Tras apenas una hora de viaje nocturno por la autopista desde el aeropuerto Thessaloniki en dirección al sur, el Land-Rover verde tomó la salida de Katerini. Katerini es una pequeña ciudad rural pintoresca del noreste de Grecia que tiene a su espalda el Olimpo, de casi 3.000 metros de altitud, un típico mercado con mesas y sillas en la calle y con bombillas que se encienden por la noche, así como una carretera principal que hacia el sudoeste conduce a Elasson, desde donde se llega a los Meteoros, los monasterios flotantes en el cielo; antes eran veinticuatro, hoy sólo cuatro están habitados.
En algún lugar a medio camino, el automóvil redujo la marcha y giró a la izquierda por un camino rural, que consistía principalmente en dos sendas de carro llenas de grava y en el centro una capa de hierba, y Guthmann comprendió por qué habían ido a recogerlo con un vehículo todo-terreno. Los faros ejecutaban un verdadero baile de San Vito sobre las onduladas vías de carro para gozo del joven conductor, que visiblemente se divertía con este camino lleno de baches.
– Sólo tres kilómetros cuesta arriba -dijo Thales dirigiéndose a Guthmann- y estaremos en Leibethra. Por desgracia el último trecho de camino tendremos que recorrerlo a pie.
Guthmann asintió con una sonrisa, aunque no le fue fácil sonreír.
Thales, que conocía cada curva de este serpenteante camino, dijo mientras el automóvil, en primera, se torturaba por subir la cuesta, siguiendo una curva a otra curva y apareciendo de pronto a un lado y luego al otro áridos muros de peñascos y declives profundos, de modo que el estómago de Guthmann empezaba a removerse:
– Quisiera hacerle notar un par de peculiaridades, es decir, son peculiaridades para usted, que viene por primera vez a Leibethra.
Guthmann asintió.
– Empiezan por el tratamiento. No empleamos el «usted» ni mucho menos el «tú», sino que tratamos deferentemente a nuestros paisanos de «vos», pues según nuestra filosofía el hombre es la medida de todas las cosas. Y porque defendemos este principio, no vivimos ascéticamente en absoluto, como se nos critica a los monjes de Meteoros, de Agia Trias o de Agios Stephanos; aunque vestimos de oscuro, esto no tiene nada que ver con la mortificación de uno mismo, sino que es la expresión de nuestra ideología uniforme. Por esto cada uno de nosotros lleva también su nombre monástico.
– Entiendo -observó Guthmann reflexivo, aunque no entendía absolutamente nada y encontraba las explicaciones de Thales bastante contradictorias. Estaba a punto de lamentar su decisión, pero ya se había decidido a quemar las naves y Leibethra era realmente el lugar más seguro de Europa para desaparecer o sencillamente retirarse. Y eso quería Guthmann: retirarse, abandonar tras de sí todas las presiones, un matrimonio frustrado, la lucha competitiva de su profesión académica y los aburridos acontecimientos sociales, que para un hombre de su categoría se habían convertido en una obligación y por esto los odiaba.
Thales miró a Guthmann de lado en la oscuridad del coche y manifestó:
– ¿No se arrepiente de haber venido?
– Claro que no -subrayó Guthmann para tranquilizar a su acompañante-, sólo que estoy reventado. El vuelo y el fatigoso viaje en coche, ¿sabe?
De pronto, arriba, encima de ellos, aparecieron luces que parecían luciérnagas en una noche de junio.
– ¡Leibethra! -exclamó Thales señalando con el dedo y, al cabo de un rato, añadió-: Aún está a tiempo, aún puede pensárselo…
Pero Guthmann le cortó la palabra:
– No hay nada que pensar. ¡Mi decisión es firme!
– Está bien -replicó Thales-, sólo quería advertírselo, pues no hay regreso posible. Pero esto ya se lo expliqué con detalle.
Guthmann vio las luces que se aproximaban: ¡Leibethra! Le golpeaba el corazón, mucho había oído de este enigmático lugar en los últimos días. Thales le había explicado qué tipo de gente vivía en este monasterio. Qué digo monasterio: fortaleza monástica lo había llamado Thales. Y era el concepto que mejor cuadraba a la institución.
– ¿Sucedió una vez que un miembro de esta comunidad, es decir, hubo ya un caso…?
– En los últimos años sólo uno -replicó Thales, que en seguida captó a qué se refería el otro y se colocó bien sus gafas sin montura, lo que, según había experimentado Guthmann hacía tiempo, era un signo inequívoco de disgusto-. Cada cual es libre de abandonar el mundo -añadió Thales-, pero esperamos que, una vez lo haya hecho, no vuelva nunca a la vida humana normal. Para tales casos están los peñascos frigios.
– No entiendo.
– Los frigios, en Asia Menor, acostumbraban a despeñar a los delincuentes, pero también permitían al convicto que se tirara de las rocas por sí mismo. Una forma elegante de pena de muerte. Antes se practicaba entre nosotros, ahora nos hemos vuelto más humanos. La moderna bioquímica nos ofrece medios y vías para asegurarnos el silencio de quienes comparten nuestros conocimientos.
El Land-Rover atravesó con marcha lenta una estrecha pasarela tensada sobre un precipicio. En la oscuridad no podía verse cuán profundo era. El motor gemía a bajas revoluciones cuando el camino formó una cuesta empinada, tan empinada, que las luces del coche enfocaban el vacío, como el rayo de un faro. Luego de pronto el capó del automóvil se inclinó hacia abajo, porque la bajada era igualmente empinada, y Guthmann pudo distinguir casas oscuras en torno a una plaza iluminada, en la que todavía reinaba bastante animación.
Al aproximarse, vio gente con cara de estúpida, hombres con extrañas muecas y mujeres que prorrumpían en estridentes risas al parecer sin motivo. Los niños andaban con la cabeza tan grande como un melón sobre un cuerpo pequeño desarrollado normalmente y un anciano vestido de blanco, calvo, estiraba un cordel con el que arrastraba tras de sí un barco de juguete. Algunos saludaban amablemente con la mano, otros se acercaban a la ventanilla del coche y hacían muecas como chiquillos.
– No tema -dijo Thales, que observó el rostro desconcertado de Guthmann-, son inofensivos, lamentables criaturas a las que la naturaleza les ha negado un entendimiento normal. Pero qué quiere decir normal. Usted mismo sabe que de la genialidad a la demencia sólo existe un paso. Oficialmente Leibethra es una colonia de locos sostenida por nuestra orden. Esto nos da prestigio y la certeza de que nos dejarán en paz. Pues nos protegemos por un círculo de locura.
– ¿Cómo debo entenderlo?
– Cualquiera que pretenda llegar a nosotros tiene que atravesar esta colonia.
El conductor hizo sonar enérgicamente el claxon para abrirse paso a través del pueblo; lanzaba de vez en cuando fuertes gritos por la ventanilla abierta, como si quisiera asustar a los curiosos que se agolpaban al automóvil.
Detrás de una curva apareció una puerta de hierro bien iluminada, que conducía al interior de la montaña y que al aproximarse el coche se abrió como por arte de magia. Detrás había una galería con una bóveda rocosa. Al fondo estaban aparcados algunos vehículos todoterreno, a la izquierda zumbaban varios grupos electrógenos protegidos por un muro de rejilla y la pared de enfrente estaba ocupada por dos ascensores, que hoy se ven sólo en edificios antiguos de inquilinos, hechos de caoba rojiza y con cristales pulidos en las puertas.
– Hemos llegado -dijo Thales al detenerse el ascensor y rogó amablemente a su acompañante que se apease-. Enseguida le traerán el equipaje. Venga.
Guthmann esperaba encontrar un monasterio, pero esto tenía más bien la pinta de un hotel. Quedó sorprendido.
– ¿Seguro que se lo imaginaba de otra manera?
– ¡Claro! -replicó el visitante-. Menos lujo, más ascética.
Al abandonar el ascensor, se escuchaba música clásica procedente de algún lugar. En el resplandeciente suelo embaldosado de una antesala en forma de medialuna había, perfectamente ordenados, sillones de madera pulida y sillas de enea, como los que exponían los naturales del lugar. En el ascensor de la parte opuesta se veía una serie de ventanitas de arco de medio punto. En ambos lados había corredores que conducían a direcciones opuestas. El conjunto daba la impresión de amplitud y parecía alejado de la estrechez del monasterio de Meteoros.
Thales indicó al extranjero el camino de la izquierda, donde una escalera estrecha conducía al piso de arriba, a una especie de galería, en la cual había dos puertas, una junto a otra, separadas por un espacio regular; este par armonizaba en la forma y color del marco con otro par de puertas situado en la parte opuesta. Mientras caminaban por el largo corredor, Guthmann pensó que no se habían topado con nadie; pero sin embargo la arquitectura vacía de personas daba una impresión menos inquietante que la plaza del pueblo llena de gente.
– Para responder a su objeción -dijo Thales caminando, pero se corrigió en seguida-: Para responder a vuestra objeción: la ascética es algo admirable, pero un asceta no es un sabio ni mucho menos. Nada contra la ascética en el sentido de falta de necesidades. Si Diógenes sólo usaba un tonel donde vivir, nada que objetar; pues Diógenes mismo eligió este modo de vida y era feliz así. Pero la ascética monacal no es sino un error. Pablo sencillamente no entendió la filosofía de los estoicos griegos y vio en ella un remedio probado en la lucha contra el vicio y las malas costumbres. La ascética cristiana va dirigida a la represión y destrucción de la naturaleza humana, no sólo del goce sexual, sino también del placer de la vista, del oído, del gusto. En cambio la verdadera filosofía estoica propugnaba vivir de acuerdo con la naturaleza. Si la Iglesia tuviera razón, todos los monasterios serían baluarte de la felicidad, de la paz, de la verdad; ¿acaso es así? Casi no encontrará otro lugar en el mundo en el que la infelicidad, la enemistad y la mentira estén tan extendidas como en un monasterio.
Guthmann se detuvo y miró sobresaltado a Thales:
– Por vos habla la amargura, Thales, una profunda amargura.
– ¿No me creéis?
Guthmann se encogió de hombros.
– Podéis creer cada palabra, profesor, sé de qué hablo, he pasado media vida entre muros de convento y media vida sólo he soñado una cosa, libre albedrío. ¿Podéis imaginaros lo que esto significa? No. Esto sólo puede experimentarlo quien haya vivido en penitencia. Todo lo real y efectivo en esta Tierra es corporal, y el poder del hombre no es algo inmaterial o abstracto, el verdadero poder del hombre, con el que es capaz de mover montañas, es el libre albedrío. Sólo el correcto tomar y dejar, hacer y dejar de hacer conforme a la razón y a la naturaleza, garantiza la felicidad humana. Un hábito roba a las personas la mitad de sus capacidades intelectuales.
– ¿Fuisteis monje?
Thales inclinó la cabeza y Guthmann reconoció en la coronilla un círculo donde el pelo crecía degenerado, resto de una antigua tonsura.
– Capuchino -dijo Thales, sin mirar al otro-, os afeitan una aureola de santidad en el melón hasta que vuestros cabellos se resignan. El acto es sintomático. Ascética hasta la alienación. Pero en algún momento comprendí que no tenía sentido tener inscrito en la tumba: «Vivió como un santo», y que millones de personas se pregunten: «¿Y qué servicio ha prestado a la humanidad?». Pero no os quiero aburrir con mi historia.
– ¡Oh no! -replicó Guthmann-. No me aburrís en absoluto. Al contrario, me hace reflexionar.
– ¡Y yo que ya creía haberos asustado!
– Ciertamente que no -mintió Guthmann-, sólo que -hizo una pausa indecisa- el libre albedrío propagado por vos significaría en última instancia que aquí ofrecéis también sitio a las mujeres.
– ¡Naturalmente! -contestó Thales como si tal cosa-. Precisamente os dije que esto de aquí no es tanto un monasterio como un movimiento. Pretendemos tener en nuestras filas las mentes más preclaras, de modo que nos conduciríamos a nosotros mismos ad absurdum si sólo hubiera hombres aquí.
– ¿Y esto no provoca complicaciones?
Thales rió. Con sorpresa constató Guthmann que el hombre que durante siete días lo había acompañado se reía a carcajadas por primera vez.
– ¡Claro! -gritó-. Es ley natural: el comportamiento antagónico del hombre y la mujer produce el desarrollo de una sabiduría en dos sentidos opuestos pero que se necesitan y complementan, es la tensión primordial. Pero la tensión es una de las manifestaciones más fascinantes de nuestra mente.
Mientras decía esto, Thales abrió una puerta entornada, que en la parte superior estaba marcada con un renglón de símbolos tan grandes como la palma de la mano, con triángulos y cuadrados verticales e invertidos, que, observándolos detenidamente, debían de desprender algún significado.
– En Leibethra no hay números -observó Thales, que se fijó en la mirada escrutadora del profesor-. Esto le sorprenderá tal vez, pero el ser humano no necesita números. Los usamos únicamente de modo extra oficial, sólo porque muchos creen que no se pueden expresar sin números. La devoción por la cifra es uno de los mayores infortunios de nuestro tiempo. Los números crecen en lo inconmensurable y llegará un día en que la humanidad será devorada por los números, como nuestros órganos por el cáncer.
Guthmann no decía nada, pero en el fondo daba la razón a Thales. Ya Pitágoras, el descubridor de las matemáticas, afirmaba que todo lo importante de este mundo podía explicarse con diez dedos. El universo, el espacio, se completa en tres dimensiones, el tiempo consta de pasado, presente y futuro, y toda realidad tiene un principio, un medio y un fin. Pero antes de que Guthmann pudiera concluir su pensamiento, lo que vio ante sí le causó mayor sorpresa que todo cuanto había encontrado en aquel extraño lugar.
Ante él tenía un apartamento exquisitamente amueblado, una sala de estar con televisor y teléfono, un estudio con biblioteca y una sala de baño con cerámica blanca, como uno antes se espera de un hotel de lujo, que de un monasterio. Mientras Thales le enseñaba las habitaciones, el chófer trajo el equipaje.
– Espero no haber exagerado -dijo Thales-, está tal como lo dejó vuestro antecesor. Naturalmente podéis arreglarlo de la manera que os sintáis mejor. Justo dentro de una hora vendrán a recogeros para cenar en comunidad.
Tras esta indicación, Thales se fue y Guthmann pensaba si realmente lo vivía o lo estaba soñando. Se sentía terriblemente cansado y sabía que el cansancio es capaz de simular las cosas más increíbles. Pero luego se dejó caer en un sillón de orejeras estampado en amarillo, estiró las piernas, miró en tomo suyo y estuvo tentado de pellizcarse por si sentía dolor. En esto que sonó el teléfono.
– Sí… -dijo Guthmann temeroso.
Era Thales:
– Olvidé decírselo [3]: se viste traje oscuro para la cena.
Un personaje curioso, pensó Guthmann, pero ¿acaso no era curioso todo lo que había ocurrido en las dos últimas semanas? ¿Cómo conocía Thales la situación en que él, el profesor Werner Guthmann, se hallaba? ¿De dónde había sacado él, Guthmann, el valor de seguir a un hombre que no conocía en absoluto, que ni siquiera dijo su verdadero nombre, que sólo le había hecho promesas de las que un hombre en su sano juicio debía decir que no se podían cumplir? ¿No era Leibethra un sueño, una utopía? ¿No era un desvarío de filósofos pueriles reunir los cerebros más preclaros del mundo en un mismo lugar bajo un mismo techo, cada uno de ellos el más ilustre en su disciplina, para así frenar la decadencia de la humanidad, que se inició, según decían ellos, con la historia humana?
Mientras estaba sentado reflexionando si no sería presa de una locura, idea que curiosamente no se le había ocurrido en los días anteriores porque las palabras y las promesas de Thales sonaban muy convincentes, pasó el tiempo volando y tuvo que cambiarse rápido para la cena.
A la hora prevista llamaron con los nudillos y Guthmann se precipitó hacia la puerta para abrirla. Esperaba a Thales, porque no conocía a nadie más aquí, pero frente a él estaba una mujer, que dijo:
– Mi nombre es Helena, tengo que acompañaros a la cena, profesor.
Guthmann se quedó petrificado. Ni él mismo sabía cuánto tiempo se había quedado mudo delante de la mujer desconocida, inseguro de si debía invitarla a pasar o examinarla primero de pies a cabeza. Helena daba externamente la impresión de inteligencia y disciplina, una pareja de virtudes corriente, aunque no existen en general razones para este nexo. Llevaba el pelo estirado hacia atrás y parecía querer reforzar su rigor humedeciéndolo con un gel. Unas finas gafas negras hacían el resto. Helena vestía un estrecho traje sastre oscuro y zapatos negros con tacones altos, y su apariencia le pareció a Guthmann muy adecuada para enviar señales eróticas. Por lo menos en él no erraron el tiro.
– Perdone usted -se corrigió- perdonad, estoy algo desconcertado, no os esperaba a vos.
Como si no hubiese oído sus palabras, Helena dijo fríamente:
– Venid, es hora. Tenéis que saber que la cena en Leibethra es una institución. No se puede llegar tarde. Disciplina ante todo.
En los pasillos, que antes habían estado vacíos, reinaba ahora la animación. Se hablaba caminando como en un foyer, y esta circunstancia quitaba mucha magia al edificio, que para Guthmann estaba lleno de enigmas.
Al llegar abajo, se dirigieron a la derecha, cruzaron la antesala en forma de medialuna con los ascensores a la derecha y, como los demás, buscaron el largo corredor en la parte opuesta. Cada vez más personas vestidas de oscuro, entre ellas mujeres, se encontraban y accedían a una sala con vigas altas. El suelo de piedra estaba cubierto de alfombras. Una mesa en forma de una gran T ocupaba casi todo el espacio.
– No existe un orden para sentarse -observó Helena-, excepto en la mesa de enfrente.
Cuando finalmente todos los presentes hubieron tomado asiento en la larga mesa (probablemente eran alrededor de sesenta), por una puerta trasera cercana a la mesa que formaba el trazo horizontal de la T, aparecieron cuatro hombres acompañados de una figura extraña, que a pesar de su americana cruzada oscura no se podía reconocer fácilmente si se trataba de un hombre o de una mujer.
– Es Orfeo -dijo Helena con un movimiento de cabeza y, al percatarse de la mirada interrogativa de Guthmann, añadió explicando como si describiese algo completamente normal-: Habéis de saber que Orfeo es un híbrido; si es más hombre o más mujer no tiene importancia. Nunca me he parado a pensarlo, pero el hecho es que lo hemos elegido Orfeo porque es el más inteligente de todos, un sabio, que conoce los secretos de la vida. Si existe alguien capaz de parar los ríos, de fundir la nieve, de hacer que las piedras hablen y los árboles caminen, ése es él. Orfeo es un genio, ¿qué digo?, ¡es el genio por antonomasia!
Por Thales había sabido Guthmann que dirigía la orden un profesor americano, un genio universal de la Universidad de Berkeley, que se distinguía no sólo por su capacidad intelectual extraordinaria, sino también por un capital heredado de acciones, capaz, según se contaba, de hacer temblar las bolsas de Nueva York y París. Y ambas cosas las había traído a Leibethra. El motivo de su retiro era muy parecido al de Guthmann: repugnancia por la mafia científica. Pero éste se había imaginado de modo muy distinto a este Orfeo.
Inseguro, Guthmann se inclinó hacia Helena que se había sentado a su lado:
– Si os he entendido bien, éste es el profesor…
– Arthur Seward -lo cortó Helena-, Berkeley, California. Pero no hablamos de nuestro pasado, a no ser por voluntad propia. Éste es uno de los motivos por los que cada cual lleva un nombre de la orden.
– Entiendo -dijo débilmente Guthmann y ahora, después que Orfeo hubo tomado asiento con sus cuatro acompañantes, reconocía a Thales a la derecha de Orfeo.
Camareros vestidos de blanco trajeron un entremés compuesto de vegetales, lo que propició la observación de Helena:
– Si hasta ahora habíais comido carne, olvidadlo. Todos somos vegetarianos.
– A mí ya me va bien -murmuró Guthmann. Los entremeses estaban deliciosos-. Lo que me gustaría saber: Thales desempeña aquí una alta función. Yo no lo sabía, en cualquier caso él no me lo insinuó.
– Oh, sí -respondió Helena y su tono de voz reflejaba cierta admiración-, Thales en nuestro microcosmos es el agua que lo mueve todo.
– ¿Cómo debo entenderlo?
– Los cinco que se sientan en la parte frontal de la mesa forman juntos el pentagrama, que flota sobre nuestro movimiento. -Helena dibujó con el dedo una estrella invisible sobre la mesa-. Esta estrella es el símbolo de la omnipotencia y del autodominio mental. Podéis girarla como queráis, siempre tiene la misma forma. Una punta es Orfeo, la segunda Thales, Anaxímenes la tercera, y Heráclito y Anaximandro representan las otras dos puntas. Por esto hablamos de pentagrama. Podríamos decir también que son el senado o el cuadro de directores. Es decir: en la cúspide está Orfeo, dependiendo de él están los cuatro elementos. Thales responde del agua y está encargado de los asuntos relacionados con la ciencia, la religión y las iglesias. Anaxímenes representa el aire. En su jurisdicción recaen el arte y la historia. Heráclito, que simboliza el fuego, es un gran maestro de la filosofía y de la psicología y, dicho de paso, mi maestro. Y Anaximandro, que reconoce la tierra como su elemento, responde a todas las cuestiones relativas a la técnica y al futuro. Juntos dominan el cosmos en todas las cuestiones. Pero no están solos en su disciplina. Cada uno tiene cuatro coadjutores con una especialidad propia y diferente lengua materna.
Se sirvió el plato principal, un excelente arroz con berenjenas y pasas, acompañado de un vino tinto seco, y Guthmann, que suponía tener que estar al servicio de Thales, incluso hasta de coadjutor, preguntó:
– ¿Cómo se explica lo del pentagrama; quiero decir, cómo se forma el cuadro de directores? O preguntado de otro modo: ¿por qué sois coadjutora de Heráclito y no al revés?
Sobre el rostro serio de Helena afloró una sonrisa.
– Los miembros del pentagrama -replicó sobriamente-son elegidos por todos nosotros. Cada uno es libre de demostrar su sabiduría. Si la comunidad lo tiene en mejor estima que a su superior, el coadjutor se convierte en superior.
– ¿Y esto ocurre a menudo?
– No a menudo, pero ocurre. El último caso fue Thales. Thales fue durante seis años coadjutor de otro; luego hizo un descubrimiento extraordinario. Pero el superior aseguraba que era su descubrimiento. Se enzarzaron en un agrio debate. Estábamos ante la alternativa de elegir a uno o al otro. La subida de uno habría significado la caída del otro, pues dos no pueden representar el elemento agua. Así que les exigimos que aportaran pruebas para su hipótesis. Orfeo estableció una importante suma para las investigaciones científicas, pero pronto quedó claro que ambos se habían precipitado. Thales hasta hoy es deudor de la prueba, su rival viajó para unas investigaciones a Francia, donde creía hallar la solución, y no ha regresado. Pero el hecho de que Thales os haya traído de Berlín permite colegir que está próxima la solución. ¿O en realidad la tiene ya?
Guthmann hizo un movimiento con la mano indicando que todavía se estaba muy lejos de ello. En lo íntimo empezaba a preguntarse si realmente habría tomado la decisión correcta, si Leibethra no era haber ido de Guatemala a Guatepeor. Pero reprimió rápido la idea y manifestó:
– Dicho francamente, no sé siquiera con exactitud de qué se trata. Thales hizo sólo alusiones, buscaba un experto en papirología copta y me preguntó si estaba dispuesto a trabajar para él y su organización.
– ¿Organización? -interrumpió Helena-. ¿Thales dijo realmente organización?
– Bueno, tal vez se expresó de otro modo, en cualquier caso su oferta me vino de perlas. Quiero ser sincero, me hallaba en una crisis, a causa de un previsto divorcio en el que hubiera perdido la mayor parte de mis posesiones y de la institución científica, que exigía más administración que investigación. Entonces me pareció tentadora la posibilidad de abandonarlo todo de un día para otro.
Helena inclinó la cabeza asintiendo.
– La mayoría de nosotros tenemos un destino parecido.
– ¿Y vos? -preguntó Guthmann intrigado.
– ¿Qué hay que contar? -contestó Helena con un deje de amargura-. Se llamaba Jan, era holandés y neurofisiólogo como yo. Nos conocimos en el Instituto de Neurofisiología de la Universidad de Göteborg. Soy sueca, debéis saberlo, me llamo Jessica Lundström. Nos casamos, pero luego se demostró que yo era la mejor científica. Jan no pudo soportar que fuese yo y no él quien obtuviese la cátedra de neurofisiología de la Universidad de Göteborg. Empezó a beber, al final perdió incluso su plaza de asistente, me pegaba y saboteaba mi trabajo. Un día lo eché todo a rodar.
Guthmann observó a la mujer, que de pronto daba la impresión de estar desamparada y necesitar ayuda, y que miraba fijamente la mesa en un asomo de dolor. La dureza que de ordinario reflejaba su rostro había desaparecido.
– ¿Y de qué os ocupáis aquí, en Leibethra? -preguntó Guthmann con precaución.
El rostro de Helena cambió de expresión, como si hubiera regresado de otro mundo:
– Heráclito me encargó analizar la herencia biológica de tres tipos principales de cerebros y en relación con ello resolver el enigma de los sentimientos; pues quien domina los sentimientos, domina la humanidad.
– ¿Y habéis conseguido algún resultado?
– Desde el punto de vista evolutivo sí, pero si se trata de una manipulación colectiva de las emociones, entonces estoy lejos de hallar una solución.
– ¡Helena, tenéis que explicármelo! -rogó Guthmann con entusiasmo.
– Bueno, sí, el objetivo es fácil. Se trata de proporcionar un mismo sentimiento a una categoría de personas, una profesión, una edad, todo un pueblo. Así por ejemplo: todos los árabes aman a todos los israelíes. O: todos los alemanes aman a todos los franceses. Comprendéis lo que significaría en última consecuencia: no habría más guerras.
– Pero -objetó Guthmann- a la inversa significaría que quien tuviese la fórmula podría atizar los odios, agitar al árabe contra el israelí, al alemán contra el francés y desviarlos de sí y de sus propios problemas.
– Existen drogas que administradas adecuadamente influyen en la voluntad humana. Su antecesor, el profesor Vossius, quería arrojarse a todo trance de la torre Eiffel. ¿Cree que lo movía su propia voluntad?
– ¿Entonces tienen ustedes aquí en Leibethra el poder sobre la vida y la muerte?
– Así es, profesor, y por esto nos tomamos tan en serio la problemática. Sólo que, como dije, no se vislumbra una solución de los problemas generales.
– ¿Y todo esto está relacionado con la herencia de los tres principales tipos de cerebro? ¿Podéis explicármelo un poco más?
Ahora Helena estaba en su elemento:
– El encéfalo humano consta de tres partes concéntricas que se han ido formando a lo largo de la evolución. La que está más adentro es el romboencéfalo, también llamado cerebro de reptil porque aún hoy lo posee este animal. En este romboencéfalo se almacenan sólo los instintos, la costumbre de devorar, atacar y defenderse. Sobre él está el mesencéfalo. Se trata de una evolución más reciente del anterior, aunque su antigüedad se calcula en un par de cientos de millones de años, es un logro de los mamíferos. En éste aparece por primera vez el concepto de sentimiento: miedo y agresión, pero también precaución y orientación espaciotemporal. Al homo sapiens lo distingue el prosencéfalo que está encima. Sin embargo, y éste es el principal problema de mi trabajo, una información que llegue al cerebro tiene que pasar antes por el cerebro de reptil y por el mesencéfalo, por lo que siempre está expuesta a las emociones. Podéis imaginaros las posibilidades que se abren, si se pudieran manejar estas funciones.
– ¿Y cómo debe uno imaginarse tal manejo?
– A corto plazo, mediante drogas, mezclándolas con agua o con abono químico. A largo plazo, mediante la manipulación genética.
Helena fascinaba al profesor de un modo extraordinario. Su actitud seca, masculina, ejercía en él una curiosa excitación. Detrás de las finas gafas negras se ocultaban unos ojos grandes y oscuros, y él no estaba seguro si el motivo de llevar estas gafas radicaba en la miopía o en la necesidad de privar a los demás de la mirada directa de esos ojos maravillosos, de la misma manera que la ropa interior no sirve para calentar, sino para cubrir la provocación.
Como si adivinase sus pensamientos, Helena preguntó sin mirar a Guthmann:
– ¿En qué pensáis?
– Oh, yo… estoy fascinado -balbució Guthmann, vacilante-. No sé si podré continuar aquí con mis humildes conocimientos. ¿A quién interesan los viejos manuscritos coptos?
– No os engañéis -objetó Helena-, cada uno de los que veis sentados a la mesa no entiende prácticamente nada de lo que está haciendo el otro; pero para el otro su trabajo es un libro con siete sellos. Conjuntamente somos, sin embargo, el cerebro universal de la humanidad.
Helena señaló con el dedo hacia delante, donde la larga mesa quedaba cortada por el travesaño de la gran T.
– Ved los dos de la primera fila. El de la derecha está supeditado como yo a Heráclito. Se llama Timón, su nombre civil era doctor Marc Warrenton, procede de Oxford y es el mejor especialista mundial de criptonesia.
– ¿Criptonesia?
– Criptonesia es la capacidad de recordar informaciones olvidadas. Esta capacidad llega a ser tal en algunas personas que están en trance hipnótico, que revelan hasta informaciones de vidas anteriores, lo que puede ser tomado como una prueba de la reencarnación. Con ayuda de un inglés, Timón descubrió cosas del antiguo Egipto que después fueron confirmadas mediante excavaciones arqueológicas. El joven que está sentado frente a él se llama Estraton, por otro nombre Claude Vail, que tiene dos doctorados y es el industrial más joven de Francia. Vino al mundo como niño prodigio, a los doce años terminó el bachillerato, a los dieciséis escribió su tesis doctoral en medicina, a los dieciocho dirigía el centro de investigación científica de Tolosa y se ocupaba sobre todo de la congelación de células seminales con nitrógeno líquido. Vino aquí porque al final debía enfrentarse a más problemas éticos que científicos. Hoy presume de que, si su técnica hubiera existido ya en el siglo primero, en cualquier momento podría engendrar un hijo de Séneca.
Guthmann escuchaba fascinado las palabras de Helena y progresivamente comprendía que Leibethra era un lugar de adictos, de adictos a la ciencia, que sólo conocían un pecado: la necedad. Sobre si este lugar era digno de veneración o de anatema, prefería no pronunciarse de momento, para ello estaba demasiado conmovido por los sucesos de su alrededor y por las palabras de Helena.
– Me imagino -reanudó Helena de nuevo- que os torturan muchas preguntas.
Guthmann agarró su vaso, tomó un trago largo de vino tinto e inclinó la cabeza en señal de asentimiento:
– Ciertamente. Por ejemplo me interesaría mucho saber, quiero decir, Leibethra cuesta mucho dinero, ¿quién hay detrás?, ¿quién financia todo esto? -Al decirlo miró a Helena de soslayo como si temiese haber ido demasiado lejos con su pregunta.
Pero ella sólo reía:
– Probablemente vos no teníais fortuna que aportar, ¿verdad?
– Me temo que no -respondió Guthmann poniéndose la mano sobre el pecho-. Un profesor de coptología no es precisamente un Creso.
– ¡Tampoco es necesario! Debéis saber que los que abandonan o se retiran de la vida burguesa raras veces pasan hambre. Lo hacen porque están hartos. Orfeo es rico, inmensamente rico, Philon procede de una familia de grandes terratenientes sudamericanos, Hegesias es dueño de la mitad de la empresa de alquiler de automóviles mayor del mundo, Hermes posee pozos de petróleo en Nigeria, y cada uno ha traído aquí su fortuna. No, en Leibethra no se habla nunca de dinero.
El ambiente en la sala era cada vez más animado. La gente se cambiaba de sitio y debatía en pequeños grupos. Un paraíso para filósofos.
– ¿Queríais decir algo?
Guthmann sonrió. Evidentemente era incapaz de sentir una emoción que la mujer no leyese en su cara.
– Pensaba sólo -respondió excusándose- que Leibethra es un paraíso para filósofos.
Helena calló, pero por su silencio supo Guthmann que había dicho algo inconveniente, algo que ella no compartía. Helena agarró su vaso y lo vació de un trago, como si quisiera darse valor. Finalmente se levantó y se fue, sin decir palabra, atravesando la sala hasta uno de los huecos de ventana excavados en el grueso muro, tan grandes, que cabía un banco de madera. Miraba fijamente por la ventana afuera, a la noche.
Guthmann la había observado desconcertado; no sabía qué había pasado, y por esto siguió a su interlocutora hasta la ventana y manifestó disculpándose:
– ¿He dicho algo inconveniente?
– No, no -interrumpió Helena-, Leibethra sería realmente un paraíso para filósofos, si aquí no hubiera filósofos.
– ¡Vaya! -dijo Guthmann-, que lo entienda quien quiera, yo no lo entiendo.
Helena buscaba evasivas.
– No puedo hablar de ello -dijo con amargura-, y mucho menos a uno nuevo.
Guthmann no se explicaba esa perturbación, pero supo incitarla con su silencio, de modo que ella de pronto se puso a hablar.
Mientras sus ojos observaban la sala con inquietud, Helena opinaba que la bella apariencia era un espejismo. Dicho más exactamente, que cada uno era casi un enemigo para el otro. Que en Leibethra, donde debía reinar la sabiduría, reinaba realmente la inmoralidad, la negación de todos los valores morales, poniendo el conocimiento por encima del bien y del mal. Pues el saber era una droga. Que la admiración y la duda, orígenes de la filosofía, fueron degradados en Leibethra a atributos ridículos. Que lo que contaba aquí era el poder. Y saber es poder.
Hasta apenas un momento, Helena daba más bien la impresión de ser una mujer consciente, fuerte, casi altiva y fría, ahora de pronto hablaba el miedo a través de sus palabras, y este temor no parecía injustificado. Guthmann imaginó que ella buscaba ayuda en él y le preguntó discretamente si podía hacer algo por ella.
No obstante, con su pregunta Guthmann no cosechó sino incomprensión, en Leibethra nadie hace algo por otro, a menos que se lo encargue un superior. La jerarquía de Leibethra es rígida como la del Vaticano, y sólo existen dos alternativas: servir o abandonar. O despeñarse.
Guthmann no se atrevió a preguntar hasta qué grado de esta jerarquía había llegado Helena. Pensó en el nivel que le correspondería a él. De repente comprendió por qué Thales lo había martilleado tanto diciéndole que, una vez emprendido, no había camino de regreso y que el camino era pedregoso.
– Mirad a esos tres -dijo Helena dirigiendo los ojos a la izquierda, donde dos hombres y una mujer estaban junto a una columna hablando tranquilamente entre ellos. La mujer, de unos sesenta años y aparentemente muy dinámica, se destacaba por su pelo excesivamente corto y por una gran rata viva que llevaba sobre el hombro-. Se sienten como los dueños secretos de Leibethra. Son los tres investigadores del cáncer más importantes del mundo: Juliana dirigía el hospital Bethesda de Chicago hasta que, llevando encima una cogorza del dos por mil de alcohol en la sangre, envió al otro mundo a una anciana. Arístipo, el barbudo, procede de la Charité de Berlín, donde era odiado porque trabajaba para la Stasi [4]. Y Crates, un investigador italiano, abandonó la Universidad de Bolonia porque a causa de su juventud no le daban ninguna oportunidad, dígase: dinero para sus proyectos de investigación. La rata es el símbolo del éxito de Juliana. En ella consiguió por primera vez transformar células cancerosas en células normales, eso al menos asegura.
Cuanto más se enteraba Guthmann de lo que sucedía en Leibethra, mayores eran sus dudas sobre si él era el hombre adecuado para ese lugar. Cierto que no le había faltado reputación en su campo; era uno de los dos coptólogos más importantes de Europa. Pero comparado con las investigaciones que se realizaban aquí, consideraba su trabajo más bien anodino. También Thales hasta ahora, cuando salía la cuestión de lo que a él, Guthmann, le esperaba aquí, se había mostrado bastante hermético y decía que podía seguir su trabajo de investigación como hasta el presente.
Más tarde (la cena se prolongó hasta primeras horas de la madrugada), tomó Thales al nuevo junto a sí y le dijo que deseaba presentarle a Orfeo.
Orfeo, bajo, con pelo rubio largo, una cara suave y redondeces en el cuerpo, daba también en sus movimientos la impresión de que se ocultaba una mujer en el severo traje masculino. Sin embargo su voz sonaba varonil y dominadora y emitía aquella frialdad que a veces caracteriza a los fiscales. Orfeo intentaba darle la bienvenida inclinando de vez en cuando amablemente la cabeza, incluso cuando guardaba silencio.
Finalmente Thales sacó la cuestión de cómo debería llamarse Guthmann en adelante y Orfeo aludió al nombre de «Menas», el sabio copto, y preguntó si estaba de acuerdo.
Guthmann inclinó la cabeza en señal de asentimiento; estaba asombrado de que Orfeo conociera este nombre, que por lo general sólo es corriente entre los iniciados. Después de que Orfeo se hubo manifestado con desenvoltura sobre la importancia de los textos apócrifos coptos en relación con las religiones cristianas, demostrando con ello unos conocimientos que dejaban anonadado, lo despidió con un gracioso movimiento de mano y Thales anunció que a la mañana siguiente instruiría al nuevo eleático en sus deberes.
Para el resto, que hasta este momento no se había fijado en Guthmann, la conversación con Orfeo debió de parecer el examen de ingreso en la comunidad órfica, pues uno tras otro se presentaron a Menas diciendo su nombre en la orden y estrechándole efusivamente la mano. La ceremonia, y evidentemente se trataba de esto, no transmitía sin embargo un mínimo de cordialidad; la mayoría consideraba el desfile más bien una pesadez y esta actitud no pasó inadvertida a Menas. Helena al parecer no había exagerado.
Tú eres otro y todo lo que está en tu pasado no tiene importancia a partir de ahora. Las palabras de Orfeo le vinieron a la mente, al subir Menas, totalmente fatigado, la empinada escalera que conducía a su habitación. Tal como estaba, se dejó caer sobre la cama, entonces llamaron a la puerta.
– ¿Sí?
Era Helena.
– ¿Queréis dormir conmigo? -dijo y cerró la puerta tras de sí.