CAPÍTULO 2

Era la primera vez que Nastia entraba en el despacho del juez de instrucción de la Fiscalía de Moscú Konstantín Mijáilovich Olshanski. Hacía tiempo que se conocían pero hasta ahora sólo se habían visto en Petrovka, adonde Olshanski acudía con frecuencia. Era un hombre inteligente, un juez con experiencia, competente, concienzudo y valiente, pero por algún motivo, Nastia no acababa de simpatizar con él. Había intentado explicarse su actitud más de una vez pero seguía sin comprender las causas de esa falta de simpatía por Olshanski. Es más, sabía que inspiraba ese mismo reparo a mucha otra gente, aunque todos le reconocían su profesionalidad y competencia.

A primera vista, Konstantín Mijáilovich era la fiel imagen del perdedor patoso: mirada contrita, americana arrugada; se pusiera la corbata que se pusiera, todas llevaban la inevitable mancha de origen incierto; zapatos casi siempre sin limpiar, gafas de montura monstruosamente anticuada. Además, la mímica de Olshanski no podía ser más viva, pues el hombre no controlaba sus facciones, en particular, cuando estaba escribiendo algo. Un observador extraño tenía que luchar por contener la risa al observar sus increíbles muecas y la punta de la lengua, que asomaba entre los labios. Al mismo tiempo, el juez podía mostrarse brusco y descortés, aunque no ocurría a menudo: por extraño que pareciera, se portaba de esta forma casi exclusivamente con los expertos forenses. Su pasión por la criminología rayaba en locura, leía todas las novedades sin despreciar ni las tesis doctorales, ni los materiales de conferencias sobre las aplicaciones prácticas de la ciencia. Durante sus visitas al lugar de un hecho criminal tenía a los expertos literalmente amargados imponiéndoles requisitos inimaginables y planteándoles preguntas de lo más inesperado.

El despacho de Olshanski era un reflejo fiel de su propietario: la superficie abrillantada de la mesa auxiliar estaba cubierta de marcas circulares dejadas allí por vasos de té caliente; la mesa principal rebosaba de papeles y cachivaches en desorden, la pantalla de plástico de la lámpara de sobremesa estaba, a su vez, empantallada por una capa de polvo secular, que había cambiado su color de verde claro a gris opaco. En una palabra, a Nastia no le gustó el despacho.

Olshanski la recibió con amabilidad pero en seguida le preguntó sobre Lártsev. Vladímir Lártsev y Misha Dotsenko eran quienes, durante los primeros nueve días, del 3 al 11 de noviembre, habían sido puestos a la disposición del juez de instrucción para colaborar con él en la investigación del asesinato de Victoria Yeriómina, y Konstantín Mijáilovich esperaba ver a uno de ellos. En el departamento de Gordéyev, todos sabían que Olshanski tenía a Lártsev en gran estima y reconocía su habilidad para los interrogatorios, por lo que solía encargarle que hablara con los testigos y encausados y siempre subrayaba que, cuando era Volodya quien realizaba ese trabajo, los resultados obtenidos eran muy superiores a los suyos propios.

– Estos días Lártsev está ocupado -contestó Nastia reticente-. El caso de Yeriómina lo llevo yo.

Había que reconocerlo: si la noticia decepcionó al juez, supo disimularlo. Extrajo de la caja fuerte el expediente penal y le ofreció a Nastia un asiento junto a la mesa auxiliar.

– Léelo. Tengo que terminar de redactar un sumario. Dentro de cuarenta minutos necesito asistir a un careo y no me quedará más remedio que echarte. Procura que el tiempo te alcance.

El expediente contenía pocos documentos. El dictamen del experto forense: la causa de la muerte, asfixia causada por el estrangulamiento realizado, lo más probable, mediante una toalla (habían sido detectadas partículas de las fibras del tejido en los bordes finos de un pendiente en forma de flor de cinco pétalos). En el cuerpo de la víctima se observaban numerosos hematomas en la zona del pecho y de la espalda, producidos por golpes asestados con una cuerda gruesa o con un cinturón. La aparición de dichos hematomas estaba fechada entre dos días y dos horas antes del fallecimiento.

El protocolo del interrogatorio del jefe de Yeriómina, el director general de la empresa, hacía constar: Vica bebía mucho pero acudía al trabajo sin falta. Naturalmente, a veces salía con alguna extravagancia, como no podía ser menos tratándose de una alcohólica. Por ejemplo, podía marcharse fuera dos o tres días en compañía de un hombre desconocido. Pero aun en estos casos Yeriómina nunca olvidaba pedirle permiso a su jefe, al cual le explicaba sin inhibiciones para qué necesitaba esos dos o tres días. Últimamente se la veía muy cambiada, se había vuelto taciturna, imprevisible, a menudo sus respuestas no tenían nada que ver con las preguntas que se le hacían, o se quedaba con la mirada clavada en el vacío sin oír lo que se le decía. Daba la impresión de padecer alguna enfermedad grave.

Protocolo del interrogatorio de Borís Kartashov, novio de Yeriómina: «Estoy absolutamente convencido de que Victoria estaba enferma. Hace un mes más o menos concibió la idea de que alguien se conectaba con ella por radio y le robaba sus sueños. Intenté convencerla para que consultase con un psiquiatra pero se negó en redondo. Entonces, por iniciativa propia, hablé con un médico, el cual expresó su certidumbre de que Vica padecía psicosis aguda y debía ser hospitalizada de inmediato. Pero Vica desoyó mis consejos. A veces se portaba con una ligereza extrema, entablaba amistad con gente que no conocía de nada e intimaba con sujetos sospechosos, sobre todo en períodos de borracheras prolongadas. A veces desaparecía durante varios días para pasarlos con el amante del momento. Un viaje de trabajo me obligó a salir de Moscú el 18 de octubre, regresé el día 26 y me puse a buscar a Victoria, temiendo que, dada su enfermedad, pudiese haberle ocurrido una desgracia. No tenía noticia de que pensara marcharse fuera. No me había dejado mensaje alguno.»

Protocolo del interrogatorio de Olga Kolobova, amiga de Yeriómina: «Conozco a Vica de toda la vida, nos hemos criado juntas en un orfanato. Por supuesto, también conozco a Borís Kartashov. Hace un mes aproximadamente, Borís me dijo que Vica estaba enferma, obsesionada con la idea de que alguien utilizaba la radio para robarle sus sueños. Borís me pidió que hablara con Vica, que la convenciera de que tenía que consultar a un médico. Vica dijo que ni hablar, que se encontraba perfectamente bien. Cuando le pregunté si era cierto lo que le había contado a Borís, que alguien le robaba los sueños, confirmó que así era. Hablé con Vica por última vez la noche del 22 de octubre, la llamé a casa alrededor de las once. Quedamos en vernos el domingo. No he vuelto a ver a Yeriómina o a hablarle.»

Protocolo del interrogatorio del doctor en medicina Máslennikov, médico psiquiatra consultado por Kartashov: «Sí, hace dos o tres semanas, a mediados de octubre, Borís Kartashov me pidió opinión sobre el estado de una amiga suya que manifestaba ciertas ideas fijas. Los síntomas que me describió permitían concluir que la joven estaba a punto de sucumbir a un trastorno gravísimo y debía ser ingresada sin tardanza. Estados similares al suyo son conocidos bajo el nombre de síndrome de Kandinsky-Clerambault. Los enfermos afectados por una psicosis aguda pueden ser extremadamente peligrosos, ya que empiezan a oír voces y esas voces pueden ordenarles cualquier cosa, hasta matar a un transeúnte anónimo. Esos enfermos corren igualmente el riesgo de ser víctimas de un crimen, debido a su incapacidad de valorar correctamente las situaciones, sobre todo si en ese momento interviene la voz para darles un "consejo". Le expliqué a Kartashov que no se podía ingresar a su amiga sin el consentimiento de ésta, a menos que sus problemas psíquicos afectasen su comportamiento de forma grave y quedase detenida por la policía. Kartashov me contó que se negaba categóricamente a dejarse examinar por un especialista y que creía gozar de buena salud. Lamentablemente, en casos así, uno no puede hacer nada, ya que la hospitalización forzosa está reservada, como ya he dicho, a conductas anómalas que fuercen la intervención de la policía.»

Había unos cuantos protocolos más que incluían las declaraciones de los empleados de la empresa donde trabajaba Yeriómina, así como las de los amigos de la víctima y de Kartashov. Estos protocolos no le descubrieron a Nastia nada nuevo. Luego vio una hoja con la lista de locales, junto con sus direcciones, donde Victoria acostumbraba a acudir a tomarse un trago. La lista llevaba grapados seis informes según los cuales en el período del 23 de octubre al 1 de noviembre en aquellos locales nadie había visto a Yeriómina. Faltaban por comprobar dos direcciones más.

Nastia cerró el expediente y miró a Olshanski. El juez, sentado de espaldas a Nastia y encorvado sobre una silla incómoda, escribía rápidamente a máquina.

– ¡Konstantín Mijáilovich! -le llamó.

El hombre se volvió hacia ella con brusquedad, empujando con el codo una pila de papeles que se erguía sobre la mesa. Los documentos se desparramaron por la mesa y algunos cayeron al suelo. Sin embargo, a Olshanski su propia torpeza no pareció preocuparle lo más mínimo.

– Dime -contestó con calma, como si nada hubiera ocurrido, mientras se quitaba las gafas y con saña frotaba sus cristales con los dedos.

– Tengo que hacerle tres preguntas. Una tiene que ver con el caso y las otras dos no.

– Empieza por las que no tienen que ver con el caso -dijo el juez, campechano, ladeando la cabeza como lo hacen los pájaros y frotándose el puente de la nariz.

Como todos los miopes, sin las gafas parecía desorientado e indefenso. Se había producido un cambio imperceptible, y de pronto Nastia se dio cuenta de que Olshanski tenía un rostro sorprendentemente bello y unos ojos bordeados por pestañas largas como las de una muchacha. Los gruesos cristales de sus gafas de miope le empequeñecían los ojos, y la montura, mil veces rota y remendada, manchada por el pegamento, afeaba al juez hasta volverle irreconocible.

– ¿Le alcanza su sueldo?

– Según para qué -respondió Olshanski encogiéndose de hombros-. Para no morirme de hambre en un arroyo, para esto sí que alcanza, hasta me sobra. Pero para sentirme a gusto, en absoluto.

– ¿Qué es para usted «sentirse a gusto»? -siguió indagando Nastia.

– ¿Para mí personalmente? ¡Tienes un morro, Kaménskaya! Te lo diré y tú me meterás los dedos en la boca. Querrás que te cuente cuáles son mis gustos, aficiones, pasatiempos favoritos, problemas familiares y sabe Dios qué más. ¿A qué viene esto? ¿Qué eres, mi madrina, mi hermana, mi mejor amiga? Pasa a la segunda pregunta.

El juez le había contestado con malos modos, sin disimularlos, pero, al mismo tiempo, con una amplia sonrisa en los labios que dejaba a la vista una dentadura sana y deslumbrante. No había manera de comprender si estaba enfadado o bromeaba.

– No le agrada que yo lleve el caso de Yeriómina en vez de Lártsev, ¿verdad?

La sonrisa de Olshanski se hizo más amplia aún pero tardó en contestarle.

– Me gusta trabajar con Volodya, es un profesional de primera, un gran especialista. Le tengo una enorme simpatía. Disfruto cuando me toca tratar con él, disfruto como juez de instrucción y como ser humano. En lo que se refiere a ti, Anastasia, no había trabajado contigo nunca y apenas te conozco. Gordéyev prodiga elogios sobre ti pero para mí son un sonido hueco. Acostumbro a formar mi propia opinión de la gente. ¿Estás satisfecha con mi respuesta?

– A decir verdad, no. Pero ¿no habrá otra?

– No.

– Entonces, la pregunta número tres: ¿dónde está aquel empresario que acompañó a Yeriómina hasta su casa el viernes 22 de octubre, después del banquete?

– Desgraciadamente, se marchó a casa, a Holanda. Pero todo indica que nunca entró en el piso de Yeriómina. ¿Has leído el protocolo del registro del piso?

– No me ha dado tiempo. Sólo he leído las declaraciones de los testigos. Y el protocolo del interrogatorio de ese empresario no está. ¿No fue interrogado?

– No. Se fue antes de que encontraran el cadáver y abrieran el expediente. Pero cuando empezaron a buscar a Yeriómina seguía en Moscú, y el director general le llamó y le preguntó sobre la chica. Así que sólo sabemos lo que ocurrió la noche del 22 de octubre por las palabras del jefe de Yeriómina. De todos modos, de las huellas dactilares encontradas en el piso, ninguna pertenece al empresario en cuestión.

– ¿Cómo han podido determinarlo? ¿Con qué las han comparado? -se extrañó Nastia.

– Con las que estaban en los documentos que ese caballero ricachón había firmado.

– Esos documentos ¿se los presentó el director general?

– Exactamente.

– Esto deja que desear -dudó Nastia.

– Esto deja que desear -convino en seguida Olshanski-. Pero tal vez te consuele saber que el señorito de marras llamó a las 22.30 horas de aquella noche desde el hotel Balchug a París, de lo cual hay constancia en el registro de la centralita. Recordarás que hacia las once de la noche, Yeriómina estaba sana y salva y charlaba con una amiga por teléfono. Además, es poco probable que el holandés tenga que ver con el asesinato, ya que la mataron, como más pronto, el 30 de octubre. Por supuesto, sería bueno interrogarlo pero, como entenderás, es mucha historia. Hay que actuar a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, la embajada, etcétera, y, encima, hay grandes posibilidades de que no se encuentre en Holanda sino de viaje por algún asunto de negocios. No vamos a correr detrás de él de país en país.

– Konstantín Mijáilovich, ¿quiere que investigue sus hipótesis o que piense por mi cuenta?

– Pero si yo de momento sólo tengo dos hipótesis. Según la primera, el asesinato de Yeriómina está relacionado con algún negocio sucio de la empresa. Según la segunda, de veras era una enferma mental y fue víctima de un cabrito que se le cruzó en el camino. Todavía no hemos empezado a trabajar con la primera y sí hemos avanzado mucho en la verificación de la segunda, pero, por desgracia, no hemos obtenido resultados. No se ha podido detectar rastro alguno de los movimientos de la víctima en los días que separan su desaparición del hallazgo del cadáver.

– ¿Y cuál es, a su modo de ver, mi tarea? -preguntó Kaménskaya.

– Quiero que busques algún otro modo de trabajar con la segunda hipótesis. Quiero que pienses dónde y cómo podemos detectar alguna huella de la presencia de Yeriómina partiendo del supuesto de que, en efecto, estaba afectada por una psicosis aguda. Habla con los especialistas, consulta a los psiquiatras, averigua qué comportamiento tiene el enfermo en ese estado, intenta imaginar adonde y para qué pudo haber ido la chica.

– ¿Y la primera hipótesis? ¿La de los tejemanejes de la empresa?

– Anastasia, ¡eres de lo que no hay, lo juro! -dijo Olshanski agitando las manos-. ¿Es que crees que podrás hacer las dos cosas al mismo tiempo? Quiero que trabajes con la hipótesis que te parezca más prometedora en vista de lo que dicen los materiales del expediente. Si eres capaz de ocuparte a la vez de, la otra, podré darme con un canto en los dientes. Pero te seré sincero, no me parece factible mientras trabajes sola. ¿Piensa Gordéyev asignar a alguien más al caso? ¡Dónde se ha visto que una sola persona lleve un asesinato!

Nastia meditó su respuesta al juez para no dejar en mal lugar a su superior, el Buñuelo. En efecto, no iba a contarle a Olshanski que Gordéyev tenía en su poder cierta información de que uno de los detectives era un indeseable y por esta razón no había querido encomendar el caso a nadie más que a ella, Nastia, ya que podían estar en juego los intereses de la mafia. Pero por fortuna, Konstantín Mijáilovich no deseaba aclarar las intenciones del jefe del Departamento de la Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves. Había expresado su indignación y dio el asunto por zanjado. Sobre todo porque ya era hora de acudir al mencionado careo.


Mirando al suelo para no hundirse en algún charco hasta los tobillos, Nastia Kaménskaya caminaba lentamente mientras se dirigía desde la parada de autobús hacia su casa. Últimamente se cansaba mucho, ya que, acostumbrada como estaba a trabajar sentada en su despacho, de repente tenía que desempeñar las tareas normales de un funcionario de la policía criminal: recorrer Moscú de punta a punta en busca de direcciones y personas, hablarles y a menudo convencerles para que le prestaran atención y, cuando tocaba hacerles preguntas, implorar y suplicar para que respondieran. Qué remedio, casi a nadie le gustaba hablar con la policía.

El resultado de todos estos esfuerzos de Nastia fue deplorable: se hubiese dicho que después del 22 de octubre a Yeriómina se la había tragado la tierra. No la había visto ninguno de los habituales amiguetes con los que solía reunirse para charlar o para emborracharse. Se trataba de un círculo reducido pero, excluyendo ese núcleo fijo, existía un número amplio de gente que tomaba parte en las juergas de forma esporádica, de tarde en tarde. Todos ellos fueron identificados e interrogados, y todos, como un solo hombre, contestaron con rotundidad que después del 22 de octubre no habían visto a Vica Yeriómina ni se habían comunicado con ella por teléfono. En su mayoría eran interlocutores difíciles: en vez de hablar de su amiga trágicamente fallecida, se empeñaban en convencer a Nastia de que el consumo del alcohol era un asunto personal y no tenía por qué interesar a la policía.

Sin embargo, esas charlas le proporcionaron un dato importante: cuanto más achispada estaba Vica, mayor necesidad sentía de contárselo a alguien por teléfono. En el curso de una juerga -que podía prolongarse dos o tres días- llamaba a Borís Kartashov más o menos cada dos horas, para comunicarle con lengua de trapo que se encontraba bien, y que todos los tíos eran unos estúpidos y unos hijos de puta y no tenían derecho a decirle qué vida debía llevar y cuánto y con quién podía beber. Además de Borís, solía llamar a su amiga Lola, la misma con la que había estado en el orfanato. Y no sólo esto, sino que en un par de ocasiones se las ingenió para telefonear a la empresa y prometer que al día siguiente estaría en su lugar de trabajo. Ya que tanto el jefe de Yeriómina como su amiga Lola y Borís Kartashov aseguraban que, desde el momento de su inexplicable desaparición, Vica no les había llamado, era lógico sacar la conclusión de que, cuando menos, durante aquellos días la chica no estaba borracha. Con una reserva: siempre que los tres dijeran la verdad. Pero si esos tres, tan diferentes, que vivían lejos uno del otro y a los que apenas nada unía, le mentían, entonces era que tenían un motivo de mucho peso para hacerlo. Y Nastia quería comprender por dónde había que empezar. ¿Por buscar ese misterioso motivo si es que existía, o por seguir intentando descubrir algún rastro que Yeriómina pudo haber dejado?

En el caso del asesinato colaboraba con Nastia, Andrei Chernyshov, funcionario de la Dirección Provincial del Interior. Andrei era un joven simpático, inteligente, habilidoso y, lo más importante, titular de un coche propio, gracias a lo cual conseguía hacer en un día el triple de trabajo que hacía Nastia. Le apasionaban los perros y trataba a su pastor alemán, no ya como oro en paño, sino como a un niño prodigio; vivía con el miedo permanente de que una alimentación y unos cuidados mal administrados afectasen a las facultades mentales del can. No obstante, había que reconocerlo, el pastor alemán, que respondía al extraño nombre de Kiril, estaba magníficamente enseñado, obedecía todas las órdenes a la primera y para entender a su dueño no sólo le bastaba con medias palabras, sino también con medias miradas y medios suspiros, capacidad de la que Andrei presumía terriblemente. Nastia sabía que no exageraba cuando hablaba de las virtudes de Kiril. Hacía un año y medio, en el curso de la operación de aprehensión del sicario Gall, fue justamente ese perro, al obedecer las imperceptibles órdenes de su dueño, quien le proporcionó a Nastia la posibilidad de alejarse del lugar peligroso sin despertar sospechas en el criminal y sin estorbar a los compañeros, que habían preparado una emboscada. Kiril fingió que estaba a punto de pegarle una dentellada en el cuello y Nastia, a su vez, fingió estar muy asustada, pero al final, tras darse un golpe en la cabeza, destrozarse una rodilla y romperse un tacón, consiguió apartarse de la línea de fuego.

Nastia y Andrei Chernyshov tenían un notable parecido físico, como si fueran hermanos: los dos eran altos, delgados, rubios, de facciones finas y ojos grises. Pero Andrei era guapo, cosa que difícilmente alguien iba a decir nunca de Nastia. No era ni guapa ni fea sino simplemente no llamaba la atención, tenía una cara corriente y ojos sin brillo. Su aspecto no la hacía sufrir ni lo más mínimo, puesto que sabía que una aplicación hábil del maquillaje y una ropa elegante podían volverla absolutamente irresistible, y a veces echaba mano de ellos. Pero fuera de esas ocasiones, Nastia era un ratoncito gris y no experimentaba la menor necesidad de gustar y despertar admiración. No le interesaba.

Por supuesto que, al trabajar juntos, Chernyshov y Nastia conseguían hacer muchísimo, pero les cundía poco… El caso estaba en punto muerto. El Departamento de la Lucha Contra los Delitos Económicos no disponía de información sobre si la empresa donde había trabajado la víctima estaba mezclada en negocios sospechosos de cualquier índole. Y cuando Nastia expresó sus dudas respecto a que en el momento actual hubiera empresas privadas que no recurriesen a manejos turbios, le contestaron:

– Trapicheos los hay en todas partes a punta pala, seguramente tampoco éstos son unos angelitos. Pero están limpios en lo que se refiere al dinero, lo hemos comprobado.

Resultó que Gordéyev se le había adelantado para pedirles tal comprobación. Sin embargo, Nastia decidió visitar la empresa personalmente.

Para su asombro, el director general no intentó rehuir el encuentro, sino que recibió a Kaménskaya, como quien dice, al primer requerimiento y no tuvo inconveniente en volver a contestar a todas las preguntas.

– ¿A qué se debía su tolerancia con una secretaria alcohólica e indisciplinada? -le preguntó Nastia.

– Ya se lo conté a su compañero -respondió el director general encogiéndose de hombros-. Desde luego, no es algo de lo que podamos alardear pero no veo motivo para ocultarlo, sobre todo ahora que a Vica ya nada puede perjudicarle. Las obligaciones de Vica consistían en estar sentada en la antesala, atender al teléfono y servir té, café y licores, principalmente cuando venían a verme socios extranjeros. ¿Me explico?

– No -respondió Nastia secamente.

– Me sorprende. Bueno, se lo diré claramente. A veces, para convencer al socio hay que emborracharlo y colarle una moza de buen ver, con la idea de ablandarlo. ¿A qué viene esta mirada? ¿Es la primera vez que lo oye? No disimule, Anastasia Pávlovna, usted no ha nacido ayer. Todos lo hacen. Y ésta es la única razón por la que necesitaba a Vica. Era increíblemente guapa, no dejaba indiferente a ningún hombre fuesen cuáles fuesen sus preferencias. Si venía a cuento, le permitía pasar unos días con el visitante que me interesaba, acompañaba a los extranjeros cuando les apetecía ir a Píter (1) o ver el Anillo de Oro (2) o adonde quisieran. Vica nunca rechistaba, hacía todo lo que se le pedía, sin importarle cómo era el hombre en cuestión. Por eso le perdonaba sus borracheras y su absentismo. Por cierto, aunque alcohólica, era muy cumplidora. Parece mentira, pero si le avisaba de que, pongamos por caso, el miércoles iban a celebrarse unas negociaciones importantes e iba a necesitarla, aunque estuviera de juerga maratoniana, por mucho que hubiera bebido, el miércoles se presentaba en el despacho con todas sus galas. Ni una sola vez, ¿me oye?, ni una sola me dejó colgado. Comprenderá que es perfectamente normal que le perdonase muchas cosas.

(1) Nombre coloquial de San Petersburgo. (N. del t.)

(2) Nombre por el que se conoce un grupo de poblaciones de los alrededores de Moscú donde se conserva un gran número de las iglesias de los siglos XIII-XV representativas de la llamada Escuela Moscovita de la arquitectura rusa. (N. del t.)

– Dicho de otra forma, le asignó a Yeriómina el puesto de prostituta -resumió Nastia en voz baja.

– ¡Exacto! -explotó el director-. Si prefiere llamarlo así, entonces, ¡exacto! ¿Es un crimen acaso? Tenía el empleo de secretaria, cobraba su sueldo pero le gustaba acostarse con los clientes, lo hacía voluntariamente y, tome buena nota de esto, gratis. Visto desde fuera, es lo que parece, ¡esto y nada más! He cometido una tontería al contárselo.

– ¿Quiere decir que se desdice? -quiso precisar Nastia.

– Dios mío, no, por supuesto que no. Le he contado la verdad pero sólo para ayudarla a encontrar al asesino de Vica, no para que me lea la cartilla. Y si le apetece ponerme de vuelta y media y acusarme de amoral, negaré lo que le he dicho, sobre todo porque veo que no lleva protocolo de nuestra conversación. Sabe usted, a mi edad puedo prescindir de su juicio moral. Un asesinato es asunto grave y no me creo con derechos a ocultarle lo que sea. Pero confiaba en que me entendiera correctamente. Veo que me he equivocado. Lo lamento mucho, Anastasia Pávlovna.

– No, no, no se ha equivocado -dijo Nastia, e intentó sonreírle con toda la simpatía de que era capaz pero no lo consiguió, la sonrisa le salió tímida, avergonzada e incluso contrita-. Le agradezco su sinceridad. Dígame una cosa, ¿pudo uno de esos… clientes venir a Moscú en octubre e intentar volver a ver a Yeriómina sin recurrir a su mediación?

– Ya lo creo. Pero yo no hubiese tardado en enterarme. Vica lleva… llevaba trabajando para mí dos años y pico. Durante este tiempo había recurrido a sus servicios un sinfín de veces pero no siempre para atender a socios nuevos. A algunos les gustaba tanto que insistían en volver a verla cada vez que venían por aquí. Algunos, es cierto, lo hacían a mis espaldas. Pero Vica nunca me lo ocultó cuando sucedía, puesto que se trataba de su trabajo y no de asuntos personales. Se daba perfecta cuenta de que, cuando un socio extranjero venía a Moscú y no me llamaba aunque sólo fuera para saludar, era indicativo de su actitud respecto a mí personalmente, a la empresa y a nuestro negocio conjunto. Comprendía que yo necesitaba estar al tanto de hechos semejantes, aparte de que se lo había advertido en más de una ocasión. No, no creo que se hubiera decidido a ocultármelo.

– Entonces, ¿nada de eso pudo ocurrir en octubre?

– No. Por cierto, aquel empresario holandés que el 22 de octubre acompañó a Vica a casa llevaba dos años ya acostándose con ella, se iba con ella cada vez que venía a Moscú.

– Necesito la lista de todos los clientes de Yeriómina -manifestó Nastia.

La lista, bastante larga, le fue proporcionada, y ahora Nastia estaba esperando que el DVYR, el Departamento de Visados y Registro de Extranjeros, comprobase si alguno de los hombres citados en la lista estuvo en Moscú en el período de tiempo en que se produjo la desaparición de Victoria Yeriómina. Nastia había concebido grandes esperanzas relacionadas con esta pista pero era consciente de que la respuesta tardaría lo suyo en llegar.

Al volver a casa se dejó caer exhausta sobre el sofá y se tendió con deleite. Tenía hambre pero le daba pereza levantarse para ir a la cocina. Nastia Kaménskaya solía decir que había nacido con la pereza bajo el brazo.

Permaneció así, tumbada en el sofá, hasta el caer de la noche, cuando hizo acopio de fuerzas y se arrastró hasta la cocina. En la nevera apenas había comida, lo que le ahorró hacer la elección: cenaría un huevo pasado por agua y atún en conserva. Sumida en sus pensamientos, Nastia no notaba el sabor de lo que comía. Tenía muchas ganas de tomar café y empleó toda su voluntad en vencer este deseo, ya que sabía que incluso sin el café le iba a costar conciliar el sueño.

Le escocía la sensación de lo infructuoso de sus esfuerzos, la ausencia del más mínimo progreso en la investigación. Tenía la impresión de que lo estaba haciendo todo mal, y temía decepcionar al Buñuelo. Era la primera vez que trabajaba sola, y no era lo mismo que analizar informaciones recogidas por los compañeros y dar sesudos consejos. Ahora era ella la que recopilaba los datos y para esto no contaba con los consejos de nadie.

Otra cosa que torturaba a Nastia era su compasión por el jefe, Víctor Alexéyevich Gordéyev, quien por algún medio se había enterado de que uno de sus subordinados se había dejado corromper y, tal vez, no era uno solo, por lo que ahora les había retirado la confianza a todos pero debía fingir que nada había ocurrido y que seguía respetándoles y queriéndoles como antes. Era igual que en una obra de teatro, pensó Nastia recordando el ensayo de Grinévich. Con la única diferencia de que para el Buñuelo toda su vida tenía que ser un espectáculo mientras no se aclarase la situación, y le tocaba, día tras día, ser un actor encima de un escenario. Para él la vida verdadera se reducía a aquello que pasaba en su interior, en su alma. Mientras un actor, al terminar la función, podía quitarse el maquillaje, irse a casa y vivir durante unas horas su vida real, el Buñuelo carecía de tal posibilidad porque incluso estando en casa tenía muy presente que alguien a quien quería y en quien confiaba le estaba traicionando. ¿Cómo podía vivir con este peso encima?

Por alguna razón, Nastia no pensó ni por un instante que a partir de ese momento también a ella le tocaba vivir con este peso aplastándole el corazón…


El coronel Gordéyev estaba irreconocible. Hombre enérgico, inquieto, que para reflexionar necesitaba ponerse a dar rápidas vueltas por el despacho, ahora, sentado completamente inmóvil detrás de la mesa y sosteniendo la cabeza con las manos, parecía petrificado. Daba la impresión de ser presa de emociones tormentosas y temer que un solo movimiento negligente hiciera desbordar todo lo que estaba bullendo en su interior. Por primera vez en todos los años que llevaba trabajando en Petrovka, la presencia del jefe incomodó a Nastia.

– ¿Cómo va el caso de Yeriómina? -preguntó Víctor Alexéyevich.

Su voz sonó calmosa, desapasionada. Sin reflejar ni siquiera una pizca de curiosidad.

– No va, Víctor Alexéyevich -confesó Nastia con llaneza-. No me sale nada. Estoy en un atolladero.

– Vale, vale -masculló el Buñuelo, la mirada clavada en algún punto lejano por encima de la cabeza de Nastia.

Ella tuvo la sensación de que el jefe, absorto en sus pensamientos, no la había oído.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó él de pronto-. ¿O de momento os apañáis los dos solitos?

– La necesitaré si se me ocurren otras hipótesis. Hasta el momento hemos comprobado…

– Déjalo -la interrumpió Gordéyev con la misma indiferencia-. Te creo, sé que no haces chapuzas. ¿Van bien tus relaciones con Olshanski?

– No nos hemos peleado -contestó con sequedad notando que dentro de ella crecían el enfado y la perplejidad.

– Vale, vale -volvió a cabecear el coronel.

Y Nastia volvió a tener la impresión de que le hacía las preguntas con el único fin de crear la apariencia de que supervisaba su trabajo. Las respuestas de Nastia le traían sin cuidado, estaba pensando en algo suyo.

– ¿No has olvidado que para el 1 de diciembre tienen que mandarnos a un estudiante de la Academia de Policía de Moscú, a hacer prácticas?

– Lo recuerdo.

– Pues no lo parece. Sólo faltan diez días y aún no has ido a hablar con esa gente. ¿A qué esperas?

– Hoy mismo les llamaré y lo hablaré con ellos. No se preocupe, Víctor Alexéyevich.

Nastia procuraba mantener un tono de voz neutro aunque lo que más le apetecía en estos momentos era salir corriendo del despacho de Gordéyev, encerrarse en el suyo y romper a llorar. ¿Por qué le hablaba de ese modo? ¿Qué le había hecho? En todos los años de trabajo ni una sola vez le había podido reprochar un olvido. Cierto, había muchas cosas que no sabía hacer, no dominaba las armas de fuego ni la defensa personal, era incapaz de detectar si alguien la seguía y despistar al que la vigilaba, también era mala corredora, pero la memoria la tenía fenomenal. Anastasia Kaménskaya no se olvidaba nunca de nada.

– No lo dejes para más tarde -continuaba entretanto Gordéyev-. Piensa que eliges al estudiante para ti, no para el vecino del quinto. Le pondrás a trabajar en el caso de Yeriómina. No creo que en estos diez días vayamos a resolver el asesinato. De modo que trabajarás con él y al mismo tiempo le enseñarás. Si aciertas con la elección, lo admitiremos en el departamento, nos falta gente. Ahora, otra cosa. Esta primavera ha estado aquí una delegación de funcionarios de la policía italiana. Para diciembre está previsto que les devolvamos la visita. Tú irás también.

– ¿Por qué? -preguntó Nastia desconcertada-. ¿A qué viene esto?

– No le des vueltas. Irás y no hay más que hablar. Considéralo indemnización por las vacaciones que se te han ido al garete. Yo mismo te estuve convenciendo para que fueras al balneario, te conseguí la plaza y me siento responsable de que al final no hayas podido descansar como Dios manda. Irás a Roma.

– ¿Y Yeriómina? -preguntó Nastia anonadada.

– ¿Yeriómina? ¿Qué pasa con Yeriómina? Si no descubres nada en caliente, luego ya, cinco o seis días más o menos no tienen importancia. Sales hacia Roma el 12 de diciembre. Si para entonces no has encontrado al asesino de Yeriómina, no lo encontrarás en tu vida. Eso es evidente. Y ten en cuenta que la vida no se va a detener porque tú no estés. Si es preciso hacer algo, Chernyshov lo hará. Además, también estará el estudiante…

Víctor Alexéyevich trataba la selección del personal con suma seriedad, sin hacer ascos de los recién graduados de los centros de estudios superiores del Ministerio del Interior. Cada año, en vísperas del período de las prácticas y como consecuencia de un acuerdo tácito que existía entre Gordéyev y el jefe del Departamento de Alumnado de la Academia de Policía de Moscú, mandaba allí a Kaménskaya para que seleccionara al estudiante que haría las prácticas en su departamento. Para ello contaba con una tapadera tan cómoda como las clases que en esa época sus subalternos con más experiencia impartían en la academia. Se prestaba especial atención a la criminología, procedimientos penales y las actividades operativa y de detección. A Nastia le correspondía dirigir un coloquio o dar una clase práctica a dos o tres grupos de los últimos cursos. Luego Gordéyev llamaba a la academia y pronunciaba el nombre del estudiante al que le gustaría tener en su departamento durante el período de prácticas. Por supuesto, esto iba en contra de todos los reglamentos pero la gente no solía decirle no al Buñuelo. Era un personaje conocido y, además, tenía muchos buenos amigos. Gracias a este procedimiento entró en la PCM, Policía Criminal de Moscú, el detective más joven del departamento, Misha Dotsenko, a quien Nastia «cazó» nada menos que en la academia de Omsk, aprovechando un viaje de trabajo. Unos diez años atrás el propio Gordéyev encontró a Igor Lesnikov en la academia de Moscú, comprobó si era válido durante las prácticas y le admitió en el departamento. Igor Lesnikov actualmente estaba considerado como uno de los mejores inspectores de todos cuantos trabajaban para el Buñuelo.

Nastia llamó al Departamento de Alumnado de la academia y le ofrecieron escoger entre varios temas de coloquios y clases prácticas previstos para los próximos dos o tres días. Solicitó reservarse la clase práctica dedicada a las peculiaridades psicológicas en las declaraciones de los testigos.

– Nos viene de perlas -fue la respuesta entusiasta del Departamento de Alumnado-. El profesor que debía impartir estas clases está enfermo, de modo que no hay problema alguno. Y nos quita un peso de encima, así no tenemos que buscar un sustituto.

Gracias al conocido test gráfico de Raven, Nastia tenía muy claro cuál iba a ser su criterio para seleccionar al estudiante. El test incluía 60 problemas, 59 de los cuales estaban basados en un mismo principio y se diferenciaban sólo por el grado de complejidad: mientras los primeros seis eran de una sencillez lapidaria; a partir del problema 54 la búsqueda de la solución implicaba un esfuerzo considerable, ya que se requería seguir simultáneamente varios indicadores sin perder de vista ninguno. De este modo, los 59 problemas ponían a prueba la capacidad del individuo para concentrarse y tomar una decisión de prisa, en un tiempo limitado. Entre otras cosas, el test de Raven permitía concluir si el individuo sabía centrar su atención sin dejarse arrastrar por el pánico que ocasionaba la premura de tiempo. En cuanto al problema número 60, el último, tenía trampa, ya que, siendo sorprendentemente fácil, estaba basado en un principio completamente diferente. Si el individuo lograba resolver ese último problema, significaba que había sido capaz de verlo desde cierta perspectiva, de situarse en un nivel superior para reconocer caminos nuevos en lugar de seguir en la misma dirección de antes, obstinándose en abrir el candado con la misma llave sólo porque los candados anteriores se habían dejado abrir con facilidad utilizando esa llave. Por supuesto, se decía Nastia, desde el punto de vista de un físico, 59 experimentos serían suficientes para sacar conclusiones sobre el número 60. Pero desde el punto de vista de un matemático, no era así en absoluto. Y Nastia buscaba entre los estudiantes justamente al que supiera pensar como un matemático.

Revisó unos viejos apuntes, llamó a dos amigos de la Inspección General de Tráfico y por fin compuso un problema que plantearía en la clase práctica.


– ¿Qué tal va todo? -le preguntó sonriendo Olshanski a Nastia, que acababa de entrar en su despacho.

– Mal, Konstantín Mijáilovich. Hay que empezar desde el principio otra vez.

Se sentó a la mesa esperando el comienzo de una larga conversación. Pero, a todas luces, no era ésta la intención del juez de instrucción. Echó un vistazo al reloj y suspiró.

– ¿Empezar desde el principio? ¿Qué te impide seguir avanzando?

Nastia dejó la pregunta sin responder porque la respuesta hubiese sido tan dura para ella como para Olshanski.

– Hay que volver a interrogar a Borís Kartashov, el amigo de Yeriómina.

El juez giró lentamente la cabeza y se quedó mirándola sin parpadear. Las gruesas lentes de las gafas empequeñecían sus ojos, por lo que su cara parecía desagradable y la mirada, penetrante.

– ¿Para qué? ¿Es que has encontrado algo que lo convierte en sospechoso?

Sí, era cierto, Nastia había encontrado algo pero, primero, esto no le daba pie para sospechar de Borís Kartashov y, segundo, no estaba segura de que lo que había descubierto tuviese alguna importancia. Para aclarar sus propias ideas le era absolutamente indispensable someter a Borís Kartashov a un segundo interrogatorio.

– Se lo pido por favor -repitió con tozudez-, se lo ruego, vuelva a interrogar a Kartashov. Aquí tengo una lista de preguntas a las que tiene que contestar sin falta.

Nastia sacó del bolso una cuartilla doblada y se la tendió al juez. Sin embargo, éste no la aceptó sino que, en vez de esto, cogió de la mesa un impreso de mandato judicial.

– De acuerdo, interrógale -dijo secamente al tiempo que rellenaba de prisa el impreso.

– Creía que iba a interrogarle usted mismo.

– ¿Para qué? Eres tú la que tiene preguntas para Kartashov, no yo. Así al menos podrás hacérselas hasta que te dé la respuesta que te deje satisfecha. Quién sabe, ¿y si los resultados de mi interrogatorio no son de tu agrado?

– No se ponga así, Konstantín Mijáilovich -contestó Nastia en tono de reproche-. No le he dicho que el interrogatorio anterior sea malo. Simplemente, en el caso se han detectado nuevas circunstancias…

– ¿Cuáles? -preguntó levantando la cabeza con brusquedad.

Nastia calló. Estaba acostumbrada a fiarse de sus sensaciones, por poco claras que fueran, pero nunca hablaba de ellas hasta que la conducían a los hechos. El caso del asesinato de Victoria Yeriómina no era en absoluto uno de esos casos enredados, llenos de informaciones contradictorias. Todo cuanto Nastia había conseguido averiguar era lógico y coherente, pero no arrojaba ninguna luz sobre la pregunta de dónde había estado la víctima desde el 22 de octubre hasta el 1 de noviembre, cuando, a juzgar por los indicios, fue estrangulada. Si era cierto que la muchacha estaba aquejada de una psicosis aguda, pudo haberse marchado a cualquier parte y tropezar con toda clase de gente sin que sus actos obedecieran a ninguna lógica. Cuando se trataba de una persona en su sano juicio, se podía buscarla en casa de familiares o amigos, y el problema se reducía a poder identificarlos a todos. En cambio, intentar adivinar los probables itinerarios de un demente era perder el tiempo. Se marchaba de casa indocumentado y caminaba sin rumbo fijo… Los lugareños habían encontrado el cadáver por casualidad, la temporada de bayas y setas había terminado, en el mes de noviembre la gente no tenía nada que hacer en un bosque. Hubo suerte, por lo menos se la pudo identificar, y esto gracias sólo a que existía una denuncia de su desaparición. No, el asesinato de Yeriómina no era nada complicado. Lo que ocurría era que el caso contaba con muy pocas informaciones, y aquí estaba el verdadero problema.

Aunque la respuesta del DVYR no había llegado todavía, en su fuero interno Nastia ya había dicho adiós a la hipótesis que sólo dos días atrás tanto la había esperanzado. Ese «algo» que había descubierto le sugería que Vica no fue asesinada por un amante extranjero sino que se trataba de otra cosa muy distinta…

– ¿Cuáles son entonces esas circunstancias nuevas? -le preguntó Olshanski en voz baja y muy ácida al tiempo que le tendía el impreso del mandato para el interrogatorio de Borís Kartashov-. No me has contestado.

– ¿Me permite que le conteste después del interrogatorio?

– De acuerdo, contestarás luego. Pero que no se te olvide una cosa, Kaménskaya, no tienes derecho a ocultarme información, aun cuando te parezca que sea irrelevante para la solución del caso. Es la primera vez que trabajamos juntos, y quiero advertirte buenamente que yo no consiento esta clase de jugadas a nadie. Si me entero de que hay algo de esto, te pondré de patitas en la calle como a un gato tiñoso. Y a partir de entonces no te dejarán tocar ni un solo caso que lleve un juez de instrucción de la Fiscalía de esta ciudad. Me haré cargo de que así sea. No te pases de lista, no se te ocurra pensar que puedes decidir por tu cuenta qué es lo que vale para el caso y qué no vale. Y ten muy presente que quien instruye los sumarios soy yo, no tú, por lo que jugarás según mi reglamento de juego y no según el de Petrovka. ¿Comprendes?

– Comprendo, Konstantín Mijáilovich -balbuceó Nastia, y se apresuró a abandonar el despacho del juez.

«Por algo me cae tan mal -pensó con ira-. Menuda sarta de barbaridades que me ha soltado. Menudo… ¡portero de casa grande!…»

Había que llamar a Kartashov y quedar para verse. Nastia bajó a la primera planta, donde, como sabía, tenía su despacho un antiguo compañero de universidad, actualmente adjunto del fiscal. Llamaría desde allí, pues las cabinas públicas no eran de fiar, ya que, cuando no estaban estropeadas, reclamaban justamente aquellas monedas que no tenía.


Nastia no acostumbraba a dejarse guiar por la primera impresión a la hora de formarse una opinión de la gente. Pero Borís Kartashov le cayó bien desde el momento en que le vio.

Cuando le abrió la puerta a ese gigante de casi dos metros de estatura, vestido con tejanos, una camisa de franela a cuadros blancos y azules y un jersey de pelo de camello gris marengo, Nastia intentó contener la sonrisa pero no pudo y rompió a reír a carcajadas. Le saltaron las lágrimas y, sacudida por los accesos de risa, dio gracias a Dios por no haberse puesto el rímel, pues se le hubiese llenado la cara de regueros negros.

– ¿Qué le pasa? -preguntó el dueño del piso sobresaltado.

Nastia se limitó a agitar la mano. Se quitó la chaqueta y se la tendió a Kartashov, quien al instante ya estaba retorciéndose de risa y sollozando espasmódicamente. Nastia llevaba puestos unos tejanos y una camisa blanca y azul idénticos a los suyos, aunque su jersey de pelo de camello era un punto más claro que el de Borís.

– Ni que nos hubieran fabricado en la misma incubadora -dijo Kartashov entrecortadamente-. Jamás hubiese creído que visto igual que los policías criminales. Pase, haga el favor.

Al ver el piso del pintor, Nastia se preguntó por qué Gordéyev le había tildado de bohemio. El novio de Vica Yeriómina no tenía nada de bohemio, ni en su físico ni en su atuendo. Pelo corto y bastante espeso, aunque en la coronilla asomaba ya una incipiente calva; un bigote cuidadosamente mantenido, una nariz grande, que tal vez podría haber sido algo más pequeña, y un cuerpo atlético de deportista. No observó la menor señal de desaliño ni en su aspecto ni en el piso. Todo lo contrario, los muebles eran cómodos y tradicionales. Junto a la ventana había un gran escritorio, encima del cual se apilaban bocetos y dibujos terminados.

– ¿Le apetece un café?

– Me encantaría -respondió con alegría Nastia, que nunca conseguía aguantar más de dos horas sin tomarse uno.

Se sentaron en la cocina, que era limpia y acogedora, y estaba decorada en tonos beige y marrón claro; a Nastia también le gustó. Comprobó complacida que el café era fuerte y tenía buen sabor, que el dueño de la casa manejaba la cafetera turca con agilidad y presteza y, a pesar de lo imponente de su mole, tenía movimientos graciosos y ligeros.

– Hábleme de Vica -le pidió.

– ¿Qué quiere saber exactamente? ¿Lo de su enfermedad?

– No, empiece por el principio. ¿Cómo fue a parar al orfanato?

Vica Yeriómina tenía tres años cuando ingresó en el orfanato después de que su madre fue condenada a seguir un tratamiento forzoso por su alcoholismo. Unos meses más tarde, Yeriómina madre fallecía en el centro médico-laboral a consecuencia de la intoxicación con el alcohol industrial que había llegado a sus manos de manera inexplicable. La madre de la niña nunca había estado casada y otros familiares, si los hubo, no se dieron a conocer, por lo que Vica tuvo que ingresar primero en una casa cuna y luego en un internado. Se hizo mayor, cursó estudios en una escuela de formación profesional, obtuvo el título de pintora decoradora, empezó a trabajar y le concedieron una plaza en la residencia obrera. Durante la jornada laboral le daba duro a la brocha y en su tiempo libre sacaba todo el partido que podía a su extraordinaria y llamativa belleza. Así siguieron las cosas durante mucho tiempo, hasta que, hacía más o menos dos años y medio, vio en un periódico un anuncio; decía que una empresa buscaba una señorita no mayor de veintitrés años para cubrir una vacante de secretaria. Vica tenía suficiente cinismo para comprender por qué razón el anuncio mencionaba la edad. Compró varios periódicos de anuncios, los leyó con atención y seleccionó las ofertas de empleo dirigidas a chicas jóvenes de buena presencia. Así fue como entró a trabajar en aquella empresa.

– ¿Cuándo la conoció?

– Hace mucho tiempo, cuando era todavía pintora de brocha gorda. Estaba trabajando en el piso de al lado. Al principio venía aquí a tomar té durante los descansos. Un día se ofreció a prepararme la comida, dijo que sabía cocinar y que tenía muchas ganas de guisar para un hombre y no para sus amigas de la residencia. No me opuse, pues Vica me gustaba mucho; parecía tan dulce y abierta. Y, además, tenía una belleza excepcional.

– Borís… -Nastia vaciló-. ¿Nunca le molestó el trabajo que Vica desempeñaba en la empresa?

– No me entusiasmaba, cierto, pero no porque tuviese celos sino por consideraciones estrictamente humanitarias. Cuando una joven se gana la vida prostituyéndose, y no lo hace porque esto le guste locamente sino porque no sabe hacer nada más y lo que busca es pasta gansa, resulta triste en todos los sentidos. Pero no podía decírselo en voz alta.

– ¿Por qué no?

– ¿Qué podía ofrecerle a cambio? Nada más contratarla, la empresa le compró un piso, se lo amuebló. Le pagaban al mes lo que yo no gano ni al año. Mientras Vica pintaba casas, yo le hacía regalos, la llevaba en palmitas. En los últimos dos años, las tornas se volvieron, y ya era ella la que me regalaba cosas. Al principio me daba vergüenza, luego comprendí…

– ¿Qué comprendió? -preguntó Nastia, alerta.

– El orfanato. Pruebe a meterse en su piel, imagíneselo, y lo comprenderá también. Todo es común para todos, todo es igual para todos. Durante su infancia careció de la mayor parte de las cosas que son de lo más corriente para cualquier niño que crece en casa con sus padres. Vica necesitaba compensarlo de alguna manera, deseaba «completarse», por así decirlo. Ansiaba olvidarse del orfanato, la única amistad que mantuvo fue con Lola Kolobova, con nadie más. Estaba harta de compartir amigas, deseaba tenerlas para ella sola, contar con un círculo de amistades propias, que ella misma hubiera seleccionado, y no aquellas que el destino había juntado por accidente en la misma aula, en el mismo grupo o en el mismo dormitorio. Quería poder elegir qué hacer y con quién tratar. Desde luego que la selección que hizo dejaba mucho que desear pero… Qué remedio, nadie escarmienta en cabeza ajena. Lo único que le importaba era poder escoger amigos a su gusto y a su voluntad; y si en ocasiones se topaba con sujetos dudosos, le traía sin cuidado. Lo mismo ocurría con las comidas y los regalos: quería elegir al objeto de sus cuidados, quería tener familia. Todo esto se me vino encima de golpe y porrazo pero con el tiempo acabé incluso por encontrarle gracia.

– ¿Quería casarse con usted?

– Tal vez. Tuvo la sensatez de no decírmelo nunca. ¿Acaso podía ofrecerse a alguien como esposa, dado el tren de vida que llevaba?

– ¿Y era imprescindible mantener ese tren de vida?

– Como ya le he dicho, Vica quería tener mucho dinero. Entiéndame bien, no era codiciosa, todo lo contrario, no acumulaba lo que ganaba sino que lo derrochaba a diestro y siniestro. Esa ansia incontenible de bienestar fue otra forma de recompensa por las miserias de una infancia pasada en un orfanato. Por eso tenía que decidir qué era lo que más deseaba, el matrimonio o el dinero.

– ¿Y usted mismo, Borís? ¿Le hubiera gustado casarse con Vica?

– Bueno, yo ya había estado casado dos veces, pago pensión alimenticia por mi hija. Por supuesto, me gustaría tener una familia normal, hijos. Pero no con Vica. Bebía demasiado para dar a luz un niño sano y ser buena esposa y madre. Le gustaba jugar a mujer casada cuando venía aquí, a mi casa, pero sólo durante dos o, como mucho, tres días a la semana; no tenía aguante para más. El resto del tiempo lo pasaba con el cliente de turno, o con sus amigos, o simplemente tumbada en el sofá pensando en las musarañas. ¿Más café?

Borís echó granos de café en el molinillo y reanudó su relato sobre Vica Yeriómina, juerguista y perdularia.

A lo largo de muchos años y, en realidad, probablemente, a lo largo de su vida entera, desde que tenía uso de razón, padecía de una pesadilla recurrente. A veces, el sueño se repetía con frecuencia, a veces desaparecía durante varios años pero siempre acababa por retornar, y obligaba a Vica a despertar temblando de miedo. Soñaba con una mano ensangrentada. Un hombre, al que no podía ver la cara, se limpiaba la mano en una pared blanca, estucada, manchándola con cinco rayas rojas. Aparecía otra mano, a cuyo dueño tampoco podía ver, y con una herramienta dibujaba sobre las cinco rayas una clave de sol. Se oía una risita burlona que poco a poco iba convirtiéndose en unas carcajadas repugnantes, cargadas de malicia, cuyas estridencias hacían que Vica despertara aterrada.

A finales de setiembre, Vica fue a ver a Kartashov y antes incluso de cruzar el umbral le declaró:

– Alguien ha espiado mi sueño y lo está contando por la radio.

En un primer momento, Borís se desconcertó. «Ya estamos -pensó-. La chica padece de delírium trémens.» No tenía ni idea de lo que se hacía en estos casos. Tal vez debía explicarle que esas cosas no ocurrían, que se trataba de una jugada de la mente enferma. Tal vez debía asentir y decir amén a todo, fingiendo que se lo creía. Borís optó por una tercera variante que combinaba, a su modo de ver, la intención terapéutica y la apariencia de conformidad. Cuando, una semana más tarde, la muchacha continuaba con la manía, le propuso:

– Vamos a intentar dibujar ese sueño. Si existe alguna fuerza que te roba tus sueños, seguro que el dibujo la espantará.

Al contrario de lo que Borís se temía, Vica no le dijo que no y le dejó hacer varios bosquejos hasta que logró representar algo muy parecido a lo que la joven soñaba. Pero no sirvió de nada. Día a día, Vica se mostraba más subyugada por su idea fija pero se negaba en redondo a admitir que estuviese enferma y a consultar a un psiquiatra. Fue el propio Kartashov quien finalmente pidió consejo a un especialista. El médico reconoció que los síntomas externos hacían suponer el inicio de un trastorno mental grave, que la idea de que alguien intentase influir sobre una persona desde una radio y que penetrase en sus pensamientos era característica del síndrome de Kandinsky-Clerambault, pero que no podía afirmar nada con absoluta certeza. Un médico no hacía diagnósticos sin ver al paciente. Si la joven rehusaba acudir a la consulta por su propia voluntad, sólo había una solución: él mismo, el médico, iría a casa de Kartashov haciéndose pasar por un amigo cuando Vica estuviera allí, se quedaría un par de horas, tomaría té y observaría con sus propios ojos a la enferma y su comportamiento. Acordaron organizar la visita en cuanto Borís regresara del viaje. Eso era todo. El 27 de octubre, Borís regresó de su viaje a Oriol, donde había hecho apuntes del natural para un libro que iba a publicar una editorial de aquella ciudad, y se enteró de que Vica había desaparecido y llevaba tres días sin ir a trabajar.

– Lo que ocurrió luego, ya lo sabe. Fui a la policía, no me hicieron caso, me puse a llamar a los amigos de Vica. Todo en balde.

– ¿Intentó hablar con algún otro médico? ¿O se dio por satisfecho al obtener la opinión de uno solo?

– Y lo que me costó encontrar a ese uno solo. No conocía a ningún especialista, me desenvuelvo en otros ambientes.

– ¿Cómo encontró entonces al psiquiatra?

– Por mediación de un amigo, y aun así fue pura casualidad. Alguna vez me había dicho que tenía amistades en el mundo de la medicina y que si un día tuviese problemas de salud, le encantaría ayudarme. Le llamé y me recomendó a aquel especialista.

Nastia oyó sonar el teléfono en la habitación pero Borís permaneció sentado sin hacer caso del timbre.

– ¿No va a coger el teléfono? -le preguntó sorprendida.

– Está puesto el contestador. Si hace falta, luego devolveré la llamada.

Cuando Nastia se dirigía a casa de Borís Kartashov, tenía la intención de comprobar si la enfermedad de Yeriómina era o no un invento del propio artista. En la historia existían precedentes, se había dicho, se conocían casos de individuos a los que se les había inculcado con habilidad la idea de que tenían problemas mentales para luego utilizarlos con determinado fin. «Ningún médico ha reconocido nunca a Vica, de hecho, todo cuando sabemos de su enfermedad nos lo ha contado el propio Kartashov. ¿Y si miente? Cierto, hay un testimonio de Olga Kolobova, su amiga del orfanato, que habló con Vica de su sueño robado y afirma que ésta no se sorprendió cuando se lo mencionó y que tampoco lo desmintió. Pero Kolobova, a su vez, puede estar mintiendo y haberse puesto de acuerdo con Borís. ¿Con qué fin? Posiblemente, tienen algún interés común. Decidieron quitar a Vica de en medio y montaron esa farsa psiquiátrica. ¿Motivo?» De momento, el motivo no estaba claro pero nadie había trabajado todavía con esta hipótesis. Era probable que tal motivo existiera, que fuera fácil de encontrar y, simplemente, todavía nadie lo había buscado.

Para poner a prueba esta hipótesis había que intentar detectar contradicciones o, cuando menos, pequeñas discrepancias en los testimonios de Kartashov, Lola Kolobova y el médico psiquiatra Máslennikov. Acababa de aparecer un nuevo testigo en potencia, aquel amigo de Borís que le había recomendado al médico. Alguna explicación le habría dado el artista al pedirle ayuda.

Nastia acarició la ilusión de una nueva hipótesis.

– ¿Dejó puesto el contestador cuando se marchaba a Oriol?

– Cómo no. Soy pintor, trabajo por libre, los clientes tratan conmigo directamente, sin intermediarios. Si dejara sus llamadas sin atender, perdería encargos interesantes.

– De modo que, al volver del viaje, ¿escuchó mensajes de los diez días anteriores?

– Por supuesto.

– ¿Y no había ninguno de Vica?

– No. Estoy seguro de que, si hubiera pensado estar fuera mucho tiempo, me hubiera avisado sin falta. Ya se lo he dicho, Vica cultivaba la ilusión de que había alguien que se preocupaba por ella, que quería saber dónde estaba y cómo se sentía. Porque no tuvo alguien así en su infancia.

– ¿Qué ha pasado con la casete? ¿La ha borrado?

Nastia tenía la total certidumbre de que iba a recibir una respuesta afirmativa y sólo había hecho la pregunta para cubrir el trámite.

– Está en el cajón. Nunca borro las casetes, por lo que pueda pasar.

– ¿Qué, por ejemplo?

– Por ejemplo, el año pasado me ocurrió lo siguiente: me llamaron de una pequeña editorial para encargarme ilustrar una colección de chistes, me dejaron la dirección y el teléfono. Cuando me llamaron, no estaba en casa. No les devolví la llamada, ilustrar los chistes no es lo mío, además, en ese momento trabajaba para varios clientes, estaba muy ocupado. Pero poco después un compañero caricaturista me mencionó que estaba sin blanca, y yo me acordé en seguida de aquella llamada. Encontré el mensaje en la casete le di las señas de la editorial y en paz.

– ¿Así que la casete con los mensajes recibidos durante su viaje a Oriol está intacta?

– Sí.

– Vamos a escucharla -propuso Nastia.

Algo se crispó en el rostro de Kartashov. ¿O le había parecido?

– ¿No me cree? Palabra de honor, en la cinta no hay mensajes de Vica. Se lo juro.

– Por favor -dijo Nastia implacable.

En ese instante, su anfitrión dejó de caerle simpático y Nastia se puso en disposición de combate.

– A pesar de todo, vamos a escucharla.

Entraron en la habitación y, sin mayor dilación, Borís sacó del cajón la casete. La introdujo en la grabadora, pulsó el botón de reproducción y le tendió uno de los dibujos que contenía una carpeta que había encima de la mesa.

– Aquí tiene. Es el sueño que Vica soñaba.

Nastia estudió el dibujo mientras escuchaba las voces que sonaban en la grabadora.

– Borka, no se te olvide que el 2 de noviembre, Lysakov cumple los cuarenta. Si no le felicitas, no te lo perdonará mientras viva…

– Buenos días, Borís Grigórievich, soy Kniázev. Por favor, llámeme en cuanto vuelva. Hay que hacer algunos cambios en la maqueta de la portada…

– ¡Kartashov, eres un hijo de puta! ¿Qué pasa con ese coñac que me debes desde la última partida?…

– Boria, no te enfades. Estaba equivocada, lo reconozco. Perdóname…

– ¿Quién es? -preguntó rápidamente Nastia pulsando el botón de stop.

– Lola Kolobova -contestó Kartashov de mala gana.

– ¿Se había peleado con ella?

– No sé cómo explicárselo… Es una vieja historia, y a veces se producen recaídas. No tiene nada que ver con Vica. Se trata del marido de Lola.

– Necesito que me lo cuente -insistió Nastia.

– De acuerdo -suspiró él-. Cuando Lola conoció al que sería su marido, le advertí desde el principio que era un mujeriego. Después de la boda, Lola se enteró de que se la pegaba, y le dolió mucho. Yo, tonto de mí, aunque sabía muy bien que no debía entrometerme, no paraba de darle consejos, de decirle que sería mejor que lo dejara. Para mí él era un puñetero mamarracho y Lolka me daba mucha lástima. Pero mis palabras le sentaban como un tiro, y para desquitarse tenía que responderme con insultos a cada sugerencia mía de separarse del marido. Por ejemplo, que yo tenía que ser impotente o marica para decirle esas cosas, o que simplemente sentía envidia de su marido, que tenía mujer y familia, y otras bobadas por el estilo. Todas esas conversaciones terminaban en peleas aunque luego hacíamos las paces, faltaría más.

– ¿Y qué fue lo que le dijo la última vez? ¿Por qué le pedía perdón?

– Dijo que aunque su marido era un donjuán, al menos procuraba, en la medida de lo posible, ocultárselo, y que su comportamiento era mucho más decente que el de Vica, que sin disimulos y sin el menor escrúpulo se cepillaba a cualquiera que se le pusiera delante.

– ¿Dijo esto de su amiga íntima? -se asombró Nastia.

Kartashov se encogió de hombros.

– Mujeres… -contestó vagamente-. ¿Quién las entenderá jamás? Sigamos escuchando.

– Borís, soy yo, Oleg. Pensamos ir con toda la basca a Voronovo para celebrar allí la Nochevieja. Si te apuntas, dímelo antes del 10 de noviembre, hay que reservar el hotel…

– Borka, me he dejado en tu casa una caja de cerillas, y había apuntado en ella un teléfono muy importante. Si la encuentras, no la tires…

– Boria, te echo mucho de menos. Besos, cariño mío…

– Y ésta, ¿quién es? -preguntó Nastia parando la cinta.

– Una amiga.

Kartashov le dirigió una mirada de desafío, esperando nuevas preguntas y ya preparado para ponerse a la defensiva.

– ¿Seguro que no es Vica?

– No es Vica. Si no me cree, tengo otras cintas con grabaciones de su voz.

– Le creo -dijo Nastia sin sinceridad y volvió a poner en marcha la grabadora.

Llamadas de clientes, amigos, de los padres de Borís, de mujeres… Y de repente una pausa.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Nastia, que bruscamente paró la grabadora, pues empezaba a reproducir el saludo del siguiente comunicante.

– No lo sé -contestó Kartashov perplejo-. No me fijé cuando escuchaba los mensajes. Sabrá cómo es, enchufas el contestador y entretanto vas deshaciendo el equipaje o preparas la cena… Lo que estás haciendo te distrae y dejas de prestar atención a lo que oyes.

– ¿Quién era el que había llamado antes de la pausa?

La tensión hizo que a Nastia le temblaran las manos. Comprendió que había dado con una minúscula pista.

– Solodóvnikov, mi compañero de promoción.

– ¿Y después de la pausa?

Borís pulsó el botón y escuchó el mensaje hasta el final.

– Es mi prima Tatiana.

– Llámeles y pregunte cuándo, en qué día y, si puede ser, a qué hora le habían telefoneado. Tiene que hacerlo ahora mismo.

El pintor se sentó al lado del teléfono con docilidad, mientras Nastia volvía a mirar el dibujo que reproducía la pesadilla de Vica Yeriómina.

– Todo es muy impreciso -le comunicó Borís-. Ha pasado casi un mes, la gente empieza a olvidar los pormenores. Solodóvnikov dice que llamó a finales de la semana, el 21 o 22 de octubre, pero está seguro de que no fue más tarde porque la noche del viernes 22 se marchó a Petersburgo. En realidad, su llamada estaba relacionada con el viaje, quería que le diera el teléfono de un amigo común que vive en Píter. En cuanto a mi prima, me llamó porque había visto por televisión a mi primera mujer, estaban entrevistando a la gente por la calle y también la pararon a ella. No recuerda en absoluto qué día era pero dice que fue corriendo a llamarme en cuanto terminó el programa, quería decirme que Katia estaba en Moscú de nuevo.

– ¿Tan importante es que sepa que su primera mujer está de nuevo en Moscú?

– Verá, Yekaterina tiene un carácter complicado. Es una chica sin sustancia y algo veleta, me echa la culpa de todas sus desdichas, no me perdona el divorcio y le da por amargarme la vida lo mejor que puede. La última vez, por ejemplo, no tuvo inconveniente en pasar un día entero, el día con su noche, sentada en el rellano de arriba para espiarme, para ver si de mi piso salía alguna mujer, y cuando la vio se le acercó y le contó de mí unas barbaridades que ponían los pelos de punta.

– La mujer con la que habló su ex… ¿fue Vica?

– No -contestó Kartashov de prisa.

Algo demasiado de prisa, anotó mentalmente Nastia.

– ¿Quién entonces?

– No fue Vica -pronunció recalcando cada sílaba Borís, mirándola a los ojos-. Quién fue en concreto, no tiene por qué interesarle.

– ¿Recuerda su prima el título del programa que la hizo llamarle?

– «Navegando a la deriva», en la cuarta cadena.

Nastia reflexionó. Había que requisar la casete, eso era evidente. La pausa podía deberse a dos causas: el comunicante oyó la señal, decidió no decir nada y se quedó callado sin colgar el teléfono, o bien alguien borró la grabación. En el primer caso, la pausa no aportaba novedad alguna para la investigación; en el segundo, le proporcionaba serios motivos para sospechar que Borís Kartashov había borrado el mensaje, y no se podía descartar que el mensaje en cuestión se lo hubiera dejado la propia Yeriómina o que estuviera relacionado con su muerte. El Buñuelo le había advertido de que el asesinato de Vica podía tener que ver con los negocios de la mafia, la cual, como era bien sabido, contaba con los servicios de los mejores abogados, por lo que sería un error imperdonable llevarse la casete sin más, pues cualquiera podría acusar a la policía de haber borrado el mensaje para implicar a Kartashov. Tenía que cumplir con las formalidades y obtener el mandato judicial para incautarse de la prueba. Pero ¿cómo hacerlo? Si Borís le decía la verdad, cosa que Nastia dudaba mucho, podría volver a la mañana siguiente con el mandato y acompañada de testigos. ¿Y si estaba involucrado en el asesinato y la pausa de la cinta tenía algo que ver con esto? Cualquiera sabía, qué cinta y en qué estado iba a encontrar aquí al día siguiente. Y sin embargo, tenía que hacerse con ella, pues si la grabación hubiera sido borrada, en la cinta tampoco se oirían los ruidos de fondo, que habrían quedado grabados si alguien simplemente hubiese esperado en silencio, sin colgar el auricular. Eran los expertos a los que correspondía dar respuesta a la pregunta sobre la naturaleza de la incomprensible pausa. ¿Qué hacer?

Miró el reloj: la una y media. En su interior anidó la loca esperanza de que a esa hora Andrei Chernyshov pasase por casa para dar de comer a su perro. ¿Y si era cierto?

Nastia tuvo suerte. El hijo de siete años de Andrei le informó puntillosamente de que papá le había prometido venir a la una para dar de comer a Kiril y sacarlo a pasear. Era la una y pico, de modo que papá estaba al llegar porque, si hubiese decidido no ir a casa, habría llamado para explicarle qué bolsas y qué tarros contenían la comida del mediodía del perro. Nastia dejó al chaval el número de Kartashov y le pidió que le dijera a papá que la llamara en cuanto llegase.

– Hábleme de aquel amigo suyo que le recomendó al médico -requirió Nastia.

– La verdad es que le conozco poco. Nos encontramos en una fiesta, fue él quien entabló la conversación, me contó que se dedicaba a negocios editoriales aunque en su día había estudiado medicina, por lo que tenía muchos amigos médicos, y me dijo que si un día me viera afectado por algún problema de salud, me echaría una mano encantado. Me dio su tarjeta. Ésa fue toda nuestra amistad.

– Necesito sus datos. ¿Conserva su tarjeta?

Mientras Borís rebuscaba entre las hojas de su agenda, Nastia volvió a mirar el dibujo de las cinco rayas, rojas como la sangre.

– Dígame una cosa, Borís, ¿por qué ha dibujado la clave de sol con el color verde manzana?

– Vica así la había soñado. A mí también me extrañó pero ella insistió mucho, dijo que en todos los sueños la clave de sol aparecía de color verde claro, siempre. ¡Aquí está, ya la tengo!

Tendió a Nastia la tarjeta de Valentín Petróvich Kosar en la que figuraban los números de teléfono de su casa y de su consulta.

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