XV

amaba desesperadamente a María y no obstante la palabra amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con ansiedad su retorno de la estancia para decírsela.

Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días, creció en mí una especie de locura. Le escribí una segunda carta que simplemente decía: "¡Te quiero, María, te quiero, te quiero!"

A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas únicas palabras: "Tengo miedo de hacerte mucho mal." Le contesté en el mismo instante: "No me importa lo que puedas hacerme. Si no pudiera amarte me moriría. Cada segundo que paso sin verte es una interminable tortura."

Pasaron días atroces, pero la contestación de María no llegó. Desesperado, escribí: "Estás pisoteando este amor."

Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa. Excepto la palabra María, pronunciada repetidamente, no atiné a decir nada, ni tampoco me habría sido posible: mi garganta estaba contraída de tal modo que no podía hablar distintamente. Ella me dijo:

– Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue.

Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa.

– Te quiero ver en seguida -dije.

– Sí, nos veremos hoy mismo -respondió.

– Te espero en la plaza San Martín -le dije. María pareció vacilar. Luego respondió:

– Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho.

¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡ Qué ternura sentía en mi alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡ La hermosura del mundo! ¡ Si es para morirse de risa!

Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María que se acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su cara, pero reconocí su manera de caminar.

Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella permanecía en silencio.

– ¿Por qué te fuiste a la estancia? -pregunté por fin, con violencia-. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada?

Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió.

– Me haces mal, Juan Pablo -dijo suavemente.

– ¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes? No decía nada.

– ¿Por qué? ¿Por qué? Por fin respondió:

– ¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no.

Le volví a estrujar el brazo con rabia.

– No -le respondí-. No es de mí que deseo hablar: deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber si me querés.

No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente.

– Ah… entonces no me querés -dije con amargura.

Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente:

– Claro que te quiero… ¿por qué hay que decir ciertas cosas?

– Sí -le respondí-, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés?

Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo así.

– Has estado sonriendo -dije con rabia.

– ¿Sonriendo? -preguntó asombrada.

– Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles.

– ¿En qué detalles te has fijado? -preguntó.

– Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.

– ¿Y de qué podía sonreír? -volvió a decir con dureza.

– De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé yo… Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda.

María se levantó de golpe.

– ¿Qué pasa? -pregunté asombrado.

– Me voy -repuso secamente. Me levanté como un resorte.

– ¿Cómo, que te vas?

– Sí, me voy.

– ¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?

No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.

– ¿Por qué te vas?

– Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia.

– ¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en vez de responderme sonreís y además te enojas. Claro que es para no entenderte.

– Imaginas que he sonreído -comentó con sequedad.

– Estoy seguro.

– Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso.

No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa sino algo así como un rastro en una cara ya seria.

– No sé, María, perdóname -dije abatido-. Pero tuve la seguridad de que habías sonreído.

Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que su mano tomaba mi brazo con ternura. Oí en seguida su voz, ahora débil y dolorida:

– ¿Pero cómo pudiste pensarlo?

– No sé, no sé -repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me acarició la cabeza como lo había hecho al comienzo.

– Te advertí que te haría mucho mal -me dijo al cabo de unos instantes de silencio-. Ya ves como tenía razón.

– Ha sido culpa mía -respondí.

– No, quizá ha sido culpa mía -comentó pensativamente, como si hablase consigo misma. "Qué extraño", pensé.

– ¿Qué es lo extraño? -preguntó María.

Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después) que era capaz de leer los pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz alta, sin darme cuenta.

– ¿Qué es lo extraño? -volvió a preguntarme, porque yo, en mi asombro, no había respondido.

– Qué extraño lo de tu edad.

– ¿De mi edad?

– Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés? Rió.

– ¿Qué edad crees que tengo?

– Eso es precisamente lo extraño -respondí-. La primera vez que te vi me pareciste una muchacha de unos veintiséis años.

– ¿Y ahora?

– No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no físico me hacía pensar…

– ¿Qué te hacía pensar?

– Me hacía pensar en muchos años. A veces siento como si yo fuera un niño a tu lado.

– ¿Qué edad tenés vos?

– Treinta y ocho años.

– Sos muy joven, realmente.

Me quedé perplejo. No porque creyera que mi edad fuese excesiva sino porque, a pesar de todo, yo debía de tener muchos más años que ella; porque, de cualquier modo, no era posible que tuviese más de veintiséis años.

– Muy joven -repitió, adivinando quizá mi asombro.

– Y vos, ¿qué edad tenés? -insistí.

– ¿Qué importancia tiene eso? -respondió seriamente.

– ¿Y por qué has preguntado mi edad? -dije, casi irritado.

– Esta conversación es absurda -replicó-. Todo esto es una tontería. Me asombra que te preocupes de cosas así.

¿Yo preocupándome de cosas así? ¿Nosotros teniendo semejante conversación? En verdad ¿cómo podía pasar todo eso? Estaba tan perplejo que había olvidado la causa de la pregunta inicial. No, mejor dicho, no había investigado la causa de la pregunta inicial. Sólo en mi casa, horas después, llegué a darme cuenta del significado profundo de esta conversación aparentemente tan trivial.

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