Durante la reunión matutina celebrada en el despacho de Gordéyev, Nastia escrutó disimuladamente a sus compañeros de trabajo, haciéndose una y otra vez la misma pregunta: ¿cuál de ellos? A algunos los conocía bien, a otros, no tanto, pero ninguno le parecía sospechoso de falsedad y traición.
Misha Dotsenko. El más joven de los detectives de Gordéyev, alto, de ojos negros. A veces era profundamente ingenuo y conmovedor, y a veces sorprendía con su sobria inteligencia y capacidad profesional. Siempre iba elegantemente vestido, acicalado, inmaculado, bien planchado. Tal vez se gastaba todo el sueldo en ropa. Pero ¿era acaso un defecto vestirse bien? ¿Cuál sería el punto débil de Misha? ¿El dinero? Quizá. O una mujer. Aunque era soltero y, por tanto, inmune al chantaje, siempre que su pareja no estuviera casada.
Yura Korotkov. Vivía con su madre, hijo y suegra, hemipléjica a consecuencia de un derrame cerebral, en un minúsculo apartamento de dos habitaciones. Había pasado muchos años en la lista de espera del centro de distribución de viviendas pero su turno nunca llegó. Ahora, la construcción estatal estaba parada y el sueldo de policía jamás alcanzaría para comprarse un piso nuevo. A Nastia le unía a él una gran amistad, siempre estaba al corriente de sus andanzas amorosas, pequeños triunfos y diminutas tragedias. Korotkov se desahogaba con ella y Nastia le consolaba y le daba sabios consejos que, en esencia, siempre decían lo mismo: Dios te libre de perjudicar a los tuyos. Durante el último año y medio, Yura tenía un asunto serio con una mujer que había sido testigo en un caso de asesinato. Enamoradizo, se enardecía con rapidez y se enfriaba en un instante, pero con esta historia estaba batiendo su propio récord de constancia. Su querida era madre de dos hijos, y Yura tenía la firme intención de esperar a que crecieran para casarse con ella. ¿Necesitaba dinero? Necesitaba muchísimo dinero. ¿Significaba esto que para conseguirlo no se pararía ante la traición?
Kolia Seluyánov, uno de los detectives con más experiencia de todo el departamento, guasón, parlanchín, aficionado a gastar bromas, a veces pesadas. Pero era capaz de cambiar de registro en un santiamén, ponerse serio, acudir a toda prisa en ayuda del compañero, costase lo que costase. Kolia estaba divorciado; la mujer, que no había aguantado su difícil carácter combinado con una jornada laboral no restringida por horario alguno, se llevó a los niños y, acompañada de un nuevo marido, se marchó a Vorónezh. Nastia sabía que, a veces, Kolia mentía a los jefes, fingía trabajar fuera de las oficinas y cogía el avión y se iba a Vorónezh para pasar unas horas al lado de los niños y regresar la misma noche a Moscú. Después de cada viaje de éstos agarraba una melopea de campeonato, y durante los dos o tres días siguientes se le veía mustio y deprimido. ¿Era él? ¿Obedecían esos viajes a la necesidad de cumplir ciertas misiones secretas o al deseo irresistible de ver a los hijos?
Igor Lesnikov, hombre reconocidamente guapo, que tenía encandiladas a todas las jóvenes de Petrovka, 38. A diferencia de Seluyánov, de risa fácil y abierto a cualquier posibilidad, Igor no sonreía apenas, era reservado, se lo tomaba todo en serio y se mantenía aparte. Nastia lo ignoraba todo sobre su vida familiar excepto que estaba casado en segundas nupcias y había sido padre recientemente. ¿Sería él el topo? Su punto débil era su ambición, su deseo de ascender en el escalafón…
La voz del jefe interrumpió sus penosas cavilaciones.
– Kaménskaya, te estoy hablando a ti. Despierta.
– Le escucho, Víctor Alexéyevich -dijo Nastia sobresaltada.
– El estudiante que viene a hacer prácticas, Mescherínov, trabajará contigo, serás su instructora. A partir de hoy lo tienes a tu disposición.
Desde el rincón opuesto de la sala, el estudiante de la academia moscovita Mescherínov, rubio y ancho de hombros, sonreía a Nastia.
Al término de la reunión, Nastia llevó a Mescherínov a su despacho.
– Esta mesa está libre, Oleg, póngase aquí, será su sitio de trabajo durante el próximo mes. Puede llamarme Nastia a secas.
– ¿Cómo va a enseñarme? ¿Igual que en la academia?
Nastia vaciló y se encogió de hombros.
– No tengo una idea muy clara sobre cómo enseñan en su academia. No descarto que mi método no le guste. En ese caso podrá pedir que le asignen a algún otro instructor. Para empezar, vamos a ver si sabe pensar de forma binaria.
– ¿Cómo es eso? -preguntó el estudiante frunciendo el entrecejo.
– Yo escojo una palabra. Pongamos por caso, el nombre de un actor y director de cine de fama mundial. Su tarea consiste en adivinar de quién se trata. Tiene derecho a hacerme toda clase de preguntas pero con una condición: las preguntas deben representar una alternativa que abarque todas las variantes posibles, de tal modo que me impidan responderle «ni una cosa ni la otra». Por ejemplo, puede empezar con la pregunta: «¿Es hombre o mujer?» Aquí no hay una tercera variante. ¿Ha captado la idea general?
– Creo que sí.
– Entonces, adelante.
– ¿Es hombre o mujer?
– Hombre.
– ¿Empieza su nombre con una vocal o con una consonante?
– Muy bien -aprobó Nastia-. Con una consonante.
Pero su alabanza había sido prematura. Mescherínov se quedó pensando la tercera pregunta un largo rato. Nastia no quiso meterle prisas y en silencio se puso a ordenar los numerosos mensajes y notas esparcidas sobre su mesa.
– No se me ocurre nada más -dijo por fin el estudiante.
– Piense -contestó Nastia sin levantar la vista.
– Es que no entiendo para qué tengo que hacerlo. Esto es una memez. Creía que me iba a explicar las situaciones operativas o que me asignaría una misión…
– Se la asignaré. Quizá. Pero antes necesito comprobar que sabe pensar. No es preciso que sea rápido, yo misma pienso despacio. Aquí tiene su primera lección: cuando esté trabajando, no podrá aceptar las tareas que le hacen gracia y negarse a realizar aquellas que no le gustan. Tiene que estar preparado a resolver cualquier problema lógico que se le plantee en el curso de una investigación. Nadie va a hacerlo por usted. Si cree que el trabajo de un detective se reduce a emboscadas y detenciones, tengo que decepcionarle. Todo esto ocurre mucho más tarde, cuando el caso está a punto de ser cerrado. Pero si tiene delante el cadáver de un hombre asesinado no se sabe por quién ni por qué, no le queda otro remedio que ponerse a pensar detenidamente en quién y por qué pudo haberle matado y cómo podría averiguarlo y comprobarlo. De manera que hágame el favor de seguir inventando preguntas hasta que resuelva el problema, eso le ayudará a entrenar la mente y, al mismo tiempo, la paciencia y el aguante.
El estudiante, ceñudo, se volvió hacia la ventana. Misha Dotsenko entornó la puerta con una taza humeante en las manos:
– Anastasia Pávlovna, ¿me permite que me siente aquí un ratito? Lesnikov tiene una visita, quieren hablar a solas, justo cuando acababa de prepararme el té…
– Pase, Míshenka.
Misha era el único detective del departamento al que Nastia trataba de usted. No era porque tuviese al teniente primero Dotsenko en especial estima. Lo que ocurría era que el propio Mijaíl idolatraba a Nastia, la creía poseedora de una inteligencia superior y no abreviaba su nombre ni evitaba el patronímico. Kolia Seluyánov a veces bromeaba diciendo que el joven teniente primero estaba secretamente enamorado de la adusta y fría Kaménskaya. Por supuesto, no se trataba de eso pero, a pesar de todo, no podía corresponder a «Anastasia Pávlovna» si no era tratando a Misha de usted, con el fin de preservar el equilibrio y no parecer una maestra hablando a un alumno.
Con un movimiento rápido quitó de la mesa sus apuntes, recordando las instrucciones de Gordéyev y su categórica exigencia de no discutir el asesinato de Yeriómina con nadie del departamento. Charló apaciblemente con su compañero de naderías, se le lamentó de lo viejas y agujereadas que estaban sus botas y de que, si se pusiera las nuevas, estarían para tirarlas dentro de nada, dada la cantidad de agua y barro que había estos días en la calle, se acordó con nostalgia de los tiempos en que las tiendas vendían botines de goma de colores y que le habrían venido de perlas; en una palabra, le «dio el mitin» a Dotsenko con tal de evitar una conversación sobre asuntos de trabajo.
Al cabo de un rato, Misha se marchó y el estudiante siguió callado, sin conseguir formular la tercera pregunta. Al final, se volvió hacia Nastia y dijo:
– ¿Ese actor ha nacido en el hemisferio occidental u oriental?
«Bendito seas, ya hemos adelantado algo -pensó aliviada Nastia, que ya empezaba a poner en duda lo acertado de su elección-, ahora la cosa irá más de prisa.»
Cierto, la cosa fue más de prisa, y una hora y media de esfuerzos tormentosos más tarde, Oleg Mescherínov daba con el nombre de Charles Spencer Chaplin.
– Pasemos al segundo nivel de complejidad. Coja el papel y el bolígrafo y tome nota…
Nastia le dictó la descripción de una situación corriente de descubrimiento de cadáver en un lugar público.
– Utilice el principio binario para redactar una lista completa de hipótesis. Puede empezar con la alternativa «el asesino conocía a la víctima o no la conocía». La hipótesis «no la conocía» se subdivide en las siguientes: «el asesino mató por casualidad o cumplía un encargo», etcétera. ¿Está claro? Como resultado obtendrá un esquema donde cada cuadradito se divide en otros dos, excepto los finales. Este ejercicio lo hará en su casa. Ahora iremos a buscar y a interrogar a estas personas.
Nastia se metió en el bolso una larga lista de amigos y conocidos de Borís Kartashov, con sus señas y lugares de trabajo. Varios nombres llevaban una marca al lado, lo que significaba que ya habían sido interrogados. Aun así, con los que quedaban tendrían mucho trabajo…
Vasili Kolobov, bajito, flaco, bonito de cara y con ojos astutos, contestaba a las preguntas de mala gana.
– ¿Qué clase de relaciones tenía su mujer Olga con Victoria Yeriómina y el amigo de ésta, Borís Kartashov?
– Qué clase, qué clase… -masculló el hombre-. Unas relaciones normales. A veces, Olga y Vica se tiraban de los pelos pero creo que se llevaba bien con Borka.
– ¿Por qué motivo reñían Olga y Vica?
– ¿Y quién las entiende? Mujeres…
– ¿Le dijo Olga que Vica estaba enferma?
– Sí.
– Procure recordar con tanto detalle como pueda qué le contó.
– ¿Que qué me contó? Pero si ya ha pasado tanto tiempo que no sé si me acordaré de los detalles. Algo de no sé qué sueños que le habían aflojado una tuerca… No sé, no me acuerdo.
– Trate de recordar cuándo fue la última vez que vio a Yeriómina o habló con ella.
– No me acuerdo. Hace mucho. Hacía calor todavía, así que debió de ser en setiembre o a principios de octubre.
– ¿Por qué recuerda que hacía calor?
– Lucía un modelito fenomenal. Había venido a ver a Lolka, yo justo iba a salir, nos tropezamos en el recibidor. Vica no llevaba abrigo, iba en mangas de camisa, de modo que hacía calor.
– ¿Podría ser que alguien la hubiera acompañado en coche y que por eso no llevase abrigo?
– Podría ser. -Kolobov soltó una risita por lo bajo-. Cualquier cosa podría ser con esa putilla.
– Ha llamado putilla a Yeriómina. ¿No aprobaba su conducta?
– ¿Y a mí qué más me da? Mientras no me estorbara…
– ¿Le estorbaba Yeriómina?
– ¿Por qué lo dice?
– Explíqueme cuál era su actitud personal respecto a ella.
Siguieron nuevas risitas por lo bajo y nuevos encogimientos de hombros. No, evidentemente, Vasili Kolobov no era el testigo de su vida. Trabajaba como dependiente en un quiosco privado abierto las veinticuatro horas en la estación de ferrocarril de Savélovo, tenía la jornada de veinticuatro horas a la que seguían otras tantas de descanso.
– Dígame, ¿fue Vica alguna vez a verle en la estación?
Se vio claramente que la pregunta no fue en absoluto del agrado de Kolobov. La sonrisa se borró de su rostro, agachó la cabeza y dijo entre dientes:
– ¿Para qué iba a ir?
– No le pregunto para qué iba a ir sino si en alguna ocasión vio a Victoria Yeriómina en la estación de Savélovo. Y si la vio, cuándo fue, con quién estaba, si se acercó a su quiosco y, si así fue, qué le dijo. ¿Le parece clara mi pregunta?
– No estuvo allí. No la vi por allí nunca.
– ¿Y usted? ¿Había ido alguna vez a verla a su trabajo?
– ¿Para qué? ¿Qué se me habría perdido allí? Ni tan siquiera sé dónde trabajaba.
Y así continuaron muchísimo tiempo, con «no sé, no me acuerdo, no fui, no vi…».
– ¿Cuándo se enteró de que Yeriómina había desaparecido?
– Lolka me lo contó… creo que fue a finales de octubre. O algo así.
– ¿Qué fue lo que le contó en concreto?
– Que Borka andaba buscando a Vica, que no había ido a trabajar y que tampoco estaba en casa.
– ¿Se encontraba su mujer aquí por aquellas fechas? ¿No se había ido de viaje o a pasar unos días en casa de una amiga?
– Creo que no.
– ¿Lo cree? ¿Suele estar al tanto de los desplazamientos de Olga?
– Normalmente no. Paso fuera de casa veinticuatro horas seguidas. Trabajo un día sí y otro no, de modo que…
– ¿Y cuándo libra?
– Tampoco me quedo aquí sentado. Y no vigilo a Olga. Lo importante es que tenga la casa limpia y la comida preparada. Todo lo demás no es asunto mío.
– Pero si es su mujer. ¿Acaso le trae sin cuidado dónde anda y qué hace?
– ¿Como que sin cuidado?
– Creo que es lo que acaba de decir.
– Pues no creo que le haya dicho nada de eso.
– En cuanto a usted mismo, ¿salió de la ciudad a finales de octubre?
– No.
– ¿Estaba trabajando a días alternos todo aquel tiempo?
– Todo el tiempo.
– Tenemos que dar una vuelta por la estación y hablar sobre ese Kolobov con los comerciantes -dijo Nastia pensativa-. Se puso muy nervioso cuando le pregunté sobre si había visto a Vica en la estación. Uno irá a la estación de Savélovo, el otro, a hablar con Olga Kolobova. Rapidito.
– ¡Pero cuándo va a terminar esto! -gimoteó lastimeramente Kolobova, una rubia llenita monísima, de enormes ojazos grises, busto exuberante y piernas torneadas.
Para crear la ilusión de una cintura delgada y caderas esbeltas, vestía un pantalón tejano demasiado ceñido y un jersey demasiado holgado. Ni siquiera la presencia de los representantes de la Policía Criminal la llevó a molestarse en sacarse de la boca la goma de mascar, por lo que su hablar, ya de por sí lento, frenado por vocales larguísimas, parecía al mismo tiempo infantil y remilgado.
– Ya no sé cuántas veces me han interrogado.
– No la estoy interrogando. Estamos hablando, nada más. Dígame, Olga, ¿por qué ha dejado de trabajar y se ha quedado en casa?
– Vasia así lo quiso. No necesita una mujer sino una chacha. Pero por mi parte prefiero estar en casa que encalar paredes.
– ¿Y no se aburre?
– Nooo, no me aburro. Todo lo contrario, me encanta. Nunca antes había tenido casa propia, al principio todo lo que veía era el orfanato, el internado, luego, la residencia. Ahora en cambio estoy todo el día limpiando, fregando suelos, pasando la bayeta, sacando brillo a la bañera. También cocino encantada.
– ¿Para qué se esfuerza tanto si su marido trabaja las veinticuatro horas y cuando libra tampoco para en casa?
– Me esfuerzo para mí. Disfruto como una loca. No lo entenderá.
– Y guisar, ¿para quién guisa? ¿También para sí?
– También. Se acabó la bazofia del orfanato. Además, a Vasili le gusta traer gente a casa y nunca avisa, ni que lo hiciera aposta. Si no hay comida en casa, bronca al canto. Así que siempre estoy preparada para el combate.
– ¿Nunca ocurre que traiga invitados y usted no esté en casa?
– Ocurre a menudo. Nadie me ha cosido a este piso, y como mi legítimo no acostumbra a decir cuándo volverá ni con quién…
– ¿Y qué sucede entonces? ¿Otra bronca?
– Nooo. -La bolita del chicle peregrinó de un lado a otro asomando brevemente entre los dientes pequeños y desiguales-. Para él lo que cuenta es que la casa esté limpia y la nevera, a rebosar; es perfectamente capaz de calentar la comida él sólito. Cuando hay invitados, no me necesita para nada. Para él soy algo así como un mueble.
– ¿Y no lo toma a mal?
– ¿Por qué iba a tomármelo a mal si no me he casado por amor? Vaska quería una chacha y yo, un piso propio, con una cocina propia, con un baño propio. Cuando vivía en la residencia de la constructora no podía ni soñar con tener un día un chamizo propio.
– ¿Estaba su marido aquí a finales de octubre o se había ido de viaje?
– No, seguro que no. No ha faltado un solo día al trabajo.
– ¿Cómo puede saberlo?
– Suelo pasar por la estación, para comprobarlo.
– ¿Cómo dice?
Resultaba asombrosa la franqueza de esa gatita blanca, suave y amanerada. Costaba comprender si se trataba de un cinismo indisimulado, que se negaba en redondo a disfrazarse con los ropajes del decoro, o si era la sinceridad de una mujer sumida en la desesperación, que ya no podía ni quería mentir ni a sí misma ni a los demás.
– Pero no se lo digan a él, ¿vale? Me matará si se entera. Lo que ocurre es que, cuando nos casamos, no me empadronó, de manera que, si un día decide divorciarse, iré derechita a la residencia otra vez. El año pasado se emperró con una, tuvo un amor que no era de este mundo, y yo las pasé canutas pensando que de un día para otro iba a dejarme para casarse con aquella individua. Me metía cada trola, decía que le mandaban a otra ciudad a recoger mercancía cuando en realidad estaba con la otra; y quién sabe si de verdad no hicieron algún viaje juntos. A partir de entonces le controlo todo el tiempo: si está trabajando o si se ha largado otra vez a ver a su querindanga. Ya sé que me la pega, qué remedio. Pues allá él, siempre que no sea nada serio, siempre que no me eche. Así es mi vida ahora: él se va a las ocho a trabajar, y dos horas más tarde voy detrás, le echo un vistazo, compruebo que está en su quiosco y regreso a casa. Luego, al anochecer, doy otra vuelta por allí. De manera que se lo digo con absoluta seguridad, en los últimos dos meses no ha faltado ni un solo día al trabajo. Una vez ocurrió que le dieron una paliza, e incluso entonces nada más guardó la cama un día, aprovechando que era su día libre, y al siguiente fue al quiosco a rastras, a despachar, aunque tenía el careto lleno de magulladuras. Se puede entender, pues no es el dueño, va a comisión de lo que vende. Un día de baja y la paga se resiente.
– ¿Y cómo fue cuando lo de aquella mujer? Me ha dicho que faltó varios días, que no iba a trabajar.
– Bueno, la individua aquella estaba forrada, supongo que le pasaría algún dinerito. Además, Vaska es un codicioso, se dejaría ahorcar por un centavo; por eso, cuando me enteré de que había dejado de ir a trabajar, me puse en guardia. Me di cuenta en seguida de que no se trataba de una pelandusca cualquiera, de esas que Vaska cambia a diario, sino que era algo diferente. A sus furcias no les da ni la hora.
– Una pregunta más. ¿Cómo es posible que se haya despedido de la constructora pero conserve su permiso de residencia en Moscú? Debían darla de baja inmediatamente, ¿no?
– Nooo, formo parte de la cuota de orfanatos. No pueden darme de baja sin mi consentimiento, aunque no trabaje ya en la empresa.
– Está bien, volvamos a su marido. Por cierto, ¿no le ha contado por qué le dieron aquella paliza?
– ¿Cuándo me ha contado ése algo…? Y, aunque me lo contase, mentiría. Por eso nunca le pregunto nada, no me meto en sus asuntos.
– Dígame, ¿nunca le ha mencionado que hubiera visto a Vica en la estación Savélovsky?
– No, nunca.
– ¿Le preguntó alguna vez dónde trabajaba?
– Un día se lo dije yo misma, dije que era secretaria de una empresa privada. No me pidió detalles. A decir verdad, le tenía ojeriza a Vica.
– ¿Por qué?
– Bueno, creía que era mala influencia para mí.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de las borracheras y en general… Creo que estaba mosca porque Vica ganaba más que él. Sobre mí sí que puede mandar porque no tengo ni blanca y dependo de él para todo. Por eso temía que siguiese el ejemplo de Vica. Porque si empezara a ganar dinero, podría comprar o cuando menos alquilar un piso, ¿Dónde va a encontrar entonces a otra boba como yo? Ninguna tía en su sano juicio aguantaría esta clase de vida, créalo.
– ¿Ha intentado alguna vez hacer lo mismo que Vica? ¿O su marido se preocupaba sin motivo?
– Claro que se preocupaba sin motivo. Es tonto y… cree el ladrón que todos son de su condición, ¿entiende? Pero yo sé lo que hago. Nunca podría ser como Vica, no tengo su físico. Y para dedicarme a la prostitución común y corriente ya soy demasiado vieja. Aparte de que no es para mí. Lo mío es llevar la casa, criar hijos, no deseo ni necesito nada más. Vaska, el cabrón, no quiere tener hijos.
– ¿Por qué?
– ¿Para qué iba a quererlos? Ése no se busca complicaciones. Además, si tuviéramos un pequeño, ya no le sería tan fácil despacharme y mandarme a la residencia, conoce las leyes, teme perder su poder sobre mí.
¿Qué es lo que retiene a una persona al lado de otra? ¿Qué las obliga a estar juntas?
El escaparate del quiosco de la estación de ferrocarril exhibía el surtido habitual de licores, cigarrillos, chicles y preservativos. El dependiente era un chico de unos veinte años, moreno, de nariz aguileña y, a primera vista, amable.
– ¿Conoce a Vasili Kolobov?
– ¿A Vasia? Claro. ¿Por qué?
– ¿Sabe que hace un mes, a primeros de noviembre, alguien le dio una buena paliza?
– Él no dijo nada pero se notaba. Llevaba el rostro entero marcado.
– ¿Tiene alguna idea de por qué le pegaron?
– No me lo contó, y yo no se lo pregunté. No es costumbre preguntar nada. Son asuntos de esa gente.
– ¿De esa gente? ¿De quiénes?
– Como si no lo supiera. El quiosco de Vaska está allí, el mío, aquí. Aquella zona la controla el grupo de Butyri; ésta, los marianos, es decir, los del Bosque de María. Qué nos importa lo que les pasa. No nos metemos donde no nos llaman.
– Entonces, ¿cree que se trataba de un ajuste de cuentas?
– ¿De qué si no?
– Mire esta fotografía. ¿Ha visto alguna vez a esta joven?
– No me acuerdo. Qué guapa es, ¡será posible que haya mujeres así!
– Gracias, perdone la molestia.
El quiosco siguiente.
– ¿A Vaska? Claro que le conozco. Nosotros aquí nos conocemos todos… ¿La paliza? Sí que me acuerdo de aquello. Fue justo a principios de noviembre, así es. No, no sé, Vaska no dijo nada. Nunca he visto a esta chica…
Otro quiosco, y otro, y otro… Y así hasta que cayó la noche. Nadie sabía por qué le dieron la paliza a Vasili Kolobov, ni quiénes se la dieron. Los vendedores de la zona de Butyri aseguraban que Vasili no había cometido ninguna falta y que nadie le había ajustado las cuentas. Por lo demás, aun suponiendo que estuvieran mintiendo y en realidad sí le habían pegado a Kolobov por alguna razón comercial, el suceso difícilmente tenía relación con el asesinato de Vica Yeriómina. Nadie reconoció tampoco a la chica de la foto. Un día más que pasó en vano.
«Qué lástima no poder contar con Lártsev ahora», se lamentó Nastia para sus adentros. Con toda seguridad habría «descifrado» a Kolobov, sonsacándole toda la verdad sobre la paliza que por alguna razón éste había preferido callarle a todo el mundo. Psicólogo con experiencia, Volodya sería capaz de tirar de la lengua hasta a una esfinge, facultad de la que echaban mano con frecuencia y con cierto descaro no sólo los funcionarios del departamento sino muchos jueces de instrucción con los que había colaborado en alguna ocasión. ¡Ojalá pudiera aclarar la historia de la pelea y olvidarla! Sin saber por qué, Nastia estaba convencida de que la paliza del marido de Olga Kolobova no tenía nada que ver con el asesinato pero acostumbraba a verificar y precisar cada detalle.
Intentó mencionarle a Gordéyev su deseo de encomendar a Lártsev el interrogatorio de Vasili pero su superior arrugó la nariz con displicencia:
– Ya sois cuatro, cinco incluso si contamos a Dotsenko. Lártsev ya está agobiado de trabajo. Tenéis que componéroslas solitos.
Pero ¿cómo explicar que Kolobov se pusiera tan tenso cuando se le preguntó si había visto a Vica en la estación? ¿O sólo había sido una impresión del interrogador? Por supuesto, podía ser sólo una impresión. Pero Nastia, que era reacia a dejar las cosas a medias, tuvo que dedicar un día más a aclarar la situación. Junto con Yevgueni Morózov y el estudiante Mescherínov habían hablado con los empleados de las taquillas y otras dependencias de la estación, con los funcionarios de la policía ferroviaria, con las camareras, con los médicos de la enfermería, con los obreros de la construcción que llevaban tres meses excavando una zanja junto a la estación… Nada. Nadie recordaba haber visto a Vica. Otro golpe en falso.
El hombre mayor al que algunos llamaban simplemente Arsén colgó el auricular, reflexionó unos instantes, volvió a descolgar y marcó un número. Al otro lado, nadie contestó la llamada. El hombre se levantó del sillón, entró en la habitación de al lado, donde había otro teléfono, y marcó otra vez el mismo número. De nuevo, la única respuesta que obtuvo fue el sonido del timbre. Arsén sonrió con satisfacción, se puso una gabardina de color verde oscuro con forro de piel de quita y pon, se calzó zapatos de suelas gruesas y salió a la calle. Al dejar atrás dos bocacalles entró en una cabina telefónica, volvió a llamar y, al no obtener respuesta, bajó al metro.
Media hora más tarde estaba sentado en una cafetería de ambiente acogedor y bebía el agua borzhomi. Frente a él, el tío Kolia sorbía cerveza.
– Habrá que darle otro repaso al muchacho aquel -anunció Arsén calmosamente.
– ¿Qué pasa? ¿No le ha cundido una sola lección? -dijo el tío Kolia arqueando las cejas.
– Sí que ha cundido, no te preocupes -sonrió Arsén con aire de superioridad-. Pero tenemos que andar sobre seguro. Creo que pronto va a recibir presiones. Hay que adelantarse a los acontecimientos, por eso más vale recordarle quién es y qué hace en este mundo de nuestros pecados.
– Se lo recordaremos -prometió el tío Kolia, y sonrió con esa peculiar sonrisa suya que hacía relumbrar opacamente sus dientes de hierro.
El hombre a quien actualmente muchos conocían como Arsén, de pequeño respondía a un nombre tan corriente como Mitia, era un niño serio y reflexivo, que sacaba buenas notas y leía mucho. Desde su infancia más tierna sentía un terror irracional ante la posibilidad de ver mermada su integridad física. Tenía pánico al dolor, las inyecciones, las caídas, razón por la que nunca correteaba por la calle, no jugaba a la pelota con otros chicos, ni pretendía revivir con ellos las hazañas de Chapáyev (1), o las algaradas de los bandoleros cosacos, sino que prefería quedarse en casa, resolver problemas de ajedrez y pensar sus pequeños pensamientos.
(1) Héroe de la guerra civil. (N. del T.)
Su infancia coincidió con los años heroicos en que todos los niños soñaban con seguir los pasos de Papanin, Cheliuskin, Chkálov, Lapidevsky y Grómov (2). Mitia no era una excepción. Pero le explicaron que, dadas su fragilidad, falta de preparación deportiva y vista débil, su futuro no se irisaba precisamente con los colores de la gloria. El pronóstico no le causó a Mitia un sufrimiento prolongado, ya que su cerebro, al recibir un nuevo empujón, comenzó a plantearle preguntas hasta entonces inexistentes. ¿Qué gente servía para qué trabajos? Un estibador debía ser fuerte. Un maestro, paciente. Un aviador no podía tener miedo a la altura… Esas preguntas resultaron tan apasionantes que Mitia se dedicó a leer todos los libros sobre psicología que pudo encontrar, libros que por aquel entonces no abundaban. Se hizo conocido en la mayoría de las bibliotecas municipales, cuyos empleados miraban con indisimulado respeto a ese chico con gafas, bajito y delgado, que se pasaba horas interminables sentado en un rincón de la sala, absorto en la lectura de un tratado de edición limitada.
(2) Héroes de la guerra civil y de la segunda guerra mundial. (N. del T.)
Transcurrieron unos años y, cuando Dmitri entró a trabajar en el Departamento de Personal del KGB, se las daba de experto consumado en orientación profesional. Su costumbre de hacer las cosas con sensatez y responsabilidad se extendió al ámbito de su actividad profesional. Solía mantener largas charlas con los candidatos a un puesto laboral y les aconsejaba incluso sobre la subdivisión apropiada para sacar el máximo partido a sus capacidades y dotes innatas. Creía desempeñar un trabajo importante y útil, al ayudar a situar adecuadamente a los miembros de la plantilla de una organización tan sería, y contribuir así al fortalecimiento de la seguridad de la patria.
Un día fue a verle un joven funcionario de la Dirección de la Seguridad del Estado de Moscú, que necesitaba cumplir con este trámite antes de incorporarse en un organismo central, a saber, en el directorio que tenía a su cargo los servicios de inteligencia en el extranjero. Como era su costumbre, Dmitri le explicó las peculiaridades del trabajo fuera de las fronteras nacionales, le subrayó la necesidad de adaptar el comportamiento de uno a las exigencias de la cultura y de las tradiciones del país de destino, particularmente en lo referente a la psicología de la vida cotidiana. Todas las estancias de una embajada tenían micrófonos ocultos colocados por los servicios de inteligencia enemigos, siempre al acecho de la posibilidad de captar a algún ciudadano soviético, por lo que se debía conceder especial atención a problemas familiares. En otras palabras, no discutir con la esposa y, sobre todo y de ninguna manera, pegarle, ya que, al enterarse de las discordias conyugales, el enemigo no tardaría en ofrecerle al empleado de la embajada una seductora amiguita. El candidato al nuevo empleo escuchaba distraídamente y sus réplicas daban a entender que, en su opinión, los consejos del funcionario del Departamento de Personal no valían un pimiento, puesto que en Moscú había cumplido con sus tareas a las mil maravillas y tampoco iba a quedar mal en el extranjero. En cuanto al trato que le daba a su mujer, eso no tenía por qué importarle a nadie.
Para Dmitri fue evidente que ese joven, con su brillante curriculum, sin lugar a dudas trabajador competente, que dominaba a la perfección dos idiomas extranjeros, no valía para el servicio de inteligencia en el extranjero. Podía hacer mucho aquí en Moscú, sumido en la familiar subcultura de la capital, pero al otro lado de la frontera seria un fracaso. No obstante, su intento de compartir sus dudas con el jefe de la subdivisión en la que iba a entrar el candidato fue acogido con malos modos. Le dieron a entender de forma clara e inequívoca que no era más que un oficinista, un peón del tablero de ajedrez, y que su tarea era archivar papelitos y pegar fotografías; y de ninguna manera debía entrometerse en los cometidos operativos, pues la decisión había sido tomada, se habían recogido los vistos buenos pertinentes y lo único que faltaba era formalizarla publicando la orden correspondiente. Esa reacción dejó atónito al inspector del Departamento de Personal. La rabia se le clavó en el alma como un cuchillo oxidado.
Unos días más tarde, el candidato al destino extranjero fue recogido por la policía en estado de grave intoxicación etílica, con un maletín repleto de documentos secretos y sin su pase departamental, que nunca apareció. Fue despedido de forma fulminante de la Dirección de Seguridad y puesto a disposición judicial. Nadie se enteró nunca de que su incorporación en el directorio de la inteligencia en el extranjero se frustró porque Dmitri había dedicado un par de noches a consultar diccionarios médicos y farmacológicos, tras lo cual encontró a ciertas personas y les pagó. El inspector quedó muy contento de que el nombramiento que no creía correcto se fuera al carajo. No se detuvo a pensar en que le había destrozado la vida a un hombre que no le había hecho nada y con el que no tenía enemistad personal. Lejos de esto, experimentó una satisfacción sorprendentemente cosquilleante porque todo había salido según sus deseos. Aquélla fue su primera experiencia de la manipulación de los demás, una experiencia coronada por el éxito. Dmitri comprendió que no necesitaba en absoluto recorrer pasillos o dar puñetazos en la mesa para demostrar que tenía razón. Era posible actuar de otro modo, ideando tretas ingeniosas y estudiando las derivadas del movimiento como si de una partida de ajedrez se tratara, tirando de los hilos invisibles y observando contento cómo los acontecimientos tomaban el curso previsto en el guión creado por uno mismo; aunque sus protagonistas creyeran a pies juntillas que hacían su santa voluntad y actuaban conforme su libre albedrío. Las víctimas no tenían importancia… Eran peones de la partida jugada por alguien más. Por él.
La viuda de Valentín Petróvich Kosar, trágicamente fallecido el día 25 de octubre al ser arrollado por un automóvil sin identificar, era una mujer lozana, de cara agradable y melena castaña exuberante. Recibió al funcionario de la policía criminal con amabilidad pero se notaba que hacía continuos esfuerzos por mantener esa conversación, que le resultaba dura y penosa.
– ¿Acaso tiene algo que ver con la muerte de mi marido? -preguntó extrañada cuando se procedió a interrogarla sobre los sucesos de mediados de octubre.
– No, no tiene nada que ver. No estamos investigando las circunstancias del atropello de su marido.
– Así lo he entendido -suspiró con pesadumbre-. Creo que no las investiga nadie. A nadie le importa un tal Kosar. Si hubiera sido ministro o diputado, no me harían esas visitas sorpresa.
– Entiendo sus sentimientos pero, créame, se equivoca. El atropello lo lleva la dirección del distrito Suroeste, mientras que yo trabajo en Petrovka, en la Policía Criminal de Moscú, y tratamos de resolver otro crimen.
– ¿Qué relación pudo tener con esto Valentín? Era un hombre de honradez fuera de toda sospecha, en su vida se había apropiado de un céntimo ajeno, no habría matado ni a una mosca…
Los ojos se le llenaron de lágrimas pero la mujer se dominó en seguida.
– De acuerdo, adelante con las preguntas.
– El día 10 o 12 aproximadamente, un tal Borís Kartashov le pidió a su marido que le recomendase a un psiquiatra para consultarle en privado. ¿Se lo contó su marido?
– Sí, recuerdo aquella conversación. Le dijo que intentaría encontrar a Máslennikov y, si no lo localizaba, llamaría a otro médico amigo, a Gólubev.
– ¿Le habló Valentín Petróvich sobre el problema de Kartashov?
– Sí. Parece ser que la novia de Kartashov concibió la idea de que alguien quería influir sobre sus actos mediante la radio. No, creo que no es eso… Espere… ¡Ya lo tengo! Decidió que alguien le robaba sus sueños y luego los contaba por la radio. Eso es más exacto.
– ¿Qué pasó luego?
– Valia llamó a Máslennikov en seguida y acordaron la visita. Recuerdo también que Máslennikov dijo que en los dos días siguientes iba a estar muy ocupado, por lo que no podría visitar al amigo de Valia antes del viernes.
– ¿El viernes? ¿No tendrá un calendario a mano?
– Aquí tiene.
La viuda de Kosar le tendió un pequeño calendario que había extraído de la agenda, colocada encima de la mesa. En el calendario estaba marcado con lápiz el día 15 de octubre, un viernes.
– ¿Se acuerda de qué viernes habían hablado? ¿Del quince o del siguiente, el veintidós?
– Lo más probable es que del quince. Sí, seguro -dijo echando una ojeada al calendario-. Lo ve, la fecha está marcada a lápiz.
– ¿Qué significa que esté marcada a lápiz?
– Es el calendario de Valia, lo utilizaba siempre. Marcaba con un color los cumpleaños y otras ocasiones especiales; con otro, las citas, etcétera. Si marcaba una fecha con un lápiz normal, se trataba de un asunto que no le concernía personalmente sino que tenía que pasar el mensaje a alguien más, como ocurrió en el caso de Kartashov. Valia, sabe usted, siempre temía fallarle a alguien o confundir las cosas.
Los ojos volvían a llenársele de lágrimas pero se contuvo.
– ¿Es la libreta de su marido?
– Sí.
– ¿Puede prestármela por un tiempo? Se la devolveré sin falta.
– Si la necesita, llévesela.
– Una pregunta más, si me permite. ¿Siempre se mantuvo al corriente de los asuntos de su marido?
– Por supuesto. Éramos buenos compañeros…
– ¿Tenía muchos amigos?
– Escuche, déjelo, me parte el alma. ¿Qué importancia tiene todo esto ahora? No creerán que le atropelló uno de sus amigos, ¿verdad? Además, me ha dicho que no investiga el atropello…
– No obstante, le ruego encarecidamente que me conteste, ¿tenía amigos con los que compartía todos sus problemas?
– Los compartía con todo el mundo. ¡Era tan abierto, tan campechano!
– Entonces, ¿pudo haberle mencionado a alguien más, aparte de usted, a Kartashov y la enfermedad de su novia?
– Se lo contó prácticamente a todos con quienes habló aquel día. Hasta a su madre. La llamó para preguntarle cómo se encontraba y luego le dijo: «Imagínate, mamá, ¡qué enfermedades tan raras tiene la gente! Esta tarde me ha llamado un hombre…» Etcétera. No sé por qué pero la historia de la novia de Kartashov le impresionó tanto que siguió sacándola a colación durante mucho tiempo.
– ¿No le contó Valentín Petróvich nada más sobre Kartashov?
– No.
– ¿Está segura de que no se le ha olvidado?
– Habrá podido comprobar que tengo buena memoria. Me acuerdo de todo lo relacionado con Valentín. Después de su fallecimiento pensé mucho en los últimos meses, días, horas, como si con esto pudiera resucitarlo. Me daba la sensación de que bastaría con recordarlo todo hasta el último detalle para que regresara…
El Volga beige abandonó la carretera de Kíev y puso rumbo a la avenida Matvéyev. Se detuvo al llegar junto a la Casa de Minusválidos y Ancianos y del coche bajó un hombre corpulento de facciones atractivas y distinguidas. Con andares seguros cruzó el vestíbulo, subió en ascensor hasta la tercera planta, enfiló por el pasillo y, sin llamar, entró en una sala.
– Buenos días, padre.
Desde la almohada le miraron unos ojos vidriosos y lagrimeantes, momentáneamente avivados por una semejanza de sonrisa. Los marchitos labios temblaron.
– Hijito… Hace mucho que no venías.
– Perdóname, padre -dijo el hombre, que acercó una silla a la cama y se sentó-. Cosas de trabajo. He tenido que estar todo el mes fuera para preparar la campaña. Sabrás que dentro de unos días se celebran las elecciones a la Duma. ¿Cómo estás?
– Mal, hijo mío. Ya lo ves, en cama todo el tiempo, ya no me levanto casi nunca. Sácame de aquí, no quiero morir sobre el catre estatal.
– Ya te sacaré de aquí, padre, no lo dudes. En cuanto pasen las elecciones y acaben los jaleos y sobresaltos, te llevaré a casa en seguida.
– Ojalá sea pronto. No viviré para verlo…
El anciano entornó los ojos. Una lágrima se deslizó por la arrugada mejilla y se perdió entre los pliegues de la piel.
– Padre, ¿te acuerdas del año setenta?
– ¿Setenta? Eso fue cuando a ti…
– Eso mismo -le interrumpió el hombre con impaciencia-. ¿Te acuerdas?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo iba a olvidar aquello? ¿Por qué? ¿Han vuelto a molestarte?
– No, no, no te preocupes. Se ha echado tierra a aquel asunto. Pero de todos modos… ¿Quién más crees tú que puede recordar aquello?
– Aquel amiguete tuyo, aquel con quien tú…
– Ya lo sé -volvió a cortarle el hijo-. Pero ¿quién más?
– No se me ocurre nadie más. Batyrov murió hace muchos años. ¿Smelakov? Ése puede que lo recuerde pero no tiene ni idea de qué se trata. No creo que nadie lo sepa excepto yo. ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, por si acaso. Ya sabes que, si mi partido obtiene suficientes votos y me incorporo a la Duma, puede aparecer algún amigo de sacar los trapos sucios a la luz.
– ¿Tienes enemigos, hijo?
– ¿Quién no los tiene en los tiempos que corren?
– Hijo mío, tengo miedo a que te ocurra algo. No deberías meterte en ese infierno, te comerán vivo.
– No temas, padre, saldremos de ésta. Bueno, tengo que irme.
– No me olvides, hijo mío, ven aquí más a menudo, ¿eh? Ya no me queda nadie más en este mundo. Tu madre ha muerto, mi mujer también…
– No te pongas dramático, padre. Tienes otros dos hijos además de mí. Si han salido granujas, la culpa es toda tuya; tú los has criado, les has dado la vida regalada, y ahora que eres viejo te han dejado en la estacada.
– No digas eso, hijo, a qué viene… -La voz del anciano fue apenas audible-: También he hecho mucho por ti, acuérdate.
– Yo sí que me acuerdo -respondió el hijo con dureza-. Por eso vengo a verte. Vale, padre, tú resiste. Dentro de un mes como más tarde te sacaré de aquí.
– Adiós, hijo mío.