2 LAS HERMANITAS

Doña Soledad parecía estar explicando algo a las cuatro mujeres que la rodeaban. Movía los brazos con gestos teatrales y se cogía la cabeza con las manos. Era evidente que les hablaba de mí. Regresé al lugar en que había aparcado. Tenía intenciones de esperarles allí. Consideré qué sería más conveniente: si permanecer en el interior del coche o sentarme displicentemente sobre el parachoques izquierdo. Al final, opté por quedarme de pie junto a la puerta, pronto a entrar en el automóvil y partir si veía probable que tuviesen lugar sucesos semejantes a los del día anterior.

Me sentía muy cansado. No había pegado un ojo por más de veinticuatro horas. Mi plan consistía en revelar a las jóvenes todo lo que me fuera posible acerca del incidente con doña Soledad, de modo que pudiesen dar los pasos más convenientes en su auxilio, y luego irme. Su presencia había hecho dar un giro definitivo a la situación. Todo parecía cargado de un nuevo vigor y energía. Tuve conciencia del cambio cuando vi a doña Soledad en su compañía.

Al revelarme que eran aprendices de don Juan, doña Soledad las había dotado de un atractivo tal que me sentía impaciente por conocerlas. Me preguntaba si serían como doña Soledad. Ella había afirmado que eran como yo y que íbamos en una misma dirección. Era fácil atribuir un sentido positivo a sus palabras. Deseaba por sobre todas las cosas creerlo.

Don Juan solía llamarlas «las hermanitas», nombre sumamente adecuado, al menos para las dos que yo había tratado, Lidia y Rosa, dos jovencitas delgadas, encantadoras, con cierto aire de duendes. Al conocerlas, supuse que debían tener poco más de veinte años, si bien Pablito y Néstor siempre se habían negado a hablar de sus edades. Las otras dos, Josefina y Elena, constituían un misterio total para mí. De tanto en tanto, había oído mencionar sus nombres, cada vez en un contexto desfavorable. Había concluido, a partir de observaciones hechas al pasar por don Juan, que eran en cierto modo anormales: una, loca, y la otra, obesa; por eso se las mantenía aisladas. En una oportunidad me había tropezado con Josefina, al entrar a la casa junto a don Juan. Él la había presentado, pero ella se había cubierto el rostro y huido antes de que me hubiese sido posible saludarla. Otra vez había encontrado a Elena lavando ropa. Era enorme. Pensé que debía ser víctima de un trastorno glandular. La había saludado pero no se había vuelto. Nunca había visto su cara.

Tras las revelaciones de doña Soledad acerca de sus personas, habían adquirido a mis ojos un prestigio tal que me sentía compelido a hablar con las misteriosas hermanitas, a la vez que experimentaba hacia ellas una suerte de temor.

Miré hacia el camino con aparente despreocupación, tratando de fortalecer mi ánimo para el encuentro que iba a tener lugar en seguida. El camino estaba desierto. Nadie se acercaba a él, aunque tan sólo un minuto antes no se encontraban a más de treinta metros de la casa. Subí al techo del coche para mirar. No venía nadie, ni siquiera el perro. Fui presa de un terror pánico, Me deslicé al suelo, y estaba a punto de entrar de un salto en el coche y marchar de allí cuando oí que alguien decía: «¡Eh! ¡Miren quién está aquí!»

Me volví bruscamente para enfrentarme con dos muchachas que acababan de salir de la casa. Deduje que habían pasado corriendo por delante de mí y entrado en la casa por la puerta trasera. Suspiré aliviado.

Las dos jovencitas se dirigían hacia donde yo estaba. Tuve que reconocer que nunca había reparado en ellas. Eran hermosas, morenas y sumamente delgadas, sin llegar a ser descarnadas. Llevaban el largo cabello negro trenzado. Vestían faldas sencillas, camisas de algodón azul y zapatos marrones de tacón bajo y suela flexible. Sus piernas, fuertes y bien formadas, estaban desnudas. Debían medir un metro cincuenta o un metro sesenta. Parecían hallarse en buena forma y se movían con gran soltura. Eran Lidia y Rosa.

Las saludé y me tendieron la mano simultáneamente. Se pusieron a mi lado. Se las veía saludables y fuertes. Les pedí que me ayudasen a quitar los paquetes del portaequipaje. Cuando los llevábamos hacia la casa, oí un profundo gruñido, tan profundo y cercano que se asemejaba al rugido de un león.

– ¿Qué fue eso? -pregunté a Lidia.

– ¿No lo sabes? -interrogó con tono incrédulo.

– Debe ser el perro -dijo Rosa mientras entraban corriendo a la casa, arrastrándome prácticamente con ellas.

Pusimos los paquetes sobre la mesa y nos sentamos en dos bancos. Tenía a ambas frente a mí. Les dije que doña Soledad estaba muy enferma y que estaba a punto de llevarla al hospital de la ciudad, dado que no sabía qué hacer para ayudarla.

A medida que hablaba iba tomando conciencia de que pisaba terreno peligroso. No tenía modo de estimar cuánta información debía transmitirles acerca de la verdadera naturaleza de mi encuentro con doña Soledad. Empecé a buscar pistas. Pensé que, si las observaba atentamente, sus voces o la expresión de sus rostros terminarían por traicionar lo que sabían. Pero permanecieron en silencio, dejándome llevar la conversación.

Comencé a dudar que fuese conveniente proporcionar información alguna. En el esfuerzo por averiguar qué cabía hacer sin cometer errores, terminé por charlar sin sentido. Lidia me interrumpió. En tono seco, dijo que no debía preocuparme por la salud de doña Soledad, puesto que ellas ya habían hecho todo lo necesario para ayudarla. Su afirmación me obligó a preguntarle si sabía qué clase de problema tenía doña Soledad.

– Le has quitado el alma -dijo, acusadora.

Mi primera reacción fue defensiva. Empecé a hablar con vehemencia, pero acabé por contradecirme. Me observaban. Lo que hacía carecía por completo de sentido. Intenté repetir lo mismo con otros términos. Mi fatiga era tan grande que a duras penas conseguía organizar mis pensamientos. Finalmente, me di por vencido.

– ¿Dónde están Pablito y Néstor? -pregunté, tras una larga pausa.

– Pronto estarán aquí -dijo Lidia con energía.

– ¿Estuvieron ustedes con ellos? -quise saber.

– ¡No! -exclamó, y se me quedó mirando.

– Nunca vamos juntos -explicó Rosa-. Esos vagabundos son diferentes de nosotras.

Lidia hizo un gesto imperativo con el pie para hacerla callar. Aparentemente, ella era quien daba las órdenes. El movimiento de su pie trajo a mi memoria una faceta muy peculiar de mi relación con don Juan. En las incontables oportunidades en que salimos a vagar, había logrado enseñarme, sin proponérselo realmente, un sistema para comunicarse disimuladamente mediante ciertos movimientos clave del pie. Vi cómo Lidia hacía a Rosa la seña correspondiente a «horrible», que se hace cuando aquello que se halla a la vista de quienes se comunican es desagradable o peligroso. En ese caso, yo. Reí. Acababa de recordar que don Juan me había hecho esa misma seña cuando conocí a Genaro.

Fingí no darme cuenta de lo que estaba sucediendo, en la esperanza de alcanzar a descifrar todos sus mensajes.

Rosa expresó mediante una seña su deseo de pisotearme. Lidia respondió con la seña correspondiente a «no», imperativamente.

Según don Juan, Lidia era muy talentosa. Por lo que a él se refería, la consideraba más sensible y lista que Pablito, que Néstor y que yo mismo. A mí siempre me había resultado imposible trabar amistad con ella. Era reservada, y muy seca. Tenía unos ojos enormes, negros, astutos, con los que jamás miraba de frente a nadie, pómulos altos y una nariz proporcionada, ligeramente chata y ancha a la altura del caballete. La recordaba con los párpados enrojecidos, inflamados; recordaba también que todos se mofaban de ella por ese rasgo. Lo rojo de los párpados había desaparecido, pero ella seguía frotándose los ojos y pestañeando con frecuencia. Durante mis años de relación con don Juan y don Genaro, Lidia había sido la hermanita con la cual más me había encontrado; no obstante, nunca cambiamos probablemente más de una docena de palabras. Pablito la consideraba un ser harto peligroso. Yo siempre la había tomado por una persona muy tímida.

Rosa, por su parte, era bulliciosa. Yo creía que era la más joven. Sus ojos eran francos y brillantes. No era taimada, aunque tuviese muy mal genio. Era con ella con quien más había conversado. Era cordial, descarada y muy graciosa.

– ¿Dónde están las otras? -pregunté a Rosa. ¿No van a salir?

– Pronto saldrán -respondió Lidia.

Era fácil deducir de sus expresiones que estaban lejos de experimentar simpatía por mí. A juzgar por sus mensajes en clave, eran tan peligrosas como doña Soledad, y, sin embargo, sentado allí contemplándolas, me parecían increíblemente hermosas. Abrigaba hacia ellas los más cálidos sentimientos. A decir verdad, cuanto más me miraban a los ojos, más intensidad cobraban esos sentimientos. En cierto momento, experimenté franca pasión. Eran tan fascinantes que hubiese sido capaz de pasar horas allí, limitándome a mirarlas, sin embargo un resto de sensatez me impelió a ponerme de pie. No estaba dispuesto a proceder con la misma torpeza de la noche anterior. Decidí que la mejor defensa consistía en poner las cartas sobre la mesa. En tono firme, les dije que don Juan me había sometido a una suerte de prueba, valiéndose para ello de doña Soledad, o viceversa. Lo más probable era que las hubiese puesto a ellas en situación similar, y estuviésemos a punto de lanzarnos a algún enfrentamiento, de cualquier clase que éste fuese, del que alguno de nosotros podía salir perjudicado. Apelé a su sentido guerrero. Si eran las verdaderas herederas de don Juan, debían ser impecables conmigo, revelando sus designios, y no comportarse como seres humanos ordinarios, codiciosos.

Volviéndome hacia Rosa, le pregunté por qué deseaba pisotearme. Quedó desconcertada un instante, y luego se enfadó. Sus ojos fulguraban de ira; tenía la pequeña boca contraída.

Lidia, de modo muy coherente, me dijo que no tenía nada que temer de ellas, y que Rosa estaba molesta conmigo porque había lastimado a doña Soledad. Sus sentimientos obedecían únicamente a una reacción personal.

Dije entonces que era hora de irme. Me puse de pie. Lidia hizo un gesto para detenerme. Se la veía asustada, o muy inquieta. Comenzaba a protestar, cuando un ruido proveniente de fuera de la puerta me distrajo. Las dos muchachas se pusieron a mi lado de un salto. Algo pesado se apoyaba o hacía presión contra la puerta. Advertí entonces que las niñas la habían asegurado con una barra de hierro. Experimenté cierto disgusto. Todo iba a repetirse y me sentía harto del asunto.

Las muchachas se miraron, luego me miraron y por último volvieron a mirarse.

Oí el quejido y la respiración pesada de un animal de gran tamaño fuera de la casa. Debía ser el perro. Llegado a ese punto, el agotamiento me cegó. Me precipité hacia la puerta, y, tras quitar la pesada barra de hierro, la entreabrí. Lidia se arrojó contra ella, volviendo a cerrarla.

– El Nagual tenía razón -dijo, sin aliento-. Piensas y piensas. Eres más estúpido de lo que yo creía.

A tirones, me hizo regresar a la mesa. Ensayé mentalmente el mejor modo de decirles de una vez por todas que ya había tenido suficiente. Rosa se sentó a mi lado, en contacto conmigo; sentía su pierna mientras la frotaba nerviosamente contra la mía. Lidia estaba de pie frente a mí, mirándome con fijeza. Sus ardientes ojos negros parecían decir algo que yo no alcanzaba a comprender.

Empecé a hablar, pero no terminé. Súbitamente, tuve conciencia de algo más profundo. Mi cuerpo percibía una luz verdosa, una fluorescencia en el exterior de la casa. No oía ni veía nada. Simplemente, era consciente de la luz, como si de pronto me hubiese quedado dormido y mis pensamientos se convirtieran en imágenes y éstas, a su vez, se superpusieran al mundo de mi vida diaria. La luz se movía a gran velocidad. Lo percibía con el estómago. La seguí, o, mejor dicho, concentré mi atención en ella durante un instante, mientras se desplazaba. De mi esfuerzo de atención sobre la luz resultó una gran claridad mental. Supe entonces que en esa casa, en presencia de esa gente, era tan errado como peligroso comportarse como un espectador inocente.

– ¿No tienes miedo? -preguntó Rosa, señalando la puerta.

Su voz quebró mi concentración.

Admití que, fuese lo que fuese aquello, me aterrorizaba en extremo, incluso me parecía posible morir de miedo. Quería decir más, pero, en ese preciso momento, una oleada de ira me indujo a ir a ver y hablar con doña Soledad. No confiaba en ella. Me dirigí sin vacilar a su habitación. No estaba allí. Empecé a llamarla, rugiendo su nombre. La casa contaba con una habitación más. Empujé la puerta entreabierta y me precipité dentro.

No había nadie. Mi cólera aumentaba en la misma medida en que lo hacía mi terror.

Traspuse la puerta trasera y rodeé la casa hacia el frente. No se veía siquiera al perro. Golpeé la puerta con furia. Fue Lidia quien la abrió. Entré. Le aullé, reclamándole que me informase dónde estaban los demás. Bajó los ojos, sin responder. Quiso cerrar la puerta, pero se lo impedí. Marchó apresuradamente hacia la otra habitación.

Me senté a la mesa nuevamente. Rosa no se había movido. Daba la impresión de hallarse paralizada en su sitio.

– Somos lo mismo -dijo inesperadamente-. El Nagual nos lo dijo.

– Dime, pues, qué era lo que rondaba la casa -exigí.

– El aliado -respondió.

– ¿Dónde está ahora?

– Sigue aquí. No se irá. Cuando te encuentre debilitado, te hará pedazos. Pero no somos nosotras quienes podemos decirte nada.

– Entonces, ¿quién puede decírmelo?

– ¡ La Gorda! -exclamó Rosa, abriendo los ojos desmesuradamente-. Ella es la indicada. Ella lo sabe todo.

Rosa me pidió que cerrara la puerta, para sentirse en lugar seguro. Sin esperar respuesta, fue hasta ella recorriendo la distancia necesaria paso a paso, y dio un portazo.

– No podemos hacer nada, salvo esperar que todos estén aquí -dijo.

Lidia volvió de la habitación con un paquete, un objeto envuelto en un trozo de tela de un amarillo subido. Se la veía muy serena. Noté que su talante era más autoritario. De algún modo, nos lo hizo compartir, a Rosa y a mí.

– ¿Sabes qué tengo aquí? -me preguntó.

Yo no tenía la más vaga idea. Comenzó a desenvolverlo con deliberación, tomándose su tiempo. En un momento dado se detuvo y me miró. Dio la impresión de vacilar y sonrió como si la timidez le impidiera mostrar lo que había en el envoltorio.

– El Nagual dejó este paquete para ti -murmuró-, pero creo que sería mejor esperar a la Gorda.

Insistí en que lo deshiciera. Me dedicó una mirada feroz y se retiró de la habitación sin una sola palabra más.

Me divertía el juego de Lidia. Había actuado totalmente de acuerdo con las enseñanzas de don Juan. Me había demostrado el mejor modo de sacar partido de una situación de equilibrio. Al traerme el paquete y fingir que lo iba a abrir, tras revelar que don Juan lo había dejado para mí, había creado un verdadero misterio, casi insoportable. Sabía que me tenía que quedar si quería averiguar cuál era el contenido del paquete. Pensé en buen número de cosas que me parecía probable que albergase. Tal vez fuese la pipa empleada por don Juan al manipular hongos psicotrópicos. Había dado a entender en una oportunidad que la pipa debía serme entregada para que estuviese a buen recaudo. O tal vez fuera su cuchillo, o su morral de piel, o incluso sus objetos de poder de brujo. Por otra parte, bien podía tratarse simplemente de una estratagema de Lidia. Don Juan era demasiado sofisticado, demasiado inclinado a lo abstracto, para dejar reliquias.

Dije a Rosa que me encontraba mortalmente cansado y debilitado por la falta de comida. Mi idea era ir a la ciudad, descansar un par de días y regresar a ver a Pablito y a Néstor. Le informé que entonces me sería posible conocer a las otras dos niñas.

Volvió Lidia y Rosa le comunicó mi intención de partir.

– El Nagual nos ordenó atenderte como si tú fueses él mismo -dijo Lidia-. Todos nosotros somos el propio Nagual, pero tú eres algo más, por alguna razón que nadie entiende.

Ambas me hablaban simultáneamente, dándome garantías de que nadie iba a intentar en mi contra nada semejante a lo que había ensayado doña Soledad. En los ojos de ambas había una mirada tan intensamente honesta que mi cuerpo se vio abrumado. Les creí.

– Debes quedarte hasta que venga la Gorda -dijo Lidia.

– El Nagual dijo que debías dormir en su propia cama -agregó Rosa.

Comencé a pasearme por el lugar, angustiado por un gran dilema. Por una parte, quería quedarme y descansar; me sentía físicamente cómodo y satisfecho en su presencia, cosa que no me había ocurrido el día anterior con doña Soledad. Por otra parte, el aspecto razonante de mi ser, seguía sin relajarse. En ese nivel, continuaba tan atemorizado como siempre. Había habido momentos de ciega desesperación y había actuado con audacia. Pero, una vez que mis acciones perdieron su ímpetu, me había sentido tan vulnerable como de costumbre.

Me hundí en un intenso análisis de mi alma durante mi marcha casi frenética del lugar. Las dos muchachas se mantenían quietas, contemplándome con ansiedad. Entonces, súbitamente, se hizo la luz sobre el enigma; supe que había algo en mi interior que no hacía más que fingir miedo. Me había acostumbrado a reaccionar así en presencia de don Juan. A lo largo de los años que duró nuestra relación, había descargado sobre él todo el peso de mi necesidad de alivios convenientes para mi temor. El depender de él me había proporcionado consuelo y seguridad. Pero ya no era posible sostenerse por ese medio. Don Juan se había ido. Sus aprendices carecían de su paciencia, o de su refinamiento, o de capacidad para dar órdenes precisas. Frente a ellas, mi necesidad de consuelo era absolutamente absurda.

Las niñas me llevaron a la otra habitación. La ventana estaba orientada al Sudeste, al igual que el lecho, una estera espesa, casi tanto como un colchón. Un voluminoso tallo de maguey, de unos sesenta centímetros, labrado hasta dejar al descubierto la porción porosa de su tejido, hacía las veces de almohada o cojín. En su parte central había un leve declive. La superficie era sumamente suave. Daba la impresión de haber sido trabajada a mano. Probé el lecho y la almohada. La comodidad y la satisfacción física que experimenté fueron desacostumbrados. Al yacer en la cama de don Juan me sentí seguro y pleno. Una calma incomparable se extendió por mi cuerpo. Sólo una vez antes, había vivido algo semejante: al improvisar don Juan un lecho para mí, en la cumbre de una montaña en el desierto septentrional de México. Me dormí.

Desperté al atardecer. Lidia y Rosa estaban casi encima de mí, profundamente dormidas. Permanecí inmóvil durante uno o dos segundos, y en ese momento ambas despertaron a un tiempo.

Lidia bostezó y dijo que había tenido que dormir cerca de mí para protegerme y hacerme descansar. Estaba famélico. Lidia envió a Rosa a la cocina a prepararnos algo de comer. En el ínterin, encendió todas las lámparas de la casa. Cuando la comida estuvo hecha, nos sentamos a la mesa. Me sentía como si las hubiese conocido o hubiese pasado junto a ellas toda mi vida. Comimos en silencio.

Cuando Rosa quitaba la mesa, pregunté a Lidia si todos dormían en el lecho del Nagual; era la única cama de la casa, aparte de la de doña Soledad. Lidia declaró, en tono flemático, que ellas se habían ido de la casa hacía años, a un lugar propio, cerca de allí, y que Pablito se había mudado en la misma época y vivía con Néstor y Benigno.

– Pero, ¿qué sucedió con ustedes? Creía que se hallaban juntos -dije.

– Ya no -replicó Lidia-. Desde que el Nagual se fue hemos tenido tareas separadas. El Nagual nos unió y el Nagual nos apartó.

– ¿Y dónde está el Nagual ahora? -pregunté con el tono de mayor indiferencia que me fue posible fingir.

Ambas me miraron; luego se miraron entre sí.

– Oh, no lo sabemos -dijo Lidia-. Él y Genaro se han ido.

Aparentemente, decían la verdad, pero insistí una vez más en que me contasen lo que sabían.

– En realidad no sabemos nada -me espetó Lidia evidentemente nerviosa por mis inquisiciones-. Se fueron a otra parte. Eso se lo debes preguntar a la Gorda. Ella tiene algo que decirte. Supo ayer que habías venido y corrimos durante toda la noche para llegar. Temíamos que hubieses muerto. El Nagual nos dijo que tú eras la única persona a la que debíamos ayudar y creer. Dijo que eras él mismo.

Se cubrió el rostro y sofocó una risilla; luego, como si se le acabase de ocurrir, agregó:

– Pero es difícil de creer.

– No te conocemos -dijo Rosa-. Ese es el problema. Las cuatro sentimos lo mismo. Temimos que estuvieses muerto, pero luego, cuando te vimos, nos enfadamos contigo hasta la locura porque no lo estabas. Soledad es como nuestra madre; tal vez algo más.

Cambiaron miradas de inteligencia. Lo interpreté de inmediato como señal de dificultades. No se traían nada bueno. Lidia advirtió mi súbito recelo, que se debía leer fácilmente en mi rostro. Reaccionó haciendo una serie de aseveraciones acerca de su deseo de ayudarme. A decir verdad, no tenía razón alguna para dudar de su sinceridad. Si hubiesen pretendido hacerme daño, lo habrían hecho mientras dormía. Sus palabras sonaban tan veraces que me sentí mezquino. Decidí entregarles los regalos que les había traído. Les dije que se trataba de chucherías sin importancia, que estaban en los paquetes y podían escoger las que les gustasen. Lidia dijo que le parecía preferible que yo mismo distribuyese los obsequios. En un tono muy amable agregó que se sentirían muy agradecidas si curase a doña Soledad.

– ¿Qué crees que debo hacer para curarla? -le pregunté, tras un largo silencio.

– Usa a tu doble -dijo, en un tono desprovisto de emoción.

Repasé minuciosamente los hechos: doña Soledad había estado a punto de asesinarme, y yo había sobrevivido merced a un algo en mí, que no se correspondía con mis capacidades ni con mi conocimiento. Por lo que yo sabía, esa cosa indefinida que le había dado un golpe era real, aunque inalcanzable. Por decirlo en breves palabras, me resultaba tan probable ayudar a doña Soledad como ir andando hasta la Luna.

Me observaba atentamente, y permanecían inmóviles, pero agitadas.

– ¿Dónde se encuentra ahora doña Soledad? -pregunté a Lidia.

– Está con la Gorda -dijo, con aire sombrío-. La Gorda se la llevó y está tratando de curarla, pero en realidad no sabemos dónde se hallan. Esa es la verdad.

– ¿Y dónde se encuentra Josefina?

– Fue a buscar al Testigo. Es el único capaz de curar a Soledad. Rosa piensa que tú sabes más que el Testigo, pero, puesto que estás enfadado con Soledad, deseas su muerte. No te culpamos por ello.

Les aseguré que no estaba enfadado con ella, y, por sobre todo, que no deseaba su muerte.

– ¡Cúrala, entonces! -dijo Rosa, con una voz aguda en la cual se traslucía la cólera-. El Testigo nos ha dicho que tú siempre sabes qué hacer, y él no puede estar equivocado.

– ¿Y quién demonios es el Testigo?

– Néstor es el Testigo -dijo Lidia, mostrando cierta renuencia a mencionar su nombre-. Tú lo sabes. Tienes que saberlo.

Recordé que en nuestro último encuentro don Genaro había llamado a Néstor «el Testigo». Pensé entonces que el nombre era una broma, o un truco del que se valía don Genaro para aliviar la sofocante tensión y la angustia de aquellos últimos momentos que pasábamos juntos.

– No era ninguna broma -dijo Lidia, en tono firme-. Genaro y el Nagual siguieron un camino diferente respecto del Testigo. Lo llevaron con ellos a todas partes. ¡Y quiero decir a todas! El Testigo presencia todo lo que hay que presenciar.

Era evidente que había un enorme malentendido entre nosotros. Me esforcé por hacerles entender que yo era prácticamente un desconocido para ellos. Don Juan me había mantenido apartado de todos, incluidos Pablito y Néstor. Con excepción de los saludos casuales que todos ellos habían cambiado conmigo en el curso de los años, nunca nos habíamos hablado. Yo les conocía, principalmente, a través de las descripciones que me había hecho don Juan. Si bien en una oportunidad había conocido a Josefina, me era imposible recordar su aspecto físico, y todo lo que había visto de la Gorda era su gigantesco trasero. Les dije que ni siquiera sabía, hasta el día anterior, que las cuatro eran aprendices de don Juan, y que Benigno también formaba parte del grupo.

Cambiaron una mirada tímida. Rosa movió los labios para decir algo, pero Lidia le ordenó callar con el pie. Creía que, tras mi larga y conmovedora explicación, ya no les sería necesario enviarse mensajes furtivos. Tenía los nervios tan alterados que sus movimientos encubiertos de pies resultaron el elemento preciso para hacerme montar en cólera. Les grité con toda la fuerza de mis pulmones y golpeé la mesa con la mano derecha. Rosa se puso de pie a increíble velocidad, y, supongo que a modo de respuesta a su súbito movimiento, mi cuerpo, por sí mismo, sin indicación alguna de mi razón, dio un paso atrás, exactamente a tiempo para eludir por pocos centímetros el golpe de un sólido leño u otro objeto contundente que Rosa blandía en la mano izquierda. Cayó sobre la mesa con ruido atronador.

Volví a oír, tal como la noche anterior, mientras doña Soledad trataba de estrangularme, un sonido singular y misterioso, un sonido seco, semejante al que produce un conducto tubular al quebrarse, exactamente por detrás de la tráquea, en la base del cuello. Mis oídos estallaron y, con la velocidad del relámpago, mi brazo izquierdo descendió con fuerza sobre el palo de Rosa. Yo mismo presencié la escena, como si se tratara de una película.

Rosa chilló y comprendí entonces que le había golpeado el dorso de la mano con el puño izquierdo, descargando en ello todo mi peso. Estaba aterrado. Sucediese lo que sucediese, para mí no era real. Era una pesadilla. Rosa seguía chillando. Lidia la llevó a la habitación de don Juan. Oí sus gritos de dolor durante unos momentos; luego cesaron. Me senté a la mesa. Mis pensamientos surgían disociados e incoherentes.

Tenía aguda conciencia del peculiar sonido de la base de mi cuello. Don Juan lo había descrito como el sonido que se hace al cambiar de velocidad. Recordaba vagamente haberlo experimentado en su compañía. Si bien la noche previa el dato había pasado por mi mente, no había sido enteramente consciente de él hasta que tuvieron lugar los sucesos con Rosa. Percibí en ese momento que el sonido había dado paso a una sensación especialmente cálida en la bóveda de mi paladar y en mis oídos. La intensidad y la sequedad del sonido me hicieron pensar en el toque de una gran campana quebrada.

Lidia no tardó en volver. Se la veía más serena y contenida. Hasta sonreía. Le pedí por favor que me ayudase a desenmarañar ese lío y me contase lo sucedido. Tras vacilar largamente me dijo que, al aullar y aporrear la mesa, había puesto nerviosa a Rosa; ésta, creyendo que la iba a lastimar, había intentado golpearme con su «mano de sueño». Yo había esquivado el golpe y la había herido en el dorso de la mano, del mismo modo en que lo había hecho con doña Soledad. Lidia agregó que la mano de Rosa quedaría inutilizada a menos que yo conociera un modo de prestarle auxilio.

En ese momento, Rosa entró a la habitación. Tenía el brazo envuelto en un trozo de tela. Me miró. Su mirada recordaba la de un niño. Mis sentimientos eran totalmente confusos. Una parte de mí se sentía cruel y culpable. Pero otra permanecía imperturbable. De no ser por la segunda, no hubiese sobrevivido ni al ataque de doña Soledad ni al devastador golpe de Rosa.

Tras un largo silencio, les dije que era signo de gran intolerancia por mi parte el haberme molestado por los mensajes que se transmitían con los pies, pero que el gritar y golpear la mesa no guardaba relación alguna con lo que Rosa había hecho. En vista de que yo no me hallaba familiarizado con sus prácticas, bien podía haberme quebrado el brazo.

En tono intimidatorio, exigí ver su mano. La desvendó de mala gana. Estaba hinchada y roja. A mi criterio, no cabía duda alguna de que esa gente estaba dando los pasos correspondientes a una suerte de prueba preparada por don Juan para mí. Por afrontarla me veía arrojado a un mundo al cual era imposible acceder ni aceptar en términos racionales. Me había dicho una y otra vez que mi racionalidad comprendía tan sólo una pequeña porción de lo que denominaba la totalidad de uno mismo. Ante el impacto de lo desconocido y el riesgo enteramente real de mi aniquilación física, mi cuerpo había tenido que hacer uso de sus recursos ocultos, o morir. La trampa consistía, aparentemente, en la verdadera aceptación de la existencia de tales recursos y de la posibilidad de emplearlos. Los años de preparación no habían sido sino los pasos necesarios para llegar a esa aceptación. Fiel a su propósito de no comprometerse, don Juan había aspirado a una victoria total o a una completa derrota para mí. Si sus enseñanzas no habían servido para ponerme en contacto con mis recursos ocultos, la prueba lo pondría en evidencia, en cuyo caso habría sido muy poco lo que yo pudiese hacer. Don Juan había dicho a doña Soledad que me suicidaría. Siendo un conocedor tan profundo de la naturaleza humana, es probable que no se hallase en error alguno.

Era hora de variar la táctica. Lidia había sostenido que yo era capaz de ayudar a Rosa y a doña Soledad valiéndome de la misma fuerza con que las había lastimado; el problema, por consiguiente, consistía en dar con la secuencia correcta de sentimientos, o pensamientos, o lo que quiera que ello fuese, susceptible de lograr que mi cuerpo liberase tal fuerza. Cogí la mano de Rosa y la acaricié. Deseaba que se curara. No abrigaba sino buenos sentimientos hacia ella. Le acaricié la mano y la tuve abrazada largo rato. Le acaricié la cabeza y quedó dormida, apoyada sobre mi hombro, pero no hubo disminución alguna de la hinchazón ni del rubor.

Lidia me miraba sin decir palabra. Me sonrió. Quería decirle que era un fracaso como sanador. Sus ojos parecieron captar mi intención, sostuvo mi mirada hasta hacerme abandonar el propósito.

Rosa quería dormir. Estaba mortalmente cansada, o se encontraba enferma. Prefería no saberlo. La alcé en brazos; era más ligera de lo que había imaginado. La llevé al lecho de don Juan y la deposité en él con delicadeza, Lidia la cubrió. La habitación estaba muy oscura. Miré por la ventana y vi un cielo estrellado sin nubes. No había sido consciente hasta ese momento de que nos hallábamos a una gran altitud.

Al mirar al cielo, sentí renacer mi optimismo. En cierto modo, las estrellas me regocijaban. El Sudeste me resultaba realmente una dirección digna de ser enfrentada.

De pronto, me vi obligado a satisfacer un impulso. Quise comprobar cuán diferente se vería el cielo desde la ventana de doña Soledad, orientada al Norte. Cogí a Lidia por la mano, con la intención de llevarla allí, pero un cosquilleo en la coronilla me detuvo. Algo así como si una onda recorriese mi cuerpo, desde la espalda a la cintura, y, desde allí, hasta la boca del estómago. Me senté sobre la estera. Hice un esfuerzo por racionalizar mis sensaciones. Aparentemente, en el mismo instante en que percibí el cosquilleo en la coronilla, mis pensamientos se habían reducido en intensidad y cantidad. Lo intenté; pero me fue imposible retornar al proceso habitual, que llamo «pensamiento».

Mis consideraciones me llevaron a olvidar a Lidia. Se había arrodillado en el suelo, cara a mí. Tomé conciencia de que sus enormes ojos me escrutaban desde una distancia de pocos centímetros. Automáticamente, volví a cogerle la mano y fuimos a la habitación de doña Soledad. Al llegar a la puerta, percibí que su cuerpo se ponía rígido. Tuve que empujarla. Estaba a punto de trasponer el umbral, cuando distinguí la masa voluminosa, oscura, de un cuerpo humano agazapado contra el muro opuesto al de la entrada. La visión era tan inesperada que sofoqué un grito y solté la mano de Lidia. Era doña Soledad. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Me volví hacia Lidia. Había retrocedido un par de pasos. Quise susurrar que doña Soledad había regresado, pero de mí no brotó sonido alguno, a pesar de estar seguro de haber pronunciado correctamente las palabras. Hubiese intentado hablar de nuevo, de no haberse impuesto la necesidad que sentía de actuar. Era como si las palabras reclamasen mucho tiempo y yo tuviera muy poco. Entré a la habitación y me aproximé a doña Soledad. Daba la impresión de estar padeciendo un gran dolor. Me puse en cuclillas a su lado y, antes de preguntarle nada, alcé su rostro para mirarla. Vi algo en su frente; parecía ser el emplasto de hojas que ella misma se había preparado. Era oscuro, viscoso al tacto. Precisaba compulsivamente arrancarlo. Con gesto enérgico sujeté su cabeza, la incliné hacia atrás y se lo quité de un tirón. Fue como despegar un trozo de goma. No se movió ni se quejó de dolor alguno. Bajo el emplasto había una mancha de color verde amarillento. Se movía, como si estuviese viva o empapada de energía. La contemplé un rato, incapaz de hacer nada. La apreté con el dedo y se pegó a él como si fuese cola. No fui presa del pánico, como hubiese ocurrido de ordinario; es más: me agradaba esa sustancia. Hurgué en ella con las puntas de los dedos y terminó por desprenderse completamente de su frente. Me puse de pie. La materia pegajosa estaba tibia. Mantuvo sus características de pasta glutinosa por un instante y luego se secó entre mis dedos y sobre la palma de mi mano. Me conmovió una nueva y súbita oleada de comprensión y corrí hacia la habitación de don Juan. Aferré el brazo de Rosa y saqué de su mano la misma sustancia fluorescente, verde amarillenta, que había sacado de la frente de doña Soledad.

El corazón me latía con tal violencia que a duras penas podía mantenerme en pie. Quería echarme, pero algo en mi interior me empujó hacia la ventana y me impulsó a ponerme a saltar en el lugar.

No alcanzo a recordar cuánto tiempo pasé allí saltando. En un momento dado, sentí que alguien me secaba el cuello y los hombros. Tomé conciencia de que me encontraba prácticamente desnudo, transpirando con profusión. Lidia me había echado un paño sobre los hombros, y en ese momento enjugaba el sudor de mi rostro. Mis procesos mentales normales se restablecieron de inmediato. Recorrí la habitación con la vista. Rosa se hallaba profundamente dormida. Fui corriendo a la habitación de doña Soledad. Esperaba verla también dormida, pero allí no había nadie. Lidia me había seguido. Le pregunté qué había sucedido. Fue a toda prisa a despertar a Rosa, mientras yo me vestía. Rosa no quería despertar. Lidia le cogió la mano lastimada y se la estrujó. En un solo movimiento, casi se diría que de un salto, Rosa se puso de pie, totalmente despierta.

Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apagar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obedecía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.

Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había recomendado que no dejase ninguno; aún no los había distribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, buscando el camino en la oscuridad.

Una vez en la carretera, me vi enfrentado a una cuestión espinosa. Ambas declararon al unísono que yo era el guía; sus actos dependían de mis decisiones. Yo era el Nagual. No podíamos huir de la casa y marchar sin rumbo. Debía guiarles. Pero lo cierto era que yo no tenía idea de a dónde ir ni qué hacer. Me volví hacia ellas. Los faros arrojaban cierta luz dentro del coche, y sus ojos la reflejaban como espejos. Recordé que con los ojos de don Juan sucedía lo mismo; parecían reflejar más luz que los de una persona corriente.

Comprendí que las dos muchachas eran conscientes de lo extremo de mi situación. Más que una broma destinada a disimular mi incapacidad, lo que hice fue poner francamente en sus manos la responsabilidad de una solución. Les dije que me faltaba práctica como Nagual y que les quedaría muy agradecido si me hacían el favor de hacerme una sugerencia o una insinuación respecto al lugar al que debíamos dirigirnos. Ello pareció disgustarlas conmigo. Hicieron chasquear la lengua y negaron con la cabeza. Repasé mentalmente varios probables cursos de acción, ninguno de los cuales era factible, como llevarlas al pueblo, o a la casa de Néstor, o incluso a Ciudad de México.

Detuve el coche. Iba en dirección al pueblo. Deseaba más que nada en el mundo tener una conversación sincera con las muchachas. Abrí la boca para comenzar, pero se apartaron de mí, se pusieron cara a cara y se echaron mutuamente los brazos al cuello. Eso parecía ser una indicación de que se habían encerrado en sí mismas y no iban a escucharme.

Mi frustración fue enorme. Lo que anhelaba en ese momento era la maestría de don Juan frente a cualquier situación que se presentara, su camaradería intelectual, su humor. En cambio, me hallaba en compañía de dos idiotas.

Percibí cierto abatimiento en el rostro de Lidia y puse fin a mi ataque de autoconmiseración. Por primera vez fui abiertamente consciente de que no había modo de superar nuestra mutua desilusión. Era evidente que ellas también estaban acostumbradas, aunque de una forma diferente, a la maestría de don Juan. Para ellas, el cambio del propio Nagual por mí debía de haber sido desastroso.

Permanecí inmóvil un buen rato, con el motor en marcha. De pronto, un estremecimiento, comenzado como un cosquilleo en mi coronilla, volvió a recorrer mi cuerpo; supe entonces lo que había sucedido poco antes, al entrar en la habitación de doña Soledad. Yo no la había visto en un sentido ordinario. Aquello que había tomado por doña Soledad acurrucada junto a la pared, era en realidad el recuerdo del instante, inmediatamente posterior a aquel en que la había golpeado, en el cual había abandonado su cuerpo. Comprendí también que al retirar aquella sustancia glutinosa, fosforescente, la había curado, y que se trataba de una forma de energía dejada en su cabeza y en la mano de Rosa por mis golpes.

Pasó por mi mente la imagen de un barranco singular. Me convencí de que doña Soledad y la Gorda estaban en él. Mi convicción no obedecía a una mera conjetura: se trataba de una verdad que no requería corroboración. La Gorda había llevado a doña Soledad al fondo de ese barranco, y en ese preciso instante estaba tratando de curarla. Deseaba decirle que era un error cuidarse de la hinchazón de la frente de doña Soledad, y que ya no tenían necesidad de permanecer allí.

Describí mi visión a las muchachas. Ambas me dijeron, tal como solía hacerlo don Juan, que no debía dejarme llevar por tales representaciones. En él, sin embargo, la reacción resultaba más congruente. Yo nunca había hecho realmente caso de sus críticas ni de su desdén; pero con ellas era diferente: no estaban al mismo nivel. Me sentí insultado.

– Las llevaré a su casa -dije-. ¿Dónde viven?

Lidia se volvió hacia mí y me dijo furiosa que ellas eran mis protegidas y que debía llevarlas a lugar seguro, puesto que habían renunciado a su libertad, a pedido del Nagual, con la finalidad de ayudarme.

Llegados a este punto, monté en cólera. Quise abofetearlas, pero entonces sentí el extraño estremecimiento recorrer mi cuerpo una vez más. Volvió a comenzar como un cosquilleo en la coronilla, y bajó por mi espalda hasta llegar a la región umbilical: en ese instante supe dónde vivían. El cosquilleo era como una capa protectora, una suave, cálida, hoja de celuloide. La percibía físicamente, cubriendo la zona que va desde el pubis hasta el reborde costal. Mi cólera desapareció, dando paso a una extraña serenidad, una frialdad, y, a la vez, un deseo de reír. Comprendí en aquel momento algo trascendental. Ante el impacto de los actos de doña Soledad y de las hermanitas, mi cuerpo se había desprendido de la racionalidad; yo había, dicho en los términos de don Juan, parado el mundo. Había amalgamado dos sensaciones disociadas. El cosquilleo en la parte alta de la cabeza y el ruido seco de quebradura en la base del cuello: entre ambas cosas yacía la clave de aquella suspensión del juicio.

Sentado en el coche con las dos muchachas, al costado de un camino de montaña desierto, supe a ciencia cierta que, por primera vez, había tenido completa conciencia de parar el mundo. Esa sensación trajo a mi memoria otra similar: mi primera experiencia de conciencia corporal, ocurrida hacía años. Tenía que ver con el cosquilleo en la coronilla. Don Juan me había dicho que los brujos debían cultivar esa sensación, y se había extendido en su descripción. Según él, era una suerte de comezón, algo ni placentero ni doloroso, que se iniciaba en el punto más alto de la cabeza. Para hacérmelo comprender, en un nivel intelectual, definió y analizó sus características, y luego, atento al aspecto práctico, intentó orientarme en el desarrollo de la conciencia corporal y la memoria de la sensación, haciéndome correr bajo ramas o rocas salientes según un plano horizontal situado a pocos centímetros por encima de mí.

Pasé años tratando de comprender lo que me había indicado, pero, por una parte, me resultaba imposible captar todo el sentido de su descripción, y, por otra parte, era incapaz de dotar a mi cuerpo de la memoria adecuada para seguir sus consejos prácticos. Nunca sentía nada sobre la cabeza al correr bajo las ramas o las rocas que él había escogido para sus demostraciones. Pero un día mi cuerpo descubrió la sensación por sí mismo, al intentar entrar conduciendo un camión de caja alta en un edificio para aparcamiento de tres plantas. Traspuse el umbral a la misma velocidad con que solía hacerlo en mi pequeño sedán de dos puertas; de resultas de lo cual vi, desde el alto asiento del camión, cómo la viga de cemento transversal del techo se acercaba a mi cabeza. No pude detenerme a tiempo y la sensación que tuve fue la de que la viga me escalpaba. Nunca había conducido un vehículo tan alto como ese, de modo que no me era posible haber hecho los ajustes perceptuales necesarios. El espacio que separaba el camión del techo del aparcamiento, me parecía inexistente. Sentí la viga con el cuero cabelludo.

Ese día pasé horas conduciendo en el aparcamiento para dar a mi cuerpo la oportunidad de hacerse con el recuerdo del cosquilleo.

Me volví hacia las muchachas con el propósito de informales que acababa de recordar dónde vivían. Desistí. No había modo de explicarles que la experiencia del cosquilleo había traído a mi memoria una observación hecha al azar por don Juan en cierta oportunidad en que, camino de la vivienda de Pablito, pasamos por otra casa. Había señalado una característica poco corriente de esos alrededores, y dicho que esa casa era un lugar ideal para quien buscase quietud, pero no un lugar para descansar. Las llevé allí.

Su casa era una construcción de adobe bastante grande con techo de tejas, como aquél en que vivía doña Soledad. Tenía una habitación larga delante, una cocina techada al aire libre en la parte trasera, un enorme patio contiguo a ella y, al otro lado del patio, un gallinero. La parte más importante de la casa, no obstante, era una habitación cerrada con dos puertas, una que se abría a la sala delantera, y otra que daba a los fondos. Lidia dijo que ellas mismas la habían construido. Quise verla, pero ambas argumentaron que no era el momento apropiado, puesto que ni Josefina ni la Gorda se hallaban presente para mostrarme las partes de la habitación que les pertenecían.

En un rincón de la primera habitación había una plataforma de ladrillos de tamaño considerable. Su altura sería de unos cuarenta y cinco centímetros y estaba destinada a hacer las veces de cama, con uno de sus extremos pegado a la pared. Lidia puso sobre ella unas espesas esteras de paja y me instó a que me echara a dormir mientras ellas velaban.

Rosa había encendido una lámpara y la colgó de un clavo sobre la cama. La luz alcanzaba para escribir. Les expliqué que al escribir me serenaba y les pregunté si les molestaba.

– ¿Por qué lo tienes que preguntar? -replicó Lidia-. ¡Hazlo!

Con la pretensión de darle una explicación superficial, le dije que yo siempre había hecho cosas raras, como tomar notas, lo cual resultaba extraño inclusive a don Juan y a don Genaro y que, en consecuencia, debía resultarles extraño a ellas.

– Nosotras siempre hacemos cosas raras -dijo Lidia secamente.

Me senté en la cama, bajo la lámpara, con la espalda apoyada en el muro. Ellas se echaron cerca de mí, una a cada lado. Rosa se cubrió con una manta y se quedó dormida, como si todo lo que necesitase para ello fuera tenderse. Lidia declaró entonces que esos eran el momento y el lugar apropiados para conversar, si bien a ella le parecía preferible apagar la luz, porque ésta le daba sueño.

Nuestra conversación, en la oscuridad, giró en torno del paradero de las otras dos muchachas. Sostuvo que no tenía ni una remota idea del lugar en que pudiese hallarse la Gorda, pero que indudablemente Josefina seguía en las montañas buscando a Néstor, a pesar de la oscuridad. Explicó que Josefina era la más capaz de valerse por sí misma en circunstancias tales como encontrarse en un lugar desierto y oscuro. Esa era la razón por la cual la Gorda la había escogido para esa misión.

Le comenté que, escuchándolas referirse a la Gorda, me había hecho la idea de que era la jefe. Lidia me respondió que efectivamente la Gorda mandaba, y que el propio Nagual había ordenado que así fuera. Agregó que, más allá de esa circunstancia, tarde o temprano, la Gorda habría terminado por ponerse a la cabeza porque era la mejor.

En ese punto, me vi obligado a encender la lámpara, para poder escribir. Lidia se quejó de que la luz le impedía permanecer despierta, pero me salí con la mía.

– ¿Qué es lo que determina que la Gorda sea la mejor? -pregunté.

– Tiene más poder personal -dijo-. Lo sabe todo. Además, el Nagual le enseñó a controlar a la gente.

– ¿Envidias a la Gorda por ser la mejor?

– Antes, pero ya no.

– ¿A qué se debe este cambio?

– Terminé por aceptar mi destino, como me había dicho el Nagual.

– ¿Y cuál es tu destino?

– Mi destino… mi destino es ser la brisa. Ser una soñadora. Mi destino es ser un guerrero.

– ¿Envidian Rosa o Josefina a la Gorda?

– No, no la envidian. Todas nosotras hemos aceptado nuestros destinos. El Nagual dijo que el poder sólo llega tras haber aceptado nuestros destinos sin discusión. Yo solía quejarme mucho y sentirme terriblemente mal porque me gustaba el Nagual. Creía ser una mujer.

Pero él me demostró que no lo era. Este cuerpo que ves es nuevo. Lo mismo nos ocurrió a todas. Tal vez a ti no te haya sucedido lo mismo, pero para nosotras el Nagual significó una nueva vida.

»Cuando nos dijo que iba a partir, porque tenía que hacer otras cosas, creímos morir. Pero ya nos ves. Estamos vivas; ¿sabes por qué? Porque el Nagual nos demostró que éramos él mismo. Está aquí, con nosotras. Siempre estará aquí. Somos su cuerpo y su espíritu.

– ¿Las cuatro se sienten de la misma manera?

– No somos cuatro. Somos una. Ese es nuestro destino. Debemos sostenernos unas a otras. Y tú eres lo mismo. Todos nosotros somos lo mismo. Incluso Soledad es lo mismo, aunque vaya en una dirección distinta.

– ¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno, dónde encajan?

– No lo sabemos. No nos gustan. Especialmente Pablito. Es cobarde. No ha aceptado su destino y pretende huir de él. Es más: quiere renunciar a su condición de brujo y vivir una vida ordinaria. Eso sería estupendo para Soledad. Pero el Nagual nos ordenó ayudarle. No obstante, nos estamos cansando de hacerlo. Tal vez uno de estos días la Gorda lo quite de en medio para siempre.

– ¿Puede hacerlo?

– ¡Si puede hacerlo! Claro que puede. Ella tiene más del Nagual que ninguno de nosotros. Quizás incluso más que tú.

– ¿A qué se debe que el Nagual nunca me haya dicho que ustedes eran sus aprendices?

– A que estás vacío.

– Todo el mundo sabe que estás vacío. Está escrito en tu cuerpo.

– ¿En qué te basas para decir eso?

– Tienes un agujero en el medio.

– ¿En el medio de mi cuerpo? ¿Dónde?

Con suma delicadeza, tocó un lugar en el lado derecho de mi estómago. Trazó un círculo con el dedo, como si recorriese con él los bordes de un agujero invisible de diez o doce centímetros de ancho.

– ¿Tú también estás vacía, Lidia?

– ¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo ves?

Sus respuestas a mis preguntas estaban tomando un giro inesperado. No quería que mi ignorancia me pusiera a malas con ella. Asentí con la cabeza.

– ¿Qué es lo que te lleva a pensar que tengo allí un agujero que me hace estar vacío? -pregunté, tras considerar cuál sería el más inocente de los interrogantes que le podía plantear.

No respondió. Me volvió la espalda y se lamentó de que la luz de la lámpara le hiciese escocer los ojos. Insistí. Me enfrentó, desafiante.

– No quiero decirte nada más -dijo-. Eres estúpido. Ni siquiera Pablito es tan estúpido, y es el peor.

No quería meterme en otro callejón sin salida fingiendo saber de qué estaba hablando, así que volví a inquirir acerca de la causa de mi vacuidad. Traté de sonsacárselo, dándole amplias garantías de que don Juan nunca me había explicado la cuestión. Me había dicho una y otra vez que estaba vacío, y yo siempre lo había interpretado en el sentido en que un occidental puede interpretar una afirmación semejante. Pensaba que se refería a una carencia de poder de decisión, voluntad, finalidades y hasta inteligencia. Nunca había mencionado la existencia de un agujero en mi cuerpo.

– Tienes un agujero en el costado derecho -dijo con frialdad-. Un agujero hecho por una mujer al vaciarte.

– ¿Podrías decirme qué mujer ha sido?

– Sólo tú lo sabes. El Nagual decía que los hombres, en la mayoría de los casos, ignoran quién los ha vaciado. Las mujeres son más afortunadas; lo saben con certeza.

– Tus hermanas, ¿están vacías, como yo?

– No seas idiota. ¿Cómo podrían estar vacías?

– Doña Soledad me dijo que ella estaba vacía. ¿Presenta el mismo aspecto que yo?

– No. El agujero de su estómago era enorme. Abarcaba ambos costados, lo cual revela que la han vaciado un hombre y una mujer.

– ¿Qué hizo doña Soledad con un hombre y una mujer?

– Les entregó su integridad.

Vacilé un instante antes de formularle la siguiente pregunta. Quería valorar en su justa medida todas las consecuencias de su afirmación.

– La Gorda estaba aún peor que Soledad -prosiguió Lidia-. Dos mujeres la vaciaron. El agujero de su estómago era como una caverna. Pero ella lo ha cerrado. Ha vuelto a estar completa.

– Háblame de esas dos mujeres.

– No te puedo decir nada más -declaró en un tono sumamente imperativo-. Sólo la Gorda puede hablar de ello. Espera a que venga.

– ¿Por qué solamente la Gorda?

– Porque lo sabe todo.

– ¿Es la única que lo sabe todo?

– El Testigo sabe tanto como ella, o quizá más, pero él es el propio Genaro y eso hace que sea muy difícil atraparle. No lo queremos.

– ¿Por qué no lo quieren?

– Esos tres vagabundos son horrorosos. Están locos, como Genaro. Es que son Genaro. Pasan la vida combatiéndonos, porque temían al Nagual y ahora quieren desquitarse con nosotras. En todo caso eso es lo que dice la Gorda.

– ¿Y qué es lo que lleva a la Gorda a decir eso?

– El Nagual le dijo cosas que ella no comunicó a las demás. Ella ve. El Nagual dijo que tú también veías. Ni Josefina, ni Rosa, ni yo vemos. Y, sin embargo, los cinco somos lo mismo. Somos lo mismo.

La frase «somos lo mismo», que doña Soledad había empleado la noche anterior, originó un torrente de pensamientos y de temores. Dejé a un lado mi libreta. Miré a mi alrededor. Estaba en un mundo extraño, echado en un lecho extraño, en medio de dos mujeres a las que no conocía. No obstante, me sentía cómodo. Mi cuerpo experimentaba abandono e indiferencia. Confiaba en ellas.

– ¿Van a dormir aquí? -pregunté.

– ¿Dónde, si no?

– ¿Y la habitación de ustedes?

– No podemos dejarte solo. Sentimos lo mismo que tú; eres un extraño, pero estamos obligadas a ayudarte. La Gorda dijo que no importaba lo estúpido que fueras, que debíamos cuidar de ti. Dijo que debíamos dormir en la misma cama que tú, como si fueses el propio Nagual.

Lidia apagó la lámpara. Permanecí sentado con la espalda apoyada en la pared. Cerré los ojos para pensar y me quedé dormido instantáneamente.

A las ocho de la mañana, Lidia, Rosa y yo nos habíamos sentado en un sitio plano exactamente frente a la puerta de entrada, y ya llevábamos casi cuatro horas allí desde las ocho de la mañana. Yo había intentado trabar conversación con ellas, pero se negaban a hablar. Daban la impresión de encontrarse muy serenas, casi dormidas. No obstante, esa tendencia al abandono no era contagiosa. El estar allí sentado, en silencio forzoso, me había llevado a un estado de ánimo particular. La casa se alzaba en la cima de una pequeña colina; la puerta daba al Este. Desde el lugar en que me hallaba, alcanzaba a ver casi en su totalidad el estrecho valle que corría de Este a Oeste. No divisaba el pueblo, pero sí las zonas verdes de los campos cultivados en el fondo del valle. Al otro lado, en todas direcciones, se extendían gigantescas colinas, redondas y erosionadas. No había montañas altas en las proximidades del valle, sólo esas enormes colinas, cuya visión suscitaba en mí la más violenta sensación de opresión. Tuve la impresión de que las elevaciones que tenía delante estaban a punto de transportarme a otra época.

Lidia se dirigió a mí de pronto, y su voz interrumpió mi ensueño. Tironeó mi manga.

– Allí viene Josefina -dijo.

Miré al sinuoso sendero que llevaba del valle a la casa. Vi a una mujer que subía andando lentamente; se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta metros. Advertí de inmediato la notable diferencia de edad entre Lidia y Rosa, y ella. Volví a mirarla. Nunca me hubiese imaginado que Josefina fuese tan vieja. A juzgar por su paso tardo y la postura de su cuerpo, se trataba de una cincuentona. Era delgada, vestía una falda larga y oscura y traía un fardo de leña cargado en sus espaldas. Llevaba algo atado a la cintura; tenía todas las trazas de ser un niño, sujeto a su cadera izquierda. Daba la impresión de estar dándole el pecho a la vez que caminaba. Su andar era casi tenue. A duras penas logró remontar la última cuesta antes de arribar a la casa. Cuando por fin la tuvimos frente a nosotros, a pocos metros, advertí que respiraba tan pesadamente que intenté ayudarla a sentarse. Hizo un gesto con el cual pareció indicar que estaba bien.

Oí a Rosa y a Lidia sofocar sendas risillas. No las miré, porque toda mi capacidad de atención había sido tomada por asalto. La mujer que tenía ante mí era la criatura más absolutamente repugnante y horrible que había visto en mi vida. Desató el fardo de leña y lo dejó caer al suelo con gran estrépito. Di un salto involuntariamente debido en parte al hecho de que estuvo a punto de caer sobre mi regazo, llevada por el peso de la madera.

Me miró por un instante y luego bajó los ojos, aparentemente turbada por su propia torpeza. Irguió la Es palda y suspiró con evidente alivio. Se veía que la cara había resultado excesiva para su viejo cuerpo.

Mientras estiraba los brazos, el pelo se le soltó en parte. Llevaba una sucia cinta amarrada a la frente. El cabello largo y grisáceo se veía mugriento y enmarañado. Alcancé a ver hebras blancas destacando contra el castaño oscuro del lazo. Me sonrió y esbozó un gesto de saludo con la cabeza. Aparentemente, le faltaban todos los dientes; su boca era un agujero negro. Se cubrió el rostro con la mano y rió. Se quitó las sandalias y entró a la casa, sin darme tiempo de articular palabra. Rosa la siguió.

Estaba pasmado. Doña Soledad había dado a entender que Josefina tenía la misma edad que Lidia y Rosa. Me volví hacia Lidia. Me estaba observando con mirada de miope.

– No tenía idea de que fuese tan vieja.

– Sí, es bastante mayor -dijo, sin darle importancia.

– ¿Tiene un niño? -pregunté.

– Sí, y lo lleva consigo a todas partes. Nunca lo deja con nosotras. Teme que vayamos a comérnoslo.

– ¿Es un varón?

– Sí.

– ¿Qué edad tiene?

– Lo tuvo hace un tiempo. Pero no sé su edad. Nosotras pensábamos que no debía tener un niño a sus años. Pero no nos hizo el menor caso.

– ¿De quién es el niño?

– De Josefina, desde luego.

– Quiero decir, ¿quién es el padre?

– El Nagual. ¿Quién si no?

Esta revelación me pareció muy extraña y anonadante.

– Supongo que todo es posible en el mundo del Nagual -dije.

Era más un pensamiento en voz alta que una frase para Lidia.

– ¡Desde luego! -dijo, y echó a reír.

Lo opresivo de aquellas colinas erosionadas se hacía insoportable. Había algo francamente aborrecible en aquella zona, y Josefina había sido el golpe de gracia. Además de tener un cuerpo feo, viejo y maloliente, y carecer de dientes, daba la impresión de padecer una suerte de parálisis facial. Los músculos del lado izquierdo de su cara estaban evidentemente afectados, condición que daba lugar a una distorsión del ojo y el lado izquierdo de la boca extraordinariamente desagradable. Mi depresión anímica se trocó en absoluta angustia. Durante un instante consideré la posibilidad, ya tan familiar, de correr hacia mi coche y marcharme.

Me lamenté ante Lidia, diciéndole que no me encontraba bien. Rió y aseguró que Josefina me había asustado.

– Surte ese efecto sobre la gente -dijo-. Todo el mundo la odia. Es más fea que una cucaracha.

– Recuerdo haberla visto una vez -dije-, pero era joven.

– Las cosas cambian -comentó Lidia, filosófica-, en un sentido o en otro. Mira a Soledad. Qué cambio, ¿eh? Y tú también has cambiado. Se te ve más sólido que en mis recuerdos. Te pareces cada vez más al Nagual.

Quise señalar que el cambio de Josefina era abominable, pero temí que mis palabras pudiesen llegar a sus oídos.

Miré las chatas colinas del otro lado del valle y sentí deseos de huir de ellas.

– El Nagual nos dio esta casa -dijo-, pero no es una casa para el descanso. Antes teníamos otra que era francamente hermosa. Este lugar embota. Esas montañas de allí arriba acaban por volverle a uno loco.

El descaro con que leía mis pensamientos me desconcertó. No supe qué decir.

– Somos indolentes por naturaleza -prosiguió-. No nos gusta esforzarnos. El Nagual lo sabía, así que debe haber supuesto que este sitio nos llevaría a subirnos por las paredes.

Se interrumpió bruscamente y dijo que quería algo de comer. Fuimos a la cocina, un área semicerrada, con sólo dos muros. Del lado abierto, a la derecha de la entrada, había un horno de barro; del opuesto, en el punto en que las dos paredes se unían, había un sitio amplio para comer, con una mesa y tres bancos. El piso estaba pavimentado con piedras del río pulidas. Un techo plano, situado a unos tres metros de altura descansaba sobre las paredes y sobre vigas en los lados abiertos.

Lidia me sirvió un tazón de frijoles con carne de una olla expuesta a fuego muy lento, y calentó unas tortillas directamente sobre las brasas. Rosa entró, se sentó junto a mí y pidió a Lidia que le diese algo de comer.

Me concentré en observar cómo Lidia servía frijoles y carne con un cucharón. Daba la impresión de tener noción precisa de la cantidad exacta. Debe de haber tomado conciencia de que yo admiraba sus maniobras. Quitó dos o tres frijoles del tazón de Rosa y los devolvió a la olla.

Por el rabillo del ojo, vi a Josefina entrar a la cocina. No obstante, no la miré. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa. Experimenté una sensación de rechazo en el estómago. Me di cuenta de que no podría comer mientras esa mujer me estuviese contemplando. Para aliviar mi tensión bromeé con Lidia a propósito de dos frijoles de más, en el tazón de Rosa, que había pasado por alto. Los retiró con el cucharón con una precisión que me sobresaltó. Reí nerviosamente, sabiendo que, una vez que Lidia se hubiese sentado, me vería obligado a apartar mis ojos del fogón y hacerme cargo de la presencia de Josefina.

Finalmente, de mala gana, tuve que mirar al otro lado de la mesa. Hubo un silencio mortal. La contemplé, incrédulo. Abrí la boca, asombrado. Oí las carcajadas de Lidia y de Rosa. Me llevó una eternidad poner en cierto orden mis pensamientos y sensaciones. Fuese quien fuese la persona que tenía delante, no era la Jo sefina que había visto un rato antes, sino una muchacha muy bonita. No tenía los rasgos indios de Lidia y de Rosa. Su tipo era más bien latino. Tenía una tez ligeramente olivácea, una boca muy pequeña y una nariz finamente proporcionada, dientes cortos y blancos y cabello negro, breve y ensortijado. Un hoyuelo en el lado izquierdo del rostro completaba el encanto de su sonrisa.

Era la misma muchacha que había conocido superficialmente hacía años. Sostuvo mi mirada mientras la estudiaba. Sus ojos evidenciaban cordialidad. Me fui sintiendo poco a poco presa de un nerviosismo incontrolable. Terminé por decir chistes desesperados acerca de mi auténtica perplejidad.

Ellas reían como niños. Una vez que sus risas se hubieron acallado, quise saber cuál era la finalidad del despliegue histriónico de Josefina.

– Practica el arte del acecho -dijo Lidia-. El Nagual nos enseñó a confundir a la gente para pasar, desapercibidas. Josefina es muy bonita; si anda sola de noche, nadie la molestará en tanto se la vea fea y maloliente, pero si sale tal como es… bueno… ya te imaginas lo que podría suceder.

Josefina asintió con un gesto y luego deformó el rostro, en la más desagradable de las muecas posibles.

– Puede mantener la cara así todo el día.

Sostuve que, si viviera en esos parajes, seguramente Josefina llamaría más fácilmente mi atención con su disfraz que sin él.

– Ese disfraz era sólo para ti -dijo Lidia, y las tres rieron-. Y mira hasta qué punto te desconcertó. Te llamó más la atención el niño que ella.

Lidia fue a la habitación y regresó con un atado de trapos que tenía toda la apariencia de un niño envuelto en sus ropas; lo arrojó sobre la mesa, delante de mí. Sumé mis carcajadas a las suyas.

– ¿Todas tienen disfraces? -pregunté.

– No. Solamente Josefina. Nadie en los alrededores la conoce tal cómo es -replicó Lidia.

Josefina asintió y sonrió, pero permaneció en silencio. Me gustaba muchísimo. Había algo inmensamente inocente y dulce en ella.

– Di algo, Josefina -dije, aferrándola por los antebrazos.

Me miró desconcertada y retrocedió. Supuse que, dejándome llevar por mi alegría, le había hecho daño al cogerla con demasiada fuerza. La dejé ir. Se sentó muy erguida. Contrajo su pequeña boca y sus labios finos y produjo una grotesca avalancha de gruñidos y chillidos.

Todo su rostro se alteró de pronto. Una serie de espasmos feos e involuntarios echaron a perder su serena expresión de un momento antes.

La miré horrorizado. Lidia me tiró de la manga.

– ¿Por qué tuviste que asustarla, estúpido? -susurró-. ¿No sabes que quedó muda y no puede decir nada?

Era evidente que Josefina la había entendido y parecía resuelta a protestar. Mostró a Lidia su puño apretado y dejó escapar otra riada de chillidos, extremadamente altos y horripilantes; entonces se sofocó y tosió. Rosa comenzó a frotarle la espalda. Lidia pretendió hacer lo mismo, pero estuvo a punto de recibir en el rostro un puñetazo de Josefina.

Lidia se sentó a mi lado e hizo un gesto de impotencia. Se encogió de hombros.

– Ella es así -me susurró Lidia.

Josefina se volvió hacia ella. Su rostro se veía trastornado por una espantosa mueca de ira. Abrió la boca y vociferó, con todas sus fuerzas, dando rienda suelta a sonidos guturales, escalofriantes.

Lidia se deslizó del banco y con suma discreción dejó la cocina.

Rosa sostenía a Josefina por el brazo. Josefina parecía ser la representación de la furia. Movía la boca y deformaba el rostro. En cuestión de minutos había perdido toda la belleza y toda la inocencia que me habían encantado. No sabía qué hacer. Traté de disculparme, pero los sonidos infrahumanos de Josefina ahogaban mis palabras. Finalmente, Rosa la llevó al interior de la casa.

Lidia regresó y se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.

– Algo se descompuso aquí arriba -dijo, tocándose la cabeza.

– ¿Cuándo sucedió? -pregunté.

– Hace mucho. El Nagual debe de haberle hecho algo, porque de pronto perdió el habla.

Lidia se veía triste. Tuve la impresión de que la tristeza se evidenciaba en contra de sus deseos. Hasta me sentí tentado de decirle que no se esforzase tanto por ocultar sus sentimientos.

– ¿Cómo se comunica Josefina con ustedes? -pregunté-. ¿Escribe?

– Vamos, no seas necio. No escribe. No es tú. Se vale de las manos y de los pies para decirnos lo que quiere.

Josefina y Rosa volvieron a la cocina. Se detuvieron a mi lado. Josefina volvía a ser, a mis ojos, la imagen de la inocencia y el candor. Su beatífica expresión no revelaba en lo más mínimo su capacidad para transformarse en un ser tan feo, en tan poco tiempo. Al verla, comprendí que su fabulosa ductilidad gestual estaba, sin duda, íntimamente ligada a su afasia. Razoné que solo una persona que ha perdido la posibilidad de verbalizar puede ser tan versátil para la mímica.

Rosa me dijo que Josefina le había confesado que deseaba poder hablar, porque yo le gustaba mucho.

– Hasta que llegaste, se sentía feliz como era -dijo Lidia con voz áspera.

Josefina sacudió la cabeza afirmativamente, corroborando la declaración de Lidia, y emitió una serie de suaves sonidos.

– Desearía que la Gorda estuviese aquí -dijo Rosa-. Lidia siempre hace enfadar a Josefina.

– ¡No es esa mi intención! -protestó Lidia.

Josefina le sonrió y extendió el brazo para tocarla. Según todas las apariencias, su intención era disculparse. Lidia rechazó su mano.

– ¡Muda imbécil! -murmuró.

Josefina no se irritó. Desvió la vista. Había una enorme tristeza en sus ojos. Me vi obligado a interceder.

– Cree que es la única mujer en el mundo que tiene problemas -me espetó Lidia-. El Nagual nos dijo que la tratásemos con rigor y sin piedad hasta que dejase de sentir lástima por sí misma.

Rosa me miró confirmando la aseveración de Lidia con un movimiento de cabeza.

Lidia se volvió hacia Rosa y le ordenó apartarse de Josefina. Rosa la obedeció, yendo a sentarse en el banco, a mi lado.

– El Nagual dijo que cualquiera de estos días volvería a hablar -me confió Lidia.

– ¡Hey! -dijo Rosa, tirándome de la manga-. Tal vez tú seas quien la haga hablar.

– ¡Sí! -exclamó Lidia, como si hubiese estado pensando lo mismo-. Quizá sea por eso que hayamos debido esperarte.

– ¡Es clarísimo! -agregó Rosa, con la expresión de quien ha tenido una verdadera revelación. Ambas se pusieron de pie de un salto y abrazaron a Josefina.

– ¡Volverás a hablar! -gritaba Rosa mientras sacudía a Josefina, aferrándola por los hombros.

Josefina abrió los ojos y los hizo girar en sus órbitas. Empezó a suspirar, débil y entrecortadamente, como si sollozara, y terminó por echar a correr de un lado a otro, gritando como un animal. Su excitación era tal, que se la veía incapaz de cerrar la boca. Francamente, la creía al borde de un colapso nervioso. Lidia y Rosa corrieron a su lado y la ayudaron a cerrar la boca. Pero no intentaron serenarla.

– ¡Volverás a hablar! ¡Volverás a hablar! -gritaban.

Josefina sollozaba y aullaba de tal manera que yo sentía un escalofrío que me recorría la columna vertebral.

Estaba absolutamente desconcertado. Traté de decir algo razonable. Apelé a su sentido común, pero no tardé en comprender que, según mis cánones, tenían muy poco. Comencé a andar de un lado para otro, delante de ellas, intentando tomar una decisión.

– Vas a ayudarla, ¿no? -me apremiaba Lidia.

– Por favor, señor, por favor -me suplicaba Rosa.

Les dije que estaban locas, que no tenía la menor idea de qué se podía hacer. Y, sin embargo, según hablaba, una feliz sensación de optimismo y seguridad se iba adueñando de mi mente. En un principio, traté de ignorarla, pero finalmente hube de ceder a ella. En una oportunidad anterior había experimentado lo mismo, en relación con una amiga muy querida que se hallaba mortalmente enferma. Pensé que podía sanarla y hacerla abandonar el hospital en que se hallaba ingresada. Fui a consultar con don Juan.

– Claro. Puedes curarla y hacerla salir de esa trampa mortal -me dijo.

– ¿Cómo? -le pregunté.

– El procedimiento es muy simple -dijo-. Todo lo que debes hacer es recordarle que se trata de una paciente incurable. Puesto que es un caso terminal, tiene poder. No tiene nada más que perder. Ya lo ha perdido todo. Cuando no se tiene nada que perder, se adquiere coraje. Somos temerosos únicamente en la medida que tengamos algo a que aferrarnos.

– ¿Pero acaso basta con recordárselo?

– No. Eso le dará el estímulo que necesita. Entonces tiene que deshacerse de la enfermedad, empujándola con la mano izquierda. Debe empujar hacia afuera con el brazo, el puño cerrado como si estuviese asiendo el tirador de una puerta. Debe empujar más y más, y, a la vez repetir: «fuera, fuera, fuera». Dile que, puesto que ya no le queda nada por hacer, debe dedicar cada segundo del tiempo que le quede de vida a realizar esa actividad. Te aseguro que podrá levantarse e irse por su propio pie, si es que lo desea.

– Parece tan sencillo… -dije.

Don Juan rió entre dientes.

– Parece sencillo -dijo-, pero no lo es. Para hacerlo, tu amiga necesita un espíritu impecable.

Se quedó mirándome por un largo rato. En apariencia, estaba midiendo el grado de preocupación y de tristeza que experimentaba por mi amiga.

– Desde luego -agregó-, si tu amiga poseyese un espíritu impecable, no estaría allí.

Conté a mi amiga lo que don Juan me había dicho. Pero ya se encontraba demasiado débil para intentar siquiera mover el brazo.

En el caso de Josefina, la razón fundamental de mi secreta confianza radicaba en el hecho de que ella era un guerrero con un espíritu impecable. ¿Sería posible, me pregunté en silencio, llevarla a valerse del mismo movimiento de mano?

Dije a Josefina que su incapacidad para hablar era debida a una especie de bloqueo.

– Sí, sí, es un bloqueo -repitieron Lidia y Rosa en cuanto lo oyeron.

Enseñé a Josefina el modo de mover el brazo y le dije que tenía que deshacerse del bloqueo empujando así.

Los ojos de Josefina estaban completamente fijos. Parecía hallarse en trance. Movía la boca, emitiendo sonidos escasamente audibles. Trató de mover el brazo, pero se sentía tan excitada que lo hizo sin coordinación alguna. Intenté ordenar sus actos, pero daba la impresión de estar aturdida al punto de no oír lo que yo le decía. Su mirada estaba desenfocada y comprendí que se iba a desmayar. En apariencia, Rosa se dio cuenta de lo que estaba sucediendo; saltó de su asiento, cogió una taza de agua y se la echó sobre el rostro. Los ojos de Josefina quedaron en blanco. Parpadeó repetidas veces, hasta recuperar la visión normal. Movía la boca, pero sin producir sonido alguno.

– ¡Tócale la garganta! -me gritó Rosa.

– ¡No! ¡No! -le respondió Lidia, también en un grito-. Tócale la cabeza. ¡Lo tiene en la cabeza, hombre hueco!

Me cogió la mano, y yo, a regañadientes, le permití ponerla sobre la cabeza de Josefina.

Josefina se estremeció, y poco a poco fue dejando escapar una serie de sonidos débiles. En cierto sentido, resultaban más melodiosos que aquellos ruidos infrahumanos que había emitido poco antes.

También Rosa había reparado en la diferencia.

– ¿Has oído eso? ¿Has oído eso? -me preguntó en un susurro.

No obstante, fuese cual fuere la diferencia, los sonidos que Josefina hizo a continuación fueron más grotescos que nunca. Cuando se tranquilizó, sollozó un momento, y de inmediato entró en otro nivel de euforia. Lidia y Rosa lograron por último serenarla. Se dejó caer pesadamente en el banco, parecía exhausta. Con enorme dificultad, consiguió abrir los ojos y mirarme. Me sonrió en forma sumisa.

– Lo siento, lo siento mucho -dije, y le cogí la mano.

Todo su cuerpo vibró. Bajó la cabeza y volvió a prorrumpir en sollozos. Me sobrevino una oleada de esencial simpatía hacia ella. En ese momento hubiese dado mi vida por auxiliarla.

Lloraba de manera incontrolable, a la vez que trataba de hablarme. Lidia y Rosa parecían tan profundamente inmersas en su drama, que remedaban sus gestos con la boca.

– ¡Por el amor de Dios, haz algo! -exclamó Rosa con voz plañidera.

Experimenté una intolerable ansiedad. Josefina se puso de pie y se me abrazó; mejor dicho, se colgó de mí frenéticamente y me apartó de la mesa a rastras. En ese instante, Lidia y Rosa, con asombrosa agilidad, rapidez y dominio, me cogieron por los hombros con ambas manos, a la vez que con los pies me inmovilizaban los talones. El peso del cuerpo de Josefina, sumado a la velocidad de maniobra de Lidia y Rosa, me dejó indefenso. Todas ellas actuaban simultáneamente, y, antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, me encontré tendido en el piso, con Josefina encima de mí. Sentía latir su corazón. Se aferraba a mí con gran fuerza; el ruido de su corazón resonaba en mis oídos, latía en mi pecho. Traté de apartarla, pero se apresuró a asegurarse. Rosa y Lidia me sujetaban contra el suelo, descargando todo su físico sobre mis brazos y piernas. Rosa reía como una loca; comenzó a mordisquearme el costado. Sus pequeños y agudos dientes castañeteaban según sus mandíbulas se abrían y se cerraban en nerviosos espasmos.

Fui presa de un monstruoso dolor, seguido de repugnancia y terror. Perdí el aliento. No podía fijar la vista. Comprendí que estaba perdiendo el conocimiento. Oí el ruido seco, de quebradura de tubo, en la base del cuello y sentí el cosquilleo de la coronilla. Inmediatamente después tuve conciencia de que las estaba observando desde el otro lado de la cocina. Las tres muchachas me miraban, echadas en el suelo.

– ¿Qué están haciendo? -oí que decía alguien en una voz áspera, fuerte, autoritaria.

Entonces tuve una impresión inconcebible: Josefina se dejaba ir de mí y se ponía de pie. Yo yacía en el suelo; no obstante, también me encontraba de pie, a cierta distancia de la escena, mirando a una mujer a la que nunca antes había visto. Estaba junto a la puerta. Anduvo hacia mí y se detuvo a uno o dos metros. Me observó durante un instante. Comprendí de inmediato que era la Gorda. Exigió saber lo que estaba ocurriendo.

– Le estamos gastando una pequeña broma -dijo Josefina, aclarándose la garganta-. Yo fingía ser muda.

Las tres muchachas se reunieron, muy cerca las unas de las otras, y echaron a reír. La Gorda permaneció impasible, contemplándome.

¡Me habían engañado! Encontré tan ultrajantes mi propia estupidez y mi necedad que estallé en una carcajada histérica, casi fuera de control. Mi cuerpo se estremecía.

Entendí que Josefina no había estado jugando, como acababa de afirmar. Las tres habían actuado en serio. A decir verdad, había sentido el cuerpo de Josefina como una fuerza que en realidad se estaba introduciendo en mi propio cuerpo. El roer de Rosa en mi costado, indudablemente una estratagema para distraer mi atención, coincidió con la impresión de que el corazón de Josefina latía dentro de mi pecho.

Oí a la Gorda pedirme que me calmara.

Una conmoción nerviosa tuvo lugar dentro de mí, y luego una cólera lenta, sorda, me invadió. Las aborrecí. Había tenido bastante de ellas. Habría cogido mi chaqueta y mi libreta de notas y abandonado la casa, de no ser porque todavía no me había recuperado por completo. Estaba un tanto aturdido y mis sentimientos decididamente se hallaban embotados. Había tenido la sensación, al mirar por primera vez a las muchachas desde el otro lado de la cocina, de estar haciéndolo en realidad desde un lugar situado por encima de mi plano visual, cercano al techo. Pero sucedía algo aún más desconcertante: había percibido a ciencia cierta que el cosquilleo de la coronilla me liberaba del abrazo de Josefina. No era una sensación vaga; verdaderamente algo había surgido de la cima de mi cabeza.

Pocos años antes, don Juan y don Genaro habían manipulado mi capacidad perceptiva y yo había experimentado una imposible doble impresión: sentí a don Juan caer encima mío, apretándome contra el piso, en tanto, a la vez, seguía encontrándome de pie. Lo cierto es que me hallaba en ambas situaciones simultáneamente. En términos de brujería, podría decir que mi cuerpo había conservado el recuerdo de aquella doble percepción y, a juzgar por las apariencias, la había repetido. En esa oportunidad, sin embargo, había dos nuevos elementos para sumar a mi memoria corporal. Uno era el cosquilleo del que tan consciente venía siendo en el curso de mis enfrentamientos con aquellas mujeres: ese era el vehículo mediante el cual arribaba a la doble percepción; el otro era aquel sonido en la base del cuello, que me permitía liberar algo de mí, capaz de surgir de la coronilla.

Al cabo de uno o dos minutos me sentí bajar del techo hasta encontrarme parado en el suelo. Me costó cierto tiempo readaptar los ojos al nivel de visión normal.

Al mirar a las cuatro mujeres me sentí desnudo y vulnerable. Viví un instante de disociación, o una solución en la continuidad perceptual. Fue como si hubiese cerrado los ojos y una fuerza desconocida me hubiese hecho girar sobre mí mismo un par de veces. Cuando abrí los ojos, las muchachas me observaban con la boca abierta. Pero, de un modo u otro, volvía a ser yo mismo.

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