Capítulo tercero

ST. VINCENT DE PAUL

psiquiatría

1

Hasta el día en que ocurrió el accidente de su marido con la mujer extraña, Anne von Seydlitz había vivido como otras miles de mujeres, medianamente feliz y con la satisfacción de una esposa atendida. El hecho de ser un matrimonio sin hijos no había provocado ningún trauma ni a ella ni a su marido, y de haberle preguntado si se casaría de nuevo con Guido, sin dudarlo habría respondido que sí.

Pero desde el accidente era distinto. La torturaba la sospecha de que Guido pudo haberla engañado, incluso haber llevado una doble vida y ella no saber nada. Buscaba ofuscada vías para traer luz a la oscuridad de sus diecisiete años de matrimonio, pero sus sentimientos eran opacos como el agua revuelta de un pantano. Se sentía arrojada y aplastada en el suelo por un poder desconocido.

Sobre todo le torturaba la incertidumbre y la imposibilidad de encontrar una salida. Naturalmente habría podido decir: se acabó, qué me importa el pasado, vive el hoy. Pero siempre que lo pensaba, le torturaba la idea de que pudiera lanzarse al puñal de aquellos poderes oscuros que se habían hecho notar durante las últimas semanas.

Lo peor en este estado de ánimo intranquilo e irritado era que Anne había perdido toda la objetividad y ya no podía distinguir las casualidades y las cosas notables relacionadas con el caso; estaba en el mejor camino para caer en una psicosis fatal, porque sus pensamientos giraban en un círculo y cada vez se alejaba más y más de una solución. Sobre todo no se atrevió a confiarse a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, porque temía de este modo averiguar más cosas sobre la relación de Guido.

El caso dio un giro inesperado cuando los periódicos informaron con grandes titulares sobre el atentado con ácido perpetrado en el Louvre de París y sobre el debate que originó el collar de la Virgen que salió a la luz en el cuadro. Especial interés despertaba Marc Vossius, el autor del atentado, un profesor de la Universidad de California, en San Diego, de origen alemán y con evidente trastorno mental.

– ¿Vossius? ¿Vossius? -Anne estaba segura de haber oído este nombre. Sí, el día antes de desaparecer, Guthmann aludió a ese Vossius, aunque en un contexto completamente distinto: Vossius había pasado media vida ocupándose de Barabbas. En este contexto Guthmann indicó que alguna gente tenía por loco a Vossius.

No venía muy a mano trazar un arco desde el atentado con ácido a la pintura de Leonardo da Vinci hasta el pergamino desaparecido, y sin embargo había un nexo desconcertante: ¡Barabbas! Guthmann había leído «Barabbas» en el pergamino y Vossius había investigado el fantasma Barabbas.

Las últimas semanas le habían enseñado que cosas que sobrepasaban su capacidad de entendimiento, por raras que parecieran, podían convertirse en realidad. Un profesor que se precipitaba contra un cuadro de Leonardo, tenía que ser sin duda bastante raro; que además tal vez se hubiese ocupado de la investigación del nombre Barabbas rayaba en la locura, y esta reflexión hizo madurar en Anne von Seydlitz la determinación de ponerse en contacto con el profesor loco.

2

En esto que recibió una llamada telefónica desde París, de un hombre que en una época jugó cierto papel en su vida, aunque hacía mucho tiempo. Se llamaba Adrián Kleiber, un talentoso fotógrafo y reportero de París Match. Anne no era del todo ajena a la carrera de Adrián en París. Adrián fue el mejor amigo de Guido hasta que ambos anduvieron a la greña por la cuestión de cuál de los dos podía hacer valer sus derechos más antiguos sobre ella, Anne.

En aquella época, hace diecisiete años, querían dilucidarlo seriamente con un duelo, que no se celebró sólo porque Anne los amenazó con que, si se enfrentaban con armas, no tomaría a ninguno de los dos. Por motivos que ella misma no podía recordar, Adrián dejó el campo libre y se fue con su dolor y su rabia a París. Hasta hacía seis o siete años, nunca olvidó mandarle flores por su cumpleaños (tal vez para irritar a Guido), pero desde entonces no había dado señales de vida.

Ahora Kleiber llamaba de pronto por teléfono. Su voz sonaba extraña, en todo caso la recordaba distinta. Pero al fin y al cabo había pasado una eternidad desde su última conversación. Estuvieron charlando por teléfono más de una hora y Anne tenía dificultad para explicar a Kleiber la muerte de su marido y las misteriosas circunstancias que la rodeaban. No aludió al nombre de Vossius, sólo dijo que deseaba hacer indagaciones en París y le preguntó si podía ayudarla. Adrián Kleiber se mostró entusiasmado, le ofreció su vivienda y le prometió recogerla en el aeropuerto.

Kleiber entendía algo de mujeres, nadie que lo conociera -incluso hombres- podía dudarlo. Era todo menos guapo, no demasiado alto y con una notable abundancia de pelo rizado, pero poseía inteligencia, chispa y buen gusto, por este orden. Acentuaba su encanto tal vez el hecho de estar soltero, sin sufrir en absoluto por ello, a una edad en que otros ya llevan encima por lo menos un divorcio. Realmente disponía de aquella porción de amor propio que hace feliz a la gente, pero sin poner nunca de manifiesto una actitud repulsiva de egoísta enfermizo. Parecía no tener problemas; en cualquier caso su expresión favorita era «¡ningún problema!», cuyo uso frecuente podía irritar a quien no le conociera. Quien le conocía lo creía.

Habían pasado, pues, diecisiete años largos desde que se vieron por última vez, y durante el vuelo Anne pensaba en cómo sería Adrián después de tanto tiempo.

El AF 731 aterrizó puntualmente a las 11.30 horas en el aeropuerto de Le Bourget y, después de atravesar diversas galerías y de salvar varias escaleras, Anne salió por las puertas automáticas de vidrio al vestíbulo del aeropuerto; llevaba una pequeña maleta.

Adrián le hizo señas con un gigantesco ramo de rosas y, mientras la abrazaba, levantó a Anne del suelo dando dos vueltas sobre su propio eje. No había cambiado. Anne se secó un par de lágrimas en los ojos; y eso que se había propuesto firmemente no mostrar ninguna emoción.

Ambos se examinaron con cierta turbación, y Adrián empezó a coquetear con su figura, diciendo que no era atractiva para las mujeres, por esto no había encontrado aún a la mujer de su vida.

– ¿Qué quieres oír? -rió Anne con picardía-. ¿Que eres el soltero más guapo, más inteligente y más apetecible de París? Pues bien, eres el soltero más guapo, más inteligente y más apetecible de París. ¿Te sientes mejor ahora?

– ¡Mucho mejor! -gritó Kleiber-. Sobre todo porque lo has dicho tú.

Con Adrián es sencillamente imposible permanecer seria, pensaba Anne mientras reían y bromeaban; se sentía liberada, pero se sorprendió con la duda de si este amable muchacho estaría en condiciones de ayudarla.

– Una historia desagradable -observó de pronto Kleiber, mientras iban en su coche, un Mercedes-Pontón negro, en dirección al centro de la ciudad. Como si hubiese adivinado los pensamientos de ella, de repente Kleiber pareció muy serio.

– ¿Fuisteis felices?

Anne no comprendió la pregunta en seguida.

– ¿Quieres decir si Guido y yo…? -Se encogió de hombros. Anne tenía la mente ocupada con las cosas que habían ocurrido después de la muerte de su marido. Al mismo tiempo tenía reiterada conciencia de haber reprimido considerablemente la muerte de Guido.

– No he venido -empezó ella por fin- a desahogarme contigo. Necesito tu ayuda para saber en qué situación estoy envuelta, ¿entiendes? Me volveré loca, si esto continúa así.

Kleiber colocó su mano derecha sobre el antebrazo izquierdo de ella.

– Tranquilízate, Anne, puedes confiar en mí.

Con satisfacción registró Anne el contacto cariñoso y prorrumpió desde lo más íntimo:

– Tengo miedo, ¿entiendes?, tengo un miedo terrible, miedo de la incertidumbre, el miedo más espantoso que existe. ¡No sé si lo comprendes!

– No lo comprendo -respondió Kleiber con seriedad-, pero intentaré entenderte. Ahora por lo pronto estás aquí y tus problemas están lejos, en algún lugar.

– ¡No, no, no! -gritó Anne excitada y Adrián retiró el brazo, asustado-. Por esto estoy aquí, porque espero poder dar aquí un paso más hacia la solución.

Kleiber guardó silencio. No entendía lo que Anne quería decir, pero sentía que esta mujer arrastraba consigo algo terrible y que habría sido torpe quitar importancia a sus sentimientos como si se trataran sólo de fantasías. Anne miró a Kleiber: por lo que a él respecta, sin duda no conocía el miedo. Vio en él un tipo con agallas y sin duda por ser así había salido airoso incluso en los escenarios bélicos de Corea y Vietnam. En cambio Anne sabía que no tener nunca miedo roza a veces la necedad, pero hasta ahora había vivido bien con esta convicción.

– Todavía no te lo he contado todo -observó Anne mientras él abandonaba la autopista metropolitana girando hacia la rué Belgrand.

– ¿No es todo?

– Quiero encontrar aquí, en París, a un profesor alemán, es el único que tal vez pueda ayudarme en mi situación.

– ¿Cómo se llama?

– Marc Vossius.

– No lo conozco.

– Peor aún: está internado en el manicomio y tienes que ayudarme a encontrarlo.

– ¿Un profesor alemán en un manicomio de París?

– Sé lo que piensas -objetó Anne-, pero este hombre es para mí de gran importancia, es de momento mi única esperanza.

Kleiber pisó el freno de su automóvil y lo condujo al margen derecho de la calzada.

– Un momento -dijo-, los periódicos publicaron una noticia de un profesor que perpetró un atentado con ácido en el Louvre sobre una pintura de Leonardo da Vinci…

– Exactamente a éste me refiero -respondió Anne.

– Pero está loco. Lo han encerrado, ¿entiendes? -Kleiber se golpeaba la sien con el índice.

– Es posible -observó Anne sin perder la calma-, pero cuando pienso en lo que ha ocurrido a mi alrededor en las últimas semanas, no me parece su hecho una locura mayor.

Kleiber sostenía el volante agarrándolo con las dos manos y miraba fijamente la calle a través del parabrisas. Callaba, pero Anne podía imaginarse lo que sucedía en su interior.

– Yo sé -dijo ella finalmente- que todo esto no es fácil de comprender y no podría tomármelo a mal si llegases a la convicción de que yo de algún modo no estoy bien de la cabeza. A veces incluso yo misma dudo de estar en mis cabales.

– Bah, tonterías -respondió Kleiber-. Sólo que no veo ninguna relación entre el profesor demente y tu historia, aparte de que tal vez -hizo una pausa- la una suene tan disparatada como la otra. Quiero decir que nadie en su sano juicio se va a echar ácido a un cuadro de incalculable valor, incluso diría que se le puede desear al profesor que sea declarado loco, de lo contrarío no tendrá más alegría en su vida por las demandas de indemnización de los daños.

Anne mecía la cabeza de un lado a otro.

– Naturalmente, yo hice mis reflexiones. Un trastorno mental puede tener causas muy diversas, sobre todo puede estar provocado por ellas y desaparecer de nuevo. Una persona que hace algo como este Vossius no necesariamente tiene que haber perdido el juicio. Tal vez esté loco respecto a su acción, pero por lo demás podría estar completamente cuerdo y ser una eminencia en el terreno científico.

Su explicación sonaba bastante aceptable, aunque siempre quedaba esta objeción:

– ¿Qué tiene que ver Vossius con tu caso?

Anne rió con cierta amargura.

– En realidad, sólo existe una palabra que nos une. Es un nombre, por lo demás bastante raro: Barabbas.

– ¿Barabbas? Nunca lo he oído.

– Por esto mismo. Este nombre aparece en el pergamino desaparecido, que Guido tenía consigo. Por lo menos así lo afirmó un famoso coptólogo a quien pedí consejo. También dijo que hay un profesor llamado Vossius que se ocupa de investigar esta figura sin duda histórica.

– ¡Ahora lo entiendo! -exclamó Kleiber entusiasmado-. ¿Qué otras cosas dice el viejo pergamino?

– No lo sé -contestó Anne-. El día después que estuve con él, el coptólogo desapareció sin dejar rastro junto con la copia del pergamino.

Kleiber meneó la cabeza.

– Esto es una locura, una locura -dijo-. Tenemos que encontrar a ese Vossius y lo encontraremos. He descubierto a otros que estaban mejor escondidos. ¡Ningún problema!

3

Adrián Kleiber vivía en un apartamento amplio con grandes claraboyas, situado en la avenue de Verdun entre el Canal Saint Martin y la Gare de l'Est, arriba, sobre los tejados de París. El imponente edificio reflejaba el típico encanto de las casas de París de finales del siglo pasado, con una puerta de entrada adornada con cristales rojos y azules, un ascensor de madera cubierto de latón con crujientes puertas plegables y una gran escalera, un poco gastada, lo suficiente ancha como para desfilar un ejército.

Puertas blancas pintadas de blanco que nunca se cerraban separaban las habitaciones de la vivienda, comunicadas entre sí. Adrián había comprado objetos artísticos y mobiliario, sobre todo modernista y arte islámico, en tiendas de antigüedades y en los rastros de París, sintiendo más inclinación por el bric a brac que está entre la Porte de Clignancourt y la Porte de Saint-Quen. Algún objeto valía hoy una fortuna, calculó Anne con la mirada de experto.

Con el ruego de que se sintiera como en su propia casa, Adrián Kleiber destinó a su visita la más pequeña de las cuatro habitaciones, cuyo único hueco de ventana se abría a un pequeño balcón circular que daba al patio trasero. Un sofá blanco y dos cómodas oscuras antiguas componían toda la decoración; más no habría cabido en el reducido espacio. En comparación con las dimensiones y la soledad de su propia casa, Anne se sentía aquí amparada, sobre todo se sentía protegida por Adrián.

Adrián entretanto le había tomado gusto a la historia como periodista, y perseguía el objetivo con la curiosidad y el espíritu aventurero propio de los periodistas. Sólo necesitó hacer unas llamadas por teléfono, en las que Anne pudo constatar que él tenía amigos o contactos en todas partes, para averiguar el paradero del profesor internado, el hospital psiquiátrico de St. Vincent de Paul en la avenue Denfert-Rochereau.

Kleiber y Anne von Seydlitz determinaron la estrategia a seguir para aproximarse a Vossius, mientras cenaban en Chez Margot, un pequeño local de no más de cinco mesas situado junto al Canal y con un ambiente de sala de estar (de ahí que Margot, una cuarentona apacible con la cara llena de colorete, lo mismo cocinase que sirviese, cosa que naturalmente exigía cierto tiempo).

No parecía aconsejable comunicar el motivo de sus investigaciones, la verdad en estos casos sólo era un estorbo. Así decidieron que Anne se presentase como sobrina y única pariente del profesor para llegar de este modo hasta Vossius sin llamar la atención.

Kleiber llevaba una minicámara fotográfica escondida bajo el abrigo, porque sin cámara se sentía desnudo como un emperador sin corona, y ni las objeciones de Anne al entrar por el acceso lateral de St. Vincent de Paul, donde estaba el letrero «Psiquiátrico» corroído por el tiempo, pudieron disuadirlo. Adrián, que hablaba el francés casi sin acento, intentó explicar al portero vestido de blanco, que estaba detrás de una ventana corrediza, el motivo de su visita, lo que levantó en éste una evidente desconfianza. En todo caso exigió altanero a Anne el carnet de identidad para concentrarse con la minuciosidad de un disléxico en el documento alemán y anotar el nombre de Anne. Finalmente agarró el teléfono de color marfil, marcó un número y habló de Vossius y de sus parientes alemanes sin perder de vista a Anne y a Adrián. Luego les indicó en la antesala un banco de madera pintado de blanco.

Esperaron alrededor de diez minutos, aunque a Anne le pareció una eternidad, hasta que el portero hizo correr a un lado el cristal de la ventanilla, hizo señas a los que esperaban y, dirigiéndose a Kleiber, explicó que el paciente había manifestado que no tenía parientes y que por esto no deseaba recibir a una tal madame von Seydlitz.

Pero ahora Adrián demostró su talento periodístico. Exigió comunicarse con el médico jefe del servicio al que cubrió de una cháchara llena de reproches, de la que Anne sólo entendió que era natural que un hombre en tan lamentable estado no estuviera en condiciones de recordar a su única pariente; pero a ella el corazón le pedía ver otra vez a su querido tío.

Estas palabras no dejaron de causar efecto. El doctor les rogó que subieran al segundo piso, sala de visitas 201.

Así más o menos se había imaginado Anne la sala de visitas de un hospital psiquiátrico: paredes blancas claras, ventanas enrejadas, una silla cuadrada junto a la entrada, una vieja mesa arañada rodeada de cuatro sillas gastadas en el centro de la habitación y colgada del techo, increíblemente alto, una bombilla lechosa a modo de lámpara. Apestaba terriblemente a cera de suelos y a sardinas.

4

Al cabo de un rato apareció Vossius en la puerta, acompañado de un enfermero y de un médico. El joven doctor, un tipo bastante arrogante, dijo con insolencia que disponían de diez minutos y desapareció. El enfermero empujó a Vossius, que vestía una bata clara del establecimiento y daba una impresión bastante apática, hacia la mesa en el centro de la sala y luego se sentó en la silla situada junto a la puerta.

– ¡Es usted un tipo repugnante! -gritó Kleiber al enfermero en alemán. Este sonrió. Anne se espantó.

Dirigiéndose a Anne, dijo Adrián:

– Sólo quería saber si entiende el alemán. Ya ves, no entiende una palabra. La mayoría de franceses no hablan alemán, pero encuentran normal que todos los alemanes hablen francés.

El profesor había tomado asiento en una de las sillas deterioradas y colocó tranquilamente una mano sobre otra como si esperase una explicación.

A Anne el corazón le latía hasta la garganta. No sabía cómo iba a terminar el encuentro, ni si el profesor era accesible. Sólo sabía que este hombre enigmático, sentado frente a ella, callado y expectante, representaba su última esperanza.

Como si quisiera darse ánimo, Anne respiró profundamente y comenzó:

– Profesor, sé que no me conoce, tuve que echar mano de un truco para llegar a usted. Naturalmente que no somos parientes, pero usted puede ayudarme. Tiene que ayudarme. ¿Me comprende, profesor Vossius?

El hombre bajó los párpados, parecía haberla entendido, en todo caso contrajo las arrugas que rodeaban su boca. Pero todo ello duraba un tiempo increíblemente largo y Anne repitió inquieta:

– ¿Me ha comprendido, profesor?

Vossius movió lentamente los labios:

– Saque… me de a… quí -dijo tranquilo pero claramente-. Sáqueme de aquí, lo puedo explicar todo.

– ¿Cómo se siente, profesor? Quiero decir, ¿lo tratan más o menos bien?

El hombre se arremangó el brazo izquierdo. En el antebrazo podían verse claramente unos pinchazos.

– Le han inyectado tranquilizantes -dijo Adrián-. En todos los hospitales psiquiátricos del mundo hacen igual. Anne colocó su mano sobre la del profesor:

– ¿Cómo podemos ayudarle? ¡Dígalo!

Vossius se esforzó por sonreír.

– Puedo explicarlo todo. Sáquenme de aquí.

– Le sacaremos a usted de aquí -dijo Kleiber tranquilizador-, pero para ello necesitamos su ayuda. Necesitamos todas las informaciones pertinentes. ¿Entiende? Vossius asintió.

– ¿Sabe usted lo que ha hecho, profesor? -preguntó Anne excitada-. ¿Sabe usted por qué está aquí?

Vossius miró a Anne durante un rato, como si intentase recordar, luego asintió enérgicamente moviendo la cabeza.

– ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué vertió ácido sobre el cuadro?

Entonces el hombre estalló:

– Por qué, por qué, todos preguntan por qué, y cuando se lo explico, se dan la vuelta y dicen que estoy loco. ¡No diré una palabra más!

Anne se aproximó muy cerca de Vossius como si quisiera confiarle un secreto:

– Profesor, ¿tiene algo que ver con Barabbas?

– ¿Barabbas? -Vossius levantó los ojos, examinó primero a Anne, después a Kleiber, finalmente se levantó de un salto y, señalando con el dedo a la mujer, gritó-: ¿Quién la ha enviado?

Le costó a Anne conseguir que el profesor se sentara de nuevo y pasó un buen rato hasta que él se hubo tranquilizado; luego ella explicó a Vossius que poseía un pergamino copto en el que se había identificado el nombre de Barabbas y un profesor de Munich le había revelado que él, Vossius, era el investigador más importante en el tema de Barabbas. (La historia verdadera no se la contó.)

La explicación pareció satisfacer al profesor, incluso lo sumió en cierta calma, por no decir apatía. Vossius se apoyó hacia atrás, sonrió dolorosamente y preguntó:

– ¿Qué sabe usted de Barabbas, qué?

– Quiero serle sincera -respondió Anne-, pero no sé absolutamente nada de este fantasma.

Entonces Vossius reflejó en su rostro una expresión teatral de triunfador, estiró el cuello, levantó las cejas, que formaron medialunas, y dejó escapar ruidosamente aire por la nariz como una locomotora. Se le veía que gozaba de la situación porque al fin le tomaban en serio.

Vossius se disponía a ofrecer una explicación, cuando el médico del servicio abrió la puerta y en un brusco tono dictatorial gritó: ¡Fin de la visita! ¡Venga, Vossius!

El ruego de Kleiber de que les diese cinco minutos más lo rechazó el psiquiatra con un gesto involuntario de la mano y les indicó que, si era necesario, podían volver al día siguiente. Mientras Vossius era conducido fuera por el enfermero, Kleiber se acercó al doctor y le dijo que tenía la impresión de que el paciente estaba bajo el efecto de sedantes excesivamente fuertes y que se había sobrepasado la dosis necesaria. Vossius era una persona tranquila y, según parecía, con la mente clara, y sin duda no era intención del médico obligarle a solicitar una inspección oficial. Un caso parecido en otra clínica, en la que un médico había inyectado sobredosis de tranquilizantes a sus pacientes, ocupó el año pasado los titulares de los periódicos. Para evitar hechos parecidos, Kleiber sugirió que para la visita de mañana dejasen al paciente sin droga alguna.

Las duras palabras de Kleiber causaron su efecto en el médico. Aunque replicó arrogante que podía tranquilamente dejarle a él la decisión clínica, añadió condescendiente que miraría si el paciente, dado el caso, podría pasar sin sedantes fuertes.

Anne sentía admiración por el modo desembarazado con que Adrián trataba al psiquiatra. No podía imaginarse una situación que Adrián no pudiese dominar. Parecía sencillamente no conocer ningún problema, y en el estado en que ella se encontraba él era el hombre adecuado.

Cuando abandonaron en silencio St. Vincent saliendo por el acceso lateral a la calle, donde un fuerte viento otoñal arrastraba consigo las hojas de castaño, Anne y Adrián rumiaban la misma pregunta: ¿Está loco este Vossius o no?

– ¿Qué opinas? -preguntó Kleiber caminando, mientras cogía a Anne por la cintura.

– Difícil de decir con un encuentro tan breve.

– Si hago presentes todas sus respuestas, debo admitir que ha reaccionado de una manera lógica. ¡Yo en su caso no habría contestado de otra forma, sobre todo si uno piensa en qué condición estaba!

5

Para el día siguiente trazaron un plan minucioso sobre la mejor manera de hacer hablar al profesor. Lo que más preocupaba a Vossius en su situación, arguyó Kleiber, era el atentado con ácido, por cuya culpa estaba ingresado en el psiquiátrico. Por esto debían confrontarlo con el resultado de su acción y observar sus reacciones. Tal vez el shock desataría su lengua.

Adrián consiguió en la agencia de prensa AFP una fotografía en color del cuadro dañado y a la tarde siguiente los dos se encontraban de nuevo en St. Vincent de Paul.

Vossius estaba totalmente cambiado. Llamaba a Anne «querida sobrina» y a Adrián «querido sobrino» siguiendo el juego que ella había iniciado. El profesor explicó que hoy no había recibido aún ninguna inyección, que estaba en su sano juicio y que quería hacer a los visitantes algunas preguntas.

Anne von Seydlitz ya había contado con ello y se había preparado un resumen telegráfico.

– Sé que esto parece increíble -dijo cuando hubo terminado-, pero le juro a usted que ha sucedido así y no de otra manera.

Al profesor pareció no sorprenderle o inquietarle en absoluto la explicación de Anne. Sólo decía:

– Interesante. -Y otra vez-: Interesante.

Durante la conversación, Anne y Adrián, cada uno por sí mismo, llegaron a la conclusión de que el profesor, tal como estaba hoy sentado frente a ellos, era completamente normal. Lo que no necesariamente tenía que significar algo; pues ¿no es un síntoma típico de esquizofrenia que se den fases de desvarío y otras de cordura?

Más bien de pasada Kleiber preguntó si Vossius ya había enjuiciado el resultado de su acción.

Entonces el profesor miró al inquisidor con los ojos muy abiertos.

Kleiber sacó la fotografía de un sobre y la puso sobre la mesa ante Vossius. Éste miró fijamente la gran mancha en el escote de la Virgen, donde se veía claramente un collar de piedras preciosas.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Lo sabía, siempre lo he sabido. ¡Ésta es la prueba del mensaje de Leonardo!

– No le entiendo, profesor -observó Anne.

Kleiber añadió:

– ¿Puede usted explicarnos qué quiere decir con el mensaje de Leonardo?

Vossius asintió.

– Pienso que ustedes dos son las únicas personas en París que van a creerme. -Se aproximó con su silla a los visitantes.

Kleiber golpeaba con el dedo la fotografía.

– Entre los expertos ha surgido una fuerte discusión sobre cómo debe ser restaurado el cuadro, si con o sin collar.

– ¡Bah, los expertos! -resopló el profesor-. ¿Ha visto usted alguna vez una Virgen con un collar de piedras preciosas?

– No sé -replicó Kleiber y Anne meneó la cabeza. Ninguno de los dos comprendía a dónde quería llegar Vossius.

– Pero es evidente que Leonardo da Vinci pintó el collar -objetó Anne-. ¿Acaso cree usted que es una falsificación posterior o la obra de algún discípulo?

– Al contrario, querida sobrina -se acaloró Vossius-, Leonardo pintó este collar con toda intención y también fue su intención hacerlo desaparecer al final cubriéndolo con una capa de pintura ocre de carne.

Mientras el profesor hablaba, Adrián lo observaba de lado. No sabía exactamente qué pensar de las palabras de Vossius. El profesor daba la impresión de adentrarse en un asunto alejado por completo de la realidad y le entraron dudas de si no habrían confiado demasiado en el estado psíquico de este hombre. Pero a continuación Kleiber quedó fascinado por el informe del profesor.

– El mundo está lleno de misterios. Algunos son tan grandes que sobrepasan el entendimiento de la mayoría de personas, y tal vez es bueno que sea así. Pues muchos que tuvieran noticia de ellos y comprendieran toda su trascendencia perderían la razón. Por esto desde tiempos inmemoriales existe la costumbre de que estos misterios de la humanidad sean revelados por los más inteligentes de la especie humana a los más inteligentes, con la imposición de guardar secreto hasta que llegue el tiempo de descubrirlos.

Anne se impacientó. Quería preguntar: qué tiene que ver, por el amor del Cielo, el collar del cuadro con los misterios de la humanidad, pero las palabras de Vossius la enmudecieron.

– Desde hace quinientos años -prosiguió Vossius- la gente se pregunta qué quiso decir William Shakespeare al afirmar que hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que nuestra sabiduría escolástica pueda imaginar. Shakespeare era un portador del secreto, lo mismo que Dante y que Leonardo da Vinci. Cada uno de ellos dio indicaciones ocultas de un mensaje en clave. Shakespeare y Dante se sirvieron del lenguaje, Leonardo utilizó naturalmente la pintura para su objetivo. Pero incluso en los escritos que dejó se encontraron alusiones a su saber, aunque ninguna prueba.

– Entiendo -dijo Kleiber-, usted quería con este atentado con ácido obtener la prueba de su descubrimiento.

– Y lo conseguí -replicó Vossius golpeando con la mano la fotografía-. ¡Esta es la prueba!

– ¿El collar? -preguntó Anne, desconcertada.

– El collar -constató el profesor sobriamente y buscó con sus ojos al guardián que, ajeno a todo, estaba sentado en la silla al lado de la puerta. El tiempo de visita había concluido hacía rato y Anne temía que de un momento a otro iba a entrar el médico del servicio e interrumpiría abruptamente la conversación. Por esto apremió nerviosa a Vossius:

– ¡Explíquenos de una vez la relación que existe entre el collar que Leonardo pintó de modo no visible para todo el mundo y el pergamino copto!

Vossius asintió. Se le podía notar que gozaba de la situación como un desagravio por las injusticias sufridas, y cuanto más insistía Anne, tanto más reservado se mostraba el profesor.

– Está demostrado -dijo finalmente- que ambos poseían el mismo saber, el autor de su pergamino y Leonardo da Vinci; pues ambos usaron el mismo código de claves.

Anne y Adrián se miraron desconcertados. El hombre no se lo ponía fácil, ponía a dura prueba su paciencia, y en Kleiber nacieron dudas de si el profesor realmente podía medirse con parámetros normales, si era un obseso por su ciencia al que se debe acoger con indulgencia o si era un psicópata digno de compasión.

6

Vossius tomó la foto y la sostuvo verticalmente como un trofeo. Con los dedos de la mano derecha rozó el sitio donde se veía el collar, ocho piedras preciosas diferentes engarzadas con zarcillos de flores doradas y alineadas una contra otra en pulimento cabujón.

– Ocho piedras preciosas -constató el profesor-, al parecer sólo una joya, y sin embargo son piedras muy especiales, cada una de ellas con su significado. La primera piedra amarilla blancuzca es un berilo, una piedra que tiene su historia. Es la piedra de los nacidos en octubre; en la Edad Media se la pintaba y se la preparaba en un líquido para curar los ojos. Más tarde se descubrieron efectos mayores al pulirla adecuadamente. De ahí viene la palabra alemana Brille (lente). La segunda piedra azul pálido es un aguamarina, emparentada con el berilo, pues su color oscila del azul al verdemarino. La tercera, de color rojo oscuro, la conoce todo el mundo. Es un rubí. Se le atribuyeron propiedades curativas y se encuentra como símbolo de poder en las insignias de los reyes y los emperadores. La cuarta piedra es violeta, una amatista, la piedra de los nacidos en febrero y de una gigantesca simbología. Así, se tenía por amuleto contra el veneno y la embriaguez, pero también como símbolo de la trinidad, porque contiene tres colores: púrpura, azul y violeta. Debió de ser una de las piedras que adornaban el pectoral de los sumos sacerdotes y el fundamento de la muralla de la Jerusalén celestial. Aunque de distinto color, las dos piedras preciosas siguientes, la quinta y la sexta, son también berilos. La séptima es una ágata negra, propiamente sólo semipreciosa, aunque en la antigüedad y en la Edad Media su polvo era celebrado como afrodisíaco, y por motivos inexplicables se convirtió en el adorno preferido para los instrumentos eclesiales. Queda la última piedra, la verde esmeralda [2], una piedra que sobre todo en la época de Leonardo da Vinci gozaba de alto honor. Era el símbolo del evangelista San Juan, así como el signo de la castidad y de la pureza, y durante la Edad Media era especialmente apreciada por sus propiedades curativas. Ocho piedras alineadas una junto a otra al parecer por azar, y sin embargo no es una casualidad el modo como Leonardo pintó esta cadena, como nada es casual en la vida. Lean la primera letra de las ocho piedras de la izquierda a la derecha, tal como yo las he descrito (da lo mismo que lo hagan en alemán o, como Leonardo, en italiano), obtendrán una palabra que tal vez les causará sorpresa.

Anne von Seydlitz apretó ambas manos formando un puño y miró hechizada la fotografía. Luego leyó:

– B… A… R… A… B… B… A… S. Dios mío -murmuró-, ¿qué puede significar esto?

Vossius calló. También Adrián guardó silencio. Con la vista fija en la fotografía, controlaba mentalmente la sucesión de letras. El profesor tenía razón: BARABBAS.

Pero antes de que pudieran concebir la trascendencia de este descubrimiento y formular una pregunta, entró el médico del servicio en la sala de visitas y cerró la entrevista con un gesto insolente: haciendo sonar las palmas. Vossius se levantó, asintió amablemente y se fue al pasillo en compañía del enfermero.

7

Mientras atravesaban en el automóvil el Pont St. Michel, Anne preguntó a Kleiber:

– ¿Crees que este Vossius es esquizofrénico? Quiero decir, ¿crees que está detenido con razón en St. Vincent?

– Este hombre es tan normal como tú y como yo -contestó Kleiber-, aunque creo que arrastra consigo un peso gigantesco, algo que lo ha llevado al borde de la desesperación. Pero dudo que nos pueda seguir ayudando. No me entra en la cabeza que exista una relación entre Leonardo da Vinci y tu pergamino.

– Si Vossius no puede ayudarnos, no puede nadie -respondió Anne-. Por lo menos sabemos ya que el nombre «Barabbas» es el símbolo de una historia extremamente oscura, que ha preocupado en el pasado a personas que se cuentan entre las más inteligentes. Al principio la explicación del profesor me pareció muy rebuscada, pero cuanto más pienso en ello más llego a la conclusión: este hombre tiene razón. En cualquier caso Leonardo da Vinci es muy travieso. Se sabe que cuando vivía se burlaba de sus contemporáneos escribiendo al revés y sin duda el asunto del collar es también una de sus diabólicas travesuras.

– Pero relación, no veo ninguna relación.

A lo que Anne no pudo menos que adherirse:

– Tampoco la veo yo. Si conociésemos la relación, probablemente sabríamos la solución.

– Y él no va a atárnosla a la nariz.

Anne asintió.

– A menos que… -Kleiber reflexionaba.

– ¡Dilo ya!

– A menos que hagamos un negocio con Vossius.

– ¿Un negocio?

– Bueno -concretó Adrián-, negocio no es quizá la expresión adecuada. Mejor sería pacto.

– Hablas en clave.

– Recuerda -empezó Kleiber-, recuerda la primera vez que vimos a Vossius. ¿Cuáles fueron sus primeras palabras?

– ¡Sacadme de aquí!

– Eso dijo. Creo que la historia que nos contó, sólo nos la contó para demostrar que estaba en su sano juicio. Desconfía de los médicos. Ellos ya lo han diagnosticado. Quien echa ácido sobre un cuadro debe de estar loco. Así que él espera de nosotros que le ayudemos; por esto le vino de perlas la idea de que tú eras su sobrina y siguió el juego. No, el profesor no es ningún caso para la psiquiatría y debemos ponerle en claro que ésta es nuestra convicción y que estamos dispuestos a mover todas las palancas para sacarlo de allí, si él nos confiesa toda la verdad respecto a Barabbas.

– No es mala idea -constató Anne-, pero Vossius quiso arrojarse de la torre Eiffel, es un candidato al suicidio y todos los que intentan quitarse la vida aterrizan en el psiquiátrico.

– Lo sé, lo sé -replicó Kleiber-, pero no les dejan encerrados para el resto de su vida. Después de una terapia apropiada, se les deja de nuevo en libertad. Por lo demás no acabo de entender por qué Vossius quería poner fin a su vida. Le creo incluso capaz de haber escenificado todo esto por algún motivo. Pero no puedo imaginarme que no haya previsto las consecuencias. Creo que el profesor se había trazado un minucioso plan, pero al ejecutarlo sucedió algo inesperado y ahora se halla en el manicomio. Y precisamente ésta es nuestra oportunidad.

Más tarde, por la noche del día siguiente, cenaron en Coquille, en el 17 Arrondissement, donde la cocina es más tradicional que nouvelle, lo que se acercaba más al gusto tanto de Anne como de Adrián; pero lo que debía ser un placer despreocupado, pronto se convirtió en un silencio lleno de tensión, provocado por el hecho de que cada uno se sumía en sus pensamientos. No sólo Anne, sino también Adrián había sido atrapado entretanto por las redes de este caso de tal modo, que podía hacer y pensar lo que quisiera, siempre terminaba en el psiquiátrico de St. Vincent con el profesor Vossius.

Anne, que acababa de decidirse y, gracias a la ayuda de Kleiber, se sentía con más coraje, se vio de pronto frente a un enemigo demasiado poderoso, con el que no podía medirse, y dudaba de si Adrián sería lo bastante fuerte. Además le torturaba la pregunta de por qué a ella aún no le había ocurrido nada, mientras que todos cuantos se cruzaban por su vida eran perjudicados de modo incomprensible. Guido muerto, Rauschenbach asesinado, Guthmann desaparecido. Miró a Kleiber y, como si quisiera ocultar sus pensamientos, intentó sonreír, sin resultado.

Él no podía interpretar la consternación que reflejaba la cara de Anne, pero sobraba cualquier pregunta. El cariño que había sentido en el primer reencuentro se había convertido en un enorme nerviosismo. Habría deseado encontrar a esta mujer en circunstancias más favorables, pero Adrián no era el hombre que no supiera sacar provecho de una situación. No, Kleiber esperaba conquistar a Anne dándole su apoyo, y nada alienta más la simpatía entre dos personas que un enemigo común.

8

Cuando al día siguiente llegaron a St. Vincent de Paul, parecía como si los estuviesen esperando. Pero el médico del servicio no los condujo a la sala de visitas, sino al despacho del doctor Le Vaux, sin dar explicación alguna. El médico jefe informó con cierta turbación, inapropiada en estos casos para un hombre de su categoría, que el profesor Vossius falleció la noche pasada de un infarto, que lo lamentaba mucho y les daba a ellos, sus parientes más próximos, su más sentida condolencia.

En el interminable pasillo, donde aún olía a cera de suelos, Anne tuvo que ser sostenida por Kleiber. No porque fuese tan hondo su pesar por la muerte de Vossius -si bien en los dos días le había tomado afecto-, sino porque respondía a una horrible norma, en la que no había querido creer. Por esto le afectó tanto la muerte del profesor. Desde un principio, Anne se negaba a creer que la muerte de Vossius fuera casualidad, aunque, igual que en todos los casos precedentes, no veía ni un motivo ni una relación posibles.

Como en sueños y totalmente desorientada, anduvo a tientas cogida del brazo de Adrián por el apestoso pasillo y subió la ancha escalera de piedra hasta arriba, donde los esperaba el enfermero que durante sus visitas estaba sentado en silencio y con cara de tonto en la silla junto a la puerta. Éste salió al encuentro de Kleiber, le susurró algo que Anne no entendió ni le interesaba entender debido a su estado y, después de intercambiar unas palabras con Kleiber, llegó al acuerdo de encontrarse alrededor de las 19 horas en un bistró cercano, situado en la rué Henri Barbusse frente al Lycée Lavoisier.

La extraña cita pasó por delante de Anne como una alucinación que le llega a uno en estado de duermevela, y Adrián al llegar a casa la informó del ofrecimiento del equívoco enfermero. Ha sugerido, relató Kleiber, que podía dar una información importante referente a la muerte del profesor y, a la objeción de por qué no lo decía allí mismo, contestó que era demasiado peligroso.

Sea lo que fuere lo que se escondiese detrás de la presunción del enfermero -Adrián y Anne no podían imaginarse ni con su mejor voluntad que aquel torpe tuviera modo de ayudarlos-, debían sin embargo seguir el más leve rastro que pareciera oportuno para aclarar el caso.

El bistró era muy grande, al revés de la mayoría de bistrós parisinos, y de escasa visibilidad en su interior; sin duda por esto lo había elegido el enfermero. Éste se reveló como un hombre inesperadamente hábil, de comprensión rápida. En todo caso sabía exactamente lo que quería, cuando explicó sin rodeos que los enfermeros de las instituciones psiquiátricas estaban indignamente mal pagados -él usó la palabra méprisable- y debían ver cómo se las arreglaban por otras vías. Resumiendo, él podía ofrecerles la información sobre la verdadera causa clínica de la muerte del profesor y en su poder tenía las pertenencias del difunto que tal vez, en su caso, podrían serles útiles.

De qué caso hablaba, quiso saber Kleiber, y el enfermero, pasando súbitamente del francés a un alemán balbuceante pero perfectamente comprensible para asombro de ambos, explicó que había seguido con viva atención las conversaciones mantenidas durante los últimos días entre ellos y Vossius. A la pregunta de dónde había aprendido el alemán, respondió que tenía una mujer alemana, pero sobre todo suegros alemanes que no hablaban una palabra de francés, era la mejor escuela.

– ¿Cuánto? -preguntó secamente Kleiber. Se veía en el trance de no haber adivinado las intenciones del imbécil del enfermero, una derrota personal, y, puesto que podía con dinero borrar del mundo esta derrota, estaba dispuesto a pagar un alto precio.

Los dos hombres convinieron la suma de cinco mil francos, dos mil en seguida, el resto contra la entrega de un sobre.

Kleiber quedó asombrado de la seguridad con que actuaba el enfermero. Casi tuvo la impresión de que no era la primera vez que lo hacía.

– ¿Cómo está usted tan seguro de que recibirá el resto? -preguntó Adrián Kleiber provocador.

El enfermero sonrió satisfecho.

– En cierto modo lo tengo a usted atenazado. Si desembucho que haciéndose pasar por parientes de Vossius consiguieron entrar en el psiquiátrico, después de la inesperada muerte del profesor seguro que va a interesar a la policía. Así que no intentemos golpearnos la oreja (¿lo dicen ustedes así?) y vayamos al negocio.

Con visible satisfacción tomó los dos mil francos, dobló dos veces los billetes y los metió en el bolsillo de su chaqueta. Luego se inclinó sobre la mesa ebanizada y dijo:

– Vossius no murió de muerte natural. Fue estrangulado con un cinturón de cuero.

Que cómo lo sabía.

– Encontré al profesor a las cinco y media de la mañana. Tenía un anillo rojoazulado en el cuello. Delante de su cama había un cinturón de cuero.

Mientras que a Anne la noticia no le causaba sorpresa, Kleiber tenía dificultades para orientarse en esta nueva situación. Sobre todo, objetó, qué interés podía tener la clínica en ocultar el caso y dar como causa de la muerte un infarto.

– ¿Todavía lo pregunta? -se excitó el enfermero y habló de nuevo en francés-. En St. Vincent ha habido bastantes escándalos, pero un asesino que consigue penetrar de noche en el servicio psiquiátrico es, por lo pronto, el colmo de una serie de precedentes que no dejan al instituto en el mejor lugar. Naturalmente, hubo una investigación interna que aún no ha concluido, pero Le Vaux se enfrenta a un enigma.

¿Y su opinión personal?

El enfermero se pasó los amanerados dedos por su cabello oscuro.

– Al parecer, Vossius recibió anoche una visita muy singular. No puedo certificarlo, por la noche no estaba de servicio. Debió de ser un cura, un jesuita. Según dicen, conversaron en inglés.

Anne y Adrián se miraron. El estupor de ambos había alcanzado una nueva cota. ¿Un jesuita con Vossius?

– En cualquier caso este cura fue el último con el que habló Vossius. Naturalmente recaen sospechas sobre él. ¿Quién dice que realmente era jesuita? Lo cierto es que el extraño sacerdote al cabo de media hora justa abandonó el psiquiátrico de St. Vincent. El portero lo ha confirmado.

A continuación se debatió el tema de lo fácil o difícil que es entrar inadvertidamente en el servicio psiquiátrico de St. Vincent de Paul. El enfermero defendió la opinión de que el individuo que entró debía de tener un cómplice dentro del servicio, que estaba cerrado. Sólo así es posible entrar.

– ¿Y usted? -preguntó Adrián reflexivo-. Quiero decir, ¿sería descabellado pensar que usted…?

– Escúcheme -interrumpió bruscamente el enfermero-, usted puede pensar que soy repulsivo porque le vendo información, esto, dicho francamente, me importa un pepino. Pero lo otro es ser cómplice de asesinato, así que olvídelo. -El enfermero se echó precipitadamente al gaznate el resto de su pastís, puso con un chasquido el dinero sobre la mesa, echó un billete al lado y se marchó sin despedirse.

– No tenías que haberlo ofendido -observó Anne con la voz apagada. Miraba fijamente hacia un punto imaginario del local, lleno de volutas de humo. Adrián vio que le temblaban las manos.

9

Debían tener dudas respecto a si el hombre, según lo acordado, aparecería de nuevo al día siguiente para intercambiar nuevas informaciones por el resto de la cantidad prometida. La velada transcurrió con la discusión de lo que podían esperar del enfermero, tejiendo aventuradas fantasías sin aproximarse ni un paso a la solución. Al final, pasada medianoche, llegaron a la conclusión de que el enfermero les revelaría el nombre del asesino. Fue distinto.

Según lo convenido (el dinero no mancha el honor), el enfermero apareció la tarde siguiente a la misma hora en el bistró, cogió el resto del dinero y puso sobre la mesa, con la serenidad de un profesional, un sobre marrón cerrado.

Kleiber lo abrió.

– ¿Una llave? -dijo Anne en un tono que no ocultaba su desengaño.

El sobre contenía una llave de seguridad con la inscripción «Sécurité France», como miles de otras; aparte de esto, nada.

– ¿Eso es todo? -inquirió Kleiber.

El enfermero contestó:

– Sí, es todo. La llave parece no tener importancia, pero si les digo que Vossius la guardaba debajo de la almohada envuelta en un pañuelo, tal vez cobre mayor importancia.

Kleiber se puso la llave en la mano y cerró el puño.

– Quizá tenga razón -dijo después de una breve reflexión-, sólo que mientras no sepamos a qué cerradura pertenece, no sirve de nada.

– El resto es asunto suyo -dijo el enfermero. Inclinó brevemente la cabeza y se alejó sin despedirse.

Los dos días siguientes pasaron como en una pesadilla. Incluso Adrián, que nunca perdía el ánimo, parecía agotado e intentó convencer a Anne de que tomasen el primer avión para tomar el sol en Túnez o en Marruecos, en cualquier caso la apremió para que no viajara sola de vuelta a Munich.

Anne sonrió fatigada. En el fondo, todo le daba lo mismo. Se apoderó de ella el miedo terrible de que Adrián pudiera ser el próximo en sufrir las consecuencias. No se atrevía a decirlo, pero todo giraba en torno a esta aprensión sin que el otro lo notase, y maquinaba la posibilidad de mantener a Kleiber apartado del asunto. Por otro lado, se sentía demasiado débil para proseguir con la historia ella sola, sin la ayuda de Adrián, y estaba a punto de acceder a la propuesta de Kleiber de realizar juntos un viaje de vacaciones, cuando de repente se toparon con una pista que lo cambió todo de nuevo.

Anne había dejado a Adrián el negativo de las fotos del pergamino y Kleiber había encargado al laboratorio nuevas copias con el propósito de buscar ahora por sí mismo un experto que pudiera traducir el misterioso texto, del cual sólo se conocía el nombre de Barabbas. Y puesto que las fotografías eran «una chapuza», como dijo el técnico del laboratorio, éste hizo una buena docena de ampliaciones, diferenciadas una de otra por la luz y el contraste, de manera que el texto aquí y allá fuese más legible.

No fue sólo este resultado lo que excitó fuertemente a Anne, sino los cuatro dedos al margen de una de estas ampliaciones (evidentemente el original era sostenido por un ayudante ante la cámara, lo que explicaba la mala calidad de la foto). Para ser más exactos, se trataba de tres dedos y medio, pues faltaba la parte de arriba en el dedo índice del desconocido.

– ¡Donat!

– ¿Donat?

– ¡El hombre con la mujer en la silla de ruedas! Desde el principio desconfié de él. La mujer que estaba con Guido en el automóvil del accidente y que después de estar dos días en la clínica desapareció dijo ser su esposa. Donat no pudo explicarlo. ¡Miente, miente, miente!

– Y a este… Donat le faltaba la primera falange del dedo índice, ¿estás segura?

– Completamente segura -replicó Anne-, lo vi con mis propios ojos. Pero Donat se hizo el que no sabía nada. ¿Por qué lo hace? ¿Qué tiene que ocultar?

Anne tenía miedo, temía las nuevas cuestiones que este descubrimiento comportaba. En rigor, no había avanzado un paso en sus averiguaciones desde el día después del accidente de Guido. Al contrario, sus investigaciones tenían el efecto de las excavaciones arqueológicas: cuanto más se descubría, más cuestiones suscitaba, y deseaba haber ignorado que Guido había tenido un lío, que ella pérfidamente indagaba.

Sentía como si estuviera en medio de una obra en la que, contra su voluntad, le habían asignado un papel, sin conocer ni a los demás actores ni el texto. Pero, tanto si quería como si no, debía representar su papel hasta el final.

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