Capítulo noveno

LAS MAZMORRAS DE INOCENCIO

Redescubiertas

1

La conferencia de prensa semanal en la Sala d'Angeli del Vaticano terminaba aburrida como la mayoría de jueves. Ni tan sólo cincuenta periodistas acudieron a la invitación del padre Mikos Vilosevic, un clérigo yugoslavo que dirigía la oficina vaticana de prensa. El resto de los corresponsales acreditados en Roma sabía que Vilosevic nada tenía que decir, porque todo lo que ocurría detrás de los muros leoninos estaba de todos modos bajo estricto secreto.

Así tampoco habría sido digna de mención esta conferencia de prensa, que trataba de la posible canonización de una monja sudamericana que pagó con su vida la labor social realizada durante siete años en los suburbios de Río, si Desmond Brady, director de la delegación en Roma de la emisora norteamericana NBC y generalmente bien informado sobre los asuntos internos del Vaticano, no hubiera formulado al final la pregunta:

– Padre, ¿qué hay de los rumores según los cuales Su Santidad está trabajando en una nueva encíclica?

– No tengo conocimiento de ello. Lo siento.

– La encíclica debe llevar por título Fides Evangelii -Brady no cedía.

La indicación alarmó a los periodistas presentes. De nuevo parecía confirmarse que el americano de Atlanta disponía de los mejores contactos en el Vaticano, que llegaban, así se murmuraba, hasta la antesala del Papa.

Vilosevic había confiado en borrar del mapa el asunto con una respuesta breve, pero ahora recibía la presión del resto de periodistas y no hacía buen papel como defensor de su supuesta ignorancia.

– Caballeros -dijo Vilosevic-, todos ustedes conocen el parecer de la Iglesia, según el cual las cuestiones relativas a la doctrina católica son asunto interno de la Iglesia y no de la opinión pública.

Esto dio pie a Cesare Bonato, de la agencia italiana de noticias ANSA, para gritar Chiachierone!, que quiere decir tanto como charlatán y que, de haber entendido Vilosevic la observación, le habría costado una seria reprimenda; pero al insulto añadió la pregunta de si él, Vilosevic, quería indicar con ello que el asunto estaba sometido a secreto papal, lo que en el argot de la curia significa el grado máximo de confidencialidad.

Disgustado y con un deje de estar ofendido, replicó el funcionario vaticano:

– No hay ninguna encíclica y por ello no puede estar sometida a secreto papal. Gracias por su atención.

Con ello terminó propiamente el ritual de la conferencia de prensa semanal en el Vaticano. Vilosevic y sus dos asistentes, dos curas jóvenes, uno de Roma y otro veronés, se disponían a abandonar el pódium cubierto de blanco (en la Iglesia católica nada funciona sin pódium), cuando Bonato gritó fuerte, de modo que su voz no pasó inadvertida en el rumor general de voces:

– Padre Vilosevic, ¿el hecho de que desmienta usted una encíclica de Su Santidad no significa acaso que existe?

La formulación retorcida de Bonato desató la risa, pero respondía exactamente a la dicción que utilizan con preferencia los funcionarios del Papa. Vilosevic conocía a Bonato y sabía que era experto en cuestiones eclesiásticas, cosa que sólo domina quien estuvo a punto de ser sacerdote antes de haber cedido a la tentación en forma de mujer. Por esto Vilosevic fue presuroso al encuentro de Bonato con la esperanza de poder entablar cara a cara el siguiente diálogo; sin embargo, apenas estuvieron uno frente al otro, fueron rodeados por los demás periodistas como Jesús y Filipo ante la milagrosa multiplicación de los panes.

– ¿Qué quiere decir con ello? -preguntó nervioso Vilosevic.

– Bueno sí -respondió Bonato con aquella amabilidad apropiada para invertir la apariencia externa-, todos sabemos que la política de ocultación del Vaticano es una forma especial de vida y esto no hace nuestro trabajo precisamente fácil.

– ¡Les digo a ustedes todo lo que sé! -protestó Vilosevic, pero en sus ojos inseguros podía leerse que no estaba convencido de lo que decía.

– …lo que le permiten decir -corrigió Desmond Brady al padre-. Y no es mucho tras un muro de silencio.

En un momento cambió la atmósfera. Se extendió la irritación y el padre miró a sus asistentes en busca de ayuda; pero éstos no parecían menos desconcertados de cómo debían afrontar la situación. Sobre todo les daba miedo Brady, un periodista extremadamente crítico, que ya una vez arremetió contra la política de ocultación del Vaticano y afirmó que ni los nazis ni los comunistas consiguieron envolverse con un velo tan grueso de silencio como la curia romana. Pero los secretos no se pueden borrar del mundo, sólo se pueden callar, de modo que la afirmación de Brady no halló eco en el interior de los muros leoninos, ni siquiera palabras de protesta; se esfumó como el incienso en el Te Deum.

Vilosevic miró a Brady desafiante:

– ¿Qué quiere decir con ello?

– Me he expresado muy claramente, al contrario de usted, padre Vilosevic. Sin embargo -añadió con acentuada amabilidad- mi reproche no va dirigido a usted personalmente, usted lo sabe, pero la Secretaría de Estado y el Santo Oficio quizá deberían recordar alguna vez en qué época vivimos.

Cesare Bonato no se dio por satisfecho e hizo una observación capaz de poner colorados a los papistas:

– No sería la primera encíclica que no llega a los fieles a pesar de haber sido escrita para ellos. Pienso sólo en el papa Pío XI.

Esta observación alcanzó de lleno al padre Vilosevic como el golpe de un boxeador, pero los periodistas le habían rodeado; no tenía salida. El padre, Brady y la mayor parte del resto sabían a qué se refería Bonato: Pío XI preparó en 1938 una encíclica Humani Generis Unitas, que nunca fue publicada. Las circunstancias por las que nunca se publicó quedaron sin aclarar, sólo está claro que un decreto papal sobre el tema del racismo y el antisemitismo habría sido de enorme importancia en aquella época.

Acosado de este modo, Vilosevic se convirtió en agresor, atacó a Bonato:

– Quizá sus contactos en la curia son mejores que los míos. ¿Qué sabe usted de la nueva encíclica? Me interesaría saberlo.

La observación supuestamente irónica de Vilosevic iba dirigida a despertar la indignación de los demás periodistas y se produjo un barullo durante el cual se pudo extraer que desde hacía tiempo había insistentes rumores en torno a un pergamino recién descubierto de la época de Jesús de Nazaret, cuya traducción era mantenida bajo llave por el Santo Oficio igual que las profecías de Malaquías, cuyo contenido se conoce, pero que ninguna persona ordinaria había podido ver directamente.

– ¡Todo rumores! -gritó Vilosevic enfurecido y en la rabia se le hinchó una vena vertical de color oscuro en la frente que le daba un aspecto casi diabólico.

– ¡Díganme la fuente de su información, entonces con gusto intercederé en su favor para obtener una declaración oficial!

Brady reía maliciosamente. Ningún periodista del mundo que tenga información confidencial revela el nombre de su informador, pues esto significaría el fin de esta fuente. También Bonato sólo tuvo para el portavoz de prensa del Vaticano una sonrisa conmiserativa. Sin embargo, esta discusión surgida de paso puso de relieve que cada uno de los periodistas presentes había oído sobre la extraña inquietud que desde hacía bastante tiempo se extendía por el Vaticano. Si bien cada uno sabía de oídas un motivo distinto. Un corresponsal español de radio habló de una enfermedad grave incurable de Su Santidad; el columnista del Messagero sabía incluso que el tercer secreto de la profecía de Fátima se había cumplido de forma terrible (sin decir naturalmente la causa de ese terror); el corresponsal en Roma de Der Spiegel creía saber que el celibato sería abolido este mismo año; y Larry Stone de News Week pretendía incluso saber que los obispos latinoamericanos abandonarían en masa la Iglesia, una especulación que, a pesar de la seriedad de Stone, fue acogida con una risotada.

Vilosevic aprovechó la inesperada hilaridad para abandonar de prisa la Sala d'Angeli, se recogió la sotana, una actitud que parecía poco digna para un padre, pero muy apropiada para dar pasos más largos y, en consecuencia, aumentar la velocidad. En este porte se precipitó por el largo corredor de piedra hasta la escalera de mármol que conduce al tercer piso del palacio apostólico, donde detrás de puertas blancas, todas cerradas por dentro menos una, residía el cardenal secretario de Estado.

2

Con Felici, el cardenal secretario de Estado, un anciano bondadoso de pelo blanco corto y manos temblorosas -estaba desempeñando su función ya bajo tres papas-, mantenía Vilosevic una relación de plena confianza, se puede decir también que Vilosevic era su incondicional; pero esta incondicionalidad le deparaba al mismo tiempo la enemistad del cardenal Berlinger, el director del Santo Oficio, que gobernaba los otros bienes alodiales en el interior del Vaticano. En Berlinger y Felici se juntaban la tierra y el fuego: Berlinger, el conservador, severo frente a toda novedad o renovación, y Felici, un cardenal liberal, progresista, que ya antes del último cónclave se le tenía por papabile, pero al que, como solía él mismo decir, las sandalias del pescador le venían un número grande.

Después que Vilosevic hubo atravesado dos antesalas seguidas con tapices en las paredes y escaso mobiliario oscuro -padres vestidos de negro oficiaban sin excepción como secretarias en el Vaticano-, haciendo una reverencia entró en la sala excesivamente caldeada, donde Felici revisaba legajos de documentos y papeles tras una mesa interminablemente amplia.

– ¡Señor cardenal! -gritó Vilosevic de lejos (Felici no toleraba otro tratamiento que éste)-. Señor cardenal, tiene que hacer algo. Los periodistas han oído campanas de algo. Ya no sé cómo amansarlos. Algunos de ellos saben más que yo…, al menos ésa es mi impresión.

Con un gesto amable, el cardenal indicó al director de la oficina de prensa una silla tapizada en rojo con respaldo alto que estaba solitaria sobre una enorme alfombra a una distancia conveniente de su escritorio.

– Siempre una cosa detrás de otra -ordenó Felici y luego usó una locución que era objeto de burlas en el Vaticano porque el viejo la empleaba en cada conversación-:…¡y con distancia!

– Usted lo dice así, «con distancia», y suena sencillo -se acaloraba Vilosevic-, me han abordado cincuenta periodistas acorralándome con aventurados rumores sobre una encíclica que se está preparando y de gran importancia para la Iglesia.

Felici mostraba serenidad:

– Cada encíclica es de importancia fundamental para la Santa Iglesia católica. ¿Por qué no ésta?

– ¿Así que debemos contar ahora con una encíclica? Primera pregunta: ¿cuándo? Segunda pregunta: ¿qué contenido?

– No he dicho que se esté preparando una encíclica, padre Vilosevic. Sólo he señalado que, si se estuviera preparando una encíclica, tendría la misma importancia fundamental que las demás publicadas hasta ahora.

– ¡Señor cardenal! -Vilosevic se deslizaba inquieto a un lado y otro sobre su silla-. ¡Así no vamos a ninguna parte! Por Dios y todos los santos, tengo a mi cargo esta oficina de prensa, soy el portavoz del Vicario de Cristo, los periodistas esperan con razón una explicación mía. Los gorriones pían en los tejados que desde hace meses existe inquietud en el Vaticano, pero nadie sabe por qué, nadie habla de ello. ¡No es extraño que corran los rumores! Ahora mismo tuve que oír que los obispos sudamericanos se proponen un abandono masivo de la Iglesia.

– ¡Espero que lo haya desmentido inmediatamente, Vilosevic!

– Nada he hecho. Callé ante las afirmaciones absurdas y seguiré callando hasta que reciba una explicación de la máxima autoridad. ¿Quién sabe? Tal vez hay algo de verdad en esta afirmación.

– ¡Ridículo! -rezongó Felici y se levantó de su escritorio. Cruzó los brazos en la espalda, se acercó a uno de los altos ventanales y miró a la plaza de San Pedro, que en esta época estaba solitaria; incluso las figuras de mármol blanco en las columnatas de Bernini, que normalmente resplandecían en el cielo como antorchas en la noche, despedían melancolía.

– Gracias al Señor -empezó Felici, sin quitar la vista de la ventana-, gracias al Señor, que este asunto no me corresponde a mí, sino al director del Santo Oficio, cardenal Berlinger.

Vilosevic podía ver de lado que la cara de Felici reflejaba cierta alegría maliciosa cuando pronunció el nombre. Finalmente el cardenal se dirigió a Vilosevic. Éste se levantó y, cuando ambos estuvieron muy cerca uno frente a otro, dijo Felici, reflexivo:

– Puesto que usted es mi amigo, quisiera comunicarle la verdad sobre el motivo de la inquietud en el interior de la curia. Pero, hermano en Cristo, tiene que darme su palabra de que guardará silencio… hasta que lleguen instrucciones superiores. Esta verdad es amarga para nuestra Iglesia y algunos que la conocen defienden el criterio de que no podría sobrevivir a esta verdad… de ahí la inquietud.

– Por Dios y todos los santos, ¿de qué se trata?

– Según parece, debemos admitir que Mateo, Marcos, Lucas y Juan no son los únicos evangelistas. Según parece, existe un quinto evangelio, el evangelio según Barabbas. Se encontró en una tumba copta y jesuitas de la Gregoriana lo están traduciendo.

– ¡No lo entiendo! -objetó Vilosevic-. Un quinto evangelio significaría sólo un refuerzo para la doctrina de la Santa Madre Iglesia.

– Sí, cierto, pero únicamente si el texto apoya a los otros cuatro.

Vilosevic se volvió apocado:

– ¿Y no lo hace?

El silencio de Felici adelantó la respuesta.

– Al contrario -replicó el cardenal-, cubre las lagunas de los cuatro evangelios, basadas en que Mateo, Marcos, Lucas y Juan sólo conocían de oídas las cosas que escribieron. En cambio Barabbas, el autor del quinto evangelio, fue testigo presencial. Escribe como si hubiera conocido a nuestro Señor Jesús y en él numerosas partes de la tradición neotestamentaria se leen de forma muy distinta.

– ¡Señor Jesús! -Vilosevic respiró profundamente-. ¡Señor Jesús! -repitió y añadió-: ¿Quién es este Barabbas?

– Ésta es la cuestión. Manzoni, de la universidad papal, trabaja febrilmente en ello. Ha reunido la mejor gente de su orden, pero, según afirma, los pasajes decisivos referentes al autor del evangelio o están rotos o faltan. Antes de que fuera conocida su importancia, el pergamino fue vendido a trozos y es difícil encontrar los fragmentos aislados y reunirlos de nuevo.

– Pero -objetó inseguro Vilosevic- hay ciertamente una serie de evangelios apócrifos, que todos ellos han demostrado ser falsos. ¿Quién dice que precisamente este evangelio sea verdadero?

– Tanto los científicos naturales como los científicos bíblicos llegan a la misma conclusión: el texto es auténtico.

– ¿Y cuál es su contenido?

El cardenal volvió a la ventana y miró afuera, pero no veía la plaza de San Pedro ni las columnatas, miraba al vacío y contestó:

– No lo sé, sólo sé que la frase: «Tú eres Pedro, la piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» no aparece en todo el quinto evangelio. ¿Sabe usted lo que esto significa, Vilosevic?, ¿lo sabe? -Felici alzó la voz y sus ojos se humedecieron-: Esto significa que todo esto que nos rodea carece de sentido. ¡Usted, yo y Su Santidad y trescientos millones de personas han perdido su fe!

– ¡Señor cardenal! -Vilosevic se acercó a Felici-. Señor cardenal, modérese, se lo ruego en nombre de todos los santos.

– ¡Todos los santos! -replicó Felici amargamente-. También puede olvidarlos.

El padre se dejó caer en la silla y hundió la cabeza en las manos. Sencillamente no podía comprender lo que el cardenal acababa de relatar.

– Tal vez entienda usted ahora, padre, la inquietud que agita a la curia -observó Felici.

Y Vilosevic contestó excusándose:

– Yo no sabía nada de esto, eminencia, no tenía idea.

Entonces cortó irritado el cardenal:

– ¡Puede ahorrarse su «eminencia», oiga! Precisamente ahora…

El padre asintió sumiso. Tras una pausa que parecía interminable en la que Felici, inmóvil, miraba fijamente por la ventana, empezó Vilosevic, cauto:

– Si me permite la pregunta, señor cardenal, ¿cuántas personas conocen este descubrimiento?

– Ésta no es la cuestión -replicó el cardenal-. El descubrimiento en sí es de conocimiento general, en todo caso por lo que respecta a la ciencia. Coptólogos y filólogos clásicos conocen desde hace tiempo el hallazgo de un pergamino cerca de Minia. Pero puesto que los ladrones de la tumba en cuyas manos cayó el pergamino vendieron su tesoro a trozos para aumentar el beneficio, ningún instituto científico pudo someter el pergamino a un análisis textual crítico. Sin embargo, a principios de los años cincuenta, algún científico debió haber levantado alguna sospecha; pues por esta época de repente diferentes personas mostraron interés por el pergamino y empezaron a comprar fragmentos.

– ¿Lo sabía la curia?

– Uno de los compradores fue el cardenal Berlinger, que está al frente del Santo Oficio. Envió emisarios con la misión de adquirir cada trozo a cualquier precio para los museos vaticanos. Ni esta misma gente sabía de qué trataba el pergamino; tenía sólo el encargo de conseguirlo, costase lo que costase.

– ¿Y tuvo éxito la misión?

– Hasta cierto punto, padre.

– Pero entonces esto significa…

– … que Manzoni sólo dispone de una parte considerable del quinto evangelio. -Y tras una pausa, observó el cardenal-: Sé lo que piensa ahora, padre. Lo leo en sus ojos, usted piensa que si el pergamino se halla parcialmente en poder de la Iglesia, entonces la Iglesia podría hacer desaparecer secretamente este pergamino o por lo menos aquellos pasajes que constituyen un peligro para ella. ¡Esto piensa usted, padre!

Vilosevic asintió. Se avergonzó y murmuró:

– ¡Dios me perdone!

– No debe avergonzarse -replicó Felici-, yo también tuve la misma idea y no soy el único miembro de la curia que lo pensó cuando se enteró de ello. Sólo existe una dificultad.

– ¿Una dificultad?

Felici asintió con vehemencia:

– Precisamente las partes más importantes del pergamino no se hallan en poder de Manzoni. Berlinger no consiguió comprar aquellos fragmentos en los que Barabbas narra su relación con nuestro Señor Jesús o en los que Jesús habla del futuro a sus discípulos.

– Curioso -dijo Vilosevic reflexivo-, ¡esto no puede ser casual!

– Naturalmente que no -respondió Felici-, seguro que no es casualidad.

Vilosevic se levantó de un salto.

– Así que hay otros que se interesan por el quinto evangelio.

– Su sospecha es correcta, padre.

– ¿Quieren chantajear a la Iglesia? -Vilosevic se colocó junto a Felici frente a la ventana. Adoptó la misma postura que el cardenal.

– Es imaginable, pero hasta ahora no hay exigencias. Tampoco creo que alguien quiera ganar dinero con este asunto, creo más bien que pretenden humillar a nuestra Santa Madre Iglesia.

– ¡Dios mío! -gritó Vilosevic desconcertado y en su perplejidad se santiguó impetuosamente-. ¿Quién tiene interés en atentar contra nuestra Santa Madre Iglesia?

El cardenal se encogió de hombros.

– La gente de Berlinger ha descubierto dos grupos. Ambos hacen la guerra a la Iglesia hasta la sangre, ambos son fanáticos, si bien por motivos distintos, y ambos parecen tener no sólo copias de aquella quinta parte que Manzini trabaja con los jesuitas; existen indicios de que incluso disponen de los fragmentos que faltan, de modo pues que están en posesión de toda la verdad.

– ¿Qué clase de gente es ésta?

– Un grupo es una peligrosa orden de élite, ajena a cualquier creencia y bajo el mando de un hermafrodita desquiciado que cree ser la reencarnación del cantor Orfeo. En el otro grupo, fundamentalistas islámicos se han propuesto infiltrarse en la Santa Madre Iglesia y ponerla de rodillas. Una camarilla es tan peligrosa como la otra, pues ambas actúan con increíble fanatismo, los órficos (así se llama la orden) por petulancia intelectual, los fundamentalistas por conciencia de misión religiosa. Ambos partidos disponen de una red de militantes y de centrales de mando distribuidos por el mundo, sobre los que nadie sabe con seguridad dónde se encuentran.

»Según dicen, los órficos dominan un monasterio en el norte de Grecia, mientras que los fundamentalistas islámicos son dirigidos desde el Ghum pérsico. El dinero no tiene importancia para ellos; por ello no sólo adquirieron todos los fragmentos disponibles (a menudo por cantidades ridículas), sino que compraron además a científicos importantes y, si éstos no estaban dispuestos a colaborar libremente, usaron la violencia, los secuestraron o los intimidaron con amenazas de muerte.

– ¿Y esta gente está en condiciones de aprovechar el quinto evangelio de manera que pueda ser usado contra la Iglesia?

– Padre, esto ni se pregunta. Algunos de los expertos más famosos en el campo de la coptología y de los estudios bíblicos que existen en el mundo desaparecieron el año pasado de un día para otro sin dejar rastro. Abandonaron su familia y su carrera. Esto no es casualidad. Tanto los órficos como los fundamentalistas islámicos sueñan con dominar el mundo y el Islam nos ha enseñado que un libro con 114 suras es capaz de transformar el mundo. Un libro, cuya extensión es casi la misma que el Nuevo Testamento y que fue reconstruido con los medios más diversos. Es dudoso que el Corán se escribiera ya en vida del profeta Mahoma. La tradición asegura que las notas dispersas sólo fueron reunidas pocos años después de la muerte de Mahoma. Se hallaron fragmentos del texto en trozos de cuero, mesas de piedra, costados de palmeras, tablillas de madera, omóplatos de camellos y sobre pergamino. Esta gente no tendrá ninguna dificultad en reconstruir el quinto evangelio y emplearlo para sus fines.

Vilosevic regresó a su silla meneando una y otra vez la cabeza. Luego preguntó:

– ¿Y usted conoce el texto de este evangelio de Barabbas?

– No -respondió el cardenal-, nadie conoce el texto completo; primero, porque sólo existe en fragmentos; segundo, porque el profesor Manzoni mantiene bajo llave incluso estos fragmentos para que ningún traductor se pueda formar una idea del conjunto. La historia enseña que a un jesuita se le debe tratar siempre con desconfianza.

El padre se mostró irritado por las palabras del cardenal secretario de Estado y en otra oportunidad no se habría privado de responderle, pero en esta situación un debate sobre la fidelidad de la Compañía de Jesús a la Iglesia era secundario.

– ¿Por qué, pues, tanto temor ante el quinto evangelio -preguntó inseguro-, si todavía nadie ha leído el texto?

– Manzoni lo ha leído -replicó Felici-, conoce gran parte de él, Berlinger conoce pasajes y yo también.

El cardenal, que hasta ahora había hablado con la vista hacia la ventana, empezó a caminar arriba y abajo por la amplia sala. Estaba sumamente nervioso cuando añadió:

– Los cuatro evangelistas nombran a los fieles cristianos ocho acontecimientos como fundamento de su fe: Jesús fue engendrado por el Espíritu Santo / nació de la Virgen María / sufrió bajo Poncio Pilato / fue crucificado / murió / fue sepultado / al tercer día resucitó / subió a los cielos.

– ¡Señor cardenal! ¿A qué viene esta retahíla?

Felici se dirigió a la silla donde estaba sentado Vilosevic. Lo agarró del brazo, lo agitó como para despertar a alguien que está dormido y gritó con voz alterada:

– ¡Porque este Barabbas desmiente todos estos acontecimientos! ¿Sabe usted lo que esto significa, padre? ¿Lo sabe?

Vilosevic asintió.

3

De la antesala penetró un embrollo de voces y al poco tiempo apareció el secretario en la puerta anunciando la presencia de su eminencia el director del Santo Oficio, cardenal Berlinger. Todavía no había acabado de hablar, cuando Berlinger, vestido de rojo, seguido de tres monseñores en ondeantes sotanas, tomó por asalto la sala y, antes de dirigir la palabra a Felici, examinó a Vilosevic que estaba presente con una mirada despreciativa como si quisiera decirle: esfúmese, pero rápido. Vilosevic hizo también ademán de alejarse, pero el cardenal secretario de Estado se le adelantó diciendo:

– Quédese tranquilo aquí, padre -y, dirigiéndose a Berlinger-: está informado de todo. No tiene que hablar con pelos en la lengua.

Berlinger levantó las cejas para indicar que desaprobaba esta decisión, pero no había tiempo para discutir. Si Berlinger había recorrido el largo camino desde la piazza del Sant'Uffizio, situada más allá de las columnatas, donde gobernaba en un edificio más parecido a un ministerio de defensa que a la autoridad eclesiástica para cuestiones de fe, entonces debía tener una razón concluyente. Sobre todo daba a su aparición un relieve todavía mayor la compañía de tres monseñores de su administración, que Berlinger acostumbraba a llamar sólo congregación, una forma abreviada de Congregatio Romanae et Universalis Inquisitionis, tal como fue fundada bajo Pablo III hace cuatrocientos años para combatir al protestantismo.

Los monseñores, alisándose cuidadosamente la sotana como tres damas presumidas, tomaron asiento en una hilera de sillas que estaban en la parte opuesta de la ventana. Lo mismo hizo Vilosevic. Entonces tomó la palabra Berlinger con su desagradable voz chillona:

– La paja no se detiene siquiera ante los muros leoninos -gritó lleno de indignación. Como siempre su modo de hablar necesitaba intérprete; pues Berlinger tenía la costumbre de hablar en palabras y comparaciones bíblicas, lo que dio oportunidad al presidente del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, cardenal Agostini, de observar irónicamente que el Nuevo Testamento tenía sin duda sus cualidades, pero lingüísticamente era mejor Berlinger.

Como paja aludía Berlinger a toda la gente que no seguía la verdadera fe, aunque no se preguntaba qué debía entenderse por la fe verdadera. Berlinger informó que la guardia suiza había detenido a un bribón, que disfrazado de sacerdote se introdujo en el archivo secreto del Vaticano e intentó penetrar en la riserva, la sección reservada, cuyo contenido sólo puede ser conocido por el Papa. Se dejó encerrar de noche y durante este tiempo probó de forzar la cerradura que cierra el acceso sagrado a los secretos de la cristiandad. No obstante, la obra de hierro de la época de Pío VII se le resistió al intruso hasta que unos guardias, alertados por el ruido que provocaba, apresaron al falso clérigo; ahora surgía la pregunta sobre quién era ese hombre y qué motivo lo empujó a actuar así. Sin embargo el hombre callaba. Parecía ser alemán.

– Me temo… empezó Felici.

– Yo creo… -le cortó la palabra Berlinger-, ambos tememos lo mismo. Parece que existe una relación entre la intrusión y, horribile dictu, el quinto evangelio.

Felici asintió:

– Esto pensaba yo. ¿Quién es este hombre y dónde se encuentra ahora?

Berlinger miró a un lado como si se sintiera inhibido de seguir hablando.

– Me gustaría hablarle a solas -dijo en voz baja.

Felici y Berlinger se levantaron, se fueron junto a la ventana de enfrente y juntaron sus cabezas. Berlinger murmuró:

– ¿Conoce usted las mazmorras de Inocencio X, situadas debajo del Cortile Ottagono?

– Las he oído nombrar. Se dice que Inocencio las hizo construir por influjo de su cuñada Olimpia Maidalchini para hacer callar a la familia de su antecesor Moffeo Barberini.

– Lo ha expresado de forma exquisita, eminencia, realmente exquisita. -Berlinger reía para sus adentros.

– Por lo que sé, ¡hace tres siglos que las mazmorras están tapiadas!

– Ya, pero esto no significa que estas mazmorras no se pudiesen abrir en caso necesario.

Felici dio un paso atrás, se santiguó fugazmente y gritó, de modo que todos lo pudieron oír:

– Berlinger, no querrá decir que mandó abrir la mazmorra para…

Entonces Berlinger se aproximó a su cofrade en el cargo y le apretó la boca con la palma de la mano:

– ¡Pssst! -dijo-. In nomine Domini, calle usted, eminencia.

– ¡Está usted loco! -regañó Felici ahora en voz baja-. ¿Quiere emparedar vivo al intruso?

– Ya está hecho -susurró Berlinger-. ¿O quiere usted entregarlo a la policía de Roma para que sea interrogado y explique por qué penetró en el archivo secreto del Vaticano? ¿Quiere usted asumir la responsabilidad?

Felici juntó las manos y miró al suelo, como si quisiera rezar, pero el shock era muy fuerte, asedió a Berlinger:

– ¿Quién conoce la historia?

– Tres en esta sala, además de nosotros. -Echó una mirada a los monsignori, que éstos sin embargo no devolvieron. Tenían la vista fija en el suelo, expresamente ajenos-. Y Gianni, que realizó el trabajo de albañilería -añadió el cardenal.

– ¿Quién es Gianni?

– Nuestro factótum, un hombre piadoso y bonachón que hace cualquier trabajo que se le ordene.

– Pero más pronto o más tarde se irá de la lengua y explicará qué clase de trabajo tan cruel le fue encargado.

Berlinger meneó la cabeza:

– Esto sabrá impedirlo Dios nuestro Señor.

– ¿Qué quiere decir con esto, señor cardenal?

– Gianni es sordomudo.

– ¡Se hará entender de otra manera!

– Nadie le creerá. Todos saben que el hombre está loco.

Felici caminó vacilante hasta su escritorio. Se dejó caer en su silla y sacó un gran pañuelo blanco de su manga, luego se lo pasó por su cara roja. Los demás veían cómo meneaba la cabeza desconcertado, como si no pudiera, no quisiera, comprender lo que acababa de oír. Finalmente, se levantó de un brinco, se acercó a Berlinger, que seguía junto a la ventana y rugió como nunca se había oído de él:

– Berlinger, mándeme a ese Gianni. Que lleve consigo sus herramientas. ¡Nos encontraremos en cinco minutos ante las mazmorras de Inocencio!

Berlinger nunca había sido objeto de tal bramido, ni siquiera en el seminario de Ratisbona. Se asustó de muerte por la inesperada potencia vocal de Felici; aún quería decir algo, pero el cardenal secretario de Estado se puso frente a él y gritó:

– Y rece a Dios para que el delincuente aún esté con vida.

De paso, mientras alejaba de sí a Berlinger, como si éste fuera el acusado, dijo:

– Creía que la Inquisición había suspendido su actividad en el siglo pasado.

4

El rostro del hombre que aparecía en el agujero de la pared no mostraba emoción alguna. Guiñando ambos ojos miraba fijamente la luz deslumbradora de la linterna con que Felici iluminaba el trabajo del sordomudo Gianni. Probablemente ya se había resignado a morir y la inesperada acción de rescate debió parecerle un sueño. Vilosevic echaba una mano al sordomudo. Berlinger y los tres monsignori del Santo Oficio estaban aparte. Ninguno decía palabra. Cuando el agujero de la tapia fue lo bastante grande para poder pasar, se adelantó Felici y extendió la mano al preso. Sólo ahora se dio cuenta de que el hombre estaba con las manos atadas. Felici echó una mirada a Berlinger, pero éste desvió la vista a un lado.

Poco a poco el preso parecía comprender que el cardenal había venido para liberarlo. Por su rostro se deslizó una sonrisa incrédula, casi turbada y, mientras se esforzaba por pasar a través del agujero de la pared, balbuceó:

– Yo… yo quiero explicarlo todo.

– ¡De pronto quiere explicarlo todo! -gritó Berlinger malicioso desde el fondo.

Felici hizo un gesto involuntario con la mano y replicó:

– Más le valdría callarse, señor cardenal, pues no existe justificación para su comportamiento.

– ¡Exijo un interrogatorio ex officio! -babeaba Berlinger. ¡Tiene que revelar quiénes lo inspiraron, quiero nombres, exijo un esclarecimiento total!

El preso repitió su afirmación:

– ¡Quiero explicarlo todo!

Entonces Felici quitó las esposas al hombre y los tres monsignori lo condujeron por escaleras y pasillos, en los que podían estar seguros de no encontrar a nadie, hasta el Santo Oficio.

El interrogatorio en el segundo piso del edificio situado en la piazza del Sant'Uffizio convenía a la Inquisición, como cada encuentro secreto de más de dos purpurados en el Vaticano. Berlinger había convocado, bajo secreto papal, a media docena de dignatarios que se ocupaban del quinto evangelio (secreto que siempre se decreta en casos especialmente explosivos, como el caso de una monja del círculo inmediato de Su Santidad que, presa de éxtasis religioso, se recogía las faldas y comenzaba a elevarse libremente del suelo, un caso para los exorcistas, porque, como dicen los científicos naturalistas, es contra natura y por consiguiente producido por los demonios).

Detrás de una mesa larga y estrecha estaban sentados los tres monsignori, el cardenal secretario de Estado Felici, el presidente del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica cardenal Agostini, el director del archivo secreto papal monsignore della Croce, el director del Santo Oficio cardenal Berlinger, monsignore Pasquale, secretario privado de Su Santidad, el profesor Manzoni de la Universidad papal, Vilosevic, director de la oficina de prensa del Vaticano, y un prelado que dirigía el protocolo. Sobre la mesa había dos cirios largos y delgados encendidos. En frente había tomado asiento el acusado. Como en todas las salas de la administración vaticana olía, por motivos incomprensibles, a encerado.

Tras la llamada al Espíritu Santo, que precede cada actuación del Santo Oficio, comenzó Berlinger con voz aguda y cortante:

– ¡Diga su nombre!

– Mi nombre es profesor doctor Werner Guthmann.

– ¿Alemán?

– Sí. Soy profesor de coptología.

Murmullo entre los purpurados.

– ¡No lo hice por propia voluntad! -protestó Guthmann.

Berlinger extendió el dedo índice señalando al acusado:

– ¡Hable sólo cuando se le pregunte! ¿Qué buscaba en el archivo secreto del Papa?

– ¡Una prueba!

– Una prueba ¿de qué?

– Una prueba de que la Iglesia conocía el evangelio de Barabbas desde hace siglos.

Los cardenales, monsignori y padres mostraron evidente inquietud, se movían en sus sillas como mártires sobre las brasas ardientes. Berlinger echó a Felici una mirada furtiva, como si quisiera decir: ¿no lo supuse? No somos los únicos que conocemos el quinto evangelio. Luego preguntó a Guthmann:

– ¿Así usted cree saber que en el archivo secreto del Papa se guarda un quinto evangelio que la Iglesia mantiene bajo llave?

Guthmann se encogió de hombros:

– Esto se sospecha; cierto es sólo que en el archivo secreto se guarda una prueba.

Monsignore della Croce, director del archivo secreto, se inclinó intrigado sobre la mesa y dijo inquiriendo:

– Se le ha encontrado una cámara, pero el carrete estaba vacío.

– Sí -respondió Guthmann-, a quienes me hicieron el encargo les habría bastado con obtener una fotografía de la prueba.

– ¿Y en qué consiste la prueba?

– En un relieve del arco de Tito, que, cuando se reconoció su importancia, fue retirado por el papa Pío VIL

Manzoni se inclinó hacia Berlinger y le susurró algo que los demás no entendieron. Luego continuó:

– Díganos quiénes son sus inspiradores. ¡Y no se atreva a mentir!

– ¡No lo hice por propia voluntad! -repitió Guthmann-.

Me drogaron para hacerme dócil. Una mujer, Helena, fue su instrumento sin querer. Amenazaron con matarme si revelaba una sola palabra sobre quiénes me habían mandado. -Guthmann se levantó de un brinco-: Confesaré toda la verdad, pero, se lo ruego, protéjanme. El Vaticano es el único lugar del mundo en el que puede sentirse seguro alguien que haya fallado a los ojos de los órficos.

– ¿Órficos, dijo usted? -preguntó Felici.

Guthmann asintió impetuosamente.

– Los órficos son una orden secreta que se ha propuesto como meta dominar el mundo y su primer objetivo es eliminar a la Iglesia…

– Gracias, gracias, profesor -frenó Felici al acusado-, ya lo sabemos.

Guthmann miró interrogativo al cardenal, pero Berlinger se adelantó a Felici en su respuesta.

– ¿Acaso creía que se enfrentaba con débiles mentales en el Vaticano?

Los demás sonrieron con sapiencia y orgullo. Sólo Manzoni se quedó serio, estaba lívido.

– Hacía tiempo que yo lo sospechaba -observó en el largo silencio-, con Losinski teníamos un infiltrado. -Luego dirigiéndose a Guthmann-: ¿Usted conocía al padre Losinski, el jesuita polaco?

– ¿Losinski? -Guthmann intentaba recordar-: No conozco a ningún Losinski y mucho menos jesuita; pero no quiere decir nada. Yo llevaba poco tiempo viviendo con los órficos.

– Esto es una constatación sorprendente -replicó Berlinger, mientras guiñaba los ojos de manera que sólo quedaba una raya-, si tenemos en cuenta la responsabilidad que supone la misión que le confiaron.

– Lo sé. Pero yo sólo era un tapagujeros, si se quiere, pues el hombre que originariamente debía realizar esta misión dio la espalda a la orden y esto es pena de muerte a los ojos de los órficos. Oí que había muerto de un infarto en un manicomio de París. Pero no lo creo. Sé que los hombres con nombres mitológicos pisan cadáveres y sin duda yo mismo figuro en su lista macabra.

Felici intervino:

– ¿Cómo se llamaba el hombre?

– Vossius. Era profesor de literatura comparada e indirectamente a través de los diarios de Miguel Ángel se encontró con el secreto de Barabbas.

– ¿Y existen otros miembros de la orden que se ocupen del quinto evangelio?

– ¡Cómo puedo saberlo! -respondió Guthmann-. Es una norma de los órficos que ninguno sepa en qué trabaja el otro. Esto fomenta el estímulo, créanlo. Cada uno debe sentirse controlado por el otro, un sistema diabólico de personas diabólicas.

– Una cosa no tengo clara -objetó Felici-. Si los órficos persiguen el objetivo de destruir a nuestra Santa Madre Iglesia y si conocen el quinto evangelio mejor que nosotros, los hombres de la curia, ¿por qué hasta ahora no han hecho ningún uso de ello?

– Se lo diré, señor cardenal. Existe una razón concluyente para ello.

Berlinger se impacientó:

– ¡Hable ya de una vez, en nombre de Dios!

– En el pergamino cuyos fragmentos fueron dispersados por todo el mundo, existe un solo pasaje en el que el evangelista revela su identidad. Y precisamente esta parte no está en poder de los órficos.

– ¡Deo gratias! -exclamó entre dientes monsignore della Croce, una observación impropia de él, según le pareció a Berlinger, pues demostraba que el director del archivo secreto del Papa no tenía idea del asunto. Berlinger levantó sus delgadas cejas, echó una mirada despreciativa al monsignore y susurró:

– ¡Si tacuisses! -una forma de hablar nada extraña en la curia, a pesar de su origen pagano. Luego dijo dirigiéndose a Guthmann-: Pero los órficos saben dónde se encuentra este documento y no han cesado en sus intentos por obtenerlo.

– Así es, señor cardenal -respondió Guthmann.

– ¿Y con éxito?

Guthmann miraba al suelo. Sentía conjuntamente las miradas de los cardenales y de los monsignori. En la amplia sala desnuda reinaba un silencio expectante, cuando respondió:

– Lo siento, pero no estoy en condiciones de decirlo. El original se hallaba en posesión de una alemana que probablemente intentaba sacar el mayor dinero posible. Ni siquiera conocía el contenido del pergamino; pero cuanta más gente se interesaba por él, tanto más obstinada se volvía ella. Últimamente me la encontré en la fortaleza de la orden de los órficos, donde pretendía estar enterada de todo, del quinto evangelio, de Barabbas, de todo.

– ¿Lo cree posible? -preguntó Berlinger, inquieto.

– No puedo imaginármelo. ¿De dónde habría sacado ella esta información?

– ¿Su nombre?

– Anne von Seydlitz.

5

Guthmann fue conducido a una sala alejada, una especie de archivo, en la que se apilaban miles de actas sobre asuntos contrarios a la doctrina católica: procesos contra la transgresión y desprecio de los mandamientos de la Iglesia, herejías, blasfemias e intentos de reforma desautorizados, que fueron perseguidos con la proscripción o la excomunión como el movimiento de los cataros y los valdenses. Guthmann era vigilado por dos guardias suizos, aunque ni en sueños pensaba escapar.

Mientras tanto, la Congregación del Santo Oficio deliberaba sobre lo que debía ocurrir a partir de esta nueva situación y sobre ello defendían los señores cardenales y monsignori las opiniones más dispares, que, como también todo el interrogatorio, fueron recogidas ex officio en el protocolo y cada uno hablaba según su particular entender.

Para Felici, el viejo, había llegado el fin de la Iglesia, sin esperanza. Comparó Roma con la meretriz de Babilonia y citó el Apocalipsis de San Juan, donde el ángel con voz potente grita: «Cayó, cayó la gran ciudad. Quedó transformada en guarida de demonios, en asilo de toda clase de espíritus impuros, en refugio de aves impuras y asquerosas». Ya no veía ninguna oportunidad para la Santa Madre Iglesia.

El cardenal Agostini, el juez supremo de la curia, no quiso adherirse en absoluto a esta opinión. La Iglesia, arguyó con razón, superó crisis mucho mayores que ésta. Contestó a la Reforma del doctor Lutero con una Contrarreforma y superó épocas en que dos papas en sedes distintas combatían por el poder y cada uno inculpaba al otro de ser el diablo. ¿Por qué no debía superar esta crisis?

El cardenal Berlinger se mostró de acuerdo con él, con la salvedad de que la curia no debía dejar que pasaran libremente las cosas y esperar lo que se avecina. Sino que debía tomar más bien la iniciativa y luchar por su continuidad, es decir, debía intentar por todos los medios apoderarse del fragmento herético de pergamino.

Frente a él, el director del archivo secreto, monsignore della Croce, dio en pensar si el texto del quinto evangelio que ya se encontraba en circulación no era ya lo bastante destructivo para la doctrina de la Santa Madre Iglesia, de modo que cualquier esfuerzo estaría desde un principio condenado al fracaso.

Sólo uno se reservó la opinión y guardó obstinado silencio: el profesor Manzoni de la Gregoriana. Tenía la vista fija en la reluciente mesa y parecía estar muy lejos con sus pensamientos.

A la pregunta de Berlinger sobre si Su Santidad estaba informado con toda amplitud y cómo encaraba el problema, monsignore Pasquale dio a entender que Su Santidad había recibido las informaciones por boca del cardenal secretario de Estado con gran consternación y con idéntica humildad, lo que debido a su salud delicada era muy preocupante. Su Santidad desde hacía bastante tiempo se negaba a tomar alimento y su médico personal procedió a la alimentación artificial a través de transfusiones. Habla raras veces y, cuando lo hace, habla bajito, como pudieron comprobar los señores por sí mismos en los últimos días. Su estado psíquico debe ser calificado de depresivo. En este estado depresivo Su Santidad ha decidido convocar un concilio…

Vilosevic tosió nervioso.

Berlinger se levantó de un brinco. Miraba fijamente a Pasquale como si hubiera revelado una confidencia terrible, luego se dirigió al cardenal secretario de Estado y preguntó en voz baja:

– Eminencia, ¿lo sabía usted?

Felici asintió mudo y miró confuso a un lado.

Entonces Berlinger empezó a echar pestes y su voz desagradable resonaba estridente en la sala:

– Supongo que ya lo saben todos, los vigilantes de los museos vaticanos, los sacristanes de San Pedro y los alumnos de prácticas del Osservatore Romano, sólo el director del Santo Oficio lo ignora.

– Todavía no es oficial en absoluto -intentó Felici apaciguar al cardenal-, yo mismo me enteré solamente en una charla confidencial con el Santo Padre.

6

Berlinger se repantigó sobre la silla, apoyó el codo derecho sobre la mesa y apretó el puño cerrado contra la frente. En su cerebro estaba todo revuelto, sin embargo el sentimiento dominante era furor. Había esperado que en una situación como ésta, que caía directamente bajo su jurisdicción, hubiese sido informado el primero del propósito del Papa, él y no el cardenal secretario de Estado.

Durante varios minutos flamearon sus pensamientos en torno a este problema y tampoco los demás presentes se atrevieron a molestar la dolorosa ira de Berlinger. Finalmente éste interrumpió el silencio paralizante, después de haberse restregado los ojos con el pulpejo de la mano derecha:

– ¿Y cuál es el objetivo de este concilio? -Miró a Felici, exigente, como si quisiera decir: tú conoces la respuesta, seguro que Su Santidad te ha hablado de ello.

Felici miró inseguro a su alrededor por si alguien le podía quitar de encima la respuesta, pero nadie reaccionó, de modo que el cardenal contestó:

– No se habló de ello; pero si Su Santidad a tenor de la situación ha convocado un concilio, entonces… -Se atragantó.

– ¿Entonces? -enganchó Berlinger. Todos los ojos estaban dirigidos a Felici.

– Entonces sólo puede tratarse de un concilio que tenga por objetivo la disolución de la Santa Madre Iglesia.

– Miserere nobis.

– ¡Luzifer!

– ¡Penitentiam agite!

– ¡Fuge!, ¡idiota!

– ¡Hereje!

– ¡Dios se apiade de nosotros, pobres pecadores!

Como una jaula llena de locos vociferaban cardenales y monsignori revueltos, no reconocían, en vista del amenazador final, ni amigo ni enemigo, sólo gritaban y reñían unos contra otros de modo obsceno, sin motivo aparente.

El motivo quedaba oculto en sus almas y en su entendimiento, que sencillamente no estaba preparado para esta confidencia y las consecuencias que cabía esperar. Su mundo, en el que ocupaban lugares privilegiados, amenazaba con derrumbarse. Ni siquiera un santo estaría a la altura de una tal situación, mucho menos un monsignore.

Poco a poco fue calmándose el griterío, que más parecía de una taberna en el Trastevere que del Santo Oficio y uno tras otro entraron de nuevo en razón. Se avergonzaban frente a ellos mismos y nadie se atrevía a reanudar el diálogo, aunque habría habido mucho que decir en vista de la derrota. Pero cuando los tiempos eran malos para la Iglesia, siempre hubo en el Vaticano más enemigos que servidores de Dios.

– Tal vez -empezó uno de los monsignori del séquito de Berlinger-, tal vez el Señor nos envió esta prueba, tal vez lo quiso así, igual que fuera traicionado en el huerto de Getsemaní. Tal vez quiere castigarnos por nuestro orgullo.

El cardenal le cortó la palabra:

– ¡Qué va, orgullo! Tonterías. Yo no conozco el orgullo, ni Felici, ni Agostini.

El monsignore meneaba la cabeza.

– No me refiero al orgullo individual, pienso en la altanería de la institución. Nuestra Santa Madre Iglesia habla desde siempre con una omnipotencia que infunde miedo al cristiano devoto. ¿No nos enseñó humildad el Señor? La palabra poder no salió ni una sola vez de sus labios.

En los demás las palabras sencillas del monsignore impulsaron a la reflexión. Sólo Berlinger, que, resignado, acababa de echarse sobre la oscura mesa como un borracho, se irguió y tomó una postura amenazante:

– Sabe usted, hermano en Cristo -acotó con voz de falsete en un tono despectivo-, una observación como ésta puede hacer que su caso sea tratado ante la Congregación.

Entonces el monsignore alzó la voz y el agitado murmullo que su réplica levantó permitía sospechar que jamás en la vida había hablado con un cardenal en ese tono.

– Señor cardenal -dijo-, parece no haber comprendido todavía que ha pasado el tiempo en que los que pensaban de otro modo eran quemados en la hoguera. Tendrá que aceptar en el futuro otras ideas distintas de la suya.

Los otros dos monsignori hicieron desaparecer con la rapidez del rayo sus manos en las amplias mangas, un acto que se parece curiosamente a la desaparición del polluelo bajo las plumas de la clueca, y buscaron probablemente protección en esta actitud porque temían el castigo del cardenal; pero para su sorpresa no sucedió nada. Berlinger parecía perplejo de que un monsignore se atreviese a tratar de esta forma provocadora al director del Santo Oficio.

Agostini, por razón de su cargo acostumbrado a conciliar disputas intelectuales, intentó alisar las olas lanzando en el debate:

– Señores míos, los combates particulares no sirven a nadie. Necesitaremos cada alma en la lucha contra nuestros enemigos… si queda todavía alguna oportunidad.

– ¿Oportunidad? -El cardenal secretario de Estado soltó una risa amarga, sonó extravagante en boca del octogenario.

Agostini se dirigió a Felici:

– Eminenza, ¿no cree ya en nuestra oportunidad?

El interrogado torció los ojos como si se burlase de esta pregunta:

– ¡Cuando ya suenan las trompetas que anuncian el juicio final, no conseguirán ustedes aplazar la cita, hermanos en Cristo!

Durante la discusión, uno había llamado la atención por su silencio, el jesuita profesor Manzoni. Esto contradecía su talante; pero su reserva estaba motivada menos por conmoción o confusión que por conocer la situación mejor que los demás y por haber adoptado una determinación diabólica. En todo caso siguió la discusión con cierta indiferencia, de ordinario más propia de un filósofo. Si los cardenales y los monsignori no hubieran estado tan excitados y en aquel ambiente de debacle, entonces sin duda habrían notado que Manzoni se burlaba en general del griterío de sus cofrades.

Manzoni sonrió también cuando el cardenal Berlinger, con una ingenuidad conmovedora, propuso, en vista de la grave situación, si no deberían traer aquí desde la lejana Apulia al capuchino milagrero padre Pío, un hombre con poderes taumatúrgicos y el don de la bilocación. El padre Pío llevaba desde hacía años las llagas de nuestro Señor, así que no era inferior a San Francisco de Asís; al contrario, mientras que Francisco se rodeaba de animales y entendía su lengua, Pío lucha de noche contra la mayor bestia, el diablo, y siempre se le encuentra por la mañana en su celda gritando y bañado en sangre como un guerrero después de una cruel batalla.

Detrás de Barabbas, el autor de aquel quinto evangelio, sólo uno podía esconderse: Lucifer. Tal vez le sería dado al padre de Apulia vencer a este Lucifer y a su maldito quinto evangelio, dijo el cardenal.

– ¡Dios mío! -comentó Felici el razonamiento de su colega en el cargo. No dijo más.

A lo que replicó furioso Berlinger:

– Señor cardenal, si se muestra escéptico frente a la realidad de lo sobrenatural, entonces niega también la existencia del demonio, y si niega a Lucifer, entonces, permítame la advertencia, se halla fuera de esta nuestra Santa Madre Iglesia.

Entonces se levantó de un brinco el viejo Felici, quería abalanzarse sobre Berlinger por encima de Agostini, pero antes de que sucediera, Agostini, un gigante de hombre, se levantó y apartó a un lado los gallos de pelea. Mientras Felici se santiguaba y juntaba las manos, Berlinger dedicaba un tiempo infinito a abrocharse dos botones de la sotana que habían saltado con la excitación.

Manzoni se levantó ceremonioso y dijo:

– Así, hermanos míos, no avanzamos. Pero denme cuatro o cinco días de tiempo. Tal vez el problema se resuelva por sí mismo.

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