CAPÍTULO 13

Liosa Chistiakov, pensativo, colocó la dama de corazones sobre la sota del mismo palo, tendió la mano y subió el volumen de la radio situada encima de la mesa de la cocina porque empezaban a dar las noticias. Nastia se asomó a la cocina y exigió irritada:

– Quita el sonido, haz el favor.

– Pero si quiero oír los informativos.

– Baja la radio.

– Si la bajo, no oiré nada, con lo que crepitan las sartenes. Por cierto, si no te has fijado, estoy preparando la comida.

Meticulosamente, fue desplazando los naipes de un montoncito a otro, de acuerdo con las reglas del solitario llamado «La tumba de Napoleón».

– Sabes perfectamente que los ruidos extraños me molestan, que no puedo concentrarme con ese blablablá a mi lado.

Enfadada como estaba, Nastia no se dio cuenta de que el rostro de su compañero había empezado a alterarse, no se percató de que el ambiente del apartamento se había ido tensando y al fin había alcanzado ese punto crítico que hacía que todas las reclamaciones y caprichos dejaran de ser ridículos y disparatados para convertirse en peligrosos.

– ¿Conque vuestra merced no puede pensar? -preguntó Liosa con sorna elevando poco a poco la voz y recogiendo los naipes de la mesa-. Usted, señora mía, sabe cómo darse la vida regalada. Se ha traído del pueblo al niñero, el cual le hace también las veces de cocinera, y también de camarera, y también de perro guardián y, de paso, simultanea todo esto con las funciones de enfermera. A usted no le cuesta ni un céntimo, me paga en especie. Trabajo para su merced lo comido por lo servido. Por eso puede permitirse, ya que es cómo corresponde tratar a la servidumbre, no dirigirme palabra durante días, no verme, tratarme a patadas, incluso colocarme delante del cañón de la pistola de un loco que se planta aquí en plena noche. Al diablo con mi trabajo, con mis obligaciones ante amigos y compañeros, qué te importa encerrarme en tu casa sin dar explicaciones y, encima, exigirme que no ponga la radio. Tengo un doctorando que dentro de una semana presenta su tesis pero debo estar aquí guardando el piso en vez de ganarme mi sueldo de doctor en Ciencias y ayudarle a prepararse. No he ido a una boda a la que me habían invitado hace dos meses, no me he presentado en la fiesta homenaje a mi monitor científico, con lo que le he dado un disgusto de muerte al viejo, he faltado a la cita con otro doctorando mío, que vive en el otro extremo de Rusia y ha venido aquí expresamente para verme, tal como habíamos quedado anteriormente, el hombre ha tenido que meterse en el hotel del instituto, los precios de Moscú le comen su magro sueldo de ingeniero, mientras está esperando con paciencia a que su majestad Chistiakov se digne separarse de su novia y acudir, por fin, al trabajo. Estoy ocasionando molestias y disgustos a mucha gente, tendré que dar muchas explicaciones y salvar relaciones dañadas. Y me gustaría saber a santo de qué estoy haciendo tantos sacrificios.

Nastia creyó verlas, esas olas de ira, que nacían dentro de aquella cabeza, bajo la cabellera ondulada de color rojo oscuro, que caían sobre aquellos hombros y brazos para deslizarse por los dedos, finos y flexibles, y morir, como en la arena, en los naipes que aquellas manos no dejaban de barajar. Se imaginó por un segundo que, si los naipes no estuvieran allí, esa ira largamente contenida se habría escapado de aquellas manos y le habría salpicado la cara. La imagen fue tan viva y verosímil que la hizo estremecerse.

– Liósenka, pero si te he explicado… -dijo Nastia.

Pero el hombre la interrumpió furibundo:

– Eso te lo crees tú, que me has explicado algo. En realidad, tus explicaciones se parecen demasiado a las órdenes que se dan a los perros amaestrados. Y para mí, señora mía, tal situación es insostenible. Una de dos: o me respetas y me cuentas todas las cosas desde el principio, para que comprenda qué rayos está pasando aquí, o si no, te compras un perro, me dejas en paz y ¡hasta nunca!

– ¿Te has enfadado?

Nastia se puso en cuclillas delante de Liosa, apoyó la barbilla en sus rodillas, abrazó sus musculosas piernas.

– Te has enfadado, ¿verdad? -repitió ella-. Perdóname, Liosik. Tengo toda la culpa, lo he hecho todo mal pero ya me estoy reformando, ahora mismo. No te enfades, te lo suplico, no tengo a nadie más querido y preciado en todo el mundo, y si nos peleamos, sobre todo ahora, cuando todas las cosas se han complicado tanto, será muy duro para mí. Anda, dime que me perdonas.

Nastia seleccionaba y pronunciaba las palabras necesarias mecánicamente, el arrebato de Liosa no la había afectado lo más mínimo. Sabía que tarde o temprano iba a producirse, que Liosa no le iba a consentir por mucho tiempo que le asignase el papel de bobo de una partida de whist y confiaba en que la situación se resolviera antes de que se agotase su paciencia. Se había equivocado en sus cálculos, y encima el chiflado de Lártsev con sus desmanes le había metido miedo a Lioska. Claro que estaba asustado, no había podido evitar sucumbir al terror, tras lo cual era perfectamente lógico y natural que tuviera el deseo de enterarse cuando menos de por qué iban a pegarle un tiro. «Qué bicho -se dijo a sí misma mentalmente-, eres un mal bicho, eres una tonta con exceso de confianza en ti misma. Pretendes combatir a un fantasma y al mismo tiempo te olvidas de los sentimientos humanos más sencillos, entre otros, de los más poderosos, que son el amor y el miedo. Has metido a Lioska en tu apartamento y ni siquiera te has parado a pensar que, con toda seguridad, siente el mismo miedo que sentiste tú misma aquella primera noche, cuando encontraste la puerta abierta. El haber cambiado la cerradura no ha disminuido el peligro en absoluto, pues si pudieron haberse hecho con la antigua llave, también sabrán conseguir la nueva. Entretanto, Lioska ha estado aquí durante varios días, encerrado a solas con su miedo, aunque ponía el gesto de tranquilidad, como corresponde a un hombre. Es más, la propia situación permitía ver sin lugar a dudas que te habías metido en un serio lío, y el chico se dejaba corroer por su temor constante por ti, sin poder calmarse hasta que volvías a casa por la noche, pero tú, bicho ególatra, olvidabas descolgar el teléfono al mediodía y pegarle un telefonazo para que supiera que seguías sana y salva. El amor y el miedo. Lártsev y su hija. El amor y el miedo. Lena Luchnikova y el canalla de su marido. El funcionario del partido Alexandr Alexéyevich Popov y su hijo bastardo Seriozha Grádov. Y otro funcionario del partido, de nuevo Serguey Alexándrovich Grádov y la hermosa desdichada alcohólica y prostituta Vica Yeriómina. Grádov y el fantasma…»

La máquina analítica instalada en la cabeza de Nastia funcionaba imparable, de modo que incluso cuando reflexionaba sobre sus relaciones con Liosa, sus pensamientos retornaban al asesinato de Yeriómina. De hecho, sería mejor contárselo todo de principio a fin, Lioska sabía escuchar con atención, sin perder detalle, y no tardaría en descubrir los fallos lógicos de su relato.

– Éranse una vez dos jóvenes de provincia que habían venido a Moscú a trabajar, Lena y Vitaly… -empezó Nastia, acomodándose detrás de la mesa de la cocina y rodeando con los dedos helados la taza llena de café caliente.

El relato detallado de los sucesos del año setenta le llevó casi media hora. Antes de pasar al asesinato de Vica, Nastia le habló de la editorial Cosmos.

– Según sus reglas, los manuscritos no se devuelven a los autores. Es decir, el autor puede ir a recoger su obra inmortal en cualquier momento pero si no viene a buscarla, nadie se molestará en enviarle el manuscrito que ha sido rechazado. Así se ahorran los gastos postales. Los manuscritos que nadie ha reclamado desaparecen nadie sabe dónde, y luego unos episodios o ideas aislados, extraídos de esos manuscritos, hacen acto de presencia en los libros del famoso escritor occidental Jean-Paul Brizac, de cuyos thrillers se publican grandes tiradas y cuentan con un público lector relativamente numeroso. El juez de instrucción Smelakov, que a su edad decidió hacer sus pinitos con la pluma, describió en su novela la epopeya del asesinato de Vitaly Luchnikov y de la ocultación de los testigos del crimen. Llevó el manuscrito a Cosmos, desde allí lo enviaron derechito al misterioso Brizac y se materializó en forma de la novela La sonata de la muerte. Por supuesto, la novela de Smelakov estaba muy cruda, tratándose como se trataba del primer trabajo de un aficionado, y las manos del maestro Brizac la transformaron en un bombón con envoltura de colorines, pero el hecho de que es un plagio es indiscutible. Sigamos. Una emisora de radio transmite una especie de veladas dedicadas a la lectura, y en una de. ellas se leen, traducidos al ruso, fragmentos del nuevo best-seller. Y Vica Yeriómina tiene la mala suerte de escuchar el programa. Aquello que hacía veintitrés años había ocurrido en su casa, aquello que el juez de instrucción Smelakov vio con sus propios ojos y luego describió en su novela, se ha trasladado a la obra inmortal del misterioso Brizac como uno de los episodios más efectistas y espeluznantes de La sonata de la muerte, que fue la novela que, con fines publicitarios, se leyó desde aquella emisora, que emite en ruso. Pero para Vica se trataba de algo completamente distinto. Aquella escena se había grabado en su cerebro infantil para siempre y, aunque no tiene ni idea de dónde han salido, las rayas sangrientas y la clave de sol trazada con las tizas de colores que usan los sastres invaden sus sueños desde entonces. Por eso, cuando por casualidad oye la descripción de su sueño por la radio, pierde el norte. A partir de entonces, todo hubiera seguido por los derroteros habituales (lo más probable es que le hubieran colgado el sambenito de algún diagnóstico psiquiátrico) si no hubiese sido por Valentín Kosar. Hombre abierto, sociable y, lo más importante, nunca indiferente y siempre bondadoso, le habla de la extraña enfermedad de Vica a cualquiera que quiera oírle, entre otros a su compañero Bondarenko, que trabaja en Cosmos. Bondarenko no puede menos de recordar que ya había leído en alguna parte algo sobre la dichosa clave de sol de color verde. A cualquier otro el detalle le habría entrado por un oído y salido por otro, a cualquiera menos a Kosar. Decide llamar a Borís Kartashov y contarle su conversación con Bondarenko.

Nastia se calló y se sirvió más café.

– ¿Decide llamar? Y luego ¿qué ocurre? -preguntó Liosa con impaciencia.

– Y luego no hay más que conjeturas. Puedo suponer que sí que le llamó. Borís estaba de viaje, el contestador grabó el mensaje. Vica, que tenía las llaves del piso de Borís, fue a su casa, escuchó los mensajes del contestador, oyó lo que decía Kosar y llamó a Bondarenko. Éste intentó encontrar el manuscrito pero no pudo. No obstante, como tenía ganas de ayudar a aquella joven guapísima, se ofreció para acompañarla a ver al autor del manuscritro desaparecido, a Smelakov. Quedaron en ir allí dos días más tarde, el lunes, pero Vica no apareció, y Bondarenko pronto se olvidó de la chica. Una semana más tarde encontraron a Vica estrangulada y con señales de torturas. Además, la encontraron cerca del pueblo donde vive Smelakov. Hay que suponer que sí había ido a verle, aunque, por algún motivo, prescindió de la compañía de Bondarenko.

– Espera -dijo Liosa torciendo el gesto-, no acabo de comprender cuáles son aquí los hechos y cuáles las suposiciones.

– Kosar iba a llamar a Kartashov, es un hecho, el propio Bondarenko lo ha confirmado. Vica tenía las llaves del piso de Kartashov, está comprobado. Vica había ido a ver a Bondarenko, quien buscó el manuscrito porque ella se lo pidió, no lo encontró y quedaron en ir a ver al antiguo juez, lo dice así el propio Bondarenko en sus declaraciones. Pero el que Kosar hubiera llamado a Borís para dejarle el nombre y el teléfono de Bondarenko y que Vica hubiera ido al piso de Borís y hubiese escuchado los mensajes son suposiciones.

– Bueno, comparadas con el número de hechos, tus suposiciones no son demasiadas. Y se ajustan a los hechos aceptablemente. Venga, adelante.

– No sé qué hay adelante. Lo único que sé es que alguien muy interesado en echar tierra al asunto del año setenta se entera de que Vica ha estado en la editorial y se propone ir a ver a Smelakov. Vica no oculta su interés en el manuscrito perdido y tampoco oculta cómo se ha hecho con el teléfono de Bondarenko. El hecho siguiente perfectamente comprobado es que el mensaje de Kosar fue borrado del contestador. Como conjetura, puedo decir que los que mantuvieron a Vica secuestrada durante una semana entera, antes de matarla, le quitaron las llaves del piso de Borís, fueron allí y borraron la grabación. Y luego mataron a Kosar.

– ¿Cómo que «mataron»?

– Un atropello. El conductor se dio a la fuga y hasta este momento sigue sin identificar. Kosar murió casi en el acto. Vica y Kosar están muertos, el mensaje, borrado; por lo tanto, todas las pistas que podrían conducir a Cosmos están cortadas.

– ¿Y por qué demonios se han tomado esas descomunales molestias?

– ¡Ojalá lo supiese! Pero esto no es todo. Después de abrir el caso del asesinato, se emprenden esfuerzos más descomunales aún por evitar que se resuelva el crimen. Al principio se intenta imponer a la instrucción la hipótesis de la locura de Vica, que se marchó de casa no se sabe adonde y cayó en manos de un canalla. Luego, cuando salió a la luz el nombre de Brizac y las dudas sobre la salud mental de la chica se desvanecieron, pasaron a hacer presiones directas, primero a mí y luego a Lártsev. El resultado lo has visto con tus propios ojos esta misma noche.

– ¿Pero qué tiene que ver Lártsev con todo esto?

– Obligaron a Volodya a tergiversar las declaraciones de los testigos de modo que respaldasen la hipótesis que les interesaba. Cuando no funcionó, la emprendieron conmigo, pero durante unos días me ayudaste a lidiarlos. Comprende, Liosik, esa gente se anda con mucho ojo. Hace tiempo que tratan con Lártsev y saben que le vuelve loco pensar que a su hija le pueda ocurrir algo. No les habla como un profesional sino como un padre que por salvar a su hija haría cualquier cosa. Han detectado su punto débil, le conocen bien. En cambio, conmigo no lo ven tan claro, mi comportamiento les resulta confuso, no encaja en sus esquemas, y todavía no han decidido si soy tonta o demasiado lista. Por eso han decidido que algún otro les saque las castañas del fuego. Han secuestrado a la hija de Lártsev y le han ordenado obligarme a hacer lo que ellos digan. Porque, si hasta este momento Volodya les ha obedecido, seguirá obedeciéndoles en adelante. En cambio, conmigo no pueden tener esa clase de garantías.

– No sé -dijo Liosa encogiéndose de hombros-. Yo en su lugar…

– Ahí está -incidió Nastia con dureza-. Tú en su lugar. Pero tú eres Liosa Chistiakov, con tu cerebro y tus experiencias. Él, en cambio, es Volodya Lártsev y ha vivido su propia vida, con sus miserias y sus tesoros, posee un carácter propio, unas experiencias personales. Todos somos distintos, por eso todos actuamos de forma distinta. Muchos de nuestros males se deben justamente a que queremos aplicar a los demás nuestra propia vara de medir.

– ¿Cuándo le devolverán a su hija? ¿Podemos hacer algo tú y yo para que se la devuelvan antes?

Nastia no le contestó. Estaba mirando a los posos de café de la taza, como si allí pudiera esconderse la respuesta a la pregunta de Liosa.

– ¿Me oyes? -insistió éste-. ¿Qué se puede hacer para ayudar a la niña?

– Me temo que nada -respondió Nastia con un hilo de voz.

– ¿Qué quieres decir?

– La experiencia demuestra que nadie suelta nunca a los rehenes.

– ¿Y lo dices tan tranquila? No puede ser que no se pueda hacer nada. No me lo creo. Simplemente estás desanimada, te has desentendido porque no se te ocurre ninguna solución. ¡Anda, despierta, Nastia, tenemos que hacer algo!

– Cállate -le cortó ella desabridamente-. Veo que no me conoces bien si crees que me dejo desanimar y me quedo de brazos cruzados. La niña es demasiado mayor para que la dejen volver a casa. Si tuviera dos o tres años, habría una posibilidad, porque como testigo no valdría nada. Pero una niña de once años les recordará a todos, les describirá con todo detalle. Contará qué era lo que le daban de comer, de qué charlaban, qué muletillas usaba cada uno al hablar, adonde daban las ventanas, qué ruidos llegaban desde la calle y muchas cosas más. Después de esto, encontrarlos será cuestión de paciencia y recursos técnicos. Por eso nunca sueltan a los rehenes. Pero hay una ley más, y sólo podemos confiar en que funcione en este caso.

– ¿Qué ley?

– Tras pasar una semana juntos, para el criminal no resulta nada fácil matar al rehén. Se acostumbran el uno al otro, los dos entablan cierta relación, están forzados a comunicarse. Cuanto más tiempo tienen al rehén, más les cuesta matarle. Y entonces aparece una probabilidad, aunque infinitesimal, de que no le maten. Ni que decir tiene que no soltarán a la niña así como así, pero tampoco la matarán, o al menos no en seguida. Lártsev no quiere comprenderlo, está desesperado, no tiene más remedio que creerles. Pero si son criminales con experiencia, lo más probable es que la niña ya esté muerta.

– Eres un monstruo -suspiró Liosa-. ¿Cómo puedes hablar de esas cosas con tanta calma?

– Di también que soy una degenerada moral. Simplemente sucede que tengo más sangre fría y sensatez que Lártsev. Tal vez porque no tengo hijos, como él me ha dicho con muchísima razón. Pero si me pongo a dar cabezazos contra la pared, llorar y lamentarme, esto, por desgracia, no cambiará las cosas. Si la niña está muerta, podemos hacer lo que consideremos oportuno pero corriendo el riesgo de que Lártsev venga aquí para matarnos. Sin embargo, si todavía sigue con vida, lo que tenemos que hacer es estarnos quietecitos y esperar tiesos y callados para, Dios nos libre, no provocar a los criminales, tenemos que rezar para que el juego se prolongue el máximo tiempo posible. Cada día, cada hora que Nadia está con ellos es, desde luego, un trauma para ella, son días y horas llenos de terror pero también son una esperanza de que salga con vida. Esto es en lo que intento pensar, en la manera de dilatar el asunto sin despertar sus sospechas. Pero tú tienes que montarme escándalos por no sé qué informativos de la radio.

– Bueno, perdóname, viejecita mía. Quedemos en que ninguno de los dos tenía razón. Pero convendrás conmigo…

Liosa no tuvo tiempo de terminar la frase porque le interrumpió el sonido del teléfono.

– ¿Cómo te encuentras, Stásenka? -inquirió el Buñuelo con voz que rezumaba dulzura.

– Mal, Víctor Alexéyevich. Ha estado el médico, me ha dado la baja por diez días, me ha dicho que guarde cama, duerma y no me preocupe de nada.

– Qué suerte la tuya -suspiró Gordéyev con envidia-. A mí, en cambio, me están poniendo tibio.

– ¿Quiénes?

– Empezó Olshanski. Ya ves tú, le ha llamado el jefe de la instrucción y le ha puesto de vuelta y media por aquello del caso de Yeriómina. Gritaba que, si no sabían resolver crímenes, tenían que reconocer abiertamente su incompetencia y parar el caso en vez de crear apariencias de actividad. Le dijo que le llevara el expediente, lo leyó personalmente, le restregó por las narices que desde el 6 de diciembre en el expediente no ha aparecido ni un solo documento nuevo, llamó vago a Kostia y le ordenó preparar la conclusión de inmediato. Kostia, faltaría más, me echó la bronca, y yo le eché otra, como debe ser. Tengo a los detectives trabajando a tope, currando de sol a sol, mientras que los jueces como él no hacen otra cosa que marear la perdiz, no dan un palo al agua, se quedan de brazos cruzados esperando a que los detectives les solucionen el caso. Con éstas nos hemos despedido. Luego vino echando humo Goncharov, el de las tareas de seguimiento, también para cantarme las cuarenta. Se puso a chillar porque le faltaba gente y me dijo que, si el propio general no me firmaba la orden, me quitaría a todos sus hombres, a los que trabajaban para mí. Así que todos los vigilados por el caso de Yeriómina se han quedado sin que nadie los siga.

– Pues vaya a ver al general para que le firme la orden, ¿cuál es el problema?

– Ya he ido.

– ¿Y…?

– Y me he quedado como estaba. Encima, he tenido que escuchar cada lindeza sobre mí mismo, sobre ti, sobre la madre de Dios. No sé si te has enterado ya, han matado al presidente de la junta del banco Unic, de manera que, a partir de ahora, éste será para nosotros el crimen número uno, y pondremos todos los medios para su resolución, porque si tuviéramos que investigar el asesinato de cada furcia, nos quedaríamos con el culo al aire y un montón de sanciones. Ésta es la situación, más o menos.

– Qué fuerte -le compadeció Nastia-. Menuda le ha caído.

– Y que lo digas. Pero sabes una cosa, pequeña, tengo la impresión de que alguien desde alguna parte está tocando todas las clavijas para que cerremos el caso de Yeriómina.

«¡Adiós! -pensó Nastia helándose por dentro-. Cómo diablos se le ha ocurrido sacarlo. No ha entendido nada. O la doctora no le dio mi recado. Ahora todo está perdido.»

– Y… ahora ¿qué? -preguntó con cautela.

– Ahora, nada. De todos modos íbamos a cerrar el caso, tú misma me has dicho esta mañana que habíais agotado todas las posibilidades, y Kostia Olshanski es de la misma opinión, más o menos. Simplemente, ni a él ni a mí nos gusta cuando intentan apretarnos las clavijas. Con la edad me he vuelto rebelde. Cuando uno toma una decisión por cuenta propia es una cosa, pero cuando se la imponen es otra muy distinta. Ya han pasado a la historia los tiempos en que nos tragábamos esas porquerías con el mismo apetito. Cuando los jefes empiezan a presionarme, me entran ganas locas de hacer lo contrario, para que se chinchen.

– Venga ya, Víctor Alexéyevich, déjelo, los jefes de ahora son los mismos que estaban antes, cómo van a tener nuevas costumbres. Siguen trabajando como siempre. No les haga caso, no merece la pena -le aconsejó Nastia.

– Ya lo sé. Bueno, te he llorado mis penas y ya me siento mejor. ¿Necesitas algo? ¿Tal vez comida o medicinas?

– Gracias, Liosa está aquí conmigo, así que no me falta de nada.

– Escucha, ¿quieres que te lleve a la clínica de mi suegro, para que te examine? Cuando se trata de problemas con el corazón, ¡pocas bromas!

El suegro de Gordéyev, el profesor Vorontsov, dirigía un gran centro de cardiología y era un médico de prestigio mundial.

– No, gracias, no me estoy muriendo todavía -bromeó Nastia-. Unos días en cama y se me pasará.

– Bueno, como tú digas. Si necesitas algo, llama.

Nastia colgó y se sentó en el sofá esperando calmar el pálpito frenético de su corazón. El Buñuelo había entrado en el juego. Ahora le tocaba mover pieza a ella, Nastia.


Tras despedirse de Nastia, Yevgueni Morózov se dedicó, encantado de la vida, al trabajo por cuenta propia. Antes que nada, decidió que, a pesar de los pesares, tenía que encontrar a Alexandr Diakov -aparentemente, desaparecido sin dejar rastro-, para lo cual se dirigió al distrito Norte, donde Diakov estaba empadronado y donde el propio Morózov contaba con una fuente de información segura. La «fuente» atendía por un nombre complicado, Nafanaíl Anfilógievich, pero todo el mundo le llamaba simplemente Nafania. Con el paso de los años, el ridículo diminutivo se adornó con la palabra «abuelo».

El abuelo Nafania había cumplido una infinidad de condenas pero no pertenecía a la élite del latrocinio, todas las sentencias eran por delitos contra el orden público cometidos en estado de embriaguez, y en los breves lapsos entre sus ingresos en prisión, el hombre trabajaba a conciencia, aunque sin dejar de empinar el codo, también a conciencia. La naturaleza había dotado a Nafania de una salud envidiable y, a pesar de sus continuas borracheras, no se convirtió en alcohólico. Al hacerse viejo decidió instalarse cerca de sus hijos y nietos y, aunque comprendía que la familia podía sentir por él cualquier cosa menos amor, confió en que, cuando llegasen la decrepitud y el desvalimiento, no le dejaría morirse en un arroyo.

Las andanzas del abuelo Nafania por los centros penitenciarios no contaban como actividad laboral con derecho a pensión, por lo que, a pesar de la edad, continuaba trabajando, hasta donde las fuerzas se lo permitían, de portero en tres empresas distintas, que pudieron ofrecerle el horario de un día de guardia por tres libres. Aparte de esto, siempre salía alguna chapucilla sin importancia. Aún tenía que pagar a los que le habían concedido el permiso de residencia en Moscú a pesar de su cantidad de antecedentes penales.

Morózov conoció a Nafania cuando era todavía teniente capitán, por lo que el abuelo seguía llamándole teniente. Sus relaciones eran ecuánimes, tirando a buenas antes que frías. Nafania no le debía nada a Morózov pero de todos los policías que recurrían a los servicios del abuelo, el teniente era el único que le pagaba, primero, siempre, segundo, en efectivo y, lo más importante, en el acto, sin dilaciones.

– Hola, teniente -saludó el abuelo Nafania al capitán nada más reconocer la familiar silueta que se introducía en el vestíbulo de la empresa donde ese día el vejete estaba de guardia.

– Buenos días, abuelo -le respondió Morózov inclinando la cabeza y sonriendo-. ¿Qué hay de tu vida?

– La vida es estupenda pero la mía no tanto -recitó Nafania su fórmula de saludo personal-. ¿Qué te trae por aquí?

– Quería charlar, tomar un té juntos. ¿Te parece?

– Y por qué no, son buenas cosas. Hoy termino pronto, a la una todo el mundo se va a casa, así que podremos tomar té en paz y entonces charlaremos. ¿O tienes prisa?

Morózov miró el reloj. Eran las doce menos cuarto. Por un lado, una hora y media no cambiaría nada, sobre todo porque su carrera de competición con la pipiola había terminado pero por otro… Podía pasar cualquier cosa.

– Prisa no, pero algo apurado sí que voy -confesó el capitán.

– Mírale -se rió el abuelo con satisfacción-. En cuanto tenéis algún apuro, todos corréis en busca de Nafania, ¿qué haríais sin mí? Ven aquí, siéntate en este sillón, vamos, ¡acércate más!, para que podamos hablar con comodidad y yo pueda alcanzar el teléfono. ¡Jo, qué vida! -El viejo sonrió con aire triunfante-. La policía viene a que le conceda algo así como una audiencia, y yo les ofrezco tomar asiento. Ni que fuera el presidente del comité ejecutivo de distrito. Venga, teniente, desembucha, a ver ese problemilla tuyo.

La verborrea del anciano no engañó a Morózov. Conocía a Nafania desde hacía demasiado tiempo para dar alguna importancia a la ostensible alegría con que ofrecía asiento a los policías. El capitán sabía que detrás de la amigable palabrería se ocultaba un pensamiento inquieto y denso: a qué había venido el teniente, qué podía y qué no podía decirle para no desatar las iras de la parte contraria.

– Busco a un chaval, a Sasha Diakov. Ha desaparecido, no conseguimos dar con él.

– ¿Y para qué lo buscas? ¿Ha hecho ese Diakov alguna fechoría o es pura curiosidad?

– ¡Vamos, abuelo, anda ya! Sabes muy bien que mi trabajo consiste en buscar a los desaparecidos. Desaparece alguien, yo le busco y no pregunto si ha hecho alguna fechoría ni a quién. Mi tarea es encontrarle.

– ¿Y por qué le buscas aquí precisamente?

– Porque aquí es donde está empadronado, en el distrito Norte. Es el abecé de la policía: siempre hay que empezar por el domicilio, por los padres y amigos.

– ¿Qué pasa, quieres asignármelo de hijo? ¿O de amiguete?

– Bueno, abuelo, ya está bien de bromas. ¿Puedes ayudarme?

Al instante, la sonrisa bobalicona se borró del rostro del abuelo Nafania. El nombre de Sasha Diakov no le sonaba de nada, así que se tranquilizó y reflexionó en serio sobre el modo de echarle una mano al teniente.

– Dame la dirección.

Después de oír el domicilio donde estaba empadronado Diakov, el abuelo nombró en seguida varios «puntos calientes» donde organizaban sus juergas los jóvenes del barrio, y luego le dio al capitán las señas del hombre que «se encargaba» de ese territorio y lo sabía todo de todos. El hombre en cuestión, según el abuelo Nafania, había trabajado durante muchos años en el KGB, luego allí, por falta de trabajo, se «olvidaron» de él y, enfadado, fue y se vendió, al mismo tiempo, a la policía y a la mafia comercial del área, que controlaba el mercado negro de los recambios de automóvil.

– Si él no lo sabe, no lo sabe nadie -le aseguró el abuelo al capitán-. Pero no se te ocurra decirle que eres policía o que yo te he dado su nombre. Antes ve a ver a Saíd, es el número uno del mercado, a éste sí puedes decirle que vas de mi parte y, si a Saíd le parece bien, te llevará a ver a aquel tipo. Pero convencer a Saíd no es fácil, anda con la mosca detrás de la oreja, no se me ocurre nada que puedas decirle para que hable contigo.

– No temas, abuelo, ya me las apañaré para convencer a ese Saíd tuyo. No he nacido ayer. ¿Es que se te ha olvidado la de veces que me mandaste a hablar con esa clase de gente? No he fallado ni una sola vez. Y tampoco te he fallado nunca. Sabes que no voy a verle con las manos vacías, no me chupo el dedo, descuida.

– Cierto -asintió el abuelo Nafania, llenando la tetera de porcelana de té indio y echando agua hirviendo-. Siempre me he sentido tranquilo trabajando contigo, teniente, para mí tu palabra vale mucho. Eres un poli chapado a la antigua, ya apenas quedan otros como tú, sois una especie en vías de extinción. Y esos jovencitos, de la nueva hornada, ¿acaso tienen alguna idea de cómo hay que trabajar? Ni siquiera saben hablarnos a los viejos. ¿Lo quieres fuerte?

El anciano echó té macerado en los vasos, que rellenó con agua caliente, abrió la caja del azúcar y sacó de un escondrijo debajo de la mesa una bolsita de rosquillas.

– No me hagas enfadar, abuelo -le reconvino Morózov, extrayendo de su bolsa de deporte una gran caja redonda sobre cuya tapa estaban dibujados unos alegres patinadores en una pista de hielo-. Nunca he ido de gorra. Toma, son galletas holandesas.

– Así me gusta -se animó Nafania-. Pronto todo el mundo se irá a sus casas, y le echaremos al té cuatro gotitas de la medicina, a la salud del año nuevo. ¡Qué ricas son! -añadió metiéndose en la boca un par de galletas a la vez.

– Que aproveche -sonrió Morózov-. En cuanto a los jóvenes, en esto, abuelo, tienes más razón que un santo. De la vieja escuela no queda nadie, y ésos no tienen idea de nada. Ya no sé si es que ya no les enseñan o si simplemente no quieren aprender. Antes, cuando debíamos ajustamos a las estadísticas de casos resueltos, nos matábamos trabajando con tal de resolver un crimen. No mantienes los índices, rapapolvo al canto, o peor aún, descenso en el escalafón. Si te meten una sanción, no cobras la paga extra. Cinco sanciones, te quitan de la lista de espera para el piso, etcétera. Nos tenían cogidos por las narices, de modo que echábamos los bofes. Pero ahora, los índices no le importan a nadie, ya no hay pisos gratis, han abolido el partido, ¿a quién van a temer? Así que trabajan chapuceramente y no quieren aprender nada. Encima se dan aires de superioridad con nosotros, los de más edad.

– Eso, eso mismo -corroboró el anciano-, lo has dicho bien, no saben nada pero lo peor es que no quieren aprender. Hace poco se me plantó uno aquí diciendo que a la comisaría del barrio iba a ir un chaval, que sólo estaría un mes, para hacer prácticas o algo así. Pues me dijo: «Nafanaíl Anfilógievich, ayúdale a sacar un buen índice, para que manden a la academia informes sobresalientes.» Piensa, teniente, lo que ha cambiado el mundo si la policía viene a pedirme a mí, que he sido condenado mil veces, para que ayude a no sé quién y sólo por su cara bonita a mejorar las estadísticas, para que luego a ese «resolvedor de crímenes» le den una buena colocación por los resultados brillantes de su trabajo. Sería distinto si me hubiesen pedido que le enseñara lo que yo sé, que le mostrara el territorio y le explicara cómo se hacen aquí las cosas, por dónde respira cada quién, que le diera algún consejo si venía al caso. En resumen, si ese chaval hubiese venido aquí a trabajar y se hubiese tenido que ponerlo en antecedentes, eso lo podría entender. Pero ¿ayudarle a pastelear? Tienen un morro que se lo pisan.

– ¿Y el chaval? -quiso saber Morózov-. ¿Le has ayudado?

– No tuve ocasión, gracias a Dios.

– ¿Y eso?

– Pues nunca apareció. Me habían dicho que estaría aquí a partir del 1 de diciembre, y hasta ahora no he tenido noticias. Tal vez han cambiado de opinión o le han mandado a hacer las prácticas en otro sitio. Aquí tienes el ejemplo -dijo el anciano acongojado-. Han perdido formalidad. Vino aquí, habló conmigo y nunca más se supo. De acuerdo, no me necesitas, el chico no hará las prácticas aquí, vale, pero levanta el culo del sillón, pásate por aquí y avísame: «Perdone la molestia, he metido la pata, no voy a necesitar de sus servicios.» Para mí, por supuesto, no ha sido ninguna molestia, no ha venido, mejor, pero debe haber algún orden. ¿Qué me dices, teniente?

Las palabras del abuelo Nafania le llegaban al capitán como a través de un algodón. Recordó cómo el estudiante Mescherínov contaba: «He venido a parar a Petrovka en el último momento. En realidad iba a hacer las prácticas en el distrito Norte, en la comisaría Timiriázev.»

¿Quién sería ese alumno de la Academia de la Policía para que se le rodease de tantos mimos? Como mínimo, debería ser hijo del ministro del Interior. O… Y el tonto de él se extrañaba de que la pipiola hubiera renunciado al caso, de que lo hubiera dejado. ¿Y si el estudiante de marras la había confundido? ¿Y si había hecho lo mismo que el propio Morózov, ocultarle la información, aunque con otro fin? ¿Con cuál? La respuesta a esta pregunta era algo más que desagradable. Era aterradora.

Pero más aterrador aún le parecía al capitán el día de mañana. Si aquellas oscuras fuerzas estaban interesadas en que el asesinato de Yeriómina nunca fuese resuelto, él, Yevgueni, simplemente no llegaría a ver ese día de mañana. Avanzaba en línea recta, barriéndolo todo a su paso, ufano con su competencia profesional, con su empeño, con su experiencia como detective, con haberle tomado la delantera a la pipiola de Kaménskaya compitiendo en desigualdad de condiciones. Y ahora resultaba que había estado caminando al borde del precipicio y que estaba vivo de milagro.

Tal vez, no ese mismo día sino al siguiente, el abuelo Nafania le contaría a quien correspondía que alguien le había preguntado por Sasha Diakov, después de lo cual Morózov no duraría en este mundo más de unas horas. ¿Pedirle al viejo que no dijera nada a nadie? Si lo hacía, podía dar por descontado que informaría sin falta a su protector de la comisaría del barrio y, probablemente, a alguien más también.

– ¿Qué te pasa, teniente? -le llamó el viejo-. ¿En qué estás pensando?

– En todo un poco -contestó el capitán descorazonado-, en la vida en general. Va siendo hora de que me jubile, estoy cansado. Ya tengo derecho a la pensión, no sé qué hago dando el callo como antes, si de todas formas no me entiendo con los nuevos, con los jovencitos. Acabarán por hacerme la vida imposible. He venido aquí para encontrar a un chico y, sin embargo, todo lo que tengo en la cabeza es mi huerto, el invernadero que habría que instalar, que yo solo no sabría construirlo y tampoco tengo dinero para contratar a alguien. Cosas así…

Al salir a la calle y respirar el aire helado, Yevgueni se animó un poco. Intentó recordar todo cuanto sabía de Oleg Mescherínov, cómo caminaba, cómo hablaba, cómo trabajaba.

Pero por más que el capitán forzaba su memoria, no conseguía detectar un solo indicio de que el estudiante, de un modo u otro, les hubiera impedido hacer su trabajo. En cambio, vio con extrema claridad, como en una película, que la pipiola no se fiaba de nadie, el estudiante incluido.

Entonces, ¿sabía desde entonces que era del otro bando? Los pensamientos del capitán pronto perdieron el norte y se enmarañaron, no estaba acostumbrado a reflexionar sobre situaciones complicadas, le faltaban la precisión y la capacidad de análisis. Se riñó a sí mismo por obtuso, intentó empezarlo todo de nuevo y de pronto se dio cuenta de que era inútil. Los criminales de hoy no eran como los de antes. Y no se podía luchar contra ellos con los viejos métodos. Es decir, poder sí que se podía pero ya no era suficiente. Ahora hacía falta gente como Kaménskaya, que se pasaba días y noches leyendo libros extranjeros y revisaba un expediente archivado hacía veintitrés años tres veces seguidas. Mientras que él, so carcamal, había querido resolver un asesinato él sólito, había pretendido desmontar sólo con sus manos ese portento que contaba incluso con sus propios estudiantes. No, qué va, era un verdadero milagro que aún siguiera con vida.

El capitán Yevgueni Morózov cogió el metro, bajó en la estación Chéjov y se dirigió a Petrovka, 38.

Pero antes de que tuviera tiempo de acercarse a la escalera mecánica, la información de que el capitán Morózov andaba buscando a Sasha Diakov había alcanzado los oídos pertinentes y había dado pie a conclusiones oportunas. El abuelo Nafania pagaba a tocateja el precio de una vejez tranquila. Y a diferencia de Morózov, hacía tiempo que se había adaptado a la nueva generación de criminales.


Los ojillos claros y penetrantes de Arsén echaban chispas. Ya desde el principio había tenido el presentimiento de que este asunto no iba a terminar bien. Todo, todo estaba mal, nada seguía el esquema inicial, y he aquí el resultado. ¡Quién le mandaba meterse en esto, ay, Señor, quién!

El primer error fue el haberse metido en la historia demasiado tarde. Los clientes habituales de la Oficina sabían que lo mejor no era esperar a consultar con Arsén después de cometer el crimen sino hacerlo antes. Los consultores con experiencia les asesorarían sobre el modo de proceder para luego limitarse a aplicar una presión mínima a un número mínimo de personas. A menos trabajo, menores ingresos, naturalmente, pero también se reducía el riesgo, esto Arsén lo sabía a ciencia cierta. Por eso cobraba sus consultas a precios exorbitantes. El cliente ideal no sólo le pedía consejo sobre cómo hacer el trabajo sino también sobre cuándo y dónde, y Arsén fijaba el sitio y la hora según el horario de guardias de su gente, funcionarios que acudirían al lugar de los hechos. El lema de Arsén era «más vale prevenir» y se había probado acertado siempre y en todo. Pero ese Grádov no sólo había contratado sus servicios varios días después de cometerse los dos asesinatos sino que, como luego resultó, antes de matar a la chiquilla, la tuvo secuestrada durante una semana entera en una casa de la zona rural. En una palabra, la gente de Grádov había hecho un trabajo poco profesional y dejó tal cantidad de pistas que había que ser ciego para no verlas y él tuvo que dirigir los principales esfuerzos a lavar y a borrar esas pistas.

El segundo fallo de Arsén fue consentir en utilizar a la gente de Grádov. No tenía que haberlo hecho, debió haber insistido en que sería su equipo el que se encargaría de todo, y no los muchachotes de Chernomor. Grádov era un tacaño, peor incluso que un tacaño, un agarrado como pocos, el dinero que le pagaba al tío Kolia no podía ni compararse con las espectaculares tarifas de Arsén. Quiso ahorrar, le convenció para que dejara que sus chicos hicieran todo el trabajo, y Arsén dijo amén. Y se equivocó de cabo a rabo.

El tercer error de Arsén consistía en no haber dado importancia a las quejas de Grádov cuando dijo aquello de que había hecho mal en acudir a su Oficina. Serguey Alexándrovich le había mencionado no una, sino nada menos que dos veces, que tenía sus contactos en el grupo que llevaba los trabajos de instrucción de la Fiscalía y que tal vez hubiera sido mejor utilizarlos a ellos en lugar de a Arsén. Tenía que haberle llamado al orden de inmediato y con mano dura, en cuanto Grádov lo dejó caer por primera vez; mejor aún, tenía que haberle dado una lección práctica. Arsén había empleado esfuerzos ímprobos en crear pequeñas agencias independientes, cuyos campos de acción permanecían absolutamente impermeables los unos para los otros. Bastaba que alguien concibiese tan sólo una vaga sospecha de que su red llegaba más allá de la subdivisión donde ese alguien trabajaba, y que envolvía todo el sistema de organismos de defensa de la ley para que toda la estructura se viera amenazada.

Arsén acababa de recibir el comunicado sobre la llamada realizada por el superior de Kaménskaya a ésta, y el contenido de su conversación indicaba con claridad que Grádov había pulsado ciertas palancas adicionales, poniendo así en duda la capacidad de Arsén de llevar el asunto a su término por cuenta propia. ¡Había que ver, qué sinvergüenza! Con esto no sólo había vulnerado los intereses de la seguridad sino el amor propio de Arsén. Sabía que en casos así lo correcto era rescindir cuanto antes el contrato con el cliente, pagándole, si venía al caso, la indemnización, aunque lo mejor sería no pagarle nada sino darle un escarmiento por infringir las normas de seguridad, para que a nadie más se le ocurriera seguir su ejemplo. Había que despachar a Grádov lo antes posible pero, por desgracia, Arsén tenía que reconocer que hacerlo no iba a ser fácil. El desplante de Serguey Alexándrovich había traído ciertas consecuencias, la oleada de esas consecuencias había salpicado a Kaménskaya, y ahora había que resolver la situación procurando reducir los daños al mínimo.

Kaménskaya creía que era el asesino de Yeriómina quien la presionaba. Si de pronto esa presión cesaba sin los resultados deseados, ella se daría cuenta en seguida de que el que había organizado todo ese lío no actuaba movido por ningún interés personal. Desde esta premisa, hasta la idea de los intermediarios no había más que un paso. Kaménskaya era una chica lista aunque inexperta, pero si se la entrenaba debidamente, se convertiría en buena profesional. Por supuesto, no sabía hacer nada, pues durante varios días los hombres de Arsén y del tío Kolia anduvieron pisándole los talones y no se percató de nada. Pero tenía buena cabeza y estaba bien formada, por lo que más les valía ganarse la amistad de la chica, pues Arsén tenía para ella planes a largo plazo. A esa niña Dios le dio discernimiento y perseverancia a manos llenas.

Arsén juzgaba a la gente en función de las cualidades que Dios les había concedido: a uno le había correspondido un mogollón, otro llegó tarde y sólo se llevó un puñado, a alguien más le dio pereza hacer la cola y se quedó sin nada…

Arsén no tenía miedo a acudir a la cita con Grádov. Si en Petrovka se hubieran enterado de la implicación de Serguey Alexándrovich, habrían ido a charlar con él hacía tiempo o, como mínimo, le tendrían bajo vigilancia. Pero nadie había ido a ver a Grádov, y la gente de Arsén tampoco había detectado la presencia de un «rabo». Era evidente que Kaménskaya había descubierto algo sobre los sucesos del año setenta pero, claramente, no tenía suficiente para identificar a Grádov. El tío Kolia era otra cosa, su chico, ese desgraciado de Diakov, se había retratado con toda seguridad, pero de momento esto no representaba peligro, puesto que no sabía nada sobre Grádov.

Arsén se presentó con ocho minutos de retraso. En realidad, llegó antes de tiempo, reconoció con atención el terreno, comprobó todos los detalles; luego, una vez que Grádov hubo llegado, observó la calle y sólo entonces, tras asegurarse de que no había ninguna presencia sospechosa, entró en el bar.

– Usted, Serguey Alexándrovich, no se porta como debe -dijo con calma, vertiendo el licor de la diminuta copa al café.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Grádov arqueando las hermosas cejas.

– Sabe perfectamente a qué me refiero. No pienso reprenderle ni armarle broncas, le propongo que nos digamos adiós por las buenas.

– Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

– Querido mío, ya es mayorcito, va siendo hora de que se deje de pataletas de párvulo. Sólo los niños pequeños, cuando cometen una travesura, se empeñan en negar su culpa, confían en que los mayores no se han enterado de nada. Yo no pretendo sonsacarle, ni, como dicen los delincuentes, «darle tres de mosqueo».

– Que me maten si entiendo de qué me habla.

– ¡Vaya, no es mala idea! -sonrió Arsén-. Esto resolvería un montón de problemas de una vez. A lo mejor matarle es el único medio para obligarle a abandonar sus estúpidas improvisaciones. Es más, se obstina en mentirme. ¿Por qué me ha ocultado el caso de Nikiforchuk? ¿No se fía de mí? Estupendo, por mí, que se las componga como pueda, que le echen una mano Chernomor y su cuadrilla de degenerados. No pienso tolerarle que me fastidie.

– No entiendo nada -balbuceó Grádov perplejo-. Le juro que… No he hecho nada que pudiera perjudicarle…

– Serguey Alexándrovich, aquí acaba la discusión. Ahora nos diremos adiós y nos separaremos, espero que para siempre. Usted no me dejaba trabajar desde el principio, me ocultaba informaciones vitales, por lo que en más de una ocasión, yo y mi gente tuvimos que rehacer todos los planes sobre la marcha. Me enchufó a sus musculosos cretinos tras asegurarme que tenían experiencia y capacidad, pero resultaron unos pasmarotes descerebrados que echaron a perder todo cuanto se había hecho. Y todo esto sólo porque le dolía apoquinar la pasta. Sospecho que tampoco ahora me lo cuenta todo, y esto me pone en peligro porque por culpa de su, usted perdone, roñosería, puedo encontrarme en una situación delicada. Usted no se fía de mí, yo no me fío de usted; lo mejor será que nos despidamos y que lo hagamos ahora mismo. Considere nuestro acuerdo revocado.

– Pero cómo… ¿Qué será de mi caso?

– Ha dejado de interesarme.

– ¡Pero si yo le he pagado! Arsén, ¡no puede abandonarme a mi suerte! -imploró Grádov-. Usted mismo decía que sólo teníamos que aguantar unos cuantos días, hasta el 3 de enero. ¿Por qué me deja? Si me he equivocado en algo, pues perdóneme; si hay algo que he hecho mal, no ha sido con mala intención. Arsén, se lo suplico, usted no puede…

– ¿Yo? -se extrañó Arsén con frialdad-. Yo lo puedo todo. Puedo hacer esto y lo otro, y lo que me dé la gana. Usted no me interesa, no le necesito, compréndalo, haga el favor. Tengo mi trabajo, tengo una causa personal, a la que sirvo con gusto y espero que no demasiado mal. Pero aparece usted e intenta forzarme a que deje de trabajar de la forma en que acostumbro a trabajar y con la gente que suelo utilizar. En estas condiciones, el trabajo se me da mal, usted me estorba. ¿Por qué voy a pegarme palizas, por qué voy a dejarme las uñas complaciéndole? ¿Por su linda cara? Usted, señor Grádov, tendrá mucho peso en la Duma pero para mí es un don nadie y don nada, un fulano. ¿Por los honorarios? Usted, con sus ansias usureras, sólo ha conseguido una cosa: estoy dispuesto a devolverle su dinero porque mi seguridad personal vale más. ¿Cree que la disolución de nuestro contrato va a dañar mi reputación en el mundillo que recurre a mis servicios? Le aseguro que esta historia sólo me aportará beneficios. Mañana mismo todos los interesados sabrán que, primero, pongo los intereses de la seguridad por encima de los monetarios, y segundo, que deben obedecerme y que no pueden estorbarme. Si no, abandonaré a mi cliente a su suerte sin el menor escrúpulo. Recuérdelo bien, Serguey Alexándrovich, no ha nacido todavía un cliente por el que esté dispuesto a hacer concesiones. ¿Tiene algo que decirme?

– Quiero… ¿Qué tengo que hacer para que continúe trabajando? Dígame sus condiciones, las acepto todas.

Arsén estudió el rostro hermoso y distinguido de Grádov con interés. Ni siquiera el desconcierto y el miedo le habían hecho perder su atractivo sino que le imprimían cierto gesto trágico. ¿Entretenerse un ratito regateando con él? Desde luego que no iba a continuar trabajando para él, ni hablar, con los tipos como éste se debía cortar por lo sano, pero sería curioso averiguar hasta dónde era capaz de llegar en su deseo de salvar el pellejo. Si retiraba a su gente del caso de Yeriómina, la policía tardaría en resolverlo un día, dos como mucho. ¿Entendería eso Grádov o no?

El silencio se prolongaba y Grádov no aguantó más. Se había dejado llevar por los nervios y había perdido todo dominio de sí mismo.

– ¿Por qué no me contesta? ¿Disfruta con verme humillado? ¿Disfruta con observar mi miedo? ¡Me odia, nos odia a todos nosotros porque hemos derribado su viejo sistema que le aseguraba su trozo de pan con mantequilla y caviar negro, antes tenía poder y ahora no le hace falta a nadie, ya nadie le tiene miedo, y por eso odia a todo el mundo y se venga en los que son como yo! Se cree muy poderoso, ¿verdad? Pero si no es más que una pequeña rata rabiosa; sí, sí, exactamente, una pequeña rata, rabiosa y apestosa, que se nutre de desechos del vertedero de la sociedad y es la primera en abandonar el barco en cuanto huele el peligro. ¡Rata! ¡Rata! Ay, Dios mío…

Grádov ocultó la cara entre las manos. Arsén se levantó en silencio, se acercó al barman, pagó el café y la copa. Luego reflexionó y sacó de la cartera unos billetes más.

– Aquel caballero ha tenido un gran disgusto -dijo señalando con la cabeza a Grádov, que estaba sentado en el rincón-. Desgraciadamente, me ha tocado darle una noticia muy desagradable y está muy angustiado. Si dentro de unos cinco minutos sigue todavía ahí, llévele un coñac doble. Pero que sea del bueno.

– Así se hará -asintió el barman-. ¿Y si resulta que el coñac no hace falta?

– Entonces, quédese con el dinero.

Arsén salió a la calle sin prisas y comprobó, sorprendido, que la conversación con Grádov le había dejado un mal sabor de boca. Durante su larga vida, Arsén había mantenido muchas conversaciones desapacibles y había aprendido a superarlas sin emocionarse apenas. Pero algo de lo que Grádov le había dicho le había herido; tal vez eran sus sospechas de que odiaba a todo bicho viviente; tal vez, que le hubiera llamado rata apestosa… En cambio, ahora Arsén no tenía la menor duda de que había hecho bien al interrumpir su trabajo para Grádov. Alguien capaz de perder los estribos, de descomponerse con esta facilidad era peligroso. Se debía evitar tener tratos con la gente así. En cuanto a la pequeña rata rabiosa y apestosa, bueno, ya le haría acordarse de la ratita.


En el despacho del juez de instrucción Olshanski, el coronel Gordéyev colgó el teléfono con cuidado y se secó la resplandeciente calvicie con un enorme pañuelo azul celeste.

– ¿Qué me dices? -preguntó poniéndose en pie y emprendiendo la excursión por el perímetro del despacho lúgubre y destartalado.

– En mi vida le he oído largar tantas trolas de una sola vez -observó Konstantín Mijáilovich-. Hasta las he contado con los dedos, para no equivocarme.

– ¿Y cuántas le han salido?

– Que yo le haya chillado, una. Que me haya puesto de vuelta y media, dos. Si la memoria no me falla, hace más de diez años que nos conocemos y nos hemos aguantado todo este tiempo sin conflictos notables. En cualquier caso, no nos hemos levantado la voz el uno al otro en la vida. ¿O me equivoco?

– No, no se equivoca.

– Bueno, prosigamos. Goncharov no ha ido a verle, ni usted, a su vez, tampoco ha ido a ver al general, éstas hacen la tres y la cuatro. El que el último documento del expediente penal del asesinato de Yeriómina esté fechado en el 6 de diciembre, cinco. ¿Suficiente?

– Más que suficiente. ¿No le parece extraño que tengamos que hacerlo por el bien de la justicia? Le formularé la pregunta de otro modo: ¿no le parece extraño que el oficio que más mentiras obliga a usar tenga por objeto defender los intereses de la justicia? ¡Bonita paradoja!

– Qué le vamos a hacer, Víctor Alexéyevich, en la guerra como en la guerra. No estamos aquí para jugar e intercambiar juguetes con esa gente.

– ¡Pero si no es una guerra, eso es lo malo! -explotó el Buñuelo, aferrándose con los dedos regordetes y fuertes al respaldo de la silla que en ese momento se encontró en su camino. Bajo el peso del coronel, la silla crujió amenazadoramente-. Las guerras tienen sus leyes, que son obligatorias para todas las partes. Todos los bandos están en igualdad de condiciones. Además, incluso canjean a sus prisioneros. ¿Y nosotros? Nos disparan cuándo y cómo les parece, mientras que nosotros tenemos que rendir cuentas de cada disparo, gastamos toneladas de papel en informes. Ellos tienen dinero, gente, armas, coches con motores potentes, cuentan con los últimos avances tecnológicos, mientras nosotros, con lo que trabajamos es con una maleta de análisis forenses fabricada en la posguerra y expertos autodidactos, ni para gasolina tenemos. Pero ¡qué le voy a contar, como si usted mismo no lo supiera! En una guerra siempre hay la esperanza de que las tropas de la ONU acudan a ayudarte si la situación se vuelve insostenible. ¿Y a nosotros quién va a ayudarnos? ¿El batallón de la paz de la flor y nata mafiosa? No, Konstantín Mijáilovich, por desgracia, no estamos en una guerra. Nos defendemos con las fuerzas que nos quedan intentando conservar los restos miserables de lo que antiguamente se llamaba orgullo y pundonor profesional.

Olshanski miró a Gordéyev pensativo. En su fuero interno le daba la razón pero no quería ahondar en la peliaguda materia. Más adelante quizá tendría que hablarle de Lártsev. ¿Conocía el coronel la verdad o no? Sería mejor no correr riesgos.

– ¿Cree que su espectáculo dará resultados? -se salió por la tangente.

– Me gustaría creerlo.

Gordéyev se dejó caer sobre la silla pesadamente, hizo chasquear los cierres del maletín, extrajo un frasquito de validol, medicamento que tomaba contra los dolores del corazón, y se colocó una pastilla bajo la lengua.

– Estos días no estoy muy bien de salud -se lamentó cansinamente-. No pasa un día sin que el corazón no me haga alguna trastada. En cuanto a Anastasia, confío en que haya utilizado los dedos para lo mismo que usted mientras hablaba conmigo. No podemos hacer nada más por ella, ni ayudarla, ni aconsejarla. Si sabe interpretar lo que he dicho, bendita sea, y si no, pues nada.

– Supongamos que lo comprende todo. ¿Qué espera que haga entonces?

Desconcertado, el Buñuelo clavó la mirada en el instructor, mientras por inercia se seguía frotando el lado izquierdo del pecho.

– Konstantín Mijáilovich, tal vez no ha entendido cómo es mi Anastasia. Si hay algo en que se diferencia de los demás es justamente en que actúa de forma imprevisible. Esperar de ella algo que no sea el resultado final no sirve de nada. El resultado sí lo producirá siempre que sea mínimamente posible, pero lo que hará para conseguirlo sólo Dios lo sabe. Mi Korotkov suele decir que no hay forma de comprender cómo está organizada su cabeza.

– ¡Es usted un verdadero cacique! -rompió a reír Olshanski quitándose las gafas-. Mi Anastasia, mi Korotkov. ¿Y los demás colaboradores también son suyos o tiene suficiente con estos dos?

– No sé de qué se ríe -objetó Gordéyev muy serio-. Todos son míos, son mis hijos, a los que he tenido que educar y proteger pase lo que pase. Ni a uno solo de ellos, ¿me oye?, ni a uno solo los jefes le han llamado nunca a capítulo porque siempre he sido yo quien da la cara por cualquier falta o error que hayan podido cometer. Yo me persono, armo la escandalera, convenzo, pido. Para mis chicos soy el muro de piedra detrás del cual pueden trabajar tranquilamente sin perder tiempo y nervios en los vapuleos de nuestros mandamases. Les quiero a todos y les creo a todos. Y por eso son míos.

«¿Y Lártsev?», preguntó Konstantín Mijáilovich para sus adentros. Gordéyev, por supuesto, no oyó su pregunta. Pero la leyó en los grandes y hermosos ojos del juez de instrucción, que no estaban tapados ni deformados por las gruesas lentes de las gafas.

«¿Por qué lo preguntas? ¿No lo adivinas? Sí, también Volodya Lártsev es mío. Y en parte tengo la culpa de que haya cometido un error inmenso e irremediable. No he sabido infundirle la confianza de que puede hablarme de estas cosas, y el muchacho ha optado por resolver sus problemas en solitario, por cuenta propia, sin anticipar lo que iba a venir, sin pararse a pensar en las consecuencias. Somos culpables los dos y los dos vamos a pagarlo. Por haber cometido un error no ha dejado de ser uno de mis hijos, y estoy obligado a defenderle a capa y espada», contestó el coronel mentalmente. Mientras, en voz alta, dijo:

– De manera que Anastasia está encerrada en casa y no puede hacer gran cosa. Habrá recibido alguna amenaza, una amenaza seria, y por eso teme cometer una imprudencia. Su teléfono está pinchado, en la escalera hay un tipo vigilando que no salga y que nadie vaya a verla. Tengo entendido que basta que dé un paso en falso para que cumplan esa amenaza. Por eso no podemos lanzar un ataque abiertamente.

– Ha dicho que esta mañana una médica ha ido a verla. ¿Cómo la han dejado pasar?

– Probablemente porque era una de las condiciones: tenía que llamar al médico para que le diera la baja y así obtener una justificación para quedarse en casa y no ir a trabajar.

– ¿Pero cómo sabían que el o la que iba a verla era médico y no uno de sus colaboradores? ¿Acaso le han pedido que se identificara?

Gordéyev se quedó de piedra. En efecto, ¿por qué le permitieron a Rachkova entrar a ver a Nastia sin comprobar que realmente era médica? Támara Serguéyevna había dicho que el joven que hacía la guardia subió detrás de ella sin disimulos y miró quién llamaba al apartamento de Kaménskaya. Pero, evidentemente, no era suficiente para asegurarse de que la que estaba delante de la puerta no era una funcionaría de la policía criminal sino una médica de verdad, que venía de la clínica. Tal vez Rachkova no se lo había contado todo. Rayos, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Sería que se estaba haciendo viejo, que estaba perdiendo facultades, que sus reacciones ya no eran lo que habían sido si pasaba por alto esas obviedades…

Víctor Alexéyevich agarró el auricular.

– ¿Pasha? ¿Alguna novedad? ¿Morózov? Vale, de acuerdo, que me espere, no tardaré. Pasha, necesito los datos de una tal Támara Serguéyevna Rachkova, es médica de cabecera de nuestra clínica. Con urgencia. Pero que lo bordes, que se oiga menos que una mosca volando. Estaré ahí dentro de media hora.

Había algo que le impedía salir del despacho del juez de instrucción Olshanski en seguida. No sabía si era el dolor que asomaba a los ojos de Konstantín Mijáilovich o si ese dolor anidaba en su propio corazón, pero era consciente de que no podía y no debía marcharse así como así, sin decir ni preguntar nada. Si existiesen ondas que transmitieran información de persona a persona sin recurrir a medios técnicos, el coronel ya hubiese estado corriendo hacia Petrovka, rogando a Dios que no le dejase llegar tarde. Pero aunque tales ondas existieran, Víctor Alexéyevich no era de la clase de gente que sabía captarlas y descifrarlas, por lo que, luchando con la timidez y la cautela habitual, habló, a pesar de todo, de Lártsev.

La conversación se prolongó un cuarto de hora largo pero le aclaró a Gordéyev muchas cosas.

– Si no se equivoca y Lártsev, en efecto, se alegró cuando le restregó por las narices su falsificación de los protocolos, sólo puede significar una cosa: le molesta el papel que los criminales le obligan a interpretar y supone que ahora que sus apaños han sido descubiertos le dejarán en paz, porque continuar utilizándolo sería arriesgado. ¿Ha empezado a tener más dinero?

– ¿De dónde?

– De allí. No estará trabajando gratis para esa gente, ¿verdad? Konstantín Mijáilovich, hace tiempo que conoce a Volodya, dígame, ¿ha notado algún cambio en su modo de vida durante los últimos meses? Compras importantes, gastos extraordinarios, yo qué sé…

– Yo tampoco lo sé. Quiero pensar que lo sabría si algo así se hubiera producido. Nada más que ayer se lo habría dicho con toda certeza pero hoy no puedo asegurarle nada -contestó Olshanski con voz empañada.

– Perdóneme, sé que le une a Lártsev una gran amistad -dijo Gordéyev con aire culpable-. No tenía que haber empezado esta conversación, me resulta tan dolorosa como a usted. Pero tenemos que pensar también en Anastasia, expuesta a no se sabe qué amenazas, quiero evitar causarle daño y por eso necesito saber todo lo posible para comprender qué es lo que puedo y qué no puedo hacer. Le pido perdón -repitió levantándose de la mesa con dificultad.

«Cuánto he envejecido -pensó el coronel abrochándose con dedos rígidos el pesado abrigo, todavía húmedo de aguanieve-. Me siento apático, se me entumece una mano, me he puesto en pie y la cabeza me da vueltas. Sólo tengo cincuenta y cuatro años pero en dos meses me he convertido en un cascarrabias achacoso. Ay, Lártsev, Lártsev, ¿por qué demonios lo has hecho? ¿Por qué no has ido a verme en seguida? ¿Por dónde te han agarrado?»

Luchando con el mareo, bajó la escalera aferrándose a la barandilla, atento a los peldaños. Y en ese momento comprendió por dónde habían agarrado a Volodya Lártsev. Y también comprendió que a Nastia la habían agarrado por el mismo sitio. Con toda la rapidez que daba de sí su salud, llegó junto al sargento que montaba la guardia en la entrada de la Fiscalía y, sin pedir permiso, acercó hacia sí el teléfono.

– ¿Pasha? ¿Dónde está Lártsev?

– En la cárcel, hoy tiene dos interrogatorios allí.

– Encuéntralo, Pasha, encuéntralo por huevos, ahora mismo.

– ¿Y tú dónde andas, por cierto? -preguntó Zherejov con sorna-. Habías prometido estar aquí dentro de media hora. ¿No se te habrá olvidado que Morózov está esperándote?

– Se me ha olvidado. Voy para allá, ya estoy en la puerta. ¿Le tienes en tu despacho?

– Ha salido a comprar tabaco.

– Discúlpate con él de mi parte, Pasha, que espere un poquito más. Ya estoy en camino, palabra de honor.

El camino desde la Fiscalía hasta Petrovka no era largo, y el coronel Gordéyev puso mucha voluntad en caminar de prisa. Pero, a pesar de todo, llegó tarde.

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