5 EL ARTE DEL SOÑAR

Pasé a solas toda la mañana del día siguiente. Trabajé en mis notas. Por la tarde ayudé a la Gorda y a las hermanitas, con mi coche, a transportar los muebles de la casa de doña Soledad a la suya.

Al atardecer, la Gorda y yo nos sentamos en la zona destinada a comedor, a solas. Estuvimos un rato en silencio. Me encontraba muy cansado.

La Gorda rompió el silencio para decir que todos habían estado demasiado satisfechos de sí mismos desde la partida del Nagual y de Genaro. Se habían dedicado exclusivamente a sus tareas particulares. Me hizo saber que el Nagual le había recomendado ser un guerrero vehemente y seguir cualquiera de los caminos que su destino le trazara. Si Soledad hubiese robado mi poder, la Gorda debía huir y tratar de salvar a las hermanitas, uniéndose a Benigno y a Néstor, los únicos dos Genaros que habrían sobrevivido. Si las hermanitas me hubiesen asesinado, su deber consistía en sumarse a los Genaros: las hermanitas ya no necesitarían de ella. Si yo no hubiese sobrevivido al ataque de los aliados, tendría que haberse alejado de la zona y vivir a solas. Me comentó, con los ojos brillantes, que había estado convencida de que ninguno de los dos iba a salvar la vida, y que esa era la razón por la cual se había despedido de las hermanas, la casa y las colinas.

– El Nagual me dijo que en caso de que sobreviviéramos al enfrentamiento con los aliados -prosiguió- debía hacer cualquier cosa por ti, porque ese era mi camino como guerrero. Fue por eso que intervine anoche ante lo que Benigno te estaba haciendo. Estaba apretándote el pecho con los ojos. Ese es su arte como acechador. Tú viste la mano de Pablito ayer; eso también forma parte del mismo arte.

– ¿En qué consiste ese arte, Gorda?

– El arte del acechador. Era la actividad predilecta del Nagual, y los Genaros son sus verdaderos hijos en ese sentido. Nosotros, por otra parte, somos soñadores. Tu doble está en el soñar.

Lo que me refería era enteramente nuevo para mí. Deseaba que aclarara sus afirmaciones. Me detuve un momento para leer lo que tenía escrito y escoger la pregunta más adecuada. Le comuniqué que lo que más me interesaba averiguar era lo que ella sabía de mi doble, y en segundo término, me preocupaba el arte del acecho.

– El Nagual me dijo que tu doble era algo que requería muchísimo desgaste de poder para manifestarse -explicó-. Él suponía que tu energía alcanzaba para hacerlo surgir dos veces. Fue por eso que preparó a Soledad y a las hermanitas para matarte o para ayudarte.

La Gorda afirmó que yo había tenido más energía de lo que el Nagual creía, y que mi doble había salido tres veces. Aparentemente, el ataque de Rosa no había sido acción irreflexiva; por el contrario, había calculado con inteligencia que, si me hería, mis posibilidades de defensa serían nulas: la misma treta de doña Soledad en relación con su perro. Le había dado a Rosa una oportunidad de golpearme al gritarle, pero su tentativa de lastimarme había fracasado. En cambio, mi doble había salido para dañarla a ella. La Gorda aseveró que Lidia le había dicho que Rosa no quería despertar en el momento en que debimos huir de la casa de Soledad y por eso le había estrujado la mano lesionada. Rosa no sintió ningún dolor y comprendió instantáneamente que la había curado, lo cual significaba para ellas que mi poder se encontraba mermado. La Gorda sostuvo que las hermanitas eran muy inteligentes y tenían proyectado disminuir mi poder; a ese efecto habían insistido en que curase a Soledad. Tan pronto como Rosa comprendió que también la había curado a ella, pensó que mi debilidad superaba los límites de lo tolerable para mí. Todo lo que debían hacer era esperar a Josefina para acabar conmigo.

– Las hermanitas ignoraban que al sanar a Rosa y a soledad lo que habías hecho era recuperar energía -dijo la Gorda, riendo como si se tratara de una broma-. Esa es la razón por la cual tu energía te sirvió para hacer surgir a tu doble por tercera vez en cuanto ellas intentaron arrancarte la luminosidad.

Le narré mi visión de doña Soledad acurrucada contra la pared de su habitación, comentándole el modo en que había unido mi imagen al sentido táctil y terminado por arrancar una sustancia viscosa de su frente.

– Eso era, verdaderamente, ver -acotó la Gorda -. Viste a Soledad en su cuarto, a pesar de que ella estaba en la casa de Genaro conmigo y viste tu nagual en su frente.

Llegados a ese punto, me sentí obligado a relatarle los detalles de mi experiencia, en especial en todo lo relativo al modo en que me había hecho cargo de que estaba curando a doña Soledad y a Rosa mediante al contacto con su sustancia viscosa, que intuía como parte de mí mismo.

Ver aquello sobre la mano de Rosa era también ver en verdad -dijo-. Y tú tenías toda la razón: la sustancia era tú mismo. Salió del cuerpo; era tu nagual. Al tomar contacto con él, lo recobraste.

La Gorda me dijo entonces, como si me estuviese revelando un misterio, que el Nagual le había ordenado no comunicar el hecho de que, puesto que todos poseíamos una luminosidad semejante, el contacto de mi nagual con cualquiera de ellos no me debilitaría, como hubiera sucedido en el caso de un hombre corriente.

– Si tu nagual nos toca -comentó, dándome una palmadita cariñosa en la frente-, tu luminosidad permanece en la superficie. Puedes recuperarla sin que nada se pierda.

Le hice saber que me resultaba imposible creer el contenido de su explicación. Se encogió de hombros, como para comunicarme que eso no era de su interés. Le pregunté entonces por el uso de la palabra «nagual». Mencioné el hecho de que don Juan me había expuesto que el nagual era el principio indescriptible, la fuente de todo.

– Claro -dijo sonriendo-. Sé lo que quería decir. El nagual se halla en todo.

Le señalé, en un tono un tanto despectivo, que también se podía aseverar lo contrario: que el tonal está en todo. Me explicó detalladamente que no existía oposición alguna y que mi declaración era correcta; que el tonal también se encuentra en todo. Que el tonal es susceptible de ser fácilmente aprehendido por nuestros sentidos, en tanto el nagual sólo puede ser captado por el ojo del brujo. Agregó que nos podíamos tropezar con las más extravagantes visiones del tonal, y asustarnos o aterrorizarnos ante ellas, o serles indiferentes, puesto que eran accesibles a todos. Una visión del nagual, por otro lado, requería de los sentidos especializados de un brujo para ser contemplada por entero. Y, sin embargo, tanto el tonal como el nagual estaban presentes en todo siempre. Por tanto, correspondía a un brujo decir que «mirar» consistía en contemplar el tonal presente en todas las cosas, mientras que «ver» suponía, por su parte, el percibir el nagual, también presente en todas las cosas. Según ello, si un guerrero contemplaba el mundo como ser humano, estaba mirando; pero si lo hacía como brujo, estaba «viendo», y lo que «veía» debía llamarse con propiedad «nagual».

Reiteró luego las razones, que ya Néstor me había dado poco antes, por las cuales se llamaba a don Juan «el Nagual», y me confirmó que yo también era el Nagual debido a la forma que había surgido de mi cabeza.

Quise averiguar por qué habían denominado «doble» a la forma surgida de mi cabeza. Me dijo que habían creído compartir conmigo un chiste que solían hacer. Ellas siempre habían llamado «doble» a la forma, fundándose en que su tamaño doblaba el de la persona que la poseía.

– Néstor me dijo que no era demasiado conveniente disponer de esa forma -dije.

– No es bueno ni malo -replicó-. La tienes y eso te lleva a ser el Nagual. Eso es todo. Uno de nosotros debe ser el Nagual, y te ha correspondido a ti. Podía haber sido Pablito, o yo, o cualquier otro.

– Explícame ahora en qué consiste el arte del acecho.

– El Nagual era un acechador -comenzó, con los ojos clavados en mí-. Ya debes saberlo. Él te enseñó a acechar desde el comienzo.

Se me ocurrió que se refería a lo que don Juan denominaba «la caza». Era cierto que me había enseñado a ser cazador. Le comenté que me había indicado cómo cazar y tender trampas. El empleo del término «acecho», no obstante, era más apropiado.

– Un cazador se limita a cazar -dijo-. Un acechador lo acecha todo, inclusive a sí mismo.

– ¿Cómo lo hace?

– Un acechador impecable lo convierte todo en presa. El Nagual me dijo que es posible llegar a acechar nuestras propias debilidades.

Dejé de escribir y traté de recordar si en alguna oportunidad don Juan me había expuesto tan insólita probabilidad: la de acechar mis propias debilidades. Nunca le había oído expresarlo en semejantes términos.

– ¿Cómo es posible acechar las propias debilidades, Gorda?

– Del mismo modo en que se acecha una presa. Descifras tus costumbres hasta conocer todas las consecuencias de tu debilidad y te abalanzas sobre ellas y las coges como a conejos en una jaula.

Don Juan me había enseñado lo mismo acerca de los hábitos, pero más como un principio general del cual los cazadores deben ser conscientes. En cambio, la Gor da lo comprendía y aplicaba en una forma más pragmática que la mía.

Había afirmado que todo hábito era, en esencia, un «hacer»; y un hacer requería todas sus partes para funcionar. Si una de ellas faltaba, el hacer resultaba imposible. Para él, cualquier serie coherente y significativa de acciones era un hacer. Dicho en otros términos, una costumbre requería, para constituir una actividad vital, todas sus acciones componentes.

La Gorda narró entonces el acecho que ella misma había realizado a su costumbre de comer en exceso. El Nagual le había sugerido comenzar el ataque a la parte más importante de tal hábito, relacionado con su trabajo de lavandera, pues ingería todo aquello que le ofrecían los clientes al hacer su recorrido, casa por casa, recogiendo la ropa sucia. Confiaba en que el Nagual le dijese qué hacer; pero él se limitó a reír y hacerle burla, afirmando que tan pronto como él le propusiera hacer algo, ella se esforzaría por no hacerlo. Insistió en que así eran los seres humanos: les encanta que se les diga lo que deben hacer, pero les gusta mucho más resistirse a hacerlo, de modo que llegan a aborrecer a quien los ha aconsejado.

Tardó años en dar con una manera de acechar su debilidad. Cierto día, no obstante, se sintió tan harta y asqueada de verse gorda que se negó a comer durante veintitrés días. Tal fue la acción inicial conducente a romper con su fijación. Luego se le ocurrió la idea de llenarse la boca con una esponja para que sus clientes creyeran que tenía una muela infectada y no podía comer. El subterfugio resultó, no sólo con los clientes, que dejaron de darle comida, sino también con ella misma, por cuanto el mordisquear la esponja le proporcionaba la impresión de comer. La Gorda no podía dejar de reír al contarme cómo, para quitarse la costumbre de comer en exceso, había pasado años con una esponja metida en la boca.

– ¿Fue eso todo lo que necesitaste para dejarlo? -pregunté.

– No. También tuve que aprender a comer como un guerrero.

– ¿Y cómo come un guerrero?

– Un guerrero come en silencio, y lentamente, y muy poco cada vez. Yo solía hablar mientras comía, y comía muy rápido, y devoraba montones y montones de alimentos en una sentada. El Nagual me explicó que un guerrero ingería cuatro bocados seguidos; recién pasado un rato tragaba otros cuatro, y así.

«Por otra parte, un guerrero camina kilómetros y kilómetros cada día. Mi afición a comer me impedía caminar. Acabé con ella ingiriendo cuatro bocados por hora y andando. A veces lo hacía durante todo el día y toda la noche. Así me deshice de la gordura de mis nalgas.

Se echó a reír al recordar el mote que le había puesto don Juan.

– Pero acechar las propias debilidades no implica estrictamente el deshacerse de ellas -dijo-. Puedes estar acechándolas desde ahora hasta el día del juicio final sin que nada varíe un ápice. Por eso el Nagual se negaba a precisar lo que se debía hacer. En realidad, lo que un guerrero necesita para ser un acechador impecable es tener un propósito.

La Gorda me contó cómo, antes de conocer al Nagual, vivía de día en día sin aspirar a nada. No tenía esperanzas, ni sueños, ni deseo de cosa alguna. La oportunidad de comer, en cambio estaba siempre a su alcance. Por alguna razón misteriosa que le era imposible desentrañar, siempre, en todos y cada uno de los momentos de su existencia, había dispuesto de buena cantidad de alimentos. Tantos, a decir verdad, que llegó a pesar ciento veinte kilos.

– Comer era la única alegría de mi vida -comentó-. Además, nunca me veía gorda. Me creía más bien bonita y pensaba que la gente gustaba de mí tal como era. Todo el mundo decía que mi aspecto era saludable.

»El Nagual me dijo algo muy extraño: Afirmó que yo poseía un enorme poder personal y, debido a ello, siempre me las había arreglado para que los amigos me proveyeran de comida mientras mi propia familia pasaba hambre. Todos disponemos de poder personal para algo. En mi caso, el problema radicaba en desviar ese poder, dedicado a la obtención de alimentos, de modo de emplearlo para mi propósito de guerrero.

– ¿Y cuál es ese propósito, Gorda? -pregunté, no muy en serio.

– Entrar en el otro mundo -replicó con una sonrisa, a la vez que fingía golpearme la coronilla con los nudillos, tal como solía hacer don Juan cuando creía que yo sólo estaba satisfaciendo mis deseos.

La luz ya no permitía escribir. La pedí que fuese a buscar una lámpara, pero adujo que se hallaba demasiado cansada y tenía que dormir un poco antes de que llegasen las hermanitas.

Fuimos a la habitación de delante. Me tendió una manta, se envolvió en otra y se durmió instantáneamente. Yo me senté con la espalda apoyada en la pared. La base de ladrillos de la cama resultaba dura a pesar de los cuatro colchones de paja. Era más cómodo estar echado. En el momento en que lo hice, me dormí.

Desperté súbitamente, con una sed insoportable. Deseaba ir a la cocina a buscar agua, pero no lograba orientarme en la oscuridad. Percibía a la Gorda, cubierta por su manta, cerca de mí. La sacudí dos o tres veces, para pedirle que me ayudase a conseguir agua. Gruñó algunas palabras ininteligibles. A juzgar por las apariencias, se encontraba tan profundamente dormida que se resistía a despertar. Volví a agitarla y despertó de pronto; pero no era la Gorda. Fuese quien fuese la persona a la que había importunado, me aulló con una voz masculina, bronca, que callara. ¡Había un hombre en lugar de la Gorda! El miedo hizo presa en mí en forma instantánea e incontrolable. Salté del lecho y me precipité hacia la puerta delantera. Pero mi sentido de la orientación falló y terminé en la cocina. Cogí una lámpara y la encendí tan pronto como me fue posible. La Gorda llegó en ese momento, procedente del cobertizo exterior, y me preguntó qué sucedía. Le conté nerviosamente los hechos. También ella se mostró un tanto sorprendida. Tenía la boca abierta y sus ojos habían perdido el brillo habitual. Sacudió la cabeza vigorosamente, con lo cual, al parecer, se despabiló. Con la lámpara en la mano, fue hacia la habitación de la entrada.

No había nadie en la cama. La Gorda encendió tres lámparas más. Se la veía preocupada. Me ordenó quedarme en donde estaba y abrió la puerta de la habitación de las hermanas. Advertí que en el interior había luz. Cerró y me dijo en un tono que no admitía réplica que no me inquietase, que no era nada y que iba a hacer algo de comer. Con la rapidez y eficiencia de un cocinero de restaurante a la carta, preparó algunos alimentos. También me sirvió una bebida caliente a base de chocolate y harina de maíz. Nos sentamos el uno frente al otro y comimos en absoluto silencio.

La noche era fría. Todo hacía pensar que iba a llover. Las tres lámparas de petróleo que ella había llevado al lugar de la cena arrojaban una luz amarillenta y tranquilizadora. Cogió algunas tablas que se hallaban apiladas contra el muro, y las colocó verticalmente, insertándolas en una profunda acanaladura practicada en el madero de sostén del techo. Había en el piso una larga hendedura paralela a la viga, que contribuía a mantener los tablones en su sitio. De todo lo cual resultaba una pared portátil que cerraba el espacio destinado a comedor.

– ¿Quién había en la cama? -pregunté.

– En la cama, a tu lado, estaba Josefina. ¿Quién iba a ser? -replicó como saboreando las palabras, y luego se echó a reír-. Es maestra en bromas así. Por un momento pensé que podía tratarse de otra cosa, pero en seguida percibí el olor que desprende su cuerpo cuando hace de las suyas.

– ¿Qué pretendía? ¿Matarme de un susto? -quise saber.

– Ya sabes que no eres exactamente su preferido -respondió-. No les agrada verse apartadas del sendero que conocen. Detestan que Soledad se vaya. No quieren comprender que todos nos estamos yendo de aquí. Parece que nos ha llegado la hora. Hoy lo supe. Al salir de la casa me di cuenta de que esas estériles colinas me estaban cansando. Nunca había experimentado nada semejante.

– ¿Dónde van a ir?

– Aún no lo sé. Tengo la impresión de que depende de ti. De tu poder.

– ¿De mí? ¿En qué sentido, Gorda?

– Déjame explicártelo. El día anterior al de tu llegada, las hermanitas y yo fuimos a la ciudad. Quería dar contigo allí porque había tenido una visión muy extraña en mi soñar. En ella, me encontraba en la ciudad contigo. Te veía con la misma claridad con que lo hago en este momento. Tú ignorabas quién era yo, pero me hablabas. Yo no alcanzaba a oír tus palabras. Regresé a la misma visión por tres veces, pero en mi soñar no había fuerza bastante para permitirme captar lo que me decías. Supuse que lo que se buscaba darme a entender con todo ello era que debía ir a la ciudad y confiar en mi poder para hallarte en ella. Estaba segura de que estabas en camino.

– ¿Sabían las hermanitas por qué las llevabas a la ciudad? -pregunté.

– No les dije nada -respondió-. Me limité a llevarlas. Anduvimos por las calles durante toda la mañana.

Sus declaraciones me llevaron a un estado de ánimo singular. Espasmos nerviosos recorrieron mi cuerpo. Tuve que ponerme de pie y andar un poco. Volví a sentarme y le hice saber que había estado en la ciudad aquel mismo día y que había caminado durante toda la tarde por la plaza del mercado buscando a don Juan. Se me quedó mirando con la boca abierta.

– Debimos cruzarnos -dijo con un suspiro-. Nosotras estuvimos en el mercado y en la plaza. Pasamos la mayor parte de la tarde sentadas en la escalinata de la iglesia para no llamar la atención.

El hotel en que me había alojado era un edificio prácticamente contiguo al de la iglesia. Recordé que había pasado un rato observando a la gente que se encontraba en las escalinatas. Algo me llevaba a examinarlas. Unía la impresión absurda de que don Juan y don Genaro se hallaban allí, mezclados con aquellas personas, haciéndose pasar por mendigos para darme una sorpresa.

– ¿Cuándo abandonaron la ciudad? -inquirí.

– Alrededor de las cinco, marchamos hacia el lugar que tiene el Nagual en las montañas -respondió.

También había tenido la certeza de que don Juan había partido al caer el día. Los sentimientos experimentados durante aquella búsqueda de don Juan se me aclaraban por completo. Debía revisar mis ideas sobre esa jornada a la luz de sus palabras. Ya me había explicado la certidumbre de que don Juan estaba en las calles de la ciudad como una expectación irracional de mi parte, consecuencia de mi costumbre de hallarle allí en otros tiempos. Ello me había librado de toda preocupación al respecto. Pero la Gorda había estado en la ciudad, tratando de dar conmigo, y se trataba del ser más próximo a don Juan en cuanto a temperamento. Lo que había percibido era su presencia. Su narración no hacía más que confirmar algo que mi cuerpo sabía más allá de toda duda.

Advertí una agitación nerviosa en su cuerpo, mientras le refería mi disposición de ánimo de aquel día.

– ¿Qué hubiese ocurrido en el caso de que dieras conmigo? -pregunté.

– Todo habría cambiado -replicó-. Localizarte habría significado para mí que contaba con el poder necesario para seguir adelante. Ese es el motivo por el cual me hice acompañar por las hermanitas. Tú, yo y ellas, juntos, habríamos partido ese día.

– ¿Hacia dónde, Gorda?

– ¿Quién sabe? Si mi poder hubiese bastado para encontrarte, también habría bastado para saberlo. Ahora te toca a ti. Quizás tengas el poder necesario para determinar a dónde debemos ir. ¿Me entiendes?

Me invadió entonces una profunda tristeza. Se me hizo presente, de modo más agudo que nunca, lo desesperado de mi fragilidad y mi temporalidad humanas. Don Juan había sostenido siempre que lo único que ponía límite a la desesperación era la conciencia de muerte, clave del esquema de las cosas propio de los brujos. Estaba convencido de que la conciencia de muerte podía dotarnos de las fuerzas necesarias para resistir la presión y el dolor de la vida y el temor a lo desconocido. No obstante, nunca había sido capaz de decirme cuál era el modo de hacer pasar a primer plano esa conciencia. Había insistido, cada vez que le interrogaba sobre el particular, en que mi voluntad era el solo factor determinante; en otros términos, debía disponer mi mente para que fuese testigo de tales actos de conciencia. Creía haberlo hecho. Pero, enfrentado a la decisión de la Gorda de dar conmigo para marchar juntos, comprendí que si ella lo hubiese logrado aquel día, yo jamás habría regresado a mi hogar, ni vuelto a ver a aquellos a quienes afirmaba querer. No estaba preparado para ello. Me había adaptado a la idea de la muerte, pero no a la de mi propia desaparición por el resto de la existencia en plena lucidez, sin ira ni desilusión, dejando a un lado lo mejor de mis afectos.

Me azoraba decir a la Gorda que yo no era un guerrero digno de poseer la clase de poder que debía necesitarse para ejecutar un acto de esa naturaleza: partir para siempre y saber hacia dónde y qué hacer.

– Somos criaturas humanas -dijo-. ¿Quién sabe qué nos espera o qué clase de poder merecemos?

Le confesé que me entristecía demasiado la idea de irse así. Los cambios sufridos por los brujos eran excesivamente drásticos y definitivos. Le referí la insoportable tristeza de Pablito ante la pérdida de su madre.

– La forma humana se alimenta de esos sentimientos -respondió secamente-. Me compadecí de mí misma y de mis pequeños durante años. No comprendía cómo el Nagual podía ser tan cruel como para pedirme que hiciera lo que hice: abandonarlos, destruirlos y olvidarlos.

Afirmó que le había llevado muchísimo tiempo entender que el Nagual también había tenido que abandonar la forma humana. No era cruel. Sencillamente, ya no experimentaba sentimientos humanos. Todo era igual para él. Había aceptado su destino. El problema de Pablito, y el mío propio, consistía en que ninguno de los dos había aceptado su destino. Agregó con desdén que Pablito lloraba al recordar a su madre, su Manuelita, especialmente cuando tenía que prepararse él mismo la comida. Me instó a rememorar a la madre de Pablito tal como era: una vieja estúpida que no sabía hacer otra cosa que servir a su hijo. Sostuvo que la razón por la cual todos ellos consideraban a Pablito un cobarde era su incapacidad para ser feliz al pensar que su sirvienta Manuelita se había convertido en la bruja Soledad, que podía matarlo como si aplastara un bicho.

La Gorda se puso en pie en actitud dramática y se inclinó sobre la mesa hasta que su frente estuvo a punto de rozar la mía.

– El Nagual decía que la buena suerte de Pablito era extraordinaria -dijo-. Madre e hijo luchan por lo mismo. Si no fuera tan cobarde, habría aceptado su destino y enfrentado a Soledad como un guerrero, sin miedo y sin odio. Al final, habría triunfado el mejor, alzándose con todo. Si Soledad hubiera sido la vencedora, Pablito habría debido sentirse feliz y desear su bien. Pero sólo un auténtico guerrero puede sentir ese tipo de felicidad.

– ¿Y qué siente doña Soledad al respecto?

– No se abandona a sus sentimientos -replicó la Gorda, sentándose nuevamente-. Ha aceptado su destino con más prontitud que cualquiera de nosotros. Antes de recibir la ayuda del Nagual, se encontraba peor que yo. Yo, al menos, era joven; ella era una vaca vieja, gorda y cansada, que sólo pedía morir. Ahora la muerte tendrá que dar batalla para llevársela.

El elemento temporal era un factor confuso para mí en relación con la transformación de doña Soledad. Expliqué a la Gorda que no hacía más de dos años que la había visto y seguía siendo la misma anciana que conocía desde un principio. La Gorda me aclaró entonces que la última vez que yo había estado en casa de Soledad, convencido de que aún era la madre de Pablito, el Nagual los había instado a actuar como si nada hubiese ocurrido. Doña Soledad me saludó, como siempre desde la cocina, pero en realidad no llegué a verla. Lidia, Rosa, Pablito y Néstor representaron sus papeles a la perfección para evitar que me diese cuenta de cuáles eran sus verdaderas actividades.

– ¿Por qué el Nagual se dio todo ese trabajo, Gorda?

– Te protegía de algo que aún no estaba claro. Te apartaba de nosotros de una manera deliberada. Tanto él como Genaro me ordenaron no mostrar mi rostro mientras estuvieses cerca.

– ¿Le dieron la misma orden a Josefina?

– Sí. Ella está loca y no puede contenerse. Pretendía hacerte una broma. Solía seguirte sin que tú te enterases. Una noche en que el Nagual te llevó a las montañas estuvo a punto de empujarte a un barranco. El Nagual la descubrió en el momento crítico. No hace esas cosas por maldad, sino porque le divierte ser así. Esa es su forma humana. No cambiará hasta que la pierda. Te he dicho que los seis están un poco idos. Debes ser consciente de ello si no quieres caer en su telaraña. Si te atrapan, no los culpes. No pueden evitarlo.

Guardó silencio por un rato. Capté un signo casi imperceptible de alteración en su cuerpo. Su mirada pareció desenfocarse y su mandíbula cayó como si los músculos de sostén hubiesen cedido. Quedé absorto contemplándola. Sacudió la cabeza dos o tres veces.

– Acabo de ver algo -dijo-. Eres idéntico a las hermanitas y a los Genaros.

Se echó a reír en silencio. No dije nada. Deseaba que se explicara sin mi intromisión.

– Todos se enfadan contigo porque aún no han caído en la cuenta de que no eres distinto de ellos -prosiguió-. Te consideran el Nagual y no comprenden que te complaces en ti mismo al igual que ellos.

Me comunicó que Pablito gimoteaba y se quejaba y representaba el papel de cobarde. Benigno se fingía tímido, incapaz de abrir los ojos. Néstor jugaba el rol del sabio, el que lo sabe todo. Lidia hacía las veces de la mujer dura, capaz de aplastar a cualquiera con una mirada. Josefina era la loca en quien no se podía confiar. Rosa era la muchacha de mal carácter que se comía a los mosquitos que la mordían. Y yo era el loco que venía de Los Angeles con una libreta y un montón de preguntas desatinadas. Y a todos nos gustaba ser como éramos.

– En una época yo era una mujer gorda y maloliente -siguió tras una pausa-. No me importaba que me patearan como a un perro, con tal de no encontrarme sola. Esa era mi forma.

»Tendré que contar a todos lo que he visto acerca de ti, para que nadie se sienta ofendido por tus actos.

No sabía que decir. Comprendía que tenía toda la razón. Lo más importante para mí era -más que la exactitud de su observación- el haber sido testigo de su arribo a tan incuestionable conclusión.

– ¿Cómo viste todo eso? -pregunté.

– Llegó a mí -replicó.

– ¿Cómo llegó a ti?

– Tuve la sensación de que el ver llegaba a mi coronilla, y entonces supe lo que acabo de decirte.

Insistí en que me describiera detalladamente la sensación del ver a la cual acababa de aludir. Accedió a ello tras un momento de vacilación y pasó a definir una impresión similar a aquella de cosquilleo de la que yo había sido tan consciente en el curso de mis enfrentamientos con doña Soledad y las hermanitas. Me explicó que las sensación se iniciaba en la coronilla, bajaba por la espalda y rodeaba la cintura en dirección al útero. Sentía un intenso cosquilleo interior que se convertía en el conocimiento de que yo me estaba aferrando a mi forma humana, como todos los demás, sólo que el modo como yo lo hacía resultaba incomprensible para ellos.

– ¿Oíste alguna voz que te lo dijera? -pregunté.

– No. Sólo vi todo lo que te he dicho acerca de ti mismo.

Deseaba preguntarle si me había visto aferrado a algo, pero desistí de hacerlo. No quería caer en mis pautas habituales de conducta. Además, sabía lo que quería decir al emplear la palabra «ver». Lo mismo que había ocurrido con Rosa y Lidia. «Supe» súbitamente dónde vivían; no había tenido una visión de la casa. Pero sentí que la conocía.

Le pregunté si también había oído un sonido seco en la base del cuello, semejante al de la quebradura de un tubo de madera.

– El Nagual nos enseñó a todos lo relativo a la sensación en la coronilla -dijo-. Pero no todos alcanzamos a tenerla. En cuanto al sonido en la base del cuello, es aún menos corriente. Ninguno de nosotros lo oyó. Es raro que lo hayas percibido tú, cuando todavía estás vacío.

– ¿Qué efecto produce ese sonido? -pregunté-. Y, ¿qué es?

– Lo sabes mejor que yo. ¿Qué más puedo decirte? -replicó en tono áspero.

Su propia impaciencia pareció sorprenderla. Sonrió tímidamente y bajó la cabeza.

– Me siento una idiota al decirte cosas que ya sabes -dijo-. ¿Me haces esa clase de preguntas para comprobar si he perdido la forma?

Le hice saber que estaba confundido por cuanto tenía la impresión de saber qué era ese sonido y, sin embargo, ignorarlo todo acerca de él, debido a que para mí conocer algo suponía ser capaz de verbalizarlo. En ese caso, no sabía siquiera por dónde empezar. Por lo tanto, lo único que me cabía hacer era formularle preguntas, en la esperanza de que sus respuestas me ayudasen.

– Por lo que hace a ese sonido, no puedo ayudarte -dijo.

Experimenté una súbita y tremenda incomodidad. Le expliqué que estaba habituado a tratar con don Juan y que en ese momento le necesitaba más que nunca para que me aclarase todo.

– ¿Extrañas al Nagual? -quiso saber.

Le confié que sí, y que no me había percatado de lo mucho que le echaba de menos hasta regresar a su tierra.

– Sientes su falta porque sigues aferrado a tu forma humana -dijo, y rió tontamente, como si le complaciera mi tristeza.

– ¿Y tú no lo extrañas, Gorda?

– No. Yo no. Yo soy él. Toda mi luminosidad ha sido cambiada. ¿Cómo podría echar de menos una cosa que forma parte de mí misma?

– ¿En qué ha variado tu luminosidad?

– Un ser humano, al igual que cualquier otra criatura viviente, emite un resplandor de un amarillo desvaído. En los animales tiende al amarillo, en las personas, al blanco. Pero en los brujos es ambarino, de un color similar al de la miel clara a la luz del sol. En algunas brujas es verdoso. El Nagual decía que ésas eran las más poderosas y difíciles.

– ¿De qué color eres tú, Gorda?

– Ambar, como tú y nosotros. Eso es lo que el Nagual y Genaro me dijeron. Yo nunca me vi. Pero vi a todos los demás. Somos todos ámbar. Y todos, menos tú, semejamos una lápida. Los seres humanos corrientes tienen el aspecto de huevos; por eso el Nagual se refería a ellos como «huevos luminosos». Los brujos cambian no sólo el color de su luminosidad, sino también su forma. Somos como lápidas; sólo que redondeados en ambos extremos.

– ¿Conservo la forma de un huevo, Gorda?

– No. Tienes la forma de una lápida, pero con un feo, sombrío remiendo en el centro. Mientras lo lleves no podrás volar como lo hacen los brujos, como yo lo hice anoche ante ti. Ni siquiera podrás deshacerte de tu forma humana.

Me enzarcé en una apasionada discusión, no tanto con ella como conmigo mismo. Insistí en que su declaración acerca de cómo recobrar la supuesta plenitud era sencillamente ridícula. Le dije que no debía dar la espalda a los propios hijos para tratar de alcanzar la más remota de las metas: entrar en el mundo del Nagual. Estaba tan convencido de tener la razón que me dejé llevar y le grité, enfadado. Mi estallido no la conmovió en lo más mínimo.

– No todo el mundo está obligado a hacerlo -dijo-. Sólo los brujos que desean entrar en otro mundo. Hay buen número de otros brujos que ven y están incompletos. El estar completo es cuestión exclusivamente nuestra, de los toltecas.

»Mira a Soledad, por no ir más lejos. Es la mejor bruja que puedas encontrar y está incompleta. Vivo dos hijos; uno de ellos fue niña. Afortunadamente para Soledad, su hija murió. El Nagual decía que la fuerza del espíritu de la persona que muere regresa a sus dadores, refiriéndose con ello a los padres. Si los dadores ya no viven y el individuo tiene hijos, la fuerza va a parar a manos de aquel de entre ellos que esté completo. Si todos ellos están completos, la fuerza corresponderá a quien tenga poder, que no necesariamente es el mejor ni el más diligente. Te diré a guisa de ejemplo que Josefina, al morir su madre recibió su fuerza, a pesar de ser la más loca de todas. Debería haber ido a parar a su hermano, un hombre trabajador y responsable, pero Josefina tiene más poder que él. La hija de Soledad murió sin descendencia, lo cual le permitió a la madre cerrar parcialmente su agujero. La única posibilidad que tiene de acabar de taparlo reside en la muerte de Pablito. Y de igual forma, la única esperanza que tiene Pablito de tapar su propio agujero depende de la muerte de Soledad.

Le espeté, en términos muy violentos, que sus palabras me parecían repugnantes y horribles. Me dio la razón. Aseveró que en una época ella misma había considerado la posición de los brujos como la cosa más fea posible. Me miraba con ojos fulgurantes. Había algo malévolo en su sonrisa.

– El Nagual me dijo que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto -afirmó en voz muy queda.

Volví a lanzarme a la discusión. Le hice saber que lo que el Nagual le hubiese dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que estábamos tocando. Le expliqué que amaba a los niños y sentía el más profundo respeto por ellos, así como también una gran simpatía por su desamparo en el espantoso mundo que les rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a un pequeño, por razón alguna.

– El Nagual no estableció las reglas -dijo-. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con el Nagual, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

– La importancia viene dada por el hecho de que necesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar completos para entrar en ese otro mundo -respondió-. Yo era una mujer religiosa. Puedo decirte lo que solía repetir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma entrase en el reino de los cielos. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino diferente. El mundo del Nagual es el reino de los cielos.

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Don Juan me había acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre nosotros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

– El Nagual decía que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo -dijo-. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que el Nagual dijera eso. Siempre le tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes brujos voladores si alguien les dijera que pueden serlo.

Recordé la admiración de mi padre y abuelo hacia la Revolución mexicana. Lo que más les entusiasmaba de ella era el intento por exterminar al clero. Ese entusiasmo, transmitido de padres a hijos, llegó hasta mí. Todos coincidíamos de alguna manera en ello. Tales convicciones formaban parte de las primeras cosas que don Juan había desterrado de mi personalidad.

En una ocasión le dije, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo durante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Juan se puso muy serio. Parecía que mis palabras habían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la explotación de los indios.

– Esos sucios bastardos -dijo don Juan-. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también.

Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nunca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su concepción. Le hablé de mi padre y de mi abuelo y de sus puntos de vista frente a la religión, como hombres de talante liberal.

– No importa lo que nadie diga ni haga -afirmó. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho.

Me dio unos ligeros golpes en el pecho.

– Si tu padre o tu abuelo se hubiesen propuesto ser guerreros impecables -prosiguió don Juan-, no habrían perdido el tiempo en discusiones bizantinas. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Nada de lo que tu padre y tu abuelo dijeron acerca de la Iglesia les proporcionó bienestar. En cambio, el ser un guerrero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente.

Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de guerrero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de la Gorda con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Genaro. Él solía asustarme profundamente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimiladas, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la Gorda significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreta y real.

La Gorda se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la mesa, rígida y torpe. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre.

Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbradores. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.

– Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quieres hacer ni saber nada -afirmó-. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué el Nagual me encargó transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; el Nagual y Genaro eran los más grandes de todos.

Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.

– Luchaste contra todo lo que el Nagual y Genaro te enseñaron, constantemente -prosiguió-. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constituyo un desafío. De modo que aquellos dos demonios acabaron por atraparte a través de mí. Pobre Nagualito, has perdido la batalla.

Se me acercó y me susurró en el oído que el Nagual también le había dicho que nunca debía intentar arrancarme la libreta de las manos porque ello era tan peligroso como quitarle un hueso de la boca a un perro hambriento.

Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente.

Su «ver» me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Me había cogido por entero. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a don Juan. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.

– Olvidemos esto -dijo de pronto-. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche.

– ¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?

– Tenemos una última cita con el poder.

– ¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?

– No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.

– ¿Y en qué consiste ese arte?

– Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo estar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Aparentemente, todos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.

»Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.

Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco antes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.

– El Nagual me dijo que los brujos solían ser llamados toltecas en el lenguaje de su benefactor -respondió.

– ¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?

– Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conocemos cuatro lenguas indígenas.

– ¿También decía don Genaro que él era tolteca?

– Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.

Cabía suponer, dadas sus respuestas, que o la Gor da no sabía gran cosa sobre el tema, o no quería comunicármelo. Le expuse esa conclusión. Me confesó que nunca había prestado gran atención al asunto y se preguntaba por qué yo le atribuía tanto valor. Prácticamente le di una conferencia sobre la etnografía de México Central.

– Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el soñar -dijo con mucha tranquilidad-. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.

»El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasionados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto carezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.

»El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segura de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención.

Su risa era clara y contagiosa. Hube de reconocerle que tenía razón. Los pequeños problemas siempre me habían fascinado. No le oculté que el empleo que hacía del término «atención» me desconcertaba.

– Ya te he hecho saber lo que el Nagual me transmitió acerca de la atención -dijo-. Captamos las imágenes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los brujos porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una hembra, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no concentra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. El Nagual insistía en ello; además, me demostró que en ese período mi atención escapaba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma.

– ¿Cómo es eso, Gorda?

– Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería el Nagual. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en las colinas distantes, o en el agua de los ríos, o en las nubes.

»Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vista se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constantemente y observas las cimas de una en una, o las nubes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.

»El Nagual tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar las colinas redondeadas del otro lado del valle. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía.

Me hubiera gustado que siguiera hablando, pero calló y se apresuró a sentarse muy cerca de mí. Me indicó con un gesto que escuchase. Oí un crujido y, de pronto, Lidia entró en la cocina. Supuse que había estado durmiendo en su habitación y que el rumor de nuestras voces la había despertado.

Había cambiado su vestimenta occidental, que llevaba la última vez que la había visto, por un vestido largo, similar a los que usaban las mujeres indias de la zona. Cubría sus hombros con un chal e iba descalza. El vestido no la hacía aparecer más vieja ni más pesada sino que le daba un aspecto de niña enfundada en ropas de mujer mayor.

Se acercó a la mesa y saludó a la Gorda con un formal «Buenas noches, Gorda». Se volvió a mí y dijo: «Buenas noches, Nagual».

Su saludo fue tan inesperado y su tono tan serio que estuve al borde de la risa. Capté una advertencia disimulada en la Gorda. Fingía rascarse la cabeza con el dorso de la mano izquierda.

Respondí tal como lo había hecho la Gorda: «Buenas noches, Lidia».

Se sentó en el extremo de la mesa, a mi derecha. No sabía si debía iniciar una conversación. Estaba por decir algo cuando la Gorda me tocó la pierna con la rodilla y, con un sutil movimiento de cejas, me indicó que escuchara. Volví a oír el roce de una tela contra el suelo. Josefina se detuvo un momento en la puerta antes de aproximarse a la mesa. Nos saludó: a Lidia, a la Gorda y a mí, en ese orden. No logré verla de frente. También llevaba un vestido largo y un chal, e iba descalza. Pero en su caso la ropa era tres o cuatro tallas más grande y había metido en ella un espeso relleno. Su aspecto era totalmente estrafalario; su rostro se veía delgado y joven, pero su cuerpo estaba grotescamente inflado.

Cogió un banco, lo llevó hasta la cabecera izquierda de la mesa y se sentó en él. Las tres parecían sumamente serias. Estaban sentadas con las piernas juntas y las espaldas rígidas.

Volví a percibir el rumor de ropas arrastradas y entró Rosa. Su vestimenta era similar a la de las otras y tampoco estaba calzada. Su saludo fue igualmente formal y la lista previa a mí incluyó a Josefina. Todos le respondimos en el mismo tono. Se sentó a la mesa frente a mí. Permanecimos en total silencio por un buen rato.

La Gorda habló, de improviso. El sonido de su voz nos hizo dar un respingo. Dijo, señalándome, que el Nagual iba a mostrarles a sus aliados, y que iba a valerse de su llamada especial para atraerlos a su habitación.

Intenté hacer una broma diciendo que el Nagual no estaba allí, de modo que no podía convocar aliado alguno. Esperaba que rieran. La Gorda se cubrió el rostro y las hermanitas se quedaron mirando. La Gorda me tapó la boca con la mano y me susurró al oído que era imprescindible que me abstuviera de decir idioteces. Me miró a los ojos y me ordenó invocar a los aliados mediante la llamada de las polillas.

Comencé a hacerlo, no sin experimentar cierta resistencia. De inmediato me vi superado por las circunstancias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedicado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmones para dar lugar al sonsonete más prolongado posible. Resultó muy melodioso.

Aspiré profundamente para lanzarme a una nueve serie sonora. Me detuve al punto. Algo, fuera de la casa, respondía a mi llamada. Sones igualmente rítmicos llegaban de todas partes de la casa, incluso desde el tejado. Las hermanitas se levantaron de sus asientos para acurrucarse como niñas asustadas en torno de la Gorda y de mí.

– Por favor, Nagual, no dejes entrar nada en la casa -rogó Lidia.

Hasta la Gorda parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban la casa, no dependían de mi expresión sonora. Volví a experimentar, al igual que dos noches antes en la casa de don Genaro, una presión insoportable, un peso descargado sobre toda la casa. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pronto se convirtió en un agudo dolor físico.

Las tres hermanitas estaban presas del terror, especialmente Lidia y Josefina. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Rosa pasó por debajo de la mesa a gatas; en cierto momento su cabeza asomó por entre mis piernas. La Gorda estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La Gorda se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dispersarlos. Experimenté durante un instante una suprema incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosquilleo en la coronilla, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singular que don Juan solía emitir por las noches y se esforzaba por enseñarme. Me había dicho que era un medio válido tanto para mantener el equilibrio durante la marcha como para no extraviar el camino en la oscuridad.

Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La Gorda sonrió y suspiró aliviada y las hermanitas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado de ser una broma. Me hubiera gustado lanzarme a la reflexión espiritualista acerca de la brutal transición del agradable diálogo sostenido con la Gorda a esa situación sobrenatural. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las muchachas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La tensión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el canto de la mesa. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme erguido.

Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus chales. La Gorda no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.

En cierto momento, Rosa fue empujada por las otras dos y cayó del banco en que se hallaban sentadas las tres. Pensé que se iba a enfadar pero, en cambio, rió como una tonta. Miré a la Gorda, pidiéndole instrucciones. Estaba sobre su asiento, muy tiesa. Unía los ojos entornados, fijos en Rosa. Las hermanitas reñían estridentemente, como colegialas nerviosas. Lidia empujó a Josefina y la hizo rodar por el banco hasta que cayó al suelo, junto a Rosa. En el instante en que Josefina dio contra el piso, cesaron sus risas. Rosa y Josefina menearon el cuerpo, haciendo un movimiento incomprensible con las nalgas, las sacudían de un lado a otro, como si estuvieran aplastando algo contra el suelo. Luego se pusieron de pie y cogieron a Lidia por los brazos. Las tres, sin hacer el más ligero sonido, dieron un par de vueltas. Rosa y Josefina alzaron a Lidia, aferrándola por las axilas y la sostuvieron así mientras, de puntillas, rodeaban la mesa dos o tres veces. Entonces las tres se desplomaron como si tuviesen en las rodillas resortes que hubieran cedido a la vez. Sus largos vestidos se llenaron de aire, adquiriendo el aspecto de enormes balones.

En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. Tuve la impresión de estar viendo un filme tridimensional sin sonido.

La Gorda, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente y, con la agilidad de un acróbata, corrió hacia la puerta de su habitación, situada en un rincón del comedor. Antes de llegar a ella, se dejó caer sobre el lado derecho; ayudándose con el hombro dio una vuelta sobre sí misma, se levantó empujada por el impulso de la rodada y abrió la puerta de golpe. Todos sus movimientos fueron realizados en absoluto silencio.

Las tres muchachas rodaron a su vez y entraron a la habitación arrastrándose como gigantescos insectos. La Gorda me hizo señas para que me acercase a ella; entramos a la habitación y me hizo sentar en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la Gorda, las hermanitas y la habitación. Pero una vez que la Gorda hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. Las tres hermanas yacían en el centro de un cuarto amplio, blanco, cuadrado, con pisó de ladrillo. Había allí cuatro lámparas de petróleo, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. No había cielorraso. Las vigas de sostén del techo habían sido oscurecidas y el efecto era el de un lugar enorme, sin cobertura. Las dos puertas estaban situadas, la una frente a la otra, en rincones opuestos por la diagonal. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.

Rosa, Lidia y Josefina recorrieron la habitación varias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la Gorda. Finalmente, las hermanitas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Lidia se pegó a la pared este, Rosa al norte y Josefina al oeste.

La Gorda se puso de pie, cerró la puerta que teníamos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la posición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llegada a esa posición parecía indicar el comienzo.

Lidia se levantó y echó a andar de puntillas por los lados del cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se trataba de un deslizarse silencioso. Según aumentaba la velocidad, más intensa se hacía la impresión de que planeaba; pisaba en el ángulo formado por los muros y el piso. Saltaba por sobre Rosa, Josefina, la Gorda y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se elevaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que se la vio transitar silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resultaban tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a Lidia, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi cabeza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivel que yo no había sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experimentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concentración, vi a Lidia descender diagonalmente por la pared este y detenerse en el centro del recinto.

Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor, al igual que la Gorda tras su exhibición de vuelo. Mantenía el equilibrio a duras penas. Pasado un momento regresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamente por la boca.

Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que Lidia recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, Rosa se puso de pie y corrió hasta el centro del cuarto, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso imprescindible para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de baloncesto, siguiendo la vertical del muro y sus manos superaron la altura del mismo, superior a los tres metros. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el consiguiente sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me hallaba, tuve la impresión visual de que sostenía una suerte de garfio en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared a una distancia aproximada de un metro valiéndose de su brazo derecho en el instante en que su oscilación llegaba al punto más alto. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.

Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cualidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse suspendida. Se trataba de la misma mano con la cual me había agredido dos noches antes.

Su exhibición culminó cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer desde una altura de unos cinco metros. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas dado vuelta por la fuerza del viento; su cuerpo delgado y desnudo era como un bastón agregado a la masa oscura de la ropa.

Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo estaba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.

La Gorda cruzó el lugar rodando, se quitó el chal y me envolvió con él la región umbilical, como si se tratara de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó rodando a la pared sur como una sombra.

Mientras disponía el chal a mi alrededor, perdí de vista a Rosa. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, Josefina se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba Lidia y su propio sitio, con pasos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisiera evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su semblante. Repitió el movimiento incontables ocasiones, en tanto andaba sin producir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que alzaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su delgado antebrazo.

Era como si al impedir su visión de mi cuerpo, cosa que no resultaba difícil, también eliminaba mi visión de su cuerpo, cosa que no resultaba posible utilizando sólo el ancho de su brazo.

Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lograba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo.

Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo oscilante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. Josefina yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos.

Me tomó un buen rato recobrar la estabilidad física. Tenía la ropa empapada en sudor. No era yo el único afectado. Todas estaban exhaustas y bañadas en sudor. La Gorda era la más serena, pero aun su control parecía al borde del derrumbe. Las oía respirar por la boca, incluso a la Gorda.

Cuando hube recuperado el control por completo, todo el mundo se hallaba sentado en su sitio. Las hermanitas me miraban fijamente. Vi, por el rabillo del ojo, que la Gorda tenía los párpados entornados. Fue ella quien, sin el menor ruido, se llegó rodando hasta mi lado y me susurró al oído que debía ejecutar mi llamada de las polillas, insistiendo en ella hasta que los aliados se hubiesen precipitado en la casa y estuviesen a punto de lanzarse sobre nosotros.

Vacilé un instante. Me indicó, siempre por lo bajo, que no había modo de alterar el curso de los acontecimientos y que debíamos terminar con lo que habíamos iniciado. Tras quitarme el chal, que rodeaba mi cintura, regresó a su sitio y se sentó.

Me cubrí la boca con la mano izquierda e intenté reproducir el sonsonete. Al principio me resultó muy difícil. Tenía los labios y las manos húmedas, pero tras la torpeza inicial sobrevino una sensación de vigor y bienestar. El sonido fluyó más impecablemente que nunca. Me recordó a aquel que solía responder a mi señal. Tan pronto como dejé de hacerlo, oí la réplica, desde todas las direcciones.

La Gorda me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí la serie por tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en pequeñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo. Ni siquiera hube de usar el canto de la mano para ayudarme.

De pronto, la Gorda se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Ello dio al traste con mi concentración. Advertí que Lidia estaba asida a mi brazo derecho, Josefina al izquierdo y Rosa había retrocedido hasta encontrarse de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La Gorda se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su chal, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de que en el recinto había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a determinar de qué se trataba. Las hermanitas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presencia que yo no era capaz de distinguir. Entendía asimismo que la Gorda iba a intentar hacer lo mismo que había hecho en la casa de don Genaro. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empujaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al chal de la Gor da, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.

Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alzados, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las hermanitas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insoportable se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.

Mi siguiente impresión fue la de que algo me entraba en la nariz. Todo estaba muy oscuro y me encontraba tumbado boca arriba. Me senté. Descubrí que la Gorda me hacía cosquillas con una ramita en las fosas nasales.

No me sentía agotado; ni siquiera ligeramente cansado. Me puse de pie de un salto; sólo entonces advertí que no estábamos en la casa. Nos encontrábamos en una colina rocosa y árida. Di un paso y estuve a punto de caer. Había tropezado con un cuerpo. Era Josefina. Al tocarla, reparé que se hallaba muy caliente. Parecía tener fiebre. Traté de hacerla sentar, pero estaba desmayada. Rosa estaba a su lado. Por contraste, estaba fría como el hielo. Coloqué a la una sobre la otra y las mecí. Ese movimiento les hizo recobrar el conocimiento.

La Gorda había dado con Lidia y la estaba haciendo andar. A los pocos minutos, todos estábamos de pie, a un kilómetro aproximadamente al este de la casa.

Años antes, don Juan me había hecho vivir una experiencia similar, aunque con la ayuda de una planta psicotrópica. Aparentemente, yo había volado para aterrizar a cierta distancia de su casa. Aquella vez había buscado una explicación racional del suceso. No había lugar para tal cosa, y al no aceptar que había volado, tuve que recurrir a una de las dos salidas posibles: don Juan me había transportado hasta aquel lugar mientras me hallaba inconsciente, bajo los efectos de los alcaloides del vegetal, o bien, como resultado de la droga, había creído aquello que don Juan me ordenaba creer: esto es, que volaba.

Ahora no me quedaba otro recurso que disponer mi ánimo para aceptar, en sentido literal, que había volado. No obstante, deseaba permitirme algunas dudas: comencé a considerar la posibilidad de que las cuatro muchachas me hubiesen llevado hasta aquella colina. Rompí a reír, incapaz de reprimir un oscuro deleite. Una recaída en mi vieja enfermedad. La razón que había mantenido temporalmente bloqueada, volvía a enseñorearse de mí. La defendía. Tal vez fuese más apropiado decir, a la luz de las cosas extravagantes que había presenciado, o de las cuales había participado desde mi llegada, que mi razón se defendía por sí sola, en independencia del todo más complejo que parecía ser el «yo» que no conocía. Me encontraba casi en situación de observador atento, ante la lucha de mi razón por dar con fundamentos lógicos adecuados a los hechos; por otra parte, una porción mucho mayor de mi persona carecía por completo del menor interés por explicarse nada.

La Gorda hizo poner en fila a las tres jóvenes. Luego me atrajo a su lado. Todas ellas cruzaron los brazos tras la espalda. Hube de imitarlas. Me estiró los brazos hacia atrás todo lo que fue posible, para que me cogiera cada antebrazo con la mano del lado opuesto fuertemente y muy cerca de los codos. Ello produjo una gran presión muscular en las articulaciones de mis hombros. Me obligó a echar el torso hacia adelante, inclinándome. Entonces remedó el peculiar reclamo de un ave. Era una señal. Lidia echó a andar. En la oscuridad, sus movimientos me recordaron los de una patinadora. Caminaba veloz y silenciosamente y en pocos minutos desapareció de mi vista.

La Gorda repitió la llamada por dos veces: Rosa y Josefina se marcharon tal como lo había hecho Lidia. Me dijo que no me apartase de ella. Reprodujo el sonido una vez más y ambos nos pusimos en camino.

Me sorprendía la suavidad de mi propia marcha. Todo mi equilibrio estaba centrado en mis piernas. El llevar los brazos detrás, en vez de estorbar mis movimientos, me ayudaba a conservar una curiosa estabilidad. Pero lo que más me asombraba era el silencio de mis pasos.

Cuando llegamos a la carretera comenzamos a andar normalmente. Nos cruzamos con dos hombres que iban en dirección opuesta. La Gorda los saludó y ellos respondieron. Al llegar a la casa encontramos a las hermanitas junto a la puerta: no se atrevían a entrar. La Gorda les hizo saber que, si bien yo no era capaz de controlar a los aliados, podía llamarlos u ordenarles partir y que ya no nos molestarían. Las muchachas le creyeron, cosa que a mí no me era posible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes, se desnudaron, se echaron agua fría en todo el cuerpo y se pusieron ropa limpia. Hice lo mismo. Me vestí con las prendas que solía dejar en la casa de don Juan, que la Gorda me entregó en una caja.

Todos estábamos alegres. Le pedí a la Gorda que me explicara lo que habíamos hecho.

– Más tarde hablaremos de eso -dijo en tono firme.

Recordé entonces que los paquetes que había llevado para ellas seguían en el coche. Pensé que el momento en que la Gorda estuviese preparando algo de comer sería el adecuado para distribuirlos. Fui a buscarlos. Lidia me preguntó si ya los había asignado, según su sugerencia. Le respondí que prefería que ellas mismas escogieran el que les gustase. Se negó. Sostuvo que no le cabía la menor duda de que había algo especial para Pablito y Néstor y un montón de chucherías para ellas, que yo arrojaba sobre la mesa para que se pelearan por ellas.

– Además, no has traído nada para Benigno -dijo, acercándose a mí y observándome con disimulada seriedad-. No puedes herir los sentimientos de los Genaros dándoles dos regalos para tres.

Rieron. Me sentí turbado. Tenía toda la razón en sus afirmaciones.

– Eres descuidado; es por eso que nunca me gustaste -prosiguió Lidia, trocando la sonrisa por el ceño-. Nunca me saludaste con cariño ni con respeto. Cada vez que nos encontrábamos, te limitabas a fingir que te hacía feliz verme.

Hizo una parodia de mi saludo, de una efusividad evidentemente artificial; un saludo que debía haber empleado con ella incontables veces en el pasado.

– ¿Por qué nunca me preguntaste qué hacía aquí?

Dejé de escribir para considerar el punto. Nunca se me había ocurrido preguntarle nada. Le dije que no tenía justificación.

La Gorda intercedió, alegando que la razón por la cual jamás había dirigido más de dos palabras a Lidia ni a Rosa era que estaba acostumbrado a hablar únicamente con mujeres de las que estuviese enamorado, en uno u otro sentido. Agregó que el Nagual le había dicho que debían responderme en caso de que yo les preguntara algo directamente, pero que en tanto no lo hiciera no tenían por qué decirme nada.

Rosa aseveró que yo no le gustaba porque estaba siempre riendo y tratando de ser divertido. Josefina añadió que, puesto que nunca antes me había visto, yo le desagradaba por que sí, sin ningún motivo especial.

– Quiero que sepas que no te acepto como Nagual -me dijo Lidia-. Eres demasiado estúpido. No sabes nada. Yo sé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?

Afirmó que, por lo que a ella tocaba, le daba igual que yo regresara al lugar del cual había salido o me arrojase a un lado.

Rosa y Josefina no dijeron palabra. A juzgar por la expresión seria y concentrada de sus rostros, sin embargo, parecían estar de acuerdo con su hermana.

– ¿Cómo puede guiarnos este hombre? -preguntó Lidia a la Gorda -. No es un verdadero Nagual. Es un hombre. Nos va a convertir en idiotas semejantes a él.

Según hablaba, la expresión vil en el gesto de Rosa y Josefina se me iba haciendo más evidente.

Intervino la Gorda para explicarles lo que había «visto» esa tarde acerca de mí. Terminó diciendo que, así como me había recomendado cuidarme de sus redes, similar consejo les daba a ellas: cuidarse de caer en las mías.

Tras la manifestación inicial de animosidad hacia mi persona, realizada por Lidia, auténtica y bien fundamentada, me causó estupor ver con cuanta facilidad se sometía a las observaciones de la Gorda. Me sonrió. Es más, fue a sentarse a mi lado.

– Tú eres como nosotros, ¿no? -preguntó como aturdida.

No sabía qué decir. Temía cometer un error garrafal.

Era evidente que Lidia acaudillaba a las hermanitas. En el momento en que me sonrió, las otras dos parecieron adoptar la misma postura hacia mí.

La Gorda le dijo que no se preocuparan por mi bolígrafo y mi libreta y mis preguntas; que, a cambio, yo no me podría nervioso cuando ellas se dedicasen a hacer lo que más les gustaba: abandonarse a sí mismas.

Las tres fueron a sentarse cerca de mí. La Gorda fue hasta la mesa, cogió los paquetes y los llevó al coche. Pedí a Lidia que me disculpara por mis torpezas pasadas, y a todas ellas que me contasen cómo habían llegado a ser aprendices de don Juan. Para que no se sintieran incómodas yo les conté cómo había conocido a don Juan. Sus relatos no difirieron en nada de los de doña Soledad.

Lidia comentó que todas habían tenido la posibilidad de marcharse del mundo de don Juan, pero habían elegido quedarse. Por lo que hacía a ella, en particular, siendo la primera de las aprendices, había tenido sobradas ocasiones para irse. Una vez el Nagual y Genaro la hubieron curado, el primero le había señalado la puerta, aclarándole que, de no utilizarla en ese preciso momento, se cerraría para no volver a abrirse nunca.

– Mi destino quedó sellado en el instante en que se cerró -me dijo Lidia-. A ti te sucedió algo semejante. El Nagual no me ocultó que, tras ponerte un parche, te fue dada la oportunidad de marchar, pero tú no lo hiciste.

Esa decisión constituía mi recuerdo más vívido. Les conté que don Juan me había engañado, diciéndome que una bruja andaba tras él y me daba a escoger entre irme para no volver y quedarme a ayudarle en la guerra contra su atacante. Resultó que su pretendido agresor no era sino uno de sus cómplices. Al enfrentarle, creyendo hacerlo en nombre de don Juan, le ponía en mi contra; se convirtió en lo que él llamaba mi «digno adversario».

Pregunté a Lidia si ellas también habían tenido un digno adversario.

– No somos tan tontas como tú -dijo-. Nunca necesitamos que nadie nos espoleara.

– Pablito sí es así de estúpido -dijo Rosa-. Soledad es su enemigo. No sé, sin embargo, hasta qué punto ella vale la pena. Pero, como reza el dicho, a falta de pan, buenas son tortas.

Rieron y dieron golpes sobre la mesa.

Inquirí si alguna de ellas conocía a la bruja que don Juan me había opuesto, la Catalina.

Negaron con la cabeza.

– Yo la conozco -dijo la Gorda desde junto al fogón-. Pertenece al ciclo del Nagual, pero en apariencia no tiene más de treinta años.

– ¿Qué es un ciclo, Gorda? -pregunté.

Se acercó a la mesa, puso un pie sobre el banco y apoyó la barbilla en la mano, descansando sobre el brazo y la rodilla.

– Los brujos como el Nagual y Genaro tienen dos ciclos -explicó-. Durante el primero son humanos, como nosotros. Nos encontramos en nuestro primer ciclo. A cada uno nos ha sido asignada una tarea; el llevarla a cabo nos hará perder la forma humana. Eligio, los cinco aquí presentes y los Genaros pertenecemos a un mismo ciclo.

»El segundo ciclo es aquel en que el brujo ya no es humano: tal el caso del Nagual y de Genaro. Vinieron a educarnos y hecho eso, partieron. Nosotros somos para ellos su segundo ciclo.

»El Nagual y la Catalina son como tú y Lidia. Se encuentran en idénticas posiciones. Ella es una bruja asustadiza, como Lidia.

La Gorda regresó a su lugar junto a las hornallas. Las hermanitas se veían inquietas.

– Esa debe ser la mujer que conoce las plantas de poder -dijo Lidia a la Gorda.

Ésta confirmó su suposición. Las interrogué acerca de si el Nagual les había dado alguna vez plantas de poder.

– No, a nosotras no -replicó Lidia-. Las plantas de poder sólo se dan a gente vacía. Como tú y la Gorda.

– ¿Te dio a ti plantas de poder el Nagual, Gorda? -pregunté en voz bien audible.

La Gorda mostró dos dedos, alzándolos hasta por sobre su cabeza.

– El Nagual le ofreció su pipa dos veces -dijo Lidia-. Y en ambos casos perdió la razón.

– ¿Qué fue lo que sucedió, Gorda? -quise saber.

– Salí de mis cabales -dijo acercándose a la mesa-. El Nagual nos dio plantas de poder porque nos estaba poniendo un parche en el cuerpo. El mío no tardó en adherirse. Contigo la cosa fue más difícil. El Nagual decía que estabas más loco que Josefina y eras tan insoportable como Lidia; tuvo que darte gran cantidad de plantas.

La Gorda explicó que las plantas de poder sólo eran empleadas por los brujos que dominaban enteramente su arte. Eran tan poderosas y su manipulación tan delicada que requerían la más impecable de las atenciones por parte del brujo. Llevaba toda una vida ejercitar la atención en el nivel necesario. Agregó que a la gente completa no le hacía falta las plantas de poder, y que ni las hermanitas ni los Genaros las habían tomado nunca; no obstante, algún día, cuando hubieran perfeccionado su arte como soñadores, se valdrían de ellas para lograr el impuso final y total, un impulso cuya magnitud no nos era posible concebir.

– ¿También nosotros las tomaremos? -pregunté a la Gorda.

– Todos nosotros -respondió-. El Nagual aseguraba que tú entenderías esto con más facilidad que los demás.

Consideré la cuestión. A decir verdad, el efecto de las plantas psicotrópicas sobre mí había sido espantoso. Parecían penetrar en un vasto depósito que hubiese en mi interior, para extraer de él todo un mundo. Sus mayores desventajas consistían en su acción devastadora para mi bienestar físico y la imposibilidad de controlar sus consecuencias. El universo en que me sumergían era indomable y caótico. Perdía el dominio, el poder, por decirlo en los términos de don Juan, de utilizar ese mundo. Pero si alcanzara ese control, las posibilidades que se abrirían ante la mente serían pasmosas.

– Yo también las tomé -dijo de pronto Josefina-. Cuando estaba loca el Nagual me hizo fumar su pipa, para curarme o acabar conmigo. ¡Y me curó!

– Es cierto que el Nagual dio a Josefina su humo -dijo la Gorda desde junto al fogón. Volvió a acercarse a la mesa-. Sabía que ella fingía estar más loca de lo que en realidad estaba. Siempre había estado un poco ida y era muy atrevida y se abandonaba a sí misma más que nadie. Pretendía vivir donde nadie la molestara y pudiera hacer todo lo que le viniera en gana. De modo que el Nagual le dio su humo y la llevó a vivir a un mundo de su gusto durante catorce días; al cabo, se aburrió tanto de estar allí que se curó. Dejó de darse lujos. Esa fue su cura.

La Gorda regresó a la cocina. Las hermanitas rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

Recordé entonces que, en la casa de doña Soledad, Lidia no sólo había dado a entender que don Juan me había dejado un paquete, sino que me había mostrado un envoltorio muy semejante a la funda en que don Juan guardaba la pipa. Mencioné a Lidia que había afirmado que me lo entregaría cuando la Gorda estuviese presente.

Las hermanitas se miraron antes de volverse hacia la Gorda. Ésta hizo una seña con la cabeza. Josefina se puso en pie y se dirigió a la habitación delantera. Retornó poco más tarde, con el lío que Lidia me había enseñado.

Una punzada de esperanza atravesó mi estómago. Josefina depositó el bulto con delicadeza sobre la mesa, delante de mí. Todos se acercaron. Comenzó a desenvolverlo con la misma ceremonia con que lo había hecho Lidia la primera vez. Cuando hubo terminado de deshacerlo, esparció su contenido sobre la mesa. Eran paños de menstruación.

Quedé aturdido por un momento. Pero el sonido de la risa de la Gorda, mucho más fuerte que el de las demás, era tan agradable que no pude por menos de estallar en carcajadas yo también.

– Este es el paquete personal de Josefina -afirmó la Gorda -. Suya fue la brillante idea de despertar tu codicia anunciándote un regalo del Nagual, para que te quedases.

– Tendrás que admitir que fue una buena idea -me dijo Lidia.

Remedó la expresión avariciosa de mi rostro en el momento en que empezó a abrir el envoltorio y mi aspecto de individuo desilusionado del final.

Hice saber a Josefina que su idea había sido realmente brillante, que había surtido el efecto previsto y que tenía más interés por ese paquete del que me atrevía a reconocer.

– Puedes quedártelo, si lo deseas. -El comentario de Lidia hizo reír a todos.

La Gorda dijo que el Nagual había sabido desde el principio que Josefina no estaba realmente enferma, y que esa era la razón, por la cual le resultaba tan difícil curarla. Las personas verdaderamente dolientes son más dóciles. Josefina era demasiado consciente de todo y muy ingobernable; se vio obligado a fumarla muchas veces.

En una oportunidad, don Juan se había expresado en los mismos términos con respecto a mí: dijo que me había fumado. Yo siempre había creído que se refería al hecho de haber empleado hongos psicotrópicos para tener una visión diferente de mi persona.

– ¿Cómo te fumó? -pregunté a Josefina.

Se encogió de hombros, sin responder.

– Tal como te fumó a ti -dijo Lidia-. Te quitó la luminosidad y la secó con el humo de un fuego que había encendido.

Estaba seguro de que don Juan nunca había mencionado nada semejante. Pedí a Lidia que me explicara lo que sabía sobre el particular. Se volvió hacia la Gorda.

– El humo es muy importante para los brujos -dijo la Gorda -. El humo es como la niebla. Claro que la niebla es mejor, pero es demasiado difícil de manejar. No está tan a mano como el humo. Así que si un brujo quiere ver y conoce a alguien que tiene por costumbre ocultarse, como tú y Josefina, caprichosos y huraños, enciende un fuego y hace que su humo envuelva a la persona. Esconda lo que esconda, surgirá con el humo.

La Gorda aclaró que el Nagual no sólo empleaba el humo para «ver» y conocer a la gente, sino también para curarla. Daba a Josefina baños de humo; la hacía estar de pie o sentada junto al fuego en la dirección hacia la cual soplaba el viento. El humo la envolvía, haciéndola sofocar y llorar, pero la incomodidad era sólo temporal y sin consecuencias graves; los efectos positivos, por otra parte, se traducían en un aumento gradual de la luminosidad.

– El Nagual nos dio baños de humo a todos -agregó la Gorda -. A ti te dio más que a Josefina. Decía que eras insoportable y que ni siquiera fingías como ella.

Lo vi con toda claridad. Tenía razón; don Juan me había hecho sentar frente al fuego cientos de veces. El humo me irritaba la garganta y los ojos hasta el punto de que me aterrorizaba verle coger ramas secas. El afirmaba que debía aprender a controlar la respiración y sentir el humo con los ojos cerrados. Así podría respirar sin sofocarme.

La Gorda aseveró que el humo había ayudado a Josefina a ser etérea y esquiva en sumo grado, y que no tenía la menor duda de que también había contribuido a aliviar mi enfermedad mental, cualquiera que ésta fuese.

– El Nagual afirmaba que el humo lo quita todo -prosiguió la Gorda -. Le hace a uno claro y franco.

Le pregunté si sabía cómo había que proceder para que el humo pusiera en evidencia lo que una persona ocultaba. Me respondió que era muy fácil para ella, porque había perdido la forma, pero que ni las hermanitas ni los Genaros eran capaces de hacerlo, a pesar de haber presenciado el procedimiento, realizado por el Nagual o por Genaro, cientos de veces.

Me interesaba conocer la razón por la cual don Juan nunca me había mencionado el tema, a pesar de haberme ahumado como un pescado seco en buen número de ocasiones.

– Lo hizo -dijo la Gorda con su acostumbrada seguridad-. Es más: te enseñó a escrutar la niebla. Nos contó que en cierta oportunidad habían ahumado un lugar de las montañas y visto aquello que se escondía tras el paisaje. Estaba embelesado.

Recordé una exquisita distorsión visual, una alucinación pasada, que consideraba producto de la acción cruzada de una muy densa niebla y una tormenta eléctrica que habían tenido lugar simultáneamente. Les narré el episodio y agregué que don Juan jamás me había enseñado nada, al menos directamente, acerca de la niebla ni el humo. Se había limitado a encender fuegos o guiarme hacia los bancos de niebla.

La Gorda no dijo nada. Se puso de pie y volvió a la cocina. Lidia sacudió la cabeza e hizo un chasquido con la lengua.

– Eres completamente idiota -dijo-. El Nagual te lo enseñó todo. ¿Cómo crees posible, en caso contrario, haber llegado a ver lo que nos acabas de contar?

Un abismo separaba nuestros distintos modos de entender la enseñanza. Les dije que si yo les enseñase algo que supiera, como conducir un coche, lo haría paso a paso, asegurándome de que comprendiesen todas y cada una de las facetas del procedimiento global.

La Gorda retornó a la mesa.

– Eso sólo se puede hacer cuando el brujo enseña algo relativo al tonal -afirmó-. Cuando se trata del nagual, debe dar la instrucción, es decir, mostrar el misterio al guerrero. Y nada más. El guerrero que recibe los misterios debe ganar su derecho al conocimiento como instrumento de poder haciendo aquello que le ha sido descubierto.

»El Nagual te reveló más misterios que a todos nosotros. Pero eres muy perezoso, como Pablito, y prefieres seguir sumido en la confusión. El tonal y el nagual son dos mundos diferentes. En uno se habla, en el otro se actúa.

Cuando terminó de hablar sus palabras cobraron sentido para mí. Comprendí lo que quería decir. Regresó a la cocina. Revolvió algo en una olla y se acercó nuevamente.

– ¿Por qué eres tan imbécil? -me preguntó Lidia directamente.

– Está vacío -replicó Rosa.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

– Pero, ¿por qué sigues estando vacío? -preguntó Lidia.

– Sabes lo que debes hacer, ¿no? -agregó Rosa.

– Estuvo loco -les dijo Josefina-. Debe estarlo todavía.

La Gorda vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma. En el fondo, aunque no lo reconociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del Nagual. Teníamos miedo y estábamos llenos de segundos pensamientos. En síntesis, no éramos mejores que Pablito.

No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy turbadas.

– Pobre Nagualito -me dijo Lidia en un tono que revelaba auténtico interés-. Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, Josefina finge estar loca, Rosa finge tener mal genio y tú finges ser estúpido.

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería para conmigo. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo.

La Gorda se sentó frente a mí y las hermanitas lo hicieron a su alrededor. Tenía a las cuatro delante.

– Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche -dijo-. El Nagual me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado.

Me tocó con suavidad la mano con que escribía.

– Esta fue una noche especial para ti -prosiguió-. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. El Nagual lo hubiese querido. Esta noche viste todo el camino.

– ¿Lo crees? -pregunté.

– Ya estás de nuevo -comentó Lidia. Todas rieron.

– Háblame de mi ver, Gorda -insistí-. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros.

– De acuerdo -dijo-. Te comprendo. Esta noche vistes a las hermanitas.

Les dije que también había presenciado acciones increíbles realizadas por don Juan y don Genaro. Les había visto con la misma claridad con que acababa de ver a las hermanitas, pero don Juan y don Genaro siempre habían llegado a la conclusión de que no había visto. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las hermanitas.

– ¿Quieres decir que no las viste colgadas de las líneas del mundo? -inquirió.

– No, no las vi.

– ¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la Gorda parecía estar al borde de las lágrimas.

– ¡Qué lástima! -exclamó.

Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

– Es parte de nuestro destino el que estés obstruido -dijo-. Pero sigues siendo el Nagual para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro.

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba desde un nivel en que yo sólo había visto a don Juan. Había insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era un guerrero sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al percibir que estaba ante un maravilloso guerrero, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfaga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hubiese tomado posesión de mí.

Recordé a Lidia, aferrada a dos cuerdas rojizas horizontales, andando por la pared. A decir verdad, no caminaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había visto como una luz que rodeaba el cuarto vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de Rosa y de Josefina. Rosa realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas verticales pendientes del oscuro techo como hojas de un emparrado. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujetaba con los pies. Hacia el final de su demostración semejaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

Josefina se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que había hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su vestido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, Josefina, al igual que Lidia y Rosa, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las hermanitas me miraron, desconcertadas. La Gorda era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que el Nagual tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que «veía»; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

¿Es posible -pensé- que haya seleccionado inconscientemente mis recuerdos? ¿O todo esto es obra de la Gorda? De ser cierto que al principio había limitado las posibilidades de mi memoria, para terminar luego aceptando las porciones censuradas, también debía ser verdad que había percibido mucho más respecto a las acciones de don Genaro y don Juan; no obstante, sólo retenía una parte del conjunto de percepciones de aquellos sucesos.

– Es difícil creer -dije a la Gorda – que puedo recordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes.

– El Nagual decía que todos podíamos ver, y escoger, y sin embargo, no tener memoria de lo visto -respondió-. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de ver; unos más que otros.

Informé a la Gorda que era consciente de que acababa de dar con una clave. Ellas me habían devuelto una pieza extraviada. Pero no era fácil especificar de qué se trataba.

Anunció que terminaba de «ver» que yo había practicado mucho el «soñar» y ello había contribuido a desarrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.

– Quería hablarte de la atención -continuó-, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema.

Le aseguré que mis conocimientos eran intrínsecamente diferentes de los suyos, que resultaban infinitamente más espectaculares que los míos. En consecuencia, todo lo que me pudiera decir acerca de sus prácticas sería de valor para mí.

– El Nagual nos encomendó demostrarte que, merced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo -dijo la Gor da-. El arte del soñador es el arte de la atención.

Los pensamientos se precipitaban sobre mí como si hubiera sobrevenido un corrimiento de tierras. Tuve que ponerme en pie y andar un poco por la cocina. Volví a sentarme. Pasamos un rato en silencio. Sabía perfectamente qué había querido decir al afirmar que el arte del soñador era el arte de la atención. Comprendí entonces que don Juan me había dicho y mostrado todo lo posible. Sin embargo, yo no había sido capaz de captar las premisas de su conocimiento con mi cuerpo mientras le tuve cerca. Él sostenía que la razón era el demonio que me tenía encadenado y que debía derrotarlo si quería llegar a captar sus enseñanzas. Todo, por lo tanto, consistía en dar con el medio idóneo para vencer mi razón. Nunca se me había ocurrido forzarle a que me diera una definición de lo que entendía por razón. Siempre había supuesto que con esa palabra aludía a la capacidad de entender, inferir o pensar de un modo racional, ordenado. Al escuchar a la Gorda, me di cuenta de que, para él, «razón» era sinónimo de «atención».

Don Juan aseveraba que el núcleo de nuestro ser era el acto de percibir, y lo mágico de nuestro ser era la toma de conciencia. Para él la percepción y la conciencia constituían una sola, inseparable, unidad funcional, una unidad con dos esferas. La primera de ellas correspondía a la «atención del tonal», es decir, a la capacidad de la gente corriente de percibir y situar su conciencia en el mundo ordinario, el de la vida diaria. Don Juan también llamaba a esa forma de atención «primer anillo de poder», y la describía como nuestra terrible pero indiscutible facultad de poner orden en nuestra percepción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la «atención del nagual», esto es, la capacidad de los brujos de situar su conciencia en el mundo no ordinario. El denominaba a este ámbito «segundo anillo de poder»: la facultad completamente tormentosa, que todos teníamos, pero sólo los brujos usaban, de poner orden en ese otro mundo.

La Gorda y las hermanitas, al demostrarme que el arte de los soñadores consistía en retener las imágenes de los sueños mediante la atención, no habían hecho más que desarrollar el aspecto práctico del esquema de don Juan. Ellas habían llevado a la práctica el conjunto teórico de sus enseñanzas. Para poder realizar una exhibición de tal arte, debían valerse de su «segundo anillo de poder», o «atención del nagual». Y para poder presenciarla, yo debía hacer lo mismo. En realidad, era evidente que yo había repartido mi atención entre ambos dominios. Tal vez todos percibimos constantemente ambas formas, pero decidimos aislar una para el recuerdo y descartar la otra; o tal vez archivamos la segunda, como había hecho yo. En ciertas condiciones de tensión y receptividad, la memoria censurada sale a la superficie y tenemos entonces dos visiones distintas de un mismo acontecimiento.

Lo que don Juan había luchado por derrotar, o, mejor dicho, suprimir en mí, no era mi razón considerada en el sentido de capacidad para el pensamiento racional, sino mi «atención del tonal» o conciencia del mundo del sentido común. La Gorda me había explicado el motivo por el cual él había buscado que así fuera al explicarme que el mundo diario existe porque sabemos cómo retener sus imágenes; por lo tanto, si uno pierde la atención necesaria para conservarlas, el mundo se derrumba.

– El Nagual nos decía que lo importante era la práctica -dijo la Gorda de pronto-. Una vez centrada la atención en las imágenes de tu sueño, queda atrapada allí para siempre. Al final puedes llegar a ser como Genaro, que recordaba cuanto había visto en todos sus sueños.

– Cada una de nosotras posee otros cinco sueños -dijo Lidia-. Pero te mostramos sólo el primero porque es el que nos dejó el Nagual.

– ¿Pueden soñar cuantas veces lo deseen? -pregunté.

– No -replicó la Gorda -. Soñar requiere mucho poder. Ninguna de nosotras tiene tanto. Las hermanitas se ven obligadas a rodar por el piso numerosas veces, como has visto, porque, al hacerlo, la tierra les da energía. Tal vez también recuerdes haberlas visto como seres luminosos qué sorben energía de la luz de la tierra. El Nagual sostenía que la mejor manera de obtener energía consiste, desde luego, en permitir que la luz solar penetre en los ojos, especialmente el izquierdo.

Le comuniqué que nada sabía de ello y me describió un procedimiento que le había enseñado don Juan. Al oírla recordé que también me lo había enseñado a mí. Se trataba de mover la cabeza lentamente de un lado a otro, en tanto captaba la luz solar con el ojo izquierdo, entornado. Él afirmaba que no sólo era posible utilizar el sol, sino también cualquier otro tipo de luz susceptible de ser reflejada por los ojos.

La Gorda dijo que el Nagual les había recomendado atarse los chales bajo la cintura para protegerse las caderas al rodar. Le comenté que don Juan nunca me había hablado de rodar. Me explicó que sólo las mujeres podían hacerlo porque tenían útero. La energía entraba directamente en él y al rodar la distribuían por el resto del cuerpo. Un hombre, para captar energía, debía echarse de espalda, flexionando las rodillas hasta lograr que las plantas de los pies estuviesen en contacto en toda su superficie. Los brazos debían abrirse hacia los lados, con los antebrazos en posición vertical y los dedos en forma de garra hacia arriba.

– Pasamos años soñando esos sueños -dijo Lidia-. Son lo mejor que tenemos porque en ellos nuestra atención está completa. En los demás sueños sigue siendo inestable.

La Gorda afirmó que el retener las imágenes de los sueños era un arte tolteca. Tras años de agotadora práctica, todas ellas habían logrado realizar una acción en cada sueño. Lidia podía andar sobre lo que fuese, Rosa colgarse de todo, Josefina ocultarse tras cualquier cosa, y ella misma volar. Había llegado a poner toda su atención en una sola actividad. Pero aún eran principiantes, aprendices de ese arte. Agregó que Genaro era el maestro del «soñar»: era capaz de volver las cosas a su favor a voluntad y atender a todas las actividades de la vida diaria; para él las dos esferas de la atención tenían el mismo valor.

Me vi obligado a plantearle el tema de costumbre: necesitaba conocer los procedimientos, el modo en que se las arreglaban para retener las imágenes de sus sueños.

– Los conoces tan bien como yo -dijo la Gorda -. Lo único que puedo decirte es que tras repasar un mismo sueño una y otra vez, comenzamos a percibir las líneas del mundo. Ellas nos ayudaron a realizar lo que nos viste hacer.

Don Juan había dicho que nuestro «primer anillo de poder» penetra en nuestras vidas en épocas muy tempranas y vivimos bajo la impresión de que ese es todo nuestro mundo. El «segundo anillo de poder», «la atención del nagual» permanece oculto para la inmensa mayoría de nosotros, y se nos revela justo en el momento de la muerte. No obstante, existe un camino para llegar hasta él, al alcance de todos, pero cuyo recorrido solamente emprenden los brujos: el «soñar». «Soñar» consiste, en esencia, en transformar los sueños corrientes en cuestiones volitivas. Los soñadores, mediante el expediente de concentrar la «atención del nagual» en los asuntos y sucesos de sus sueños ordinarios, los transforman en «soñar».

Don Juan aseguraba que no existía un procedimiento específico para alcanzar la «atención del nagual». Solamente me había dado pistas. La primera fue que debía buscar mis manos en sueños; entonces, el ejercicio de atención fue ampliado a la búsqueda de objetos, rasgos característicos del paisaje, como calles, edificios, etcétera. Desde allí había que pasar a «soñar» sobre lugares determinados a determinadas horas. El último grado consistía en concentrar la «atención del nagual» en el yo total. Don Juan sostenía que esa etapa final se anunciaba generalmente por un sueño que buena parte de la gente había tenido en una u otra oportunidad, en el cual el sujeto se ve a sí mismo yaciendo dormido. Para cuando un brujo tiene ese sueño, su atención se ha desarrollado hasta el punto de que, en vez de despertar, como les ocurre a la mayoría de las personas, da media vuelta y se pone en actividad, como lo haría en el mundo en que tiene lugar nuestra vida diaria. En ese momento se produce una ruptura, una división definitiva en la hasta entonces unificada personalidad. En la concepción de don Juan, el atrapar la «atención del Nagual» y desarrollarla hasta el nivel de perfección de nuestra atención diaria al mundo tenía por resultado el nacimiento del otro yo, un ser idéntico a uno, pero construido en el «soñar».

Don Juan me había hecho saber que no existen reglas establecidas para la educación de ese doble, como no existen para alcanzar la conciencia corriente. Sencillamente, se logra mediante la práctica. Él aseveraba que el método más adecuado se nos revelaba en la captación de la «atención del nagual». Me instaba a practicar el «soñar» sin permitir que mis temores convirtieran la actividad en una carga.

Lo mismo había hecho con la Gorda y las hermanitas, pero era evidente que algo les había permitido llegar a ser más receptivas que yo a la idea de otro nivel de atención.

– Genaro pasaba la mayor parte del tiempo en su cuerpo de soñar -dijo la Gorda -. Lo prefería. Por eso podía hacer las cosas más fantásticas y asustarte mortalmente. Genaro podía pasar por la grieta de entre los mundos como tú y yo lo hacemos por una puerta, en ambas direcciones.

Don Juan también me había hablado mucho de la grieta entre los mundos. Yo siempre había creído que se refería, metafóricamente, a una división sutil entre el mundo percibido por un hombre corriente y aquel percibido por los brujos.

La Gorda y las hermanitas me habían demostrado que la grieta entre los mundos era algo más que una metáfora. Era más bien la capacidad para pasar de uno a otro nivel de atención. Una parte de mí entendía perfectamente a la Gorda, en tanto la otra se hallaba más aterrorizada que nunca.

– Has estado preguntando por el lugar al que habían ido el Nagual y Genaro -dijo la Gorda -. Soledad fue muy brutal al decirte que se habían ido al otro mundo; Lidia te dijo que habían abandonado estos alrededores; los Genaro, como buenos idiotas, te asustaron. Lo cierto es que se marcharon por esa grieta.

Por alguna razón, inaprehensible para mí, sus palabras me lanzaron al caos. Siempre había estado convencido de que su partida era definitiva. Sabía que no se habían ido en sentido ordinario, pero había dejado el asunto en el reino de la metáfora. Si bien había llegado a decírselo a amigos íntimos, nunca lo había creído realmente. En lo profundo de mí, nunca había dejado de ser un hombre racional. Pero la Gorda y las hermanitas habían convertido mis oscuras metáforas en posibilidades reales. Lo cierto era que la Gorda nos había transportado medio kilómetro valiéndose de la energía de su «soñar»

La Gorda se puso en pie y declaró que yo lo había entendido todo y era hora de comer. Nos sirvió lo que había preparado. Tuve la impresión de no estar comiendo. Una vez que terminamos, se levantó y se acercó a mí.

– Creo que ya ha llegado el momento de que te vayas -me dijo.

La frase parecía ser una indicación para las hermanitas. Éstas dejaron los asientos a su vez.

– Si te quedas, ya nunca podrás partir -prosiguió la Gorda -. El Nagual te ofreció la libertad una vez, pero tú escogiste permanecer con él. Me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados debía darles de comer, hacerlos sentir bien y despedirme de todos. Supongo que ni las hermanitas ni yo tenemos dónde ir, de modo que no hay posible elección. Pero tu caso es diferente.

Las hermanitas me rodearon y se despidieron una a una.

La situación era monstruosamente irónica. Podía irme, pero no tenía a dónde. Tampoco para mí había elección. Años atrás don Juan me había brindado una oportunidad de marchar; ya entonces me había quedado por no tener lugar alguno al cual dirigirme.

– Se escoge sólo una vez -me había dicho don Juan-. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta tierra.

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