XXIX

apenas salí del correo advertí dos cosas: no había dicho en la carta por qué había inferido que ella era amante de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan despiadadamente: ¿acaso hacerla cambiar de manera de ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente ridículo. ¿Hacerla correr hacia mí? No era creíble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexioné, sin embargo, que en el fondo de mi alma sólo ansiaba que María volviese a mí. Pero, en este caso, ¿por qué no decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me había ido de la estancia porque de pronto había advertido los celos de Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusión de que ella era amante de. Hunter, además de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso era una hipótesis, que yo me podía formular con el único propósito de orientar mis investigaciones futuras.

Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi costumbre de escribir cartas muy espontáneas y enviarlas en seguida. Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un día hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias.

Quedaba un recurso desesperado, ¡ el recibo! Lo busqué en todos los bolsillos, pero no lo encontré: lo habría arrojado estúpidamente, por ahí. Volví corriendo al correo, sin embargo, y me puse en la fila de las certificadas. Cuando llegó mi turno, pregunté a la empleada, mientras hacía un horrible e hipócrita esfuerzo para sonreír.

– ¿No me reconoce?

La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que era loco. Para sacarla de su error, le dije que era la persona que acababa de enviar una carta a la estancia Los Ombúes. El

asombro de aquella estúpida pareció aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo que no alcanzaba a comprender, volvió su rostro hacia un compañero; me miró nuevamente a mí.

– Perdí el recibo -expliqué. No obtuve respuesta.

– Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo -agregué.

La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como dos compañeros de baraja.

Por fin, con el acento de alguien que está profundamente maravillado, me preguntó:

– ¿Usted quiere que le devuelvan la carta?

– Así es.

– ¿Y ni siquiera tiene el recibo?

Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante documento. El asombro de la mujer había aumentado hasta el límite. Balbuceó algo que no entendí y volvió a mirar a su compañero.

– Quiere que le devuelvan una carta -tartamudeó. El otro sonrió con infinita estupidez, pero con el propósito de querer mostrar viveza. La mujer me miró y me dijo:

– Es completamente imposible.

– Le puedo mostrar documentos -repliqué, sacando unos papeles.

– No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.

– El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de acuerdo con la lógica -exclamé con violencia, mientras comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa mujer tenía en la mejilla.

– ¿Usted conoce el reglamento? -me preguntó con sorna.

– No hay necesidad de conocerlo, señora -respondí fríamente, sabiendo que la palabra señora debía herirla mortalmente.

Los ojos de la arpía brillaban ahora de indignación.

– Usted comprende, señora, que el reglamento no puede ser ilógico: tiene que haber sido redactado por una persona normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a pedir que me la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial, lo lógico es que se atienda mi pedido. ¿ O es que el correo tiene empeño en hacer llegar cartas incompletas o equívocas? Es perfectamente claro y razonable que el correo es un medio de comunicación, no un medio de compulsión: el correo no puede obligar a mandar una carta si yo no quiero.

– Pero usted lo quiso -respondió.

– ¡Sí! -grité-, ¡pero le vuelvo a repetir que ahora no lo quiero!

– No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde.

– No es tarde porque la carta está allí -dije, señalando hacia el cesto de las cartas despachadas.

La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de la solterona temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia, sentí que todo mi odio se concentraba en el lunar.

– Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado la carta -repetí, mostrándole unos papeles personales.

– No grite, no soy sorda -volvió a decir-. Yo no puedo tomar semejante decisión.

– Consulte al jefe, entonces.

– No puedo. Hay demasiada gente esperando. Acá tenemos mucho trabajo, ¿comprende?

– Este asunto forma parte del trabajo -expliqué.

Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vaciló un rato, mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato volvió con un humor de perro. Buscó en el cesto.

– ¿Qué estancia? -preguntó con una especie de silbido de víbora.

– Estancia Los Ombúes -respondí con venenosa calma.

Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus manos y comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra.

– Sólo tiene iniciales y dirección -dijo.

– ¿Y eso?

– ¿ Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la carta?

– Tengo el borrador -dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y me lo devolvió.

– ¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?

– Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.

La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:

– ¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo hacer eso.

La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de hacer alguna barbaridad.

– Ese documento no sirve -concluyó la arpía.

– ¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? -pregunté con irónica cortesía.

– ¿La cédula de identidad?

Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:

– No, la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales. Tendrá que mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio.

Reflexionó un instante más y agregó:

– Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho años. Así que casi seguramente va a necesitar también certificado de domicilio.

Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba también a María y, lo que es más curioso, a Mimí.

– ¡Mándela usted así y váyase al infierno! -le grité, mientras me iba.

Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé si, volviendo a la ventanilla, podría incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo? ¿Arrojando un fósforo? Era fácil que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de nafta, el efecto sería seguro; pero eso complicaba las cosas. De todos modos, pense esperar la salida del personal de turno e insultar a la solterona.

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