De pie entre los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro dormitorio.
Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, caminé por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:
– ¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?
Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:
– Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.
Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre.
Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común.
Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la madrugada. Desde un café telefoneé a la casa de Allende, lo hice despertar y le dije que debía verlo sin pérdida de tiempo.
Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor, con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de un brazo y lo arrastré dentro. El polaco, como un idiota, vino detrás y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas salió, le grité al ciego:
– ¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter!
La cara de Allende se puso mortalmente rígida.
– ¡ Imbécil! -gritó entre dientes, con un odio helado. Exasperado por su incredulidad, le grité:
– ¡ Usted es el imbécil! ¡ María era también mi amante y la amante de muchos otros!
Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía de piedra.
– ¡Sí! -grité-. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañar a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie!
– ¡ Insensato! -aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí con unas manos que parecían garras.
Me hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose. Con increíble rapidez, se incorporó y me persiguió por toda la sala, tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba con un llanto seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra: ¡insensato!
Escapé a la calle por la escalera, después de derribar al mucamo que quiso interponerse. Me poseían el odio, el desprecio y la compasión.
Cuando me entregué, en la comisaría, eran casi las seis.
A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día, con un cielo ya sin nubes. Pensé que muchos hombres y mujeres comenzarían a despertarse y luego tomarían el desayuno y leerían el diario e irían a la oficina, o darían de comer a los chicos o al gato, o comentarían el film de la noche anterior.
Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo.