CAPÍTULO 6

¿Sería posible escribir una ecuación que diera cabida, sin caer en contradicciones, a los deseos secretos de Borís Kartashov y Olga Kolobova de quitarse de encima a Vica Yeriómina, al misterioso mensaje borrado de la casete del contestador y al incidente sufrido por Vasili Kolobov, del cual al principio no quiso decir nada a nadie y que luego decidió negar? Nastia Kaménskaya, Andrei Chernyshov, Yevgueni Morózov, el estudiante Oleg Mescherínov y Mijaíl Dotsenko, que trabajaba a ciegas, habían hecho todo lo posible, habían interrogado a muchísima gente pero no habían encontrado ninguna prueba de que el pintor Kartashov y su amante Kolobova, tuviesen algo que ver con la desaparición de Vica. Aunque lo cierto era que tampoco obtuvieron pruebas de su inocencia. Comprobar las coartadas semanas después de que sucedieran los hechos seria una misión, casi con toda seguridad, infructuosa, sobre todo al tratarse de los siete días de una semana entera. «¿Dónde, pues, pasaste aquella semana, Vica Yeriómina antes de que te estrangularan? ¿Por qué había sobre tu cuerpo señales de golpes realizados con una gruesa cuerda? ¿Te pegaron, te torturaron? Se diría que, en efecto, estabas enferma y caíste en manos de un cabrón que se aprovechó de tu mal y luego te mató. Lo único que no queda claro es aquel mensaje…»

Una vez sentada en la sección medio vacía de fumadores del avión que cubría el trayecto de Moscú a Roma, Nastia se enfrascó en las lentas reflexiones. En el aeropuerto, al registrar su billete, fue la única de toda la delegación en pedir asiento en la sección número cuatro, la de fumadores, y ahora se congratulaba por haberlo hecho, pues había pocas butacas ocupadas, se había librado de las chácharas de los compañeros y podía aprovechar las tres horas y media del vuelo para pensar.

Empecemos por Vasili Kolobov. En el curso del segundo interrogatorio negó tajantemente el hecho de la paliza, alegando haberse caído por la escalera mientras estaba borracho. Su mujer, sin embargo, se mostró igual de tajante al afirmar que alguien le había pegado, y añadió que tenía la certeza por la circunstancia de que, al llegar a casa, Vasili se tumbó en la cama, apretó las manos contra el vientre, se dobló y murmuró: «Hijos de puta. Cabrones.» Todos ellos, incluyendo al estudiante y a Nastia, se habían turnado intentando hacer «cantar» al tozudo de Kolobov pero no sirvió de nada. Se había caído y eso era todo. Interrogarle había sido una pérdida de tiempo. Pero pudieron observar que, cuanto más se obstinaba Vasili en negar que alguien le hubiera pegado, tanto más le turbaba la menor mención de la amiga de su mujer, Vica. Al final decidieron comprobar si el mujeriego vendedor de cigarrillos de importación había tenido con Vica una historia romántica de la que nadie se enteró. ¿Podría ser que este caso fuera en realidad muy sencillo y el motivo del asesinato no fuera otro que los celos? Como hipótesis, tenía visos de viabilidad. En ese caso, el mensaje borrado pudo haberlo dejado Vica, con la intención de informar de que se marchaba a alguna parte junto con Vasili. A juzgar por lo que sabían del carácter de la muchacha, no tendría inconveniente en decírselo a Borís. Una vez cometido el asesinato -con toda probabilidad por Kolobov-, Borís y Olga adoptaban la decisión de no delatar al asesino. Dios sabía qué razones tendrían… Lo importante era que la muerte de Vica resolvía sus problemas personales: el pusilánime de Borís ya no tenía que devanarse los sesos sobre el modo de decirle adiós a Yeriómina y a Lola se le brindaba una oportunidad de formar una familia normal casándose con el pintor; en particular porque los dos deseaban tener hijos. El mensaje de la casete encajaba en esta ecuación, pero ¿qué tenía que ver con todo esto la paliza de Kolobov? ¿Nada tal vez? ¿No guardaba la menor relación con el asesinato y no se debía confundir el tocino con la velocidad?

– ¿Conoce Roma? -dijo a su derecha una voz agradable que hablaba un inglés fuertemente acentuado.

Nastia volvió la cabeza y se encontró con la mirada de un joven embutido en un jersey blanco que se sentaba al otro lado del pasillo. Estaba mirando con una sonrisa la guía Michelín de Roma, que ella había encontrado en el piso de sus padres y ahora tenía sobre las rodillas. Nadezhda Rostislávovna había traído esta guía de su primer viaje a Italia, hacía ya muchos años.

Reconoció por el acento que el joven era italiano. A duras penas venció la tentación de contestarle en inglés. «No puedo ir dándole más largas -pensó-. De todas formas tendré que hablar italiano, así que más me vale empezar ahora.» Se sentía segura de su dominio del inglés y el francés, idiomas que utilizaba con frecuencia y de los que hacía muchas traducciones, sobre todo durante las vacaciones, para tapar las brechas que éstas abrían en su presupuesto. En cambio, el italiano, que de pequeña sabía bastante bien gracias a los empeños de su madre, hacía tiempo que permanecía guardado, como a ella misma le gustaba decir, en el cajón más inaccesible de la mesa, abocado al desuso, por lo que a Nastia le daba un poco de miedo hablarlo. No obstante, se atrevió.

– Puede hablarme en italiano -pronunció luchando con la timidez y muy pendiente de vocalizar bien-. Pero no muy de prisa.

El joven sonrió con comprensión y, sin ocultar su deleite, le habló en su lengua materna. Llevaban charlando unos veinte minutos cuando en el salón entró, cigarrillo en ristre, el jefe de la delegación Yakímov. Ocupó el asiento situado justo delante de Nastia, hizo chasquear el mechero, expulsó el humo y se giró hacia ella apoyándose en el brazo del sillón.

– ¿Conque autosegregándote de la causa colectiva? -bromeó-. Veo que ya te ha salido un noviete. Ojito con hacer tonterías, ¿vale?

Yakímov le caía bien a Nastia. No tenía la tendencia dictatorial ni la soberbia de quien ha viajado mucho por el extranjero y se siente superior a los ciudadanos soviéticos de a pie que salen del país por primera vez y, por lo general, no sabían ni cómo andar por la calle. Contaba gustoso sus propias experiencias y daba consejos inapreciables que Nastia, tras visitar a su madre en Suecia, reconoció como válidos y oportunos.

– ¿Qué programa tenemos? -le preguntó a Yakímov.

– De diez a seis nuestros colegas italianos se ocupan de nosotros, a partir de las seis nos divertimos solos. Tendremos libres el miércoles y el sábado, podrás ir de compras si te apetece. ¿Qué te interesa en concreto?

– Quería ver a mi madre. Me ha prometido estar en Roma el jueves.

– No hay problema. A partir de las seis eres dueña de tus actos, yo por mi parte no tengo nada que objetar. Por si acaso, ten en cuenta que dos de la delegación ya se han enterado de que sabes idiomas y piensan hacer valer su derecho de superiores en el rango y ficharte para sus excursiones a las tiendas. De manera que, cuando decidas recuperar la libertad, házmelo saber e intentaré pararles los pies.

Yakímov apagó el cigarrillo y regresó al salón delantero, donde viajaban los demás miembros de la delegación: dos generales (uno, enviado por el ministerio; el otro, por la DGI de Moscú), el jefe de la Dirección del Interior de un distrito de Moscú y dos funcionarios de la Dirección General de la Policía Criminal.

– Jamás habría dicho que es rusa. Estaba convencido de que era inglesa -volvió a hablar el joven del jersey blanco.

Nastia sonrió para sus adentros. No era de extrañar que la hubiese tomado por inglesa: delgada, pálida, nada llamativa, de facciones finas, cara inexpresiva, y tal vez por eso también fría; en efecto, daba la imagen perfecta de la típica solterona de las novelas clásicas británicas. En todo caso, su físico no tenía nada en común con la idea arraigada de las hermosísimas mujeres rusas.

– ¿Quiere decir que tengo el aspecto característico de las inglesas?

– No, simplemente habla italiano con acento inglés.

– ¿Qué me dice? -se asombró Nastia-. Nunca lo habría pensado.

Decidió prestar más atención a la pronunciación de su afable interlocutor e intentar imitarla. Tenía un oído excelente, la madre la había acostumbrado a asimilar lenguas extranjeras desde su infancia más tierna, gracias a lo cual su forcejeo con el acento inglés fue coronado por el éxito poco antes de que el avión aterrizase. El joven italiano apreció en justa medida los esfuerzos lingüísticos de Nastia y al despedirse observó:

– Ahora habla como una italiana que ha vivido demasiado tiempo en Francia.

Los dos se rieron al unísono.

– ¿Tengo un nuevo acento?

– Con el acento ya no hay problema pero ha empezado a construir las frases como una francesa.


Los instalaron en un pequeño y sosegado hotel católico situado encima de una colina, cerca de la embajada rusa. Nastia se alegró al enterarse de que se podía ir andando desde el hotel hasta la basílica de San Pedro y que se tardaba unos veinte minutos.

Yakímov le había informado bien. A las seis de la tarde, la jornada laboral de los italianos terminaba y la delegación rusa quedaba abandonada a su suerte. Allí nada se acercaba a la famosa hospitalidad rusa: todo cuanto sus anfitriones les ofrecieron en los seis días de estancia fueron una visita de la ciudad y un almuerzo con los representantes del ministerio. Se les enseñó el funcionamiento de los servicios y divisiones policiales, se contestó a sus preguntas y se les mostró una serie de películas educativas.

A Nastia todo esto le venía de perlas. Comía al volver al hotel y a las siete cambiaba la falda por unos tejanos y los zapatos por las queridas bambas, se ponía la chaqueta de cuero en cuyo bolsillo guardaba la guía de la ciudad y salía a dar una vuelta. El miércoles, su día libre, Nastia se marchó del hotel después del desayuno, que se servía a las siete y media. No había dicho ni una palabra de sus planes a nadie excepto a Yakímov y procuró escabullirse antes de que alguien le pidiese ayuda para ir de compras, ya que ni un solo miembro de la delegación, salvo ella misma y el jefe, sabía inglés, y mucho menos italiano. Nastia consiguió lo que se proponía y se pasó el día deambulando por la ciudad, admirando sus edificios y esculturas, zigzagueando entre el flujo continuo del tráfico, sin dejar de sorprenderse con lo atentos y respetuosos que los conductores se mostraban con los peatones.

El sol de diciembre calentaba todavía pero, a pesar de que hacía diecisiete grados sobre cero, muchas mujeres llevaban abrigos desabrochados de zorro azul y visón.

En todas partes la asaltaba el olor a café, que llegaba de los innumerables pequeños bares y cafeterías. Durante las dos primeras horas encontró valor para resistirlo pero luego estimó sesudamente que de todas formas debería sentarse a descansar y que el dinero del que disponía no le iba a alcanzar para comprar nada especial, así que economizar no tenía ningún sentido. No se privó de ese placer y de tarde en tarde se sentaba a la mesita de una u otra terraza. Hacia la noche, y a pesar de la guía, se las arregló para perderse, caminó un buen rato a lo largo de un muro de piedra y sólo al encontrarse en un lugar familiar se dio cuenta de que había dado una vuelta alrededor del Vaticano.


El jueves 16 de diciembre Nastia cruzó la columnata que rodea la basílica de San Pedro, salió a la plaza y en seguida vio a su madre. Nadezhda Rostislávovna, guapa, esbelta y arrolladoramente elegante, charlaba con un hombre alto y canoso, volviéndose cada poco para mirar a su alrededor.

La madre y la hija se abrazaron y se besaron.

– Quiero presentarle a mi hija Anastasia -dijo en inglés la profesora Kaménskaya-. Mi colega, el profesor Kuhn.

– Dirk -se presentó Kuhn estrechando la mano de Nastia.

«Vaya con mamá -se admiró en silencio Nastia-. Se ha traído a su novio, hay que tener agallas. Por lo demás, ¿cómo no iba a tenerlas? ¿Seguro que no iba a cortarse por mí? Qué risa. Me gustaría saber quién ha de aprobar a quién en este cásting, él a mí o yo a él. Pero ¡qué guapa está! ¿Por qué no habré salido a ella?»

Dirk tenía el pelo cano, cara de niño y mucha alegría bailándole en los ojos amarillo verdosos. Hablaba algo de ruso y, aunque a duras penas, sabía hacerse entender en sueco, por lo que la conversación de los tres fue una divertida mezcolanza lingüística.

Aquella primera noche estuvieron hasta las tantas en un restaurante elegido por el simpatiquísimo profesor, que conocía Roma hasta el último rincón. Nastia ya no recordaba la última vez que se había reído tanto. Se sentía a gusto en compañía de su madre y del amigo de ésta, sus temores habían resultado vanos. Tras superar la barrera de turbación durante su encuentro con el padrastro y su nueva pareja, afrontar la situación similar protagonizada por su madre no le supuso a Nastia alteraciones emocionales de ningún tipo. La madre estaba feliz, Dirk la miraba con exultante adoración… ¿qué tenía esto de malo mientras todos estuvieran contentos?

– Mañana vamos a la ópera, he comprado las entradas -dijo al despedirse Nadezhda Rostislávovna-; y el sábado, a la capilla Sixtina. No se te ocurra quedarte dormida, sólo abre para los visitantes hasta las dos.

– Me alegra saber que Nadine tiene una hija tan estupenda -observó con una sonrisa encantadora Dirk Kuhn.

Nastia regresó al hotel satisfecha y en paz consigo misma. Los temores, que llevaban meses corroyéndola, a que su familia se desmoronara ahora le parecían vacíos y carentes de fundamento. La gente tenía todo el derecho a ser feliz, siempre que no fuera a costa del sufrimiento ajeno.

Si Nastia Kaménskaya hubiera sabido qué cambio tan brusco se iba a producir en su vida sólo tres días más tarde, si hubiera podido vislumbrar lo inverosímilmente lejanas y fantasmagóricas que iban a parecerle esas «vacaciones en Roma» desde las profundidades del terror y la tensión nerviosa que la atraparían nada más que tres días más tarde, probablemente se habría preocupado por recordar mejor y por retener aquella sensación de entusiasmo y paz anímica que la había invadido aquella noche en la Ciudad Eterna. Pero Nastia, como cualquier hijo de vecino en trance de experimentar la felicidad, asumió con tremenda soberbia que aquello iba a durar siempre.

Se equivocaba.


El sábado, al salir de la capilla Sixtina, la madre les propuso dar una vuelta por la feria del libro.

– Quiero ver si tienen algunos libros que necesito y que me han encargado mis amigos. Ven con nosotros, te gustará.

Una vez en la feria, se separaron. La madre y Dirk fueron a buscar las publicaciones que les interesaban, y Nastia se quedó delante de las casetas encima de las cuales unas letras enormes anunciaban: «El best-seller europeo.» Se entretuvo en mirar las cubiertas multicolores, en leer los textos de las solapas, en sacar conclusiones: «Este libro lo leería si tuviera tiempo, y éste también, y éste… En cambio, esta clase de novelas no me gusta nada.» Al acercarse a la caseta de turno, sintió que la tierra se le iba debajo de los pies. Justo delante de ella había un libro titulado La sonata de la muerte, de un tal Jean-Paul Brizac. Sobre la lustrosa portada había cinco rayas de un rojo sangriento que imitaban el pentagrama y una clave de sol de color verde claro.

Tras recuperar el sentido, Nastia cogió el libro y clavó la vista en el comentario de la contraportada. «Jean-Paul Brizac -rezaba aquél- es una de las figuras más enigmáticas de la literatura europea contemporánea. Ni un solo periodista ha conseguido entrevistar a este autor de más de una veintena de best-sellers. Una intriga tensa, la confrontación entre el bien y el mal, los lados oscuros de la naturaleza humana, todo esto está presente en la obra del misterioso anacoreta que no se deja fotografiar y se comunica con el mundo exterior por mediación de su agente literario.»

Miró con atención a la mesa de la caseta y descubrió otros libros de Brizac en alemán, francés e italiano. Vio a lo lejos a su madre y se abrió paso entre la muchedumbre.

– Mamá, ¿puede uno comprar estos libros que hay aquí?

– Claro que sí. ¿Has encontrado algo interesante? Vamos allá, te lo compraré, en cualquier caso no tendrás dinero suficiente, todo lo que venden aquí está por las nubes.

– Pero necesito muchos… -dijo Nastia indecisa.

– Entonces, compraremos muchos -contestó la madre con calma.

Nastia no conocía el alemán y se limitó a seleccionar libros de Brizac en francés e italiano.

– ¿Para qué los quieres? -Nadezhda Rostislávovna torció el gesto, despectiva-: ¿Es que piensas leerte esas sandeces?

– Bueno… Siento curiosidad -fue la reticente respuesta de Nastia-. Un escritor anacoreta, los lados oscuros del alma humana… Sí, me parece curioso.

La madre no ocultó que desaprobaba el interés de la hija en el best-seller europeo y, al pagar el importe nada desdeñable de la compra, dejó caer:

– Se pueden comprar libros de Brizac en cualquier quiosco de las estaciones de trenes o en el aeropuerto, y a un precio mucho más razonable, por cierto. También tienen más títulos.

Según Nadezhda Rostislávovna, Jean-Paul Brizac era un escritor popular pero superficial. Sus libros tenían buena acogida entre un público poco exigente, que los compraba encantado para leerlos durante un viaje, por lo que se publicaban sobre todo en rústica, en formato de bolsillo. Pero una observación de la madre captó la atención de Nastia:

– No hace más que seguir la moda. Sabes, desde hace unos años todo lo ruso despierta mucha expectación. Además, ahora hay cada vez más emigrantes. Brizac tiene un ciclo de novelas sobre Rusia que, imagínate, gozan de gran demanda por parte de la emigración rusa. Te diré una cosa, quien quiera que sea ese anacoreta, apuros no pasa. Sus libros se publican con tiradas descomunales, y escribe de prisa.

– ¿Has leído algo suyo? -preguntó Nastia esperanzada.

– No soy emigrante. Y tampoco aficionada a los thrillers. No entiendo quién te habrá contagiado el mal gusto.

– Pero, si no has leído sus libros, ¿cómo sabes que son malos? -preguntó Nastia, que se sintió un poco herida en su amor propio con esos desaires al autor.

– Me basta con las opiniones de la gente cuyo buen gusto me merece plena confianza. Además, no sostengo que sean malos. Sólo sé que la buena literatura es fruto de un trabajo de años. Y ese Brizac tuyo produce cinco creaciones inmortales al año o quizá más.

– Mamá… -preguntó Nastia pensativa-, ¿no podría ser que ese Brizac sea emigrante ruso?

– Es poco probable -dijo categóricamente Nadezhda Rostislávovna, que hojeaba distraídamente una de las novelas que habían comprado-. Sólo un nativo puede dominar así el francés. Es suficiente leer dos o tres párrafos para verlo. Por lo demás -añadió pasando la vista por una página abierta al azar-, tiene buen vocabulario, un lenguaje incisivo, en sus diálogos hay vida, las metáforas son interesantes… Tal vez, de veras no sea mal escritor. Pero es un francés nacido en Francia, no te quepa la menor duda.


Al día siguiente, Nastia, junto con toda la delegación, regresó a Moscú. En el avión leyó La sonata de la muerte esperando atisbar una mínima pista, una sugerencia infinitesimal de la explicación para la increíble coincidencia entre el dibujo de la portada y el que Borís Kartashov había bosquejado siguiendo las indicaciones de la difunta Yeriómina. Fuese como fuese, ahora Nastia estaba completamente segura de una cosa: Vica no había padecido de ningún trastorno mental. Era cierto que pudo haber oído por la radio la descripción de su sueño, pues muchas emisoras de radio occidentales que transmitían en ruso incluían en su programación fragmentos de las novedades editoriales. La idea de que alguien quisiera influir sobre su comportamiento desde una emisora de radio no era engendro de una imaginación enferma. Pero ¿cómo explicar la coincidencia entre ambos dibujos? ¿Una coincidencia completa, hasta el último detalle, hasta el color verde claro de la clave de sol?

Por supuesto, la explicación más fácil, la más lapidaria, sería la siguiente: Vica oye por la radio un trozo de La sonata de la muerte (Nastia sabía incluso cuál exactamente). Luego se lo cuenta sin omitir detalle a Borís, que lo dibuja tal y como su amiga se lo relata. Si después de esto tiene una pesadilla, es posible que guarde un remoto parecido -o tal vez ninguno- con lo que narra La sonata y representa el dibujo de Kartashov. Algún desajuste debe de producirse en la cabeza de Vica y le parece que… Pero entonces habría que reconocer que, en efecto, estaba enferma. No, esto tampoco cuadraba, volvía a encontrarse en un atolladero…

El día anterior el caso del asesinato de Yeriómina adolecía de falta de información y ahora, en un periquete, se había embrollado más allá de lo imaginable.

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