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La noche había caído tarde. La luna, aunque casi llena, seguía oculta. Las estrellas arrojaban su brillo sobre colinas y bosques, donde yacían las sombras. El rocío empezaba a relucir sobre las piedras. El aire estaba frío y quieto excepto por el retumbar de los cascos al galope. Brillaban yelmos y lanzas, elevándose y ocultándose como olas bajo una tormenta.

En el mayor de sus salones, el rey Ermanarico bebía con sus hijos y la mayoría de sus guerreros. Los fuegos ardían, silbaban y chasqueaban en sus fosos. La luz de las lámparas brillaba entre el horno. Cornamentas, pilotes, tapices y tallas parecían moverse frente a las paredes y columnas, como hacía la oscuridad.

En los brazos y alrededor de los cuellos relucía el oro; los vasos entrechocaban y las voces sonaban fuertes. Los esclavos iban de un lado para otro sirviendo. Por encima, las tinieblas fluían sobre las vigas y llenaban el techo.

Ermanarico estaba feliz. Sibicho le daba la lata:

—Señor, no deberíamos entretenernos. Os lo concedo, un ataque directo contra el jefe guerrero de los tervingos sería peligroso, pero podemos empezar inmediatamente a minar sus apoyos en su tribu.

—Mañana, mañana —dijo el rey con impaciencia—. ¿No te cansas nunca de los complots y los trucos? Esta noche pertenece a la apetitosa doncella esclava que compré…

Fuera resonaron los cuernos. Un hombre apareció tambaleándose por la entrada del edificio. Tenía la cara cubierta de sangre.

—Enemigos… ataque… —Un rugido apagó su grito.

—¿A esta hora? —gimió Sibicho—. ¿Y por sorpresa? Deben de haber matado a los caballos para llegar hasta aquí… sí, y deben de haber matado por el camino a todo el que pudiese ir más rápido…

Los hombres saltaron de los bancos y fueron en busca de las cotas y las armas. Como estaban apiladas en la habitación de entrada, ésta se lleno inmediatamente de cuerpos. Se lanzaron juramentos y se levantaron puños. Los guardias que habían permanecido armados se apresuraron a formar una defensa frente al rey y su familia. Ermanarico siempre mantenía a un grupo bien armado.

En el patio, los guerreros reales dieron la vida para que sus compañeros del interior se preparasen. Los recién llegados cayeron sobre ellos en sobrecogedor número. Las hachas tronaban, las espadas chocaban, los cuchillos y las lanzas se hundían. Con la presión, los hombres heridos no se derrumbaban inmediatamente; los que lo hacían no volvían a levantarse.

A la cabeza del asalto, un joven gritó:

—¡Wodan está con nosotros! ¡Wodan, Wodanl. ¡Ahl. —Su espada volaba asesina.

Los defensores equipados apresuradamente se dispusieron a defender la puerta principal. El enorme joven fue el primero en atacarlos. A derecha e izquierda, los que lo seguían embistieron, golpearon, clavaron, patalearon, empujaron, rompieron la línea y pasaron por encima de los restos.

A medida que la vanguardia entraba en la sala principal, los soldados sin armar retrocedían. Los atacantes se detuvieron, jadeando, cuando su líder gritó:

—¡Esperad a los demás!

En el interior se apagó el sonido de la batalla, que proseguía en el exterior.

Ermanarico se sentó en la silla alta y miró por encima de los cascos de sus guardias.

—Hathawulf Taharsmundsson, ¿qué nueva traición planeas? —lanzó al otro lado del salón.

El tervingo levantó en alto la espada chorreante.

—Hemos venido a limpiar la tierra de tu presencia —gritó.

—Ten cuidado. Los dioses odian a los traidores.

—Sí —contestó Solbern a la altura de su hermano—, esta noche Wodan te llevará, a ti que rompes los juramentos, y maldita es la casa a la que De llevará.

Entraron más invasores; Liuderis los dispuso en formación.

—¡Adelante! —rugió Hathawulf.

Ermanarico había estado dando sus propias órdenes. Sus hombres carecían en su mayoría de cascos, cotas, escudos y armas largas. Pero cada uno llevaba al menos un cuchillo. Tampoco los tervingos vestían demasiado hierro. Eran en su mayoría terratenientes, que podían permitirse poco más que una chapa de metal y una cota de cuero endurecido, y que iban a la batalla sólo cuando el rey lo requería. Lo que Ermanarico había reunido eran guerreros de profesión; cualquiera de ellos podía tener una granja, un barco o algo similar, pero ante todo y primero era un guerrero. Habían sido entrenados para atacar junto con sus compañeros.

Los soldados del rey cogieron los caballetes y las tablas que habían sostenido y los usaron para defenderse. Los que tenían hachas y se habían retirado del exterior cortaron garrotes para sus compañeros de los revestimientos y pilares. Además, un cuchillo, una cornamenta cogida de la pared, el extremo de un cuerno para beber, una copa romana rota o una tea eran armas mortales. A medida que el combate era cada vez más cercano —carne contra carne, amigo en el paso de un amigo, empujando, tropezando, llenos de sangre y sudor— las espadas y las hachas resultaban cada vez menos útiles. Las lanzas y los palos eran inútiles, a no ser para los guardias que, desde su posición sobre los bancos junto a la silla alta, podían atacar desde arriba.

De esa forma la lucha se convirtió en desordenada, ciega, tan furibunda como el Lobo desatado.

Pero aun así, Hathawulf, Solbern y sus mejores hombres se abrieron paso, empujando, atacando, talando, cortando, clavando entre gritos y rugidos, golpes y choques, hacia delante, como vientos vivos… hasta que llegaron a su destino.

Allí estaban escudo contra escudo, acero contra acero, ellos y las tropas del rey. Ermanarico no se encontraba al frente, pero con descaro se alzaba sobre el asiento, a la vista de todos, agitando una lanza. A menudo miraba a Hathawulf o Solbern, y cada uno expresaba su odio.

Fue el viejo Liuderis el que rompió la defensa. La sangre le manaba de caderas y brazos, pero el hacha golpeaba de lado a lado; llegó hasta el banco y golpeó el cráneo de Sibicho. Agonizando, pudo decir:

—Una serpiente menos.

Hathawulf y Solbern pasaron sobre su cuerpo. Un hijo de Ermanarico se arrojó frente a su padre. Solbern derribó al muchacho. Hathawulf dio otro golpe. La lanza de Ermanarico se rompió. Hathawulf atacó de nuevo. El rey se retiró contra la pared. El brazo derecho le colgaba medio cortado. Solbern atacó por debajo, a la pierna izquierda, y le cortó los tendones. Ermanarico se derrumbó. Los dos hermanos se acercaron a matar. Sus seguidores luchaban para mantener a raya al resto de la guardia.

Alguien apareció.

La lucha se detuvo como la onda producida cuando una piedra cae al agua. Los hombres estaban boquiabiertos. Por entre las tinieblas inciertas, aún mayor por la cantidad de hombres presentes, apenas podían ver lo que flotaba sobre el trono.

Sobre el esqueleto de un caballo cuyos huesos eran de metal, iba sentado un hombre alto de barba gris. La capa y el sombrero lo ocultaban. En la mano derecha llevaba una lanza. Su punta, por encima de todas las demás armas y destacada contra la noche bajo el techo, se encendió… ¿un cometa, un mensajero de infortunios?

Hathawulf y Solbern bajaron sus armas.

—Antepasado —dijo el mayor al silencio—. ¿Habéis venido en nuestra ayuda?

La respuesta fue profunda, como no podía producirla ninguna garganta humana, fuerte y despiadada.

—Hermanos, vuestro destino está decidido. Recibidlo bien y vuestros nombres vivirán para siempre.

»Ermanarico, todavía no te ha llegado la hora. Envía a tus hombres por detrás y ataca a los tervingos por la espalda.

»Id, todos los que estáis aquí, a donde Weard quiera enviaros.

Se esfumó.

Hathawulf y Solbern estaban atónitos.

Mutilado, sangrando, Ermanarico aún pudo gritar:

—¡Obedeced! Aguantad los que estáis contra el enemigo. El resto coged la puerta de atrás, dad la vuelta. ¡Obedeced las palabras de Wodanl.

Sus guardaespaldas fueron los primeros en comprender. Rugieron de alegría y cayeron sobre los enemigo. Éstos retrocedieron, horrorizados, hacia la renovada confusión. Solbern permaneció en su lugar, caído bajo el trono, sobre un charco de sangre.


Los hombres del rey salieron en torrente por la pequeña salida. Corrieron apresurados a la parte delantera. La mayoría de los tervingos habían entrado. Los greutungos eran mayoría en el patio. A falta de mejor arma, arrancaron las piedras del suelo y las lanzaron. La luna que salía daba luz suficiente.

Aullando, los guerreros retomaron la sala de entrada. Se equiparon y cayeron sobre los invasores por ambos lados.

Terrible fue la batalla. Sabiendo que iban a morir pasase lo que pasase, los tervingos lucharon hasta caer. Hathawulf por sí solo acumuló una muralla de muertos frente a él. Cuando cayó, pocos quedaban para alegrarse.

El mismo rey no hubiese estado entre ellos si uno de sus súbditos no se hubiese apresurado a curar sus heridas. De esa guisa, lo sacaron, apenas consciente, del salón donde ya no quedaban sino los muertos.

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