetela en el culo -le espetó Carlo. Apuró el contenido del vaso y cogió la botella dispuesto a llenarlo de nuevo. Dejó de prestar atención a su esposa. Connie fue a la cocina, cogió los platos llenos de comida y los estrelló contra el fregadero. Al oír el ruido, Carlo entró en la cocina, vio la comida esparcida por el suelo y las paredes salpicadas, y su sentido de la higiene le hizo sentirse ultrajado.


– Maldita zorra, limpia esto enseguida o te la cargas -gritó Carlo, amenazador.


– Ni lo sueñes -replicó Connie, y levantó las manos como si se dispusiera a arañar de nuevo a su esposo.


Carlo se fue al dormitorio, y momentos después regresó con el cinturón en la mano.


– Límpialo -ordenó.


Connie no se movió. Entonces Carlo la azotó con el cinturón en las redondas caderas, pero no le hizo daño. Rápidamente, ella abrió uno de los cajones de la cocina y sacó un cuchillo. Carlo se echó a reír.


– En la familia Corleone hasta las mujeres sois asesinas -dijo. Dejó el cinturón encima de la mesa y avanzó hacia su esposa. Esta trató de clavarle el cuchillo en la ingle, pero su avanzado estado de gestación hizo que su embestida fuera demasiado lenta, por lo que a él no le fue difícil eludir el ataque. La desarmó fácilmente y empezó a golpearle la cara, procurando que sus golpes no produjeran cortes en la piel. La golpeó una y otra vez, mientras Connie, andando hacia atrás, intentaba escapar. La siguió hasta el dormitorio. Cuando ella le tomó la mano con la que le pegaba, Carlo asió sus cabellos con la otra para mantenerle la cabeza alta y continuó abofeteándola hasta que se echó a llorar como una niña, a causa del dolor y la humillación. Con gesto de desdén, Carlo la arrojó sobre la cama de un empujón. Luego bebió un trago de whisky directamente de la botella, que estaba sobre la mesilla de noche. Parecía completamente borracho, los ojos le brillaban de un modo extraño. Connie empezó a asustarse de veras.


Carlo bebió otro largo trago. Con la mano libre pellizcó a Connie en el muslo, apretando con fuerza hasta que ella, llorando, le rogó que dejara de hacerle daño.


– Estás más gorda que un cerdo -masculló Carlo con expresión de asco, mientras salía de la habitación.


Cada vez más asustada, Connie permaneció en la cama, pues no se atrevía a ir a ver qué hacía su marido en la otra habitación. Finalmente, se levantó y se asomó a la sala de estar. Carlo había abierto otra botella de whisky y se hallaba tendido en el sofá. No tardaría en quedarse dormido a causa de la borrachera, pensó Connie. Entonces podría telefonear a Long Beach y pedir a su madre que enviara a alguien a buscarla. Esperaba que no fuese Sonny quien se pusiera al aparato; prefería hablar con su madre o con Tom Hagen.


Eran casi las diez de la noche cuando sonó el teléfono de la cocina del domicilio de Don Corleone. Contestó uno de los guardaespaldas del Don, quien, obedientemente, pasó la comunicación a la madre de Connie. Pero la señora Corleone, que contestó desde la cocina, apenas si pudo entender nada de lo que su hija le decía, pues la joven estaba histérica e intentaba hablar en voz baja para que su marido no la oyera desde la otra habitación. Además, tenía los labios hinchados a causa de los golpes, lo que hacía que su voz fuera aún más ininteligible. La señora Corleone hizo una señal al guardaespaldas de que llamara a Sonny, que se encontraba en la sala de estar con Tom Hagen.


Momentos después, Connie oía a su hermano mayor decir:


– Hola, Connie.


Estaba tan asustada, de su marido y de lo que Sonny pudiera hacer, que su voz sonaba cada vez más temblorosa.


– Envía un coche a recogerme. No es nada de importancia; ya te contaré. No vengas tú. Manda a Tom, te lo ruego. No es nada, de veras. Sólo que tengo ganas de ir a casa.


Hagen ya estaba en la cocina. El Don se había dormido, con la ayuda de sedantes, y Hagen quería estar continuamente al lado de Sonny por si éste montaba en cólera por el motivo que fuera. Los dos guardaespaldas estaban también en la cocina. Todos miraban a Sonny.


No existía la menor duda de que el temperamento violento de Sonny Corleone tenía su origen en un misterioso pozo que llegaba hasta lo más profundo de su espíritu. Todos observaron que se le hinchaban las venas del cuello, los ojos le brillaban y se le endurecían los rasgos. Luego palideció y las manos empezaron a temblarle. Su cólera era infinita, pero su voz sonó relativamente tranquila cuando dijo:


– No te muevas de tu casa, Connie.


Y a continuación, antes de que su hermana pudiera hacer el menor comentario, colgó el auricular.


Permaneció unos momentos junto al aparato, y dio rienda suelta a su ira, sin ni siquiera reparar en la presencia de los demás:


– ¡Maldito hijo de puta!


Inmediatamente, sin despedirse de nadie, salió corriendo de la casa.


Hagen sabía que en aquellos momentos Sonny no era dueño de sus actos. Y sabía también que durante el trayecto hacia la ciudad se calmaría un poco, aunque su peligrosidad aumentaría todavía más, pues se encontraría en mejor situación de defenderse de las consecuencias de su cólera. Hagen oyó el ruido de un motor al ponerse en marcha.


– Seguidlo -ordenó a los guardaespaldas.


Luego hizo algunas llamadas telefónicas. Lo arregló todo para que varios hombres del «regime» de Sonny fueran a casa de Garlo Rizzi y sacaran a éste de allí. Sabía que Sonny se lo reprocharía, pero estaba seguro de que el Don aprobaría su acción. Temía que Sonny matara a Carlo delante de testigos. No creía que el enemigo crease problemas; llevaba mucho tiempo sin causar molestias, por lo que era evidente que deseaba que reinase la paz.


Una vez fuera de la finca, al volante de su Buik, Sonny volvió a ser dueño, al menos en parte, de sus actos. Se dio cuenta de que los dos guardaespaldas subían a un coche, dispuestos a seguirlo, y aprobó su acción. No temía un ataque, pues las Cinco Familias habían dejado de luchar. Además, si surgía algún problema, en un compartimiento secreto del coche había una pistola, y en cuestión de segundos podría sacarla y defenderse. Por otra parte, el automóvil estaba registrado a nombre de uno de los miembros de su «regime», es decir que en el peor de los casos no se vería envuelto en ningún problema de tipo legal. De todos modos, no creía que tuviera necesidad de la pistola. Aún no sabía qué iba a hacer con Carlo Rizzi.


Ahora que podía reflexionar con frialdad, se daba cuenta de que no podía matar al padre de un niño que aún no había nacido, máxime cuando éste era hijo de su hermana, y menos por unas bofetadas de más. Claro que cabía la posibilidad de que todo fuera una trampa.


Carlo era un mal sujeto, y Sonny se sentía responsable de la desgracia de Connie. Ella había conocido a Carlo porque él se lo había presentado.


Era paradójico, pero a Sonny le resultaba inconcebible pegar a una mujer, como tampoco podía hacer daño a un niño. Cuando Carlo se había dejado golpear sin devolver ni un solo puñetazo, sin él saberlo había salvado la vida precisamente por ello. La violencia de Sonny sólo se calmaba con la sumisión absoluta. De muchacho, Sonny había tenido muy buen corazón; el que con el tiempo se convirtiera en un asesino había sido cosa del destino, sencillamente.


Esta vez, sin embargo, arreglaría el asunto de una vez por todas, pensaba mientras el Buick avanzaba por el puente que enlaza Long Beach con los bulevares del otro lado de Jones Beach. Siempre seguía esta ruta cuando iba Nueva York, pues había menos tráfico.


Decidió que enviaría a Connie a Long Beach con los guardaespaldas. Luego, él tendría una charla con su cuñado. Ignoraba qué resultaría de ella, pero si el muy cabrón había hecho daño a su hermana, lo pagaría caro. El aire fresco, sin embargo, lo calmó. Para disfrutar más de él bajó la ventanilla.


Había tomado la carretera elevada de Jones Beach, como siempre, porque a esas horas y en aquella época del año solía estar desierta y podía pisar a fondo el acelerador. Conducir a toda velocidad lo ayudaría a disipar lo que él sabía que era un estado de ánimo peligroso. El automóvil de los dos guardaespaldas había quedado muy atrás.


La carretera estaba mal iluminada. No se veía un solo coche. A lo lejos divisó la caseta del peaje. Había otras, pero sólo funcionaban de día, cuando el tráfico era intenso. Sonny redujo la velocidad y buscó calderilla en el bolsillo. Como no tenía, sacó la cartera y con una sola mano separó un billete. Al acercarse a la caseta iluminada, Sonny quedó sorprendido al comprobar que un coche bloqueaba la carretera. El conductor debía de estar preguntando alguna dirección al encargado de cobrar el peaje, pensó. Hizo sonar el claxon y el otro coche se apartó, por lo que el Buick pudo colocarse delante del cobrador.


Sonny alargó un dólar y esperó el cambio. Tenía prisa y por ello, a pesar de que el frío de la noche era intenso, no quiso cerrar la ventanilla. Pero el cobrador parecía muy torpe; al muy imbécil se le había caído el cambio al suelo. El hombre se agachó para recoger las monedas, y desapareció de la vista.


Entonces Sonny se dio cuenta de que el otro automóvil no había seguido su camino, sino que estaba a pocos metros de distancia, bloqueando nuevamente la carretera. En la caseta de peaje había otro hombre. Del vehículo se apearon dos individuos. El cobrador aún seguía agachado… De pronto, Santino Corleone comprendió que había llegado su hora. Se sintió completamente lúcido, libre de toda violencia, como si el miedo oculto, finalmente real y presente, lo hubiera purificado.


Sonny se lanzó contra la puerta del Buick, rompiendo la cerradura. El hombre que estaba en la caseta abrió mego… alcanzando en la cabeza a Sonny, que cayó al suelo. Los dos individuos que se habían apeado del coche sacaron sus armas y dispararon contra el cuerpo que yacía en el asfalto. Luego le golpearon salvajemente el rostro para desfigurarle todavía más, como si quisieran dejar la huella de un poder humano más personal.


Segundos después, los cuatro hombres, es decir, los tres asesinos y el falso cobrador, subían al coche y partían a toda velocidad en dirección al bulevar Meadowbrook, al otro lado de Jones Beach. Los posibles perseguidores se encontrarían con el camino bloqueado por el coche y el cuerpo de Sonny, de modo que no corrían riesgo alguno, pensaron. Cuando, minutos más tarde, los guardaespaldas de Sonny llegaron a la caseta de peaje y vieron el cuerpo de su jefe, lo último que pensaron fue en perseguir a sus agresores. Dieron media vuelta y regresaron a Long Beach. Se detuvieron en una cabina telefónica, y uno de ellos llamó a Tom Hagen. Sus únicas palabras fueron:


– Sonny ha muerto. Le tendieron una encerrona ante la garita de peaje de Jones Beach.


– Bien -repuso Hagen, sereno como siempre-. Ve a casa de Clemenza y dile que venga enseguida. Él te dirá lo que debéis hacer.


Hagen había hablado desde el teléfono de la cocina, donde la señora Corleone estaba preparando algo de comer para su hija, que no tardaría en llegar. La anciana no se había dado cuenta de nada. Era lo bastante perspicaz para percatarse de todo, pero sus años de vida junto al Don le habían enseñado que era mejor no hacerlo, ni siquiera intentar adivinar qué ocurría. Sabía que si algo malo sucedía no tardaría mucho tiempo en enterarse. Y si podía evitar saberlo, mejor, pues se ahorraba sufrimientos. Estaba contenta de no tener que compartir el dolor de los hombres, porque, después de todo ¿compartían ellos el de las mujeres? Impasible, puso la comida sobre la mesa. Por experiencia sabía que el dolor y el miedo no perjudicaban el apetito; al contrario, la comida los mitigaba. Si un médico le hubiera recetado un sedante se habría sentido humillada, pero una taza de café y unas tostadas eran otra cosa; la señora Corleone procedía, desde luego, de una cultura más primitiva.


Por eso no dijo nada cuando Tom Hagen se fue a la sala de reuniones. Una vez allí, Hagen comenzó a temblar tan violentamente que tuvo que sentarse. Con las piernas muy juntas, las manos apretadas contra las rodillas y la cabeza gacha, parecía que estuviera rezando al diablo.


Acababa de descubrir que no era el _consigliere_ adecuado para tiempos de guerra. Lo habían puesto en ridículo, se había dejado engañar por la aparente timidez y cobardía de las Cinco Familias, que habían permanecido inactivas planeando su venganza. No habían reaccionado a las provocaciones de la familia Corleone, sino que habían preferido descargar un solo golpe, pero terrible. El viejo Genco Abbandando no se habría dejado engañar, habría olido el peligro y triplicado sus precauciones. Hagen se sentía culpable. Sonny había sido su verdadero hermano, su salvador; y de muchachos, también su héroe. Sonny nunca se había mostrado altanero ni agresivo con él; siempre lo había tratado con afecto. Y cuando Sollozzo lo dejó libre, el abrazo de Sonny había sido el propio de un hermano, su alegría una alegría sincera. El hecho de que Sonny fuera un hombre cruel y violento carecía, a los ojos de Hagen, de importancia.


Había salido de la cocina porque sabía que nunca sería capaz de decir a mamá Corleone que su hijo había muerto. Nunca la había considerado su madre, y en cambio, al Don y a Sonny los había tenido siempre como padre y hermano. El afecto que sentía hacia ella era de la misma naturaleza que el que experimentaba por Freddie, Michael y Connie. Era afecto, pero no amor. No obstante, no podía decírselo. En pocos meses había perdido tres hijos. Freddie, que estaba exiliado en Nevada, Michael, que se encontraba en Sicilia, y ahora Santino. ¿A cuál de los tres había amado más la anciana? Era imposible saberlo.


Hagen no tardó en recuperar el control de sí mismo. Marcó el número de Connie, que respondió con voz temblorosa.


– Connie, soy Tom -dijo Hagen con la calma que lo caracterizaba-. Despierta a tu marido; tengo que hablarle.


Asustada, Connie preguntó en voz baja:


– ¿Sabes si viene Sonny, Tom?


– No. Sonny no vendrá. No te preocupes. Despierta a Carlo y dile que debo hablar con él.


– Me ha pegado, Tom -dijo Connie, llorando-. Y si sabe que he llamado a casa, temo que volverá a hacerlo.


– No lo hará, no te preocupes. Cuando hayamos hablado será otro hombre. Dile que es muy importante, que se ponga al teléfono de inmediato.


Pasaron casi cinco minutos antes de que se oyera la voz de Carlo a través del hilo. Hagen advirtió que había bebido mucho.


– Escucha, Carlo. Voy a decirte algo que te impresionará. Cuando te lo diga, quiero que me respondas como si la cosa fuera menos trascendental de lo que en realidad es. Le he explicado a Connie que debía decirte una cosa importante, de modo que tendrás que inventarte algo. Cuéntale que la Familia ha decidido ofrecerte una de las casas de la finca y un trabajo importante. Que el Don ha decidido darte la oportunidad de ganar mucho dinero. ¿Me sigues?


– Sí. Adelante -respondió Carlo en tono esperanzado.


Hagen prosiguió:


– Dentro de pocos minutos dos de mis hombres se presentaran en tu casa para llevarte con ellos. Diles que primero quiero que me telefoneen Pero no les digas ninguna otra cosa. Les daré instrucciones de que os lleven a ti y a Connie a la finca. ¿De acuerdo?


– Sí, sí, he comprendido -dijo Garlo.


Estaba excitado. Por el tono con que Hagen le había hablado, se daba cuenta de que la noticia sena realmente importante.


A continuación Hagen fue derecho al grano:


– Han matado a Sonny. Ha sido esta noche. No digas ni una palabra. Connie lo llamó mientras dormías, y él iba camino de tu casa. No quiero que Connie lo sepa. Aunque lo sospeche, no quiero que lo sepa con certeza. Pensaría que ha sido culpa suya. Tampoco quiero que te Levas de su lado; compórtate como un mando enamorado, al menos hasta que haya tenido el hijo que espera. Mañana por la mañana alguien, tal vez tú, o el Don, o su madre, le dirá a Connie que Sonny ha sido asesinado. Y quiero que estés a su lado, que le sirvas de apoyo. Si me haces este favor, te prometo que me ocuparé de ti en el futuro. ¿Comprendido?


– Sí Tom de acuerdo -repuso Carlo en tono vacilante-. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien. Te estoy muy agradecido. ¿Me entiendes?


– Sí perfectamente. Nadie te acusara de que tu pelea con Connie haya sido la causa de la desgracia. Yo me encargaré de eso -hizo una breve pausa y añadió-: Y ahora cuida de Connie.


Sin esperar respuesta, Hagen colgó el auricular.


El Don le había enseñado a no amenazar jamás. Pero Carlo había comprendido: era hombre muerto.


Hagen llamó a Tessio y le ordeno que acudiera de inmediato a Long Beach. No explicó el motivo, m Tessio se lo preguntó. Hagen soltó un profundo suspiro. Lo más difícil todavía estaba por llegar.


Tendría que despertar al Don, la persona a quien más quería en el mundo, y decirle que le había fallado, que no había sabido proteger a su hijo mayor. Tendría que decirle que todo estaba perdido, a menos que el propio Don, enfermo y todo, resolviera presentar batalla. Hagen no se hacía ilusiones al respecto. Sólo el gran Don podría, a pesar de la tremenda derrota que acababa de sufrir, conseguir la victoria final. Hagen ni siquiera se molestó en hablar con los médicos. Tenía que decírselo todo a su padre adoptivo, aunque con ello pusiera en peligro su vida, y luego seguirlo. Y no cabía la menor duda acerca de lo que el Don haría. Las opiniones de los médicos carecían de importancia; todo carecía de importancia. El Don debía ser informado, sólo a él correspondía escoger entre dos alternativas: ponerse al frente de sus hombres u ordenar a Hagen la rendición del imperio de los Corleone a las Cinco Familias.


Hagen temía lo que pudiese ocurrir en la hora simiente. Pensó en lo que diría y cómo lo diría. No debía insistir demasiado en su responsabilidad con respecto a lo ocurrido, pues así sólo conseguiría aumentar la aflicción del Don. Tampoco debía mostrar demasiado su dolor, para no acrecentar el del anciano. El hecho de hablar de sus limitaciones como _consigliere_ en tiempos de guerra, significaría un reproche indirecto a la persona que lo había elegido.


Hagen decidió que lo más oportuno sería dar la noticia al Don y, después de exponer su opinión sobre lo que debía hacerse, guardar silencio. A partir de ahí, reaccionaría de acuerdo a como lo hiciera su padre adoptivo Si éste deseaba que se mostrara avergonzado por su torpeza, así lo haría; si lo invitaba a mostrarse afligido, daría rienda suelta a la pena que lo embargaba.


Hagen alzó la cabeza al oír el ruido de unos coches que entraban en la finca. Los _caporegimi_ estaban llegando. Hablaría con ellos antes de subir a ver al Don. Del mueble bar sacó un vaso y una botella. No tenía ánimos ni para echar el licor en el vaso. De pronto, oyó el ruido de la puerta al abrirse. Al volver la cabeza, Hagen vio, completamente vestido por vez primera desde que atentaron contra él, a Don Corleone.


El Don cruzó la estancia y se sentó en su butaca de cuero. Caminaba con cierta lentitud y las ropas le venían un poco holgadas, pero a los ojos de Hagen tenía el mismo aspecto de siempre. Parecía como si con el solo poder de su férrea voluntad hubiera borrado cualquier vestigio de debilidad física. Su rostro denotaba la fuerza de siempre. Una vez que se hubo sentado, dijo a Hagen:


– Sírveme un poco de anís.


Tom Hagen sirvió en un vaso un poco de aquel licor casero, mucho más fuerte que el que vendían en las tiendas, regalo de un amigo que cada año le enviaba unas cuantas botellas.


– Mi esposa estaba llorando antes de dormirse -prosiguió Don Corleone-. Desde mi ventana he visto llegar a los _caporegimi_, y es medianoche. Así, pues, _consigliere_, pienso que deberías confesarle a tu Don lo que todo el mundo sabe.


– A ella no le he dicho nada -musitó Hagen-, y estaba a punto de subir a despertarlo para comunicarle la noticia.


– Pero primero necesitabas tomar un trago.


– Sí -reconoció Hagen.


– Bien, ya lo has tomado. Ahora dime lo que sea.


En el tono del Don había un ligero reproche a la debilidad de Hagen.


– Han disparado contra Sonny. Ha sido en la carretera. Ha muerto.


Don Corleone parpadeó. Por un instante pareció que su voluntad de hierro iba a derrumbarse, y en su rostro apareció una mueca de dolor. Pero se recobró enseguida.


Acodado en la mesa, Don Corleone apoyó la barbilla en las manos, mientras miraba fijamente a Hagen.


– Dime todo lo que ha pasado -Alzó una mano y añadió-: No, prefiero que aguardemos a que lleguen Clemenza y Tessio. Te ahorrarás el volver a contarlo.


Segundos después, acompañados de un guardaespaldas, los dos _caporegimi_ entraban en la habitación. De inmediato advirtieron que el Don ya estaba enterado de la muerte de su hijo, pues se levantó para que lo abrazaran, ya que en su calidad de viejos camaradas podían hacerlo. Antes de comenzar a hablar, Hagen les sirvió un vaso de anís.


Cuando hubieron bebido, el Don se limitó a preguntarles:


– ¿Es cierto que mi hijo está muerto?


– Sí -respondió Clemenza-. Los guardaespaldas eran del regime de Santino, pero escogidos por mí. Los interrogué cuando llegaron a mi casa. Vieron su cuerpo junto a la garita de peaje. Con las heridas que presentaba era imposible que siguiese con vida. Están absolutamente seguros de que Sonny ha muerto.


Don Corleone aceptó el veredicto sin emoción aparente. Tras permanecer en silencio por unos instantes, dijo:


– Ninguno de vosotros debe dejar que lo ocurrido lo afecte. Ninguno debe realizar ningún acto de venganza, ni debe hacer nada para descubrir a los asesinos sin mi consentimiento expreso. Tampoco llevará a cabo ninguna acción contra las Cinco Familias, a menos que sea yo quien lo ordene. Nuestra Familia dejará de operar hasta después del funeral. Luego nos reuniremos aquí mismo y decidiremos el camino a seguir. Esta noche sólo debemos ocuparnos de Santino, a quien hemos de dar cristiana sepultura. Me ocuparé de que algunos amigos arreglen las cosas con la policía y con las autoridades. Tú, Clemenza, y los hombres de tu regime, seréis mis guardaespaldas permanentes. Tú, Tessio, te ocuparás de proteger a los demás miembros de mi familia. En cuanto a ti, Tom, llama a Amerigo Bonasera y dile que esta noche necesitaré de sus servicios. Indícales que me espere en la funeraria. Iré dentro de una hora, o de dos, o de tres. ¿Habéis entendido?


Los tres hombres asintieron. Don Corleone añadió:


– Clemenza, ordena a unos cuantos de tus hombres que me esperen con varios coches. En unos minutos estaré listo. Te has portado bien, Tom, no tienes nada que reprocharte. Por la mañana, quiero que Constanzia esté al lado de su madre. Arréglalo todo para que ella y su marido se vengan a vivir a la finca. Llama a las amigas de Sandra, quiero que le hagan compañía. Mi esposa también irá después de que yo haya hablado con ella. Ella la consolará, y las amigas se ocuparán de disponer que se celebren misas y se recen oraciones por el alma de Santino Corleone.


El Don se levantó de su butaca de cuero. También lo hicieron Clemenza, Tessio y Hagen. Los dos primeros volvieron a abrazar a su Don y amigo. Hagen mantuvo la puerta abierta para dejar pasar a su padre adoptivo, que se detuvo delante de él. Le dio un golpecito cariños en la mejilla y un breve pero intenso abrazo mientras le decía, en italiano:


– Has sido un buen hijo. Eres para mí un gran consuelo.


De ese modo le reiteraba que no tenía responsabilidad en lo ocurrido. El Don subió a su habitación para hablar con su esposa. Fue entonces cuando Hagen telefoneó a Amerigo Bonasera reclamándole el pago del favor que debía a los Corleone.

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