1980

Manse Everard no fue el oficial que me pasó por el fuego, y apenas aceptó dejarme continuar con la misión… aceptó a regañadientes, a petición sobre todo de Herbert Ganz, porque no había nadie que pudiese reemplazarme. Everard tenía sus razones para hacerlo. Con el tiempo se hicieron evidentes, así como el hecho de que había estado estudiando mis informes.

Entre el siglo IV y el XX, habían pasado unos dos años de mi tiempo vital personal desde la muerte de Jorith. Mi pena se había convertido en melancolía —¡si ella hubiese podido tener algo más de la vida que tanto amaba y que hacía adorable!— excepto de vez en cuando, cuando se levantaba con toda su fuerza y golpeaba de nuevo. Con su actitud tranquila, Laurie me había ayudado a aceptarlo. Nunca antes había comprendido la maravillosa persona que era.

Estaba en casa de permiso, en Nueva York, 1932, cuando Everard me llamó y me pidió otra entrevista.

—Sólo unas preguntas, un par de horas de interrogatorio —dijo—, y después podemos salir. Tu esposa también, por supuesto. ¿Habéis visto a Lola Montez? Tengo entradas, París, 1843.

En el futuro era invierno. La nieve caía al otro lado de la ventana de su apartamento, creando para nosotros una caverna de quietud blanca. Me dio un combinado y me preguntó qué música me gustaba. Nos pusimos de acuerdo en una interpretación de koto por un artista del Japón medieval cuyo nombre los cronistas habían olvidado pero que era el mejor que hubiese vivido nunca. El viaje en el tiempo tiene sus recompensas además de sus pesares.

Everard se enfrascó en preparar y encender su pipa.

—Nunca presentaste un informe sobre tu relación con Jorith —dijo en un tono casi casual—. Sólo salió en el curso de la investigación, después de que fueses a buscar a Mendoza. ¿Por qué?

—Era… personal —contesté—. No me parecía que fuese asunto de nadie más. Oh, en la Academia nos advirtieron sobre ese tipo de cosas, pero las regulaciones realmente no lo prohíben.

Mirando su cabeza oscura e inclinada, supe extrañamente que debía haber leído todo lo que yo llegaría a escribir. Conocía mi futuro personal como yo sólo lo conocería cuando lo hubiese vivido. Rara vez se renuncia a la regla que impide a un agente conocer su destino; un bucle casual sería el resultado menos desagradable que podría surgir de ese acto.

—Bien, no tengo intención de repetir la reprimenda que te han dado —dijo Everard—. De hecho, entre nosotros dos, creo que el coordinador Abdullab se pasó de riguroso. Los agentes deben poder actuar a su propia discreción, o nunca harían su trabajo, y muchos de ellos se han acercado más a los límites que tú.

Pasó un minuto avivando el tabaco antes de continuar, por entre la neblina azul:

—Sin embargo, me gustaría preguntarte un par de detalles. Más para conocer tu reacción que por una firme convicción filosófica… aunque admito sentir curiosidad. Comprende que así quizá pueda darte algunos consejos de procedimiento. Yo no soy un científico, pero he andado mucho por la historia, la prehistoria e incluso la posthistoria.

—Eso está claro —admití con gran respeto.

—Bien, vale, para empezar, lo más evidente. Al principio, interviniste en una guerra entre godos y vándalos. ¿Cómo lo justificas?

—Contesté a esa pregunta en la investigación, señor… Manse. Sabía que no podía matar a nadie, ya que mi vida nunca corrió peligro. Ayudé en la organización, recogí información e inspiré temor en el enemigo: volando en antigravedad, arrojando ilusiones y proyectando rayos subsónicos. En todo caso, produciendo el pánico, salvé vidas en ambos bandos. Pero mi razón esencial era que había invertido mucho esfuerzo, esfuerzo de la Patrulla, estableciendo una base en la sociedad que se suponía debía estudiar, y los vándalos amenazaban con destruir esa base.

—¿No temías provocar un cambio en el futuro?

—No. Oh, quizá debía haberlo considerado con mayor cuidado, y haber buscado la opinión de expertos antes de actuar. Pero parecía un caso sacado de un libro de texto. Los vándalos estaban montando una escaramuza a gran escala. La historia no la registra. El resultado era insignificante… excepto para los individuos, varios de los cuales eran importantes para la misión y para mí. Y en cuanto a la vida de esos individuos, y la línea de descendencia que comencé en ese punto, no son más que pequeñas fluctuaciones estadísticas en el acervo genético. Pronto desaparecerán.

Everard frunció el ceño.

—Me estás dando el argumento habitual, Carl, igual que hiciste con el comité investigador. Por ahí te escapaste. Pero hoy no te molestes. Lo que quiero que sepas, no en tu cerebro sino en el fondo de tu alma, es que la realidad nunca se ajusta a los libros de texto, y en ocasiones es muy diferente.

—Creo que empiezo a entenderlo. —Mi humildad era real—. En la vida que he estado siguiendo en el pasado. No tenemos derecho a ocupar sus vidas, ¿no?

Everard sonrió, y yo me sentí con libertad para saborear un largo trago de mi copa.

—Bien. Dejemos los aspectos generales y pasemos a los detalles de lo que buscas. Por ejemplo, les diste a los godos cosas que no tendrían sin ti. Los regalos físicos no son preocupantes; se corroerán, pudrirán o se perderán con rapidez. Pero los relatos del mundo y las historias de culturas extranjeras…

—Tenía que ser interesante, ¿no? ¿Por qué si no iban a recitarme viejas historias ya conocidas?

—Humm, claro. Pero mira, ¿lo que les contaste no pasaría a su folclore, alterando eso que fuiste a investigar?

Me permití reír.

—No. En ese aspecto hice que realizasen algunos cálculos psicosociales, y los empleé como guía. Resulta que las sociedades de ese tipo tienen una memoria colectiva muy selectiva. Recuerda, son analfabetos, y viven en un mundo mental en el que las maravillas son comunes. Lo que dije, por ejemplo, sobre los romanos, simplemente añadía detalles a la información que ya tenían por los viajeros; y esos detalles pronto se perderán en el ruido general de su concepto sobre Roma. Y en cuanto al material más exótico, bien, ¿qué era alguien como Cuchulainn sino un héroe predestinado más, de los que ya habían oído multitud de historias? ¿Qué era el Imperio Han sino un reino fabuloso más allá del horizonte como otros? Mis oyentes inmediatos se quedaban impresionados; pero luego se lo pasaban a otros, que lo mezclaban todo con las sagas ya existentes.

Everard asintió.

—Humm. —Fumó un poco. De pronto—: ¿Y tú? No eres un montón de palabras; eres una persona concreta y enigmática que sigue apareciendo entre ellos. Te propones hacerlo durante generaciones. ¿Vas a montar un negocio de dios?

Aquélla era una pregunta difícil para la que me había preparado durante mucho tiempo. Dejé que otro trago me recorriese la garganta y calentase mi estómago antes de contestar, lentamente:

—Sí, eso me temo. No es que lo pretendiese o quisiese, pero parece haber sucedido.

Everard apenas se agitó. Con la morosidad de un león, habló:

—¿Y sostienes que eso no representa ninguna diferencia histórica?

—Sí. Escúchame por favor. Nunca dije ser un dios, o exigí prerrogativas divinas, o algo similar. Ni me propongo hacerlo. Simplemente ha pasado. En la naturaleza del caso, llegué solo, vestido como un viajero pero no como un mendigo. Llevaba una lanza porque ésa era el arma normal para un hombre a pie. Al ser del siglo XX, soy más alto que la media del siglo IV, incluso entre los nórdicos. Tengo el pelo y la barba grises. Contaba historias, describía lugares lejanos, y, sí, volé por los aires y metí el miedo en el corazón del enemigo… no podía evitarlo. Pero no, repito, no establecí una nueva deidad. Simplemente encajaba en una imagen que llevaban mucho tiempo adorando, y en el curso del tiempo, en una generación o dos, llegaron a asumir que se trataba de mí.

—¿Cuál es su nombre?

—Wodan, entre los godos. Relacionado con el Wotan de los germanos, el Woden inglés, el Wons frisio, etcétera. La versión escandinava tardía es la más conocida: Odín.

Me sorprendí de ver a Everard sorprendido. Bien, evidentemente los informes que había presentado al brazo guardián de la Patrulla eran mucho menos detallados que las notas que reunía para Ganz.

—¿Humm? ¿Odín? Pero tenía un solo ojo, y era el dios jefe, lo que supongo que no eres… ¿O lo eres?

—No. —Qué agradable era recuperar los hábitos de profesor—. Piensas en las Eddas, el Odín vikingo. Pero él pertenece a una era diferente, siglos después y cientos de millas al noroeste.

»Para mis godos, el dios jefe, como tú dices, es Tlwaz. Se remonta directamente al viejo panteón indoeuropeo, junto con los Anses, en oposición a las deidades telúricas aborígenes como los Wanes. Los romanos identificaron a Tiwaz con Marte, porque era el dios de la guerra, pero era también mucho más.

»Los romanos pensaban que Donar, que los escandinavos llamaban Thor, debía ser Júpiter, porque controlaba la meteorología; pero para los godos, era un hijo de Tiwaz. Igual con Wodan, a quien los romanos identificaban con Mercurio.

—Así que la mitología evoluciona con el paso del tiempo, ¿no? —comentó Everard.

—Exacto —dije—. Tiwaz quedó reducido a Tyr de Asgard. De él quedó poco recuerdo, excepto que había perdido una mano atando al Lobo que destruirá el mundo. Sin embargo, tyr como nombre común es sinónimo de «dios» en nórdico antiguo.

»Mientras, Wodan, u Odín, cobró importancia hasta convertirse en el padre del resto. Creo, aunque esto es algo que algún día tendremos que investigar, que se debió a que los escandinavos se volvieron muy guerreros. Un guía de los muertos, que también había adquirido rasgos chamánicos por la influencia finesa, era el culto natural para guerreros aristocráticos; él los llevaba al Valhala. En eso, Odín era más popular en Dinamarca y quizá Suecia. En Noruega y la colonia de Islandia, Thor era más importante.

—Fascinante. —Everard suspiró—. Queda más por saber de lo que cualquiera de nosotros vivirá para aprender… Bien, pero háblame más de la figura de Wodan en la Europa oriental del siglo IV.

—Todavía tiene dos ojos —le expliqué—, pero ya tiene el sombrero, la capa y la lanza, que realmente es un cayado. Es el Errante. Por eso los romanos pensaron que debía ser Mercurio con un nombre diferente, de igual forma que consideraron al griego Hermes. Todo se remonta a las primeras tradiciones indoeuropeas. Se encuentran rastros en la India, Persia y los mitos celtas y eslavos… pero estos últimos son los que tienen registros más pobres. Con el tiempo, mi servicio será…

»Es igual. Wodan—Mercurio—Hermes es el Errante porque es el dios del viento. Eso le lleva a convertirse en el patrón de viajeros y comerciantes. Viajando tanto, debe de haber aprendido mucho, así que también se le asocia con la sabiduría, la poesía… y la magia. Esos atributos se unen a la idea de los muertos cabalgando el viento nocturno… se combinan para convertirlo en el que guía a los muertos hasta el otro mundo.

Everard sopló un anillo de humo. Lo siguió con la mirada, como si encontrase algún símbolo en su agitación.

—Parece que te has asociado con una imagen muy fuerte —dijo en voz baja.

—Sí —admití—. Te repito que no era mi intención. En todo caso, complica exageradamente mi misión. Y claro que tendré cuidado. Pero… es un mito que ya existía. Había incontables historias sobre la aparición de Wodan entre los hombres. Que la mayoría fuesen fábulas, mientras que unas pocas relataban acontecimientos que sucedieron realmente… ¿qué importancia tiene?

Everard chupó con fuerza la pipa.

—No lo sé. A pesar de mi examen de este episodio, en toda su extensión, no lo sé. Quizá nada, ninguna importancia. Y sin embargo he aprendido a tener cuidado con los arquetipos. Tienen más poder del que haya medido ninguna ciencia en la historia. Por eso te he estado preguntado sobre cosas que deberían ser evidentes para mí. En el fondo, no lo son.

Realmente agitó los hombros más que encogerlos.

—Bien—gruñó—, no importa la metafísica. Fijemos un par de detalles y vayamos a buscar a tu mujer y a mi cita para divertirnos.

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