Intuí de pronto que ni Pablito ni Néstor estarían en casa. Mi certidumbre era tal que detuve mi coche. Me encontraba en el punto en que el asfalto acaba abruptamente, y deseaba reconsiderar la conveniencia de continuar ese día el recorrido del escarpado y áspero camino de grava que conduce al pueblo en que viven, en las montañas de México Central.
Bajé la ventanilla del automóvil. El clima era bastante ventoso y frío. Salí a estirar las piernas. La tensión debida a las largas horas al volante me había entumecido la espalda y el cuello. Fui andando hasta el borde del pavimento. El campo estaba húmedo por obra de un aguacero temprano. La lluvia seguía cayendo pesadamente sobre las laderas de las montañas del sur, a poca distancia del lugar en que me hallaba. No obstante, exactamente delante de mí, ya fuese que mirara hacia el Este o hacia el Norte, el cielo se veía despejado. En determinados puntos de la sinuosa ruta había logrado divisar los azulinos picos de las sierras, resplandeciendo al sol a una gran distancia.
Tras pensarlo un momento, decidí dar la vuelta y regresar a la ciudad, porque había tenido la peculiar impresión de que iba a encontrar a don Juan en la plaza del mercado. Después de todo, eso era lo que había hecho siempre, hallarle en el mercado, desde el comienzo de mi relación con él. Por norma, si no daba con él en Sonora, me dirigía a México Central e iba al mercado de la ciudad del caso: tarde o temprano, don Juan se dejaría ver. Nunca le esperé más de dos días. Estaba tan habituado a reunirme con él de ese modo que tuve la más absoluta certeza de que volvería a hallarle, como siempre.
Aguardé en el mercado toda la tarde. Recorrí las naves una y otra vez, fingiendo buscar algo que adquirir. Luego esperé paseando por la plaza. Al anochecer comprendí que no vendría. Tuve entonces la clara impresión de que él había estado allí. Me senté en uno de los bancos de la plaza, en que solía reunirme con él, y traté de analizar mis sentimientos. Desde el momento de mi llegada a la ciudad, la firme convicción de que don Juan se encontraba en sus calles me había llenado de alegría. Mi seguridad se fundaba en mucho más que el recuerdo de las incontables veces en que le había hallado allí; sabía físicamente que él me estaba buscando. Pero entonces, en el momento en que me senté en el banco, experimenté otra clase de extraña certidumbre. Supe que él ya no estaba allí. Se había ido y yo le había perdido.
Pasado un rato, dejé de lado mis especulaciones. Llegué a la conclusión de que el lugar estaba comenzando a afectarme. Iba a caer en lo irracional, como siempre me había sucedido al cabo de unos pocos días en la zona.
Fui a mi hotel a descansar unas horas y luego salí nuevamente a vagar por las calles. Ya no tenía las mismas esperanzas de hallar a don Juan. Me di por vencido y regresé al hotel con el propósito de dormir bien durante la noche.
Por la mañana, antes de partir hacia las montañas, recorrí las calles en el coche; no obstante, de alguna manera, sabía que estaba perdiendo el tiempo. Don Juan no estaba allí.
Me tomó toda la mañana llegar al pueblo en que vivían Pablito y Néstor. Arribé a él cerca del mediodía. Don Juan me había acostumbrado a no entrar nunca al pueblo con el automóvil, para no excitar la curiosidad de los mirones. Todas las veces que había estado allí, me había apartado del camino, poco antes de la entrada al pueblo, y pasado por un terreno llano en que los muchachos solían jugar al fútbol. La tierra estaba allí bien apisonada y permitía alcanzar una huella de caminantes lo bastante ancha para dar paso a un automóvil y que llevaba a las casas de Pablito y de Néstor, situadas al pie de las colinas, al sur del poblado. Tan pronto como alcancé el borde del campo descubrí que la huella se había convertido en un camino de grava.
Dudé acerca de qué era lo más conveniente: si ir a la casa de Néstor o a la de Pablito. La sensación de que no estarían allí persistía. Opté por dirigirme a la de Pablito; tuve en cuenta el hecho de que Néstor vivía solo, en tanto Pablito compartía la casa con su madre y sus cuatro hermanas. Si él no se encontraba allí, las mujeres me ayudarían a dar con él. Al acercarme, advertí que el sendero que unía el camino con la casa había sido ensanchado. El suelo daba la impresión de ser firme y, puesto que había espacio suficiente para el coche, fui en él casi hasta la puerta de entrada. A la casa de adobe se había agregado un nuevo portal con techo de tejas. No hubo perros que ladrasen, pero vi uno enorme, que me observaba alerta, sentado con calma tras una cerca. Una bandada de polluelos, que hasta ese momento habían estado comiendo frente a la casa, se dispersó cacareando. Apagué el motor y estiré los brazos por sobre la cabeza. Tenía el cuerpo rígido.
La casa parecía desierta. Pensé por un instante en la posibilidad de que Pablito y su familia se hubiesen mudado y alguna otra gente viviese allí. De pronto, la puerta delantera se abrió con estrépito y la madre de Pablito salió como si alguien la hubiese empujado. Me miró distraídamente un momento. Cuando bajé del coche pareció reconocerme. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo y se apresuró a acercarse a mí. Lo primero que se me ocurrió fue que habría estado dormitando y que el ruido del motor la habría traído a la vigilia; y al salir a ver qué sucedía, le hubiese costado comprender en un primer momento de quién se trataba. Lo incongruente de la visión de la anciana corriendo hacia mí me hizo sonreír. Al acercarse, experimenté cierta duda fugaz. El modo en que se movía revelaba una agilidad que en modo alguno se correspondía con la imagen de la madre de Pablito.
– ¡Dios mío! ¡Qué sorpresa! -exclamó.
– ¿Doña Soledad? -pregunté, incrédulo.
– ¿No me reconoces? -replicó, riendo.
Hice algunos comentarios estúpidos acerca de su sorprendente agilidad.
– ¿Por qué siempre me tomas por una anciana indefensa? -preguntó, mirándome con cierto aire de desafío burlón.
Me reprochó abiertamente el hecho de haberla apodado «Señora Pirámide». Recordé que en cierta oportunidad había comentado a Néstor que sus formas me recordaban las de una pirámide. Tenía un ancho y macizo trasero y una cabeza pequeña y en punta. Los largos vestidos que solía usar contribuían al efecto.
– Mírame -dijo. ¿Sigo teniendo el aspecto de una pirámide?
Sonreía, pero sus ojos me hacían sentir incómodo. Intenté defenderme mediante una broma, pero me interrumpió y me interrogó hasta obligarme a admitir que yo era el responsable del mote. Le aseguré que lo había hecho sin ninguna mala intención y que, de todos modos, en ese momento se la veía tan delgada que sus formas podían recordarlo todo menos una pirámide.
– ¿Qué le ocurrió, doña Soledad? -pregunté-. Está transformada.
– Tú lo dijiste -se apresuró a responder-. ¡He sido transformada!
Yo lo había dicho en sentido figurado. No obstante, tras un examen más detallado, me vi en la necesidad de admitir que no había lugar para la metáfora. Francamente, era otra persona. De pronto, me vino a la boca un sabor metálico, seco. Tenía miedo.
Puso los brazos en jarras y se quedó allí parada, con las piernas ligeramente separadas, enfrentándome. Llevaba una falda fruncida verdosa y una blusa blanquecina. La falda era más corta que aquellas qué solía usar. No veía su cabello; lo llevaba ceñido por una cinta ancha, una tela dispuesta a modo de turbante. Estaba descalza y golpeaba rítmicamente el suelo con sus grandes pies, mientras sonreía con el candor de una jovencita. Nunca había visto a nadie que irradiase tanta energía. Advertí un extraño destello en sus ojos, un destello turbador pero no aterrador. Pensé que era posible que nunca hubiese observado su aspecto cuidadosamente. Entre otras cosas, me sentía culpable por haber dejado de lado a mucha gente durante los años pasados junto a don Juan. La fuerza de su personalidad había logrado que todo el mundo me pareciese pálido y sin importancia.
Le dije que nunca había supuesto que pudiese ser dueña de tan estupenda vitalidad, que mi indiferencia no me había permitido conocerla en profundidad y que era indudable que debía replantearme el conjunto de mis relaciones con la gente.
Se me acercó. Sonrió y puso su mano derecha en la parte posterior de mi brazo izquierdo, dándome un ligero apretón.
– De eso no hay duda -susurró a mi oído.
Su sonrisa se heló y sus ojos se pusieron vidriosos. Estábamos tan cerca que sentía sus pechos rozar mi hombro izquierdo. Mi incomodidad aumentaba a medida que hacía esfuerzos por convencerme de que no había razón alguna para alarmarme. Me repetía una y otra vez que realmente nunca había conocido a la madre de Pablito, y que, a pesar de lo extraño de su conducta, lo más probable era que estuviese actuando según los dictados de su personalidad normal. Pero una parte de mi ser, atemorizada, sabía que ninguno de esos pensamientos servía para otra cosa que no fuese darme fuerzas, que carecían de fundamento, porque, más allá de la poca o mucha atención que hubiese prestado a su persona, no sólo la recordaba muy bien, sino que la había conocido muy bien. Representaba para mí el arquetipo de una madre; la suponía cerca de los sesenta años, o algo más. Sus débiles músculos arrastraban con extrema dificultad su voluminoso físico. Su cabello estaba lleno de hebras grises. Era, en mi recuerdo, una triste, sombría mujer, con rasgos delicados y nobles, una madre abnegada y sufriente, siempre en la cocina, siempre cansada. También recordaba su amabilidad y su generosidad, y su timidez, una timidez, que la llevaba incluso a adoptar una actitud servil con todo aquel que hallase a su alrededor. Tal era la imagen que tenía de ella, reforzada por años de encuentros casuales. Ese día, había algo terriblemente diferente. La mujer que tenía frente a mí no se correspondía en lo más mínimo con mi concepción de la madre de Pablito, y, no obstante, se trataba de la misma persona, más delgada y más fuerte, veinte años menor, a juzgar por su aspecto, que la última vez que la había visto. Sentí un escalofrío.
Dio un par de pasos delante de mí y me miró de frente.
– Déjame verte -dije. El Nagual nos dijo que eras un demonio.
Recordé entonces que ninguno de ellos -Pablito, su madre, sus hermanas y Néstor- gustaba de pronunciar el nombre de don Juan, y le llamaban «el Nagual», término que yo también había adoptado para las conversaciones que sosteníamos.
Osadamente, puso las manos sobre mis hombros, cosa que jamás había hecho. Mi cuerpo se puso tenso. En realidad, no sabía qué decir. Sobrevino una larga pausa, que me permitió considerar mis posibilidades. Tanto su aspecto como su conducta me habían aterrado a tal punto que había olvidado preguntarle por Pablito y Néstor.
– Dígame, ¿dónde está Pablito? -le pregunté, experimentando un súbito recelo.
– Oh, se ha ido a las montañas -me replicó con tono evasivo, a la vez que se apartaba de mí.
– ¿Y Néstor?
Desvió la mirada, tratando de aparentar indiferencia.
– Están juntos en las montañas -dijo en el mismo tono.
Me sentí aliviado y le dije que había sabido, sin la menor sombra de duda, que se encontraban bien.
Me miró y sonrió. Hizo presa en mí una oleada de felicidad y entusiasmo y la abracé. Audazmente, respondió a mi gesto y me retuvo junto a sí; la actitud me resultó tan sorprendente que quedé sin respiración. Su cuerpo estaba rígido. Percibí una fuerza extraordinaria en ella. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Traté de apartarla con gentileza y le pregunté si Néstor seguía viendo a don Genaro y a don Juan. En el curso de nuestra reunión de despedida, don Juan había manifestado ciertas dudas acerca de la posibilidad de que Néstor estuviese en condiciones de finalizar su aprendizaje.
– Genaro se ha ido para siempre -dijo, separándose de mí.
Jugueteaba, nerviosa, con el dobladillo de la blusa.
– ¿Y don Juan?
– El Nagual también se ha ido -respondió, frunciendo los labios.
– ¿A dónde fueron?
– ¿Quieres decir que no lo sabes?
Le dije que ambos me habían despedido hacía dos años, y que todo lo que sabía era que por entonces estaban vivos. A decir verdad, no me había atrevido a especular acerca del lugar al que habían ido. Nunca me habían hablado de su paradero, y yo había llegado a aceptar el hecho de que, si deseaban desaparecer de mi vida, todo lo que tenían que hacer era negarse a verme.
– No están por aquí, eso es seguro -dijo, frunciendo el ceño-. Y no están en camino de regreso, eso también es seguro.
Su voz transmitía una extrema indiferencia. Empezaba a fastidiarme. Quería irme.
– Pero tú estás aquí -dijo, trocando el ceño en una sonrisa-. Debes esperar a Pablito y a Néstor. Han de estar muriéndose por verte.
Aferró mi brazo firmemente y me apartó del coche. Considerando su talante de otrora, su osadía resultaba asombrosa.
– Pero primero, permíteme presentarte a mi amigo -mientras lo decía me arrastraba hacia uno de los lados de la casa.
Se trataba de una zona cercada, semejante a un pequeño corral. Había en él un enorme perro. Lo primero en llamar mi atención fue su piel, saludable, lustrosa, de un marrón amarillento. No parecía ser un perro peligroso. No estaba encadenado y la valla no era lo bastante alta para impedirle salir. Permaneció impasible cuando nos acercamos a él, sin siquiera menear la cola.
Doña Soledad señaló una jaula de considerable tamaño, situada al fondo. En su interior, hecho un ovillo, se veía un coyote.
– Ése es mi amigo -dijo-. El perro no. Pertenece a mis niñas.
El perro me miró y bostezó. Yo le caía bien. Y tenía una absurda sensación de afinidad con él.
– Ven, vamos a la casa -dijo, cogiéndome por el brazo para guiarme.
Vacilé. Cierta parte de mí se hallaba en estado de total alarma y quería irse de allí inmediatamente y, sin embargo, otra porción de mi ser no estaba dispuesta a partir por nada del mundo.
– No me tendrás miedo, ¿no? -me preguntó, en tono acusador.
– ¡Claro que sí! ¡Y mucho! -exclamé.
Sofocó una risita y, con tono tranquilizador, se refirió a sí misma, sosteniendo que era una mujer tosca, primitiva, que tenía muchas dificultades con las palabras y que apenas si sabía cómo tratar a la gente. Me miró francamente a los ojos y dijo que don Juan le había encomendado ayudarme, porque yo le preocupaba.
– Nos dijo que eras poco formal y andabas por allí causando problemas a los inocentes -afirmó.
Hasta ese momento, sus aseveraciones me habían resultado coherentes, pero no me parecía concebible que don Juan dijese cosas tales sobre mí.
Entramos a la casa. Quería sentarme en el banco en que solía hacerlo en compañía de Pablito. Ella me detuvo.
– Ése no es el lugar para ti y para mí -dijo-. Vamos a mi habitación.
– Preferiría sentarme aquí -dije con firmeza-. Conozco este lugar y me siento cómodo en él.
Chascó la lengua, manifestando su desaprobación. Actuaba como un niño desilusionado. Contrajo el labio superior hasta que adquirió el aspecto del pico de un pato.
– Aquí hay algún terrible error -dije-. Creo que me voy a ir si no me explica lo que está sucediendo.
Se puso muy nerviosa y arguyó que su problema residía en el hecho de no saber cómo hablarme. Le planteé la cuestión de su indudable transformación y le exigí que me dijera qué había ocurrido. Necesitaba saber cómo había tenido lugar tal cambio.
– Si te lo digo, ¿te quedarás? -preguntó, con una vocecilla infantil.
– Tendré que hacerlo.
– En ese caso, te lo diré todo. Pero tiene que ser en mi habitación.
Durante un instante, sentí pánico. Hice un esfuerzo supremo para serenarme y fuimos a su habitación. Vivía en el fondo, donde Pablito había construido un dormitorio para ella. Yo había estado allí una vez, cuando se hallaba en construcción, y también después de terminado, precisamente antes de que ella lo habitase. El lugar estaba tan vacío como yo lo había visto, con la excepción de una cama, situada exactamente en el centro, y dos modestas cómodas, junto a la puerta. El jalbegue de los muros había dado paso a un tranquilizador blanco amarillento. También la madera del techo había adquirido su pátina. Al mirar las tersas, limpias paredes, tuve la impresión de que cada día las fregaban con una esponja. La habitación guardaba gran semejanza con una celda monástica, debido, a su sobriedad y ascetismo. No había en ella ornamento de especia alguna. En las ventanas había postigos de madera, sólidos y abatibles, reforzados por una barra de hierro. No había sillas ni nada en que sentarse.
Doña Soledad me quitó la libreta de notas, la apretó contra su seno y luego se sentó en la cama, que constaba tan sólo de dos colchones; no había somier. Me ordenó sentarme cerca de ella.
– Tú y yo somos lo mismo -dijo, a la vez que me tendía la libreta.
– ¿Cómo?
– Tú y yo somos lo mismo -repitió sin mirarme.
No llegaba a comprender el significado de sus palabras. Ella me observaba, como si esperase una respuesta.
– ¿Qué es lo que se supone que yo deba entender, doña Soledad? -pregunté.
Mi interrogación pareció desconcertarla. Era evidente que esperaba que la hubiese comprendido. Primero rió, pero luego, cuando volví a decirle que no había entendido, se enfadó. Se puso tiesa y me acusó de ser deshonesto con ella. Sus ojos ardían de ira; la cólera la llevaba a contraer los labios en un gesto muy feo, que la hacía parecer extraordinariamente vieja.
Yo estaba francamente perplejo e intuía que, dijese lo que dijese, iba a cometer un error. Lo mismo parecía ocurrirle a ella. Movió la boca para decir algo, pero el gesto no pasó de un estremecimiento de los labios. Finalmente murmuró que no era impecable actuar como yo lo hacía en un momento tan trascendente. Me volvió la espalda.
– ¡Míreme, doña Soledad -dije con energía-. No estoy tratando de desconcertarla en absoluto. Usted debe saber algo que yo ignoro por completo.
– Hablas demasiado -me espetó con enojo-. El Nagual me dijo que no debía dejarte hablar nunca. Lo tergiversas todo.
Se puso en pie de un salto y golpeó el suelo con fuerza, como un niño malcriado. En ese momento tomé conciencia de que el piso de la habitación era diferente. Lo recordaba de tierra apisonada, del mismo tono oscuro que tenía el conjunto de los terrenos de la zona. El nuevo era de un rosa subido. Dejé de lado mi enfrentamiento con ella y anduve por la estancia. No lograba explicarme el hecho de que el piso me hubiese pasado desapercibido al entrar. Era magnífico. Primero pensé que se trataría de arcilla roja, colocada como cemento mientras estaba suave y húmeda, pero luego vi que no presentaba una sola grieta. La arcilla se habría secado, apelotonado, agrietado, y alguna gramilla habría crecido allí. Me agaché y pasé los dedos con delicadeza por sobre la superficie. Tenía la consistencia del ladrillo. La arcilla había sido cocida. Comprendí entonces que el piso estaba hecho con grandes losas de arcilla cocida, asentadas sobre un lecho de arcilla fresca que hacía las veces de matriz. Las losas estaban distribuidas según un diseño intrincado y fascinante, aunque muy difícilmente visible a menos que se le prestase especial atención. La precisión con que cada losa había sido colocada en su lugar me reveló un plan perfectamente concebido. Me interesaba averiguar cómo se había hecho para cocer piezas tan grandes sin que se combasen. Me volví, con la intención de preguntárselo a doña Soledad. Desistí inmediatamente. No habría comprendido aquello a lo que yo me iba a referir. Di un nuevo paseo. La arcilla era un tanto áspera, casi como la piedra arenisca. Constituía una perfecta superficie antideslizante.
– ¿Fue Pablito quien instaló este piso? -pregunté.
No me respondió.
– Es un trabajo magnífico -dije-. Debe usted de sentirse orgullosa de él.
No me cabía la menor duda de que el autor había sido Pablito. Nadie más habría tenido la imaginación ni la capacidad necesarias para concebirlo. Supuse que lo habría hecho durante mi ausencia. Pero no tardé en recordar que yo no había entrado en la habitación de doña Soledad desde la época en que había sido construida, seis o siete años atrás.
– ¡Pablito! ¡Pablito! ¡Bah! -exclamó con voz áspera y llena de enfado-. ¿Qué te hace pensar que sea el único capaz de hacer cosas?
Cambiamos una larga mirada, y súbitamente comprendí que era ella quien había hecho el piso, y que don Juan la había inducido a ello.
Estuvimos de pie en silencio, contemplándonos durante largo rato. Yo sabía que habría sido completamente superfluo preguntarle si mi suposición era correcta.
– Yo me lo hice -dijo al cabo, en un tono seco-. El Nagual me dijo cómo.
Sus palabras me pusieron eufórico. La cogí y la alcé en un abrazo. Sosteniéndola así, dimos unas vueltas por la habitación. Lo único que se me ocurría era bombardearla con preguntas. Quería saber cómo había hecho las losas, qué significaban los dibujos, de dónde había sacado la arcilla. Pero ella no compartía mi exaltación. Permanecía serena e imperturbable, y de tanto en tanto me miraba desdeñosamente.
Volví a recorrer el piso. La cama había sido situada en el punto exacto de convergencia de varias líneas. Las losase de arcilla estaban cortadas en ángulos agudos, de modo de dar lugar a un motivo de diseño fundado en líneas convergentes que, en apariencia, irradiaban desde debajo de la cama.
– No encuentro palabras para expresarle lo impresionado que me hallo -dije.
– ¡Palabras! ¿Quién necesita palabras? -dijo, cortante.
Tuve un destello de lucidez. Mi razón me había estado traicionando. Había una sola explicación probable para su magnífica metamorfosis; don Juan debía haberla tomado como aprendiz. ¿De qué otro modo podía una vieja como doña Soledad convertirse en ese ser fantástico, poderoso? Tendría que haberme resultado obvio desde el momento en que la vi, pero esa posibilidad no formaba parte del conjunto de mis expectativas respecto de ella.
Deduje que el trabajo de don Juan con ella debía haberse realizado en los dos años durante los cuales yo no la había visto, si bien dos años parecían constituir un lapso demasiado breve para tan espléndido cambio.
– Ahora creo comprender lo que le ha sucedido -dije, en tono alegre y despreocupado-. Acaba de hacerse cierta luz en mi mente.
– Ah, ¿si? -dijo, sin el menor interés.
– El Nagual le está enseñando a ser una bruja, ¿no es cierto?
Me miró desafiante. Percibí que lo que había dicho era precisamente lo menos adecuado. Había en su rostro una expresión de verdadero desprecio. No iba a decirme nada.
– ¡Qué cabrón eres! -exclamó de pronto, temblando de ira.
Pensé que su cólera era injustificada. Me senté en un extremo de la cama, mientras ella, nerviosa, daba golpecitos en el suelo con el talón. Luego fue a sentarse al otro extremo, sin mirarme.
– ¿Qué es exactamente lo que usted quiere que haga? -pregunté con tono firme, intimidatorio.
– ¡Ya te lo he dicho! -aulló-. Tú y yo somos lo mismo.
Le pedí que me explicase lo que quería decir y que no pensase, ni por un instante, que yo sabía algo. Tales palabras la irritaron aún más. Se puso en pie bruscamente y dejó caer su falda al suelo.
– ¡Esto es lo que quiero decir! -chilló, acariciándose el pubis.
Mi boca se abrió sin que mediase mi voluntad. Era consciente de que la estaba contemplando como un idiota.
– ¡Tú y yo somos uno aquí! -dijo.
Yo estaba mudo de asombro. Doña Soledad, la anciana india, madre de mi amigo Pablito, estaba realmente semidesnuda, a pocos pasos de mí, mostrándome sus genitales. La miré, incapaz de expresar idea alguna. Lo único que sabía era que su cuerpo no correspondía a una vieja. Tenía hermosos muslos, oscuros y sin vello. Sus caderas eran anchas debido a su estructura ósea, pero no tenían gordura alguna.
Debió de haber advertido mi examen y se echó sobre la cama.
– Ya sabes qué hacer -dijo, señalándose el pubis-. Somos uno aquí.
Descubrió sus robustos pechos.
– ¡Doña Soledad, se lo ruego! -exclamé-. ¿Qué le sucede? Usted es la madre de Pablito.
– No, ¡no lo soy! -barbotó-. No soy madre de nadie.
Se incorporó y me miró fieramente.
– Soy lo mismo que tú, una parte del nagual -dijo-. Estamos hechos para mezclarnos.
Abrió las piernas y yo me aparté de un salto.
– ¡Espere un momento, doña Soledad! -dije-. Déjeme decirle algo.
Por un instante me dominó un miedo salvaje y por mi mente cruzó una idea loca. ¿Sería posible, me preguntaba, que don Juan estuviese oculto por allí, desternillándose de risa?
– ¡Don Juan! -aullé.
Mi chillido fue tan fuerte y profundo que doña Soledad saltó de su cama y se cubrió a toda prisa con su falda. Vi cómo se la ponía mientras yo volvía a bramar:
– ¡Don Juan!
Anduve por toda la casa, profiriendo el nombre de don Juan, hasta que tuve la garganta seca. Doña Soledad, en el ínterin, había salido corriendo y aguardaba junto a mi automóvil, contemplándome, perpleja.
Me acerqué a ella y le pregunté si don Juan le había ordenado hacer todo aquello. Asintió con un gesto. Le pregunté si él se encontraba en los alrededores. Respondió que no.
– Dígamelo todo -dije.
Me explicó que se limitaba a seguir instrucciones de don Juan. El le había ordenado cambiar su ser por el de un guerrero con la finalidad de ayudarme. Aseveró que había pasado años esperando para cumplir esa promesa.
– Ahora soy muy fuerte -dijo con suavidad-. Sólo para ti. Pero en la habitación no te gusté, ¿no?
Me encontré explicándole que no se trataba de que no me gustase, que contaban en mucho mis sentimientos hacia Pablito; entonces comprendí que no tenía la más vaga idea de lo que estaba diciendo.
Doña Soledad parecía entender lo embarazoso de mi posición y afirmó que era mejor olvidar nuestro incidente.
– Debes estar hambriento -dijo con vivacidad-. Te prepararé algo de comer.
– Aún hay muchas cosas que no me ha explicado -señalé-. Le seré franco: no me quedaría aquí por nada del mundo. Usted me asusta.
– Estás obligado a aceptar mi hospitalidad; aunque sea una taza de café -dijo, sin inmutarse-. Vamos, olvidemos lo sucedido.
Me indicó con un gesto que fuese hacia la casa. En ese momento oí un gruñido sordo. El perro se había levantado y nos miraba como si comprendiese lo que conversábamos.
Doña Soledad clavó en mí una mirada aterradora. Luego se serenó y sonrió.
– No hagas caso de mis ojos dijo-. Lo cierto es que soy vieja. Últimamente me mareo. Creo que necesito gafas.
Se echó a reír y comenzó a hacer payasadas, mirando entre sus dedos, colocados de modo de fingir gafas.
– ¡Una vieja india con gafas! Será el hazmerreír -comentó, sofocando una carcajada.
Me preparé mentalmente para comportarme con brusquedad y salir de allí sin dar explicación alguna. Pero antes de partir quería dejar algunas cosas para Pablito y sus hermanas. Abrí el portaequipajes para sacar los regalos que les había llevado. Me incliné hacia el interior con el objeto de alcanzar los dos paquetes colocados junto al respaldo del asiento posterior, al lado de la rueda de recambio. Había cogido uno y estaba a punto de asir el otro cuando sentí en la nuca una mano suave y peluda. Emití un chillido involuntario y me golpeé la cabeza contra la tapa levantada del coche. Me volví para mirar. La presión de la mano peluda me impidió completar el movimiento, pero alcancé a vislumbrar fugazmente un brazo, o una garra, de tonalidad plateada, suspendido sobre mi cuello. El pánico hizo presa en mí, me aparté con esfuerzo del portaequipajes, y caí sentado, con el paquete aún en la mano. Todo mi cuerpo temblaba, tenía contraídos los músculos de las piernas y me vi levantándome de un brinco y corriendo.
– No pretendía asustarte -dijo doña Soledad, en tono de disculpa, mientras yo la miraba desde una distancia de más de dos metros.
Me mostró las palmas en un gesto de entrega, como si tratase de asegurarme que lo que yo había sentido no era una de sus manos.
– ¿Qué me hizo? -pregunté, tratando de aparentar calma y soltura.
No se podría decir si estaba muy avergonzada o totalmente desconcertada. Murmuró algo y sacudió la cabeza como si no pudiese expresarlo, o no supiera a qué me refería.
– Vamos, doña Soledad -dije, acercándome a ella-, no me juegue sucio.
Parecía hallarse al borde del llanto. Yo deseaba consolarla, pero una parte de mí se resistía. Tras una pausa brevísima le dije lo que había sentido y visto.
– ¡Eso es terrible! -su voz era un grito.
Con un movimiento sumamente infantil, se cubrió el rostro con el antebrazo derecho. Pensé que estaba llorando. Me acerqué a ella e intenté rodear sus hombros con el brazo. Pero no conseguí hacer el gesto.
– Ahora, doña Soledad -dije-, olvidemos todo esto y reciba estos paquetes antes de que yo parta.
Di un paso para situarme frente a ella. Alcancé a ver sus ojos, negros y brillantes, y parte de su rostro tras el brazo que me lo ocultaba. No lloraba. Sonreía.
Salté hacia atrás. Su sonrisa me aterraba. Ambos permanecimos inmóviles largo tiempo. Mantenía cubierta la cara, pero yo le veía los ojos y sabía que me observaba.
Allí parado, casi paralizado por el miedo, me sentía completamente abatido. Había caído en un pozo sin fondo. Doña Soledad era una bruja. Mi cuerpo lo sabía, y, sin embargo, no terminaba de aceptarlo. Prefería creer que había enloquecido y la tenían encerrada en la casa para no enviarla a un manicomio.
No me atrevía a moverme ni a quitarle los ojos de encima. Debimos haber permanecido en la misma posición durante cinco o seis minutos. Ella mantuvo el brazo alzado inmóvil. Se encontraba junto a la parte trasera del coche, casi apoyada en el parachoques izquierdo. La tapa del portaequipaje seguía levantada. Pensé en precipitarme hacia la puerta derecha. Las llaves estaban en el contacto.
Me relajé un tanto con el objeto de decidir el momento más adecuado para echar a correr. Pareció advertir mi cambio de actitud inmediatamente. Bajó el brazo, dejando al descubierto todo su rostro. Tenía los dientes apretados y los ojos fijos en mí. Se la veía cruel y vil. De pronto, avanzó hacia donde yo me encontraba, tambaleándose. Se afirmó sobre el pie derecho, al modo de un esgrimista, y alargó las manos, cual si se tratase de garras, para aferrarme por la cintura mientras profería el más escalofriante de los alaridos.
Mi cuerpo dio un salto hacia atrás, para no quedar a su alcance. Corrí hacia el coche, pero con inconcebible agilidad se echó ante mí, haciéndome dar un traspié. Caí boca abajo y me asió por el pie izquierdo. Encogí la pierna derecha, y le habría propinado un puntapié en la cara si no se hubiese separado de mí, dejándose caer de espaldas. Me puse en pie de un salto y traté de abrir la portezuela del auto. Me arrojé sobre el capó para pasar al otro lado pero, de algún modo, doña Soledad llegó a él antes que yo. Intenté retroceder, siempre rodando sobre el capó, pero en medio de la maniobra sentí un agudo dolor en la pantorrilla derecha. Me había sujetado por la pierna. No pude pegarle con el pie izquierdo; me tenía sujeto por ambas piernas contra el capó. Me atrajo hacia ella y le caí encima. Luchamos en el suelo. Su fuerza era magnífica y sus alaridos aterradores. Apenas si podía moverme bajo la inmensa presión de su cuerpo. No era una cuestión de peso, sino más bien de potencia, y ella la tenía. De pronto oí un gruñido y el enorme perro saltó sobre su espalda y la apartó de mí. Me puse de pie. Quería entrar al coche pero mujer y perro luchaban junto a la puerta. El único refugio era la casa. Llegué a ella en uno o dos segundos. No me volví a mirarlos: me precipité dentro y cerré la puerta de inmediato, asegurándola con la barra de hierro que había tras ella. Corrí hacia el fondo y repetí la operación con la otra puerta.
Desde el interior alcanzaba a oír los furiosos gruñidos del perro y los chillidos inhumanos de la mujer. Entonces, súbitamente, el gruñir y el ladrar del animal se trocaron en gañidos y aullidos, como si experimentase dolor, o algo que lo atemorizase. Sentí una sacudida en la boca del estómago. Mis oídos comenzaron a zumbar. Comprendí que estaba atrapado en la casa. Tuve un acceso de terror. Me sublevaba mi propia estupidez al correr hacia la casa. El ataque de la mujer me había desconcertado a tal punto que había perdido todo sentido de la estrategia y me había comportado como si escapase de un contrincante corriente del que fuera posible deshacerse por medio del simple expediente de cerrar una puerta. Oí que alguien llegaba hasta la puerta y se apoyaba en ella, tratando de abrirla por la fuerza. Luego hubo violentos golpes y estrépito.
– Abre la puerta -dijo doña Soledad con voz seca-. Ese condenado perro me ha herido.
Consideré la posibilidad de dejarla entrar. Me vino a la memoria el recuerdo de un enfrentamiento con una bruja, que había tenido lugar años atrás, la cual, según don Juan, cambiaba de forma con el fin de enloquecerme y darme un golpe mortal. Evidentemente, doña Soledad no era tal como yo la había conocido, pero yo tenía razones para dudar que fuese una bruja. El elemento tiempo desempeñaba un papel preponderante en relación con mi convicción. Pablito, Néstor y yo llevábamos años de relación con don Juan y don Genaro y no éramos brujos; ¿cómo podía serlo doña Soledad? Por grande que fuese su transformación, era imposible que hubiera improvisado algo que cuesta toda una vida lograr.
– ¿Por qué me atacó? -pregunté, hablando con voz lo bastante fuerte como para ser oído desde el otro lado de la maciza puerta.
Respondió que el Nagual le había dicho que no me dejase partir. Le pregunté por qué.
No contestó; en cambio, golpeó la puerta furiosamente, a lo que yo respondí golpeando a mi vez con más fuerza. Seguimos aporreando la puerta durante varios minutos. Se detuvo y comenzó a rogarme que le abriera. Sentí una oleada de energía nerviosa. Comprendí que si abría, tendría una oportunidad de huir. Quité la tranca. Entró tambaleándose. Llevaba la blusa desgarrada. La banda que sujetaba su cabello se había caído y las largas greñas le cubrían el rostro.
– ¡Mira lo que me ha hecho ese perro bastardo! -aulló-. ¡Mira! ¡Mira!
Respiré hondo. Se la veía un tanto aturdida. Se sentó en un banco y comenzó a quitarse la blusa hecha jirones. Aproveché ese momento para salir corriendo de la casa y precipitarme hacia el coche. Con una velocidad que sólo podía ser hija del miedo, entré en él, cerré la portezuela, conecté el motor automáticamente y puse la marcha atrás. Aceleré y volví la cabeza para mirar por la ventanilla posterior. Al hacerlo sentí un aliento cálido en el rostro; oí un horrendo gruñido y vi en un instante los ojos demoníacos del perro. Estaba en el asiento trasero. Vi sus terribles dientes junto a mis ojos. Bajé la cabeza. Sus dientes alcanzaron a cogerme el cabello. Debo de haberme hecho un ovillo en el asiento, y, al hacerlo, retirado el pie del embrague. La sacudida que dio el coche hizo perder el equilibrio al animal. Abrí la portezuela y salí a toda prisa. La cabeza del perro asomó también por la portezuela. Faltaron pocos centímetros para que me mordiera los tobillos y alcancé a oír el ruido que hacían sus dientes al cerrar firmemente las mandíbulas. El coche comenzó a deslizarse hacia atrás y yo eché a correr nuevamente, esta vez hacia la casa. Me detuve antes de llegar a la puerta.
Doña Soledad estaba allí parada. Se había vuelto a recoger el pelo. Se había echado un chal sobre los hombros. Me miró fijamente por un instante y luego se echó a reír, muy suavemente al principio, como si hacerlo le provocase dolor en las heridas, y luego estrepitosamente, Me señalaba con un dedo y se sostenía el estómago mientras se retorcía de risa. Se movía hacia delante y hacia atrás, encorvándose e irguiéndose, como para no perder el aliento. Estaba desnuda por encima de la cintura. Veía sus pechos, agitados por las convulsiones de la risa.
Me sentí perdido. Miré el coche. Se había detenido tras retroceder un metro o metro y medio; la portezuela se había vuelto a cerrar, atrapando al perro en el interior. Veía y oía a la enorme bestia mordiendo el respaldo del asiento delantero y dando zarpazos contra las ventanillas.
La situación me obligaba a tomar una muy singular decisión. No sabía a quién temer más, si a doña Soledad o al perro. Concluí, tras un instante de reflexión, que el perro no era más que una bestia estúpida.
Volví corriendo al coche y me subí al techo. El ruido encolerizó al perro. Le oí desgarrar el tapizado. Tendido sobre el techo, conseguí abrir la portezuela del lado del conductor. Tenía la intención de abrir las dos, y deslizarme del techo al interior del automóvil a través de una de ellas, tan pronto como el perro hubiese salido por la otra. Me estiré nuevamente, para abrir la puerta derecha. Había olvidado que estaba asegurada. En ese momento, la cabeza del perro asomó por la portezuela abierta. Sentí pánico ciego ante la idea de que pudiese salir del auto y ganar el techo de un salto.
Tardé menos de un segundo en saltar al suelo y llegar a la puerta de la casa.
Doña Soledad aguardaba en la entrada. El reír le exigía ya esfuerzos supremos, en apariencia casi dolorosos.
El perro se había quedado dentro del coche, aún espumajeando de rabia. Al parecer, era demasiado grande y no lograba hacer pasar su voluminoso cuerpo por sobre el respaldo del asiento delantero. Fui hasta el coche y volví a cerrar la portezuela con delicadeza. Me puse a buscar una vara cuya longitud me permitiese maniobrar para quitar el seguro de la puerta derecha.
Busqué en la zona de delante de la casa. No había por allí siquiera un trozo de madera. Doña Soledad, entretanto, se había ido adentro. Consideré mi situación. No tenía otra alternativa que recurrir a su ayuda. Presa de gran agitación, crucé el umbral, mirando en todas direcciones y sin descartar la posibilidad de que estuviese escondida tras la puerta, esperándome.
– ¡Doña Soledad! -grité.
– ¿Qué diablos quieres? -gritó a su vez, desde su habitación.
– ¿Me haría el favor de salir y sacar a su perro de mi coche? -dije.
– ¿Estás bromeando? -replicó-. Ese perro no es mío. Ya te lo he dicho; pertenece a mis niñas.
– ¿Dónde están sus niñas? -pregunté.
– Están en las montañas -respondió.
Salió de su habitación y se encaró conmigo.
– ¿Quieres ver lo que me ha hecho ese condenado perro? -preguntó en tono seco-. ¡Mira!
Se quitó el chal y me mostró la espalda desnuda.
No encontré en ella marcas visibles de dientes; había tan sólo unos pocos, largos rasguños que bien podía haberse hecho frotándose contra el áspero suelo. Por otra parte, podía haberse arañado al atacarme.
– No tiene nada -dije.
– Ven a mirarlo a la luz dijo, y cruzó la puerta.
Insistió en que buscase cuidadosamente marcas de los dientes del perro. Me sentía estúpido. Tenía una sensación de pesadez en torno de los ojos, especialmente sobre las cejas. No le hice caso y salí. El perro no se había movido y comenzó a ladrar en cuanto traspuse la puerta.
Me maldije. Yo era el único culpable. Había caído en esa trampa como un idiota. En ese preciso momento se me ocurrió la posibilidad de ir andando al pueblo. Pero mi cartera, mis documentos, todas mis pertenencias, se hallaban en el piso del coche, exactamente bajo las patas del perro. Tuve un acceso de desesperación. Era inútil caminar hasta el pueblo: El dinero que tenía en los bolsillos no alcanzaba siquiera para una taza de café. Además no conocía un alma allí. No tenía más alternativa que hacer salir al perro del auto.
– ¿Qué clase de alimentos come este perro? -grité desde la puerta.
– ¿Por qué no pruebas dándole una pierna? -respondió doña Soledad, también gritando, desde su habitación, a la vez que soltaba una risa aguda.
Busqué algo de comer en la casa. Las ollas estaban vacías. No podía hacer otra cosa que volver a encararla. Mi desesperación se había trocado en cólera. Irrumpí en su habitación, dispuesto a una lucha a muerte. Estaba echada en la cama, cubierta con el chal.
– Por favor, perdóname por haberte hecho todas esas cosas -dijo con sencillez, mirando al techo.
Su audacia dio por tierra con mi cólera.
– Debes comprender mi posición -prosiguió-. No podía dejarte ir.
Rió suavemente y, con voz clara, serena y muy agradable, dijo que la llenaba de remordimiento el ser ávida y torpe, que había estado a punto de ahuyentarme con sus bufonadas, pero que la situación, de pronto, había variado. Hizo una pausa y se sentó en la cama, cubriéndose los pechos con el chal; agregó luego que una extraña confianza había ganado su cuerpo. Levantó la vista al techo e hizo con los brazos un movimiento misterioso, rítmico, semejante al de los molinos de viento.
– Ya no hay modo de que te vayas -dijo.
Me examinó atentamente, sin reír. Mi sentimiento de ira era menos violento, pero mi desesperación era más intensa que nunca. Comprendía que, en términos de fuerza bruta, me era imposible competir, tanto con ella como con el perro.
Dijo que nuestro encuentro estaba acordado desde hacía muchos años, y que ninguno de los dos contaba con el poder necesario para abreviar el lapso que debíamos pasar juntos, ni para separarse del otro.
– No derroches energías en tentativas de irte -dijo-. Es tan inútil que trates de hacerlo como que yo trate de retenerte. Algo que se encuentra más allá de tu voluntad te liberará, y algo que se encuentra más allá de mi voluntad te retendrá aquí.
De algún modo, su confianza no sólo la había dulcificado, sino que la había dotado de un gran dominio sobre las palabras. Sus aseveraciones eran convincentes y muy claras. Don Juan siempre había dicho que yo era un alma crédula cuando se entraba en el terreno de las palabras. Me sorprendí pensando, mientras ella hablaba, que en realidad no era tan temible como yo creía. Daba la impresión de no estar ni siquiera resentida. Mi razón se sentía casi a gusto, pero otra parte de mi ser se rebelaba. Todos mis músculos estaban tensos como alambres, y, sin embargo, me veía forzado a admitir que, a pesar de que me había asustado hasta el punto de sacarme de mis cabales, la encontraba muy atractiva. Me miró fijamente.
– Te demostraré la inutilidad de tratar de escapar -dijo, saltando de la cama-. Voy a ayudarte. ¿Qué necesitas?
Me contemplaba con ojos extrañamente brillantes. La pequeñez y blancura de sus dientes daban a su sonrisa un toque diabólico. La cara, mofletuda, se veía extraordinariamente tersa, sin la menor arruga. Dos líneas bien definidas iban de los lados de su nariz a las comisuras de sus labios, dando al rostro una apariencia de madurez, sin envejecerlo. Al levantarse de la cama dejó caer descuidadamente el chal, poniendo en descubierto la plenitud de sus senos. No se cuidó de cubrirse. Por el contrario, aspiró profundamente y alzó los pechos.
– Ah, lo has advertido, ¿no? -dijo, y meció su cuerpo como si estuviese satisfecha de sí misma-. Siempre llevo el cabello recogido. El Nagual me lo recomendó. Al llevarlo tirante, mi rostro es más joven.
Yo estaba seguro de que se iba a referir a sus pechos. Su salida me sorprendió.
– No quiero decir que la tirantez del cabello me haga parecer más joven -prosiguió, con una sonrisa encantadora-. Sino que me hace realmente más joven.
– ¿Cómo es posible? -pregunté.
Me respondió con otra pregunta. Quiso saber si yo había entendido correctamente a don Juan cuando él decía que todo era posible si uno tenía un firme propósito. Yo pretendía una explicación más precisa. Me interesaba saber qué hacía, además de estirarse el pelo, para parecer tan joven. Dijo que se tendía sobre la cama y se vaciaba de toda clase de pensamientos y sentimientos y permitía que las líneas del piso de su alcoba se llevaran las arrugas. Le exigí más detalles: impresiones, sensaciones, percepciones que hubiese experimentado en esos momentos. Insistió en que no sentía nada, en que ignoraba el modo de acción de las líneas del piso, y en que lo único que sabía era cómo impedir que los pensamientos interfiriesen.
Me puso las manos sobre el pecho y me apartó con suma delicadeza. Al parecer, quería indicarme con ese gesto que ya le había preguntado lo suficiente. Salió por la puerta trasera. Le dije que necesitaba una vara larga. Se dirigió a una pila de leña, pero allí no había varas largas. Le sugerí que me consiguiese un par de clavos, con la finalidad de unir dos trozos de esa madera. Buscamos clavos infructuosamente por toda la casa. Como último recurso, hube de quitar la vara más larga que encontré, una de las que Pablito había empleado en la construcción del gallinero del fondo. El madero, si bien algo endeble, parecía hecho para mi propósito.
Doña Soledad no había sonreído ni bromeado en el curso de la búsqueda. Aparentemente, estaba dedicada por entero a ayudarme. Tal era su concentración que llegué a pensar que me deseaba éxito.
Fui hasta el coche, munido del palo largo y de otro, de menores dimensiones, cogido del montón de leña. Doña Soledad permaneció junto a la puerta de la casa.
Comencé por distraer al perro con el más corto de los palos, sostenido con la mano derecha, a la vez que, con la otra, intentaba hacer saltar el seguro del lado opuesto, valiéndome del más largo. El perro estuvo a punto de morderme la mano derecha; hube de dejar caer el madero corto. La irritación y la fuerza de la enorme bestia eran tan inmensas que me vi al borde de soltar también el largo. El animal estaba a punto de partirlo en dos cuando doña Soledad acudió en mi ayuda; dando golpes en la ventanilla posterior, atrajo la atención del perro, haciéndolo desistir de su intento.
Alentado por su maniobra de distracción, me lancé de cabeza sobre el asiento de delante, deslizándome hacia el lado opuesto; de algún modo, me las arreglé para quitar la traba de seguridad. Intenté una retirada inmediata, pero el perro cargó sobre mí con todas sus fuerzas y logró introducir su macizo lomo y sus zarpas delanteras en la parte anterior del coche, descargándolas sobre mí antes de que me fuese posible retroceder, Sentí sus patas en la espalda. Me arrastré. Sabía que me iba a destrozar. Bajó la cabeza con intenciones asesinas, pero, en vez de atacarme, mordió el volante. Conseguí escurrirme y, en un solo movimiento, trepé, al capó primero y al techo luego. Estaba lleno de magulladuras.
Abrí la portezuela derecha. Pedí a doña Soledad que me alcanzara la vara larga y, valiéndome de ella, moví la palanca que aseguraba el respaldo. Supuse que quizá molestando al perro, lo obligaría a empujarlo hacia delante y tendría así más espacio para salir del coche. No obstante no se movió. En cambio, mordió furiosamente la vara.
En ese momento, doña Soledad ganó el techo de un salto y se tendió cerca de mí. Quería ayudarme a molestar al perro. Le dije que no podía quedarse allí porque en cuanto el animal saliera yo iba a meterme en el coche y largarme. Le agradecí su apoyo y le expresé que lo más conveniente era que volviese a la casa. Se encogió de hombros, puso pie en tierra y regresó a la puerta. Nuevamente, oprimí la manecilla y provoqué al perro con mi vara, agitándosela ante los ojos y el hocico. La furia de la bestia superaba todo lo que yo había visto, pero no se la veía dispuestas a abandonar el lugar. Sus sólidas mandíbulas terminaron por arrebatarme el palo de las manos. Me bajé para recogerlo de debajo del automóvil. De pronto oí el grito de doña Soledad.
– ¡Cuidado! ¡Sale!
Levanté la vista hacia el coche. El perro pasaba por sobre el asiento. Sus patas posteriores estaban atrapadas por el volante; de no ser por ello, habría salido.
Me lancé hacia la casa y logré entrar en ella exactamente a tiempo para evitar que el animal me derribase. Su ímpetu era tal que dio contra la puerta.
A la vez que trancaba la puerta con la barra de hierro, doña Soledad hablaba, con voz chillona.
– Te dije que era inútil.
Se aclaró la garganta y se volvió a mirarme.
– ¿No puede atar al perro? -pregunté.
Estaba seguro de que me daría una respuesta carente de sentido, pero, para mi asombro, dijo que debía intentarlo todo, incluso atraer al perro a la casa y encerrarlo allí.
Su idea me sedujo. Abrí con sumo cuidado la puerta. El animal no se hallaba lejos. Me arriesgué a salir, aunque sin alejarme demasiado. No se lo veía. Tenía la esperanza de que hubiese regresado a su corral. Estaba dispuesto a lanzarme hacia el coche cuando oí un sordo gruñido, y divisé la sólida cabeza del animal en el interior del mismo. Había trepado al asiento delantero.
Doña Soledad tenía razón: era inútil intentarlo. Me invadió una oleada de tristeza. De algún modo, presentía que mi final estaba cerca. En un súbito acceso de absoluta desesperación, dije a doña Soledad que iba a buscar un cuchillo a la cocina y que estaba dispuesto a matar al perro, o a que él me matara. No lo hice porque no había un solo objeto metálico en toda la casa.
– ¿Acaso no te enseñó el Nagual a aceptar tu destino? -preguntaba doña Soledad mientras me seguía los pasos-. Ese, el de allí fuera, no es un perro corriente. Ese perro tiene poder. Es un guerrero. Hará lo que tenga que hacer. Incluso matarte.
Por un momento experimenté un sentimiento de frustración incontrolable, la cogí por los hombros y gruñí. No se mostró sorprendida ni molesta por mi súbito arranque. Se volvió y dejó caer el chal. Su espalda era fuerte y hermosa. Sentí un irreprimible deseo de golpearla, pero, en cambio, deslicé la mano por sus hombros. Tenía una piel suave y tersa. Tanto sus brazos como sus hombros eran fornidos, sin llegar a ser gruesos. Aparentemente, una mínima capa de gordura contribuía a redondear sus músculos y dar tersura a la parte superior de su cuerpo; cuando, con las yemas de los dedos, llegué a hacer presión sobre esas partes, alcancé a sentir la solidez de invisibles carnes bajo la límpida superficie. No quise mirar sus pechos.
Se dirigió a un lugar techado, en la parte trasera de la casa, que hacía las veces de cocina. La seguí. Se sentó en un banco y, con tranquilidad, se lavó los pies en un barreño. Mientras se ponía las sandalias corrí hasta un nuevo cobertizo que había sido construido en los fondos. Cuando regresé, la hallé de pie junto a la puerta.
– A ti te gusta hablar -dijo despreocupadamente, mientras me llevaba hacia la habitación-. No hay prisa. Podemos conversar hasta siempre.
Sacó mi libreta de notas del cajón superior de la cómoda y me la tendió con exagerada delicadeza. Ella misma debía de haberla puesto allí. Luego retiró la colcha, la dobló cuidadosamente y la colocó encima de la misma cómoda. Advertí entonces que las dos cómodas eran del mismo color que las paredes, blanco amarillento, y que la cama, sin colcha, era de un rosa subido, muy semejante al del piso. La colcha, por su parte, era de tono castaño oscuro, al igual que la madera del techo y la de los postigos de las ventanas.
– Conversemos -dijo, sentándose cómodamente en la cama tras quitarse las sandalias.
Recogió las piernas hasta ponerlas en contacto con sus pechos desnudos. Parecía una niña. Sus maneras agresivas y dominantes se habían mitigado, trocándose en una actitud encantadora. En aquel momento era la antítesis de lo que había sido antes. Dado el modo en que me instaba a tomar notas, no pude menos de reírme. Me recordaba a don Juan.
– Ahora tenemos tiempo -dijo-. El viento ha cambiado. ¿Te has dado cuenta?
Me había dado cuenta. Dijo que la nueva dirección del viento era para ella la más benéfica, de modo que el viento se había convertido en su auxiliar.
– ¿Qué sabe usted del viento, doña Soledad? -pregunté, y me senté con la mayor serenidad a los pies de la cama.
– Únicamente lo que me enseñó el Nagual -dijo-. Cada una de nosotras, las mujeres, posee su dirección singular, un viento personal. Los hombres, no. Yo soy el viento del Norte; cuando sopla, soy diferente. El Nagual decía que un guerrero puede usar su viento particular para lo que mejor le plazca. Yo lo he empleado para embellecer mi cuerpo y renovarlo. ¡Mírame! Soy el viento del Norte. Siénteme entrar por la ventana.
Un fuerte viento se abrió paso por la ventana, estratégicamente situada cara al Norte.
– ¿Por qué cree usted que los hombres no poseen un viento? -pregunté.
Tras pensarlo un momento, respondió que el Nagual nunca había mencionado la causa.
– Querías saber quién hizo este piso -dijo, cubriéndose los hombros con la manta-. Yo misma. Me llevó cuatro años colocarlo. Ahora, este piso es como yo.
Mientras ella hablaba, advertí que las líneas convergentes del piso estaban orientadas de tal modo que hallaban su origen en el Norte. Los muros, no obstante, no se correspondían con precisión con los puntos cardinales; por ello la cama formaba extraños ángulos con los mismos, e igual cosa sucedía con las líneas de las losas de arcilla.
– ¿Por qué hizo el piso de color rojo, doña Soledad?
– Es mi color. Yo soy roja, como tierra roja. Traje la arcilla roja de las montañas de por aquí. El Nagual me indicó dónde buscarla, y también me ayudó a acarrearla, y lo mismo hicieron los demás. Todos me ayudaron.
– ¿Cómo coció la arcilla?
– El Nagual me hizo cavar un hoyo. Lo llenamos de leña y luego apilamos las losas de arcilla encima, con trozos chatos de roca entre una y otra. Cubrimos el hoyo con una capa de barro y prendimos fuego a la madera. Ardió durante días.
– ¿Cómo hicieron para que las losas no se torcieran?
– Eso no lo conseguí yo. Lo hizo el viento; el viento del Norte, que sopló mientras el fuego estuvo encendido. El Nagual me enseñó cómo hacer para cavar el hoyo de modo que mirase al Norte y al viento del Norte. También me hizo hacer cuatro agujeros para que el viento del Norte se introdujese en el pozo. Luego me hizo hacer un agujero en el centro de la capa de lodo, para dar salida al humo. El viento hizo arder la madera durante días; una vez todo se hubo enfriado, abrí el hoyo y empecé a pulir y nivelar las losas. Tardé un año en hacer todas las losas que necesitaba para mi piso.
– ¿Cómo se le ocurrió el dibujo?
– El viento me enseñó eso. Cuando hice mi piso, el Nagual ya me había enseñado a no oponerme al viento. Me había mostrado el modo de entregarme a mi viento y dejar que me guiase. Tardó muchísimo en hacerlo, años y años. Yo era una vieja muy difícil, muy necia al principio; él mismo me lo decía, y tenía razón. Pero aprendí pronto. Tal vez porque era vieja y ya no tenía nada que perder. Al comenzar, lo que hacía todo más problemático era el miedo que sentía. La sola presencia del Nagual me hacía tartamudear y desvanecerme. El Nagual surtía el mismo efecto sobre los demás. Era su destino ser tan temible.
Se detuvo y me miró.
– El Nagual no es humano -dijo.
– ¿Qué la lleva a decir eso?
– El Nagual es un demonio desde quién sabe cuándo.
Sus palabras me hicieron estremecer. Sentía batir mi corazón. Era indudable que la mujer no podía tener mejor interlocutor. Estaba infinitamente intrigado. Le rogué que me explicase lo que había querido decir con eso.
– Su contacto cambia a la gente -dijo-. Tú lo sabes. Cambió tu cuerpo. En tu caso, ni siquiera eras consciente de que lo estaba haciendo. Pero se metió en tu viejo cuerpo. Puso algo en él. Lo mismo hizo conmigo. Dejó algo en mi interior, y ese algo me ha ocupado por entero. Sólo un demonio puede hacer eso. Ahora soy el viento del Norte y no temo a nada, ni a nadie. Pero antes de que él me cambiara yo era una vieja débil y fea, capaz de desmayarse con sólo oír su nombre. Pablito, desde luego, no estaba en condiciones de ayudarme, porque temía al Nagual más que a la muerte.
»Un día, el Nagual y Genaro vinieron a la casa, cuando yo estaba sola. Les oí, rondando como jaguares, cerca de la puerta. Me santigüé; para mí, eran dos demonios, pero salí a ver qué podía hacer por ellos. Tenían hambre y con mucho gusto les serví de comer. Tenía unos tazones bastos, hechos de calabaza, y puse uno lleno de sopa a cada uno. Al Nagual, al parecer, no le gustó la comida; no quería comer nada preparado por una mujer tan decrépita y, con fingida torpeza, hizo caer el tazón de la mesa con un movimiento del brazo. Pero el tazón, en vez de darse vuelta y derramar todo su contenido por el suelo, resbaló con la fuerza del golpe del Nagual y fue a caer exactamente a mis pies, sin que de él saliese una sola gota. En realidad, aterrizó sobre mis pies, y allí quedó hasta que me agaché y lo alcé. Lo puse sobre la mesa, ante él, y le dije que a pesar de ser una mujer débil y haberle temido siempre, le había preparado la comida con cariño.
»A partir de ese preciso momento, la actitud del Nagual hacia mí cambió. El hecho de que el tazón de sopa cayese sobre mis pies y no se derramara le demostró que un poder me señalaba. No lo supe en aquel momento y pensé que su cambio en relación conmigo se debía a un sentimiento de vergüenza por haber rechazado mi comida. No percibí de inmediato su transformación. Seguía petrificada y ni siquiera me atrevía a mirarle a los ojos. Pero comenzó a prestarme cada vez más atención.
Inclusive, me trajo regalos: un chal, un vestido, un peine y otras cosas. Eso me hacía sentir terriblemente mal. Tenía vergüenza porque creía que era un hombre en busca de mujer. El Nagual disponía de muchachas jóvenes, ¿qué iba a querer con una vieja como yo? Al principio no quise usar, y ni siquiera mirar, sus regalos, pero Pablito me persuadió y terminé por ponérmelos. También comencé a temerle más y a no querer estar con él a solas. Sabía que era un hombre diabólico. Sabía lo que había hecho a su mujer.
No pude dejar de interrumpirla. Le dije que jamás había oído hablar de mujer alguna en la vida de don Juan.
– Sabes a qué me refiero -dijo.
– Créame, doña Soledad, no lo sé.
– No me engañes. Sabes que hablo de la Gorda.
La única «Gorda» que yo conocía era la hermana de Pablito; la muchacha debía el mote a su enorme volumen. Yo había intuido, si bien nadie me había dicho jamás nada sobre el tema, que no era en realidad hija de doña Soledad. No quise forzarla a que me diese más información. Recordé de pronto que la joven había desaparecido de la casa y nadie había podido darme razón -o no se había atrevido a ello- de qué le había sucedido.
– Un día me encontraba sola en la entrada de la casa -prosiguió doña Soledad-. Me estaba peinando al sol con el peine que me había dado el Nagual; no había advertido su llegada ni reparado en que estaba de pie detrás de mí. De pronto, sentí sus manos, cogiéndome por la barbilla. Le oí cuando me dijo en voz muy queda que no debía moverme porque se me podía quebrar el cuello. Me hizo torcer la cabeza hacia la izquierda. No completamente, sino un poco. Me asusté muchísimo y chillé y traté de zafarme de sus garras, pero tuvo mi cabeza sujeta por un tiempo muy largo.
»Cuando me soltó la barbilla, me desmayé. No recuerdo lo que sucedió luego. Cuando recobré el conocimiento estaba tendida en el suelo, en el mismo lugar en que estoy sentada en este momento. El Nagual se había ido. Yo me sentía tan avergonzada que no quería ver a nadie, y menos aún a la Gorda. Durante una larga temporada di en pensar que el Nagual jamás me había torcido el cuello y que todo había sido una pesadilla.
Se detuvo. Aguardé una explicación de lo que había ocurrido. Se la veía distraída; quizá preocupada.
– ¿Qué fue exactamente lo que sucedió, doña Soledad? -pregunté, incapaz de contenerme-. ¿Le hizo algo?
– Sí. Me torció el cuello con la finalidad de cambiar la dirección de mis ojos -dijo, y se echó a reír de buena gana ante mi mirada de sorpresa.
– Entonces, ¿él…?
– Sí. Cambió mi dirección -prosiguió, haciendo caso omiso de mis inquisiciones-. Lo mismo hizo contigo y con todos los demás.
– Es cierto. Lo hizo conmigo. Pero, ¿por qué cree que lo hizo?
– Tenía que hacerlo. Esa es, de todas las cosas que hay que hacer, la más importante.
Se refería a un acto singular que don Juan estimaba absolutamente imprescindible. Yo nunca había hablado de ello con nadie. En realidad, se trataba de algo casi olvidado para mí. En los primeros tiempos de mi aprendizaje hubo una oportunidad en que encendió dos pequeñas hogueras en las montañas de México Septentrional. Estaban alejadas entre sí unos seis metros. Me hizo situar a una distancia similar de ellas, manteniendo el cuerpo, especialmente la cabeza, en una postura muy natural y cómoda. Entonces me hizo mirar hacia uno de los fuegos y, acercándose a mí desde detrás, me torció el cuello hacia la izquierda, alineando mis ojos, pero no mis hombros, con el otro fuego. Me sostuvo la cabeza en esa posición durante horas, hasta que la hoguera se extinguió. La nueva dirección era la Sudeste; tal vez sea mejor decir que había alineado el segundo fuego según la dirección Sudeste. Yo había tomado todo el proceso como una más de las inescrutables peculiaridades de don Juan, uno de sus ritos sin sentido.
– El Nagual decía que todos desarrollamos en el curso de la vida una dirección según la cual miramos -prosiguió ella-. Esa dirección termina por ser la de los ojos del espíritu. Según pasan los años esa dirección se desgasta, se debilita y se hace desagradable y, puesto que estamos ligados a esa dirección particular, nos hacemos débiles y desagradables. El día en que el Nagual me torció el cuello y no me soltó hasta que me desmayé de miedo, me dio una nueva dirección.
– ¿Qué dirección le dio?
– ¿Por qué lo preguntas? -dijo, con una energía innecesaria-. ¿Acaso piensas que el Nagual me dio una dirección diferente?
– Yo puedo decirle qué dirección me dio a mí -dije.
– ¡No me importa! -espetó-. Eso ya me lo ha dicho él.
Parecía estar agitada. Cambió de posición, tendiéndose sobre el estómago. Me dolía la espalda a causa de la postura a que me obligaba el escribir. Le pregunté si me podía sentar en el suelo y emplear la cama a modo de mesa. Se incorporó y me tendió el cobertor doblado para que lo usase como cojín.
– ¿Qué más le hizo el Nagual? -pregunté.
– Tras cambiar mi dirección, el Nagual comenzó, a decir verdad, a hablarme del poder -dijo, volviendo a tenderse-. Al principio mencionaba cosas sin propósito fijo, porque no sabía exactamente qué hacer conmigo. Un día me llevó a una corta excursión a pie por las sierras. Luego, otro día, me llevó en autobús a su tierra natal, en el desierto. Poco a poco, me fui acostumbrando a ir con él.
– ¿Alguna vez le dio plantas de poder?
– Una vez me dio a Mescalito, cuando estábamos en el desierto. Pero, como yo era una mujer vacía, Mescalito me rechazó. Tuve un horrible encuentro con él. Fue entonces que el Nagual supo que debía ponerme al corriente del cambio de viento. Eso sucedió, desde luego, una vez hubo tenido un presagio. Pasó todo ese día repitiendo, una y otra vez, que, si bien él era un brujo que había aprendido a ver, si no tenía un presagio, no tenía modo de saber qué camino tomar. Ya había esperado durante días cierta indicación acerca de mí. Pero el poder no quería darla. Desesperado, supongo, me presentó a su guaje, y vi a Mescalito.
La interrumpí. Su uso de la palabra «guaje», calabaza, me resultaba confuso. Examinada en el contexto de lo que me estaba diciendo, el término carecía de sentido. Pensé que tal vez estuviese hablando en sentido metafórico, o que «calabaza» fuese un eufemismo.
– ¿Qué es un guaje, doña Soledad?
Hubo sorpresa en su mirada. Hizo una pausa antes de responder.
– Mescalito es el guaje del Nagual -dijo al fin.
Su respuesta era aún más confusa. Me sentí mortificado porque se la veía realmente interesada en que yo comprendiera. Cuando le pedí que me explicase más, insistió en que yo mismo sabía todo. Era la estratagema favorita de don Juan para dar por tierra con mis investigaciones. Le expliqué que don Juan me había dicho que Mescalito era una deidad o fuerza contenida en los brotes del peyote. Decir que Mescalito era su calabaza carecía completamente de sentido.
– Don Juan puede informar acerca de todo valiéndose de su calabaza dijo tras una pausa -. Ésa es la clave de su poder. Cualquiera puede darte peyote, pero sólo un brujo, con su calabaza, puede presentarte a Mescalito.
Calló y me clavó la vista. Su mirada era feroz.
– ¿Por qué tienes que hacerme repetir lo que ya sabes? -preguntó con enfado.
Su súbito cambio me desconcertó completamente. Tan sólo un momento antes se había comportado de un modo casi dulce.
– No hagas caso de mis cambios de humor -dijo, volviendo a sonreír -. Soy el viento del Norte. Soy muy impaciente. Nunca en mí vida me atreví a hablar con franqueza. Ahora no temo a nadie. Digo lo que siento. Para conocerme debes ser fuerte.
Se arrastró sobre su estómago, acercándose a mí.
– Bien; el Nagual me habló acerca del Mescalito que salía de su calabaza -prosiguió-. Pero ni siquiera sospechaba lo que me iba a suceder. Él esperaba que las cosas se desarrollasen de un modo semejante a aquel en que tú o Eligio conocieron a Mescalito. En ambos casos ignoraba qué hacer, y permitía que su calabaza decidiese el siguiente paso. En ambos casos su calabaza lo ayudó. Conmigo fue diferente; Mescalito le dijo que no me llevara nunca. El Nagual y yo dejamos el lugar a toda prisa. Fuimos hacia el Norte, en vez de venir a casa. Cogimos un autobús rumbo a Mexicali, pero bajamos de él en medio del desierto. Era muy tarde. El sol se escondía tras las montañas. El Nagual quería atravesar la carretera y dirigirse hacia el Sur a pie. Estábamos esperando que pasasen algunos automóviles lanzados a toda velocidad, cuando de pronto me dio unos golpecitos en el hombro y me señaló el camino, delante nuestro. Vi un remolino de polvo. Una ráfaga levantaba tierra a un costado de la carretera. Lo vimos acercarse a nosotros. El Nagual cruzó al otro lado de la ruta corriendo y el viento me envolvió. En realidad, me hizo dar unas vueltas, con mucha delicadeza, y luego se desvaneció. Era el presagio que el Nagual esperaba en relación conmigo. Desde entonces, fuimos a las montañas o al desierto en busca del viento. Al principio, el viento me rechazaba, porque yo era mi antiguo ser. Así que el Nagual se esforzó por cambiarme. Primero me hizo hacer esta habitación y este piso. Luego me hizo usar ropas nuevas y dormir sobre un colchón, en vez de un jergón de paja. Me hizo usar zapatos, y tengo cajones llenos de vestidos. Me obligó a caminar cientos de kilómetros y me enseñó a estarme quieta. Aprendí muy rápido. También me hizo hacer cosas raras sin motivo alguno.
»Un día, cuando nos encontrábamos en las montañas de su tierra natal, escuché el viento por primera vez. Penetró directamente en mi matriz. Yo yacía sobre una roca plana y el viento giraba a mi alrededor. Ya lo había visto ese día, arremolinándose en torno de los arbustos; pero esa vez llegó a mí y se detuvo. Lo sentí como a un pájaro que se hubiese posado sobre mi estómago. El Nagual me había hecho quitar toda la ropa; estaba completamente desnuda, pero no tenía frío porque el viento me abrigaba.
– ¿Tenía miedo, doña Soledad?
– ¿Miedo? Estaba petrificada. El viento tenía vida; me lamía desde la cabeza hasta la punta de los pies y se metía en todo mi cuerpo. Yo era como un balón, y el viento salía de mis oídos y mi boca y otras partes que prefiero no mencionar. Pensé que iba a morir, y habría echado a correr si el Nagual no me hubiera mantenido sujeta a la roca. Me habló al oído y me tranquilizó. Quedé allí tendida, serena, y dejé que el viento hiciese de mí lo que quisiera. Fue entonces que el viento me dijo qué hacer.
– ¿Qué hacer con qué?
– Con mi vida, mis cosas, mi habitación, mis sentimientos. En un principio no me resultó claro. Creí que se trataba de mis propios pensamientos. El Nagual me dijo que eso nos sucede a todos. No obstante, cuando nos tranquilizamos, comprendemos que hay algo que nos dice cosas.
– ¿Oyó una voz?
– No. El viento se mueve dentro del cuerpo de una mujer. El Nagual dice que se debe a que tenemos útero. Una vez dentro del útero, el viento no hace sino atraparte y decirte que hagas cosas. Cuanto más serena y relajada se encuentra la mujer, mejores son los resultados. Puede decirse que, de pronto, la mujer se encuentra haciendo cosas de cuya realización no tiene la menor idea.
»Desde ese día el viento me llegó siempre. Habló en mi útero y me dijo todo lo que deseaba saber. El Nagual comprendió desde el comienzo que yo era el viento del Norte. Los otros vientos nunca me hablaron así, a pesar de que he aprendido a distinguirlos.
– ¿Cuántos vientos hay?
– Hay cuatro vientos, como hay cuatro direcciones. Esto, desde luego, en cuanto a los brujos y aquellos que los brujos hacen. El cuatro es un número de poder para ellos. El primer viento es la brisa, el amanecer. Trae esperanza y luminosidad; es el heraldo del día. Viene y se va y entra en todo. A veces es dulce y apacible; otras es importuno y molesto.
»Otro viento es el viento violento, cálido o frío, o ambas cosas. Un viento de mediodía. Sus ráfagas están llenas de energía, pero también llenas de ceguera. Se abre camino destrozando puertas y derribando paredes. Un brujo debe ser terriblemente fuerte para detener al viento violento.
»Luego está el viento frío del atardecer. Triste y molesto. Un viento que nunca le deja a uno en paz. Hiela y hace llorar. Sin embargo, el Nagual decía que hay en él una profundidad tal que bien vale la pena buscarlo.
»Y por último está el viento cálido. Abriga y protege y lo envuelve todo. Es un viento nocturno para brujos. Su fuerza está unida a la oscuridad.
»Ésos son los cuatro vientos. Están igualmente asociados con las cuatro direcciones. La brisa es el Este. El viento frío es el Oeste. El cálido es el Sur. El viento violento es el Norte.
»Los cuatro vientos poseen también personalidad. La brisa es alegre y pulcra y furtiva. El viento frío es variable y melancólico y siempre meditabundo. El viento cálido es feliz y confiado y bullicioso. El viento violento es enérgico e imperativo e impaciente.
»El Nagual me dijo que los cuatro vientos eran mujeres. Es por ello que los guerreros femeninos los buscan. Vientos y mujeres son semejantes. Ésa es asimismo la razón por la cual las mujeres son mejores que los hombres. Diría que las mujeres aprenden con mayor rapidez si se mantienen fieles a su viento.
– ¿Cómo llega una mujer a saber cuál es su viento personal?
– Si la mujer se queda quieta y no se habla a sí misma, su viento la penetra así -hizo con la mano el gesto de asir algo.
– ¿Debe yacer desnuda?
– Eso ayuda. Especialmente si es tímida. Yo era una vieja gorda. No me había desnudado en mi vida. Dormía con la ropa puesta y cuando tomaba un baño lo hacía sin quitarme las bragas. Mostrar mi grueso cuerpo al viento era para mí como morir. El Nagual lo sabía e hizo las cosas así porque valía la pena. Conocía la amistad de las mujeres con el viento, pero me presentó a Mescalito porque yo le tenía desconcertado.
»Tras torcer mi cabeza aquel terrible primer día, el Nagual se encontró con que me tenía en sus manos. Me dijo que no tenía idea de qué hacer conmigo. Pero una cosa era segura: no quería que una vieja gorda anduviera fisgoneando en su mundo. El Nagual decía que se había sentido frente a mí del mismo modo que frente a ti. Desconcertado. Ninguno de los dos debía estar allí. Tú no eres indio y yo soy una vaca vieja. Bien mirado, ambos somos inútiles. Y míranos. Algo ha de haber sucedido.
»Una mujer, por supuesto, es mucho más flexible que un hombre. Una mujer cambia muy fácilmente con el poder de un brujo. Especialmente con el poder de un brujo con el Nagual. Un aprendiz varón, según el Nagual, es mucho más problemático. Por ejemplo, tú mismo has cambiado tanto como la Gorda, y ella inició su aprendizaje mucho más tarde. La mujer es más dúctil y más dócil; y, sobre todo, una mujer es como una calabaza: recibe. Pero, de todos modos, un hombre dispone de más poder. No obstante, el Nagual nunca estuvo de acuerdo con eso. Él creía que las mujeres eran inigualablemente superiores. También creía que mi impresión de que los hombres eran mejores se debía a mi condición de mujer vacía. Debía tener razón. Llevo tanto tiempo vacía que ni siquiera recuerdo qué se siente cuando se está llena. El Nagual decía que si alguna, llegaba a estar llena, mis sentimientos al respecto variarían. Pero si hubiese tenido razón, su Gorda habría tenido tan buenos resultados como Eligio, y, como sabes, no fue así.
No podía seguir el curso de su narración debido a su convicción de que yo sabía a qué se estaba refiriendo. En cuanto a lo que terminaba de decir, yo no tenía la menor idea de lo que habían hecho Eligio ni la Gorda.
– ¿En qué sentido se diferenció la Gorda de Eligio? -pregunté.
Me contempló durante un instante, como midiéndome. Luego se sentó con las rodillas recogidas contra el pecho.
– El Nagual me lo dijo todo -respondió con firmeza-. El Nagual no tuvo secretos para mí. Eligio era el mejor; es por eso que ahora no está en el mundo. No regresó. A decir verdad, era tan bueno que ni siquiera tuvo qué arrojarse a un precipicio al terminar su aprendizaje. Fue como Genaro; un día, cuando trabajaba en el campo, algo llegó hasta él y se lo llevó. Sabía cómo dejarse ir.
Tenía ganas de preguntarle si realmente yo mismo había saltado al abismo. Dudé antes de formular mi pregunta. Después de todo, había ido a ver a Pablito y a Néstor para aclarar ese punto. Cualquier información sobre el tema que pudiese obtener de una persona vinculada con el mundo de don Juan era un complemento valioso.
Tal como había previsto, se rió de mi pregunta.
– ¿Quieres decir que no sabes lo que tú mismo has hecho? -preguntó.
– Es demasiado inverosímil para ser real -dije.
– Ese es el mundo del Nagual, sin duda. Nada en él es real. Él mismo me dijo que no creyera nada. Pero, a pesar de todo, los aprendices varones tienen que saltar. A menos que sean verdaderamente magníficos, como Eligio.
»El Nagual nos llevó, a mí y a la Gorda, a esa Montaña y nos hizo mirar al fondo del precipicio. Allí nos demostró la clase voladora de Nagual que era. Pero sólo la Gorda podía seguirlo. Ella también deseaba saltar al abismo. El Nagual le dijo que era inútil. Dijo que los guerreros femeninos deben hacer cosas más penosas y más difíciles que esa. También nos dijo que el salto estaba reservado a vosotros cuatro. Y eso fue lo que sucedió, los cuatro saltaron.
Había dicho que los cuatro habíamos saltado, pero yo sólo tenía noticia de que lo hubiésemos hecho Pablito y yo. Guiándome por sus palabras, concluí que don Juan y don Genaro nos habían seguido. No me resultaba sorprendente; era más bien halagüeño y conmovedor.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó, una vez yo hube expresado mis pensamientos-. Me refiero a ti y a los tres aprendices de Genaro. Tú, Pablito y Néstor, saltaron el mismo día.
– ¿Quién es el otro aprendiz de don Genaro? Yo sólo conozco a Pablito y a Néstor.
– ¿Quieres decir que no sabías que Benigno era aprendiz de Genaro?
– No, no lo sabía.
– Era el aprendiz más antiguo de Genaro. Saltó antes que tú, y lo hizo solo.
Benigno era uno de los cinco jóvenes indios que había conocido en el curso de una de las excursiones hechas al desierto de Sonora con don Juan. Andaban en busca de objetos de poder. Don Juan me dijo que todos ellos eran aprendices de brujo. Trabé una peculiar amistad con Benigno en las pocas oportunidades en que le vi posteriormente. Era del sur de México. Me agradaba mucho. Por alguna razón desconocida, parecía complacerse en crear un atormentador misterio en torno de su vida personal. Jamás logré averiguar quién era ni qué hacía. Cada vez que hablaba con él terminaba desconcertado por el apabullante desenfado con que eludía mis preguntas. En cierta ocasión don Juan me proporcionó algunas informaciones acerca de Benigno; me dijo que tenía la gran fortuna de haber hallado un maestro y un benefactor. Atribuí a las palabras de don Juan el valor de una observación casual e intrascendente. Doña Soledad acababa de aclararme un enigma que se había conservado como tal durante diez años.
– ¿A qué cree usted que se puede deber el que don Juan nunca me haya dicho nada acerca de Benigno?
– ¿Quién sabe? Alguna razón habrá tenido. El Nagual jamás hizo nada sin pensarlo cuidadosamente.
Tuve que apoyar mi espalda dolorida contra su cama antes de seguir escribiendo.
– ¿Qué sucedió con Benigno?
– Lo está haciendo muy bien. Tal vez sea el mejor de todos. Le verás. Está con Pablito y con Néstor. Ahora son inseparables. Llevan la marca de Genaro. Lo mismo ocurre con las niñas; son inseparables porque llevan la marca del Nagual.
Me vi obligado a interrumpirla nuevamente para pedirle que me explicase a qué niñas se refería.
– Mis niñas -dijo.
– ¿Sus hijas? Quiero decir, ¿las hermanas de Pablito?
– No son hermanas de Pablito. Son las aprendices del Nagual.
Su revelación me sobresaltó. Desde el momento en que había conocido a Pablito, años atrás, se me había inducido a creer que las cuatro muchachas que vivían en su casa eran sus hermanas. El propio don Juan me lo había dicho. Recaí súbitamente en la sensación de desesperación que había experimentado de modo latente durante toda la tarde. Doña Soledad no era de fiar; tramaba algo. Estaba seguro de que don Juan no podía haberme engañado de tal manera, fuesen cuales fuesen las circunstancias.
Doña Soledad me examinó con cierta curiosidad.
– El viento acaba de hacerme saber que no crees lo que te estoy contado -dijo, y rompió a reír.
– El viento tiene razón -respondí, en tono cortante.
– Las niñas que has estado viendo a lo largo de los años son las del Nagual. Eran sus aprendices. Ahora que el Nagual se ha ido, son el Nagual mismo. Pero también son mis niñas. ¡Mías!
– ¿Quiere eso decir que usted no es la madre de Pablito y ellas son en realidad sus hijas?
– Lo que yo quiero decir es que son mías. El Nagual las dejó a mi cuidado. Siempre te equivocas porque esperas que las palabras te lo expliquen todo. Puesto que soy la madre de Pablito y supiste que ellas eran mis niñas, supusiste que debían ser hermano y hermanas. Las niñas son mis verdaderas criaturas. Pablito, a pesar de ser el hijo salido de mi útero, es mi enemigo mortal.
En mi reacción ante sus palabras se mezclaron el asco y la ira. Pensé que no sólo era una mujer anormal, sino también peligrosa. De todos modos, una parte de mi ser lo había percibido desde el momento de la llegada.
Pasó largo rato contemplándome. Para evitar mirarla, volví a sentarme sobre el cobertor.
– El Nagual me puso sobre aviso por lo que hace a tus rarezas -dijo de pronto-, pero no había logrado entender el significado de sus palabras. Ahora sí. Me dijo que tuviese cuidado y no te provocara porque eras violento. Lamento no haber sido todo lo cuidadosa que debía. También me dijo que, mientras te dejasen escribir, podías llegar al propio infierno sin siquiera darte cuenta. En cuanto a eso, no te he molestado. Luego me dijo que eras suspicaz porque te enredabas en las palabras. Tampoco en cuanto a eso te he molestado. He hablado hasta por los codos, tratando de que no te enredaras.
Había una tácita acusación en su tono. En cierta forma, el estar irritado con ella me hizo sentir incómodo.
– Lo que me está diciendo es muy difícil de creer -dije-. O usted o don Juan, alguno de los dos me ha mentido terriblemente.
– Ninguno de los dos ha mentido. Tú sólo entiendes lo que quieres. El Nagual decía que esa era una de las características de tu vaciedad.
»Las niñas son las hijas del Nagual, del mismo modo en que tú y Eligio lo son. Hizo seis hijos, cuatro hembras y dos varones. Genaro hizo tres varones. Son nueve en total. Uno de ellos, Eligio, ya lo ha hecho, así que ahora le corresponde a los ocho restantes intentarlo.
– ¿A dónde fue Eligio?
– Fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.
– ¿Y a dónde fueron el Nagual y Genaro?
– Tú sabes dónde fueron. Me estás tomando el pelo, ¿no?
– Esa es la cuestión, doña Soledad. No le estoy tomando el pelo.
– Entonces te lo diré. No puedo negarte nada. El Nagual y Genaro regresaron al lugar del que vinieron, el otro mundo. Cuando se les agotó el tiempo se limitaron a dar un paso hacia la oscuridad exterior y, puesto que no deseaban volver, la oscuridad de la noche se los tragó.
Me parecía inútil hacerle más preguntas. Iba a cambiar de tema, cuando se me adelantó a hablar.
– Tuviste una vislumbre del otro mundo en el momento de saltar -prosiguió-. Pero es posible que el salto te haya confundido. Una lástima. Eso nadie lo puede remediar. Es tu destino ser un hombre. Las mujeres están mejor que los hombres en ese sentido. No están obligadas a arrojarse a un abismo. Las mujeres cuentan con otros medios. Tienen sus propios abismos. Las mujeres menstrúan. El Nagual me dijo que esa era su puerta. Durante la regla se convierten en otra cosas. Sé que era en esos períodos cuando él enseñaba a mis niñas. Era demasiado tarde para mí; soy demasiado vieja para llegar a conocer el verdadero aspecto de esas puertas. Pero el Nagual insistía en que las niñas estuviesen atentas a todo lo que les sucediese en ese momento. Las llevaría a las montañas durante esos días y se quedaría junto a ellas hasta que viesen la fractura entre los mundos.
»El Nagual, que no tenía escrúpulos ni sentía miedo ante nada, las acuciaba sin piedad para que llegasen a descubrir por sí mismas que hay una fractura en las mujeres, una fractura que ellas disfrazan muy bien. Durante la regla, no importa cuán bueno sea, su disfraz se desmorona y quedan desnudas. El Nagual impelió a mis niñas a abrir esa fractura hasta que estuvieron al borde de la muerte. Lo hicieron. Él las llevó á hacerlo, pero tardaron años.
– ¿Cómo llegaron a ser aprendices?
– Lidia fue su primera aprendiz. La descubrió una mañana; él se había detenido ante una cabaña ruinosa en las montañas. El Nagual me dijo que no había nadie a la vista, pero desde muy temprano había visto presagios que le guiaban hacia esa casa. La brisa se había ensañado con él terriblemente. Decía que ni siquiera podía abrir los ojos cada vez que intentaba alejarse del lugar. De modo que cuando dio con la casa supo que algo había. Miró debajo de una pila de paja y leña menuda y halló una niña. Estaba muy enferma. A duras penas alcanzaba a hablar, pero, sin embargo, se las compuso para decirle que no necesitaba ayuda de nadie. Iba a seguir durmiendo allí, y, si no despertaba más, nadie perdería nada. Al Nagual le gustó su talante y le habló en su lengua. Le dijo que iba a curarla y cuidar de ella hasta que volviera a sentirse fuerte. Ella se negó. Era india y sólo había conocido infortunios y dolor. Contó al Nagual que ya había tomado todas las medicinas que sus padres le habían dado y ninguna la aliviaba.
»Cuanto más hablaba, más claro resultaba al Nagual que los presagios se la habían señalado de modo muy singular. Más que presagios, eran órdenes.
»El Nagual alzó a la niña, la cargó a hombros, como si se tratase de un bebé, y la llevó donde Genaro. Genaro preparó medicinas para ella. Ya no podía abrir los ojos. Sus párpados no se separaban. Los tenía hinchados y recubiertos por una costra amarillenta. Se estaban ulcerando. El Nagual la atendió hasta que estuvo bien. Me contrató para que la vigilase y le preparase de comer. Mis comidas la ayudaron a recuperarse. Es mi primer bebé. Ya curada, cosa que llevó cerca de un año el Nagual quiso devolverla a sus padres, pero la niña se negó y, en cambio, se fue con él.
»Al poco tiempo de hallar a Lidia, en tanto ella seguía enferma y a mi cuidado, el Nagual te encontró a ti. Fuiste llevado hasta él por un hombre al que no había visto en su vida. El Nagual vio que la muerte se cernía sobre la cabeza del hombre y le extrañó que te señalase en tal momento. Hiciste reír al Nagual e inmediatamente te planteó una prueba. No te llevó consigo. Te dijo que vinieras y lo encontraras. Te probó como nunca lo había hecho con nadie. Dijo que ese era tu camino.
»Por tres años tuvo sólo dos aprendices, Lidia y tú. Entonces, un día en que estaba de visita en casa de su amigo Vicente, un curandero del Norte, una gente llevó a una muchacha trastornada, una muchacha que no hacía sino llorar. Tomaron al Nagual por Vicente y pusieron a la niña en sus manos. El Nagual me contó que la niña corrió y se aferró a él como si lo conociese. El Nagual dijo a sus padres que debían dejarla con él. Estaban preocupados por el precio, pero el Nagual les aseguró que les saldría gratis. Imagino que la niña representaría tal dolor de cabeza para ellos que poco debía importarles abandonarla.
»El Nagual me la trajo. ¡Qué infierno! Estaba francamente loca. Ésa era Josefina. El Nagual dedicó años a curarla. Pero aún hoy sigue más loca que una cabra. Andaba, desde luego, perdida por el Nagual, y hubo una tremenda batalla entre Lidia y Josefina. Se odiaban. Pero a mí me caían bien las dos. El Nagual, al ver que así no podían seguir, se puso muy firme con ellas. Como sabes, el Nagual es incapaz de enfadarse con nadie. De modo que las aterrorizó mortalmente. Un día, Lidia, furiosa, se marchó. Había decidido buscarse un marido joven. Al llegar al camino encontró un pollito. Acababa de salir del cascarón y andaba perdido por en medio de la carretera. Lidia lo alzó, imaginando, puesto que se hallaba en una zona desierta, lejos de toda vivienda, que no pertenecía a nadie. Lo metió en su blusa, entre los pechos, para mantenerlo al abrigo. Lidia me contó que echó a correr y, al hacerlo, el pollito comenzó a moverse hacia su costado. Intentó hacerlo volver a su seno, pero no logró atraparlo. El pollito corría a toda velocidad por sus costados y su espalda, por dentro de su blusa. Al principio, las patitas del animal le hicieron cosquillas, y luego la volvieron loca. Cuando comprendió que le iba a ser imposible sacarlo de allí, volvió a mí, aullando, fuera de sí, y me pidió que sacase la maldita cosa de su blusa. La desvestí, pero fue inútil. No había allí pollo alguno, a pesar de que ella no dejaba de sentir sus patas, en uno y otro lugar de su piel.
»Entonces llegó el Nagual y le dijo que sólo cuando abandonara su viejo ser el pollito se detendría. Lidia estuvo loca durante tres días y tres noches. El Nagual me aconsejó atarla. La alimenté y la limpié y le di agua. Al cuarto día se la vio muy pacífica y serena. La desaté y se vistió, y cuando estuvo vestida, tal como lo había estado el día de su fuga, el pollito salió. Lo cogió en su mano, y lo acarició, y le agradeció, y lo devolvió al lugar en que lo había hallado. Recorrí con ella parte del camino.
»Desde entonces, Lidia no molestó a nadie. Aceptó su destino. El Nagual es su destino; sin él, habría estado muerta. ¿Por qué tratar de negar o modificar cosas que no se puede sino aceptar?
»Josefina fue la siguiente. Se había asustado por lo sucedido a Lidia, pero no había tardado en olvidarlo. Un domingo al atardecer, mientras regresaba a la casa, una hoja seca se posó en el tejido de su chal. La trama de la prenda era muy débil. Trató de quitar la hoja, pero temía arruinar el chal. De modo que esperó a entrar a la casa y, una vez en ella, intentó inmediatamente deshacerse de ella; pero no había modo, estaba pegada. Josefina, en un arranque de ira, apretó el chal y la hoja, con la finalidad de desmenuzarla en su mano. Suponía que iba a resultar más fácil retirar pequeños trozos. Oí un chillido exasperante y Josefina cayó al suelo.
Corrí hacia ella y descubrí que no podía abrir el puño. La hoja le había destrozado la mano, como si sus pedazos fuesen los de una hoja de afeitar. Lidia y yo la socorrimos y la cuidamos durante siete días. Josefina era la más testaruda de todas. Estuvo al borde de la muerte. Y terminó por arreglárselas para abrir la mano. Pero sólo después de haber resuelto dejar de lado su viejo talante. De vez en cuando aún siente dolores, en todo el cuerpo, especialmente en la mano, debido a los malos ratos que su temperamento sigue haciéndole pasar. El Nagual advirtió a ambas que no debían confiar en su victoria, puesto que la lucha que cada uno libra contra su antiguo ser dura toda la vida.
»Lidia y Josefina no volvieron a reñir. No creo que se agraden mutuamente, pero es indudable que marchas de acuerdo. Es a ellas a quienes más quiero. Han estado conmigo todos estos años. Sé que ellas también me quieren.
– ¿Y las otras dos niñas? ¿Dónde encajan?
– Elena, la Gorda, llegó un año después. Estaba en la peor de las condiciones que puedas imaginar. Pesaba ciento diez kilos. Era una mujer desesperada. Pablito le había dado cobijo en su tienda. Lavaba y planchaba para mantenerse. El Nagual fue una noche a buscar a Pablito y se encontró con la gruesa muchacha trabajando; las polillas volaban en círculo sobre su cabeza. Dijo que el círculo era perfecto, y los insectos lo hacían con la finalidad de que él lo observase. Él vio que el fin de la mujer estaba cerca, aunque las polillas debían saberse muy seguras para comunicar tal presagio. El Nagual, sin perder tiempo, la llevó con él.
»Estuvo bien un tiempo, pero los malos hábitos adquiridos estaban demasiado arraigados en ella como para que le fuese posible quitárselos de encima. Por lo tanto, el Nagual, cierto día, envió el viento en su ayuda. O se la auxiliaba o era el fin. El viento comenzó a soplar sobre ella hasta sacarla de la casa; ese día estaba sola y nadie vio lo que estaba sucediendo. El viento la llevó por sobre los montes y por entre los barrancos, hasta hacerla caer en una zanja, un agujero semejante a una tumba. El viento la mantuvo allí durante días. Cuando al fin el Nagual dio con ella, había logrado detener el viento, pero se encontraba demasiado débil para andar.
– ¿Cómo se las arreglaban las niñas para detener las fuerzas que actuaban sobre ellas?
– Lo que en primer lugar actuaba sobre ellas era la calabaza que el Nagual llevaba atada a su cinturón.
– ¿Y qué hay en la calabaza?
– Los aliados que el Nagual lleva consigo. Decía que el aliado es aventado por medio de su calabaza. No me preguntes más, porque nada sé acerca del aliado. Todo lo que puedo decirte es que el Nagual tiene a sus órdenes dos aliados y les hace ayudarle. En el caso de mis niñas, el aliado retrocedió cuando estuvieron dispuestas a cambiar. Para ellas, por supuesto, la cuestión era cambiar o morir. Pero ese es el caso de todos nosotros, una cosa o la otra. Y la Gorda cambió más que nadie. Estaba vacía, a decir verdad, más vacía que yo, pero laboró sobre su espíritu hasta convertirse en poder. No me gusta. La temo. Me conoce. Se me mete dentro, invade mis sentimientos, y eso me molesta. Pero nadie puede hacerle nada porque jamás se encuentra con la guardia baja. No me odia, pero piensa que soy una mala mujer. Debe tener razón. Creo que me conoce demasiado bien, y no soy tan impecable como quisiera ser; pero el Nagual me dijo que no debía preocuparme por mis sentimientos hacia ella. Es como Eligio: el mundo ya no la afecta.
– ¿Qué había de especial en lo que le hizo el Nagual?
– Le enseñó cosas que no había enseñado a nadie. Nunca la mimó, ni nada que se le parezca. Confió en ella. Ella lo sabe todo acerca de todos. El Nagual también me lo dijo todo, salvo lo de ella. Tal vez sea por eso que no la quiero. El Nagual le ordenó ser mi carcelera. Vaya donde vaya, la encuentro. Sabe todo lo que hago. No me sorprendería, por ejemplo, que apareciese en este mismo momento.
– ¿Lo cree posible?
– Lo dudo. Esta noche, el viento está a mi favor.
– ¿A qué se supone que se dedica? ¿Tiene asignada alguna tarea en especial?
– Ya te he dicho lo suficiente sobre ella. Temo que, si sigo hablando de ella, esté donde esté, lo advierta; no quiero que ello ocurra.
– Hábleme, entonces, de los demás.
– Unos años después de encontrar a la Gorda, el Nagual dio con Eligio. Me contó que había ido contigo a su tierra natal. Eligio fue a verte porque despertabas su curiosidad. El Nagual no dio importancia a su presencia. Lo conocía desde niño. Pero una mañana, cuando el Nagual se dirigía a la casa en que tú lo aguardabas, se tropezó con Eligio en el camino. Recorrieron juntos una corta distancia y un trozo de chola seca se adhirió a la puntera del zapato izquierdo de Eligio. Trató de quitársela, pero las espinas eran como uñas; se habían clavado profundamente en la suela. El Nagual contaba que Eligio había alzado el dedo al cielo y sacudido su zapato; la chola salió disparada hacia arriba como una bala. Eligio lo tomó a broma y rió; pero el Nagual supo que tenía poder, aunque el propio Eligio no lo sospechara. Es por eso que, sin dificultad alguna, llegó a ser el guerrero perfecto, impecable.
»Tuve mucha suerte al llegar a conocerle. El Nagual creía que éramos semejantes en una cosa. Una vez alcanzado algo, no lo dejábamos escapar. No compartí con nadie, ni siquiera con la Gorda, la felicidad de conocer a Eligio. Ella le vio, pero en realidad no llegó a conocerle, al igual que tú. El Nagual supo desde un principio que Eligio era excepcional y lo aisló. Supo que tú y las niñas estaban en una cara de la moneda y Eligio estaba, por sí, en la otra. El Nagual y Genaro también tuvieron mucha suerte al encontrarlo.
»Lo conocí cuando el Nagual lo trajo a mi casa. Eligio no caía bien a mis niñas. Ellas lo odiaban y lo temían a un tiempo. Pero él permanecía por completo indiferente. El mundo no lo tocaba. El Nagual no quería que tú, especialmente, tuvieras mucho que ver con Eligio. Él decía que tú eras la clase de brujo de la cual uno debe mantenerse apartado. Decía que el contacto contigo no renueva; por el contrario, echa a perder. Me dijo que tu espíritu tomaba prisioneros. En cierto modo, le causabas repugnancia; a la vez, te tenía afecto. Decía que estabas más loco que Josefina cuando te encontró, y que seguías estándolo.
Escuchar a alguien decir lo que don Juan pensaba de mí me perturbaba. En un primer momento, intenté no hacer caso de lo que decía doña Soledad, pero luego comprendí que era algo absolutamente estúpido y fuera de lugar el tratar de preservar mi ego.
– Se molestaba contigo -prosiguió- porque el poder le ordenaba, hacerlo. Y él, siendo el impecable guerrero que era, se sometía a los dictados de su amo y realizaba con alegría lo que el poder le mandaba hacer con tu persona.
Hubo una pausa. Deseaba con toda el alma preguntarle más detalles acerca de los sentimientos de don Juan hacia mí. En cambio, le pedí que me hablase de su otra niña.
– Un mes después de hallar a Eligio, el Nagual encontró a Rosa -comenzó-. Rosa fue la última. Una vez hubo dado con ella, supo que su número estaba completo.
– ¿Cómo la encontró?
– Había ido a ver a Benigno a su tierra natal. Se acercaba a la casa cuando Rosa salió de entre los espesos matorrales que había a un lado del camino, tratando de dar caza a un cerdo que se había escapado y huía. El cerdo corría a demasiada velocidad para que Rosa lograse darle alcance. Ésta tropezó con el Nagual y lo perdió. Entonces se volvió contra el Nagual y comenzó a chillarle. Él hizo el ademán de aferrarla y la halló dispuesta a darle batalla. Lo insultó y lo desafió a que le pusiera una mano encima. Al Nagual le gustó su talante de inmediato, pero no había presagios. Me contó que había aguardado un momento antes de marcharse; fue entonces cuando el cerdo regresó corriendo y se detuvo junto a él. Ese fue el presagio. Rosa rodeó al cerdo con una cuerda. El Nagual le preguntó a quemarropa si era feliz en su trabajo. Ella dijo que no. Era criada. El Nagual quiso saber si estaba dispuesta a irse con él y ella le respondió que si era para lo que ella pensaba que era, la conclusión era que no. El Nagual le dijo que era para trabajar y ella se interesó por la suma que le pagaría. Él propuso una cifra y ella preguntó de qué clase de trabajo se trataba. El Nagual le dijo que se trataba de trabajar con él en los campos de tabaco de Veracruz. Ella le dijo entonces que lo había estado probando; si él le hubiese propuesto trabajar como criada, hubiese sabido que no era más que un mentiroso, porque su aspecto correspondía a alguien que nunca en su vida había tenido casa.
»El Nagual estaba encantado con ella; le dijo que si quería salir de la trampa en que estaba debía ir a la casa de Benigno antes del mediodía. También le dijo que sólo la esperaría hasta las doce; si iba, debía ser dispuesta a una vida difícil y llena de trabajo. Ella le preguntó a qué distancia se hallaban los campos de tabaco. El Nagual le respondió que a tres días de viaje en autobús. Rosa dijo que, si era tan lejos, estaría pronta a partir en cuanto hubiese devuelto el cerdo a su chiquero. Y eso fue lo que hizo. Llegó aquí y gustó a todos. Nunca fue mezquina ni molesta; el Nagual no necesitó jamás forzarla a nada ni inducirla con engaños. No me quiere, en absoluto, y, sin embargo, es la que mejor me cuida. Confío en ella, y, sin embargo, no la quiero en absoluto. Pero cuando parta, será a ella a quien más extrañaré. ¿Has visto cosa más rara?
Noté cierta tristeza en sus ojos. No podía seguir recelando. Con un movimiento casi fortuito, se enjugó las lágrimas.
Llegados a este punto, hubo una natural interrupción en la conversación. Oscurecía y yo escribía con gran dificultad; además, tenía que ir al lavabo. Insistió en que fuese al de fuera de la casa antes que ella, como el propio Nagual hubiese hecho.
Después trajo dos recipientes redondos, del tamaño de una bañera para bebé, llenos hasta la mitad de agua caliente y echó en ellos unas hojas verdes, tras deshacerlas por completo entre los dedos. Me indicó en tono autoritario que me lavara en uno de los cubos, en tanto ella hacía lo propio en el otro. El agua estaba casi perfumada. Producía cierto cosquilleo. Experimenté una sensación ligeramente semejante a la que produce el mentol en la cara y los brazos.
Regresamos a la habitación. Puso mis bártulos de escritura, que yo había dejado sobre su cama, encima de una de las cómodas. Las ventanas estaban abiertas y aún había luz. Debían ser cerca de las siete.
Doña Soledad se echó boca arriba. Me sonreía. Pensé que era la imagen de la calidez. Pero al mismo tiempo, y a pesar de su sonrisa, sus ojos comunicaban una fuerza inexorable e inflexible.
Le pregunté cuánto tiempo había pasado junto a don Juan como mujer o como aprendiz. Se burló de mi cautela al calificarla. Me respondió que siete años. Me recordó luego que hacía cinco que yo no la veía. Hasta entonces, estaba seguro de haberla visto dos años atrás. Traté de recordar nuestro último encuentro, pero no lo logré.
Me dijo que me echara cerca de ella. Me arrodillé sobre la cama, a su lado. En voz suave me preguntó si tenía miedo. Le dije que no, lo cual era cierto. Allí en su habitación, en ese momento, me enfrentaba con una de mis viejas reacciones, que se había manifestado incontables veces: una mezcla de curiosidad e indiferencia suicida.
Casi en un susurro, declaró que debía ser impecable conmigo y añadió que nuestro encuentro era crucial para ambos. Afirmó que el Nagual le había dado órdenes precisas y detalladas respecto de lo que tenía que hacer. Al oírla hablar, no pude evitar reír ante los tremendos esfuerzos que hacía por imitar a don Juan.
Escuchaba cada una de sus frases y estaba en condiciones de predecir cuál iba a ser la siguiente.
De pronto, se sentó. Su rostro estaba a pocos centímetros del mío. Podía ver sus blancos dientes, brillantes en la penumbra de la habitación. Me rodeó con los brazos y me atrajo hacia sí hasta tenerme encima suyo.
Tenía la mente muy clara, y sin embargo algo me arrastraba, más y más profundamente, al fondo de una suerte de ciénaga. Me experimentaba a mí mismo de una manera que no lograba concebir. Súbitamente comprendí que, de algún modo, hasta ese momento había estado sintiendo sus sentimientos. Ella era lo sorprendente. Me había hipnotizado con palabras. Era una mujer vieja y fría. Y sus intenciones nada tenían que ver con la juventud ni con el vigor, a pesar de su fuerza y su vitalidad. Supe entonces que don Juan no le había vuelto la cabeza en la misma dirección que la mía. No obstante, ello hubiese sonado ridículo en cualquier otro contexto; de todos modos, en ese momento lo consideré una intuición válida. Una sensación de alarma recorrió mi cuerpo. Quise salir de su cama. Pero parecía haber allí una fuerza extraordinaria que me retenía, privándome de toda posibilidad de movimiento. Estaba paralizado.
Debió de haber percibido mi impresión. De modo absolutamente imprevisto, se quitó el lazo que le sujetaba el pelo y, con un rápido movimiento, lo puso en torno de mi cuello. Sentí la presión del lazo en la piel, pero, por alguna razón, no creí que fuese real.
Don Juan siempre había insistido en que nuestro peor enemigo era la incapacidad para aceptar la realidad de aquello que nos ocurre. En ese momento, doña Soledad me rodeaba la garganta con una suerte de nudo corredizo; entendí su intención. Pero a pesar de haberlo comprendido intelectualmente, mi cuerpo no reaccionó. Permanecía laxo, casi indiferente, ante lo que, según todos los indicios, era mi muerte.
Tuve conciencia del exceso de presión que ejercían sus brazos y hombros sobre el lazo al intentar ajustarlo alrededor de mi cuello. Me estaba estrangulando con gran fuerza y habilidad. Empecé a boquear. En sus ojos había un destello de locura. Fue en ese instante que me di cuenta de que pretendía matarme.
Don Juan había dicho que, cuando por fin uno entiende qué ocurre, suele ser demasiado tarde para retroceder. Afirmaba que siempre es el intelecto lo que nos embauca; recibe el mensaje en primer término, pero en vez de darle crédito y obrar en consecuencia, pierde el tiempo en discutirlo.
Entonces oí, o tal vez intuí, un chasquido en la base del cuello, exactamente detrás de la tráquea. Comprendí que me había quebrado el pescuezo. Sentí un zumbido en los ojos y luego un hormigueo. Mi audición era extraordinariamente clara. Tenía la seguridad de estar muriendo. Me repugnaba mi propia incapacidad para hacer nada en mi defensa. No podía siquiera mover un músculo para darle un puntapié. Ya no me era posible respirar. Todo mi cuerpo vibró, y en un instante estuve en pie y me vi libre, libre del apretón mortal. Miré la cama. Todo contribuía a hacerme pensar que estaba contemplando la escena desde el techo. Vi mi propio cuerpo, inmóvil y lánguido, encima del suyo. Vi el horror en sus ojos. Deseé permitirle que soltase el lazo. Tuve un acceso de ira por haber sido tan estúpido y le propiné un sonoro puñetazo en la frente. Chilló y se cogió la cabeza y perdió el conocimiento, pero antes de que ello sucediese tuve una fugaz vislumbre de un cuadro fantasmagórico. Vi a doña Soledad despedida de la cama por la fuerza de mi golpe. La vi correr hasta la pared y acurrucarse junto a ella como un chiquillo asustado.
Luego tuve conciencia de una terrible dificultad para respirar. Me dolía el cuello. Tenía la garganta seca hasta el punto de que no podía tragar. Tardé bastante en reunir la fuerza necesaria para ponerme de pie. Entonces contemplé a doña Soledad. Yacía inconsciente en el lecho. En su frente lucía una enorme hinchazón roja. Busqué un poco de agua y se la eché en el rostro, tal como don Juan había hecho conmigo. Cuando recobró el sentido la hice caminar, sosteniéndola por las axilas. Estaba empapa en transpiración. Le puse toallas mojadas con agua fría en la frente. Vomitó, y tuve la seguridad casi absoluta de que padecía una conmoción cerebral. Temblaba. Traté de cubrirla con la mayor cantidad posible de sábanas y mantas, con el propósito de hacerla entrar en calor, pero se despojó de todas ellas y se volvió de modo de enfrentar el viento. Me pidió que la dejase sola y dijo que un cambio en la dirección del viento sería un signo de que se iba a recuperar. Cogió mi mano en una suerte de apretón y aseveró que el destino nos había enfrentado.
– Creo que era de esperar que uno de los dos muriese esta noche -dijo.
– No sea necia. Aún no está acabada -respondí; realmente, eso era lo que pensaba.
Algo me hizo sentirme seguro de que se encontraba bien. Salí, cogí una vara y me dirigí a mi coche. El perro gruñó. Seguía acurrucado en el asiento. Le dije que saliera. Dócilmente, saltó fuera. Había algo distinto en él. Vi su enorme sombra trotar en la semioscuridad. Regresó a su corral.
Era libre. Me senté en el coche un momento para considerar la situación. No, no era libre. Algo me impelía a retornar a la casa. Tenía que terminar cosas allí. Ya no temía a doña Soledad. A decir verdad, una extraordinaria indiferencia me había invadido. Sentía que ella me había dado, consciente o inconscientemente, una lección de suprema importancia. Bajo la horrenda presión de su tentativa de matarme, yo había actuado en su contra desde un nivel realmente inconcebible en circunstancias normales. Había estado a punto de ser estrangulado. Algún elemento de aquella su condenada habitación me había dejado absolutamente indefenso y, sin embargo, había logrado salir con bien. No alcanzaba a imaginar lo sucedido. Tal vez fuese cierto lo que don Juan siempre había sostenido: que todos poseemos un potencial adicional, algo que está allí, pero que rara vez alcanzamos a usar. Realmente, había golpeado a doña Soledad desde una posición fantasma.
Cogí mi linterna del coche, regresé a la casa, encendí todas las lámparas de petróleo que pude encontrar y me senté a escribir ante la mesa de la habitación delantera.
El trabajo me relajó.
Hacia el amanecer, doña Soledad salió de su habitación, tambaleante. A duras penas mantenía el equilibrio. Estaba completamente desnuda. Se sintió mal y se desplomó junto a la puerta. Le di un poco de agua y traté de cubrirla con una manta. Se negó. A mí me preocupaba una posible pérdida de calor corporal. Murmuró que tenía que estar desnuda si quería que el viento la curase. Preparó un emplasto con hojas maceradas, se lo aplicó a la frente y lo fijó allí por medio de su turbante. Se envolvió en una manta y se acercó a la mesa en que yo escribía; se sentó frente a mí. Tenía los ojos rojos. Se la veía francamente mal.
– Hay algo que debo decirte -musitó con voz trémula-. El Nagual me preparó para esperarte, tenía que esperarte, así tardases veinte años. Me dio instrucciones sobre cómo seducirte y quitarte el poder. Él sabía que, tarde o temprano, ibas a venir a ver a Pablito y a Néstor, así que me indicó que aguardase ese momento para hechizarte y coger todo lo tuyo. El Nagual dijo que si yo vivía una vida impecable, mi poder te traería cuando no hubiese nadie más en la casa. Mi poder lo hizo. Hoy llegaste cuando todos se habían ido. Mi vida impecable me había ayudado. Todo lo que me quedaba por hacer era tomar tu poder y luego matarte.
– ¿Pero para qué quería hacer una cosa tan horrible?
– Porque necesito tu poder para seguir mi propio camino. El Nagual hubo de disponerlo así. Tú eras el elegido; después de todo, no te conozco. No significas nada para mí. Así que, ¿por qué no iba yo a quitarle algo que necesito tan desesperadamente a alguien que para mí no cuenta? Esas fueron las palabras del Nagual.
– ¿Por qué iba el Nagual a querer hacerme daño? Usted misma dijo que se preocupaba por mí.
– Lo que yo te he hecho esta noche no tiene nada que ver con sus sentimientos hacia ti ni hacia mí. Esta es una cuestión que sólo nos afecta a nosotros. No ha habido testigos de nada de lo que hoy sucedió entre ambos, porque ambos formamos parte del propio Nagual, Pero tú, en especial, has recibido algo de él que yo no poseo, algo que necesito desesperadamente, el poder singular que te ha dado. El Nagual dijo que había dado algo a cada uno de sus seis hijos. No puedo llegar hasta Eligio. No puedo tomarlo de mis hijas; así, tú eres mi presa. Yo hice crecer el poder que el Nagual me dio, y al crecer produjo un cambio en mi cuerpo. Tú también hiciste crecer tu poder. Yo quería ese poder tuyo, y por eso tenía que matarte. El Nagual dijo que, aun cuando no murieras, caerías bajo mi hechizo y serías mi prisionero durante toda la vida si yo lo desease. De todos modos, tu poder iba a ser mío.
– ¿Pero en qué podría beneficiarla mi muerte?
– No tu muerte, sino tu poder. Lo hice porque necesito ayuda; sin ella, lo pasaré muy mal durante mi viaje. No tengo bastantes agallas. Es por eso que no quiero a la Gorda. Es joven y le sobra valor. Yo soy vieja y lo pienso todo dos veces y vacilo. Si quieres saber la verdad, te diré que la verdadera lucha es la que se libra entre Pablito y yo. Él es mi enemigo mortal, no tú. El Nagual dijo que tu poder haría más llevadero mi viaje y me ayudaría a conseguir lo que necesito.
– ¿Cómo diablos puede ser Pablito su enemigo?
– Cuando el Nagual me transformó, sabía lo que a la larga iba a suceder. Ante todo, me preparó para que mis ojos mirasen al Norte, y, si bien tú y mis niñas tienen la misma orientación, estoy opuesta a vosotros. Pablito, Néstor y Benigno están contigo; la dirección de sus ojos es la misma. Irán juntos hacia Yucatán.
»Pablito no es mi enemigo porque sus ojos miren en dirección opuesta, sino porque es mi hijo. Esto es lo que tenía que decirte, aunque no sepas de qué estoy hablando. Debo entrar al otro mundo. Donde está el Nagual. Donde están Genaro y Eligio. Aunque tenga que destrozar a Pablito para ello.
– ¿Qué dice, doña Soledad? ¡Usted está loca!
– No, no lo estoy. No hay nada más importante para nosotros, los seres vivientes, que entrar en ese mundo. Te diré que para mí esa es la verdad. Para acceder a ese mundo vivo del modo en que el Nagual me enseñó. Sin la esperanza de ese mundo no soy nada, nada. Yo era una vaca gorda y vieja. Ahora esa esperanza me guía, me orienta, y, aunque no pueda hacerme con tu poder, no abandono el propósito.
Dejó descansar la cabeza sobre la mesa, utilizando los brazos a modo de almohada. La fuerza de sus aseveraciones me había obnubilado. No había entendido cabalmente sus palabras, pero en cierto nivel comprendía su alegato, a pesar de que era la más sorprendente de cuantas cosas le había oído esa noche. Sus propósitos eran los propósitos de un guerrero, en el estilo y la terminología de don Juan. Nunca había creído, sin embargo, que hubiese que destruir a alguien para cumplirlos.
Alzó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados.
– Al principio, hoy todo me iba bien -dijo-. Estaba un poco asustada cuando llegaste. Había esperado años ese momento. El Nagual me dijo que te gustaban las mujeres. Dijo que eres presa fácil para ellas, de modo que busqué un final rápido. Imaginé que cederías a ello. El Nagual me enseñó cómo aferrarte en el momento en que fueses el más débil. Te induje a ello con mi cuerpo. Pero sospechaste. Fui demasiado torpe. Te había llevado a mi habitación, como el Nagual me dijo que hiciera, para que las líneas de mi piso te atrapasen y te dejases indefenso. Pero no dio resultado porque te gustó y miraste las líneas atentamente. No tenía poder en tanto tus ojos estuviesen fijos en ellas. Tu cuerpo sabía qué hacer. Luego, asustaste a mi piso al gritar como lo hiciste. Ruidos súbitos como esos son mortales, especialmente la voz de un brujo. El poder de mi piso se extinguió como una llama. Yo lo comprendí, pero tú no.
»Estabas a punto de irte, de manera que me vi obligada a detenerte. El Nagual me había enseñado a tirar las manos para cogerte. Traté de hacerlo, pero me faltó poder. Mi piso estaba atemorizado. Tus ojos habían paralizado sus líneas. Nadie había puesto jamás sus ojos sobre él. Así, mi tentativa de cogerte por el cuello falló. Te libraste de mis garras antes de que me fuera posible hacer presión. Entonces me di cuenta de que te me estabas escapando e intenté un ataque final. Me valí de aquello que el Nagual dijo que era clave si se te quería afectar: el terror. Te alarmé con mis chillidos, y ello me dio el poder necesario para dominarte. Creí tenerte, pero mi estúpido perro se puso nervioso. Es idiota, y me hizo caer cuando ya estaba a punto de someterte a mi hechizo. Ahora que lo pienso, tal vez mi perro no sea tan estúpido. Quizás haya percibido a tu doble y cargado contra él, pero en cambio me derribó a mí.
– Usted dijo que el perro no era suyo.
– Mentí. Era mi carta de triunfo. El Nagual me enseñó a tener siempre una carta de triunfo, una baza insospechada. De algún modo, sabía que podía llegar a necesitar de mi perro. Cuando te llevé a ver a mi amigo, se trataba en realidad de él; el coyote es el amigo de mis niñas. Quería que mi perro te oliera. Cuando corriste hacia la casa tuve que ser brutal con él. Le empujé al interior de tu coche haciéndolo aullar de dolor. Es demasiado grande y costó mucho hacerlo pasar por sobre el asiento. Entonces le ordené hacerte trizas. Sabía que si mi perro te mordía gravemente quedarías indefenso y podría terminar contigo sin dificultad. Volviste a escapar, pero no estabas en situación de salir de la casa. Entendí que debía ser paciente y aguardar la oscuridad. Luego el viento cambió de dirección y me convencí de que tendría éxito.
»El Nagual me había dicho que estaba seguro de que yo te gustaría como mujer. Era cuestión de esperar el momento oportuno. Agregó que te matarías tan pronto como comprendieses que yo te había estado robando el poder. Pero en el caso de que no lograse robártelo, o en el caso de que no te mataras, o si yo no quisiese conservarte vivo como prisionero, debía emplear mi lazo para estrangularte. Incluso me indicó dónde arrojar tu cadáver: un abismo sin fondo, una fractura en las montañas, no lejos de aquí, en que siempre desaparecen las cabras. Pero el Nagual nunca mencionó tu aspecto aterrador. Ya te he dicho que se suponía que uno de los dos iba a morir esta noche. No sabía que iba a ser yo. El Nagual me dejó con la impresión de que saldría triunfante. Fue muy cruel por su parte no decírmelo todo acerca de ti.
– Imagine mi situación, doña Soledad. Yo sabía aún menos que usted.
– No es lo mismo. El Nagual pasó años preparándome para esto. Yo conocía todos los detalles. Te tenía en el saco. El Nagual me señaló incluso las hojas que siempre debía tener, frescas y a mano, para paralizarte. Las puse en el agua de la tina aparentando que tenía por finalidad perfumarla. No advertiste que yo echaba otras en la tina en que me iba a lavar. Caíste en todas las trampas que te tendí. Y, sin embargo, tu lado aterrador terminó por salir vencedor.
– ¿A qué se refiere al hablar de mi lado aterrador?
– A aquel que me golpeó y que me matará esta noche. Tu horrendo doble, que apareció para terminar conmigo. Jamás lo olvidaré y si vivo, cosa que dudo, nunca volveré a ser la misma.
– ¿Se me parece?
– Eras tú, desde luego, pero no tenías el mismo aspecto que ahora. En realidad, no puedo decir a qué se parecía. Cuando trato de recordarlo, siento vértigo.
Le dije que ante el impacto de mi golpe la había visto fugazmente abandonar su cuerpo. Mi intención era la de sondearla con el relato. Me parecía que todo lo sucedido obedecía a una razón oculta: obligarnos a hurgar en fuentes habitualmente vedadas. En efecto, le había dado un tremendo golpe; le había causado un grave daño físico; sin embargo, era imposible que fuese yo quien lo hubiese hecho. Estaba seguro de haberle pegado con el puño izquierdo -la enorme hinchazón roja en su frente daba testimonio de ello-. Pero, sin embargo, no tenía en los nudillos marca alguna, ni experimentaba el menor dolor ni incomodidad. Un golpe de tal magnitud podía incluso haberme causado una fractura
Cuando escuchó mi descripción de cómo la había visto acurrucarse contra la pared, cayó en la más absoluta desesperación. La pregunté si había tenido algún atisbo de lo que yo había visto, la impresión de abandonar su cuerpo, o alguna fugaz visión de la habitación.
– Ahora sé que estoy condenada -dijo-. Muy pocos sobreviven al contacto con el doble. Si mi alma ha partido, no me será posible seguir con vida. Me iré debilitando cada vez más, hasta morir.
Había en sus ojos un brillo salvaje. Se puso de pie; parecía estar a punto de pegarme, pero, en cambio, se dejó caer en el asiento.
– Me has quitado el alma -dijo-. Has de tenerla en tu morral. ¿Pero por qué tuviste que decírmelo?
Le juré que no había tenido la menor intención de lastimarla, que había actuado como lo había hecho únicamente en defensa propia y que, por consiguiente, no abrigaba la menor malevolencia hacia ella.
– Si no tienes mi alma en el morral, la situación es aún peor -dijo-. Andará vagando sin rumbo. Entonces nunca la recuperaré.
Doña Soledad daba la impresión de haber perdido por entero las energías. Su voz se hizo más débil. Yo quería que se fuese a acostar. Se negó a abandonar la mesa,
– El Nagual me advirtió que si mi fracaso era completo, debía transmitir su mensaje -continuó-. Me pidió que te dijera que había sustituido tu cuerpo hacía mucho. Ahora tú eres él.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– Es un brujo. Entró en tu viejo cuerpo y le devolvió su luminosidad. Ahora brillas como el propio Nagual. Ya no eres el hijo de tu padre. Eres el propio Nagual.
Doña Soledad se puso de pie. Estaba aturdida. Parecía querer decir algo, pero vocalizaba con dificultad. Anduvo hacia su habitación. La ayudé a llegar a la puerta; no quiso que entrara. Dejó caer la manta que la cubría y se tendió en la cama. Me pidió, con una voz muy suave, que fuese hasta una colina, a corta distancia de allí, y mirase si venía el viento. Agregó, como sin darle importancia, que debía llevar a su perro conmigo. Por alguna razón, su pedido me pareció sospechoso. Le informé que subiría al techo y miraría desde allí. Me volvió la espalda y dijo que lo menos que podía hacer por ella era llevar a su perro a la colina para que el animal atrajese al viento. Me enfadé mucho con ella. En la oscuridad, su habitación producía una misteriosa impresión. Fui a la cocina a buscar dos lámparas y las llevé allí. Al ver la luz chillé histéricamente. Yo también dejé escapar un grito, pero por una razón diferente. Cuando la habitación quedó iluminada vi el piso levantado y abarquillado, como un capullo, en torno a su cama. Mi percepción fue tan fugaz que en el instante que siguió hubiese jurado que la horrible escena había sido producto de las sombras proyectadas por las viseras protectoras de las lámparas. Lo fantasmagórico de la imagen me puso furioso. La sacudí, cogiéndola por los hombros. Lloró como un niño y prometió no tenderme más trampas. Coloqué las lámparas sobre una cómoda y se quedó dormida instantáneamente.
A media mañana, el viento había cambiado. Sentí entrar una violenta racha por la ventana Norte. Cerca del mediodía, doña Soledad volvió a salir. Se la veía un tanto insegura. Lo rojo de sus ojos había desaparecido y la hinchazón de la frente había disminuido; apenas si se veía una ligera marca.
Pensé que era hora de partir. Le dije que, si bien había tomado nota del mensaje de don Juan que me había transmitido, no me aclaraba nada.
– Ya no eres el hijo de tu padre. Ahora eres el propio Nagual -dijo.
Había algo francamente incongruente en mi modo de actuar. Pocas horas antes, me había encontrado indefenso y doña Soledad había intentado matarme; pero en ese momento, mientras ella me hablaba, había olvidado el horror de ese suceso. Y sin embargo, había otra parte de mí capaz de pasar días enteros reflexionando acerca de enfrentamientos sin importancia con gentes vinculadas con mi persona o mi trabajo. Esa parte parecía ser mi verdadero yo, el yo que había conocido durante toda mi vida. El yo que había librado un combate con la muerte esa noche y luego lo había echado al olvido, no era real. Era yo, y, sin embargo, no lo era.
Consideradas a la luz de tal absurdo, las afirmaciones de don Juan resultaban un poco menos traída de los pelos, pero seguían siendo inaceptables.
Doña Soledad estaba distraída. Sonreía pacíficamente.
– ¡Oh! ¡Están aquí! -dijo de pronto-. Qué afortunada soy. Mis niñas están aquí. Ahora ellas cuidarán de mí.
Daba la impresión de estar peor. Se la veía más fuerte que nunca, pero su conducta era menos coherente. Mis temores aumentaron. No sabía si dejarla allí o llevarla a un hospital en la ciudad, a varios cientos de kilómetros de allí.
De pronto, saltó como un niño y atravesó corriendo la puerta delantera, ganando la avenida que conducía a la carretera. El perro corrió tras ella. Subí al coche a toda prisa, con la intención de alcanzarla. Tuve que desandar el sendero en marcha atrás, puesto que no había espacio para girar. Al acercarme al camino, vi por la ventana trasera a doña Soledad rodeada por cuatro mujeres jóvenes.