Capitulo 2

Meredith alzó la barbilla, desafiante, e intentó mantener la compostura.

– No estás en posición de amenazarme. En cuanto pase la tormenta, llamaré al sheriff para que te meta en una celda.

Griffin maldijo y tiró de las cuerdas, pero los nudos parecían bastante firmes. Al parecer, las clases que le había dado su padre en el barco pesquero habían servido de algo.

Cuando el enfado del pirata comenzó a desvanecerse, se acercó al sofá, lo miró y dijo:

– Si no te hubieras emborrachado y salido en mitad de un huracán, no te habría pasado esto. Amenazar con matarme no te va a servir de nada.

Él apretó los dientes.

– No te mataría. No sería capaz de matar a una mujer, aunque sea una arpía lunática. Y no estoy borracho, por cierto. Se necesita algo más que un dedo de ron para emborracharme.

– Entonces, ¿por qué saliste en mitad de un huracán?

– Yo no salí a ninguna parte. El cielo estaba totalmente despejado cuando caí por la borda -respondió, frunciendo el ceño-. Pero no recuerdo cómo acabé en el agua.

– ¿Me estás diciendo que te caíste de un barco? -Preguntó Meredith-. ¿Dónde?

– Nos dirigíamos a Bath Town y estábamos a punto de echar el ancla en la cala de Oíd Town Creek. Por eso tienes que desatarme, muchacha. Tengo que entregar la bolsa antes de que la echen de menos.

Meredith movió la cabeza en gesto negativo y pensó que el golpe le había afectado. Bath estaba a más de sesenta millas náuticas, en Bath Creek; no en Old Town Creek, como lo había llamado: ése era el nombre que había tenido en tiempos de la colonia.

Además, para acabar en su playa habría tenido que flotar hasta el río Pamlico y cruzar Pamlico Sound en mitad de un huracán, lo cual resultaba absolutamente imposible si no llevaba un chaleco salvavidas. Pero a pesar-de ello, decidió comportarse como si hubiera creído su historia. De ese modo, tal vez podría sonsacarle más información.

– ¿A qué bolsa te refieres?

– A la que está en mi chaleco -dijo, bajando la mirada-. ¿Pero dónde está mi chaleco?

Meredith dio la vuelta al sofá y recogió la prenda. Se lo había quitado justo antes de tumbarlo.

– Aquí no hay ninguna bolsa. Supongo que debiste perderla cuando caíste por la borda… si es que te caíste realmente de un barco, cosa que dudo.

– Eso no puede ser. Tengo que encontrarla -dijo con desesperación-. Tienes que encontrarla… Si descubre que se ha perdido, no descansará hasta averiguar quién es el culpable. Y cuando vea que no estoy, lo sabrá.

Ella negó con la cabeza.

– No pienso volver afuera. Además, has podido perderla en cualquier parte. Podría estar flotando en el Sound.

Él la miró con sus intensos ojos azules y dijo:

– Toma mi mano.

– No.

– Toma mi mano -repitió.

Su voz era tan seductora y persuasiva, que la determinación de Meredith flaqueó. Además, seguía atado y no tenía posibilidad alguna de soltarse.

Temerosa, avanzó hacia él e hizo lo que le había pedido. Su mano era cálida y fuerte, tanto que se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había sentido el contacto de un hombre. Pero sus recuerdos se desvanecieron ante la mirada del pirata. Su inmenso atractivo y su magnetismo hacían que perdiera la cabeza.

– Te juro por mi vida que no te miento -declaró él con suavidad-. Y te ruego que encuentres esa bolsa antes de que sea demasiado tarde.

Hipnotizada por su mirada, Meredith asintió. Parecía tan sincero, que se dijo que aquella bolsa debía contener algo realmente importante.

– De acuerdo -dijo, suspirando-. Saldré a buscarla. Pero, ¿qué aspecto tiene?

– Es de cuero, del tamaño de un libro pequeño, y está envuelta con un trozo de lona.

– Si hago lo que me pides, tendrás que prometerme que te portarás bien hasta que llegue el sheriff.

– Está bien, lo haré.

El viento ya no soplaba con tanta fuerza, pero la lluvia le golpeó la cara cuando salió de la casa. Se alejó, alzó la lámpara y miró hacia el lugar donde había encontrado al pirata. No tardó en distinguir un pequeño objeto sobre la arena. Era exactamente como lo había descrito: una bolsa de cuero envuelta en tela de lona.

Se la guardó en un bolsillo y regresó a la casa.

– La tormenta está pasando -dijo al entrar.

Entonces, se detuvo. Griffin estaba sentado en el borde del sofá, deshaciendo los nudos de sus piernas.

– No te molestes con el cuchillo -dijo él, sonriendo-. Si intentaras atacarme, te desarmaría en un abrir y cerrar de ojos.

– Me has engañado…

Meredith apretó la espalda contra la puerta, dispuesta a huir a la menor oportunidad.

– Siempre conviene que el enemigo crea que tiene un as en la manga. Hace que esté menos atento -declaró él-. Y no me mires con esa cara de susto, chica. Te he prometido que no te haría daño y soy hombre de palabra.

– Esa bolsa no te importa, ¿verdad? Me has mentido para conseguir que saliera de la casa.

Él se puso de pie y comprobó el estado de su rodilla herida. Hasta ese momento, Meredith no había sido totalmente consciente de lo alto que era. Medía alrededor de un metro ochenta y cinco y poseía un cuerpo delgado y atlético. De anchos hombros, resultaba un hombre tan atractivo como peligroso; pero, por alguna razón, sabía que podía confiar en él. Se notaba que tenía un gran sentido del honor.

– Te equivocas. Habría arriesgado la vida por recuperar esa bolsa -comentó él, extendiendo una mano-. Dámela.

Ella se negó.

– Si quieres, puedes ver su contenido.

Meredith desenvolvió la bolsa, la abrió y extrajo un libro pequeño, de pastas de cuero, y un manojo de cartas que parecían haber estado unidas con un sello de cera. Para su sorpresa, todas estaban secas.

Abrió el libro y dijo-.

– Parece una especie de viejo diario. O más bien el cuaderno de bitácora de un barco… Dios mío, debe de ser tan antiguo como valioso. No me extraña que estuvieras preocupado.

Él frunció el ceño.

– ¿Antiguo?

Ella asintió mientras lo leía.

– ¿De qué época es?

– ¿De qué época? -preguntó él-. De ésta, claro está.

– Venga… ¿en qué año fue escrito?

– Empieza hace un año, en 1717. Supongo que tendré que confiar en ti, aunque no sé por qué. Lo que tienes entre manos es justo la prueba que necesito contra el diablo en persona.

– ¿Contra el diablo?

– Sí. El pirata Barbanegra.

Meredith se quedó boquiabierta y volvió a mirar el libro con más atención. Estaba lleno de comentarios sobre posiciones náuticas y condiciones climatológicas, todas ellas escritas con los giros y usos habituales del siglo XVIII. Reconoció varias listas de lo que parecían ser botines capturados, y también muchos nombres: Israel Hands, el segundo de a bordo; Gibbens, el contramaestre; Miller, el intendente; Curtice, Jackson y muchos más.

– ¿Me estás diciendo que éste es el diario de Edward Teach?

Él asintió.

– En efecto. Y esas cartas demuestran que está asociado con Edén, el gobernador de Carolina del Norte. Los robé del camarote de Teach. Debía llevárselos al hombre de Spotswood esta noche y volver de nuevo al Adventure antes de que levara anclas. Es la prueba que necesito para acabar con ese pirata. Lo colgarán por esto.

Meredith negó con la cabeza y alzó una mano como para detenerlo.

– Espera un momento. ¿Quién ha organizado todo esto? Seguro que ha sido Katherine Conrad, ¿verdad? Haría lo que fuera para impedir que obtenga la beca Sullivan. Cree que la nombrarán jefa de departamento cuando se retire el doctor Moore, pero me nombrarán a mí. ¿Cuánto te ha pagado?

Griffin arqueó una ceja y la miró como si hubiera perdido la cabeza, pero se limitó a encogerse de hombros.

– Nadie me ha pagado nada.

Meredith cerró los ojos e intentó poner en orden sus pensamientos. No podía negar que las cartas y el libro eran los originales. Había visto documentos similares en los museos y además era una especialista en la vida de Barbanegra. O eran los auténticos o alguien había invertido mucho tiempo y dinero en conseguir imitaciones perfectas.

Por otra parte, siempre se había rumoreado que Barbanegra llevaba un diario y que guardaba cartas que demostraban su asociación con Charles Edén, gobernador de Carolina del Norte, quien lo protegía a cambio de un porcentaje de los botines. Pero todo se había perdido. Y si aquel hombre decía la verdad, ahora estaba en sus manos.

Sin embargo, el asunto: no era tan sencillo. Si el libro y las cartas eran auténticas, también lo era la historia de Griffin Rourke. Y no podía creer que hubiera viajado en el tiempo para presentarse en su casa.

– No es verdad, es imposible. Es una imitación y tú eres un impostor -declaró ella.

– Cree lo que quieras creer. No me importa -dijo él-. ¿Tienes un caballo?

– Estamos en la isla de Ocracoke. ¿Para qué te serviría un caballo?

Griffin abrió la boca para responder, pero la miró con condescendencia y no lo hizo. Meredith supo por qué: no creía que estuvieran realmente en la isla.

– Deja de mirarme de ese modo -protestó.

– ¿De qué modo?

– Como si no creyeras lo que te digo. Y por favor, dime quién eres realmente.

– Ya te lo he dicho, muchacha. ¿Quieres que te lo vuelva a decir?

– ¡Basta!

Él rió y negó con la cabeza.

– Está bien, Merrie -dijo, llamándola por su diminutivo-. Creeré lo que quieras que crea siempre y cuando me consigas un buen caballo y olvides que me has visto.

Meredith se aproximó lentamente a él y se sentó en el sofá.

– No estás mintiendo, ¿verdad?

– No.

– Oh, Dios mío, me voy a volver loca… Este huracán me ha sacado de quicio. No es posible. Tu historia no es posible. Debo de estar soñando… es la única explicación.

– El caballo. Necesito un caballo -dijo él, mirándola.

Merrie apartó la mirada e intentó tranquilizarse un poco.

– Griffin, quiero que me escuches detenidamente y que contestes con sinceridad. ¿Te consideras un hombre de mente abierta?

Griffin se acercó y la tomó por la barbilla, con suavidad. Ella se estremeció. Su contacto no la asustaba. Bien al contrario, la tranquilizó de inmediato.

– No te comprendo -dijo, frunciendo el ceño con preocupación-. ¿Qué significa de mente abierta?

– Un librepensador. ¿Te consideras un librepensador?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y qué me dices de la ciencia? ¿Piensas que hay muchas cosas que desconocemos y que sólo podrán ser descubiertas en generaciones futuras?

Él asintió con solemnidad.

– Sin duda. Estoy de acuerdo con esa teoría.

Meredith tomó aire y siguió hablando.

– Entonces quiero que consideres la posibilidad de que tú no pertenezcas a este lugar, de que hayas… no puedo creer lo que voy a decir, pero tengo que decirlo. En fin, quiero que consideres la posibilidad de que hayas viajado en el tiempo, por así decirlo.

Griffin asintió con indulgencia, recogió sus botas y comenzó a ponérselas.

– Por supuesto, Merrie. Es una idea muy interesante. Eres una jovencita muy inteligente.

– No estoy loca, Griffin, así que no me trates como si lo estuviera. Hablo en serio.

Griffin rió mientras terminaba de ponerse las botas y alcanzaba el chaleco.


– De eso no tengo ninguna duda, pero ahora tengo que marcharme.

– No puedes salir de aquí -dijo ella, tornándolo de la mano.

Él la tomó de los hombros y murmuró:

– La tormenta casi ha pasado. No te preocupes, estaré bien. Me he enfrentado a situaciones mucho peores y he vivido para contarlo.

Merrie lo miró y se preguntó cómo podía convencerlo de que estaba diciendo la verdad, de que había viajado en el tiempo y de que ahora se encontraba nada más y nada menos que en el siglo XX.

– Me has salvado la vida, Merrie, y no lo olvidaré nunca.

Entonces, él se inclinó sobre ella y la besó suavemente en la mejilla. El contacto de sus labios bastó para que Meredith se estremeciera de deseo. Sintió que las piernas se le doblaban y quiso llevar las manos al pecho del hombre, pero él ya se había alejado y se dirigía hacia la puerta.

– ¡Espera! -gritó-. Quiero enseñarte algo antes de que te marches.

Él sonrió de forma forzada y volvió al sofá.

– ¿De qué se trata?

Meredith comenzó a buscar a su alrededor, intentando encontrar algo que demostrara sus palabras. SÍ la electricidad no hubiera estado cortada, podría habérselo demostrado enseñándole la televisión, el microondas o simplemente las bombillas.

Entonces reparó en la crema de afeitar. Era un aerosol, así que le pidió que extendiera una mano y le echó crema en la palma.

– ¿Qué es esto? -preguntó él.

– Crema de afeitar. Lo llamamos aerosol, Griffin. Mira el bote… ¿cómo crees que puede caber tanta crema en un bote tan pequeño? ¿Hay algo parecido en el lugar del que procedes?

Él retrocedió con expresión recelosa, pero ella lo siguió y recogió una linterna que había dejado en el salón. Después, la encendió e iluminó sus ojos.

– ¿Qué es esto, Griffin? Pulso un botón y se enciende. Como ves, ni siquiera hay llama… en tu época todavía no conocíais la electricidad. Benjamin Franklin sólo era un niño entonces.

– Maldita sea, eres una bruja… Ella le tomó de las manos.

– Mírame, fíjate en la ropa que llevo. ¿Habías visto algo parecido? Me llamo Meredith Elizabeth Abbott y nací el 19 de marzo de 1968. Mil novecientos sesenta y ocho – repitió, despacio-, casi trescientos años después que tú. Ahí afuera hay todo un mundo nuevo, con automóviles y aviones y ordenadores. Nosotros ni siquiera pertenecemos ya a Gran Bretaña. Ahora somos un país independiente. Griffin… hace veinte años, el hombre llegó a la Luna. "Griffin se apartó y caminó hacia la salida.

– Te aseguro que no le contaré a nadie lo que me has dicho -dijo él-. Si lo hiciera, podrían quemarte por herejía.

– Griffin, por favor, no salgas. No hasta que comprendas lo que te espera. No hasta que me creas.

Sus miradas se encontraron durante un momento y ella supo que no la creía. Después, él cerró la puerta y se marchó.

Meredith se quedó helada, preguntándose qué podría haberle dicho para que la creyera; pero se dijo que tendría que descubrirlo él mismo. Además, sabía que no podría llegar muy lejos. Estaban en una isla muy pequeña y los transbordadores no saldrían hasta que mejorara el tiempo. Sólo podía hacer una cosa: esperar a que regresara.

Cansada, se frotó los ojos. Eran las tres de la madrugada y tenía sueño, así que se dirigió a su dormitorio, se metió en la cama e intentó tranquilizarse:'Tardó un rato en conseguirlo, pero por fin se durmió.

En algún momento de la mañana, poco después del amanecer, se despertó sobresaltada. Echó un vistazo a su alrededor, confundida, pero el suave sonido de las olas y el canto de los pájaros bastó para que supiera que la tormenta había pasado.

Entonces recordó al hombre de cabello largo y perfil perfecto que Vestía como un pirata. Gimió, se abrazó a la almohada y pensó que había estado soñando otra vez, aunque el sueño hubiera sido más real que nunca.

– Duérmete -murmuró-. Estás en casa, a salvo.

La luz del mediodía se colaba a través de las cortinas de la ventana del dormitorio. Meredith abrió los ojos, bostezó y extendió los brazos para estirarse; pero en lugar de sentir el colchón, uno de sus brazos chocó con algo cálido, duro y musculoso. Era la pierna de un hombre.

Merrie gritó, pero alguien le tapó la boca.

– No grites, soy yo…

Ella miró sus ojos azules y no pudo creerlo. No había sido un sueño. Estaba allí, con gesto de cansancio, sentado en el borde de la cama.

Cuando apartó la mano de su boca, presunto:

– ¿Griffin? ¿Eres tú? Griffín la miró, confuso.

– Te creo.

Él se echó, pasó los brazos alrededor de su cintura y apoyó la cabeza en su regazo antes de cerrar los hombros.

– Te creo -repitió con suavidad-. Ahora, encuentra una forma de devolverme a mi época.

Meredith le acarició el cabello para animarlo; era largo y suave como la seda. Después, posó la mano en su frente y la dejó allí, disfrutando del cálido contacto de su piel.

– Debería haberte creído, pero pensé que habías perdido el juicio -continuó él-. Y ahora empiezo a creer que soy yo quien está loco.

– Sé cómo te sientes. Créeme, lo sé. Pero no hay otra explicación.

Meredith estaba tan confusa como él. No había sido un sueño. Estaba allí, era real y se encontraba atrapado en una época a la que no pertenecía. Por increíble e irracional que fuera, el destino o la naturaleza o alguna fuerza mayor que ambos lo había arrastrado a través de los siglos hasta Ocracoke, hasta ella. Y aunque no estaba acostumbrada a encontrarse en situaciones tan íntimas con un hombre, no sintió ningún miedo.

Sabía que no estaba allí para seducirla y sabía que lo único que sentía Griffin en ese momento era miedo. Se aferraba a ella, apretando la cara contra su cuerpo, como si fuera la única persona familiar en el mundo. Le parecía extraño que un hombre tan fuerte y fiero pudiera demostrar tal vulnerabilidad.

Lo acarició de nuevo. Tocarlo era algo natural, casi como si se conocieran desde siempre.

– ¿Por qué estoy aquí? -preguntó él.

– No lo sé -respondió ella.

Meredith intentó encontrar alguna explicación, la que fuera. Y entonces sintió una intensa punzada en el estómago que la obligó a tumbarse de nuevo y a quedarse mirando el techo del dormitorio.

Cabía la posibilidad de que no hubiera sido cosa del destino, sino culpa suya; a fin de cuentas se pasaba la vida tan envuelta en fantasías de piratas, que aquello no parecía casual. Pero, por otra parte, eso no significaba en modo alguno que hubiera sacado a aquel hombre de su tiempo y lo hubiera llevado, por caminos incomprensibles, al siglo XX.

Aunque todas las explicaciones le parecían irracionales, había una que tenía cierta lógica. Tal vez estaba allí por razones profesionales, tal vez lo había atraído para que la ayudara con el libro sobre Barbanegra. Griffin y ella tenían una cosa en común: ambos habían estado espiando, o estudiando, al famoso pirata.

En cualquier caso, no supo qué decir.

– Nunca había visto nada parecido – murmuró él.

Merrie se estremeció. Griffin acababa de cambiar de posición y casi estaba rozando uno de sus senos de forma inadvertida.

– ¿A qué te refieres? -preguntó ella, sin aliento.

– En realidad no lo sé. Era como un carruaje pero sin caballos, que se movía solo. Lo miré con detenimiento por si tenía velas, pero no las tenía.

– Ah, eso es un automóvil. Henri Ford los popularizó en 1903 y funcionan con un motor, aunque no podría explicarte cómo. La mecánica de un coche es un secreto para la mayoría de las personas.

– ¿Has montado alguna vez en un carruaje como ése?

– Tengo uno, pero lo dejo en el continente cuando estoy en la isla. Casi todo el mundo tiene coche en Estados Unidos. Hay poco transporte público y en algunas partes del país las carreteras tienen seis carriles y los coches van a toda velocidad.

– ¿A cuánta velocidad?

– El límite autorizado está en cien kilómetros por hora.

Griffin frunció el ceño con incredulidad.

– ¿Y eso no es peligroso para la gente? ¿Esa velocidad no les arranca los pulmones?

– No, en absoluto. De hecho, tenemos aviones que… bueno, es igual, olvídalo.

Meredith prefirió no seguir agobiándolo con información innecesaria.

– Yo no pertenezco a este tiempo -dijo él, sentándose en la cama. Ella asintió.

– Lo sé.

– Tengo que volver y terminar lo que empecé.

– ¿Tienes algo contra Barbanegra?

– Juré sobre la tumba de mi padre que vengaría su muerte. Teach nos asaltó a mi padre y a mí, y quiero que pague por ese crimen y por muchos otros.

– ¿Cómo vas a hacerlo?

– Estoy enrolado en su barco, el Adventure. Digamos que soy una especie de espía… trabajo para Spotswood, el gobernador de Virginia, quien también está decidido a acabar con Barbanegra -explicó-. Esa bolsa contiene las pruebas que necesitamos para denunciar a Teach y conseguir que lo detengan y encierren. Lo colgarán por sus delitos. Y yo estaré allí para verlo.

– Bueno, yo sé algo sobre la vida de Barbanegra.

Meredith no quiso decirle todo lo que sabía. Si su propia conexión con la historia de Barbanegra estaba de algún modo relacionada con la aparición de Griffin en el siglo XX, no podía arriesgarse a hablar demasiado.

– Enseño historia en la Universidad de William y Mary -continuó ella-. Se me considera una experta en historia naval estadounidense.

– ¿Enseñas en la William y Mary? Ella cruzó las piernas y lo miró.

– Sí, yo, una mujer. En esta época, los hombres y las mujeres tenemos los mismos derechos, las mismas oportunidades educativas y podemos acceder a los mismos trabajos. Yo soy licenciada en Historia.

– Pero William y Mary es para hombres, no para mujeres…

Meredith sonrió.

– No, ya no.

– Entonces, ¿qué sabes de Teach? Ella sonrió.

– Que fue uno de los piratas más importantes de todos los tiempos. Todo el mundo ha oído hablar de Barbanegra.

– ¿Y vivió mucho tiempo?

– Falleció el viernes veintidós de noviembre de 1718, cuando dos barcos capitaneados por el teniente de navío Robert Maynard, que actuaba bajo las órdenes de Alexander Spotswood, gobernador de Virginia, lo atacaron en Ocracoke. La batalla se desarrolló justo aquí, en las aguas que se encuentran tras la parte trasera de la casa.

Griffin se tumbó y se tapó los ojos con un brazo.

– Magnífico. En tal caso, se hará de todas formas, conmigo o sin mí. La muerte de mi padre será vengada.

Meredith se mordió el labio inferior y se estremeció.

– Yo no estaría tan segura de eso. Él volvió a incorporarse.

– Explícate, por favor.

– Sólo es una teoría, pero imaginemos que el tiempo sea como una pared que se va elevando poco a poco, ladrillo a ladrillo, pero sin cemento. Si se quita uno de los ladrillos, la pared puede caerse. Todo dependería de la importancia que tenga en la estructura general -explicó ella-. Pues bien, tú podrías ser algo así como un ladrillo en la vida de Barbanegra. Si no estás en tu época, cabe la posibilidad de que su pared no se caiga.

– No lo entiendo. Tenéis automóviles que viajan muy deprisa, dices que habéis enviado hombres a la Luna… y sin embargo, ¿no tenéis una máquina que me pueda devolver a mi tiempo?

Meredith no dijo nada.

– Hay algún medio, ¿verdad? -insistió él.

– Griffin, podemos cruzar el Atlántico en unas pocas horas con un avión supersónico, pero me temo que todavía no hemos inventado una máquina del tiempo. Ahora bien, eso no significa que no exista un medio. Si conseguimos averiguar cómo has llegado al siglo XX, tal vez podamos encontrar la forma de devolverte a tu época.

– No tenemos mucho tiempo, Merrie – dijo, cansado.

– No, ya lo sé.

Meredith extendió un bra2o, lo acarició en la mejilla y sonrió. Él se acercó y se abrazaron con fuerza.

Estuvieron así un buen /ato, consolándose mutuamente. Meredith se preguntó cómo era posible que hubiera desarrollado tal afecto por Griffin en tan poco tiempo. Tal vez se debía a que se sentía culpable de lo sucedido. O tal vez había algo más. Pero fuera lo que fuera, tenía que ayudarlo. Se lo debía.

– Todo saldrá bien, ya lo verás -dijo Merrie.

Lentamente, Griffin la arrastró y los dos se tumbaron en la cama, pegados el uno al otro, Meredith se quedó muy quieta, con miedo de moverse, preguntándose por lo que iba a suceder. Sin embargo, él se durmió al cabo de unos minutos y ella pensó que había sido una tonta al pensar que podía desearla; sólo era un hombre confuso, perdido, que necesitaba el cariño y el apoyo de otro ser humano. Y ella estaba dispuesto a dárselos, a estar a su lado, hasta que llegara la hora de las despedidas.

Apretada contra él y mientras el sueño la vencía, comprendió que despedirse de un hombre como Griffin Rourke iba a resultar más difícil de lo que había imaginado.

Griffin estaba de pie en la playa, frente a la casa, mirando el mar. La misma brisa que adornaba de blanco las olas arrastraba también un puñado de nubes. Si contemplaba el mar durante el tiempo suficiente, podría olvidar que no estaba en su época. Podría creer que estaba en casa.

Aquel mar lo había sacado de su tiempo por motivos que no alcanzaba a comprender. Sintió la tentación de adentrarse en él, dejar que el agua inundara sus pulmones y que la corriente se llevara su cuerpo. Pero no sabía si eso lo devolvería a su mundo.

No era la primera vez que deseaba morir. Ya lo había deseado cuando unas fiebres se llevaron a Jane y al niño mientras él estaba embarcado. Entonces se dio a la bebida para apagar su dolor, pero tras la muerte de su padre, la necesidad de vengarse le sirvió de aliento.

Sus amigos le dijeron que espiar en al barco de Teach era un suicidio; sin embargo, a él no le preocupaba. Mucho más desgarrador era aquel extraño exilio en un mundo extraño, casi un infierno, donde se sentía impotente y donde no podría completar su plan.

Pero en el infierno había encontrado a un ángel, Merrie, su guardián y salvadora. Era una mujer excepcional, aunque supuso que tal vez no lo sería tanto en su época.


No se podía decir que-fuera particularmente bella en relación con los gustos del siglo XVIII, pero era esbelta y tenía cierto exotismo. Le encantaba su cabello y aquella piel clara, como de porcelana, libre de cualquier huella de envejecimiento o enfermedad.

Además, Merrie poseía muchas virtudes al margen de su belleza. Era una chica rápida e inteligente, educada, independiente y con dominio de la palabra. Tal vez no fuera del tipo de mujer con quienes se casaban los hombres de su época, pero sin duda alguna era de la clase de mujeres con quienes les gustaba hablar y divertirse.

Sin poder evitarlo, pensó en el contacto de su cuerpo. No había mantenido relaciones con una mujer desde hacía un año, sin contar aquel extraño salto en el tiempo. Tras la muerte de Jane, había empezado a beber y a acostarse con prácticamente cualquier cosa cálida y dispuesta; pero después, cuando consiguió recuperarse, se impuso una especie de celibato que había mantenido a rajatabla.

Sin embargo, deseaba a su ángel guardián, a Merrie. Y el hecho de que le pareciera un ángel caído, no alteraba aquello en absoluto. Le habría gustado creer que era pura y virginal, pero pensaba que no lo era; como hombre del siglo XVIII, sólo podía encontrar una explicación a su existencia solitaria en aquella isla: que la sociedad la hubiera condenado y expulsado por alguna razón. Seguramente por un hombre que había abusado de ella y que después la había abandonado.

Griffin se sentó en la arena de la playa y se dijo que podía hacerle un favor a cambio de haberle salvado la vida. Podía batirse en duelo con aquel individuo. No en vano, era un magnifico tirador y manejaba la espada con gran destreza.

Segundos después, notó una mano en su hombro. Era Merrie, que sonreía.

– Me preguntaba si tendrías hambre… ya hay electricidad, así que podría preparar algo. No has comido nada desde que llegaste.

Él dio un golpecito en la arena, a su lado, para que se sentara con él. Y Meredith lo hizo.

– He notado que eres mujer de pocas palabras, Merrie. Pero quiero preguntarte algo.

– Adelante -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Pero ya te he dicho todo lo que sé sobre automóviles…

– No se trata de eso. Quiero saber si lo que te trajo a este lugar fue un hombre.

Meredith frunció el ceño.

– No. Fue un transbordador:

Griffin pensó que Merrie no había entendido lo que quería decir, así que decidió cambiar de estrategia.

– ¿Crees que es mejor que me marche, antes de que mi presencia comience a desatar habladurías? Me has ayudado y no querría causar daño alguno a tu reputación.

– No tienes que marcharte. Puedes quedarte aquí hasta que encontremos; la forma de solucionar este asunto.

– ¿Y eso es todo? ¿Vas a permitir que viva en la casa? ¿Contigo?

– Griffin, somos personas adultas y no tenemos que dar explicaciones a nadie.

Griffin malinterpretó a Meredith. Con sus códigos culturales, su respuesta sólo podía significar que estaba dispuesta a entregarse a él. Aquello hizo que la deseara con más fuerza, pero se contuvo. Le había salvado la vida y no estaba dispuesto a rendirse a sus instintos.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó él.

– Veintiocho, casi veintinueve.

– ¿Y no estás casada?

– No. Todavía soy demasiado joven. Además, he estado muy ocupada con mi trabajo.


– Entonces, ¿tienes un protector, un benefactor que cuida de ti?

– ¿Qué? Claro que no. Sé cuidar de mí misma.

Griffin cada vez estaba más confundido.

– ¿Y la gente del pueblo te respeta a pesar de eso y de que invitas a hombres a quedarse en tu casa?

– Si vas a seguir mucho tiempo en esta época, será mejor que te dé un consejo. Tranquilízate y tómatelo con calma. El mundo ha cambiado mucho desde el siglo XVIII. Muchísimo. Si quisieras, hasta podrías disfrazarte de mujer y pasearte por la calle principal sin que nadie te dijera nada. Seguramente, ni te mirarían.

– ¿Y por qué querría disfrazarme de mujer?

– No lo sé, pero lo importante es que podrías hacerlo y que nadie te detendría por ello. De hecho, es posible que lo encontraran divertido.

– Entonces, ¿en tu mundo no hay ningún hombre que quisiera batirse en duelo conmigo por tu honor?

– ¿Batirse en duelo?

– Sí.

Meredith se levantó. Estaba a punto de estallar en carcajadas.

– Gracias por la oferta, pero en este momento no se me ocurre a quién podrías matar por mí.

Griffin la siguió y la tomó de la mano.

– Si no hay nadie a quien matar… ¿qué hacemos ahora? -preguntó él.

– En cuanto funcione el teléfono, llamaré a Kelsey. Es una amiga mía, una profesora de la universidad.

– ¿Es médico?

– No, es física. Estudia electrónica, gravedad y un montón de cosas que yo no entiendo. Si no sabe nada sobre viajes en el tiempo, seguro que conoce a alguien que sí.

– En ese caso, será mejor que salgamos ya. ¿Cómo iremos? ¿Por tierra o por mar? ¿La universidad sigue estando donde estaba? Si es así, por mar sería más rápido… si los vientos nos son propicios, estaríamos allí dentro de una semana.

– Sí, sigue estando en Williamsburg, pero no tenemos que ir. Nos limitaremos a llamarla… por teléfono -dijo Merrie, a sabiendas de que no la entendería-. Mira, vamos a comer algo y te explicaré lo del teléfono mientras comemos. Después, iré al pueblo y te compraré ropa. Si vas a estar por ahí de día, será lo mejor.

– ¿Qué tiene de malo mi ropa?

– Que no está precisamente de moda.

– Pues no pienso vestirme de mujer. Me niego.

Merrie rió. Y fue una risa tan cálida y musical, que Griffin se estremeció, encantado.

– Tranquilízate. Los hombres del siglo XX no suelen vestirse de mujer. Pueden hacerlo si quieren, pero no es lo más habitual.

– Menos mal, porque yo no quiero hacerlo -insistió.

Ella sonrió con ironía.

– Te aseguro que no lo he dudado en ningún momento, Griffin Rourke.

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