1934

Salí de la base de Nueva York a la fría y temprana oscuridad de diciembre y me alejé a pie. Las luces y los escaparates me arrojaban la Navidad, pero no había muchos compradores. En las esquinas bajo el viento, los músicos del Ejército de Salvación tocaban o los Santa Claus hacían sonar campanas sobre sus calderos de caridad, mientras tristes vendedores ofrecían esto y aquello. Los godos no sufren la depresión, pensé. Pero los godos tenían menos que perder. Materialmente, en todo caso. Espiritualmente… ¿quién lo sabía? Yo no, por mucha historia que hubiese visto o llegase a ver.

Laurie oyó mis pasos en la entrada y abrió la puerta del apartamento.

Habíamos fijado la fecha de antemano, después de que ella volviese de Chicago donde tenía una exposición. Me abrazó con fuerza.

Al entrar, su alegría se apagó. Nos detuvimos en medio del salón. Me cogió ambas manos, me miró en silencio y me preguntó:

—¿Qué te ha hecho daño… en este viaje?

—Nada que no debiese haber previsto —contesté, oyendo mi voz tan aburrida como mi alma—. Eh, ¿cómo fue la exposición?

—Bien —respondió con eficacia—. De hecho, se han vendido dos cuadros por una buena suma. —Volvió a mostrar preocupación—. Bueno, dicho esto, siéntate. Deja que te sirva algo de beber. Dios, pareces apaleado.

—Estoy bien. No tienes que ocuparte de mí.

—Quizá me haga falta. ¿Lo has pensado alguna vez? —Laurie me arrojó sobre mi sillón habitual. Me senté en él y miré por la ventana. Las luces lejanas producían una agitado resplandor en el alféizar, a los pies de la noche. La radio sintonizaba un programa de villancicos. «Oh pueblecito de Belén … »

—Quítate los zapatos —me aconsejó Laurie desde la cocina. Lo hice, y fue como realizar un verdadero gesto de vuelta a casa, como un godo soltándose el cinturón de la espada.

Ella trajo un par de whiskis con hielo, y me rozó con los labios la frente antes de sentarse en un sillón, frente al mío.

—Bienvenido —dijo—. Siempre eres bienvenido. —Levantamos los vasos y bebimos.

Ella esperó tranquilamente a que estuviese listo.

Lo solté de improviso.

—Ha nacido Hamther.

—¿Quién?

—Hamther. Él y su hermano Sorli murieron intentado vengar a su hermana.

—Lo sé —murmuró—. Oh, Carl, querido.

—Primer hijo de Tharasmund y Ulrica. El nombre es realmente Hathawulf, pero es fácil ver cómo se convirtió en Hamther a medida que la historia viajaba al norte durante siglos. Y quieren llamar Solbern a su siguiente hijo. Las fechas también encajan. Serán jóvenes, lo habrán sido, cuando… —No podía continuar.

Se inclinó hacia mí lo suficiente para registrar el toque de su mano en mi conciencia.

Después, desolada, dijo:

—No tienes que seguir con esto. ¿Verdad, Carl?

—¿Qué? —Durante un momento el asombro apagó el dolor Claro que tengo que hacerlo. Es mi trabajo, es mi deber.

—Tu trabajo es descubrir lo que la gente pone en versos e historias. No lo que realmente hicieron. Salta al futuro, querido. Deja que… Hathawulf esté muerto cuando vuelvas a regresar.

—¡No!

Comprendí que había gritado, tomé un largo y cálido trago, y me obligué a encararme con ella y decir con voz llana:

—Ya lo he pensado. Créeme, lo he hecho. Y no puedo. No puedo abandonarlos.

—Tampoco puedes ayudarlos. Todo está predestinado.

—No sabemos exactamente lo que sucederá… lo que sucedió. O cómo podría… No, Laurie, por favor, no digas nada más.

Ella suspiró.

—Bien, puedo entenderlo. Has estado con varias generaciones, mientras crecían, vivían, sufrían y morían; pero para ti no ha sido tanto tiempo. —No dijo: «para ti Jorith es un recuerdo muy cercano»—. Sí, haz lo que debas, Carl, mientras debas hacerlo.

Yo no tenía palabras, porque podía sentir su propio dolor.

Sonrió con inquietud.

—Pero ahora estás de permiso —dijo—. Deja el trabajo a un lado. Hoy he salido y he comprado un pequeño árbol de Navidad. ¿Qué te parece si lo decoramos esta noche, después de preparar una cena de gourmet?

Paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad,

Desde el cielo y su benévolo Rey…

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