XXII

como dije, cuando desperté estaba en medio de la habitación, de pie, bañado en un sudor frío.

Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono. Me dijeron que se había ido a la estancia. Quedé anonadado. Durante largo tiempo permanecí echado en la cama, sin decidirme a nada, hasta que resolví escribirle una carta.

No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy larga, pero más o menos le decía que me perdonase, que yo era una basura, que no merecía su amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la soledad más absoluta.

Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié una segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor desolación. En la última, decidí relatarle todo lo que había pasado aquella noche que siguió a nuestra separación. No escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé de confesarle la tentación de suicidio. Me dio vergüenza usar eso como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras describía mis actos más bajos y la desesperación de mi soledad en la noche, frente a su casa de la calle Posadas, sentía ternura para conmigo mismo y hasta lloré de compasión. Tenía muchas esperanzas de que María sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada, estaba francamente optimista.

A vuelta de correo llegó una carta de María, llena de ternura. Sentí que algo de nuestros primeros instantes de amor volvería a reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al menos con algunos de sus atributos esenciales, así como un rey es siempre un rey, aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que fuera a la estancia. Como un loco, preparé una valija, una caja de pinturas y corrí a la estación Constitución.

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