3 LA GORDA

Lo primero que me llamó la atención en la Gorda fueron sus ojos: muy oscuros y serenos. Era evidente que me estaba examinando de pies a cabeza. Escudriñó mi cuerpo con la mirada, tal como solía hacerlo don Juan. A decir verdad, sus ojos revelaban una calma y una energía semejantes a las de él. Comprendí por qué era la mejor. Se me ocurrió que don Juan le había legado los ojos.

Era ligeramente más alta que las otras tres muchachas. Tenía un cuerpo magro y oscuro y un soberbio trasero. Reparé en la gracia de la línea de sus anchos hombros en el momento en que volvió a medias el torso para encararse con las muchachas.

Les dio una orden ininteligible y las tres se sentaron en un banco, exactamente tras ella. En realidad, las protegía de mí con su cuerpo.

Me enfrentó de nuevo. Su expresión era de suprema seriedad, pero sin la menor traza de tenebrosidad ni de gravedad. No sonreía, pero se la veía amistosa. Sus rasgos eran muy agradables: un rostro finamente formado, ni redondo ni anguloso, boca pequeña, de labios finos, nariz ancha, pómulos altos, y cabello largo, negro como el azabache.

Era imposible pasar por alto sus fuertes y hermosas manos, que mantenía apretadas ante sí, sobre la región umbilical. Los dorsos de las mismas se hallaban vueltos hacia mí. Distinguía sus músculos según los contraía.

Llevaba un vestido de algodón de color naranja desteñido, de mangas largas, y un chal marrón. Había en ella algo de terriblemente sosegado y terminante. Sentí la presencia de don Juan. Mi cuerpo se relajó.

– Siéntate, siéntate -me dijo en tono mimoso.

Volví a la mesa. Me señaló un lugar para que me sentase, pero permanecí de pie.

Sonrió por primera vez, y sus ojos me resultaron más suaves y más brillantes. No era tan bonita como Josefina, y, sin embargo, era la más bonita de todas.

Pasamos un momento en silencio. A modo de explicación, dijo que en los años transcurridos desde la partida del Nagual habían hecho todo lo posible por cumplir con la tarea que les había encomendado, y que, dada su dedicación, habían terminado por acostumbrarse a ella.

No comprendí con toda claridad a qué se refería, pero, según hablaba, yo percibía más que nunca la presencia de don Juan. No se trataba de que copiase sus maneras, ni la inflexión de su voz. Poseía un control interno que la llevaba a actuar como don Juan. Su semejanza era profunda.

Le conté que había ido en busca de la ayuda de Pablito y Néstor. Le dije que era lento, quizás estúpido, para comprender los caminos de los brujos, pero que era sincero; y que sin embargo todas ellas me habían tratado con malevolencia y falsedad.

Intentó disculparse, pero no la dejé terminar. Recogí mis cosas y gané la puerta delantera. Corrió detrás de mí. No era su propósito impedirme partir, pero hablaba muy rápido, como si necesitase decir todo lo que fuese posible antes de que yo me marchara.

Decía que debía escucharla hasta el final, y que se proponía acompañarme hasta haberme hecho saber todo lo que el Nagual le había encargado que me comunicara.

– Voy a Ciudad de México -dije.

– Iré contigo hasta Los Angeles, de ser necesario.

Comprendí que hablaba en serio.

– De acuerdo -dije, con la intención de probarla-. Sube al coche.

Vaciló un instante, luego se quedó en silencio y miró la casa. Llevó las manos cerradas al nivel del ombligo. Se volvió y miró al valle y repitió el gesto.

Yo sabía qué era lo que hacía. Se despedía de su casa y de aquellas imponentes colinas que la rodeaban.

Don Juan me había enseñado, años atrás, el significado de esos gestos, destacando el hecho de que implicaban un extremo poder: un guerrero rara vez hacía uso de ellos. Yo mismo había tenido muy pocas ocasiones de efectuarlos.

El movimiento de despedida que la Gorda efectuaba era una variante del que me había enseñado don Juan. Éste me había dicho que las manos debían cerrarse como para pronunciar una plegaria, fuese ello hecho con delicadeza o violentamente, llegando incluso a producir un sonido como de palmoteo. Cualquiera que fuese la forma, el propósito del guerrero al cerrar las manos era atrapar el sentimiento que no quería dejar tras sí. Tan pronto como se apretaban los puños, una vez capturado el sentimiento, se los llevaba con gran fuerza al medio del pecho, a la altura del corazón. Allí, se convertía en una daga y el guerrero se la clavaba, sosteniéndola con ambas manos.

Don Juan me había dicho que un guerrero sólo dice adiós de ese modo cuando tiene buenas razones para creer que no regresará.

La despedida de la Gorda me cautivó.

– ¿Te despides? -pregunté con curiosidad.

– Sí -dijo secamente.

– ¿No te llevas las manos al pecho? -quise saber.

– Eso lo hacen los hombres. Las mujeres tienen útero. Guardan sus sentimientos allí.

– ¿No se supone que esa clase de despedidas están reservadas a los casos en que no se regresa?

– Lo más probable es que no regrese -replicó-. Me voy contigo.

Tuve un súbito e injustificado acceso de tristeza; injustificado en el sentido de que no conocía a aquella mujer en lo más mínimo. Sólo abrigaba dudas y sospechas hacia ella. Pero al mirar de cerca sus claros ojos me sentí definitivamente vinculado con ella. Me serené. Mi cólera había dado paso a una melancolía desconocida. Miré a mi alrededor y comprendí que aquellas colinas romas, misteriosas, enormes, me estaban desgarrando.

– Esas colinas están vivas -dijo, leyendo mis pensamientos.

Me volví hacia ella y le dije que tanto el lugar como las mujeres me habían afectado muy profundamente; tanto, que no me parecía concebible desde el punta de vista de mi sentido común. No sabía qué había resultado más devastador, si el lugar o las mujeres. Las furiosas embestidas de estas últimas habían sido directas y aterradoras pero la presencia de las colinas constituía un factor constante, de continua aprensión; suscitaba un deseo de huir de allí. Ante ello; la Gorda me dijo que mi juicio acerca de los efectos del lugar era correcto, que era debido a ello que el Nagual las había dejado allí, y que no debía culpar a nadie por lo sucedido, puesto que el propio Nagual había dado a aquellas muchachas la orden de terminar conmigo.

– ¿También a ti te ha dado órdenes semejantes? -pregunté.

– No; a mí no. No soy como ellas -replicó-. Ellas son hermanas. Son lo mismo; exactamente lo mismo. Tanto como son lo mismo Pablito y Néstor y Benigno. Sólo tú y yo podemos llegar a ser exactamente lo mismo. Aún no lo somos porque estás incompleto. Pero algún día seremos lo mismo, exactamente lo mismo.

– Me han dicho que eres la única que sabe dónde se encuentran el Nagual y Genaro -dije.

Me miró con atención durante un momento y sacudió la cabeza afirmativamente.

– Es cierto -dijo-. Sé dónde están. El Nagual me dijo que te llevara si podía.

Le exigí que dejase de andarse por las ramas y me revelara su paradero de inmediato. Mi pedido pareció sumirla en el caos. Se disculpó y me prometió que más tarde, cuando nos hallásemos en camino, me lo expondría todo. Me rogó que no le hiciese más preguntas porque tenía instrucciones precisas en el sentido de no comentar nada hasta el momento indicado.

Lidia y Josefina salieron a la puerta y se quedaron mirándome. Me apresuré a subir al coche. La Gorda me siguió; no pude evitar el observar que entraba en el automóvil como si lo hiciese a un túnel: casi a gatas. Don Juan solía hacerlo. En cierta ocasión le había dicho, bromeando, tras haberlo visto entrar así un buen número de veces, que resultaba más práctico como yo lo hacía. Su extraño modo de actuar me parecía atribuible a su falta de familiaridad con los coches. Me explicó entonces que el vehículo era una cueva, y que ese era el modo correcto de entrar en las cuevas, si pretendíamos valernos de ellas. Había un espíritu inherente a las cuevas, fuesen éstas naturales o construidas por el hombre, y era necesario acercarse a él con respeto. El gateo era la única forma adecuada de demostrar ese respeto.

Estaba considerando la conveniencia de preguntar o no a la Gorda si don Juan la había instruido acerca de tales detalles, cuando habló por propia iniciativa. Dijo que el Nagual le había dado directivas específicas para el caso de que yo sobreviviera a los ataques de doña Soledad y las tres muchachas. Agregó, en tono despreocupado, que antes de dirigirnos a Ciudad de México, debíamos ir a determinado lugar en las montañas, al que acostumbrábamos acudir don Juan y yo, y que allí me descubriría toda la información que el Nagual nunca me había proporcionado.

Tuve un momento de indecisión, pero luego un algo interior, distinto de la razón, me impulsó hacia las montañas. Viajamos en absoluto silencio. Intenté en varias ocasiones iniciar una conversación, pero en todos los casos me rechazó, sacudiendo con energía la cabeza. Finalmente pareció cansarse de mi insistencia y se vio obligada a comentar que aquello que me debía decir requería, para ser confiado, un lugar de poder, y que teníamos que abstenernos de desperdiciar fuerzas en charlas sin sentido, hasta hallarnos en él.

Tras un largo recorrido en coche y una agotadora caminata desde la carretera, llegamos finalmente a destino. Caía la noche. Estábamos en lo hondo de un cañón. Allí ya estaba oscuro, en tanto el sol seguía brillando por sobre las montañas de encima. Anduvimos hasta llegar a una pequeña cueva, a uno o dos metros del nivel del suelo, en el extremo norte del cañón, que iba de Este a Oeste. Solía pasar mucho tiempo allí con don Juan.

Antes de entrar, la Gorda barrió cuidadosamente el suelo con ramas, tal como lo hacía don Juan, con el objeto de eliminar las garrapatas y otras parásitos adheridos a las rocas. Luego cortó tallos, cubiertos de hojuelas ligeras; reunió un montón de los arbustos de los alrededores y los distribuyó sobre el piso de piedra a modo de colchón.

Me indicó con un gesto que entrara. Yo siempre había permitido que don Juan me antecediese en señal de respeto. Quería hacer lo mismo con ella, pero se negó. Dijo que yo era el Nagual. Penetré en la cueva tal como ella lo había hecho en el coche. Reí ante mi inconsecuencia. No había llegado jamás a considerar mi automóvil como una cueva.

La Gorda procuró que me relajara y me pusiera cómodo.

– El Nagual no podía revelarte todos sus designios en razón de que estabas incompleto -dijo de repente-. Aún lo estás, pero ahora, tras tus encuentros con Soledad y las muchachas, eres más fuerte que antes.

– ¿Qué significa estar incompleto? Todos me han dicho que eras la única persona capaz de explicármelo -dije.

– Es muy sencillo -replicó-. Una persona completa es aquella que nunca ha tenido niños.

Hizo una pausa, como si aguardase a que terminara de apuntar lo que había dicho. Alcé la vista de mi libreta. Me observaba, midiendo el efecto de sus palabras.

– Sé que el Nagual te dijo exactamente lo mismo que acaba de decirte -prosiguió-. No le prestaste atención, y lo más probable es que no me hayas prestado atención tampoco a mí.

Leí mis notas en voz alta, de modo de repetir sus palabras. Sofocó una risilla.

– El Nagual decía que una persona incompleta es aquella que ha tenido niños -dijo, como si me lo estuviese dictando.

Me examinó atentamente, esperando, a juzgar por las apariencias, una pregunta o un comentario. No tuve que hacer ninguna de las dos cosas.

– Ya te he dicho todo lo que hay que saber acerca del hecho de hallarse completo o incompleto -declaró-. Te he dicho exactamente lo mismo que el Nagual me dijo a mí. Entonces, no significó nada para mí; tal como no significa nada ahora para ti.

Me vi obligado a reír ante el modo en que se amoldaba a las enseñanzas de don Juan.

– Una persona incompleta tiene un agujero en el estómago -prosiguió-. Un brujo lo ve con la misma claridad con que tú ves mi cabeza. Cuando el agujero se encuentra a la izquierda del estómago, el niño que lo ha creado es del mismo sexo. Si se encuentra a la derecha, es del sexo opuesto. El agujero de la izquierda es negro; el de la derecha es castaño oscuro.

– ¿Eres capaz de ver el agujero en todo aquel que haya tenido un niño?

– Claro. Hay dos modos de verlo. Un brujo puede verlo tanto en sueños como mirando directamente a una persona. Un brujo que ve no tiene reparos en observar el ser luminoso con la finalidad de comprobar si hay un agujero en la luminiscencia del cuerpo. No obstante, aun cuanto el brujo no sepa ver, es capaz de distinguir lo oscuro del boquete a través de la ropa.

Calló. La insté a continuar.

– El Nagual me dijo que escribías, y que luego no recordabas lo escrito -me dijo, en tono acusatorio.

Me vi enredado en mis propias palabras, tratando de defenderme. No obstante, ella había dicho la verdad. Las palabras de don Juan siempre habían surtido un doble efecto sobre mí: el uno, al oír sus aseveraciones por primera vez; el otro, al leer a solas lo escrito y olvidado.

La conversación con la Gorda, sin embargo, era esencialmente diferente. Los aprendices de don Juan no se hallaban en ningún sentido tan inmersos en lo suyo como él. Sus revelaciones, si bien extraordinarias, no eran sino piezas sueltas de un rompecabezas. El carácter insólito de aquellas piezas consistía en que no servían para clarificar la imagen, sino para hacerla cada vez más compleja.

– Tenías un agujero marrón en el lado derecho del estómago -continuó-. Ello significa que quien te había vaciado era una hembra. Has hecho una niña.

»El Nagual decía que yo tenía un enorme agujero negro, que revelaba el haber hecho dos mujeres. Nunca lo vi, pero vi a otra gente con agujeros semejantes al mío.

– Dijiste que yo tenía un agujero. ¿Significa eso que ya no lo tengo?

– No. Ha sido remendado. El Nagual te ayudó a remendarlo. Sin su apoyo estarías aun más vacío de lo que estás.

– ¿Qué clase de remiendo se le ha aplicado?

– Un remiendo en tu luminosidad. No hay otra forma de decirlo. El Nagual explicaba que un brujo como él era capaz de rellenar el agujero en cualquier momento. Pero ese relleno no dejaba de ser una mancha sin luminosidad. Cualquiera que vea o sueñe puede afirmar que luce como un parche de plomo sobre la luminosidad amarilla del resto del cuerpo. El Nagual te remendó a ti y a mí y a Soledad. Pero dejó a nuestro cargo el recobrar la luminosidad, el brillo.

– ¿Cómo nos remendó?

– Es un brujo; puso cosas en nuestros cuerpos. Hizo sustituciones. Ya no somos enteramente los mismos. El remiendo es lo que puso de sí mismo.

– Pero, ¿por qué puso esas cosas y qué eran?

– Puso en nuestros cuerpos su propia luminosidad; se valió de las manos para ello. Se limitó a entrar en nosotros y dejar allí sus fibras. Hizo lo mismo con sus seis niños y con Soledad. Todos ellos son lo mismo, salvo Soledad; ella es otra cosa.

La Gorda parecía poco dispuesta a continuar. Titubeó y la vi al borde del tartamudeo.

– ¿Qué es doña Soledad?

– Es muy difícil decirlo -dijo, tras unos momentos de resistencia-. Es lo mismo que tú y que yo, y, sin embargo, es diferente. Posee idéntica luminosidad, pero no está junto a nosotros. Marcha en dirección opuesta. En este momento se te asemeja más. Ambos llevan remiendos que parecen de plomo. El mío ha desaparecido y he vuelto a ser un huevo completo, luminoso. Esa es la razón por la que te dije que tú y yo llegaríamos a ser lo mismo algún día, cuando estuvieses de nuevo completo. Actualmente, lo que nos hace ser casi lo mismo es la luminosidad del Nagual, y la realidad de que ambos marchamos en igual dirección y ambos estamos vacíos.

– ¿Cómo ve un brujo a una persona completa? -pregunté.

– Como un huevo luminoso hecho de fibras -replicó-. Todas las fibras están enteras; lucen como cuerdas, como cuerdas tensas. La impresión que da el conjunto de las cuerdas es la de haber sido estirado como el parche de un tambor. Por otra parte, te diré que en una persona vacía las cuerdas se ven arrugadas en los bordes del agujero. Cuando se han tenido muchos niños, las fibras ya no se ven como tales. En esos casos, se observa algo así como dos trozos de luminosidad, separados por negrura. Es una visión horrenda. El Nagual me lo hizo ver en cierta ocasión, en un parque de la ciudad.

– ¿A qué atribuyes el que el Nagual nunca me haya hablado de ello?

– El Nagual te lo ha dicho todo, pero nunca le entendiste cabalmente. Tan pronto como se daba cuenta de que tú no le comprendías, se veía obligado a cambiar de tema. Tu vaciedad te impedía entender. El Nagual decía que era perfectamente natural que no entendieras. Una vez que una persona queda incompleta, se vacía realmente, como una calabaza ahuecada. No te importó el número de veces en que él te dijo que estabas vacío; ni siquiera te importó el que te lo explicase. Nunca supiste lo que quería decir o, lo que es peor, nunca quisiste saberlo.

La Gorda pisaba terreno peligroso. Intenté hacerla variar de rumbo, pero me rechazó.

– Tú quieres a un pequeño y no te interesa conocer el sentido de las palabras del Nagual -dijo, acusadora-. El Nagual me dijo que tenías una hija a la que nunca habías visto, y que querías a ese niño. La una te quitó fuerza, el otro te obligó a concretar. Les has unido.

No tuve otro remedio que dejar de escribir. Salí a gatas de la cueva y me puse de pie. Comencé a descender la empinada cuesta que llevaba al fondo del barranco. La Gorda me siguió. Me preguntó si me encontraba molesto por su franqueza. No quise mentir.

– ¿Qué crees? -pregunté.

– ¡Estás furioso! -exclamó, y soltó una risilla tonta con un desenfado que sólo había visto en don Juan y en don Genaro.

A juzgar por las apariencias, estuvo a punto de perder el equilibrio y se aferró a mi brazo izquierdo. Para ayudarla a bajar al fondo del barranco, la alcé por el talle. Creí que no podía pesar más de cincuenta kilos. Frunció los labios al modo de don Genaro y dijo que pesaba cincuenta y seis. Los dos nos echamos a reír a la vez. Ello supuso un instante de comunicación directa, espontánea.

– ¿Por qué te molesta tanto hablar de esas cosas? -preguntó.

Le dije que una vez había tenido un pequeño al que había amado inmensamente. Experimenté la necesidad compulsiva de hablarle de él. Una exigencia extravagante, más allá de mi razón, me llevaba a abrirme a aquella mujer, una completa desconocida para mí.

Cuando comencé a hablar del niño, una oleada de nostalgia me envolvió; quizás se debiera al lugar, o a la situación, o a la hora. Por algún motiva, mis recuerdos del pequeño se mezclaban en mí con los de don Juan: por primera vez en todo el tiempo que había pasado sin verle, lo extrañé. Lidia había dicho que ella nunca lo extrañaba porque siempre estaba con él; él era sus cuerpos y sus espíritus. Había comprendido de inmediato el sentido de sus palabras. Yo mismo me sentía así. En aquel barranco, sin embargo, un sentimiento desconocido había hecho presa en mí. Hice saber a la Gorda que hasta aquel momento no había extrañado a don Juan. No respondió. Desvió la mirada.

Es probable que mi nostalgia por aquellas dos personas tuviese que ver con el hecho de que ambas habían dado lugar a situaciones catárticas en mi vida. Y ambas se habían ido. Hasta ese momento, no había tenido claro el carácter definitivo de esa separación. Comenté a la Gorda que el pequeño había sido, por sobre todo, mi amigo, y que un día fuerzas que se hallaban fuera de mi control le había apartado bruscamente de mí. Tal vez fuese uno de los golpes más fuertes recibidos en mi vida. Había incluso ido a ver a don Juan para pedir su auxilio. Fue la única oportunidad en que le solicité apoyo. Escuchó mi petición y rompió a reír estrepitosamente. Su reacción me resultó tan insólita que ni siquiera me enfadé. Lo único que pude hacer fue un comentario acerca de lo que yo consideraba falta de sensibilidad.

– ¿Qué quieres que haga? -me había preguntado don Juan.

Le respondí que, puesto que era un brujo, podría ayudarme a recuperar a mi amiguito, cosa que me consolaría.

– Estás equivocado; un guerrero no busca nada que le consuele -había afirmado, en un tono que no admitía réplica.

Luego se dedicó a aniquilar mis argumentos. Dijo que un guerrero no debía dejar nada librado al azar, que un guerrero era realmente capaz de alterar el curso de los sucesos, valiéndose del poder de su conciencia y de la inflexibilidad de su propósito. Dijo que si mi intención de conservar y auxiliar a ese niño hubiese sido inflexible, me las habría arreglado para tomar las medidas necesarias para que no se fuese de mi lado. Pero, tal como estaban las cosas, mi cariño no pasaba de ser una palabra, un arranque inútil de un hombre vacío. Llegado a ese punto, me informó acerca de la vaciedad y la plenitud, pero opté por no oírle. Me limité a experimentar un sentimiento de pérdida, la carencia que él había mencionado, según me parecía evidente, al referirse a la sensación de extravío de algo irreemplazable.

– Lo amaste, reverenciaste su espíritu, deseaste su bien; ahora debes olvidarlo -dijo.

Pero yo no había sido capaz de hacerlo. Se trataba de algo terriblemente vigente en mis emociones, a pesar de que el tiempo se había encargado de suavizarlas. En cierto momento, creí haber logrado olvidar; pero una noche, un incidente desencadenó un profundo cataclismo en mi interior. Me dirigía a mi despacho cuando una joven mexicana me abordó. Estaba sentada en un banco, aguardando un autobús. Quería saber si ese autobús la llevaría a un hospital de niños. Yo no lo sabía. Explicó que su pequeño tenía una temperatura muy elevada desde hacía tiempo, y ella estaba preocupada porque no tenía dinero. Me acerqué y vi a un crío, de pie sobre el banco, con la cabeza apoyada en el respaldo. Vestía una chaqueta, pantalones cortos y gorra. No tenía más de dos años. Debió de haberme visto, porque se arrimó al extremo del asiento y puso la frente contra mi pierna.

– Me duele la cabecita -me dijo.

Su voz era tan débil y sus ojos oscuros tan tristes, que una oleada de angustia irreprimible hizo presa en mí. Lo alcé y los llevé, a él y a su madre, al hospital más cercano. Allí los dejé, tras dar a la madre el dinero necesario para pagar lo requerido. Pero no quise quedarme, ni saber más de él. Deseaba creer haberle ayudado, saldando con ello mi deuda con el espíritu del hombre.

Había aprendido de don Juan la fórmula «saldar la deuda con el espíritu del hombre». En una ocasión, preocupado por el hecho de no haberle pagado por todo lo hecho por mí, le pregunté si había algo en el mundo que pudiese hacer para reparar su esfuerzo. Salíamos de un banco, tras cambiar algunos dólares por moneda mexicana.

– No necesito que me pagues -dijo-, pero si quieres saldar una deuda, haz tu depósito a nombre del espíritu del hombre. La suma es siempre muy pequeña, y, sea cual sea la cantidad que se aporte, es más que suficiente.

Al auxiliar a aquel niño enfermo, no había hecho sino pagar al espíritu del hombre cualquier ayuda que mi pequeño pudiese recibir de desconocidos en su camino.

Dije a la Gorda que mi cariño hacia él seguiría vivo durante el resto de mis días, aunque no volviera a verle nunca. Quise agregar que su recuerdo se hallaba tan profundamente enterrado que nada podía alcanzarlo, pero desistí de hacerlo. Entendí que hubiese sido superflua la referencia. Además, oscurecía y yo quería salir de ese agujero.

– Es mejor que nos vayamos -dije-. Te llevaré a tu casa. Tal vez más tarde tengamos ocasión de hablar sobre estas cosas.

Se rió de mí, tal como don Juan solía hacerlo. Evidentemente, mis palabras debían de haberle parecido harto cómicas.

– ¿Por qué ríes, Gorda? -pregunté.

– Porque sabes perfectamente que no podemos irnos de aquí con tanta facilidad -replicó-. Tienes una cita con el poder aquí. Y yo también.

Regresó a la cueva y entró en ella a gatas.

– Ven -chilló desde dentro-. No hay modo de irse.

Reaccioné de la manera más incongruente. Entré gateando y volví a sentarme cerca de ella. Resultaba obvio que me había tendido una trampa. Yo no había ido allí para tener enfrentamiento alguno. Debí haberme puesto furioso. En cambio, permanecí impasible. No podía mentirme diciéndome que aquello era tan sólo un alto en mi camino hacia Ciudad de México. Me encontraba en ese lugar porque una fuerza que sobrepasaba mi capacidad racional me había impelido a ir.

Me tendió la libreta y me instó a escribir. Me dijo que, si lo hacía, no sólo me relajaría, sino que además la relajaría a ella.

– ¿En qué consiste esa cita con el poder? -pregunté.

– El Nagual me dijo que tú y yo teníamos una cita con algo allí fuera. Antes tuviste una cita con doña Soledad y otra con las hermanitas. Era de suponerse que acabaran contigo. El Nagual dijo que, si sobrevivías a esos asaltos, debía traerte aquí, para concurrir juntos a la tercera cita.

– ¿De qué clase de cita se trata?

– A decir verdad, no lo sé. Como todo, depende de nosotros. En este mismo instante hay allí fuera algunas cosas que te han estado aguardando. Lo dijo porque he venido aquí sola muchas veces y no ocurrió nada. Pero esta noche la situación es distinta. Tú estás aquí y vendrán.

– ¿A qué se debe que el Nagual trate de destruirme? -pregunté.

– ¡Pero sin no trata de destruir a nadie! -protestó la Gorda -. Tú eres su hijo. Ahora quiere que seas él mismo. Más él mismo que el resto de nosotros. Pero para ser un verdadero Nagual debes exigir tu poder. De otro modo no hubiese puesto tanto cuidado en que Soledad y las hermanitas te acechasen. Él enseñó a Soledad la forma de cambiar su aspecto y rejuvenecer. La indujo a instalar un piso diabólico en su habitación. Un piso al que nadie puede oponerse. Como sabes, Soledad está vacía, así que el Nagual le prestó ayuda para realizar algo gigantesco. Le destinó una misión, una misión sumamente difícil y peligrosa, pero que era la única adecuada para ella: acabar contigo. Le expuso que no había nada más difícil para un brujo que eliminar a otro. Es más fácil que un individuo corriente mate a un brujo, o que un brujo mate a un hombre corriente. El Nagual explicó a Soledad que lo más conveniente para ella era sorprenderte y asustarte. Y eso fue lo que ella hizo. El Nagual la convirtió en una mujer apetecible, con la finalidad de que pudiese arrastrarte a su habitación; una vez allí, el suelo te hechizaría. Por lo que yo sé, nadie, lo que se dice nadie, se le puede resistir. Ese suelo fue la obra maestra del Nagual, por lo que hace a Soledad. Pero algo hiciste con el suelo que obligó a Soledad a variar sus tácticas, según las instrucciones del Nagual. Él le dijo que si el suelo fallaba y no conseguía tomarte por sorpresa y atemorizarte, debía hablarte y contarte todo lo que desearas saber. El Nagual la adiestró para que se expresara correctamente, como último recurso. Pero Soledad no logró superarte siquiera por ese medio.

– ¿A qué se debía el que fuese tan importante superarme?

Se detuvo y me estudió detenidamente. Se aclaró la garganta y se puso rígida. Alzó la vista hacia el bajo techo de la cueva y exhaló el aire ruidosamente por la nariz.

– Soledad es mujer, como yo -dijo-. Te diré algo referente a mi propia vida y tal vez llegues a comprenderla.

»Una vez tuve a un hombre. Me dejó embarazada cuando yo era muy joven y tuve dos hijas de él. Una tras otra. Mi vida era un infierno. Se emborrachaba y me pegaba día y noche. Y lo odiaba y me odiaba. Y me puse gorda como un cerdo. Un día llegó otro hombre y me dijo que yo le gustaba y que deseaba que me fuese con él a trabajar como criada en la ciudad. Era consciente de mi capacidad de trabajo y lo único que pretendía era explotarme. Pero mi vida era tan miserable que me dejé engañar y me marché con él. Era peor que el primero, mezquino y temible. Al cabo de una semana, más o menos, no podía soportarme. Y solía darme las peores palizas que puedas imaginar. Pensé que me iba a matar, sin estar siquiera borracho; todo ello porque yo no había encontrado trabajo. Entonces me envió a pedir a las calles con un niño enfermo. Él pagaba a la madre con una parte del dinero que yo recaudaba. Y luego me pegaba por no haber reunido lo suficiente. El niño se ponía cada vez más enfermo; yo sabía que si moría mientras yo estuviese pidiendo, él me asesinaría. De modo que un día, sabiendo que él no estaría, fue a la casa de la madre del niño y se lo entregué, junto con algo del dinero hecho ese día. Había sido una jornada afortunada para mí; una amable extranjera me había dado cincuenta pesos para medicinas para el crío.

»Había pasado con ese hombre horrible tres meses, y tenía la impresión de que habían sido veinte años. Empleé el dinero que había conservado para regresar a casa. Estaba nuevamente embarazada. El pretendía que tuviese el hijo como soltera; de modo de no responsabilizarse de él. Al volver a mi pueblo, intenté ver a mis hijas, pero se las había llevado la familia de su padre. Ésta se reunió conmigo, alegando que deseaban hablarme; en cambio, me llevaron a un lugar desierto y me pegaron con palos y piedras y me dejaron por muerta.

La Gorda me mostró las numerosas cicatrices que llevaba en el cuero cabelludo.

– Hasta este día ignoro cómo regresé al poblado. Incluso, perdí el hijo que llevaba en el vientre. Fui a casa de una tía que aún vivía; mis padres ya habían muerto. Me dio un lugar en el cual descansar y me atendió. La pobre me alimentó durante dos meses, hasta que estuve en condiciones de levantarme.

»Llegó el día en que mi tía me dijo que aquel hombre estaba en el pueblo, buscándome. Había dicho a la policía que me había dado dinero por adelantado y yo había huido llevándomelo, tras asesinar a un niño. Comprendí que ese era el fin para mí. Empero, el destino me favoreció una vez más y conseguí marcharme en el camión de un norteamericano. Lo vi venir por el camino y alcé la mano desesperadamente; el hombre se detuvo y me dejó subir. Me trajo hasta esta región de México. Me dejó en la ciudad. Yo no conocía a nadie. Vagué durante días, como un perro loco, comiendo desperdicios en las calles. Fue entonces que mi suerte cambió por última vez.

»Conocí a Pablito, con quien tengo una deuda que jamás podré pagar. Me llevó a su carpintería y me permitió dormir en un rincón. Lo hizo porque le di pena. Me encontró en el mercado: tropezó y cayó encima de mí. Yo estaba sentada, pidiendo. Una polilla, o una abeja, no sé bien qué, le entró en un ojo. Giró sobre sus talones y perdió el equilibrio y cayó exactamente sobre mí. Imaginé que estaría fuera de sí, que me golpearía; en cambio, me dio dinero. Le pregunté si me podría proporcionar trabajo. Fue entonces cuando me llevó a su tienda y me proveyó de una plancha y una mesa para planchar, de manera que me fuera posible ganarme la vida como lavandera.

»Me fue muy bien. Aparte de que engordé, ya que toda la gente a la que servía me daba sus sobras. A veces llegaba a comer dieciséis veces por día. No hacía sino comer. Los chicos de la calle se burlaban de mí, y se me acercaban a hurtadillas y me pisaban los talones y algunos llegaban a hacerme caer. Me hacían llorar con sus bromas crueles, especialmente cuando me echaban a perder el trabajo adrede, ensuciando la ropa que tenía preparada.

»Un día, muy entrada la noche, llegó un viejo misterioso a ver a Pablito. Nunca lo había visto. No sabía que Pablito tuviese relación con hombre alguno tan intimidante, tan imponente. Le di la espalda y seguí trabajando. Estaba sola. De pronto, sentí sus manos en el cuello. Mi corazón de detuvo. No podía gritar; no podía siquiera respirar. Caí de rodillas y ese hombre horrible me sujetó la cabeza, tal vez durante una hora. Luego se marchó. Estaba tan aterrorizada que no me moví del lugar en que me había dejado caer hasta la mañana siguiente. Pablito me encontró allí; rió y dijo que debía sentirme muy orgullosa y feliz porque el viejo era un poderoso brujo y uno de sus maestros. Estaba desconcertada; no podía creer que Pablito fuese un brujo. Me dijo que su maestro había visto volar polillas en un círculo perfecto en torno de mi cabeza. También había visto a la muerte rondándome. Esa era la razón por la cual había actuado con la velocidad del relámpago, cambiando la dirección de mis ojos. También me explicó que el Nagual me había impuesto las manos y había entrado en mi cuerpo, y que yo no tardaría en ser diferente. Yo no tenía idea de aquello a lo que se refería. Tampoco tenía idea de lo que había hecho el viejo loco. Pero no me importaba. Yo era como un perro al que todos apartan a puntapiés. Pablito había sido la única persona amable conmigo. Al principio creí que me quería por mujer. Pero era demasiado fea y gorda y maloliente. Lo único que pretendía era ser amable conmigo.

»El viejo loco volvió una noche y, nuevamente, me cogió por el cuello desde atrás. Me lastimó en forma terrible. Grité y aullé. No sabía qué era lo que estaba haciendo. Nunca me decía una palabra. Le temía mortalmente. Más tarde comenzó a hablarme y a decirme qué hacer de mi vida. Me gustaba lo que decía. Me llevaba a todas partes con él. Pero mi vaciedad era mi peor enemigo. No podía aceptar sus costumbres, de modo que un día se hartó de mimarme y envió al viento en mi busca. Estaba sola en los fondos de la casa de Soledad ese día, y sentí que el viento cobraba una gran fuerza. Soplaba a través de la cerca. Penetraba en mis ojos. Quise entrar en la casa, pero mi cuerpo estaba asustado y, en vez de trasponer la puerta de la casa, me dirigí hacia la cerca. El viento me empujaba y me hacía girar sobre mí misma. Intenté regresar, pero fue inútil. No podía superar la violencia del viento. Me arrastró por sobre las colinas y me apartó de los caminos y terminé dando con mis huesos en un profundo agujero, semejante a una tumba. El viento me retuvo allí días y días, hasta que hube decidido cambiar y aceptar mi destino sin resistencia alguna. Entonces el viento cesó, y el Nagual me encontró y me llevó de vuelta a la casa. Me dijo que mi misión consistía en dar aquello de lo que carecía, amor y afecto, y en cuidar de las hermanas, Lidia y Josefina, más que de mí misma. Comprendí entonces que el Nagual había pasado años diciéndomelo. Mi vida había concluido largo tiempo atrás.

Él me ofrecía una nueva, y ésta debía serlo por completo. No podía llevar a ella mis viejos modos. Aquella primera noche, la noche en que dio conmigo, las polillas le revelaron mi existencia; yo no tenía motivos para rebelarme contra mi destino.

»Mi cambio se produjo al empezar a preocuparme más por Lidia y Josefina que por mí misma. Hice todo lo que el Nagual me dijo y una noche, en este mismo barranco y en esta misma cueva, hallé mi plenitud. Dormía en el mismo lugar en que me encuentro ahora, cuando un ruido me despertó. Alcé los ojos y me vi como había sido otrora: joven, fresca, delgada. Era mi espíritu, que iniciaba su camino de regreso a mí. En un principio no quería acercarse, porque aún se me veía bastante espantosa. Pero acabó por no poder resistirse y se aproximó. Entonces comprendí de golpe aquello que el Nagual había intentado durante años comunicarme. Él decía que, cuando se tiene un niño, nuestro espíritu pierde fuerza. Para una mujer, el tener una niña significa una pérdida de capacidad. El haber tenido dos, como en mi caso, era el fin. Lo mejor de mi fortaleza y de mis ilusiones había ido a parar a esas niñas. Me robaron cierta pujanza, como yo, al decir del Nagual, la había robado a mis padres. Ese es nuestro destino. Un chico roba la mayor parte de su potencia a su padre; una niña, a su madre. El Nagual afirmaba que quien ha tenido niños puede decir, a menos que sea tan terco como tú, que echa de menos algo suyo. Cierta locura, cierta nerviosidad, cierto poder que antes poseía. Solía tenerlo, pero, ¿dónde se halla ahora? El Nagual sostenía que se encontraba en el pequeño que daba vueltas en torno de la casa, lleno de energías, lleno de ilusiones. En otras palabras, completo. Decía que, si observáramos a los niños, estaríamos en condiciones de aseverar que son valerosos, que se mueven a saltos. Si observamos a sus padres, les vemos cautelosos y tímidos. Ya no saltan. Según el Nagual, explicábamos el fenómeno fundándonos en la idea de que los padres son adultos y tienen responsabilidades. Pero eso no es cierto. Lo cierto es que han perdido cierta pujanza.

Pregunté a la Gorda qué hubiese dicho el Nagual si yo le hubiera comunicado que conocía padres con mucho más espíritu y más capacidad que sus hijos.

Rió, cubriéndose el rostro con fingido azoramiento

– Puedes interrogarme -dijo, sofocando una risilla-. ¿Quieres saber qué pienso?

– Claro que quiero saberlo.

– Esa gente no tiene más espíritu; simplemente han sido más fuertes y han preparado a sus hijos para ser obedientes y sumisos. Los han atemorizado para toda la vida; nada más.

Le narré el caso de un hombre que conocía, padre de cuatro hijos, que a los cincuenta y tres años había cambiado su vida por completo. Ello supuso el que dejara a su esposa y su puesto ejecutivo en una gran corporación, al cabo de más de veinticinco años de esfuerzo en pro de su carrera y su familia. Arrojó todo por la borda osadamente y se fue a vivir en una isla de Pacífico.

– ¿Quieres decir que se fue solo? -preguntó la Gor da con sorpresa.

Había dado por tierra con mi argumento. Hube de admitir que se había marchado con su prometida, de veintitrés años.

– La cual sin duda está completa -agregó la Gorda.

Tuve que reconocer que era cierto.

– Un hombre vacío se vale permanentemente de la plenitud de una mujer -prosiguió-. La plenitud de una mujer es más peligrosa que la de un hombre. Ella se muestra informal, de ánimo inestable, nerviosa, aunque también capaz de grandes transformaciones. Mujeres así están en condiciones de sostenerse por sí mismas e ir a cualquier parte. No harán nada una vez allí, pero ello es debido a que de partida no habrá nada en ellas. La gente vacía, por otra parte, no puede dar saltos semejantes, pero es más digna de crédito. El Nagual decía que la gente vacía es como las lombrices, que miran a su alrededor antes de avanzar, retroceden y luego recorren otro brevísimo trecho. La gente completa siempre anda a saltos, da saltos mortales, y, las más de las veces, aterriza de cabeza, pero a ellos no les importa.

»El Nagual decía que, para entrar al otro mundo, uno debe estar completo. Para ser brujo es imprescindible disponer de la totalidad de la propia luminosidad, es decir, de toda la capacidad del espíritu, sin agujeros ni remiendos. De modo que un brujo vacío debe recobrar la plenitud. Hombre o mujer, ha de estar completo para entrar en ese mundo de allí fuera, esa eternidad en la cual, ahora, el Nagual y Genaro nos esperan.

Calló y se me quedó mirando durante un momento muy largo. La luz era escasísima para escribir.

– ¿Cómo recobraste tu plenitud? -pregunté.

Se sobresaltó al oír mi voz. Repetí la pregunta. Clavó la vista en el techo de la cueva antes de responder.

– Tuve que negar a aquellas dos niñas -dijo-. En una ocasión el Nagual te explicó cómo hacerlo, pero no quisiste escucharle. Todo consiste en volver a hacerse con la fuerza, robándola. Él decía que era así como se perdía, por el camino más arduo, y que se debía recuperar del mismo modo, por el camino más arduo.

»Él me guió, y lo primero que me obligó a hacer fue negar mi cariño por aquellas dos niñas. Tuve que hacerlo soñando. Poco a poco aprendí a no quererlas. El Nagual me dijo que eso era inútil: se debe aprender a no preocuparse y no a no querer. Cuando las niñas ya no significasen nada para mí, debía volver a verlas, imponerles mis ojos y mis manos. Debía golpearlas con suavidad en la cabeza y permitir que mi costado izquierdo les arrebatase la fuerza.

– ¿Y qué les sucedió?

– Nada. Jamás sintieron nada. Se fueron a su casa y ahora parecen dos personas adultas. Vacías, como la mayoría de quienes las rodean. No les gusta la compañía de muchachos porque no les sirven de nada. Yo diría que su situación es cómoda. Las libré de toda locura. No la necesitaban; yo sí. No había sabido lo que hacía al entregársela. Además, aún conservan la pujanza robada a su padre. El Nagual tenía razón: ninguna advirtió su pérdida, en tanto yo tuve conciencia de mi ganancia. Al mirar hacia el exterior de esta cueva, vi todas mis ilusiones, alineadas como una fila de soldados. El mundo era luminoso y nuevo. Tanto el peso de mi cuerpo como el de mi espíritu habían desaparecido y yo era realmente un nuevo ser.

– ¿No sabes cómo fue que le arrebataste la fuerza a tus hijas?

– ¡No son mis hijas! Nunca tuve hijas. Mírame.

Salió de la cueva, se alzó la falda y me mostró su cuerpo desnudo. Lo primero en llamar mi atención fue lo delgada y musculosa que era.

Me instó a acercarme y examinarla. Su cuerpo se veía tan magro y firme que tuve que concluir que no era posible que hubiese tenido hijos. Apoyó la pierna izquierda sobre una roca más alta y me mostró la vagina. Su insistencia en demostrar su transformación era tal, que me vi impelido a reír para dar rienda suelta a mi nerviosismo. Dije que no era médico y, por tanto, no me hallaba en situación de aseverar nada, pero que estaba seguro de que decía la verdad.

– Claro que digo la verdad -afirmó, y volvió a entrar a la cueva-. Jamás salió nada de mi útero.

Tras una breve pausa respondió a mi pregunta, que yo ya había olvidado bajo el impacto de su exhibición.

– Mi costado izquierdo me devolvió la fuerza -dijo-. Todo lo que tuve que hacer fue ir a visitar a las niñas. Estuve con ellas cuatro o cinco veces, para acostumbrarlas a mi presencia. Habían crecido e iban a la escuela. Pensaba que me costaría cierto esfuerzo el no quererlas, pero el Nagual me dijo que ello no tenía importancia, que debía quererlas si lo necesitaba. Así, que las quise. Pero las quise como se puede querer a un extraño. Mi mente estaba completa, mis propósitos eran firmísimos. Deseo entrar en el otro mundo estando aún viva, de acuerdo con las propuestas del Nagual. Para hacerlo, necesito únicamente la fuerza de mi espíritu. Necesito mi plenitud. ¡Nada puede apartarme de ese mundo! ¡Nada!

Me miró de modo desafiante.

– Deberías negar a los dos: a la mujer que te vació y al pequeño que contaba con tu cariño; eso, si aspiras a la plenitud. Te resultará fácil negar a la mujer. El niño es otra cosa. ¿Crees que aquel inútil afecto justifica tu imposibilidad para entrar en ese reino?

No tenía una respuesta para ella. No se trataba de que no quisiera pensar en ello, sino que me sentía totalmente confundido.

– Soledad debe quitar su fuerza a Pablito, si quiere entrar en el nagual -prosiguió-. ¿Cómo diablos va a hacerlo? Pablito, por muy débil que sea, es un brujo. Pero el Nagual concedió a Soledad una única oportunidad. Le dijo que ese momento único podía ser aquél en que tú entrases en la casa; a partir de entonces, no sólo nos indujo a cambiar de casa, sino que nos impuso ayudarle a ensanchar el sendero de entrada a su vivienda, para que pudieses llegar con el coche hasta la puerta. Le dijo que, si vivía una vida impecable, lograría atraparte y sorber toda tu luminosidad: todo el poder que el Nagual dejó en el interior de tu cuerpo. No le resultaría difícil hacerlo. Puesto que ella marchaba en la dirección opuesta, le era posible reducirte a la nada. Su gran proeza iba a consistir en llevarte a un instante de indefensión.

»Una vez te hubiese dado muerte, tu luminosidad habría incrementado su poder y ella se habría lanzado sobre nosotras. Yo era la única que lo sabía. Lidia, Josefina y Rosa le tienen cariño. Yo no; yo conocía sus designios. Nos habría destruido una a una, cuando se le ocurriese, puesto que nada tenía que perder y sí en cambio, qué ganar. El Nagual me dijo que no le quedaba otro camino. Me confió las niñas y me explicó lo que debía hacer en el caso de que Soledad te asesinara e intentase apoderarse de nuestra luminosidad. Suponía que aún me quedaba una oportunidad de salvarme y, quizás, salvar también a alguna de las otras tres. Verás: Soledad no es una mala mujer, en absoluto; simplemente está haciendo lo que le corresponde hacer a un guerrero impecable. Las hermanitas la quieren más que a sus propias madres. Es una verdadera madre para ellas. Eso era, decía el Nagual, lo que la ponía en ventaja. A pesar de mis esfuerzos no he conseguido separar de ella a las hermanitas. De modo que, si te hubiese matado, se habría apoderado de al menos dos de esas tres almas confiadas. Luego, al desaparecer tú del panorama, Pablito quedaba indefenso. Soledad lo habría aplastado como a un insecto. Entonces, completa y con poder, habría entrado en ese mundo de allí fuera. Si yo me hubiese encontrado en su situación, habría tratado de hacer exactamente lo mismo.

»Como ves, para ella la cuestión era todo o nada. Cuando llegaste, todos se habían marchado. Aparentemente, era el fin para ti y para algunos de nosotros. Pero todo terminó siendo la nada para ella y una oportunidad para las hermanitas. En cuanto supe que la habías derrotado, recordé a las muchachas, que era su turno. El Nagual había dicho que debían esperar hasta la mañana para cogerte desprevenido. Que la mañana no era un buen momento para ti. Me ordenó mantenerme aparte y no interferir a las hermanitas; debía intervenir únicamente en el caso de que intentases perjudicar su luminosidad.

– ¿Se suponía que ellas también iban a matarme?

– Bueno… sí. Tú eres el lado masculino de su luminosidad. Su integridad es a veces su desventaja. El Nagual las trataba con mano de hierro y las mantenía en equilibrio, pero ahora que él se ha ido no hay manera de nivelarlas. Tu luminosidad podía lograrlo.

– ¿Y tú, Gorda? ¿Debo esperar que tú también trates de acabar conmigo?

– Ya te he dicho que soy diferente. He alcanzado un equilibrio. Mi vaciedad, que era mi desventaja, es ahora mi ventaja. Un brujo que ha recuperado su integridad está nivelado, en tanto que un brujo que siempre estuvo completo está un poco desequilibrado. Como lo estaba Genaro. Pero el Nagual estaba nivelado porque había estado incompleto, como tú y como yo; tal vez más que tú y que yo. Tenía tres hijos y una hija. Las hermanitas son como Genaro; están ligeramente desequilibradas. Y las más veces tan tensas que no tienen límites.

– ¿Y yo, Gorda? ¿Debo yo también perseguirlas?

– No. Solamente ellas podían haber sacado provecho al absorber tu luminosidad. Tú no puedes sacar provecho de la muerte de nadie. El Nagual te legó un poder especial, una suerte de equilibrio que ninguno de nosotros posee.

– ¿No les es posible aprender a tener ese equilibrio?

– Claro que sí. Pero eso no tiene nada que ver con la misión que las hermanitas debían cumplir. Esta consistía en robarte el poder. Por ello se fueron uniendo hasta llegar a constituir un solo ser. Se prepararon para beberte de un trago como un vaso de soda. El Nagual hizo de ellas seductoras de primer orden, especialmente de Josefina. Montó para ti un espectáculo sin par. Comparado con él, la tentativa de Soledad era un juego de niños. Ella es una mujer tosca. Las hermanitas son verdaderas brujas. Dos de ellas ganaban tu confianza, en tanto la tercera te asustaba y te dejaba indefenso. Jugaron sus cartas a la perfección. Te dejaste engañar y estuviste a punto de sucumbir. El único inconveniente era que tú habías lastimado y curado la luminosidad de Rosa la noche anterior, y ello la había puesto nerviosa. De no haber sido por su nerviosidad, que la llevó a morderte el costado con tanta fuerza, lo más probable es que ahora no estuvieses aquí. Lo vi todo desde la puerta. Llegué en el preciso instante en que las ibas a aniquilar.

– ¿Pero qué podía hacer yo para aniquilarlas?

– ¿Cómo lo voy a saber? No soy tú.

– Lo que te pregunto es qué me viste hacer.

– Vi a tu doble salir de ti.

– ¿Cómo era?

– Como tú, desde luego. Pero muy grande y amenazador. Tu doble las habría matado. Así que entré y lo interrumpí.

»Tuve que valerme de lo mejor de mi poder para tranquilizarte. Las hermanas no me podían ayudar. Estaban perdidas. Y tú estabas furioso y violento. Cambiaste de color delante nuestro dos veces. Uno de los colores era tan intenso que temí que me dieses muerte también a mí.

– ¿Qué color era, Gorda?

– Blanco, ¿qué otro, si no? El doble es blanco, blanco amarillento, como el sol.

La miré. La sonrisa era completamente nueva para mí.

– Sí -continuó-, somos trozos del sol. Es por ello que somos seres luminosos. Pero nuestros ojos no llegan a captar esa luminosidad porque es muy débil. Sólo los ojos de un brujo alcanzan a verla, y ello al cabo de toda una vida de esfuerzos.

Su revelación me había tomado totalmente por sorpresa. Traté de poner orden en mis pensamientos para formular la pregunta más adecuada.

– ¿Te habló el Nagual alguna vez del sol? -pregunté.

– Sí. Todos somos como el sol, aunque de modo muy, muy tenue. Nuestra luz es muy débil; no obstante, de todos modos, es luz.

– Pero, ¿dijo que tal vez el sol fuese el nagual? -insistí desesperadamente.

La Gorda no me respondió. Produjo una serie de sonidos involuntarios con los labios. Aparentemente, pensaba cómo contestar a mi inquisición. Aguardé, preparado para tomar nota de lo que dijese. Tras una larga pausa, salió a gatas de la cueva.

– Te mostraré mi débil luz -dijo, con cierta frialdad.

Se dirigió al centro del pequeño barranco, frente a la cueva, y se sentó en cuclillas. Desde donde me encontraba no veía lo que estaba haciendo, de modo que también salí de la cueva. Me detuve a tres o cuatro metros de ella. Metió las manos bajo la falda, siempre en cuclillas. De pronto, se puso de pie. Unía los puños cerrados flojamente; los elevó por sobre su cabeza y abrió los dedos de golpe. Oí un sonido seco, como un estallido, y vi salir chispas de los mismos. Volvió a cerrar los puños y a abrirlos de golpe, y de ellos surgió otro torrente de chispas larguísimas. Se puso nuevamente en cuclillas y hurgó bajo la falda. Parecía estar extrayendo algo del pubis. Repitió el movimiento de los dedos, a la vez que ponía las manos por sobre la cabeza, y vi cómo de ellos se desprendía un haz de largas fibras luminosas. Tuve que ladear la cabeza para contemplarlas contra el cielo ya oscuro. Unían el aspecto de largos filamentos luminosos rojizos. Terminaron por perder el color y desaparecer.

Se puso en cuclillas una vez más y, cuando abrió los dedos, emanó de ellos una asombrosa cantidad de luces. El cielo estaba lleno de rayos de luz. Era un espectáculo fascinante. Absorbió por completo mi atención; no podía apartar los ojos de él. No observaba a la Gorda. Con templaba las luces. Repentinamente, un grito me obligó a mirarla, y alcancé a verla asir una de las líneas que generaba y subir hasta la parte más alta del cañón. Estaba allí convertida en una enorme sombra oscura contra el cielo, y luego descendió al fondo del barranco dando tumbos, como si bajara una escalera deslizándose sobre el viento.

Súbitamente la vi contemplándome. Sin darme cuenta, había caído sentado. Me puse en pie. Ella estaba empapada en sudor y jadeaba, tratando de recobrar el aliento. Durante un lapso considerable le fue imposible hablar. Comenzó a trotar sin moverse del lugar. No me atreví a tocarla. Finalmente, pareció serenarse lo bastante como para volver a entrar en la cueva. Descansó unos minutos.

Había actuado con tanta rapidez que casi no me había dado ocasión de considerar lo sucedido. En el momento de su exhibición, había experimentado un dolor insoportable, acompañado de cierto cosquilleo, exactamente debajo del ombligo. Yo no había hecho el menor esfuerzo físico y, sin embargo, también jadeaba.

– Creo que es hora de ir a nuestra cita -dijo, sin aliento-. Mi vuelo nos ha abierto a ambos. Tú sentiste mi vuelo en el vientre; eso significa que estás abierto y en condiciones de enfrentarte con las cuatro fuerzas.

– ¿A qué fuerzas te refieres?

– A los aliados del Nagual y de Genaro. Tú los has visto. Son horrendos. Ahora se han liberado de las calabazas del Nagual y de Genaro. La otra noche oíste a uno de ellos rondar la casa de Soledad. Te están esperando. En el momento en que caiga la noche, serán incontenibles. Uno de ellos llegó a seguirte a la luz del día en la casa de Soledad. Esos aliados nos pertenecen ahora, a ti y a mí. Nos llevaremos dos cada uno. No sé cuáles. Y tampoco sé cómo. Todo lo que me dijo el Nagual fue que tú y yo deberíamos atraparlos por nosotros mismos.

– ¡Espera! ¡Espera! -grité.

No me permitió hablar. Con suavidad, me tapó la boca con la mano. Sentí una punzada de terror en la boca del estómago. Ya en el pasado me había visto enfrentado con algunos inexplicables fenómenos a los que don Juan y don Genaro llamaban sus aliados. Había cuatro y eran entes tan reales como cualquier objeto. Su aspecto era tan extravagante que suscitaba en mí un temor incomparable toda vez que los veía. El primero que había conocido pertenecía a don Juan; era una masa oscura, rectangular, de dos metros y medio o tres de altura y uno o uno y medio de ancho. Se movía con la aplastante imponencia de una piedra gigantesca y respiraba tan pesadamente que me hacía pensar en un fuelle. Siempre lo hallaba en la oscuridad, de noche. Lo imaginaba como una puerta que anduviese mediante el expediente de girar primero sobre uno de sus ángulos inferiores y luego sobre el otro.

El segundo con que me había topado era el aliado de don Genaro. Se trataba de un hombre incandescente, de largo rostro, calvo, extraordinariamente alto, con gruesos labios y ojos entrecerrados. Siempre llevaba pantalones demasiado cortos para sus largas y delgadas piernas.

Había visto a esos dos aliados en numerosas ocasiones, en compañía de don Juan y de don Genaro. El verlos daba inevitablemente lugar a una separación insuperable entre mi razón y mi percepción. Por una parte, no tenía motivo alguno para pensar que lo que me sucedía fuese real, y, por otra, no había modo posible de dejar de lado la certidumbre de mi percepción.

Puesto que siempre habían aparecido en momentos en que me encontraba cerca de don Juan y de don Genaro, los había clasificado como productos de la poderosa influencia que aquellos dos hombres habían ejercido sobre mi sugestionable personalidad. A mi entender, o bien se trataba de eso, o bien se trataba de que don Juan y don Genaro tenían en su posesión fuerzas a las que denominaban sus aliados, fuerzas capaces de manifestarse ante mí bajo la forma de esas horrendas criaturas.

Una de las características de los aliados era que nunca me permitían observarlos detenidamente. Había intentado muchas veces concentrar toda mi atención en ellos, pero siempre había terminado por encontrarme confundido y disociado.

Los otros dos aliados eran más esquivos. Los había visto sólo una vez: un jaguar de amarillos candentes y un voraz y enorme coyote. Las dos bestias eran en esencia agresivas y arrolladoras. El jaguar era de don Genaro y el coyote de don Juan.

La Gorda salió de la cueva. La seguí. Ella abría la marcha. Dejarnos atrás el sendero y nos vimos frente a una gran llanura rocosa. Se detuvo y me dejó ganar la delantera. Le dije que si me permitía abrir la marcha, iba a tratar de llegar al coche. Me dijo que sí con la cabeza y se pegó a mí. Sentía su piel fría y húmeda. Parecía hallarse muy agitada. Todo esto ocurría aproximadamente a un kilómetro del lugar en que había aparcado; para llegar allí, debíamos cruzar el desierto de rocas. Don Juan me había enseñado la situación de un camino oculto que discurría por entre grandes cantos rodados, casi junto a la montaña que cerraba el llano hacia el Este. Me dirigí a él. Cierto impulso desconocido me guiaba; de otro modo, habría seguido por la misma senda por la cual habíamos atravesado la planicie, sobre terreno raso.

Tuve la impresión de que la Gorda aguardaba algo espantoso. Se aferró a mí. Abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Vamos por el buen camino? -pregunté.

No respondió. Se quitó el chal y lo retorció hasta hacerle cobrar el aspecto de una cuerda larga y espesa. Rodeó mi talle con ella, cruzó los extremos y rodeó el suyo. Hizo al cabo un nudo, de manera que quedamos unidos por un lazo que tenía forma de ocho.

– ¿Para qué hiciste eso? -quise saber.

Negó con la cabeza. Le castañeteaban los dientes, pero no podía decir una sola palabra. Su temor parecía ser extremo. Me empujó para que siguiese andando. No logré evitar preguntarme por qué yo mismo no estaba a punto de volverme loco de susto.

Cuando alcanzamos el sendero alto, el agotamiento físico comenzaba a hacer presa en mí. Jadeaba y tuve que respirar por la boca. Distinguí el contorno de los grandes cantos rodados. No había luna, pero el cielo estaba tan claro que permitía reconocer formas. Me di cuenta de que la Gorda también jadeaba.

Intenté detenerme para recobrar el aliento, pero me dio un ligero empellón y movió la cabeza negativamente. Estaba a punto de hacer una broma para quebrar la tensión, cuando oí un ruido sordo, desconocido. Moví en forma instintiva la cabeza hacia la derecha, para que mi oído izquierdo recorriese el lugar. Contuve la respiración un instante y entonces percibí con claridad que alguien más que la Gorda y yo respiraba pesadamente. Atendí de nuevo para asegurarme antes de comunicárselo. No había duda de que esa impresionante forma se hallaba entre las rocas. Cubrí la boca de la Gorda con la mano, sin detener la marcha y le indiqué que contuviese el aliento. Se podía haber afirmado que la forma estaba muy cerca. Aparentemente, se deslizaba con la mayor discreción que le cabía. Jadeaba con suavidad.

La Gorda estaba sobrecogida. Se echó al suelo, poniéndose en cuclillas; me arrastró con ella, debido al chal que llevábamos atado a la cintura. Metió las manos bajo las faldas un momento y luego se puso de pie; tenía los puños cerrados y, cuando los abrió, de las puntas de sus dedos surgió una lluvia de chispas.

– Méate las manos -susurró, a través de sus dientes apretados.

– ¿Qué? -dije, incapaz de comprender lo que me pedía.

Susurró la orden tres o cuatro veces, cada vez con mayor perentoriedad. Debió de haberse dado cuenta de que yo no entendía sus intenciones, porque se volvió a agachar y mostró a las claras que se estaba orinando las manos. La miré consternado, mientras las gotas de orina que salpicaba con los dedos se transformaban en chispas rojizas.

Mi mente quedó en blanco. No sabía qué era más apasionante, si la visión a que la Gorda daba lugar con su orina, o el jadeo del ente que se acercaba. No estaba en condiciones de decidir cual de los dos estímulos atraía más mi atención; ambos eran fascinantes.

– ¡De prisa! ¡Hazlo en las manos! -gruñó la Gorda entre dientes.

La oía, pero mi atención estaba dislocada. Con voz implorante, la Gorda agregó que mis chispas harían retroceder a la criatura que se nos aproximaba. Ella comenzó a gimotear y yo a desesperarme. Ya no solamente escuchaba, sino que percibía con todo el cuerpo a aquella entidad. Intenté orinarme las manos; mi esfuerzo fue inútil. Estaba demasiado cohibido y nervioso. La agitación de la Gorda hizo presa en mí y luché denodadamente por orinar. Al final, lo logré. Sacudí los dedos tres o cuatro veces, pero nada surgió de ellos.

– Hazlo nuevamente -dijo la Gorda -. Toma cierto tiempo hacer chispas.

Le dije que había expelido toda mi orina. En sus ojos lucía una mirada de la más profunda angustia.

En ese momento vi a la enorme forma rectangular moverse hacia nosotros. Por una u otra razón, no me resultaba amenazante, aunque la Gorda estuviese a punto de desmayarse.

De pronto desató el chal y, de un brinco, se situó sobre una roca a mis espaldas, aferrándose a mí desde detrás y colocando la barbilla sobre mi cabeza. Prácticamente, se había encaramado a mis espaldas. En el instante en que adoptamos esa posición, la forma cesó en su marcha. Siguió jadeando, a unos ocho metros de nosotros.

Yo experimentaba una enorme tensión, aparentemente concentrada en el tronco. Pasado un rato supe, sin ninguna duda, que de seguir en esa postura perderíamos toda nuestra energía y caeríamos en poder de lo que fuese que nos acechaba.

Le dije que debíamos echar a correr si queríamos conservar la vida. Ella negó con la cabeza. Parecía haber recobrado su fuerza y su confianza. Dijo entonces que debíamos enterrar la cabeza entre los brazos y echarnos, con los muslos contra el estómago. Recordé que una noche, años atrás, don Juan me había hecho hacer lo mismo, en un campo desierto de México Septentrional, al verme sorprendido por algo igualmente desconocido, y, sin embargo, igualmente real para mis sentidos. En aquella ocasión, don Juan me había dicho que huir era inútil, y que lo único que cabía hacer era permanecer en el lugar, en la posición que la Gorda acababa de recomendar.

Estaba a punto de arrodillarme cuando inesperadamente tuve la sensación de que habíamos cometido un terrible error al dejar la cueva. Debíamos retornar a ella a toda costa.

Pasé el chal de la Gorda por sobre mis hombros y por debajo de mis brazos. Le indiqué que sujetase las puntas encima de mi cabeza, trepase a mis espaldas y se sostuviera en ellas, preparándose para resistir las sacudidas mediante el expediente de aferrar el chal y valerse de él a modo de arreo. Años antes, don Juan me había enseñado que los sucesos extraños, como la forma rectangular que teníamos delante, debían enfrentarse tomando actitudes inesperadas. Me dijo que una vez se había tropezado con un ciervo, y éste le había «hablado»; él permaneció cabeza abajo durante el encuentro, para asegurar su supervivencia y reducir la tensión de la situación.

Yo me proponía correr, esquivando la forma rectangular, y volver a la caverna con la Gorda a hombros.

Me dijo en voz muy baja que regresar a la cueva era imposible. El Nagual le había recomendado no permanecer allí por nada del mundo. Le expliqué, tras preparar el chal para ella, que mi cuerpo tenía la certeza de que allí estaríamos a salvo. Me respondió que era cierto, y que daría resultado, pero que en realidad no disponíamos de ningún medio para controlar esas fuerzas. Necesitábamos un recipiente especial, alguna especie de calabaza, del tipo de aquellas que yo había visto pender de los cinturones de don Juan y de don Genaro.

Se quitó los zapatos, trepó a mi espalda y se afirmó allí. La sujeté por las pantorrillas. Cuando aferró las puntas del chal, sentí la tensión en las axilas. Aguardé hasta que hubo hallado su equilibrio. Andar en la oscuridad con una carga de sesenta kilos era una hazaña considerable. La marcha resultaba muy lenta. Conté veintitrés pasos y me vi obligado a dejarla en el suelo. El dolor en los hombros era insoportable. Le dije que, si bien era muy delgada, me estaba quebrando las clavículas.

Lo más llamativo, de todos modos, era el que la forma rectangular hubiese desaparecido de la vista. Nuestra estrategia había dado resultado. La Gorda propuso cargarme a hombros un trecho. La idea me pareció ridícula; mi peso excedía las posibilidades de carga de su ligero esqueleto. Decidimos andar un rato, atentos a lo que ocurriera.

El silencio que nos rodeaba era mortal. Caminábamos lentamente, apoyándonos el uno en el otro. No habíamos recorrido sino unos pocos metros cuando volví a oír extraños ruidos de respiración, un siseo suave y prolongado, semejante al de un felino. Me apresuré a cargarla a hombros nuevamente y anduvimos otros diez pasos.

Sabía que era necesario mantener la sorpresa como táctica si queríamos salir de ese lugar. Estaba tratando de imaginar una serie de otras actitudes que no fuese cargar con la Gorda, igualmente inesperadas, cuando ella se quitó sus largas vestiduras. En un solo movimiento, quedó desnuda. Hurgó en el suelo buscando algo. Oí un ruido de quebradura y se puso de pie sosteniendo una rama de un arbusto bajo. Rodeó mis hombros y cuello con el chal e hizo una suerte de soporte en forma de red en que poder sentarse, con las piernas en torno de mi pecho, como se lleva a los niños pequeños. Entonces enganchó su vestido en la rama y la elevó por sobre su cabeza. Comenzó a agitar la rama, dando a la tela un extraño movimiento. A ese efecto agregó un silbido, semejante al chillido peculiar de la lechuza nocturna.

Después de recorrer unos noventa metros, oímos sonidos similares procedentes de detrás de nosotros y de nuestros costados. Inició el reclamo de otra ave, un grito agudo parecido al del pavo real. A los pocos minutos, llamadas idénticas que provenían de todo el alrededor le hacían eco.

Años atrás, yo había presenciado un fenómeno similar de respuesta a voces de pájaros, estando con don Juan. Había pensado entonces que los sonidos los producía el propio don Juan, oculto en la oscuridad próxima, o algún asociado suyo muy cercano, como don Genaro, que le estuviese ayudando a crear en mí un temor insuperable, un miedo capaz de obligarme a echar a correr en la oscuridad sin siquiera tropezar. Don Juan había denominado a la particular acción de correr en la oscuridad «marcha de poder».

Pregunté a la Gorda si conocía el modo de emprender la marcha de poder. Dijo que sí. Le expuse que íbamos a intentarla, aun cuando yo no me sentía completamente seguro de lograrlo. Me respondió que no era el momento ni el lugar para ello y señalo un punto delante de nosotros. Mi corazón, que hasta entonces había latido con prisa, comenzó a batir salvajemente en mi pecho. Exactamente enfrente, a unos tres metros, en medio del sendero, se encontraba uno de los aliados de don Genaro, el extraño hombre incandescente, de largo rostro y cráneo calvo. Quedé congelado en el lugar. Oí el chillido de la Gorda como si viniese de muy lejos. Golpeaba mis costados frenéticamente con sus puños. Su modo de actuar me impidió concentrarme en el hombre. Me hizo volver la cabeza, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha. A mi izquierda, casi en contacto con mi pierna, percibí la negra masa de un felino de feroces ojos amarillos. A mi derecha, un enorme coyote fosforescente. Detrás de nosotros, casi pegada a la espalda de la Gorda, estaba la forma oscura y rectangular.

El hombre nos dio la espalda y echó a andar por el sendero. Yo también me puse en marcha. La Gorda seguía aullando y gimoteando. La forma rectangular se hallaba a punto de atraparla por la espalda. Oía sus movimientos, y sus sonoros tumbos. El ruido que producía al andar reverberaba en las rocas del lugar. El frío de su aliento alcanzaba mi cuello. Sabía que la Gorda estaba al borde de la locura. Y también yo. El felino y el coyote me rozaron las piernas. Escuchaba claramente su siseo y su gruñido, cada vez más fuertes. Experimenté, en ese momento, la necesidad irracional de reproducir cierto sonido que me había enseñado don Juan. Los aliados me respondieron. Seguí haciéndolo frenéticamente, y ellos respondiéndome. La tensión disminuía poco a poco y, antes de que llegásemos al camino, yo formaba parte de una escena sumamente extravagante. La Gorda seguía a mis espalda, enancada en mí, agitando con alegría su vestido en lo alto, como si nada hubiese ocurrido, adaptando el ritmo de sus movimientos al sonido que yo producía, en tanto cuatro criaturas del otro mundo respondían, a la vez que marchaban a mi paso, rodeándonos por los cuatro lados.

Así llegamos al camino. Pero yo no quería partir. Tenía la impresión de que faltaba algo. Me quedé inmóvil, con la Gorda a hombros, y emití un sonido especial, intermitente, aprendido de don Juan. Él había dicho que era la llamada de las polillas. Para realizarlo, había que valerse del borde interno de la mano izquierda y los labios.

Tan pronto como lo efectué, todo pareció entrar en el más pacífico de los descansos. Los cuatro entes me respondieron y, en cuanto lo hicieron, comprendí cuáles eran los que marcharían conmigo.

Entonces me dirigí al coche, bajé a la Gorda de mi espalda, depositándola en el asiento del conductor y empujándola hacia el lado opuesto al del volante. Partimos en absoluto silencio. Algo me había afectado en cierto momento y mis pensamientos no funcionaban como tales.

La Gorda propuso que, en vez de ir a su casa, fuésemos a la de don Genaro. Dijo que Benigno, Néstor y Pablito vivían allí, pero estaban fuera. Su propuesta me atrajo.

Una vez en la casa, la Gorda encendió una lámpara. El lugar no había cambiado en absoluto desde la última vez en que yo había visitado a don Genaro. Nos sentamos en el suelo. Alcancé un banco y puse sobre él mi libreta de notas. No estaba cansado y deseaba escribir, pero era incapaz de hacerlo. No podía apuntar nada.

– ¿Qué te dijo el Nagual de los aliados? -pregunté.

Aparentemente, mi pregunta la cogió con la guardia baja. No sabía cómo responder.

– No puedo pensar -dijo por último.

Era como si nunca antes hubiese experimentado esa situación. Se paseaba de aquí para allí, delante de mí. Pequeñas gotas de transpiración se habían formado en la punta de su nariz y en su labio superior.

De repente, me aferró por la mano y prácticamente me arrastró hasta fuera de la casa. Me condujo hasta un barranco cercano, y allí vomitó.

Sentí el estómago descompuesto. Dijo que el poder de los aliados había sido demasiado grande y que debía tratar de devolver. La miré, esperando una explicación más clara. Me cogió la cabeza y me metió un dedo en la garganta, con la precisión de una enfermera que se ocupa de un niño; y consiguió que vomitara. Explicó que los seres humanos poseían, en torno al estómago, un delicado halo, muy sensible a las fuerzas externas. A veces, cuando el forcejeo era demasiado violento, como en el caso del contacto con los aliados, o incluso, en el caso de encuentros con gente fuerte, el halo era agitado, cambiaba de color o se desvanecía por completo. En circunstancias tales, lo único que se podía hacer era, sencillamente, vomitar.

Me sentía mejor, pero no enteramente recuperado. Me dominaba una impresión de cansancio, de pesadez en los ojos. Regresamos a la casa. Al llegar a la puerta, la Gorda husmeó el aire como un perro y declaró que sabía cuáles eran mis aliados. Su aseveración, que de ordinario no hubiese tenido otro significado que aquél de su alusión, o aquel que yo quisiese atribuirle, tuvo la especial cualidad de un mecanismo catártico. Puso mi capacidad pensante en marcha a velocidad explosiva. De pronto, recobraron su ser mis procesos mentales habituales. Me vi brincando como si las ideas tuviesen fuerza propia.

Lo primero que se me ocurrió fue que los aliados eran entidades reales, tal como había supuesto sin osar admitirlo, ni tan siquiera para mí mismo. Los había visto y percibido y me había comunicado con ellos. Estaba eufórico. Abracé a la Gorda y me lancé a explicarle el punto capital de mi dilema intelectual. Había visto a los aliados sin la ayuda de don Juan ni de don Genaro, y ese hecho tenía la mayor importancia del mundo para mí. Conté a la Gorda que en cierta ocasión había informado a don Juan haber visto a uno de los aliados; él se había echado a reír y me había dicho que no me diese tanta importancia y no hiciese caso de lo que había visto.

Nunca había querido creer que estuviese teniendo alucinaciones, pero también me negaba a aceptar que existiesen los aliados. Mi formación racionalista era inflexible. No era capaz de dar el salto. Esta vez, sin embargo, todo era diferente, y la idea de que hubiese sobre esta tierra seres realmente pertenecientes al otro mundo, sin ser ajenos al nuestro, rebasaba mis posibilidades de comprensión. Concedí a la Gorda, bromeando, que habría dado cualquier cosa por estar loco. Ello hubiese liberado cierta parte de mí de la aplastante responsabilidad de renovar mi concepción del mundo. Lo más irónico era que difícilmente nadie tuviese tanta voluntad como yo de rehacer su concepción del mundo, en un nivel puramente intelectual. Pero eso no bastaba. Nunca había bastado. Y ese había sido durante toda mi vida el obstáculo insuperable, la grieta mortal. Había tenido la esperanza de juguetear con el mundo de don Juan, pero sin terminar de convencerme; por esa razón, no pasaba de ser un cuasi-brujo. Ninguno de mis esfuerzos había pasado de corresponder a una fatua ilusión de defenderme con lo intelectual, como si me encontrase en una academia, donde todo puede hacerse entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, hora en la cual uno, debidamente cansado, se va a casa. Don Juan solía hacer mofa de ello; decía: tras arreglar el mundo de un modo muy bello y luminoso, el académico se va a casa, a las cinco en punto, para olvidar su arreglo.

Mientras la Gorda preparaba algo de comer, trabajé febrilmente en mis notas. Me sentí mucho más sereno después de cenar. La Gorda estaba del mejor de los ánimos. Hizo payasadas, tal como hacía don Genaro, imitando mis gestos al escribir

– ¿Qué sabes de los aliados, Gorda? -pregunté.

– Tan sólo lo que el Nagual me dijo -replicó-. Que los aliados eran las fuerzas a las cuales los brujos aprenden a controlar. Él tenía dos en su calabaza, al igual que Genaro.

– ¿Cómo se las arreglaban para mantenerlos dentro de sus calabazas?

– Nadie lo sabe. Todo lo que el Nagual sabía era que, antes de someter al aliado, era necesario dar con una calabaza pequeña, perfecta y con cuello.

– ¿Y dónde se puede hallar esa clase de calabaza?

– En cualquier parte. El Nagual me aseguró que, en caso de sobrevivir al ataque de los aliados, debíamos lanzarnos a la búsqueda de la calabaza perfecta, que debe ser del tamaño del pulgar de la mano izquierda. Ese era el tamaño de la calabaza del Nagual.

– ¿Has visto tú su calabaza?

– No. Nunca. El Nagual decía que una calabaza de esa clase no está en el mundo de los hombres. Es como un pequeño lío que se puede ver pendiendo de sus cinturones. Pero si se la observa deliberadamente, no se ve nada.

»La calabaza, una vez encontrada, debe cuidarse con gran esmero. Por lo general, las brujas las hallan en las parras de los bosques. Las cogen y las secan y las vacían. Y luego las desbastan y las pulen. Tan pronto como el brujo tiene su calabaza, debe ofrecerla a los aliados y persuadirlos para que vivan en ella. Si los aliados consienten, la calabaza desaparece del mundo de los hombres y los aliados se convierten en una ayuda para el brujo. El Nagual y Genaro eran capaces de hacer hacer a sus aliados todo lo que necesitasen. Cosas que no podían hacer por sí mismos. Como por ejemplo, enviar al viento en mi busca, u ordenar a aquel pollito que se metiese en la blusa de Lidia.

Oí un siseo peculiar, prolongado, al otro lado de la puerta. Era exactamente el mismo que había oído en casa de doña Soledad dos días antes. Esa vez supe que era el jaguar. No me asusté. En realidad, habría salido a ver al jaguar, si la Gorda no me hubiese detenido.

– Aún estás incompleto -dijo-. Los aliados te van a devorar si sales por tu propia iniciativa. Especialmente ese atrevido que vino a rondar.

– Mi cuerpo se siente muy seguro -protesté.

Me palmeó la espalda y me retuvo contra el banco sobre el cual estaba escribiendo.

– Aún no eres un brujo completo -dijo-. Tienes un enorme parche en el centro de ti y la fuerza de los aliados te lo arrancaría. Ellos no bromean.

– ¿Qué es lo que se supone que uno deba hacer cuando un aliado se le acerca de ese modo?

– No importa el modo en que lo hagan. El Nagual me enseñó a permanecer en equilibrio y no buscar nada con ansiedad. Esta noche, por ejemplo, yo sé qué aliados te corresponderían, si alguna vez consigues una calabaza y la preparas como es debido. Tú debes estar deseando hacerte con ellos. Yo no. Lo más probable es que nunca me los lleve. Son un verdadero problema.

– ¿Por qué?

– Porque son fuerzas y, como tales, pueden vaciarte hasta reducirte a la nada. El Nagual sostenía que se estaba mejor sin nada que no fuera nuestra resolución y nuestra voluntad. Algún día, cuando estés completo, tal vez debamos decidir acerca de la conveniencia de llevarlos con nosotros o no.

Le dije que, personalmente, me gustaba el jaguar, a pesar de que había algo de despótico en él.

Me miró con curiosidad. Había sorpresa y confusión en sus ojos.

– Realmente me gusta -dije.

– Dime qué viste -replicó.

Comprendí entonces que, hasta ese momento, había estado dando por descontado que ella había visto lo mismo que yo. Describí con gran detalle a los cuatro aliados, tal como los había percibido. Me escuchó con mucha atención y parecía embelesada por mi relato.

– Los aliados no tienen forma -dijo cuando terminé-. Son como una presencia, como un viento, como un brillo. El primero que hallamos esta noche era una negrura que pretendía introducirse en mi cuerpo. Por eso grité. Lo sentí a punto de treparse por mis piernas. Los demás eran solamente colores. Su luminosidad era tan intensa, sin embargo, que se veía el sendero como si estuviéramos a la luz del día.

Sus afirmaciones me dejaron atónito. Había terminado por admitir, tras años de luchas y sobre la sola base de nuestro encuentro de esa noche con ellos, que los aliados poseían una forma consensual, una sustancia susceptible de ser percibida del mismo modo por los sentidos de todos.

Bromeando, hice saber a la Gorda que ya había apuntado en mi libreta que se trataba de criaturas con forma.

– ¿Qué voy a hacer ahora? -pregunté, sin realmente esperar una respuesta.

– Es muy sencillo -dijo-. Escribe que no lo son.

Me di cuenta de que tenía toda la razón.

– ¿Por qué los veo como monstruos? -pregunté.

– Ese no es ningún misterio -respondió-. Tú todavía no has perdido la forma humana. Lo mismo me sucedía a mí. Solía ver a los aliados como personas; todos ellos eran indios con rostros horribles y miradas canallas. Solían esperarme en lugares desiertos. Yo creía que me seguían por mi condición de mujer. El Nagual reía hasta por los codos ante mis temores. Pero yo seguía estando muerta de miedo. Uno de ellos venía a menudo a sentarse en mi cama, y la sacudía hasta que me despertaba. El miedo que me daba ese aliado es algo que prefiero no recordar, ni siquiera ahora, que he cambiado. Creo que esta noche les tuve tanto miedo como entonces.

– ¿Quieres decir que ya no los ves con forma humana?

– No. Ya no. El Nagual te ha dicho que un aliado carece de forma. Tiene razón. Un aliado es sólo una presencia, un ayudante que es nada, a pesar de ser tan real como tú y como yo.

– ¿Han visto las hermanitas a los aliados?

– Todas los han visto una que otra vez.

– ¿Son también para ellas los aliados únicamente una fuerza?

– No. Ellas son como tú; aún no han perdido su forma humana. Ninguna de ellas. Para todos ellos, las hermanitas, los Genaro y Soledad, los aliados son cosas horrendas; con ellos, los aliados se comportan como malévolas, espantosas criaturas de noche. La sola mención de los aliados lleva a Lidia, Josefina y Pablito a la locura. Rosa y Néstor no los temen tanto, pero tampoco quieren tener nada que ver con ellos. Benigno está en lo suyo, de modo que no le atañen. Por eso a él no le molestan; ni a mi. Pero los demás son presa fácil de los aliados, especialmente ahora, cuando se hallan fuera de las calabazas del Nagual y de Genaro. Pasan el tiempo buscándonos.

»El Nagual me dijo que en tanto uno conserva la forma humana, sólo le es posible reflejar esa apariencia, y, puesto que los aliados se alimentan directamente de nuestra fuerza vital, del centro de nuestro estómago, por lo general nos enferman; es entonces cuando los vemos como criaturas pesadas, feas.

– ¿Hay algo que podamos hacer para protegernos, o para variar el aspecto de esas criaturas?

– Todo lo que tienes que hacer es perder tu forma humana.

– ¿Qué quieres decir?

Mi pregunta pareció no tener sentido para ella. Me miró sin comprender, como si aguardase que le aclarara lo que acababa de decir. Cerró los ojos un instante.

– No sabes nada acerca del molde humano y la forma humana, ¿verdad? -preguntó.

Me quedé mirándola.

– Acabo de ver que nada sabes acerca de ello -dijo, y sonrió.

– Tienes toda la razón -repliqué.

– El Nagual me dijo que la forma humana es una fuerza -prosiguió-. Y el molde humano es… bueno… un molde. Dijo que todo tenía un molde particular. Las plantas tienen moldes, los animales tienen moldes, los gusanos tienen moldes. ¿Estás seguro de que el Nagual nunca te mostró el molde humano?

Le hice saber que había esbozado el concepto, pero de manera muy breve, en cierta ocasión en que había intentado explicarme un sueño. En el sueño en cuestión había visto a un hombre oculto en la oscuridad de un estrecho barranco. Hallarle allí me sobresaltaba. Le miraba por un momento y entonces el hombre se adelantaba y se me hacía visible. Estaba desnudo y su cuerpo resplandecía. Su apariencia era endeble, casi quebradiza. Sus ojos me agradaban. Eran amistosos y profundos. Me resultaban muy bondadosos. Pero luego regresaba a la oscuridad del barranco y sus ojos se convertían en dos espejos, se asemejaban a los de un animal feroz.

Don Juan aseveró que yo había dado con el molde humano «soñando». Explicó que los brujos contaban en su «soñar» con una vía que les llevaba al molde, y que el molde de los hombres era una entidad definida, una entidad a cuya visión accedíamos algunos en oportunidades en que nos hallábamos imbuidos de poder, y todos, sin duda, en el momento de nuestra muerte. Describió el molde como la fuente, el origen del hombre, puesto que, sin el molde, capaz de concentrar la fuerza vital, no había modo de que la misma se organizase según la forma humana.

Interpretó mi sueño como una visión breve y extraordinariamente sencilla del molde. Sostuvo que el sueño confirmaba el hecho de que yo era un sujeto en extremo simple y basto.

La Gorda rió y contó que lo mismo le había dicho a ella. El visualizar el molde como un hombre corriente desnudo, y luego como un animal, suponía una concepción sumamente ingenua del mismo.

– Tal vez no pasara de ser un sueño estúpido, sin importancia -dije, intentando defenderme.

– No -dijo, con una gran sonrisa-. Como comprenderás, el molde humano resplandece; y siempre se lo halla en charcas y barrancos estrechos.

– ¿Por qué en barrancos y charcas? -pregunté.

– Se alimenta de agua. Sin agua no hay molde -replicó-. Sé que el Nagual te llevaba a menudo a charcas, con la esperanza de mostrarte el molde; pero tu vaciedad te impedía ver nada. Lo mismo me sucedía a mí. Solía hacerme tender desnuda sobre una roca en el centro mismo de una charca desecada, pero lo único que lograba era percibir la presencia de algo que me aterrorizaba al punto de ponerme fuera de mí.

– ¿Por qué impide la vaciedad ver el molde?

– El Nagual afirmaba que todo en el mundo es una fuerza; un rechazo o una atracción. Para ser atraídos o rechazados debemos ser como una vela, como un cometa al viento. Pero si tenemos un agujero en el centro de nuestra luminosidad, las fuerzas pasan a través de él y jamás nos afectan.

»El Nagual me contó que Genaro te apreciaba mucho e intentaba hacerte tomar conciencia del agujero de tu centro. Echaba a volar su sombrero al modo de una cometa para atormentarte; llegó a tirar de los bordes de ese agujero hasta provocarte diarrea, pero tú nunca caíste en la cuenta de lo que estaba haciendo.

– ¿Por qué nunca me habló claramente, como lo haces tú?

– Lo hizo, pero no le escuchaste.

Su declaración me resultaba imposible de creer. Aceptar que me había hablado sin que yo me hubiese dado por enterado, era impensable.

– ¿Alguna vez viste el molde, Gorda? -pregunté.

– Claro; cuando volví a estar completa. Un día, sola, fui hasta aquella charca, y allí estaba. Era un ser radiante, luminoso. No pude mirarlo directamente. Me cegó. Pero estar en su presencia me bastó. Me sentí feliz y fuerte. Y eso era lo único importante; lo único. Estar allí era todo lo que deseaba. El Nagual decía que a veces, si tenemos el suficiente poder personal, obtenemos una visión del molde, aunque no seamos brujos; cuando eso ocurre, decimos que hemos visto a Dios. Él afirmaba que lo llamábamos Dios porque era justo hacerlo. El molde es Dios.

»Me costó una barbaridad entender al Nagual, porque yo era una mujer sumamente religiosa. No tenía nada en el mundo, salvo mi religión. De modo que me producía escalofríos el oír las cosas que el Nagual solía decir. Pero luego me completé y las fuerzas del mundo comenzaron a atraerme, y comprendí que el Nagual tenía razón. El molde es Dios. ¿Qué piensas?

– El día en que lo vea, te lo diré, Gorda -dije.

Rió y me contó que el Nagual se burlaba frecuentemente de mí, asegurando que el día en que yo viese el molde me haría fraile franciscano, porque en lo profundo de mi ser era un alma mística.

– ¿Era el molde que tú viste hombre o mujer? -pregunté.

– Ninguna de las dos cosas. Era simplemente un humano luminoso. El Nagual decía que podía haberle pedido algo. Que un guerrero no puede permitirse dejar pasar las oportunidades. Pero no se me ocurrió pedirle nada. Mejor así. Guardo de ello el más hermoso de los recuerdos. El Nagual sostenía que un guerrero con el poder suficiente puede ver el molde muchas, muchas veces. ¡Qué gran fortuna ha de suponer!

– Ahora bien; si el molde humano es lo que aglutina nuestra sustancia, ¿qué es la forma humana?

– Algo viscoso, una fuerza viscosa que nos hace ser lo que somos. El Nagual me dijo que la forma humana carecía de forma. Al igual que los aliados que él llevaba en su calabaza, es nada; pero, a pesar de no tener forma, nos posee durante toda nuestra vida y no nos abandona hasta el momento de la muerte. Nunca he visto la forma humana, pero la he sentido en mi cuerpo.

Se lanzó entonces a la descripción de una serie de sensaciones complejas que había experimentado en el curso de cierto número de años, y que habían culminado en una grave enfermedad, cuyo apogeo era un estado físico que me recordó las exposiciones que había leído acerca de los ataques cardíacos. Aseguró que la forma humana, como fuerza que era, había salido de su cuerpo recién al cabo de una cruenta lucha interior, manifestada a su vez como enfermedad.

– A juzgar por lo que narras, has tenido crisis cardíacas -dije.

– Tal vez -replicó-, pero hay algo de lo que estoy segura: el día en que tuvieron lugar, perdí mi forma humana. Quedé tan débil que pasaron días antes de que pudiese siquiera levantarme del lecho. Desde entonces, no encontré la energía necesaria para ser como antes, mi viejo ser. De tiempo en tiempo, intentaba recobrar mis antiguos hábitos, pero me faltaba vigor para disfrutar de ellos como otrora. Al cabo, dejé de lado toda tentativa.

– ¿En qué radica la importancia de perder la forma?

– Un guerrero debe deshacerse de la forma humana si quiere cambiar, realmente cambiar. De otra manera, las cosas no pasan de ser una conversación sobre el cambio, como en tu caso. El Nagual decía que era inútil creer o esperar que sea posible cambiar los propios hábitos. No se cambia un ápice en tanto se conserva la forma humana. El Nagual me dijo que un guerrero sabe que no puede cambiar; es más: sabe que no le está permitido. Es la única ventaja que tiene un guerrero sobre un hombre corriente. El guerrero jamás se decepciona al fracasar en una tentativa de cambiar.

– Pero tú, Gorda, sigues siendo tú misma, ¿no?

– No, ya no. La forma es lo único que te hace seguir pensando que tú eres tú. Cuando te abandona no eres nada.

– Pero tú sigues hablando, pensando y sintiendo como lo has hecho siempre, ¿verdad?

– En absoluto. Soy nueva.

Rió y me abrazó como quien consuela a un niño.

– Solamente Eligio y yo hemos perdido nuestra forma -prosiguió-. Fue una gran suerte para nosotros el perderla cuando el Nagual aún estaba entre nosotros. Tú pasarás una época horrible. Es tu destino. Quienquiera que sea el próximo en deshacerse de ella, me tendrá a mí por única compañía. Ya lo lamento por aquel a quien le corresponda.

– ¿Qué más sentiste, Gorda, al perder tu forma, además de que ello te dejaba sin la energía suficiente?

– El Nagual me dijo que un guerrero sin forma comienza a ver un ojo. Veía un ojo frente a mí toda vez que cerraba los párpados. Llegó a tal extremo que no podía descansar; el ojo me seguía a todas partes. Estuve a punto de volverme loca. Al cabo, supongo, me acostumbré a él. Ahora ni siquiera tomo en cuenta su presencia, puesto que ha pasado a formar parte de mí. El guerrero sin forma se vale de ese ojo para empezar a soñar. Si no tienes forma, no te es necesario dormir para soñar. El ojo que tienes delante te lleva a ello cada vez que deseas ir.

– ¿Exactamente, dónde está ese ojo, Gorda?

Cerró los ojos y movió la mano de un lado para otro frente a sus ojos, cubriendo su cara.

– Unas veces el ojo es muy pequeño y otras es enorme -continuó-. Cuando es pequeño tu soñar es claro. Si es grande, tu soñar es como un vuelo por sobre las montañas, en el cual realmente no se ve mucho. Yo aún no he soñado bastante, pero el Nagual me dijo que ese ojo es mi carta de triunfo. Algún día, cuando pierda definitivamente la forma, no veré más el ojo; el ojo se convertirá en lo mismo que yo, en nada, y, sin embargo, estará allí, como los aliados. El Nagual decía que todo debe ser examinado a la luz de nuestra forma humana. Cuando no tenemos forma, nada tiene forma; no obstante, todo está presente. Yo no lograba entender lo que quería decir, pero ahora sé que tenía toda la razón. Los aliados son tan sólo una presencia, y ese era el ojo. Pero por el momento ese ojo lo es todo para mí. A decir verdad, contando con ese ojo, nada más me hace falta para mi soñar, inclusive en vigilia. Todavía no he conseguido esto último. Tal vez yo sea como tú, un poco terca y perezosa.

– ¿Cómo realizaste el vuelo que vi esta noche?

El Nagual me enseñó a valerme de mi cuerpo para generar luces, porque, de todos modos, somos luz; de modo que produje chispas y destellos, y ellos, a su vez, atrajeron a las líneas del mundo. Una vez que he visto una, me es fácil colgarme de ella.

– ¿Cómo lo haces?

– Me aferro a ella.

Hizo un gesto con las manos. Las puso en garra y luego las juntó, a la altura de las muñecas, formando con ellas una suerte de cuenco, con los dedos curvados hacia arriba.

– Debes aferrarte a la línea como un jaguar -prosiguió-, y no separar jamás las muñecas. Si lo haces, caes y te partes el cuello.

Calló, y ello me obligó a mirarla, en espera de más revelaciones.

– No me crees, ¿verdad? -preguntó.

Sin darme tiempo a responder; se agachó y volvió a emprender su exhibición de chispas. Yo estaba sereno y sosegado y podía dedicar toda mi atención a sus actos. En el momento en que abrió los dedos de golpe, todas las fibras de su cuerpo dieron la impresión de tensarse a la vez. Esa tensión parecía concentrarse en las puntas de sus dedos y proyectarse en forma de rayos de luz. La humedad de las yemas era realmente un vehículo adecuado para el tipo de energía que emanaba de su cuerpo.

– ¿Cómo lo has hecho, Gorda? -pregunté maravillado de verdad.

– Francamente, no lo sé -dijo-. Me limito a hacerlo. Lo he hecho infinidad de veces y, sin embargo, sigo ignorando cómo. Cuando cojo uno de esos rayos me siento atraída por algo. En realidad, no hago más que dejarme llevar por las líneas. Cuando quiero regresar, percibo que la línea no me quiere soltar y me pongo frenética. El Nagual decía que ese era el peor de mis rasgos. Me asusto a tal punto que uno de estos días me voy a lastimar. Pero también supongo que uno de estos días llegaré a tener aún menos forma y entonces no me asustaré. Aunque por lo que recuerdo, hasta el día de hoy no he tenido problema alguno.

– Entonces, cuéntame, Gorda, cómo haces para dejarte llevar por las líneas.

– Volvemos a lo mismo. No lo sé. El Nagual me lo advirtió respecto de ti. Quieres saber cosas que no se pueden saber.

Me esforcé por aclararle que lo que me interesaba eran los procedimientos. En realidad, había renunciado a dar con una explicación de los mismos, porque sus aclaraciones no me decían nada. La descripción de los pasos a seguir era algo completamente diferente.

– ¿Cómo aprendiste a librar tu cuerpo a las líneas del mundo? -pregunté.

– Lo aprendí en el soñar -dijo-, pero, sinceramente, no sé cómo. Para una mujer guerrero, todo nace en el soñar. El Nagual me dijo, tal como a ti, que lo primero que debía buscar en mis sueños eran mis manos. Pasé años tratando de encontrarlas. Cada noche solía ordenarme a mí misma hallar mis manos, pero era inútil. Jamás di con nada en mis sueños. El Nagual era despiadado conmigo. Aseveraba que debía hallarlas o perecer. De modo que le mentí, contándole que había encontrado mis manos en sueños. El Nagual no dijo una palabra, pero Genaro arrojó el sombrero al piso y bailó sobre él. Me dio unas palmaditas en la cabeza y afirmó que yo era realmente un gran guerrero. Cuanto más me alababa, peor me sentía. Estaba a punto de comunicar la verdad al Nagual cuando el loco de Genaro me dio la espalda y soltó el pedo más largo y sonoro que yo haya oído. Ciertamente, me hizo retroceder. Era como un viento caliente, viciado, repugnante y maloliente, exactamente como yo. El Nagual se ahogaba de risa.

»Corrí hacia la casa y me escondí allí. Por entonces era muy gorda. Comía mucho y tenía muchos gases. De modo que decidí no comer durante un tiempo. Lidia y Josefina me ayudaron. Ayuné durante veintitrés días, y entonces, una noche, encontré mis manos en sueños. Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran mías. Ese fue el comienzo. El resto fue fácil.

– ¿Y qué fue el resto, Gorda?

– Lo siguiente que el Nagual me encomendó fue buscar casas o edificios en mis sueños y observarlos, tratando de retener la imagen. Decía que el arte del soñador consiste en conservar la imagen de su sueño. Porque eso es lo que hacemos, de un modo u otro, durante toda nuestra vida.

– ¿Qué quería decir con eso?

– Nuestro arte como personas corrientes consiste en saber cómo retener la imagen de lo que vemos. El Nagual decía que lo hacemos, pero sin saber cómo. Nos limitamos a hacerlo; mejor dicho, nuestros cuerpos lo hacen. Al soñar debemos hacer lo mismo, con la diferencia de que en el soñar hace falta aprender cómo hacerlo. Tenemos que luchar por no mirar, sino sólo dar un vistazo, y, no obstante, conservar la imagen.

»El Nagual me encargó que buscara en mis sueños un refuerzo para mi ombligo. Tardé muchísimo porque no comprendía el significado de sus palabras. Decía que, en el soñar, prestamos atención con el ombligo, por consiguiente, debemos protegerlo bien. Necesitamos cierto calorcillo, o la sensación de que algo nos presiona el ombligo para retener las imágenes en nuestros sueños.

»Hallé en mis sueños un guijarro que encajaba perfectamente en mi ombligo, y el Nagual me obligó a buscarlo día tras día, por charcas y cañones, hasta dar con él. Le hice un cinturón y aún lo llevo conmigo día y noche. Al hacerlo así, me resulta más fácil conservar imágenes en mis sueños.

»Luego el Nagual me asignó la tarea de dirigirme a lugares específicos en mi soñar. Lo estaba haciendo realmente bien, pero fue por entonces que perdí la forma y comencé a ver el ojo frente a mí. El Nagual afirmó que el ojo lo había cambiado todo, y me dio instrucciones para que empezara a valerme del ojo para ponerme en movimiento. Dijo que no tenía tiempo de llegar a mi doble en el soñar, pero que el ojo era aún mejor. Me sentí defraudada. Ahora me tiene sin cuidado. He utilizado ese ojo lo mejor que me fue posible. Le permito llevarme al soñar. Cierro los párpados y quedo dormida como si nada, inclusive a la luz del día y en cualquier parte. El ojo me atrae y entro en otro mundo. La mayor parte del tiempo no hago más que deambular por él. El Nagual nos dijo, a mí y a las hermanitas, que durante el período menstrual el soñar se convierte en poder. Hay algo en ello que me desequilibra. Me vuelvo más osada. Y, tal como el Nagual nos enseñara, se abre una grieta ante nosotras en esos días. Tú no eres mujer, así que esto no debe tener mucho sentido para ti, pero dos días antes de la regla una mujer puede abrir esa grieta y pasar por ella a otro mundo.

Extendió el brazo izquierdo y siguió con la mano el contorno de una línea invisible que, al parecer, corría verticalmente ante ella.

– Durante ese tiempo una mujer, si lo desea, puede alejarse de las imágenes del mundo -continuó la Gor da-. Esa es la grieta entre los mundos y, como decía el Nagual, está precisamente enfrente e todas nosotras. La razón por la cual el Nagual juraba que las mujeres son mejores brujas que los hombres es que siempre tienen la grieta delante, en tanto que un hombre debe hacerla. Te diré que soñando durante mis menstruaciones aprendí a volar con las líneas del mundo. Aprendí a echar chispas con el cuerpo para atraer las líneas, y luego aprendí a asirme a ellas. Y eso es todo lo que he aprendido hasta ahora en el soñar.

Reí y le comenté que yo nada tenía que mostrar al cabo de años de «soñar».

– Has aprendido a convocar a los aliados en el soñar -dijo, con gran seguridad.

Le conté que don Juan me había enseñado a hacer aquellos sonidos. No pareció creerme.

– Entonces los aliados deben venir a ti en busca de su luminosidad -dijo, la luminosidad que él dejó en ti. Él me dijo que todo brujo tenía una cantidad limitada de luminosidad para regalar. De modo que la repartía entre sus hijos de acuerdo con órdenes recibidas de alguna parte, allí fuera, en esa inmensidad. En tu caso te ha legado incluso su propia llamada.

Hizo chascas la lengua y me guiñó un ojo.

– Si no me crees -prosiguió-, ¿por qué no haces el sonido que el Nagual te enseñó y compruebas si los aliados vienen a ti?

No me sentía dispuesto a hacerlo. No porque creyese que mi sonido fuera a atraer nada, sino porque no quería complacerla.

Aguardó un momento, y, cuando estuvo convencida de que yo no lo iba a intentar, se puso la mano sobre la boca e imitó mi sonido intermitente a la perfección. Lo hizo durante cinco o seis minutos, deteniéndose tan sólo para respirar.

– ¿Ves lo que quiero decir? -preguntó sonriendo-. A los aliados no les importa un rábano mi llamada, por muy parecido que sea a la tuya. Ahora prueba tú.

Probé. A los pocos segundos se hizo oír la respuesta. La Gorda se puso de pie de un salto. Tuve la clara impresión de que se hallaba más sorprendida que yo. Se precipitó a hacerme callar, apagó la lámpara y recogió mis notas.

Estaba a punto de abrir la puerta, pero se detuvo repentinamente; un sonido aterrador no llegó de fuera. Me pareció un gruñido. Era tan horrendo y amenazador que nos hizo dar un salto atrás para alejarnos de la puerta. Mi temor físico era tan intenso que habría huido, de haber tenido adónde ir.

Algo pesado estaba apoyado en la puerta; la hacía crujir. Miré a la Gorda. Daba la impresión de estar aún más asustada que yo. Seguía con el brazo extendido como si fuese a abrir la puerta. Tenía la boca abierta. Parecía haber quedado paralizada en medio de un movimiento.

La puerta podía saltar en cualquier momento. Nada la golpeaba, pero estaba sometida a una terrible presión, como el resto de la casa.

La Gorda me dijo que me apresurase a abrazarla por detrás, cerrando las manos en torno a su talle, encima del ombligo. Hizo entonces un extraño movimiento con las manos. Fue como si sacudiese una toalla, sosteniéndola al nivel de los ojos. Lo repitió cuatro veces. Luego realizó otra curiosa acción. Llevó las manos al centro del pecho y las colocó, con las palmas hacia arriba una por encima de la otra, sin tocarse. Los codos, separados del cuerpo y alineados. Cerró los puños como si de pronto asiera dos barras invisibles y poco a poco, las fue girando, hasta quedar con las palmas hacia abajo. Luego con gran esfuerzo realizó un hermoso movimiento, un acto en el cual parecía comprometer cada músculo de su cuerpo. Algo así como el abrir una pesada puerta corrediza, que ofreciese gran resistencia. Todo su cuerpo vibraba por el esfuerzo. Movía los brazos lenta, muy lentamente, al igual que si abriese una puerta muy, muy pesada, hasta haberlos extendido por completo.

Tuve la clara impresión de que tan pronto como terminó de abrir esa puerta, por ella se precipitó un viento. Un viento que nos atrajo de modo de hacernos atravesar, literalmente, la pared. Tal vez fuese mejor decir que las paredes nos atravesaron, o, quizás, que los tres, la Gorda, la casa y yo, traspusimos la puerta que ella había abierto. De pronto me encontré en campo abierto. Veía las formas oscuras de las montañas y los árboles que nos rodeaban. Ya no ceñía el talle de la Gorda. Un ruido procedente de la altura me obligó a alzar los ojos: la distinguí suspendida en el aire, a unos tres metros por encima de mí, como el negro contorno de una cometa gigante. Experimenté una tremenda comezón en el ombligo y la Gorda cayó a plomo, a la mayor velocidad; pero, en vez de estrellarse, se detuvo suavemente.

En el momento en que la Gorda aterrizó, la picazón del ombligo se convirtió en un dolor nervioso horriblemente agotador. Algo así como si su contacto con la tierra me arrancase el interior. El dolor me hizo gritar a todo pulmón.

Para entonces la Gorda se hallaba de pie a mi lado, desesperadamente falta de aliento. Yo estaba sentado. Nos encontrábamos de nuevo en la habitación de la que habíamos salido, en casa de don Genaro.

La Gorda parecía incapaz de recobrar el ritmo normal de respiración. Estaba cubierta de sudor.

– Tenemos que salir de aquí -murmuró.

Recorrimos en el coche un breve trayecto, hasta la casa de las hermanitas. No encontramos a ninguna de ellas. La Gorda encendió una lámpara y me hizo pasar directamente a la cocina trasera, al aire libre. Allí se desnudó y me pidió que la bañase como a un caballo, arrojándole agua al cuerpo. Cogí un pequeño cubo lleno de agua y comencé a derramarlo con delicadeza sobre ella, pero lo que pretendía era que la empapara.

Explicó que un contacto con los aliados, como el que habíamos tenido, producía una transpiración sumamente dañina, que debía eliminarse de inmediato. Me hizo quitar las ropas y luego me bañó con agua helada. Entonces me tendió un trozo de paño limpio y nos fuimos secando en el camino de entrada a la casa. Se sentó en la gran cama de la habitación delantera, tras colgar la lámpara sobre ella, en el soporte del muro. Tenía las rodillas levantadas y ello me permitía contemplarla en detalle. Abracé su cuerpo desnudo, y fue entonces cuando comprendí lo que había querido decir doña Soledad al sostener que la Gorda era la mujer del Nagual. No tenía formas, como don Juan. Me resultaba imposible considerarla como mujer.

Comencé a vestirme. Me lo impidió. Dijo que antes de poder volver a ponerme la ropa, debía asolearse. Me dio una manta para que me la echara sobre los hombros, y cogió otra para ella.

– Ese ataque de los aliados fue realmente terrorífico -dijo, una vez que nos hubimos sentado en la cama-. A decir verdad, tuvimos muchísima suerte al salir con bien de sus garras. Yo no tenía idea de por qué el Nagual me había indicado ir a casa de Genaro contigo. Ahora lo sé. Es en esa casa donde los aliados son más fuertes. Escapamos de ellos por un pelo. Fue una gran fortuna para nosotros el que yo haya sabido salir de allí.

– ¿Cómo lo hiciste, Gorda?

– Francamente, no lo sé -dijo-. Sencillamente lo hice. Supongo que mi cuerpo supo cómo, pero cuando intento pensar en el modo preciso, lo encuentro imposible.

»Fue una gran prueba para ambos. No había comprendido hasta esta noche que era capaz de abrir el ojo; pero mira lo que hice. Verdaderamente, abrí el ojo, tal como el Nagual aseguraba que podía hacer. Nunca lo había logrado antes de que llegaras. Lo había intentado, pero sin resultados. Esta vez, el miedo a esos aliados me llevó a coger el ojo según las instrucciones del Nagual, agitándolo cuatro veces en sus cuatro direcciones. El aseveraba que se lo debía sacudir como si se tratase de una sábana, y luego abrirlo como a una puerta, aferrándolo exactamente por el medio. El resto fue muy fácil. Una vez la puerta se hubo abierto, sentí que un fuerte viento me atraía, en lugar de alejarme. La dificultad, según el Nagual, consiste en regresar. Uno tiene que ser muy fuerte para hacerlo. El Nagual, Genaro y Eligio podían entrar y salir de ese ojo como si nada.

Para ellos el ojo ya no era un ojo, decían que era como una luz anaranjada, como el sol. Y también el Nagual y Genaro eran una luz anaranjada cuando volaban. Yo me encuentro aún en un punto muy bajo de la escala; el Nagual decía que al volar me expandía y se me veía como un montón de estiércol en el cielo. No tengo luz. Esa es la razón por la cual el retorno es tan terrible para mí. Esta noche me ayudaste, me atrajiste dos veces. Te mostré mi vuelo porque el Nagual me ordenó dejártelo ver, por difícil o pobre que fuese. Se suponía que con mi vuelo te ayudaba, tal como se suponía que tú me ayudabas al no ocultarme tu doble. Vi todo tu accionar desde la puerta. Estabas tan atareado sintiendo pena por Josefina que tu cuerpo no advirtió mi presencia. Vi cómo tu doble te salía de la coronilla. Lo hizo retorciéndose como un gusano. Vi un estremecimiento que comenzaba en tus pies y te recorría entero; luego salió el doble. Era como tú, pero muy brillante. Era como el propio Nagual. Es por eso que las hermanas quedaron petrificadas. Comprendí que creían que se trataba del Nagual en persona. Pero no logré verlo todo. Perdí el sonido, porque no tenía atención para ello.

– ¿Cómo has dicho?

– El doble requiere tremendas cantidades de atención. El Nagual te dio esa atención a ti, pero no a mí. Me dijo que ya no tenía tiempo.

Agregó algo más, acerca de cierta clase de atención, pero yo estaba muy cansado. Me quedé dormido tan repentinamente que ni siquiera tuve tiempo de poner a un lado mi libreta.

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