Capitulo 6

– ¡No quiero que me pongan sanguijuelas!

Meredith miró a Griffin, que estaba sentado en el consultorio del doctor Kincaid. La enfermera había aparecido unos minutos antes y le había ordenado que se quitara la camisa, no sin antes dedicarle una mirada de evidente deseo y ponerle un termómetro en la boca.

Ahora estaban solos de nuevo. Meredith, con la irresistible visión del pecho desnudo de Griffin; y Griffin, con un nerviosismo que indicaba claramente su desconfianza hacia los médicos. Era obvio que no confiaba en los matasanos de su época.

– Vuelve a ponerte el termómetro en la boca -ordenó ella.

– Ya, bueno. ¿Y qué hay de las sanguijuelas?

– ¿Has visto alguna sanguijuela por aquí? -preguntó, impaciente-. Olvídate de eso.

Merrie pensó que la iba a volver loca. Llevaba varios días tosiendo y estornudando. Era obvio que se había acatarrado por culpa de sus chapuzones en Bath, pero a pesar de ello se había resistido a ir médico e insistía en no tomar más medicina que el whisky.

A regañadientes, Griffin obedeció y devolvió el termómetro a su boca.

– De acuerdo, no hay sanguijuelas. Entonces me sangrarán, seguro -dijo, pronunciando con dificultad-. Lo único que saben hacer los médicos es abrir en canal a la gente.

– Tranquilízate, te prometo que este médico no intentará abrirte en canal. Sólo te dará una medicina contra el catarro.

– Pero si no estoy acatarrado…

– Por supuesto que sí.

– De todas formas, conozco un medio infalible para curar los catarros: una cataplasma de mostaza y unos cuantos tragos de whisky.

– Eso puede servir para un catarro normal, pero si tienes alguna infección será mejor que tomes antibióticos.

– ¿Antibióticos? ¿Qué es eso?

– Nada, olvídalo. Pero no vuelvas a mencionar las sanguijuelas y deja que responda a las preguntas del médico.

– Puedo responder yo mismo.

Meredith quiso discutírselo, pero la puerta del consultorio se abrió y apareció el médico en persona. O casi.

– Hola, soy la doctora Susan McMillan. El doctor Kincaid está de vacaciones y lo estoy supliendo… Normalmente trabajo en la clínica de Kitty Hawk.

Griffin miró a Merrie con asombro. Evidentemente, la idea de ponerse en manos de una mujer no le agradaba demasiado.

– Bueno, ¿qué le sucede, señor Rourke?

– Llámame Griffin. O Griff, si lo prefieres -respondió con una sonrisa.

La doctora parpadeó con sorpresa. Por lo visto no era inmune a los encantos de Griffin, pero no esperaba esa actitud.

– Muy bien, Griff. ¿Cuál es el problema?

– Que no quiero estar aquí. Merrie cree que estoy enfermo, pero como ves, me encuentro perfectamente bien.

– Lleva tosiendo una semana -explicó

Merrie-. Y desde hace tres días, tiene fiebre.

La doctora se aproximó a Griffin, lo tocó

Y dijo-

– Sí, su temperatura es elevada. Después, tomó el estetoscopio y lo plantó en el pecho del hombre.

– Respira profundamente…

Griffin obedeció y respiró profundamente. Mientras la doctora lo auscultaba, Meredith empezó a preocuparse. Cabía la posibilidad de que fuera algo más que un simple catarro. Incluso cabía la posibilidad de que su organismo no resistiera las enfermedades del siglo XX.

Un par de minutos más tarde, Susan McMillan sacó una palita de madera y dijo:

– Abre la boca.

– ¿Pretendes que me coma eso?-preguntó Griffin.

– Abré la boca…

Griffin lo hizo, pero a regañadientes.

– Ábrela más. Sé que a algunas personas les disgustan mucho estas cosas, pero necesito ver cómo está tu garganta.

Cuando terminó de examinarlo, la doctora se sentó detrás de su mesa, tomó algunas notas y acto seguido miró a Griffin.

– Voy a recetarte antibióticos. Eso debería ser suficiente, pero si sigues igual, tendré que hacerte más pruebas. De momento te voy a poner una inyección y luego tendrás que tomar pastillas durante diez días.

Vuelvo enseguida.

Meredith se estremeció. Si Griffin se enfadaba con una simple palita de madera, no quería ni pensar en cuál sería su reacción ante una jeringuilla y una aguja.

– ¿Qué va a hacer? ¿Me va a sangrar? Meredith hizo caso omiso de la pregunta.

– Griff, no está bien que coquetees con ella. Puede que en tu época fuera normal, pero en este siglo no está bien visto que los pacientes hagan ciertas cosas con sus médicos.

– Yo diría que estás celosa… -bromeó.

– No estoy celosa -mintió-. Simplemente no quiero que te pongas en evidencia… Y ahora, será mejor que te advierta sobre lo que va a hacer. Vas a sentir un pinchazo, pero no te preocupes, no es nada, no hay motivo para asustarse. A los niños les ponen inyecciones todo el tiempo y ni se quejan.

– ¿Asustarse? Oh, Dios mío…

– Bueno, las inyecciones se ponen con una aguja. Generalmente en un brazo o en el trasero, pero…

– ¿Qué?

– Confía en mí. Sólo será un segundo y es la vía más rápida para librarte de ese catarro o lo que sea. Vamos… un hombre que se dedica a la piratería no puede tener miedo de una simple aguja.

Griffin tomo su camisa se levanto.

– Nos vamos de aquí ahora mismo. No tengo intención de seguir con esta tortura.

En ese preciso instante reapareció la doctora; y antes de que Griffin pudiera reaccionar, se acercó a él, le clavó el agua en el brazo derecho y le puso la inyección.

Griffin se quedó mirándola, confuso. Pero Susan McMillan parecía más confusa que él.

– Qué extraño. No tienes la típica señal de la vacuna de la viruela…

– En mi época no tenemos esa enfermedad -dijo Griffin.

Meredith decidió intervenir para evitar el desastre.

– En realidad, Griffin se refiere a que fue un niño algo inusual. No le pusieron las vacunas normales, aunque tal vez puedas hacerlo tú…

– No, no, no creo que eso sea necesario -protestó él.

– No es ningún problema-dijo Susan-.

Aunque te hubieran vacunado antes, no pasaría nada por hacerlo de nuevo.

– En ese caso ponle todo el lote, todo lo que necesite -intervino Meredith-. Ya sabes, viruela, sarampión, polio, difteria…

Susan asintió.

– Le pondré todas las vacunas típicas para niños, pero me temo que ya no tenemos vacuna contra la viruela. Hace tiempo que esa enfermedad dejó de existir en nuestro país y está prácticamente erradicada en el resto del mundo. Sin embargo, si piensas viajar a algún país tropical, deberías vacunarte contra la fiebre amarilla.

– ¿La fiebre amarilla? ¿Hay una vacuna contra eso? -preguntó Griffin.

– Claro, aunque aquí no tenemos ese tipo de vacunas. Tendría que pedirlas a algún hospital del continente y ponértela otro día.

– Y después de pincharme con esa aguja, ¿ya no podría contraer esa enfermedad?

– No. Al menos, no durante diez años – respondió la médico-. Ya puedes ponerte la camisa, y si quieres, habla con Linda y te dará hora para la semana que viene.

Griffin se puso la camisa y Meredith y él se salieron de la consulta tras despedirse de Susan McMillan. Acto seguido, se detuvieron en recepción para pedir hora.


– Siento que te haya hecho daño, pero era necesario -dijo ella cuantío salieron a la calle-. En cuanto a la consulta de la semana que viene, sé que es posible que no estés aquí… de hecho, he insistido precisamente porque en algún momento volverás a tu época.

– ¿Qué quieres decir?

– Si te vacunan contra todas esas enfermedades, estarás protegido y al menos no morirás por nada que tenga curación en mi siglo. Así me sentiré más segura.

– No lo había pensado, pero te lo agradezco mucho, Merrie -declaró, forzando una sonrisa-. Y ahora, ¿qué te parece si vamos a probar esos famosos pasteles de cangrejo de Tank Muldoon? Creo que deberíamos comer algo.

– Griffin, sé que estás preocupado por algo. ¿Por qué no me lo cuentas? Expresar tus sentimientos no tiene nada de malo y desde luego no te haría menos hombre.

– No estoy preocupado -dijo, encogiéndose de hombros.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta varios minutos después, cuando se sentaron en una de las mesas del Pirate's Cove, junto a las ventanas que daban al mar.

La camarera se acercó, los saludó, miró a Griffin con sumo interés y dejó una carta.

Griffin estudió la carta durante unos segundos. Pero, repentinamente, la apartó.

– Hablar no me resulta fácil, Merrie. Tú insistes una y otra vez en ello, pero para mí no es algo normal.

– No pretendo que me cuentes todas tus intimidades y secretos. Es que llevamos casi dos semanas juntos y sé muy pocas cosas de ti. Si verdaderamente fuéramos amigos, hablarías conmigo.

– Me apetece tomar una cerveza -dijo él.

– ¿Lo ves? Ya lo estás haciendo otra vez.

– Creo que ya no tengo hambre. Griffin se levantó de la mesa y Meredith alzó los ojos al cielo, desesperada.

– Pues yo tengo hambre y voy a comer -declaró-. Así que puedes sentarte de nuevo y hablar conmigo o puedes buscarte un lugar tranquilo y pasar solo el resto de la tarde.

– Está bien, está bien…

Él se sentó de nuevo. La camarera se acercó a la mesa, tomó nota y regresó poco después con dos cervezas y un plato con tortitas de maíz.

Cuando se quedaron a solas, Griffin tomó una de las tortitas. Pero se limitó a mirarla y a devolverla a su sitio. -

– Mi esposa murió de fiebre amarilla – dijo.

– ¿Tu esposa? -preguntó ella, absolutamente sorprendida.

– Sí, Jane. Ella y mi hijo murieron hace cuatro años. Hubo una epidemia en la zona del río James.

– ¿Tú también enfermaste? Griffin rió con amargura.

– No, yo estaba en el mar, en el Spirit, regresando de Londres. Estaba tan contento… había vendido a buen precio el cargamento de tabaco de Virginia y había comprado uno de té de la China. Cuando llegué a Williams-burg, mi padre me estaba esperando en el muelle -explicó él-. Me contó que Jane había tenido un hijo mío, y acto seguido, añadió que los dos habían fallecido tres días antes.

– Cuánto lo siento… Es algo terrible.

– Apenas nos conocíamos cuando nos casamos, pero llegué a quererla de verdad. Era una gran mujer. Siempre se despedía de mí con una sonrisa y un beso y nunca se quejaba. Por mucho que quiera, jamás podré olvidarla.

– En tu época, la vida era aún más frágil que ahora.

– No te puedes ni imaginar la cantidad de tonterías que se hacen en mi tiempo para intentar acabar con las fiebres. Lo intentan todo, pero nada funciona.

– Deberíais eliminar todas las aguas estancadas y no utilizar barriles con agua de lluvia. La fiebre se extiende por culpa de un mosquito.

– ¿Por un mosquito? Todo esto es increíble. He venido a una época donde los médicos pueden curar una enfermedad que se llevó a mi esposa y a mi hijo. Qué ironía.

– Bueno, ahora tenemos curas para muchas enfermedades, pero hay muchas otras que todavía no se pueden curar. Eso no ha cambiado mucho.

Permanecieron en silencio un buen rato. Meredith todavía estaba sorprendida por la confesión de Griffin, que parecía muy angustiado.

– Gracias por habérmelo contado, por ayudarme a comprender -dijo ella.

Griffin no dijo nada. Se limitó a contemplar el mar.

Meredith lo observó y notó un brillo familiar en sus ojos azules. Ahora sabía que su sentido del honor no era lo único que se interponía entre ellos. Había otro elemento, un enemigo aún más duro: el sentimiento de culpabilidad. "

El sol de la tarde calentaba la espalda de Griffin mientras daba otra mano de pintura al casco del viejo mariscador. Llevaba más de una semana trabajando en aquel barco y se alegraba de tener algo en lo que ocupar su tiempo y gastar energías. Además, el empleo le proporcionaba la excusa perfecta "para mantenerse alejado de Meredith, aunque la intensidad de su deseo no había disminuido.

Early Jackson se encontraba en la cubierta inferior, trabajando en los motores, así que Griffin se dejó llevar por los recuerdos. Los barcos le fascinaban desde pequeño, desde que trabajaba con su padre; incluso había llegado a pensar que preferiría construirlos en lugar de navegar en ellos, y más tarde, durante su paso por la universidad de William y Mary, estudió Matemáticas para mejorar su comprensión del diseño náutico. Por eso, trabajar en aquel viejo pesquero y contribuir a recuperarlo le producía cierta satisfacción. Hasta pensó que podía dedicarse a ello.

Se alejó un momento para contemplar lo que había hecho durante la mañana y se dijo que, si el barco hubiera sido suyo, lo habría tratado con más cariño. Para empezar, le habría quitado toda la pintura y lo habría dejado tan suave como una pieza de seda. Después, habría arreglado todas las piezas y habría puesto dos planchas de madera, una a cada lado de la proa, con el nombre del barco labrado a mano.

Griffin sonrió al pensarlo. El nombre era evidente: lo llamaría Merrie.

– Hola, marinero. ¿Te apetece comer?

Al oír la voz de Meredith, Griffin se volvió. Llevaba un vestido de algodón con un estampado de flores, de color azul, y unas sandalias que dejaban ver los dedos de sus pies. Todavía no se había acostumbrado a verla así en público porque en su época era como ir desnudo, pero eso no evitó que apreciara lo que veía.

– ¿Es que no tienes hambre? -insistió ella.

Meredith dejó una cesta con comida en el suelo y él corrió a ver lo que contenía.

– ¿Que si no tengo hambre? Estoy hambriento.

– Dime una cosa: ¿qué vas a hacer cuando vuelvas a tu época y no puedas tomar refrescos no sé, tal vez sea mejor que me quede. La perspectiva de vivir sin refrescos se me hace insoportable.

Ella rió y él se alegró de verla contenta, aunque no se sentía precisamente feliz. A esas alturas, era consciente de que se había acostumbrado a Merrie, a su voz musical, a su rostro luminoso, a su sonrisa. No podía imaginar un mundo sin ella.

– Si tienes tiempo, podemos comer aquí.

– No, tengo una idea mejor -dijo Como ya he terminado, ¿qué te parece si salimos a dar una vuelta?

Griffin tomó la cesta y le indicó que lo siguiera al exterior. Meredith lo hizo y se sorprendió al ver que se detenía frente a una motocicleta.

– Oh, no, no sé conducir motocicletas – dijo ella.

– Pero yo sí. Early me enseñó hace unos días y ya he ido varias veces a buscar materiales a la ferretería. Es apasionante…

– No puedes conducir sin carnet, Griffin.

– ¿Qué es un carnet? -Preguntó él, frunciendo el ceño-. Early no dijo nada de eso…

– Es un documento oficial que te permite conducir por las calles y carreteras. ¿No le has dicho a Early que no tienes?

Griffin se encogió de hombros.

– ¿Cómo iba saber que necesitaba uno? Pero olvídate de eso y vamos a dar una vuelta.

– No me parece una buena idea.

– Venga, nos divertiremos. Y te prometo que no iré deprisa.

Merrie sonrió a regañadientes y montó en la moto con él, con la cesta sobre sus muslos.

Griffin cumplió su palabra y no fue deprisa al principio, pero a medida que se alejaban del pueblo, él aceleró y ella se sorprendió disfrutando del viento, de la velocidad y del paseo.

– No puedo creer que esté haciendo esto… -dijo, encantada.

Casi toda la isla era parque nacional. Cuando se lo habían dicho, Griffin no había entendido lo que quería decir; sin embargo, sabía que significaba que no había casas ni gente más allá del pueblo y que el resto de Ocracoke seguía igual que trescientos años antes.

Minutos más tarde, Griffin salió de la carretera principal y tomó un caminó de tierra. No tardaron mucho en detenerse.

– Es maravilloso. Como montar en un caballo muy veloz -dijo él.

– Nunca he montado a caballo, así que no puedo opinar. "

– Pues créeme, esto es mejor. Venga, vamos a comer a la playa… Quiero relajarme un poco. Hoy he trabajado bastante.

Se tomaron de la mano y ascendieron por una duna. Al llegar al otro lado se encontraron en una playa interminable y totalmente vacía, sin más compañía que unas cuantas gaviotas.

Griffin extendió en la arena la anta que Meredith había puesto en la cesta y los dos se sentaron, felices. Durante la última semana no habían pasado mucho tiempo junto. Él trabajaba del alba al anochecer, y por la noche, se quedaba dormido en el sofá.

De una u otra forma, los dos intentaban mantener las distancias. Pero eso no evitaba que Griffin se despertara de madrugada, que paseara por la casa pensando en ella y que incluso se asomara a veces al dormitorio para admirarla mientras dormía. Cada noche, esperaba que sucediera algo que lo devolviera a su época. Y cada noche, se sentía atrapado entre Merrie y la necesidad de volver al pasado.

– ¿Lo ves? -preguntó él.

– ¿Qué tengo que ver?

– Mira allí, al horizonte…

– No veo nada.

– Inglaterra está allí, en alguna parte.

– ¿En alguna parte? Si ni siquiera sabes dónde está con exactitud, creo que no me fío de tus habilidades como navegante – bromeó.

Griffin sacó un emparedado de la cesta y dio un bocado.

– Creo que me gustaría ver Londres en tu época. Debe de haber crecido mucho…

– Sí, por supuesto.

– ¿Has estado alguna vez?

– Varias veces, pero te aseguro que yo preferiría verla en tu siglo, sin tantos coches y sin tantos edificios modernos.

– Entonces, tal vez sería mejor que yo me quede aquí y que te envíe a ti a vértelas con Barbanegra. Seguro que conseguirías que se rindiera con una simple sonrisa.

– Se dice que era todo un mujeriego…

– Sí, se dice que se ha casado con muchas mujeres. Hay quien habla de diez o doce, aunque no se sabe… Hace unos días, Early me contó una historia sobre una fiesta muy animada que supuestamente dio Teach aquí, en la isla, a principios de septiembre de 1718. Según él, sólo es una leyenda. Pero cuando me caí por la borda, Barbanegra pensaba dirigirse a Ocracoke.

¿Tú también has oído hablar de esa leyenda?

Merrie asintió.

– Entonces cuéntame lo que sepas. Quiero saberlo todo.

– Sé que anclaron los barcos en Teach Hole y que desembarcaron en el sur de la isla. Charles Vene estuvo allí, y también Calicó Jack Rackham, Robert Deal e Israel Hands. Asaron unos cuantos cerdos y vacas, bebieron mucho ron, bailaron, cantaron, se divirtieron… Pero cuando la historia llegó al gobernador Spotswood, se había transformado hasta el punto de hacerle creer que los piratas planeaban construir una fortaleza en la isla. Fue entonces cuando se decidió a capturar a Barbanegra.

– Sabes muchas cosas…

– No soy la única que lo sabe. Es una leyenda popular que conoce todo el mundo -dijo a la defensiva.

Él frunció el ceño.

– He estado pensando que tal vez no sea necesario que regrese a mi época. Es posible que todo se arregle sin mí.

– Nadie puede estar seguro de eso.

– No, pero empiezo a pensar que de todas formas no hay camino de vuelta. Lo hemos intentado todo y no ha funcionado.

– ¿Sentirías mucho quedarte aquí? -preguntó con inseguridad.

– Bueno, he invertido tanto tiempo y esfuerzo en capturar a Barbanegra… me gustaría terminar lo que he empezado y vengar la muerte de mi padre. Pero, ahora, no sé qué decir. Ni siquiera sé por qué estoy en tu tiempo.

– Griffin, creo que debo decirte algo.

– ¿De qué se trata?

Ella se mordió el labio inferior.

– Te vas a enfadar conmigo. Griffin se acercó y la acarició en la mejilla.

– ¿Por qué dices eso?

– Bueno, yo…

Suavemente, él le pasó una mano por detrás de la nuca y la atrajo hacia sí. Sin previo aviso, descendió sobre ella y la besó; pero en esta ocasión no fue un beso corto y dulce, sino largo y apasionado. La deseaba con toda su alma. La deseaba tanto, que comenzó a desabrocharle los botones del vestido, uno a uno, incapaz de controlarse.

Entonces, se quedó helado. Las mujeres de su época siempre llevaban varias prendas debajo de los vestidos y naturalmente esperaba encontrar algo más; por lo menos, una camisa y un corsé. Pero al abrirle el vestido e introducir una mano por debajo de la tela, su mano se había posado directamente en tino de sus senos desnudos.

Asombrado, suspiró. Una y otra vez se había repetido que no hacer el amor con ella era la mejor forma de honrarla. Ahora, en cambio, estaba seguro de haberse equivocado: entregarse a ella, hacerlo totalmente y sin reservas, era el mayor honor que podía imaginar.

Inclinó la cabeza, la beso en el cuello y acarició con dulzura uno de sus pezones.

Ella gimió y susurró su nombre, apretándose contra él, mientras Griffin intentaba mantener la situación bajo control; estaba tan excitado, que no confiaba en lo que pudiera pasar si entraba en ella en aquel preciso instante, así que decidió tomárselo con calma, tratarla con inmenso cuidado, aumentar su deseo y esperar a que estuviera, al menos, tan deseosa como él.»

Le acarició un muslo y ascendió poco a poco hacia su sexo.

– Te necesito, Merrie. Tal vez sea un loco, pero creo que he venido a esta época únicamente para hacerte el amor. No se me ocurre ninguna otra explicación, por más que lo pienso.

Meredith lo miró a los ojos con intensidad. Era evidente que también lo deseaba, pero retrocedió.

– No puedo hacer esto, no puedo. Lo siento, yo… Ha sido culpa mía, pero no puedo.

– Merrie, por favor, no pretendía…

– Será mejor que nos marchemos -dijo de repente mientras se ponía en pie-. Te esperaré en el camino.

Merrie empezó a abrocharse el vestido y se alejó a toda prisa. Griffin no sabía lo que -había pasado. El mundo había cambiado mucho en trescientos años y cabía la posibilidad de que hubiera hecho algo que en su época se considerara ofensivo, o tal vez había sido un inepto y no había estado a la altura de sus anteriores amantes. Pero en cualquiera de los casos, no había imaginado su deseo.

Griffin gimió. Se sentía impotente y confuso como un niño.

Sin embargo, su dilema tenía una solución. Sabía que las probabilidades de regresar a su época eran escasas, y por mucho que deseara lo contrario, tendría que labrarse un porvenir allí, en el siglo XX. Por tanto, se sentía obligado a hacer lo que consideraba correcto, lo único que en su opinión podría, solucionar todos sus problemas: casarse con ella.

Meredith estaba sentada en la mecedora del porche, disfrutando del canto de los grillos y del sonido de las olas al romper en la playa. Pero sus ojos no se apartaban de la figura que se encontraba más adelante, junto a la orilla, iluminado por la luz de una media luna.

Griffin había estado paseando desde que llegaron a la casa y ahora se había detenido a contemplar el horizonte. Llevaba unos vaqueros desgastados y la camisa que usaba para trabajar. Había guardado la ropa de su época en el armario y Meredith sabía que había empezado a considerar la posibilidad de quedarse allí, con ella. Pero en lugar de sentirse feliz, estaba confusa y dominada por el remordimiento.

Suspiró y cerró los ojos durante unos segundos. Deseaba acercarse a él y explicarle por qué había huido horas antes. Sin embargo, eso implicaba una confesión completa y no estaba segura de que él estuviera preparado para escucharla. Además, ni siquiera sabía si sería capaz de decirle que creía ser la causa de su viaje en el tiempo.

Era la única explicación que tenía sentido. Durante los últimos días lo había interrogado varias veces sobre Barbanegra y en todas las ocasiones le había sorprendido lo poco que sabía de él. Al fin y al cabo, no era tan extraño… En el siglo XVIII las noticias viajaban muy despacio; no había periódicos ni televisión y la mayoría de los delitos del pirata se conocían únicamente por rumores.

Definitivamente, se sentía perdida.

– No sé qué hacer -murmuró.

– Podrías empezar por explicar lo que ha pasado entre nosotros, Merrie.

Meredith alzó la vista y se sorprendió al ver que Griffin se había acercado, en silencio.

– Tampoco sé qué decir.

– ¿Es que he hecho algo malo?

– No, es culpa mía. Supongo que no estaba preparada. Hay cosas de las que deberíamos hablar antes de…

– Digas lo que digas, la culpa es mía. Te he presionado.

– No es verdad. Verás, Griffin, yo… Griffin le tapó la boca con un dedo.

– Merrie, creo que sé lo que vas a decir.

– Griffin…

– En mi opinión sólo hay una solución para nuestro problema: casarnos.

– ¿Qué? -preguntó, más asombrada que nunca.

– Quiero que seas mi esposa -insistió.

– ¿Quieres que me case contigo? Él asintió.

– Sí. Después de lo que ha pasado esta tarde, me parece lo más razonable. Mi comportamiento ha sido muy inapropiado. Y aunque a ti no te importe tu virtud, a mí sí me importa.

– ¿Y crees que casándote conmigo protegerás mi virtud? ¿Te has vuelto loco? – preguntó.

– No, estoy en plena posesión de mis facultades mentales. Meredith rió.

– ¿Quieres casarte conmigo porque nos hemos besado en una playa? ¡Pero si no hemos hecho nada!

– Hemos hecho bastante. ¿Y bien? ¿Quieres casarte conmigo?

– No, claro que no.

– No lo entiendo… ¿por qué?

– Griffin, piensa lo que estás diciendo. ¿Qué pasará cuando vuelvas a tu época? Es una idea absurda. Y no podemos casarnos únicamente para que no te sientas culpable cuando hagamos el amor.

– Sinceramente, no creo que vuelva a mi época -dijo él, tomándola de la mano-. Cada día me parece más evidente.

– No puedes estar seguro de eso.

– Cásate conmigo -insistió.

– No puedo casarme contigo.

Entonces, Meredith se apartó de él y entró en la casa con intención de dar un portazo. No podía creer que Griffin le hubiera hecho una propuesta tan ridícula por culpa de un insostenible concepto del honor.

– Maldita sea, Merrie, espera…

– ¡Déjame en paz, Griff!

Meredith entró en su dormitorio y se tumbó en la cama. A pesar de que su idea le pareciera absurda, había estado a punto de aceptar. En el fondo sólo quería estar a su lado; pero, por otra parte, quería que su relación se basara en el amor y estaba convencida de que Griffin no la amaba.

Suspiró, triste, y pensó que no debía seguir engañándose. Fuera como fuera y pasara lo que pasara, él seguía siendo Griffin Rourke, un hombre cuyo corazón y cuya alma pertenecían al pasado.

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