– Debes marchar hoy, más tarde -me dijo la Gorda al terminar el desayuno-. Puesto que has decidido seguir con nosotros, has asumido el compromiso de ayudarnos a realizar nuestra tarea. El Nagual me dejó a cargo únicamente hasta tu llegada. Me encargó, como ya sabes, comunicarte ciertas cosas. Te he dicho la mayor parte. Pero aún quedan algunas, que no podía mencionarte hasta que hubieses hecho tu elección. Hoy nos ocuparemos de ellas. Una vez hecho, deberás irte, con la finalidad de darnos tiempo para prepararnos. Necesitamos unos pocos días para solucionarlo todo y disponernos a abandonar estas montañas para siempre. Pasamos aquí muchísimo tiempo. Es duro separarse de ellas. Pero todo ha terminado de pronto. El Nagual nos advirtió del cambio absoluto que tu presencia iba a acarrear, más allá del resultado de tus enfrentamientos; pero creo que nadie le creyó realmente.
– No alcanzo a ver por qué ustedes tienen que cambiar nada -apunté.
– Ya te lo he explicado -protestó-. Hemos perdido nuestro antiguo propósito. Ahora tenemos otro y este requiere que lleguemos a ser tan ligeros como la brisa. La brisa es nuestro nuevo talante. Antes era el viento cálido. Tú has cambiado nuestra dirección.
– Estás dando rodeos, Gorda.
– Sí, pero ello se debe a que estás vacío. No puedo ser más clara. Cuando regreses, los Genaros te enseñarán el arte del acecho y luego partiremos. El Nagual dijo que si decidías quedarte con nosotros, lo primero que debía decirte era que tenías que recordar tus encuentros con Soledad y con las hermanitas y examinar todos y cada uno de los detalles de lo sucedido en relación con ellas, porque todo es un presagio de lo que te ocurrirá en el camino. Si eres cauteloso e impecable, verás que esos hechos eran ofrendas de poder.
– ¿Qué va a hacer doña Soledad?
– Se va. Las hermanitas le han estado ayudando a desmontar su suelo. Ese suelo la ayudaba a alcanzar la atención del nagual. Las líneas estaban dotadas de poder para hacerlo. Dada una de ellas captaba una parte de su atención. El estar incompleto no representa un inconveniente para que ciertos guerreros alcancen ese nivel. Soledad fue transformada porque llegó a ese grado de atención antes que los demás. Ya no le es necesario mirar su piso para entrar a ese otro mundo y dado que el suelo ya no le hace falta, lo ha devuelto a la tierra de la cual lo había cogido.
– Están de veras decididos a partir, ¿no, Gorda?
– Lo estamos. Es por eso que te pido que te marches por unos días para que tengamos tiempo de deshacernos de todo lo que poseemos.
– ¿Soy yo el encargado de hallar un lugar para todos, Gorda?
– Tal sería tu deber si fueses un guerrero impecable. Pero no lo eres; tampoco lo somos nosotros. Sin embargo, deberemos hacer todo lo posible para hacer frente al nuevo desafío.
Tuve una sensación opresiva de perdición. Nunca me habían agradado las responsabilidades. Pensé que el cometido de guiarles era una carga demasiado pesada para mí.
– Tal vez no tengamos que hacer nada -dije.
– Sí. Eso es cierto -dijo, y rió-. ¿Por qué no te lo repites una y otra vez, hasta que te sientas a salvo? El Nagual se cansó de decirte que la única libertad de que disponen los guerreros consiste en su conducta impecable.
Me contó hasta qué punto había insistido el Nagual en que comprendiesen que la impecabilidad no sólo representaba la libertad, sino que era el único medio para ahuyentar la forma humana.
Yo le narré el modo en que don Juan logró hacerme entender en qué consistía la impecabilidad. Atravesábamos un día un barranco de paredes muy escarpadas; un enorme pedrusco se desprendió de sus sostén rocoso y cayó con fuerza formidable al fondo del cañón, a veinte o treinta metros de nosotros. El tamaño de la piedra hizo que su caída resultara impresionante. Dijo que la fuerza que rige nuestros destinos está fuera de nosotros y nada tiene que ver con nuestros actos ni con nuestra voluntad. En ocasiones, esa fuerza nos lleva a detenernos en el camino para inclinarnos a atar los cordones sueltos de los zapatos, como yo acababa de hacer, y ganar así un momento precioso. De seguir adelante, era indudable que el inmenso trozo de roca nos hubiese aplastado. No obstante, otro día, en otro desfiladero, era posible que la misma decisiva fuerza exterior nos obligara a anudarnos los cordones en el preciso lugar sobre el cual descendiera un canto rodado de iguales dimensiones. En ese casó, nos hubiese hecho perder un momento precioso: de continuar caminando, nos habríamos salvado. Don Juan concluyó que, dada mi total falta de control sobre las fuerzas que decidían mi destino, el único acto de libertad posible consistía en atarme los cordones impecablemente.
La Gorda daba la impresión de estar conmovida por mi relato. Retuvo durante un instante mi rostro entre las manos desde el otro lado de la mesa.
– La impecabilidad es para mí transmitirte, en el momento oportuno, lo que el Nagual me encomendó decirte -precisó-. Pero el poder debe decidir el instante exacto de revelártelo; de lo contrario, no servirá de nada.
Hizo una pausa dramática. Su dilación fue muy estudiada, pero surtió un terrible efecto sobre mí.
– ¿Qué ocurre? -pregunté desesperadamente.
No respondió. Me cogió por el brazo y me condujo hasta la zona inmediata a la puerta de delante. Me hizo sentar en el duro suelo apisonado, con la espalda apoyada en una estaca de más o menos medio metro de altura con el aspecto de un tocón plantado casi contra el muro exterior de la casa. Había una hilera de cinco palos iguales, instalados en tierra a unos sesenta centímetros el uno del otro. Tenía la intención de preguntar a la Gorda qué función cumplían. Mi primera impresión había sido que un anterior propietario los debía haber empleado para atar a ellos animales. Mi conjetura, no obstante, resultaba incongruente, puesto que el lugar era una especie de galería techada.
Comenté a la Gorda mis suposiciones cuando se sentó a mi izquierda, apoyándose en otro tocón. Rió y me dijo que, en efecto, los palos se empleaban para atar animales de todas clases; pero no se debían a la obra de un antiguo dueño. Agregó que casi había destrozado sus riñones mientras cavaba los agujeros para implantarlos.
– ¿Para que los utilizan? -inquirí.
– Digamos que para atarnos a ellos -replicó-. Y ello me recuerda la siguiente cosa que el Nagual me encargó decirte. Me explicó que, debido a que estabas vacío, debía concentrar tu segunda atención, tu atención del Nagual, valiéndose de métodos distintos de aquellos que empleaba con los demás. Nosotros llegamos a consolidar esa atención por medio del soñar, en tanto tú lo hiciste a través de las plantas de poder. El Nagual sostenía que sus plantas de poder reducían el aspecto más amenazador de tu segunda atención a una mata, y que esa era la forma que se desprendía de tu cabeza. Según sus palabras, eso es lo que les ocurre a los brujos que toman plantas de poder. Si no mueren, las plantas de poder convierten su segunda atención en esa espantosa forma que surge de su cabeza.
»Ahora llegamos a lo que él quería que hicieras. Dijo que a esta altura debías cambiar de dirección y comenzar a concentrar tu segunda atención de otro modo, más semejante al nuestro. No puedes mantenerte en el sendero del conocimiento, a menos que equilibres tu segunda atención. Hasta ahora, la llevaste a hombros del poder del Nagual, pero ya estás solo. Eso era lo que debía decirte.
– ¿Y qué debo hacer para equilibrar mi segunda atención?
– Debes soñar, tal como nosotras lo hacemos. El soñar es el único modo de concentrar la segunda atención sin dañarla, sin que resulte amenazadora u horrenda. Tu segunda atención se dirige al lado espantoso del mundo; la nuestra, al lado hermoso. Debes cambiar de lado y venir al nuestro. Eso es lo que escogiste la otra noche, al decidirte a marchar con nosotros.
– Esa forma, ¿puede surgir en mí en cualquier momento?
– No. El Nagual dijo que no volvería a aparecer hasta que no fueses viejo como él. Tu Nagual ya se ha mostrado siempre que ha sido necesario. El Nagual y Genaro se cuidaron de ello. Solían hacerlo salir por fastidiarte. El Nagual me contó que en ocasiones llegabas a un pelo de la muerte porque tu segunda atención era muy complaciente. Una vez incluso le asustaste: tu nagual le atacó y se vio obligado a cantar para serenarlo. Pero lo peor te sucedió en Ciudad de México; un día entraste a una oficina y allí pasaste por la grieta entre los mundos. Su único objetivo consistía en dispersar tu atención del tonal; estabas preocupado hasta un punto increíble por una cuestión idiota. Pero en cuanto te empujó, todo tu tonal se redujo y tu ser entero cruzó la grieta. Pasó momentos terribles buscándote. No me ocultó que, por un momento, creyó que te habías alejado incluso de los lugares a los cuales él podía acceder. Pero logró verte vagando a la ventura y te trajo de regreso. Me contó que saliste de la grieta a las diez de la mañana. Así, las diez pasó a ser tu hora.
– ¿Mi hora para qué?
– Para todo. Si sigues siendo un hombre morirás alrededor de esa hora. Si llegas a ser un brujo, dejarás este mundo alrededor de esa hora.
»Eligio también siguió un camino diferente; un camino que ninguno de nosotros conoce. Lo conocimos poco antes de su partida. Era un soñador maravilloso. Tanto que el Nagual y Genaro solían llevarle a través de la grieta y tenía el poder necesario para cruzarla como si nada. Ni siquiera jadeaba. Ellos le dieron el empujón final con plantas de poder. Disponía del control y del poder preciso para dominar las fuerzas resultantes del empujón. Y ello lo llevó hasta el lugar en que se halla.
– Los Genaros me dijeron que Eligio había saltado con Benigno. ¿Es cierto eso?
– Claro. Para cuando Eligio hubo de saltar, su segunda atención ya había estado en ese otro mundo. El Nagual estaba convencido de que la tuya también lo había estado, pero, debido a tu falta de control, te habría resultado una pesadilla. Según él, sus plantas de poder te desequilibraban; habían forzado a abrirte camino por tu atención del nagual y te habían situado directamente en el reino de tu segunda atención, aunque sin dominio alguno sobre ella. El Nagual no administró plantas de poder a Eligio hasta el final.
– ¿Crees que mi segunda atención ha sido dañada, Gorda?
– El Nagual no dijo jamás nada semejante. Él pensaba que eras un loco peligroso, pero eso no tenía nada que ver con las plantas de poder. Aseveraba que, en ti, ambas atenciones eran ingobernables. Si te sobrepusieras a ello, serías un guerrero.
Quería que siguiera hablándome sobre el tema. Plantó su mano sobre mi libreta y me hizo saber que teníamos por delante un día terriblemente agotador y necesitábamos reponer energías para soportarlo. Por tanto, debíamos reforzarnos mediante la luz solar. Aseguró que las circunstancias requerían la captación de sus rayos por el ojo izquierdo. Comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, lentamente, mirando con fijeza al sol a través de sus párpados entornados.
Instantes más tarde se nos unieron Rosa, Josefina y Lidia. Lidia se sentó a mi derecha, Josefina junto a ella, y Rosa lo hizo al lado de la Gorda. Todas apoyaban la espalda en las estacas. Yo me encontraba en el centro de la fila.
Era un día claro. El sol estaba por encima de la distante hilera de montañas. Comenzaron a mover la cabeza con una sincronización perfecta. Las imité y tuve la impresión de haberme puesto de acuerdo con ellas previamente. Al cabo de un minuto más o menos, se detuvieron.
Todas llevaban sombrero y se cubrían el rostro con las alas, evitando que la luz del sol diese en sus ojos cuando no los bañaban adrede en ella. La Gorda me había dado mi viejo sombrero.
Estuvimos allí sentados durante cerca de media hora. En ese lapso repetimos el ejercicio incontables veces. Yo pretendía indicar en la libreta el número, pero la Gorda, como al descuido, la había puesto fuera de mi alcance.
De pronto, Lidia se puso en pie murmurando algo ininteligible. La Gorda se inclinó sobre mí y susurró que los Genaros venían por el camino. Me erguí para mirar, pero no había nadie a la vista. Rosa y Josefina también se levantaron y entraron tras Lidia a la casa.
Comuniqué a la Gorda que no veía a nadie en las proximidades. Replicó que los Genaros se habían dejado ver en un punto del camino; añadió que temía el momento en que nos volviéramos a reunir, pero tenía confianza en que yo manejara la situación. Me aconsejó ser extremadamente cuidadoso con Josefina y Pablito porque carecían de control sobre sí mismos. Me dijo que mi misión más importante consistía en sacar a los Genaros de la casa al cabo de una hora, más o menos.
Yo seguía observando el camino. No había la menor señal de que alguien se aproximara.
– ¿Estás segura de que vienen? -pregunté.
Dijo que ella no les había visto, pero que Lidia sí. Los Genaros habían resultado visibles para ella porque, a la vez que bañaba sus ojos en la luz, no había dejado de observar los alrededores.
La explicación de la Gorda no me había resultado satisfactoria y le pedí que se explayara sobre el particular.
– Somos observadores -dijo-. Como tú. Somos lo mismo. No es necesario que lo niegues. El Nagual nos contó tus proezas de observación.
– ¡Mis proezas de observación! ¿De qué hablas, Gorda?
Contrajo los labios. Se la veía casi enfadada a causa de mi pregunta; sorprendida. Sonrió y me dio una palmada.
De pronto, su cuerpo vibró. Miró por encima de mi hombro, con los ojos en blanco y entonces sacudió la cabeza vigorosamente. Dijo que acababa de «ver» que los Genaros no iban hacia allí: era demasiado temprano. Esperarían un rato antes de hacer su aparición. Sonrió, como si la demora la complaciera.
– De todos modos, es demasiado temprano para recibirles -dijo-. Y ellos sienten lo mismo en lo que a nosotros respecta.
– ¿Dónde se encuentran? -pregunté.
– Han de estar sentados en alguna parte, a un lado del camino -replicó-. Es indudable que Benigno miró hacia la casa antes de subir y nos vio aquí sentados; esa es la razón por la cual decidieron esperar. Es perfecto. Ello nos dará tiempo.
– Me preocupas, Gorda. ¿Tiempo para qué?
– Hoy debes acorralar tu segunda atención, y eso nos afecta a todos.
– ¿Y cómo lo haré?
– No lo sé. Nos resultas muy misterioso. El Nagual te hizo cantidad de cosas con sus plantas de poder, pero no puedes afirmar que constituyan un conocimiento. Eso es lo que he estado tratando de decirte. A menos que tengas dominio sobre tu segunda atención, te será imposible valerte de ella. Hasta entonces, permanecerás para siempre a medio camino entre las dos, como ahora. Todo lo que te ha sucedido desde tu llegada ha tenido como objeto poner en movimiento esa atención. Te he ido dando instrucciones poco a poco, tal como el Nagual me lo ordenó. Dado que has seguido otro sendero, ignoras las cosas que nosotros conocemos; del mismo modo, nosotros nada sabemos acerca de las plantas de poder. Soledad sabe algo más, porque el Nagual la llevó a su tierra. Néstor conoce plantas medicinales, pero ninguno ha recibido las enseñanzas que tú. Aún no necesitamos de tu saber. Pero algún día, cuando estemos preparados, tú serás el único que conozca el modo de proporcionar un estímulo mediante plantas de poder. Sólo yo sé dónde se encuentra escondida la pipa del Nagual, en espera de ese día.
»La orden del Nagual es la siguiente: debes desviarte de tu camino y marchar con nosotros. Eso significa que tienes que soñar con nosotras y acechar con los Genaros. Ya no puedes permanecer donde te encuentras, en el lado horrendo de tu segunda atención. Otra salida violenta de tu nagual podría matarte. El Nagual me dijo que los seres humanos eran criaturas frágiles compuestas por muchas capas de luminosidad. Cuando los ves, parecen poseer fibras, pero éstas son en realidad capas, semejantes a las de una cebolla. Las sacudidas, de cualquier clase que sean, separan esas capas y pueden producir la muerte.
Se puso en pie y me condujo a la cocina. Allí nos sentamos, el uno frente al otro. Lidia, Rosa y Josefina estaban atareadas en el patio. No alcanzaba a verlas, pero las oía conversar y reír.
– El Nagual decía que nuestra muerte es consecuencia de la separación de las capas -dijo la Gorda -. Las sacudidas siempre las separan, pero vuelven a unirse. No obstante, a veces, la sacudida es tan violenta que las capas se distancian entre sí hasta el punto de no poder volver a juntarse.
– ¿Has visto alguna vez las capas, Gorda?
– Claro. Vi morir a un hombre en la calle. El Nagual me contó que tú también habías dado con un hombre en trance de muerte, pero no le habías visto morir. El Nagual me hizo ver las capas del moribundo. Eran como las pieles de una cebolla. Cuando los seres humanos se hallan en salud, semejan huevos luminosos, pero si están enfermos comienzan a descascararse como una cebolla.
»El Nagual me dijo que tu segunda atención era tan poderosa que pugnaba constantemente por salir. Él y Genaro tenían que unir tus capas, pues de otro modo habrías muerto. Por eso estimaba que tu energía podía alcanzar para permitir la aparición de tu nagual por dos veces. Quería decir con ello que te era posible conservar las capas en su sitio por ti mismo en dos oportunidades. Lo hiciste más veces, y ahora estás terminado. Ya no posees la energía necesaria para mantener unidas tus capas en caso de otra sacudida. El Nagual me encargó cuidar de todos; en cuanto a ti, debo ayudarte a apretar tus capas. El Nagual decía que la muerte las separa. Me explicó que el centro de nuestra luminosidad, la atención del nagual, ejerce permanentemente una fuerza hacia fuera, y que esa es la causa de que las capas se separen. De modo que a la muerte le resulta fácil introducirse en ellas y separarlas por completo. Los brujos tienen que hacer todo lo posible para mantener unidas sus propias capas. Por eso el Nagual nos enseñó a soñar. El soñar une las capas. Cuando los brujos aprenden a soñar reúnen sus dos atenciones y ya no es necesario que el centro empuje hacia afuera.
– ¿Quieres decir que los brujos no mueren?
– En efecto. Los brujos no mueren.
– ¿Quieres decir que ninguno de nosotros va a morir?
– No me refiero a nosotros. Nosotros no somos nada. Somos monstruos; no estamos aquí ni allá. Me refiero a los brujos. El Nagual y Genaro son brujos. Sus dos atenciones están tan estrechamente unidas que probablemente nunca morirán.
– ¿Dijo eso el Nagual, Gorda?
– Sí. Tanto él como Genaro me lo dijeron. No mucho antes de su partida, el Nagual nos explicó el poder de la atención. Hasta entonces, yo nunca había oído hablar del tonal y del nagual.
La Gorda relató cómo don Juan les había instruido acerca de esa crucial dicotomía tonal-nagual. Contó que un día el Nagual les había reunido a todos para llevarles a una larga caminata hacia un valle rocoso, desolado, entre las montañas. Preparó un enorme y pesado bulto con toda clase de cosas; hasta puso en él la radio de Pablito. Se lo dio a Josefina para que lo acarrease, colocó una pesada mesa sobre los hombros de Pablito y abrió la marcha. Les obligó a todos a turnarse en el transporte del bulto y la mesa durante el trayecto de casi cuarenta kilómetros, hasta aquel alto y desértico lugar. Al llegar, el Nagual ordenó a Pablito colocar la mesa en el centro mismo del valle. Luego pidió a Josefina que distribuyera sobre ella el contenido del bulto. Cuando la mesa estuvo cubierta, les explicó la diferencia entre el tonal y el nagual, en los mismos términos en que lo había hecho conmigo en un restaurante de Ciudad de México; empero, en su caso el ejemplo era infinitamente más gráfico.
Les dijo que el tonal era el orden del que somos conscientes en nuestro mundo diario y también el orden personal con el que cargamos a hombros durante toda nuestra vida, tal como ellos lo habían hecho con la mesa y el bulto. El tonal personal de cada uno era como la mesa en ese valle: una pequeña isla llena de las cosas que nos son familiares. El nagual, por su parte, era la fuente inexplicable que mantenía el trozo de madera en su lugar y era como la inmensidad de aquel valle desierto.
Les hizo saber que los brujos estaban obligados a observar su tonal desde cierta distancia, para captar mejor lo que en realidad les rodeaba. Les hizo andar hasta lo alto de una cresta desde la cual alcanzaban a dominar toda la zona. Desde allí, la mesa resultaba apenas visible. Luego les hizo regresar hasta el lugar en que se hallaba la mesa e inclinarse sobre ella para demostrarles que un hombre corriente no posee la capacidad de captación de un brujo porque se halla situado directamente encima de su mesa, pendiente de todas las cosas que hay en ella.
Hizo que cada uno de ellos, uno por vez, se fijase superficialmente en lo que había sobre la mesa, y probó su memoria quitando algo y ocultándolo, para ver si habían estado atentos. Todos salieron airosos de la prueba. Les indicó que su capacidad para recordar con tanta facilidad las cosas allí expuestas se debía a que todos habían desarrollado su atención del tonal o, en otros términos, su atención a la mesa.
A continuación, les pidió que pasaran la vista por aquello que había bajo la mesa, y probó su memoria cambiando de lugar piedras, ramitas y otras cosas. Ninguno logró recordar lo que había visto.
Entonces, el Nagual retiró de un golpe todo lo que había sobre la mesa e hizo que todos, de uno en uno, se echaran sobre ella de través, sosteniéndose a la altura del estómago, y examinaran cuidadosamente el suelo de abajo. Les explicó que para un brujo el nagual era precisamente la zona situada bajo la mesa. Puesto que era impensable asir la inmensidad del nagual, ejemplificada por aquel enorme y arrasado paraje, los brujos tomaban como dominio para su acción el área situada inmediatamente debajo de la isla del tonal, lo cual se mostraba gráficamente por medio de lo que había bajo la mesa. Ese nivel de atención sólo se alcanzaba una vez que los guerreros habían limpiado por completo la superficie de sus mesas. Él aseguraba que el hecho de alcanzar la segunda atención suponía reunir a ambas en una sola unidad, y esa unidad era la totalidad de uno mismo.
La Gorda aseguró que la demostración era tan clara que había comprendido de inmediato por qué el Nagual le había hecho limpiar su propia vida, barrer su isla del tonal, según lo había expresado él. Se sentía realmente afortunada de haber atendido a todas las sugerencias que el le había hecho. Le faltaba aún un largo camino por recorrer antes de unificar sus dos atenciones, pero su diligencia había resultado en una vida impecable, la cual, tal como él le había aseverado, constituía su única posibilidad de perder la forma humana. La pérdida de la forma humana era el requisito esencial para la unificación de las dos atenciones.
– La atención bajo la mesa es la clave de todo lo que hacen los brujos -prosiguió-. Para acceder a esa atención el Nagual y Genaro nos enseñaron a soñar y a ti te enseñaron lo relativo a las plantas de poder. No sé de qué modo habrán procedido para que aprendieras a concentrar tu segunda atención mediante las plantas de poder, pero para que nosotros aprendiésemos a soñar, el Nagual nos enseñó previamente a observar. Nunca nos hizo saber lo que en realidad estaba haciendo. Tan sólo nos educó para observar.
Nunca supimos que el observar era el camino para concentrar la segunda atención. Creíamos que se trataba de una diversión. Pero no era así. Los soñadores deben ser observadores si es que han de concentrar su segunda atención.
»Lo primero que hizo el Nagual fue poner una hoja seca en el suelo y hacer que la mirara durante horas. Cada día traía una hoja y la colocaba ante mí. Al principio, pensé que la hoja era siempre la misma, conservada día tras día, pero luego advertí que se trataba de hojas distintas. El Nagual decía que cuando se comprende eso, ya no estamos mirando, sino observando.
»Más tarde, puso ante mí montones de hojas secas. Me indicaba que las removiera con la mano izquierda y las percibiera mientras las observaba. Un soñador mueve las hojas en espiral, las observa y luego sueña los dibujos que forman. El Nagual decía que los soñadores pueden considerarse maestros en la observación de las hojas cuando sueñan primero los dibujos y terminan por hallarlos, al siguiente día, en su pila de hojas secas.
»El Nagual aseguraba que la observación de las hojas fortificaba la segunda atención. Si observas una pila de hojas durante horas, como él solía obligarme a hacer, los pensamientos llegan a silenciarse. Sin pensamientos, la atención del tonal mengua y, súbitamente, la segunda atención se prende a las hojas y las hojas pasan a ser algo más. Él llamaba al momento en que la segunda atención se detiene en algo «parar el mundo». Y eso es exacto: el mundo se detiene. Por ello, cuando se observa, es necesario que haya alguien cerca. Nunca conocemos las peculiaridades de nuestra segunda atención. Puesto que nunca la hemos empleado, debemos familiarizarnos con ella antes de aventurarnos a observar a solas.
»La dificultad de la observación radica en aprender a silenciar los pensamientos. El Nagual prefería enseñarnos a hacerlo con un manojo de hojas porque era fácil obtenerlas siempre que deseáramos observar. Pero cualquier otra cosa habría servido igualmente.
»Una vez que logras parar el mundo, eres un observador. Y, dado que para parar el mundo sólo cabe observar, el Nagual nos hizo pasar años y años contemplando hojas secas. Creo que es la mejor manera de acceder a la segunda atención.
»Combinaba la observación de hojas secas con la búsqueda en el soñar de las propias manos. Tardé cerca de un año en hallarlas, y cuatro en parar el mundo. El Nagual decía que, una vez atrapada la segunda atención por medio de las hojas secas, se la amplía valiéndose del observar y el soñar. Eso es todo al respecto.
– Lo presentas como algo muy sencillo, Gorda.
– Todo lo que hacen los toltecas es muy sencillo. El Nagual afirmaba que lo único que se debía hacer para captar la segunda acción era intentarlo una y otra vez. Todos nosotros paramos el mundo observando hojas secas. Tú y Eligio siguieron un camino diferente. Tú lo hiciste mediante plantas de poder, pero ignoro el método que el Nagual empleó con Eligio. Nunca quiso decírmelo. Me habló de ti porque tenemos una misma misión.
Le mencioné que había dejado constancia en mis notas de que sólo unos días atrás había tenido por vez primera plena conciencia de haber parado el mundo. Rió.
– Paraste el mundo antes que cualquiera de nosotros -dijo-. ¿Qué crees que hiciste al tomar todas aquellas plantas de poder? No lo hiciste mediante el observar, como nosotros; eso es todo.
– ¿Lo único que te hizo observar el Nagual fue la pila de hojas secas?
– Una vez que los soñadores aprenden a para el mundo, pueden observar otras cosas; finalmente, cuando pierden definitivamente la forma, pueden observarlo todo. Yo lo hago. Puedo penetrar en todo. No obstante, nos indicó un cierto orden a seguir en el observar.
»Primero observamos pequeñas plantas. El Nagual nos advirtió que eran sumamente peligrosas. Su poder está concentrado; poseen una luminosidad muy intensa y perciben la observación de los soñadores: en ese momento modifican su luz y la disipan contra el observador. Los soñadores deben escoger una especie vegetal determinada para llevar a cabo su observación.
»A continuación, observamos árboles. También en este caso es necesario elegir una especie. A este respecto, tú y yo somos lo mismo: observadores de eucaliptus.
Ha de haber intuido la siguiente pregunta por mi expresión.
– El Nagual aseveraba que le era muy fácil poner en funciones tu segunda atención mediante su humo -prosiguió-. En muchas ocasiones centraste tu atención sobre los cuervos, predilección suya. Contó que en una ocasión, tu segunda atención se enfocó tan intensamente en uno de esos animales que éste se vio obligado a volar, a su manera, hacia el único eucaliptus del lugar.
Durante años había meditado sobre esa experiencia. No podía considerarla sino como un estado hipnótico inconcebiblemente complejo, producto de los hongos psicotrópicos que formaban parte de la mezcla de fumar de don Juan y de su pericia como manipulador de conductas. Me había inducido a una catarsis perceptual, convirtiéndome en cuervo y llevándome a sentir el mundo como cuervo. Como resultado, percibí el mundo de un modo que no podía en manera alguna formar parte de mi inventario de pasadas experiencias. De alguna forma, la explicación de la Gorda lo había significado todo.
Siguió contando la Gorda que el Nagual les había hecho observar más tarde a criaturas vivientes, en movimiento. Les indicó que los insectos eran, con mucho, los más adecuados. Su movilidad los hacia inofensivos para el observador, al contrario de las plantas, que obtenía su luz directamente de la tierra.
El siguiente paso fue observar las rocas. Me hizo saber que las rocas eran muy antiguas y poderosas y poseían una luz especial, más bien verdosa, distinta de la blanca de los vegetales y de la amarillenta de los seres vivientes y móviles. Las rocas no se abrían fácilmente a los observadores, pero éstos debían insistir, puesto que las rocas abrigaban en su núcleo secretos especiales, secretos que ayudaban a los brujos a «soñar».
– ¿Qué te revelan las rocas? -pregunté.
– Cuando observo el núcleo mismo de una roca -dijo-, siempre percibo una vaharada del aroma que les es propio. Cuando vago en mi soñar, sé dónde estoy merced a esos aromas.
Afirmó que la hora era un factor importante en la observación de árboles y rocas. Al amanecer, tanto los unos como las otras estaban entumecidos y su luz era débil. Se los hallaba en su mejor forma alrededor del mediodía; la observación realizada a esa hora servía para apropiarse de su luz y su poder. Al anochecer se hallaban silenciosos y tristes, especialmente lo árboles. Según la Gorda, éstos dan la impresión, en ese momento, de observar a su vez al observador.
Un segundo estadio en la observación consistía en dirigir la atención a los fenómenos cíclicos: la lluvia y la niebla. Los observadores pueden dirigir su atención a la lluvia y moverse con ella, o concentrarla en el entorno y emplear la lluvia como lente de aumento, capaz de revelar rasgos ocultos. Observando a través de ella se descubren los lugares de poder y aquellos que deben ser evitados. Los lugares de poder son amarillentos y los que se tienen que eludir, intensamente verdes.
La Gorda dijo que la niebla era, a no dudarlo, la cosa más misteriosa de la tierra para un observador y que se la podía emplear en los mismos dos sentidos que la lluvia. Pero a las mujeres no les era fácil acceder a la niebla: aun después de haber perdido su forma humana, permanecía inasequible para ella. Contó que en una oportunidad el Nagual le había hecho ver una neblina verde, situada sobre un banco de niebla, y le había dicho que se trataba de la segunda atención de un observador de niebla que vivía en aquellas montañas y que se movía con el banco. Agregó la Gorda que la niebla servía igualmente para descubrir los fantasmas de las cosas que ya no estaban y que la verdadera proeza de los observadores de niebla consistía en permitir que su segunda atención penetrara en todo aquello que su actividad les revelase.
Le comenté que una vez, estando con don Juan, había visto un puente que surgía de un banco de niebla. Quedé pasmado por la claridad y la precisión de forma del puente. Me resultaba más que real. La imagen había sido tan intensa y vívida que no había podido olvidarla. Don Juan me había comentado que algún día iba a tener que atravesar ese puente.
– Conozco la cuestión -dijo-. El Nagual me advirtió que cierto día, cuando hubieses alcanzado el dominio sobre tu segunda atención, cruzarías ese puente valiéndote de ella, del mismo modo que llegaste a volar como un cuervo. Dijo que si llegabas a ser brujo, un puente surgiría de la niebla para ti, y tu pasarías por él y desaparecerías de este mundo para siempre. Tal como lo hizo él.
– ¿Desapareció así, cruzando un puente?
– No a través de un puente. Pero tú viste con tus propios ojos como él y Genaro atravesaban la grieta entre los mundos. Néstor dice que sólo Genaro agitaba la mano en señal de despedida la última vez que les viste; el Nagual no lo hacía porque estaba ocupado abriendo la grieta. El me había señalado que, cuando la segunda atención es llamada a reunirse, todo lo que hace falta es el simple movimiento de abrir esa puerta. Ese es el secreto de los soñadores toltecas que han perdido la forma.
Quería preguntarle acerca del paso de don Juan y don Genaro por aquella grieta. Me hizo callar rozándome la boca con los dedos.
Dijo que otra etapa era la de la observación de lo distante y de las nubes. Ante ambas cosas, el esfuerzo del observador se limitaba a remitir su segunda atención al lugar observado. Así, era posible recorrer grandes distancias montado en una nube. En caso de mirar una nube, el Nagual no permitía jamás observar el nacimiento de los rayos. Les decía que debía perder la forma antes de intentar tal hazaña. Entonces podrán montar no solo en una chispa inicial, sino también en el propio rayo.
La Gorda se echó a reír y me pidió que tratase de imaginar quién podía ser tan atrevido o estar tan loco como para intentar realmente observar el nacimiento de los rayos. Aseveró que Josefina lo había probado todas las veces posibles, en ausencia del Nagual, hasta el día en que un rayo casi le causó la muerte.
– Genaro era un brujo del rayo -continuó-. Sus dos primeros aprendices, Benigno y Néstor, fueron señalados por el trueno, su amigo. El aseguraba buscar plantas en una zona muy remota, en la cual los indios forman un grupo muy cerrado y no gustan de visitantes de ninguna clase. Habían permitido a Genaro acceder a su tierra debido a que él hablaba su lengua. Se encontraba recogiendo plantas cuando empezó a llover. Había por allí algunas casas, pero la gente era poco cordial y él no deseaba molestar. Estaba a punto de deslizarse, a gatas, en un agujero cuando vio acercarse a un hombre en bicicleta, aplastado por su carga. Era Benigno, el hombre del poblado, que trataba con aquellos indios. La bicicleta se clavó en el lodo y en ese preciso momento un rayo cayó sobre él. Genaro pensó que le había matado. La gente del lugar había visto lo ocurrido y había salido. Benigno estaba más asustado que lastimado, pero tanto su bicicleta como su mercancía estaban destrozadas. Genaro pasó una semana a su lado y lo curó.
»Algo casi idéntico le sucedió a Néstor. Acostumbraba a comprar plantas medicinales a Genaro; cierto día le siguió hasta las montañas, para ver donde las recogía y no tener que pagar más por ellas. Genaro se adentró en las montañas, adrede, mucho más que de costumbre; su intención era que Néstor se extraviara. No llovía, pero había rayos. Uno de ellos tomó tierra y corrió por ella como una serpiente. Pasó por entre las piernas de Néstor y fue a dar en una piedra a diez metros.
»Según Genaro, había chamuscado las piernas de Néstor. Los testículos se le hincharon y se puso muy enfermo. Genaro se vio obligado a cuidar de él durante una semana allí mismo, en las montañas.
»Para cuando Benigno y Néstor estuvieron curados, se vieron también enganchados. Es necesario enganchar a los hombres. A las mujeres no. Las mujeres entran libremente en todo. En ello radica su poder y su desventaja. Los hombres deben ser guiados y las mujeres, contenidas.»
Sofocó una risilla y dijo que era indudable que había mucho de masculino en ella, puesto que necesitaba ser guiada, y que yo debía tener mucho de femenino, porque requería ser contenido.
La etapa final había sido la de la observación del fuego, el humo y las nubes. Me comunicó que para un observador el fuego y el humo no eran luminosos, sino negros. Las sombras, en cambio, eran brillantes y tenían movimiento y color.
Había dos cosas más que se mantenían separadas: la observación del agua y la de las estrellas. La observación de estrellas era exclusividad de los brujos que habían perdido su forma humana. Me contó que a ella le había ido muy bien en ello; no así en la observación del agua; especialmente del agua fluyente, que servía a los brujos sin forma para concentrar su segunda atención y llevarla a cualquier parte a la que desearan ir.
– A todos nosotros nos aterroriza el agua -continuó-. Un río puede atrapar tu segunda atención y llevársela, sin que sea posible detenerla. El Nagual me habló de tus hazañas como observador de agua. Pero no me ocultó que una vez estuviste a punto de desintegrarte en el curso de un río poco profundo y que ahora no puedes siquiera tomar un baño.
En varias oportunidades, don Juan me había hecho observar una acequia que se encontraba detrás de su casa bajo los efectos de su mezcla de fumar. Había experimentado sensaciones inconcebibles. Llegué a verme enteramente verde, como cubierto de algas. Fue entonces cuando me recomendó evitar el agua.
– ¿Perjudicó el agua a mi segunda atención? -pregunté.
– En efecto -respondió ella-. Eres un individuo muy descuidado. El Nagual te advirtió que debías proceder con cautela, pero excediste tus propias limitaciones en la observación del agua fluyente. Él me contó que podías haber utilizado el agua como nadie, pero no era tu destino el ser moderado.
Acercó su asiento al mío.
– Eso es todo, por lo que a la observación respecta -dijo-. Pero debo comunicarte más cosas antes de que partas.
– ¿De qué se trata, Gorda?
– Primero, antes de que te diga nada debes volver tu segunda atención hacia las hermanitas y yo.
– No creo que me sea posible.
La Gorda se puso de pie y entró en la casa. Volvió poco después, con un pequeño cojín redondo de la misma fibra natural que se utiliza para hacer las redes. Sin una palabra, me condujo hacia la galería de entrada. Me dijo que el cojín lo había hecho ella misma, para estar cómoda mientras aprendía a observar, puesto que la posición del cuerpo era de gran importancia para ello. Había que sentarse en el suelo, sobre un rimero de hojas secas o un cojín de fibras naturales. La espalda debía apoyarse en un árbol, un tocón o una piedra lisa. Era necesario estar completamente relajado. Los ojos no se fijaban jamás en el objeto, para evitar cansarlos. El observar consistía en explorar muy lentamente, moviendo los ojos en sentido opuesto al de las agujas del reloj, pero sin variar la posición de la cabeza. Agregó que el Nagual les había hecho instalar allí aquellas estacas para apoyarse.
Me hizo sentar sobre el cojín y colocar la espalda contra uno de los tocones. Me advirtió que iba a orientarme en la observación de un lugar de poder que el Nagual había hallado en las colinas erosionadas del otro lado del valle. Confiaba en que por ese medio lograría la energía necesaria para cambiar la dirección de mi segunda atención.
Se sentó muy cerca de mí, a mi izquierda, y comenzó a darme instrucciones. Casi en un susurro me ordenó tener los párpados entornados y mirar el punto en que convergían dos grandes colinas. Había allí una caída de agua. Dijo que esta observación en particular constaba de cuatro acciones separadas. La primera consistía en emplear el ala de mi sombrero como visera para evitar el excesivo resplandor solar y permitir que llegase a mis ojos tan sólo una pequeña cantidad de luz; luego, había que entrecerrar los ojos, el tercer paso requería mantener constante el ángulo de apertura de los mismos con la finalidad de que el flujo de luz fuese uniforme; el cuarto suponía distinguir al fondo la caída de agua, a través de la malla de fibras luminosas de las pestañas.
Al principio no me vi capaz de seguir sus instrucciones. El sol estaba alto y me veía forzado a ladear la cabeza. Incliné el sombrero hasta cubrir con el ala lo más violento de la luz. Eso parecía bastar. Tan pronto como entorné los ojos, un destello, que parecía provenir del ala, explotó, literalmente, sobre mis pestañas, que hacían las veces de filtro, creando una telaraña al paso de los rayos. Mantuve los párpados entrecerrados y jugué con la imagen hasta que el trazado oscuro, vertical, del hilo del agua destacó con claridad del conjunto.
La Gorda me indicó entonces que observase la parte media del declive hasta divisar una mancha de color castaño muy oscuro. Me hizo saber que se trataba de un agujero, inexistente, para el ojo que miraba, pero real para aquel que «veía». Me advirtió sobre la necesidad de controlarme a partir del momento en que aislase la mancha para que ésta no me atrajera. Me propuso que, llegado ese instante, se lo hiciese saber con una presión de mis hombros sobre los suyos. Se deslizó hasta ponerse en contacto conmigo.
Luché durante un momento por coordinar y estabilizar los cuatro movimientos; de pronto, en el medio del salto, surgió un punto oscuro. Advertí sin tardanza que no lo veía en el sentido corriente del término. Se trataba fundamentalmente de una impresión, una distorsión óptica. En cuanto mi control disminuía, desaparecía. Entraba en mi campo de percepción únicamente en tanto conservaba bajo control los cuatro aspectos del esfuerzo. Recordé entonces que don Juan me había inducido innumerables veces a realizar tareas similares. Acostumbraba a colgar un trozo de tela de reducido tamaño en una rama baja de un arbusto, escogido estratégicamente para que se hallase en línea con formaciones geológicas específicas en las montañas que les servían de fondo. El sentarme a aproximadamente metro y medio de aquella pieza de paño y contemplarla en relación con las ramas de las cuales pendía, solía suscitar en mí un efecto perceptual especial. El trapo, siempre algo más oscuro que el accidente geológico al cual dirigía la vista, daba la impresión de ser, en principio, un detalle del mismo. Todo consistía en dejar que la percepción actuara libremente, prescindiendo de todo análisis. Todos mis intentos estaban condenados al fracaso porque yo era incapaz de no llevar a cabo un juicio; mi mente terminaba siempre por lanzarse a alguna especulación racional referida a la mecánica de mi percepción fantasma.
Esta vez no sentí necesidad de realizar especulación alguna. La Gorda no me resultaba una figura imponente con la cual necesitase inconscientemente enfrentarme, como en el caso de don Juan.
El punto oscuro en mi campo de percepción, pasó a ser casi negro. Me recliné sobre el hombro de la Gorda para hacérselo saber. Me susurró al oído que debía esforzarme por no variar la posición de mis párpados y respirar con tranquilidad con el abdomen. No tenía que permitir que la mancha me atrajera, sino dejarme ir gradualmente hacia ella. Lo que debía evitar era que el agujero creciese y de improviso me engullera. Si tal cosa sucedía, debía abrir los ojos de inmediato.
Comencé a respirar según sus recomendaciones; merced a ello, me era posible mantener los ojos indefinidamente abiertos en la medida adecuada.
Permanecí en esa posición durante bastante tiempo. Entonces reparé en que había vuelto a respirar como de costumbre sin que ello hubiese apartado mi percepción de la mancha oscura. Pero de repente la mancha comenzó a moverse, a latir y, antes de que me fuera posible retornar al ritmo respiratorio aconsejable, la oscuridad se cercó y me envolvió. Me sentí al borde de la locura y abrí los ojos.
La Gorda dijo que como lo que estaba haciendo era observar a distancia, se hacía necesario que respirara de acuerdo con sus instrucciones. Me instó a comenzarlo todo nuevamente. Dijo que el Nagual les hacía sentar durante días enteros acorralando la segunda atención mediante la observación de aquel punto. Les había hablado repetidas veces acerca del peligro de ser devorados, a causa de la sacudida que experimentaba el cuerpo.
Me llevó casi una hora de observación llegar a hacer lo que ella había indicado. Elevarse sobre la mancha marrón y observar su interior implicaba la iluminación por entero imprevista del objeto de mi percepción. A medida que se hacía más claro, iba comprendiendo que en mi interior tenía lugar un imposible, a cargo de un algo desconocido. Sentía que avanzaba realmente hasta observado, por eso tenía la impresión de que era más preciso. Llegué a encontrarme tan cerca de él que me era posible distinguir sus características, como, por ejemplo, las rocas y la vegetación. La cercanía alcanzó a ser tal que logré discernir una formación peculiar sobre una piedra. Tenía el aspecto de una silla toscamente tallada. Me gustaba mucho; comparadas con ella, las rocas de alrededor resultaban insignificantes y sin brillo.
No se cuanto tiempo pasé observándola. Alcanzaba a precisar todos y cada uno de sus detalles. Comprendí que no debía intentar agotarlos, porque nunca lo conseguiría. Pero algo disipó mi atención; una nueva y desconocida imagen se superpuso a la anterior en la roca, y luego otra y otra más. Me irritaba la interferencia. Entonces, me di cuenta de que la Gorda, situada a mis espaldas, me hacía mover la cabeza de un lado hacia otro. En cuestión de segundos, toda mi concentración se había desvanecido.
La Gorda se echó a reír y me dijo que comprendía por qué había causado en el Nagual tanta preocupación. Había visto por si misma mi tendencia a trasponer los límites. Se sentó junto al palo más próximo al mío y me comunicó que ella y las hermanitas iban a observar el lugar de poder del Nagual. Emitió un reclamo agudo. Al momento, las hermanitas salieron de la casa y se sentaron a observar junto a ella.
Su maestría en la observación era evidente. Sus cuerpos adquirieron una extraña rigidez. No daban muestra alguna de estar respirando. Su quietud era tan contagiosa que me hallé inesperadamente con los ojos entornados contemplando las colinas.
El observar había constituido una verdadera revelación para mí. Al practicarla había corroborado muchos aspectos importantes de las enseñanzas de don Juan. La Gorda había descrito la tarea de un modo muy vago: «lanzarse» constituía más una orden que la explicación de un proceso, y no obstante, no dejaba de ser esto último en tanto se hubiese satisfecho un requisito previo, al que don Juan llamaba detención del diálogo interno. La gorda se había referido a ello al decir «silenciar los pensamientos». Si bien me había guiado por el sendero opuesto, don Juan no había dejado de enseñármelo; en vez de adiestrarme para concentrar mi visual, como los observadores, me preparó para abrirla, para anegar mi conciencia mediante el expediente de no centrar la atención en nada singular. Mi obligación consistía, en cierto modo, en poner los ojos sobre todo aquello que fuera visible para mí en un radio de 180 grados, en tanto dirigía la atención a un punto impreciso, inmediatamente por encima de la línea del horizonte.
La observación me resultaba muy difícil, por cuanto suponía revertir esa educación. Al tratar de concentrarme, tendí a dispersarme. No obstante, el esfuerzo que debía hacer para contener esa tendencia me apartaba de mis pensamientos. Una vez lograda esa desconexión de mi diálogo interno, era sencillo observar según las prescripciones de la Gorda.
Don Juan se había cansado de repetir que la condición esencial de la brujería residía para él en la capacidad para detener el diálogo interno. En términos correspondientes a la explicación provista por la Gorda, respecto de los dos dominios de la atención, la detención del diálogo interno era una forma de descripción operativa del acto de desconectar la atención del tonal.
También decía don Juan que cuando detenemos el diálogo interno también paramos el mundo. Esa era una descripción operativa del inconcebible proceso de concentración de nuestra segunda atención. Aseveraba que hay una parte de nosotros siempre cerrada bajo llave, porque le tememos; para la razón es algo así como un pariente loco al que mantenemos en un calabozo. Según palabras de la Gorda, eso era nuestra segunda atención. Cuando lográbamos finalmente concentrarla en algo, el mundo se paraba. Puesto que, como hombres corrientes, sólo conocemos la atención del tonal, no parece exagerado afirmar que, una vez que la misma es suprimida, el mundo entero debe cesar su movimiento. La concentración de nuestra salvaje, ineducada, segunda atención, debe ser, por fuerza, terrorífica. Don Juan tenía razón al decir que el único modo de evitar que el pariente loco irrumpiera con violencia en nuestra vida, era escudarse en el infinito diálogo interno.
La Gorda y las hermanitas se pusieron de pie tras unos treinta minutos de observación. La Gorda me indicó con la cabeza que las siguiera. Entraron en la cocina. La Gorda me señaló un banco para que me sentara. Dijo que iba al camino a buscar a los Genaros. Salió por la puerta de delante.
Las hermanitas se sentaron a mi alrededor. Lidia se ofreció para responder a todo lo que yo quisiera preguntar. Le pedí que me hablase de su observación del lugar de poder de don Juan, pero no me comprendió.
– Soy observadora de distancias y de sombras -dijo-. Cuando llegué a serlo, el Nagual me hizo comenzar todo otra vez; hube de observar las sombras de hojas, plantas y árboles y rocas. Yo no miró los objetos: sólo miro sus sombras. Aunque no haya luz alguna, hay sombras; hasta de noche hay sombras. Dado que soy observadora de sombras, lo soy de distancia. Puedo observar sombras, aún en la distancia.
»Las sombras del amanecer no rebelan gran cosa. Las sombras descansan a esa hora. De modo que es inútil observar muy temprano. Alrededor de las seis, las sombras despiertan, y su mejor momento está cerca de las cinco de la tarde. En ese momento se hallan enteramente despiertas.
– ¿Qué te dicen las sombras?
– Todo lo que desee saber. Me dicen cosas ya sea por su temperatura, sus movimientos o sus colores. No conozco, sin embargo, todos los significados del color y el calor. El Nagual dejó por mi cuenta el aprenderlo.
– ¿Cómo aprendes?
– En el soñar. Los soñadores deben observar para soñar, y deben buscar sueños para observar. Por ejemplo, el Nagual me hacía observar sombras de rocas; luego, en mi soñar, descubría que esas sombras poseían luz, de modo que, desde entonces, buscaba la luz en las sombras hasta dar con ella. Observar y soñar son cosas que están unidas. Me costó un largo tiempo de observación de sombras el llevarlas a mi soñar. Y luego me costó un largo período de soñar y observar el conseguir que ambas cosas se unieran, para ver realmente en las sombras lo que veía en mi soñar. ¿Entiendes? Todos hacemos lo mismo. El soñar de Rosa gira en torno a los árboles porque es una observadora de árboles y el de Josefina tiene que ver con nubes porque es una observadora de nubes. Observan árboles y nubes hasta alcanzar con ello el nivel de su soñar
Rosa y Josefina hicieron un gesto de asentimiento.
– ¿Y la Gorda? -pregunté.
– Es la observadora de pulgas -dijo Rosa, y todas rieron.
– A la Gorda no le gusta que le piquen pulgas -explicó Lidia-. No tiene forma y puede observarlo todo, pero antes solía dedicarse a la lluvia.
– ¿Y Pablito?
– Observa el sexo de las mujeres -dijo Rosa con indiferencia.
Soltaron una carcajada. Rosa me palmeó la espalda.
– Se me ocurre que, puesto que es tu compañero, sigue tu ejemplo -dijo
Golpearon la mesa y movieron los bancos al empujarlos con los pies en medio de su risa.
– Pablito es observador de rocas -dijo Lidia-. Néstor atiende la lluvia y a las plantas y Benigno a la distancia. Pero no me preguntes más acerca de la observación, porque perderé mi poder si te cuento más.
– ¿Y por qué la Gorda me lo dice todo?
– Ella ha perdido la forma -replicó Lidia-. Cuando yo la pierda haré lo mismo. Pero para entonces no te interesará escucharme. Te importa ahora porque eres tan torpe como nosotras. Cuando pierdas tu forma dejarás de serlo.
– ¿Por qué haces tantas preguntas cuando sabes todo esto? -quiso saber Rosa.
– Porque es como nosotras -dijo Lidia-. No es un verdadero nagual. Aún es un hombre.
Se volvió hacia mí. Durante un instante su rostro se mostró duro y sus ojos penetrantes y fríos, pero su expresión se hizo más dulce al hablarme.
– Pablito y tu son compañeros -dijo-. Le aprecias ¿no?.
Lo pensé antes de responder. Le dije que, de algún modo, confiaba en él implícitamente. Por cierta razón ignorada, sentía afinidad con el.
– Le estimas tanto que jugaste sucio con él. -dijo en tono acusador-. En aquella cima desde la cual saltaron, él estaba llegando a concentrar su segunda atención por sus propios medios; tú le obligastes a arrojarse contigo.
– Sólo le cogí por el brazo -protesté.
– Un brujo no coge a otro brujo por el brazo -dijo. Todos somos capaces de valernos por nosotros mismos. Tú no necesitas que ninguna de nosotras te ayude. Sólo un brujo que ve y carece de forma puede auxiliar. En aquella montaña, era de esperar que tu saltases primero. Ahora Pablito está ligado a ti. Imagino que te propones ayudarnos del mismo modo. ¡Dios mío! ¡Cuanto más pienso en ti más te desprecio!
Rosa y Josefina mascullaron unas palabras diciendo estar de acuerdo. Rosa se puso de pie y me enfrentó con los ojos llenos de ira. Exigía saber lo que me proponía hacer con ellas. Le respondí que pensaba partir muy pronto. Esa afirmación pareció chocarles. Las tres hablaron a la vez. La voz de Lidia se imponía a las demás. Dijo que el momento de partir había sido en la noche anterior, y que mi decisión de quedarme había suscitado su odio. Josefina comenzó a aullar obscenidades en mi contra.
Experimenté un súbito escalofrío. Me puse de pie y les dije que se callaran con una voz distinta a la mía. Me miraron horrorizadas. Traté de restar importancia a la cuestión, pero me había asustado a mi mismo tanto como a ellas.
En ese instante se presentó la Gorda en la cocina, como si hubiese estado escondida en la habitación de delante, aguardando a que iniciáramos una pelea. Manifestó que nos había advertido sobre el peligro que todos corríamos de caer los unos en las redes de los otros. Tuve que reír al ver el modo en que nos regañaba, como si fuésemos niños. Aseveró que nos debíamos mutuo respeto y que el respeto entre guerreros era un asunto sumamente delicado. Las hermanitas sabían comportarse como guerreros entre sí, al igual que los Genaros, pero en cuanto yo me inmiscuía en alguno de los grupos, o los dos grupos se reunían todos olvidaban su saber guerrero y se comportaban como bestias.
Nos sentamos. La Gorda lo hizo a mi lado. Tras una pausa, Lidia expuso que temía que hiciera con ellas lo que le había hecho a Pablito. La Gorda rió aseverando que nunca permitiría que ayudase a nadie así. Le expuse que no comprendía qué le había hecho a Pablito que resultaba tan malo. En todo caso, lo había hecho sin ser consciente de ello, y no me hubiese enterado de la acción en sí, de no habérmela hecho conocer Néstor.
Es más: me preguntaba si Néstor no exageraría un tanto y si no estaría equivocado.
La Gorda afirmó que el Testigo nunca cometería un error semejante, que mucho menos lo exageraría, y que era el más perfecto guerrero de entre todos ellos.
– Los brujos no se ayudan entre sí como tu hiciste con Pablito -prosiguió-. Te comportaste como un hombre corriente. El Nagual nos había preparado para ser guerreros. Decía que un guerrero no sentía compasión por nadie. Para él, sentir compasión implicaba desear que la otra persona fuese como uno, estuviese en el lugar de uno y que esa es la razón por la que se da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lo más difícil del mundo, para un guerrero, es dejar ser a los otros. Cuando yo era gorda me preocupaba porque Lidia y Josefina no comían lo suficiente. Tenía miedo de que enfermasen y muriesen por no comer. Hice lo imposible por que engordasen, y con el mejor de los propósitos. La impecabilidad de un guerrero consiste en dejar de ser y apoyar a los demás en lo que realmente son. Desde luego, eso implica confiar en que los otros son también guerreros impecables.
– ¿Y si no son guerreros impecables?
– Entonces tu deber es ser impecable y no decir palabra -replicó-. El Nagual sostenía que sólo un brujo que ve y ha perdido la forma puede permitirse ayudar a otro. Es por eso que el nos ayudó e hizo de nosotros lo que somos. No creerás que es posible andar por la calle recogiendo gente para auxiliarla, ¿verdad?
Ya don Juan me había enfrentado con el dilema de no poder ayudar a mis semejantes en modo alguno. En realidad, para él, todo esfuerzo de nuestra parte en ese sentido era un acto arbitrario determinado por nuestro propio interés.
Un día, estando juntos en la ciudad, alcé un caracol que se hallaba en medio de la calzada y lo llevé a lugar seguro, bajo unas parras. Estaba convencido de que, de dejarlo donde lo había encontrado, tarde o temprano alguien lo habría pisado. Pensaba que, al ponerlo fuera de peligro, lo había salvado.
Don Juan señaló que mi suposición era muy superficial, puesto que no había tomado en cuenta dos posibilidades. Una de ellas consiste en que el caracol quizás estaba huyendo de una muerte segura por envenenamiento de parra; la otra, en que el caracol poseyese el poder personal suficiente para atravesar la calzada. Mi intervención no sólo no lo había salvado, sino que le había hecho perder lo que hubiera ganado muy penosamente.
Naturalmente, quise devolver el caracol al lugar en que lo había hallado, pero no me lo permitió. Dijo que era el destino del caracol el que un idiota se cruzase en su sendero y le echase a perder lo mejor de su ímpetu. Si lo dejaba donde lo había puesto, era probable que volviese a reunir el poder necesario para alcanzar su objetivo.
Creí entenderle. Era evidente que no había hecho sino aceptar su posición sin profundizar. Lo que más me costaba era dejar ser a los otros.
Conté la anécdota. La Gorda me palmeó la espalda.
– Somos todos bastante malos -dijo-. Los cinco somos personas horrorosas, que se niegan a entender. Yo me desembaracé de mi peor parte, pero aún no soy enteramente libre. Somos bastante lentos y en comparación con los Genaros, pesimistas y tiránicos. Los Genaros, en cambio se parecen a Genaro: hay muy poco de perverso en ellos.
Las hermanitas asintieron con un gesto.
– Tú eres el más feo de todos nosotros -me dijo Lidia-. No creo que seamos tan malas como tú.
La Gorda sofocó una risilla y me dio unas palmadas en la pierna, como pidiéndome que le diese la razón a Lidia. Lo hice y todas rieron como niñas.
Pasamos un rato en silencio.
– Voy a comunicarte ahora lo único que me queda por decirte -me informó la Gorda de repente.
Nos hizo poner de pie a todos. Dijo que me iban a mostrar el nivel de poder de los guerreros toltecas. Lidia se colocó a mi derecha, enfrentándome. Puso su mano sobre la mía, palma contra palma, pero sin que entrecruzásemos los dedos. Luego me cogió el brazo derecho por sobre el codo con la mano izquierda y me apretó con fuerza contra su pecho. Josefina hizo exactamente lo mismo a mi izquierda. Rosa se puso cara a cara conmigo, pasó las manos por debajo de mis axilas y se aferró a mis hombros. La Gorda se acercó desde detrás y me abrazó por la cintura, entrelazando los dedos sobre mi ombligo.
Todos teníamos aproximadamente la misma estatura y les era posible apoyar su cabeza contra la mía. La Gorda me habló al oído, en voz baja, aunque lo bastante fuerte como para que todos la oyesen. Dijo que íbamos a tratar de oponer nuestra segunda atención en el lugar de poder del Nagual, sin que nada ni nadie nos estorbara. Esa vez no había a mano maestros ni aliados que nos impulsaran. Lo único que nos llevaba a ello era nuestro deseo.
No pude vencer la irresistible urgencia de preguntarle qué debía hacer. Me respondió que debía centrar mi segunda atención en aquello que había observado.
Me explicó que la formación en la cual nos hallábamos era una postura de poder tolteca. En aquel instante era yo el centro y la fuerza capaz de reunir los cuatro rincones del mundo. Lidia era el Este, el arma que los guerreros toltecas blandían con la mano derecha; Rosa era el Norte, el escudo sostenido por delante del guerrero; Josefina era el Oeste, el espíritu cazador del guerrero, sostenido por su mano izquierda; y la Gorda era el Sur, el cesto que los guerreros llevan a la espalda y en la que guardan sus objetos de poder. Afirmó que la posición natural de todo guerrero era de cara al Norte, puesto que debía sujetar el arma, el Este, en la mano derecha. Pero la dirección a la que debíamos orientarnos era el Sur, con una ligera desviación hacia el Este: en consecuencia, el acto de poder que el Nagual nos había encomendado era cambiar las direcciones.
Me recordó que una de las primeras cosas que el Nagual nos había hecho a todos había sido reorientar nuestros ojos hacia el Sudeste. De ese modo, había inducido a nuestra segunda atención a realizar la hazaña que íbamos a efectuar entonces. Había dos posibilidades. Una consistía en que todos girásemos hacia el Sur, utilizándome como eje y alterando en el proceso los valores y funciones básicos de cada uno. Lidia sería así el Oeste, Josefina el Este, Rosa el Sur y ella el Norte. La otra alternativa implicaba cambiar nuestra dirección, enfrentando el Sur, pero sin girar. Esa era la alternativa de poder, que nos imponía la adquisición de nuestro segundo rostro.
Dije a la Gorda que no entendía qué era nuestro segundo rostro. Me respondió que el Nagual le había confiado la misión de reunir la segunda atención de todos los miembros del grupo, y que todo guerrero tolteca tenía dos rostros y enfrentaba dos direcciones opuestas. El segundo rostro era la segunda atención.
De pronto la Gorda me soltó. Las demás hicieron lo mismo. Ella se sentó y me instó a hacerlo a mi vez, a su lado. Las hermanitas permanecieron de pie. La Gorda me preguntó si lo tenía todo claro. En efecto, lo tenía, aunque, en cierto sentido, no era así. Antes de que hubiese tenido tiempo para formular una pregunta, me espetó que una de las últimas cosas que el Nagual le había encargado decirme era que debía cambiar la dirección, sumando mi segunda atención a la de ellas, y adquirir mi rostro de poder, para ver lo que ocurría a mis espaldas.
Se puso de pie y me indicó que la siguiera. Me llevó hasta la puerta de su habitación. Me dio un ligero empujón para hacerme entrar. Una vez que hube cruzado el umbral, Lidia, Rosa, Josefina y ella se me unieron, en ese orden, y la Gorda cerró la puerta.
El lugar estaba muy oscuro. No parecía haber ventanas. La Gorda me cogió por el brazo y me hizo situar en lo que supuse sería el centro del cuarto. Me rodearon. No alcanzaba a verlas; percibía su presencia tan sólo, en los cuatro lados.
Pasado un rato mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Pude entonces comprobar que la habitación contaba con dos ventanas, que habían sido cubiertas con sendas tablas. La poca luz que se filtraba a través de ellas me permitía distinguir a todas. Luego, el grupo se cogió de mí tal como lo había hecho minutos antes: perfectamente al unísono, apoyaron sus cabezas contra la mía. Sentía sus cálidas respiraciones a mi alrededor. Cerré los ojos para reconstruir la imagen que había observado. No lo logré. Me hallaba demasiado cansado y somnoliento. Los ojos me ardían terriblemente. Deseaba frotármelos, pero Lidia y Josefina me sujetaban los brazos con firmeza.
Permanecimos en esa posición durante mucho tiempo. La fatiga me resultaba insoportable y terminé por desplomarme. Creí que mis rodillas había cedido. Tenía la impresión de que iba a caer al piso y quedar dormido allí mismo. Pero no había piso. En realidad, no había nada debajo de mí. Mi terror al comprenderlo fue tal que desperté por completo en un instante; no obstante, una fuerza mayor que mi miedo me devolvió al sueño. Me abandoné. Flotaba con ellas como un globo. Era como si hubiese quedado dormido y soñara y en el sueño viera una serie de imágenes discontinuas. Ya no nos encontrábamos en la oscuridad de la habitación. La luz me cegaba. En ocasiones alcanzaba a ver el rostro de Rosa contra el mío; por el rabillo del ojo distinguía también el de Lidia y el de Josefina. Tenía la frente apoyada contra mis orejas. Entonces la imagen cambiaba y tenía ante la vista la cara de la Gorda. Toda vez que ello ocurría, apoyaba la boca en la mía y me echaba el aliento. No me gustaba en lo más mínimo. Una cierta fuerza trataba de librarse en mí. Estaba aterrorizado. Traté de apartarlas. Cuanta más fuerza hacía para conseguirlo, más sólidamente me aferraban. Me convencí de que la Gorda me había engañado para guiarme por fin a una trampa mortal. Pero, a diferencia de las otras, la Gorda había sido una jugadora impecable. Esa idea me reconfortó. En cierto momento, dejé de luchar. El fenómeno de mi muerte, que consideraba inminente, suscitó mi interés y me dejé ir de mí mismo. Experimenté entonces una alegría inigualable, una exuberancia que, estaba seguro, era el heraldo de mi fin, si no de mi muerte propiamente dicha. Me esforcé por acercar aún más a mí a Lidia y Josefina. En ese momento tenía a la Gorda delante. No me importó que expulsara su aliento en mi boca; en realidad, me sorprendió que dejara de hacerlo entonces. En el instante en que ello ocurrió, las demás dejaron de apretar su cabeza contra la mía. Comenzaron a mirar a su alrededor y al hacerlo me dejaron en libertad de mover la cabeza. Lidia, la Gorda y Josefina estaban tan próximas a mí que sólo podía ver algo a través del espacio libre que quedaba entre sus frentes. No sabía dónde nos encontrábamos. Sólo estaba seguro de una cosa: no nos hallábamos en el suelo. Nos hallábamos en el aire. Di igualmente por seguro que habíamos alterado el orden. Lidia estaba a mi derecha y Josefina a mi izquierda. Al igual que la Gorda, tenía el rostro cubierto de sudor. Tan sólo percibía la presencia de Rosa detrás de mí. Veía sus manos, que atenazaban mis hombros.
La Gorda decía algo que yo no alcanzaba a oír. Pronunciaba con gran lentitud, como para darme tiempo a leer sus labios, pero me distraían los detalles de su boca. En cierto instante me di cuenta de que las cuatro me movían, me mecían deliberadamente. Ello me obligó a prestar atención a las palabras silenciosas de la Gor da. Entonces leí claramente sus labios. Me decía que me diera vuelta. Lo intenté, pero mi cabeza parecía haber sido fijada en su posición. Sentí que alguien me mordía los labios. Miré a la Gorda. No me mordía, sino que me contemplaba, en tanto me decía que volviera la cabeza. A medida que hablaba, yo sentía que ese alguien a la vez me lamía el rostro o mordisqueaba mis labios y mejillas.
La cara de la Gorda presentaba una cierta distorsión. Se veía grande y amarillenta. Pensé que, puesto que toda la escena estaba bañada por este color, su rostro quizás lo reflejaba. Casi la oía ordenarme dar vuelta a la cabeza. La molestia que me ocasionaba el mordisqueo terminó por hacerme sacudir la cabeza. Y de pronto la voz de la Gorda se hizo claramente audible. Estaba detrás de mí y gritaba para que dirigiese mi atención al entorno. Rosa era quien lamía mi cara. La aparté con la frente. Lloraba y estaba bañada en sudor. Escuché a la Gorda. Me dijo que las había agotado al darles batalla y que no sabía qué hacer para recuperar la atención original. Las hermanitas gimoteaban.
Pensaba con absoluta claridad. Mis procesos racionales, sin embargo, no eran deductivos. Comprendía las cosas rápida y directamente y no había dudas de ninguna especie en mi mente. Por ejemplo, entendí de inmediato que debía volver a dormir, y que eso no hará caer a plomo. Pero también supe que debía permitir que ellas nos llevaran a su casa. Yo no era capaz de hacerlo. Si es que aún podía concentra mi segunda atención, tendría que dirigirme a un lugar de México Septentrional que don Juan me había asignado. Siempre había visto esa imagen con más claridad que la de ningún otro sitio del mundo. No me atreví a lanzarme a esa visión. No ignoraba que, de hacerlo, terminaríamos allí.
Estimé que debía decirle a la Gorda lo que sabía, pero no podía hablar. Sin embargo, una parte de mí intuía que ella había comprendido. Me confié a su accionar implícitamente y me dormí en cuestión de segundos. En mi sueño veía la cocina de su casa. Pablito, Néstor y Benigno estaban allí. Se los veía extraordinariamente grandes y resplandecían. No podía fijar mis ojos en ellos, debido a que nos separaba una hoja de plástico. Era como si les estuviera mirando a través de una ventana mientras alguien arrojaba agua en el cristal. Finalmente, el cristal se hizo pedazos y el agua me dio en la cara.
Pablito me estaba empapando con un cubo. Néstor y Benigno estaban de pie a su lado. La Gorda, las hermanitas y yo estábamos tendidos en el patio de la parte posterior de la casa. Los Genaros nos echaban agua.
Me puse de pie de un salto. O el agua fría o la extravagante experiencia por la que acababa de pasar, me habían estimulado. La Gorda y las hermanitas se pusieron unas prendas que los Genaros debían haber tendido al sol. Mis ropas también se hallaban cuidadosamente dispuestas en el suelo. Me vestí sin una palabra. Experimentaba la sensación peculiar que siempre parece seguir a la concentración de la segunda atención; no podía hablar, o, mejor dicho, podía pero no quería. Tenía el estómago revuelto. La Gorda se dio cuenta y me condujo con gentileza al otro lado de la cerca. Estaba mareado. La Gorda y las hermanitas tenían los mismos síntomas que yo.
Regresé a la cocina y me lavé la cara. El agua fría pareció devolverme la conciencia. Pablito, Néstor y Benigno estaban sentados en torno a la mesa. Pablito había llevado su silla. Se levantó y me estrechó la mano. Luego, hicieron lo mismo Néstor y Benigno. La Gorda y las hermanitas se unieron a nosotros.
Me encontraba mal. Me zumbaban los oídos y estaba aturdido. Josefina se levantó, apoyándose en Rosa. Me volví para preguntar a la Gorda qué debía hacer. Lidia, en el banco, se iba cayendo de espaldas. La cogí, pero su peso fue mayor del que yo podía sostener y me derrumbe encima de ella.
Debo haberme desmayado. Desperté de pronto. Yacía sobre un colchón de paja en la habitación de delante. Lidia, Rosa y Josefina estaban profundamente dormidas, a mi lado. Hube de pasar por sobre ellas para levantarme. Las sacudí, pero no despertaron. Fui a la cocina. La Gor da se hallaba sentada a la mesa, junto a los Genaros.
– Bienvenido -dijo Pablito.
Agregó que la Gorda había despertado hacia poco. Yo sentía que volvía a ser el de antes. Tenía hambre. La Gorda me sirvió un tazón de comida. Dijo que ellos ya habían comido. Al terminar, me encontraba muy bien en todos los sentidos, salvo por no poder pensar del modo en que habitualmente lo hacía. El ritmo de procesos mentales había disminuido de manera notable. No me gustaba este estado. Advertí entonces que caía la tarde. Tuve una súbita necesidad de ponerme a saltar, mirando al sol, tal como me inducía a hacer don Juan. Me puse de pie y lo mismo hizo la Gorda. Aparentemente, había tenido la misma idea. El movimiento me hizo sudar. No tardé en sentirme rendido y regresar a la mesa. La Gor da me siguió. Volvimos a sentarnos. Los Genaros nos observaban. La Gorda me tendió mi libreta de notas.
– Aquí, el Nagual nos dejó librados a nosotros mismos -dijo.
Cuando habló, tuvo lugar en mí un singular estallido. Mis pensamientos regresaron como un torrente. Debía de haber habido un cambio en mi expresión, porque Pablito me abrazó y lo mismo hicieron Néstor y Benigno.
– ¡El Nagual va a vivir! -dijo Pablito en voz muy alta.
La Gorda también parecía encantada. Se seco la frente, en un gesto de alivio. Afirmó que había estado a punto de provocar la muerte de todos, y la mía propia, debido a mi terrible complacencia.
– Concentrar la segunda atención no es nada fácil -dijo Néstor.
– ¿Qué nos sucedió, Gorda? -pregunté.
– Nos perdimos -dijo-. Te dejaste llevar por el miedo y nos perdimos en aquella inmensidad. No conseguíamos concentrar nuevamente nuestra atención del tonal. Pero logramos mezclar nuevamente nuestra segunda atención con la tuya y ahora tienes dos rostros.
Lidia, Rosa y Josefina llegaron a la cocina en ese momento. Sonreían, y se las veía tan frescas y vigorosas como siempre. Se sirvieron algo de comer. Se sentaron y nadie pronunció palabra mientras comían. En cuanto la última hubo terminado, la Gorda continuó, a partir del punto en que había callado.
– Ahora eres un guerrero con dos rostros -prosiguió-. El Nagual decía que todos debíamos poseer dos rostros para encontrarnos cómodos en ambas atenciones. Él y Genaro nos ayudaron a dar vuelta a nuestra segunda atención, a la vez que volvían; así podíamos enfrentar ambas direcciones. Pero no hicieron lo mismo contigo porque para ser un verdadero nagual debes ganar todo tu poder por ti mismo. Aún estás muy lejos de ello, pero cabría decir que ya no te arrastras sino que caminas erguido hacia tu objetivo; cuando hayas recuperado tu plenitud y perdido la forma, volarás.
Benigno remedó con la mano el movimiento de un avión en vuelo e imitó el rugido del motor con su atronadora voz. El sonido era realmente ensordecedor.
Todos rieron. Las hermanitas se veían felices.
Hasta entonces no había sido consciente de que caía la tarde. Comenté a la Gorda que debíamos haber dormido bastantes horas, puesto que habíamos entrado en su habitación antes del mediodía. Me respondió que, por el contrario, habíamos dormido muy poco: la mayor parte del tiempo la habíamos pasado perdidos en el otro mundo y los Genaros se habían asustado y entristecido profundamente porque no podían hacer nada para traernos de regreso.
Me volví hacia Néstor y le pregunté qué era lo que habían hecho o dicho en nuestra ausencia. Me observó un momento antes de contestar.
– Llevamos mucha agua al patio -dijo, señalando unos barriles de petróleo vacíos-. Entonces llegaron ustedes y se la echamos encima; eso es todo.
– ¿Salimos de la habitación? -le pregunté.
Benigno soltó una carcajada. Néstor miró a la Gorda como pidiéndole permiso o consejo.
– ¿Salimos de la habitación? -preguntó la Gorda.
– No -replicó Néstor.
La Gorda parecía tan ansiosa por saber como yo, lo cual me resultaba alarmante. Llegó a rogar melosamente a Néstor que hablara.
– No vienen de ninguna parte -dijo Néstor-. Y también debería decir que fue terrorífico. Eran como niebla. Pablito fue el primero en verlos. Sin duda, estuvieron en el patio durante bastante tiempo, pero no sabíamos dónde buscarlos. Entonces Pablito gritó y todos los vimos. Nunca habíamos presenciado nada semejante.
– ¿Cuál era nuestro aspecto? -pregunté.
Los Genaros se miraron. Hubo un silencio insoportablemente largo. Las hermanitas miraban a Néstor con la boca abierta.
– Eran como trozos de niebla atrapados en una red -dijo Néstor-. Al echarles agua, volvieron a ser sólidos.
Yo deseaba que siguiera hablando, pero la Gorda aseveró que quedaba muy poco tiempo, por cuanto yo debía partir al fin del día y ella aún tenía cosas que decirme. Los Genaros se pusieron de pie y se despidieron de las hermanitas y de la Gorda con un apretón de manos. Me abrazaron y me hicieron saber que necesitaban tan sólo unos pocos días para preparar su marcha. Pablito cargo con su silla a hombros, Josefina corrió hacia el fondo, cogió un paquete que habían traído de la casa de doña Soledad y lo puso entre las patas de la silla de Pablito, que así se convirtió en un ingenio adecuado para el acarreo.
– Puesto que vas para tu casa, puedes llevarte esto -dijo-. De todos modos te pertenece.
Pablito se encogió de hombros y acomodó la silla para equilibrar bien la carga.
Néstor propuso que Benigno llevase el bulto, pero Pablito no se lo permitió.
– Está bien -dijo-. Bien puedo hacer de burro, si ya estoy obligado a soportar esta condenada silla.
– ¿Por qué la llevas, Pablito? -pregunté.
– Tengo que conservar mi poder -replicó-. No puedo sentarme en cualquier parte. ¿Quién sabe que clase de imbécil se sienta en un lugar antes que uno?
Dejó escapar una risa aguda e hizo mover el bulto al sacudir los hombros.
Una vez que los Genaros hubieron partido, la Gorda me explicó que Pablito había comenzado con la locura de la silla para fastidiar a Lidia. No quería sentarse donde ella lo hubiera hecho, pero se había entusiasmado y, dada su tendencia a darse gusto, había decidido no sentarte más que en su silla.
– Es capaz de cargar con ella durante el resto de su vida -me dijo la Gorda con gran certidumbre-. Es casi tan malo como tú. Es tu compañero. Tu cargarás siempre con tu libreta de notas y él con su silla ¿Qué diferencia hay? Ambos son más complacientes con ustedes mismos que el resto de nosotros.
Las hermanitas se acercaron a mí y rieron, palmeándome la espalda.
– Es muy difícil penetrar en nuestra segunda atención -prosiguió la Gorda -. Y es aún más difícil lograrlo cuando se es cómo tú. El Nagual decía que debías conocer mejor que los demás esas dificultades. Mediante sus plantas de poder, aprendiste a internarte en ese otro mundo. Es por eso que hoy nos llevaste al borde de la muerte. Nosotras deseábamos concentrar nuestra segunda atención en el lugar del Nagual, y tú nos hundiste en algo desconocido. No estamos preparadas para ello, pero tampoco lo estás tú. Tampoco puedes ayudarte a ti mismo; las plantas de poder te hicieron así. El Nagual tenía razón; debemos ayudarte a contener tu segunda atención, y tu tienes que ayudarnos a liberar la nuestra. Tu segunda atención puede ir muy lejos, pero está fuera de control; la nuestra tiene poco radio de acción, pero la tenemos absolutamente controlada.
La Gorda y las hermanitas, una a una, me fueron expresando cuán horrible había sido la experiencia de hallarse perdidas en el otro mundo.
– El Nagual me dijo -prosiguió la Gorda – que cuando concentraba tu segunda atención con su humo, la dirigías a un mosquito. El mosquito se convertía entonces en el guardián del otro mundo para ti.
Le confesé que era cierto. Como me lo pidió, les narre la experiencia por la que don Juan me había hecho pasar. Con la ayuda de su mezcla para fumar, había llegado a percibir un mosquito de unos treinta metros de altura, un monstruo horripilante que se movía a velocidad increíble y con gran agilidad. La fealdad de aquella criatura era repugnante y, sin embargo, poseía una fantástica magnificencia.
Tampoco había tenido modo de acomodar esa experiencia a mi esquema racional de las cosas. Mi único apoyo intelectual radicaba en mi profunda certidumbre de que uno de los efectos de la mezcla psicotrópica era la alucinación relativa al tamaño del mosquito.
Dirigiéndome en particular a la Gorda, les expuse mi explicación racional, causal, de lo que había tenido lugar. Rieron.
– Las alucinaciones no existen -dijo la Gorda con firmeza-. Si alguien ve de pronto algo diferente, algo nuevo, es debido a que la segunda atención se ha concentrado y la persona la ha dirigido a un objeto en particular. De todos modos, algo debe concentrar la atención de la persona: tal vez el alcohol, o la locura, o quizá la mezcla de fumar del Nagual.
»Tu viste un mosquito y éste se convirtió en el guardián del otro mundo para ti. ¿Y sabes qué es ese otro mundo? Es el mundo de nuestra segunda atención. El Nagual creía probable que tu segunda atención tuviese la fuerza necesaria para superar al guardián y entrar a ese mundo. Pero no era así. De haberlo sido, habrías entrado en él para no retornar jamás. El Nagual me dijo que estaba preparado para seguirte. Pero el guardián te cerró el paso y estuvo a punto de matarte. El Nagual se vio obligado a dejar de emplear sus plantas de poder para concentrar tu segunda atención porque tú sólo la dirigías a los aspectos pavorosos de la realidad. Tuvo, en cambio, que hacerte soñar, para que la encontraras por otros medios. No obstante, estaba seguro de que también tu soñar sería horroroso. No había nada que hacer al respecto. Tú seguías sus pasos y el poseía un lado horrible, terrorífico.
Callaron. Era como si cada uno hubiese sido atrapado por sus propios recuerdos.
La Gorda contó que el Nagual me había señalado en una ocasión un insecto rojo muy especial, en las montañas de su tierra. Me preguntó si lo recordaba.
Lo recordaba. Años atrás don Juan me había llevado a una zona desconocida para mi, en las montañas de México Septentrional. Me hizo ver unos insectos redondos, del tamaño de una mariquita. El dorso era de un rojo brillante. Quise echarme al suelo para examinarlos, pero no me lo permitió. Me dijo que debía observarlos, sin mirarlos fijamente, hasta haber memorizado su forma, porque se esperaba de mí que los recordase siempre. Explicó luego algunos complicados detalles de su conducta, dando a su discurso un cierto matiz metafórico. Me habló acerca de la arbitrariedad de valores que regían nuestras costumbres más arraigadas. Destacó algunos hábitos atribuidos a aquellos insectos y los comparó con los nuestros. A la luz de tal comparación, los fundamentos de nuestras creencias se veían ridículos.
– Antes de que Genaro y él partieran -continuó la Gorda -, el Nagual me llevó al lugar de las montañas en que vivían esos animalitos. Ya había estado allí una vez, al igual que todos los demás. El Nagual se aseguró de que todos conociéramos aquellas pequeñas criaturas, si bien nunca nos permitió observarlas.
»Allí me dijo lo que debía hacer contigo y lo que debía decirte. Ya te he comunicado la mayor parte de aquello que me encomendó, salvo una última cosa. Tiene que ver con aquello que has estado preguntando a todo el mundo: ¿Dónde están el Nagual y Genaro? Te diré exactamente donde se encuentran. El Nagual aseguraba que lo entenderías mejor que cualquiera de nosotros. Ninguno de nosotros ha visto jamás al guardián. Ninguno de nosotros ha estado jamás en ese mundo amarillo azufre en que vive. Tú eres el único. El Nagual dijo haberte seguido en tu entrada a ese mundo cuando enfocaste tu segunda atención sobre el guardián. Pretendía ir allí contigo, tal vez para no regresar, si tú hubieses tenido la fuerza necesaria para pasar. Fue entonces cuando descubrió el mundo de aquellos pequeños insectos rojos. Decía que era la cosa más hermosa y perfecta que se pudiera imaginar. De modo que cuando llegó para él y para Genaro la hora de abandonar este mundo, concentraron su segunda atención y la dirigieron a aquel mundo. Entonces el Nagual abrió la grieta, como tu mismo viste, y entraron por ella a ese mundo, donde aguardan nuestra llegada, que tendrá lugar algún día. El Nagual y Genaro amaban la belleza. Fueron allí por su exclusivo placer.
Me miró. Yo no tenía nada que decir. Ella había estado en lo cierto al afirmar que su revelación debía hacerse en el momento estrictamente adecuado si se pretendía que surtiese algún efecto. Sentía una angustia inexpresable. Era como un deseo de llorar, aunque no estaba triste ni melancólico. Ansiaba algo inefable, pero esa ansiedad no me pertenecía. Como muchos de los sentimientos y sensaciones que había tenido desde mi llegada, me era ajeno.
Vinieron a mi memoria las aseveraciones de Néstor acerca de Eligio. Conté a la Gorda lo que él había dicho y ella me pidió que les narrara las visiones de mi trayecto entre el tonal y el nagual, inmediatamente posterior a mi salto al abismo. Cuando terminé, todas parecían asustadas. La Gorda aisló de inmediato mi visión de la cúpula.
– El Nagual nos dijo que nuestra segunda atención sería enfocada algún día a esa cúpula -afirmó-. Ese día seremos enteramente segunda atención, como lo son el Nagual y Genaro, y ese día nos reuniremos con ellos.
– ¿Quieres decir, Gorda, que iremos como somos? -pregunté.
– Sí, iremos como somos. El cuerpo es la primera atención, la atención del tonal. Cuando se convierte en segunda atención, sencillamente entra al otro mundo. Al saltar al abismo concentraste temporalmente tu segunda intención. Pero Eligio era más fuerte y su segunda intención quedó fijada por el salto. Eso fue lo que le ocurrió y era como nosotros. Pero es imposible decir dónde está. Ni siquiera el Nagual lo sabía. Pero si está en alguna parte es en esa cúpula. O rebotando de visión en visión, tal vez para toda la eternidad.
La Gorda dijo que en mi trayecto entre el tonal y el nagual había corroborado a gran escala que la totalidad de nuestro ser se convierte en segunda atención, y también cuando ella nos transportó un kilómetro para huir de los aliados. Agregó que el problema que el Nagual nos había dejado por resolver, a modo de desafío, consistía en si íbamos a ser o no capaces de desarrollar nuestra voluntad, o el poder de nuestra segunda atención para enfocarlo en forma indefinida sobre cualquier cosa que quisiéramos.
Permanecimos inmóviles durante un rato. Aparentemente, había llegado mi hora de partir, pero no podía ponerme en marcha. El pensar en el destino de Eligio me había paralizado. Ya fuese que hubiese podido llegar a la cúpula de nuestro encuentro, ya fuese que hubiera quedado atrapado en lo tremendo, la imagen de su viaje era enloquecedora. No me costaba ningún esfuerzo concebirlo, puesto que contaba con mi propia experiencia.
El otro mundo al cual don Juan se había referido prácticamente desde el mismo momento en que nos conocimos, había sido siempre una metáfora, una forma oscura de designar cierta distorsión perceptual, o, en el mejor de los casos, una manera de hablar acerca de un estado indefinible del ser. Si bien don Juan me había hecho percibir rasgos indescriptibles del mundo, no me era posible considerar míos experiencia como algo más que un juego sobre mi percepción, un espejismo dirigido de alguna especie, al cual se las había arreglado para someterme, bien por medio de plantas psicotrópicas o valiéndose de otros métodos que yo no lograba deducir racionalmente. Siempre había ocurrido esto. Siempre me había escudado en la idea de que la unidad del «yo» que conocía y que me era familiar había sido desplazada tan sólo temporalmente. Era inevitable, tan pronto como esa unidad fuera recuperada, que el mundo volviera a convertirse en el refugio de mi inviolable ser racional. El campo de probabilidades que la Gorda había abierto con sus revelaciones era escalofriante.
Se puso de pie y me hizo levantar del banco por la fuerza. Dijo que yo debía partir antes del crepúsculo. Me acompañaron al coche y nos despedimos.
La Gorda me dio una última orden. A mi regreso debía ir directamente a casa de los Genaros.
– No queremos verte hasta que sepas qué hacer -dijo con una radiante sonrisa-. Pero no tardes demasiado.
Las hermanitas asintieron.
– Estas montañas no nos van a permitir permanecer aquí por mucho tiempo -agregó, señalando con un sutil movimiento de la barbilla las ominosas, erosionadas colinas del otro lado del valle.
Le hice una pregunta más. Quería saber si ella tenía alguna idea del lugar al que irían el Nagual y Genaro una vez que se hubiese concretado nuestro encuentro. Levantó los ojos al cielo, alzó los brazos e hizo un movimiento indescriptible con ellos, dando a entender que no había límite para aquella inmensidad.
Fin