CAPÍTULO 4

¿Qué es lo que retiene a una persona al lado de otra? ¿Qué las obliga a estar juntas? ¿Una atracción irresistible? ¿O la simple comodidad?

Después de escuchar el relato de Andrei Chernyshov sobre su charla con Olga Kolobova, de soltera Agápova, Nastia se quedó con la duda de si los nuevos hechos hablaban a favor de Borís Kartashov o si representaban un cargo en su contra.

Cuando pintaban aquel piso de los vecinos de Kartashov, Lola Agápova trabajaba con Vica Yeriómina. Borís conoció a las dos muchachas al mismo tiempo y, tras llegar a la conclusión de que la guapísima Vica ya estaría, con toda seguridad, «pillada» por alguno, dedicó toda su atención a Lólechka, que sólo era bonita. Era más sencilla, modesta y algo así como hogareña. En los primeros días, Borís consideró incluso la idea de casarse con esa niña criada en un orfanato, simpática, hacendosa y libre de las cargas que supone una parentela. Lola no tomaba alcohol, no fumaba y tenía todas las probabilidades de darle un niño sano y bonito. Pero muy pronto esa situación banal del braguetazo a la inversa se transformó en otra, más banal aún, de triángulo amoroso: Vica, joven lanzada y segura de sí misma, tomó cartas en el asunto. No le costó el menor esfuerzo meterse en la cama del artista poco menos que delante de su amiga. Borís se dejó llevar por una pasión verdadera, mientras que Lólechka, silenciosa, se apartó con resignación, acostumbrada como estaba a ceder el protagonismo a su amiga más aventajada. Todo cuanto Kartashov había contado de los tés y las comidas guisadas para un hombre era verdad, pero no la verdad completa.

Pasado algún tiempo, Lola Agápova decidió casarse con Vasia Kolobov, y las relaciones entre los tres -ella, Vica y Borís- fueron envenenadas por la creciente tensión. Vica, guapa y afortunada en tantas cosas, estaba que echaba humo de la rabia que le daba el hecho de que Lolka, la que durante tantísimos años, desde el mismo orfanato, había sido su «segunda», hubiese encontrado marido antes que ella. Lola sufría en silencio su amor por Borís y se daba perfecta cuenta de que se casaba sólo por casarse. Borís, por su parte, se reprochaba su propia necedad y su debilidad, maldecía el día en que dejó que sus instintos más primarios obnubilaran su raciocinio e intentaba reunir valor para convencer a Lola de que debía romper su compromiso a toda costa, porque saltaba a la vista que no quería a su novio y porque comprendía que su decisión no se debía sólo a la imposibilidad de casarse con él, Borís, sino también al anhelo tonto e infantil de ganarle a la guapísima Vica al menos una partida en su vida. Una semana antes de la boda, Lola fue a ver a Kartashov y le dijo:

– Boria, me debes un regalo de boda…

Y él le dio a su antigua amante ese regalo de boda que le reclamaba: una semana entera llena de hechizo y pasión.

– Lo que me gustaría que Vica se enterase de esto -decía Lola con aire de ensueño desperezándose en la cama-. Que le doliese tanto como a mí me dolió aquel día en que os encontré juntos sobre este mismo sofá.

– No digas tonterías -respondía Borís desentendiéndose del asunto con un meneo de la mano, sintiendo cómo se le helaban las entrañas.

No era un hombre valiente, y la perspectiva de tener que darle explicaciones a Vica, vehemente y temperamental, no le hacía ninguna gracia.

A pesar de eso, ni en aquellos momentos dejó de intentar convencer a Lola para que se echase atrás y rompiese con Vasia Kolobov mientras aún estaba a tiempo.

– ¿Y luego?, ¿te casarías conmigo? -le preguntó Lola un día-. Si dejas a Vica y te casas conmigo, mandaré a Vaska a paseo.

Estaba preparándose para ir al trabajo, de pie delante del espejo, ya completamente vestida, aplicando colorete en los pómulos.

– Te doy un día para reflexionar -sonrió la joven-. Cuando vuelva, me dirás sí o no. Si me dices que sí, te sales con la tuya y no habrá boda dentro de dos días. Si dices que no, no lo tomes a mal pero no quiero oír otra palabra contra Kolobov. ¿Lo has entendido, vida mía?

A medida que el fin de la jornada laboral se iba acercando, mayor era la certeza de Borís de que no tendría redaños para echar a Vica. Unas relaciones que se configuraban espontáneamente, solas, eran muy diferentes de las que uno debía forjar y ajustar a sus decisiones. ¿Qué iba a decirle a Vica? «¿He estado a gusto contigo durante un año pero ahora, de repente, ya no lo estoy?» Era un disparate. «Hace unos días todo estaba bien pero hoy me caso con tu amiga. Cuando me sedujiste, no opuse resistencia porque eres una chica muy guapa pero, al cabo de un año, he comprendido que eres la clásica "equivocación", que no eres de las que forman familias y tienen hijos.» Chocante. Por otra parte, Lola se iba a casar, su vida iba a arreglarse, pero si Borís abandonaba a Vica, ¿qué sería de ella, dado lo impetuoso de su carácter? «No, digan lo que digan, sólo en las novelas eso resulta tan fácil: mandas a paseo a una, te enrollas con otra y en paz… En la vida, todo es mucho más complicado.»

Como resultado, Vica siguió con Borís y Lola dejó de apellidarse Agápova para convertirse en Kolobova. Kartashov sentía una especie de afecto por Vica, antojadiza e inconstante, la trataba como a una niña tonta a la que uno no podía quitar el ojo de encima y que, cuando abandonaba sus travesuras, era capaz de regalarle a uno momentos sorprendentemente felices de calor, generosidad y ternura. Borís se sentía incluso hasta cierto punto responsable de su amiga, vivía con el temor permanente de que se metiera en algún lío y los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que escuchaba por teléfono su voz, destemplada por los efectos del alcohol: «Bórechka, cariño, no te preocupes de nada, estoy bien.»

Cuanto más empeoraban las relaciones entre Lola y su marido, más se consolidaba la amistad que unía a las dos mujeres. Poco a poco, Vica se fue olvidando de su enfado al convencerse de que no tenía nada que envidiar a su amiga.

Lola, a su vez, estaba contenta porque Borís, aunque no se había atrevido a casarse con ella, tampoco quería formalizar su unión con Vica. De tarde en tarde, cuando la juerga de turno de Vica se prolongaba, Borís, sin el menor escrúpulo, llamaba a Lola y justificaba su conducta ante sí mismo pensando que ambos eran víctimas de una traición: a Lola la había traicionado su marido y a él Vica. Así estaban las cosas hasta el mes de octubre, cuando Vica desapareció…


– Mira qué panorama tenemos. Kolobova está dispuesta a dejar a su marido por Kartashov pero Kartashov no sabe cómo quitarse de encima a Vica Yeriómina, le falta valor. La muerte de Vica lo resuelve todo, ¿no te parece?

Nastia se acomodó en el banco y sacó un cigarrillo. Andrei Chernyshov desprendió la correa del collar del perro, le dijo con severidad: «No te vayas lejos», y se volvió hacia su compañera.

– ¿Crees que Kolobova tiene algo que ver con el asesinato de Yeriómina?

– Kolobova, o Kartashov, o ambos juntos. Se han inventado la estremecedora historia del trastorno psíquico de Vica para explicar su desaparición. ¿Qué? Como hipótesis puede servir. Además, lo que Kolobova declaró acerca de su conversación con Vica el viernes 22 de octubre por la noche puede ser otro camelo. No hay forma de comprobarlo, el marido de Kolobova no se encontraba en casa a aquella hora. Lo único que no queda claro es dónde se metió Yeriómina durante una semana entera. Desde el 23 hasta el 30 de octubre nadie la vio y, según el forense, la mataron el 31 de octubre o el 1 de noviembre. Tenemos que comprobar de la forma más escrupulosa posible dónde andaban durante aquella semana Kartashov y Kolobova. Cada paso suyo, cada minuto, literalmente.

– Ha pasado un mes -dijo Andrei moviendo la cabeza dubitativo-. Quién se acordará a estas alturas dónde y cuándo les vieron, de qué hablaron… Tenemos cero probabilidades.

– Le he llorado al Buñuelo y me ha permitido utilizar a Misha Dotsenko, es un genio para estas cosas. Con él, los testigos se acuerdan de todo, lo quieran o no.

– ¿Qué les hace, les parte la cabeza o qué? -se rió Chernyshov.

– No te lo tomes a pitorreo. No le has visto trabajar. Ha estudiado la materia, ha leído una pila de libros sobre los problemas de la memoria y la mnemotecnia. Puede resultarnos muy útil.

– Que Dios te oiga -asintió Andrei-, si yo no tengo nada en contra. ¿Cómo es que no me preguntas qué tal me ha ido en la comisaría Suroeste?

– ¿Alguna novedad? -se animó Nastia.

– Ninguna, por desgracia. Un atropello común y corriente. Cada día son más frecuentes. El conductor arrolla al peatón y se da a la fuga. Una callejuela tranquila, altas horas de la noche, ni un testigo. Los vecinos de las casas más próximas no han visto nada y tampoco han oído el chirrido de los frenos. En la calzada no se han podido detectar huellas de la frenada aunque con el tiempo de perros que hace no las encontraríamos incluso si existieran: hay como dos dedos de agua sobre el asfalto. Sobre la ropa de la víctima, Kosar, se han encontrado partículas de la pintura del automóvil. Al parecer, el coche fue pintado en dos ocasiones, al principio era azul, luego marrón chocolate y ahora es gris marengo, color asfalto mojado, como le llaman. Esto es todo lo que hay. Los expertos sostienen que la altura del impacto prueba que seguramente el coche es de fabricación nacional y no de importación. No se sabe nada más.

– ¿Y el propio Kosar? ¿Qué sabemos de él?

– Valentín Petróvich Kosar, cuarenta y dos años, diplomado universitario, cursó estudios de medicina pero sólo trabajó como médico durante cuatro años, luego se incorporó a la editorial Medicina como redactor. A partir de entonces trabajaba en ese sector, ocupó algún puesto en la revista La Salud, durante los últimos años se dedicaba a negocios, organizó la publicación de folletos divulgativos sobre las hierbas medicinales, el curanderismo, la percepción extrasensorial. Su último cargo fue el de adjunto del director jefe de la revista La señora de su casa, destinada a jubiladas y amas de casa. Recetas, consejos, chismes, novelas policíacas, programación pormenorizada de la televisión y cosas por el estilo. Casado, con dos hijos.

– Qué pena -suspiró Nastia-. Pobre hombre. Tendremos que restablecer la sucesión de los hechos a partir de las declaraciones de Kartashov y del médico.

– ¿Crees que nos llevará a alguna parte?

– Quién sabe. Pero debemos intentarlo. Kartashov tuvo que darle a Kosar alguna razón para explicarle por qué necesitaba consultar con un psiquiatra. Kosar, a su vez, al llamar al médico pudo perfectamente mencionarle el problema de su amigo. ¿Y si a Kartashov, cuando hablaba con Kosar, se le escapó algo, aunque sólo fuera una palabra, que contradice lo que luego ha contado de la enfermedad de Vica? Esta tarde, a las 5.30, tengo cita con ese psiquiatra.

El pastor alemán que atendía por Kiril, satisfecho con el paseo, se acercó a su dueño y se sentó educadamente a sus pies, la cabeza apoyada con delicadeza en sus rodillas.

– Qué enorme es este animal -dijo Nastia con respeto-. Darle de comer debe de salirte por un ojo de la cara.

– Así es -confirmó Andrei rascando al perro detrás de la oreja-. Alimentarlo correctamente cuesta un riñón.

– ¿Cómo te las arreglas?

– Con mucha dificultad. ¿No ves cómo voy vestido? -respondió señalando con la mano sus tejanos viejos, la trenca, que había conocido tiempos mejores, y los zapatos desgastados aunque de una limpieza impecable-. No bebo, no fumo, no frecuento restaurantes, no meriendo en la cafetería, me traigo los bocadillos de casa. ¡Régimen de economía rigurosa! -se rió-. La verdad sea dicha, mi Irina gana el doble que yo. Me viste y me da de comer, y yo me encargo del coche y de Kiril.

– Has tenido suerte. ¿Y qué haría uno que no tuviera una Irina como la tuya? Con nuestro sueldo uno no puede permitirse ni un coche ni un perro grande. Vivimos y nos moriremos en la pobreza más vergonzante. Bueno, vamos a trabajar.


El encuentro con el psiquiatra al que Borís Kartashov había acudido para solicitar su opinión sobre Vica no aportó prácticamente ninguna novedad, excepto que Nastia pudo comprobar una vez más la negligencia de su compañero Volodya Lártsev. Ya al leer por primera vez el protocolo del interrogatorio del doctor en psiquiatría Máslennikov, le llamó la atención la rotundidad con que el médico había diagnosticado la enfermedad sin ver a la paciente. Por lo que ella sabía, los médicos no solían hacerlo, y menos los psiquiatras. De creer al protocolo, el doctor Máslennikov no tenía la menor duda de la gravedad del trastorno de Yeriómina y de que debía ser ingresada con suma urgencia.

– ¡Por el amor de Dios, qué dice! -dijo el psiquiatra agitando las manos cuando Nastia se lo preguntó-. Habría sido un error garrafal. Sabe usted, cuando se nos coloca en semejante aprieto, nos defendemos como gatos panza arriba, añadimos a cada palabra «puede ser», «en algunos casos», «tiene cierta similitud», «a veces puede ocurrir», etcétera; hacemos lo imposible con tal de no decir nada definitivo. Para hacer un diagnóstico necesitamos observar al paciente un mes como mínimo y, a poder ser, hospitalizado, y aun así, en ocasiones sucede que no podemos sacar ninguna conclusión definitiva. En cuanto a decidir algo sin ver al paciente, nunca, ni hablar. Ningún profesional de la medicina que se precie lo haría jamás.

– ¿Es suya esta firma?

Nastia tendió a Máslennikov el protocolo redactado por Lártsev.

– Mía. ¿Hay algún problema?

– ¿Había leído el protocolo antes de firmarlo?

– A decir verdad, no. No tenía motivos para desconfiar de su compañero. ¿Qué es lo que ocurre?

– Hágame el favor, lea el protocolo y dígame si está de acuerdo con todo lo que pone.

Máslennikov empezó a leer el protocolo escrito con la letra menuda y difícil de entender de Volodya Lártsev. Al llegar a la mitad de la segunda página, arrojó los papeles sobre la mesa furioso.

– ¿De dónde ha salido esto? -preguntó con asco-. No guarda el menor parecido con lo que yo dije. Mire, aquí pone: «Su amiga debe ser ingresada de inmediato ya que se encuentra al borde de sucumbir a una grave enfermedad psiquiátrica.» Supuestamente, yo le dije eso a Kartashov, cuando lo que en realidad le dije a Borís fue que era imprescindible que un médico viera a su amiga. No se podía descartar que estuviese enferma, y le incumbía al médico decidir si necesitaba tratamiento. Pero tenía que estar preparado porque, si el médico llegaba a la conclusión de que aquello era el principio de un trastorno psíquico grave, se le ofrecería ingresar en una clínica con toda urgencia. ¿Nota la diferencia? Su compañero ha suprimido de mi declaración todos los reparos y, además, la tergiversó de pies a cabeza. ¿Y esto qué es? «El estado de su amiga indica que padece del síndrome de Kandinsky-Clerambault.» ¿Cómo puedo saber cuál es exactamente su estado? ¡Si no la he visto en mi vida! Recuerdo haberle dicho: «Los síntomas que me ha descrito pueden corresponder al síndrome…» No, ¡me niego categóricamente a comprender cómo ha sido posible trastrocar mis palabras hasta este punto!

Máslennikov se había enfadado en serio. Nastia, que volvía a encontrarse haciendo de cabeza de turco, de diana de las iras de todo el mundo, sintió que le asaltaba la rabia contra Lártsev. Uno podía tener prisa y resumir algunas cosas pero ¡no se debía falsear los testimonios!

– Vamos a anotar su declaración de nuevo -dijo en tono reconciliador-. Trataré de apuntarlo todo palabra por palabra y luego leerá lo que he escrito. ¿Cómo empezó todo?

– En octubre me llamó mi compañero de promoción Valentín Kosar para pedirme cita con un amigo suyo, Borís Kartashov. Kosar me contó que Borís estaba preocupado por el estado de salud de su novia, que había desarrollado ideas fijas sobre sus sueños. Según ella, alguien espiaba sus sueños y ahora trataba de influir sobre su comportamiento por medio de la radio.

Nastia tomó nota de la declaración de Máslennikov meticulosamente, pensando con angustia que había dado otro golpe en falso. No había conseguido encontrar la menor discrepancia entre la declaración de Kartashov y la de Máslennikov. Lo cual no dejaba al pintor libre de toda sospecha, pero el hilo al que Nastia quería agarrarse para desmadejar el ovillo volvía a escurrírsele de los dedos. ¡Ay, Lártsev, Lártsev! ¿Por qué no habrás dedicado una hora más a hablar con Kolobova? ¿Por qué has pasado por alto la existencia de un contestador automático en el piso de Kartashov? ¿Por qué no has averiguado cómo dio Kartashov con el doctor Máslennikov? Habían perdido un mes entero. La hipótesis sobre el trastorno mental, que provocó la pérdida de orientación y, como consecuencia, fue la causa de la desaparición de Victoria Yeriómina, había exigido esfuerzos ímprobos para su verificación. «Y todo porque a ti, Lártsev, esta hipótesis te había hecho tilín y redactaste los protocolos a medida, prescindiendo de detalles que en tu opinión importaban poco y para los que simplemente no tenías tiempo. Por supuesto, no se podía descartar que fuera esa hipótesis la que más se acercaba a la verdad pero tenías que haber comprobado otras también, aquellas que no pudieron ser formuladas justamente porque faltó la información que habías desechado. Eres un ser humano, se te parte el alma al saber que tu hija está sola en casa y a punto de desmandarse, y no obstante…»

Nastia terminó de redactar el protocolo y se lo tendió a Máslennikov.

– Léalo con atención. Si encuentra una sola palabra con la que no está conforme, la corregiremos. Después, firme en cada página. ¿Me permite hacer una llamada?

– Por supuesto -respondió el médico acercándole el teléfono-. Marque el nueve.

Nastia llamó a Olshanski.

– Soy Kaménskaya, buenas tardes. ¿Tiene alguna cosa para mí?

– Sí -resonó en el auricular la voz atiplada del juez de instrucción-. Han llegado los resultados del examen perital de la cinta.

– ¿Y qué dicen? -A Nastia le dio un vuelco el corazón y empezó a latirle aceleradamente.

– El mensaje de la cinta número uno había sido borrado. Entre otros mensajes de esa cinta ninguna voz pertenece a Yeriómina. ¿Satisfecha?

– No lo sé. Tengo que pensarlo.

– Pues piensa, piensa. Mañana estaré todo el día fuera, voy a asistir a una reconstrucción de hechos. Si se presentara alguna emergencia, llama a la comisaría Otrádnoye del distrito Norte.

Al salir de la clínica psiquiátrica número 15, donde trabajaba el doctor Máslennikov, Nastia se dirigió a su casa, situada en la carretera de Schelkovo. El camino era largo y le dio tiempo para reafirmarse en su impresión de que las sospechas relacionadas con Borís Kartashov no estaban del todo infundadas. Si no hubiera sido Kartashov sino alguien más quien deseaba destruir el mensaje grabado en la dichosa cinta, la habría borrado o simplemente robado. Pero Borís, que conservaba las casetes usadas por si acaso, jamás lo habría hecho. Concordaba con su estilo personal borrar un solo mensaje, justamente el que amenazaba con poner en evidencia su implicación en el asesinato de Vica Yeriómina, y conservar todos los demás «por si las moscas». Nastia estaba casi segura de que el mensaje borrado arrojaba luz sobre la desaparición de la joven.


Nastia entregó a Gordéyev la hoja de papel con la descripción de una nueva tarea para Misha Dotsenko y se encerró en su despacho. Había decidido pasar esta jornada sentada delante de su mesa de trabajo en vez de corriendo por las calles. Tenía que poner en orden sus ideas y organizar la información recabada en una especie de sistema.

Enchufó el infiernillo, encontró en un cajón de la mesa un bote de café instantáneo y una caja de terrones de azúcar, acercó el cenicero, colocó delante de sí unas cuantas cuartillas en blanco, encabezó cada una con un titular que nadie más que ella sabría descifrar y se sumergió en el trabajo.

El tiempo pasaba, el cenicero se llenaba de colillas, las cuartillas, de frases, palabras sueltas, cuadraditos, circulitos y flechas… Cuando llamaron a la puerta, Nastia decidió no abrir. Si el jefe la necesitara, la llamaría por el teléfono interior. En cuanto a los compañeros, le daba cierto reparo hablar con ellos. Quería evitar esa situación que la obligase a mirar a su interlocutor en los ojos, sonreírle amablemente y para sus adentros pensar: «¿No serás tú aquel a quien se refería el Buñuelo?»

Pero quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta no se iba sino que seguía llamando con insistencia. Nastia se acercó e hizo girar la llave en la cerradura. En el umbral apareció Volodya Lártsev.

– Perdona, Aska, me urge hacer una llamada pero en nuestro despacho Korotkov se ha colgado del teléfono.

Los ojos de Lártsev parecían más pequeños, en el último año había perdido mucho peso, su cara tenía un color ceniciento. Cuando empezó a marcar, Nastia advirtió que le temblaban las manos.

– ¿Nadia? ¿Dónde has estado?… Hoy tenéis cinco clases, debías estar en casa a la una y media… Ah, bueno, vale… ¿Has comido?… ¿Por qué?… ¿Acabas de entrar?… ¿Qué notas traes?… Buena chica… Bien hecho… ¿Cómo que suspenso en geografía? ¿No tenías los mapas mudos?… Bueno, mi pequeña, sobreviviremos, intentaré comprarlos, te lo prometo… ¿A casa de qué amiga?… ¿Qué Yula es ésa? ¿De tu grupo?… ¿De la casa de al lado? ¿Y de qué la conoces?… ¿En el patio? ¿Cuándo fue?… Nadiusa, quizá sea mejor que venga ella a nuestra casa, ¿eh? Allí jugaréis… Ah, ya, que son juegos de ordenador… Entonces, claro que sí. ¿Tiene teléfono tu Yula?… ¿No sabes el número?… ¿Cómo se apellida?… Tampoco lo sabes… Pero la dirección, el número del apartamento, algo… ¿Nada? Bueno, quedemos así. Ahora come algo, volveré a llamarte dentro de media hora y entonces decidiremos qué hacer con Yula. No se te olvide, la compota está en la olla, junto a la ventana. ¡Hasta ahora!

Lártsev colgó y miró a Nastia compungido.

– ¿Puedo hacer otra llamada?

– Adelante. Oye, Volodka, eres un verdadero cancerbero. ¿Por qué no dejas que tu hija vaya a casa de su amiga a jugar con el ordenador?

– Porque necesito saber con toda exactitud adonde va y para qué, y cómo va a volver a casa. A las cinco ya habrá anochecido. ¿Oiga? ¿Yekaterina Alexéyevna? Hola, buenos días, soy el padre de Nadia Lártseva. Disculpe la molestia, ¿no conoce por casualidad a una familia que vive en su escalera, tienen una hija, Yula, de unos once años más o menos? ¿Los Obraztsov? ¿Qué clase de gente son?… ¿No tendrá su teléfono?, ¿sabe en qué piso viven?… Gracias, muchísimas gracias, Yekaterina Alexéyevna. Una pregunta más: en aquella familia, ¿suele haber algún adulto en casa por la tarde?… ¿La abuela? ¿Cómo se llama?… Una vez más, muchísimas gracias. Es un verdadero ángel de la guarda, ¡no sé qué haría yo sin usted! ¡Que le vaya bien!

– ¡Vivir para ver! -se admiró Nastia-. Con estas dotes de detective, si un día las pusieras al servicio de la sociedad…

Y se cortó. No tenía la menor intención de discutir con Lártsev la calidad de su trabajo, sobre todo, el del último mes. Había dado su palabra a Olshanski de que se abstendría de regañar a Volodya. Además, tal regañina les llevaría a hablar de detalles de la investigación del asesinato de Yeriómina, cosa que Gordéyev le había prohibido terminantemente. Pero Lártsev no pareció ni siquiera haber oído las palabras que ella había dejado escapar tan imprudentemente.

– Cuando tengas una hija de once años, lo comprenderás. Cada día que amanece la machaco con lo de los desconocidos que ofrecen caramelos a las niñas y aun así, si al terminar las clases se retrasa tan sólo diez minutos, me muero de miedo. No me canso de repetirle: «No salgas corriendo a la calzada, cruza la calle sólo allá donde hay semáforos, mira primero a la izquierda, luego a la derecha, si hay un autobús parado, pasa detrás de él, si es un tranvía, ve por delante.» Y cada día de Dios estoy con el alma pendiente de un hilo, cuando me la imagino bajo las ruedas… Ay, Aska -la voz le tembló y los ojos le brillaron traicioneramente-, pide a Dios que te ahorre conocer ese tormento de cada día. Tengo suficiente con haber perdido a la mujer y al pequeño, no soportaría otro golpe… ¿Puedo utilizar el teléfono?

– ¡Deja ya de preguntar! Claro que puedes.

Tras presentarse por teléfono a la abuela de la pequeña Yula que tenía ordenador propio y arrancarle el juramento solemne de que Nadiusa Lártseva sería enviada a casa antes de que oscureciera o, si no, que uno de los adultos la acompañaría hasta la puerta de su piso, Volodya llamó a su hija para dispensar su paternal bendición a la visita a su nueva amiga. Nastia le miraba y pensaba que reprocharle la negligencia en el trabajo era no tener corazón. No, Olshanski no tendría coraje para llamarle la atención a Lártsev. Y ella tampoco.


Al reconocer desde lejos la familiar cabellera rojiza, Nastia se sorprendió. Probablemente, iba a ser la primera vez que Liosa Chistiakov era puntual. Habían quedado en encontrarse en el metro para ir juntos a casa del padrastro de Nastia. Leonid Petróvich, cumpliendo lo prometido, iba a presentarle a la mujer que le ayudaba a soportar su provisional viudedad.

La propia Nastia nunca había llegado tarde a una sola cita. Era perezosa y flemática, no le gustaba caminar de prisa y jamás se le ocurriría correr detrás de un autobús. No gozaba de buena salud y, en ocasiones, el barullo de gente y la falta de aire fresco le resultaban insoportables y la obligaban a bajar del autobús o del vagón del metro antes de llegar a su parada y sentarse a descansar en un banco, olisqueando una ampolla de amoníaco que siempre llevaba en el bolso. Consciente de sus achaques, Nastia planificaba sus itinerarios con un margen amplio de tiempo, por lo que lo normal era que se adelantara a la hora estipulada. Su amigo Liosa Chistiakov, en cambio, se caracterizaba por todo lo contrario. Matemático de talento que se había doctorado en Ciencias a los treinta años, encarnaba el tópico de profesor despistado y olvidadizo, y a menudo exasperaba a Nastia, al confundir el martes con el día dos, y Bibiriovo con Biriulov.

– Estoy anonadada -dijo Nastia dándole un beso en la mejilla-. ¿Cómo es que no vienes tarde, como sería natural?

– Un accidente. No volverá a suceder.

Chistiakov, burlón, le dio un tirón de oreja, la cogió del brazo y la condujo a paso ligero hacia la escalera mecánica.

– Te veo algo triste, viejecita mía. ¿Disgustos? -preguntó cuando salieron del metro y, atajando por descampados penumbrosos, se dirigieron hacia la casa de los padres de Nastia.

– La tensión -le informó Nastia parcamente.

– ¿Por qué motivo? ¿Esa mujer?

– Hum.

– Pero si has sido tú misma la que ha pedido conocerla.

– ¡Si lo sabré yo! Y sin embargo… Me pone nerviosa y no me explico por qué. ¿Y si me cae bien?

– ¿Qué tiene de malo?

– ¿Y mamá? Si eso ocurre, deberé hacer equilibrios con mi actitud ante mamá y esa dama.

– ¡Tanto como eso, Aska! Y si te cae mal, deberás revisar tu actitud respecto a Lionia, ¿no es eso?

– Evidentemente. Fíjate qué situación… Qué compromiso. ¿Quién me mandaba meterme en esto?

– Si te has metido en esto, es que vale la pena. Eres una chica inteligente, no das puntada sin hilo. Tranquila, compañera.

– No hace falta que me consueles, Liosik. Tengo tanto miedo, no sé dónde meterme. ¿Nos paramos? Tengo que fumarme un pitillo.

– Escucha, ¿piensas dejar de ser niña algún día? Te estas portando como una cría: malo, bueno, me gusta, no me gusta.

Se detuvieron delante del portal de la casa de los padres. Nastia se sentó en un banco y sacó del bolso los cigarrillos. Dio una calada aspirando el humo profundamente, cogió la mano de Liosa y se la apretó contra la mejilla.

– Liosik, soy una tonta, ¿verdad? Por favor, hazme entrar en razón, dime algo inteligente para que me calme. Me da tanta vergüenza, es como si estuviera traicionando a mamá.

Liosa se sentó a su lado y le pasó un brazo cariñosamente por los hombros.

– Es cierto que eres una niña todavía, Aska. Has cumplido treinta y tres años pero sigues sin tener la menor idea de lo que es una familia y la vida conyugal.

– ¡Mira quién habla! ¡Toda una autoridad en asuntos matrimoniales y de familia! Calla, tú, que eres un rancio solterón.

– En mi caso es distinto. Sigo viviendo con mis padres y observo sus relaciones a diario. Tú, por el contrario, hace mucho que te has independizado, y se te ha olvidado lo que significa compartir con alguien día a día, a lo largo de muchos años, el hogar y los problemas de la casa. Y, entre otras cosas, la cama. Así que no te precipites disgustándote. Termina de fumar y vamos.

– Liosik, ¿sabes qué se me acaba de ocurrir?

– Que si no hubieras abortado, nuestro hijo tendría ahora trece años.

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Se me acaba de ocurrir a mí también. Además, Asenka, hace casi veinte años que nos conocemos. He aprendido a leer tus pensamientos.

– ¿De veras? Entonces, sigue leyéndolos.

– Has pensado que, si hubieras tenido al niño y te hubieras casado conmigo, ahora no estarías atormentándote con la duda de si es ético o no conocer a la amante de tu padrastro y compartir con ella la mesa mientras continúe casado con tu madre. No te importaría. Tal vez ni siquiera te hubieras planteado este problema. ¿A que sí?

– Liosa, ¿quieres que te diga la verdad?

– Dime toda la verdad que quieras, y luego nos vamos de aquí, que estoy hecho un carámbano de tanto esperar a que se te calmen los nervios.

Se puso en pie y tiró de su mano. Nastia se levantó despacio.

– Bueno, ¿qué pasa con la verdad que me has prometido? -le preguntó con una sonrisa.

– Te quiero mucho. Pero a veces me asustas.

– Mentirosa -contestó Liosa en voz baja, y le acarició la mejilla con delicadeza-. Si me quisieras, no me tendrías en la calle cuando nos están esperando los famosos pollos asados de papá. Aparte de eso, el hombre capaz de asustarte no ha nacido todavía.


Nastia escuchó la pausada respiración de Liosa. «Creo que se ha dormido -pensó-. ¿Por qué repartirá la naturaleza sus gracias con esa iniquidad? Unos cuentan hasta diez y se duermen en seguida. Otros, como yo, si no se toman una pastilla no consiguen pegar ojo hasta el amanecer.»

Se levantó de la cama, se puso un grueso albornoz y, de puntillas, salió a la cocina. En el apartamento hacía frío, a pesar de la calefacción que funcionaba a tope, porque en los marcos de las ventanas y de la balconera había unas rendijas enormes. Nastia no encontraba a nadie que pudiera arreglarlas y, como siempre, le daba pereza taparlas con algodón o espuma. Encendió los cuatro quemadores de la cocina y al cabo de pocos minutos un calor asfixiante se expandió por el apartamento.

Nastia repasó en la memoria los sucesos de la velada anterior. Liosa tenía toda la razón, no se debían confundir las relaciones entre los padres e hijos con las que los padres entablaban con otra gente. La tensión que la había paralizado delante de la puerta de la casa de sus padres se había disipado poco a poco, la amiga de Leonid Petróvich resultó ser una mujer simpática y afable, en todo diferente de la madre, Nadezhda Rostislávovna. Lioska se había esforzado por mostrarse ocurrente y galante, y lo consiguió al ciento por ciento. O, en todo caso, consiguió encantar a su nueva conocida. El padrastro parecía encontrarse a gusto, les sirvió unos exquisitos pollos tabacá, no consintió a nadie tomarse demasiadas confianzas con su invitada y, hacia el final de la cena, Nastia se sintió relajada y tranquila. Pero un confuso sentimiento de culpa respecto a su madre seguía rondándola incluso ahora.

Vaciló, descolgó el teléfono y marcó el largo código y el número de la lejana Suecia, donde no era tan tarde todavía como en Moscú.

– ¿Nastia? ¿Qué sucede? -preguntó alarmada Nadezhda Rostislávovna.

– No sucede nada. Simplemente llevas mucho tiempo sin llamarme.

– ¿Estás bien? -seguía inquiriendo la madre; tan insólito era que su hija la llamase y que lo hiciera a esa hora intempestiva.

– Estoy perfectamente bien, mamá, no te preocupes. Estoy bárbaramente.

– ¿Y papá?

– También está bien. Acabamos de verle, Lioska y yo. Nos ha preparado para cenar unos pollos fantásticos.

– ¿No me engañas? ¿Seguro que todo está bien?

– Seguro. ¿Acaso es preciso que ocurra algo malo para que te llame? Te echaba de menos, eso es todo.

– Yo también te echo de menos, hija. ¿Cómo va tu trabajo?

– Como siempre. El 12 de octubre me mandan a Roma junto con una delegación de nuestros policías.

– ¡No me digas! -exclamó la madre con alegría-. ¡Qué suerte! Enhorabuena. ¿Cuándo has dicho que te marchas?

– El 12. Regreso el 19.

– ¿Por qué no me lo has dicho antes? -el disgusto empañó la voz de Nadezhda Rostislávovna-. No creo que me dé tiempo para conseguir el visado pero voy a intentarlo. Del 14 al 17 se celebra en Francia un simposio de lingüistas, presento mi ponencia el día 15 y, si me dan el visado a tiempo, nos veremos en Roma. ¿Dónde me aconsejas buscarte?

– No lo sé. Y yo ¿dónde te busco yo a ti?

– Tampoco yo lo sé -se rió la madre-. Hagamos lo siguiente. Si todo sale bien, nos encontraremos el día 16 a las siete de la tarde en la plaza que hay delante de la basílica de San Pedro. La plaza es redonda, espaciosa, se puede ver fácilmente a todos los que están allí. No te perderás. ¿Te parece?

Nastia se quedó algo desconcertada ante el arrojo de su madre.

– Pero, mamá, no voy sola a Roma sino con un grupo de compañeros. ¡Cómo quieres que sepa qué programa tenemos! ¿Y si el 16 justamente me es imposible escaparme?

– Bobadas -dijo la madre con decisión-. Te esperaré hasta las ocho. Si no apareces, quedamos para el día siguiente, etcétera. Procuraré organizarlo todo y espero verte, ¿me oyes, hija mía?

– Está bien, mamá -Nastia suspiró espasmódicamente, pensando sólo en ocultarle a la madre que un torrente de lágrimas le resbalaba por las mejillas-. Estaré sin falta.

– ¿Qué me dices del idioma? -preguntó la madre, y se puso severa-: ¿Recuerdas algo o ya se te ha olvidado por completo?

– No te preocupes, allí siempre puedes entenderte en inglés.

– No, bonita, eso no vale. Prométeme que te pondrás al día con el italiano. De pequeña lo dominabas a la perfección.

– Mamá, hace tanto que ya no soy pequeña. Trabajo de sol a sol y no estoy segura de poder encontrar tiempo para estudiar. No te enfades, por favor.

– Pero si no me enfado. -Nastia tuvo la certeza de que su madre había sonreído al pronunciar estas palabras-. Me siento orgullosa de ti, Nastiusa. Y no te me pongas a llorar. ¿Crees que no te oigo moquear? Ve a la cama y no malgastes tu mísero presupuesto emocional en angustias tontas. Acuérdate bien, cada tarde a las siete delante de la basílica de San Pedro. Dale un beso a papá y otro a Liosa.

Nastia colocó despacio el auricular sobre el aparato y sólo entonces vio a Liosa, parado en el umbral de la cocina.

– ¿Qué? ¿Estás más tranquila? -preguntó sonriendo-. ¿Te has convencido de que tu madre sigue queriéndote?

– ¿Te he despertado? -balbuceó Nastia acongojada-. Perdona.

– Santo cielo, en el fondo, qué niña eres todavía -suspiró Chistiakov.

Estuvieron media hora sentados en la bien caldeada cocina hasta que Nastia se calmó del todo.

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