XXIV

fue una vez en la mesa que la flaca me preguntó a qué pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van Gogh, el Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí:

– Tiens. Después agregó:

– A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré -prosiguió dirigiéndose a Hunter- que esos tipos como Miguel Ángel o el Greco me molestan. ¡ Es tan agresiva la grandeza y el dramatismo! ¿No crees que es casi mala educación? Yo creo que el artista debería imponerse el deber de no llamar jamás la atención. Me indignan los excesos de dramatismo y de originalidad. Fíjate que ser original es en cierto modo estar poniendo de manifiesto la mediocridad de los demás, lo que me parece de gusto muy dudoso. Creo que si yo pintase o escribiese haría cosas que no llamasen la atención en ningún momento.

– No lo pongo en duda -comentó Hunter con malignidad.

Después agregó:

– Estoy seguro de que no te gustaría escribir, por ejemplo, Los hermanos Karamazov.

– Quelle horreur! -exclamó Mimí, dirigiendo los ojitos hacia el cielo. Después completó su pensamiento-: Todos parecen nouveaux-riches de la conciencia, incluso ese moine ¿cómo se llama?… Zozime.

– ¿Por qué no decís Zózimo, Mimí? A menos que te decidas a decirlo en ruso.

– Ya empiezas con tus tonterías puristas. Ya sabes que los nombres rusos pueden decirse de muchas maneras. Como decía aquel personaje de una farce: "Tolstói o Tolstuá, que de las dos maneras se puede y se debe decir."

– Será por eso -comentó Hunter- que en una traducción española que acabo de leer (directa del ruso, según la editorial) ponen Tolstoi con diéresis en la /'.

– Ay, me encantan esas cosas -comentó alegremente Mimí-. Yo leí una vez una traducción francesa de Tchékhov donde te encontrabas, por ejemplo, con una palabra como ichvochnik. (o algo por el estilo) y había una llamada. Te ibas al pie de la página y te encontrabas con que significaba, pongo por caso, porteur. Imagínate que en esc caso no se explica uno por qué no ponen en ruso también palabras como malgré o avant. ¿No te parece? Te diré que las cosas de los traductores me encantan, sobre todo cuando son novelas rusas. ¿Usted aguanta una novela rusa?

Esta última pregunta la dirigió imprevistamente a mí, pero no esperó respuesta y siguió diciendo, mirando de nuevo a Hunter:

– Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas… Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sa-chenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexan-drovitch Bunine y más tarde es simplemente Alexandre Ale-xandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti.

– Te vuelvo a repetir, Mimí, que no hay motivos para que digas los nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de decir Tchékhov no decís Chéjov, que se parece más al original? Además, ese "mismo" es un horrendo galicismo.

– Por favor -suplicó Mimí-, no te pongas tan aburrido, Luisito. ¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos? Eres tan abrumador, tan épuisant… ¿no le parece? -concluyó de pronto, dirigiéndose a mí.

– Sí -respondí casi sin darme cuenta de lo que decía.

Hunter me miró con ironía.

Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy impaciente. Todavía hoy me admira que haya oído con tanta atención todas esas idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las oía trataba de alegrarme haciéndome esta reflexión: "Esta gente es frívola, superficial. Gente así no puede producir en María más que un sentimiento de soledad. gente así no puede ser rival." Y sin embargo no lograba ponerme alegre. Sentía que en lo más profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la raíz de esta tristeza me ponía malhumorado, nervioso; por más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el fenómeno cuando estuviese solo. Pensé, también, que la causa de la tristeza podía ser la ausencia de María, pero me di cuenta de que esa ausencia más me irritaba que entristecía. No era eso.

Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto que la mujer preguntaba a Hunter si había leído la ultima novela del Séptimo círculo.

– ¿Para qué? -respondió Hunter-. Todas las novelas policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginación en el lector.

Mimí se indignó. Quiero decir, simuló que se indignaba.

– No digas tonterías -dijo-. Son la única clase de novela que puedo leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan complicado y detectives tan maravillosos que saben de todo: arte de la época de Ming, grafología, teoría de Einstein, baseball, arqueología, quiromancia, economía política, estadísticas de la cría de conejos en la India. Y después son tan infalibles que da gusto. ¿No es cierto? -preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.

Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.

– Sí, es cierto -dije, por decir algo.

Hunter volvió a mirarme con ironía.

– Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan -agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad.

– Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes.

– De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por ejemplo, le gustan ¿no es cierto?

– ¿A mí? -pregunté horrorizado.

– Claro -prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Hunter- que si todo el mundo fuera tan savant como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela policial.

– Así es -aceptó Hunter, sonriendo.

– ¿No le decía? -comentó Mimí con severidad, dirigiéndose de nuevo a mí y como poniéndome de testigo-. No, si yo a éste lo conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla.

Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho.

– Mi teoría -explicó- es la siguiente: la novela policial representa en el siglo veinte lo que la novela de caballería en la época de Cervantes. Más todavía: creo que podría hacerse algo equivalente a Don Quijote: una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la vida real como procede un detective en una de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y hermoso.

– ¿Y por qué no lo haces? -preguntó burlonamente Mimí.

– Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza.

– Me parece que basta con la primera razón -opinó Mimí.

Después se dirigió desgraciadamente a mí:

– Este hombre -dijo señalando de costado a Hunter con su larga boquilla- habla contra las novelas policiales porque es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela más aburrida del mundo.

– Dame un cigarrillo -dijo Hunter, dirigiéndose a su prima. Después agregó-: Cuándo dejarás de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se podría escribir algo así como el Don Quijote de nuestra época. En segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una novela policial.

– Sans blague -se limitó a decir Mimí.

– Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona.

– Demasiado original para mi gusto -comentó Mimí-. ¿Y cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto asesinato?

– La conclusión es evidente -dijo Hunter, con pereza-: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta?

– Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir la novela.

– En efecto -admitió Hunter, con tranquilidad.

Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Hunter hizo un chiste y Mimí se enojó:

– Te imaginarás que tiene que ser algo serio -dijo-. El marido es profesor en la facultad de ingeniería.

Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado porque María no aparecía. Cuando los volví a atender, estaban hablando del estatuto del peón.

– Lo que pasa -dictaminó Mimí, empuñando la boquilla como una batuta- es que la gente no quiere trabajar más.

Hacia el final de ¡a conversación tuve una repentina iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Mimí había llegado a último momento y que María no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio) de Mimí y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té. La cosa era clara: María, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y Mimí eran unos hipócritas y unos frívolos, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al sentir) que María formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos.

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