Primera Parte. EL PRIMER DETECTIVE

En el sueño, la lápida me inmoviliza impidiéndome huir. Es un pequeño rectángulo negro enclavado en la tierra, que el sol del atardecer tiñe de rojo. Bajo la mirada hacia la lápida, muerto de ganas de saber qué se esconde en la tierra, pero en el mármol no hay nada escrito. No hay ningún nombre que señale ese lugar de reposo. Sólo dispongo de una pista: la tumba es pequeña. A mis pies yace un niño.

Últimamente el sueño se repite, casi todas las noches, en ocasiones más de una vez. Entonces duermo poco; prefiero levantarme y quedarme sentado en la oscuridad de mi casa vacía. Aun así, sigo atrapado, prisionero del sueño.

Lo que sucede es lo siguiente: el cielo se oscurece mientras la bruma se apodera del cementerio. Las ramas retorcidas de un roble centenario, cargadas de musgo, se balancean al ritmo de la brisa nocturna. No sé dónde está ese lugar ni cómo he llegado hasta allí.

Me encuentro solo y tengo miedo. Las sombras titilan al final de la zona iluminada; unas voces susurran, pero no las entiendo. Una sombra tal vez sea mi madre; la otra, el padre al que jamás conocí. Quiero preguntarles quién yace en esa tumba, pero cuando me dirijo a ellos en busca de ayuda sólo encuentro oscuridad. No queda nadie a quien preguntar, nadie en situación de ayudarme. Estoy solo.

La lápida sin nombre me aguarda.

¿Quién yace aquí?

¿Quién ha dejado sola a esta criatura?

Siento un deseo desesperado de huir de ese lugar. Quiero escapar, abrirme, salir por piernas, largarme, abandonar, pirármelas, evaporarme, zafarme, escabullirme, marcharme, salir pitando, volar, CORRER, pero, de esa forma extraña en que suceden las casas en los sueños, aparece una pala en mis manos. No puedo mover los pies, no me obedece el cuerpo. Una voz que oigo en la cabeza me ordena que tire la pala, pero una fuerza a la que soy incapaz de resistirme dirige mi mano: si cavo, encontraré; si encuentro, comprenderé. La voz me ruega que me detenga, pero estoy poseído. Me advierte que los secretos que allí se esconden no van a gustarme, pero cavo con total determinación.

Se abre la tierra negra.

El ataúd queda al descubierto.

La voz me chilla que me detenga, que no mire, que me salve, así que aprieto los ojos. La he reconocido. Es la mía.

Tengo miedo de lo que haya mis pies, pero no me queda alternativa. He de ver la verdad.

Mis ojos se abren.

Y miro.

1

El silencio llenaba aquel otoño el cañón que se extendía a los pies de mi casa; no había halcones planeando por el cielo, los coyotes no aullaban y el búho que vivía en el alto pino que había delante de mi puerta ya no repetía mi apellido. Una persona más inteligente habría visto en todo aquello una advertencia, pero el aire era frío y exageradamente límpido, como suele ocurrir algunos días de invierno. Eso me permitía ver más allá de las casas que salpicaban las laderas de las colinas que formaban la cuenca en la que estaba enclavada la gran ciudad de Los Ángeles. A veces, cuando la visibilidad es tan buena, uno se olvida de mirar lo que tiene justo delante de las narices, lo que está a su lado, tan cerca que forma parte de uno mismo. Debería haber considerado aquel silencio como un aviso, pero no fue así.

– ¿A cuánta gente ha matado?

Del cuarto contiguo surgían resoplidos, insultos y puñetazos.

– ¿Qué? -gritó Ben Chenier.

– ¡Que a cuánta gente ha matado?

Estábamos a seis metros el uno del otro, yo en la cocina y él en el salón. Hablábamos a voz en grito: Ben Chenier, también conocido como el hijo de diez años de mi novia, y yo, también conocido como Elvis Cole, el mejor detective privado del mundo, y como el responsable del chaval mientras su madre, Lucy Chenier, estaba de viaje por motivos de trabajo. Era el quinto y último día que pasábamos juntos.

Me acerqué a la puerta.

– ¿Esa cosa tiene control de volumen?

Ben estaba tan metido en algo llamado Game Freak que ni siquiera levantó la vista. Había que agarrarlo como si fuera una pistola con una mano y manejar los mandos con la otra mientras en la pantalla incorporada se desarrollaba la acción. El dependiente me había dicho que se vendía como rosquillas y que era para chicos de entre diez y catorce años. Lo que no me había contado era que hacía más ruido que un tiroteo en plena hora punta.

Ben no había dejado de jugar desde que se lo había regalado el día anterior, pero yo me daba cuenta de que no se lo pasaba bien, y eso me preocupaba. Había ido de excursión a las colinas conmigo y me había dejado que le enseñara algunas de las cosas que sabía sobre artes marciales, y también me había acompañado a la oficina, porque creía que los detectives privados no nos limitábamos a telefonear a morosos y a limpiar mierda de pájaro de las barandillas de los balcones. Por las mañanas lo había llevado al colegio y por las tardes había pasado a recogerlo, y entre lo segundo y lo primero habíamos preparado comida tailandesa, habíamos visto películas de Bruce Willis y nos habíamos reído mucho juntos. Sin embargo, de repente había empezado a Utilizar el juego para esconderse de mí con una falta de placer absoluta. Yo sabía por qué lo hacía, y verlo así me afectaba mucho, no sólo por el modo en que se sentía, sino por la parte que me tocaba. Luchar contra asesinos de la yakuza era más fácil que hablar con niños.

Me acerqué y me dejé caer en el sofá, junto a él.

– Podríamos ir de excursión por Mulholland.

Ni caso.

– ¿Quieres hacer ejercicio? Puedo enseñarte otra kata de tae kwon do antes de que vuelva tu madre.

– No.

– ¿Quieres hablar de tu madre y de mí?

Soy detective privado. Debido a mi trabajo he de tratar con individuos peligrosos, y a principios del verano anterior ese peligro me había tocado de lleno cuando un asesino, Laurence Sobek, había amenazado a Lucy y a Ben. Lucy no lo llevaba nada bien y Ben nos había oído discutir. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía seis años, y con todo lo que estaba pasando se preocupaba, porque creía que la historia se repetía. Tanto Lucy como yo habíamos intentado hablar con él, pero a los chavales, al igual que a los hombres, les cuesta hablar de sus sentimientos.

En lugar de responderme, Ben apretó con más fuerza el mando del juego y empezó a asentir sin despegar los ojos de lo que sucedía en la pantalla.

– Mira qué guaro Es la Reina de la Culpa.

Perfecto.

Una joven de rasgos asiáticos con el pelo de punta y pechos como melones que gruñía como si estuviera muy enfadada salto por encima de un contenedor de basuras para enfrentarse a tres musculosos adictos a los esteroides en lo que parecía un paisaje urbano desvastado. Una camiseta minúscula le cubría los pechos y poco más, nos pantalones cortos que parecían pantalones cortos que parecían pintados con aerosol dejaban sus nalgas al descubierto y su voz era un bufido electrónico que surgía del pequeño altavoz del Game Freak.

«¡Eres una mierda!»

Se defendió con una patada de artes marciales, dada de lado, que hizo saltar por los aires al primer atacante.

– Qué tía -exclamé.

– Sí. Uno de los malos, que se llama Modus, ha vendido a su hermana como esclava, así que ahora la Reina va a darle una lección que se va a enterar.

La Reina de la Culpa empezó a propinar puñetazos a un hombre tres veces más corpulento que ella. Le atizaba con la izquierda y con la derecha tan deprisa que las manos quedaban borrosas. Sangre y dientes salieron volando por todas partes.

«¡Toma tu merecido, cerdo!»

Me percaté de que había un botón de pausa en los controles y detuve el juego. Cuando los adultos nos ponemos a hablar con un niño siempre estamos pensando qué vamos a decir y cómo. Queremos ser sabios, pero en realidad también somos niños, aunque dentro de un cuerpo de persona mayor. Nada es nunca lo que parece. Las cosas que creemos saber jamás son ciertas. Ahora lo tengo muy claro. Preferiría no saberlo, pero no puedo evitarlo.

– Ya sé que lo que está pasando entre tu madre y yo te preocupa -empecé-. Lo que quiero que sepas es que vamos a superarlo. Tu madre y yo nos queremos. Todo va a acabar bien.

– Ya lo sé.

– Ella te quiere. Y yo también.

Ben se quedó mirando la pantalla, con la imagen detenida, por unos instantes, y luego levantó la vista hacia mí. Su carita infantil reflejaba sus cavilaciones. No era tonto: sus padres también lo querían y no por eso habían dejado de divorciarse.

– ¿Elvis?

– ¿Qué?

– Me lo he pasado muy bien aquí contigo en tu casa. Ojalá no tuviera que irme.

– Yo también. Me alegro de que hayas venido.

Sonrió y también yo sonreí. Tiene gracia: un momento así basta para llenarte de esperanza. Le di una palmadita en la pierna.

– A ver qué te parece esto. Tu madre va a volver enseguida. ¿Por qué no limpiamos un poco para que no se crea que somos unos guarros y después preparamos la barbacoa para estar preparados y cenar en cuanto llegue? ¿Te apetecen hamburguesas?

– ¿Puedo acabar la partida antes? La Reina de la Culpa está a punto de encontrar a Modus.

– Sí, hombre. ¿Por qué no la sacas al porche? Esa Reina hace mucho ruido.

– Vale.

Volví a la cocina y Ben se llevó a la Reina, pechos incluidos, afuera. Incluso desde tan lejos se la escuchaba con claridad: «¡Te voy a dejar la cara hecha una pizza!» Y entonces su víctima gemía de dolor.

Debería haber escuchado algo más. Debería haber prestado más atención.

Menos de tres minutos después llamó Lucy desde el coche. Eran las cuatro y veintidós y acababa de sacar la carne de las hamburguesas de la nevera.

– ¡Eh! ¿Dónde estás? -pregunté.

– En Long Beach. El tráfico va bien, así que no estoy tardando mucho. ¿Qué tal vosotros?

Lucy Chenier era comentarista de temas legales en una cadena de televisión de Los Ángeles. Antes de eso se había dedicado al derecho civil en Batan Rouge, precisamente en la época en que nos habíamos conocido. En su voz se notaba todavía un rastro del acento afrancesado de Luisiana, pero había que prestar atención para detectarlo. Había ido a San Diego a cubrir un juicio.

– Pues bien. Estoy preparando hamburguesas para cuando llegues.

– ¿Y Ben cómo está?

– Hoy no le he visto muy animado, pero hemos charlado un rato. Se le ha pasado un poco. Te echa de menos.

Se produjo un silencio que duró demasiado. Lucy había llamado todos los días al final de la jornada y nos habíamos reído siempre, pero nuestras conversaciones parecían incompletas, aunque intentáramos fingir lo contrario. No era nada fácil salir con el mejor detective privado del mundo.

– Yo también te he echado de menos -dije por fin.

– Y yo a ti. Ha sido una semana muy larga. Lo de las hamburguesas me parece muy buena idea. Con queso. Y muchos pepinillos.

La noté cansada, pero también me dio la impresión de que sonreía.

– Me parece que podrá arreglarse. Aquí tiene la señora su pepinillo esperándola.

Se echó a reír. También soy el detective privado más gracioso del mundo.

– ¿Cómo iba a rechazar una oferta tan tentadora? -dijo.

– ¿Quieres hablar con Ben? Acaba de salir.

– Tranquilo. Dile que voy para allá y que le quiero, y luego puedes decirte a ti mismo que también te quiero.

Colgamos y salí al porche para transmitir la buena noticia, pero estaba desierto. Me acerqué a la barandilla. A Ben le gustaba jugar en la pendiente que hay detrás de mi casa y subirse a los nogales negros que crecen bajando por la colina. Tras los árboles había más casas enclavadas en las calles que recorrían la ladera igual que telarañas.

Las zonas más profundas del cañón ya empezaban a adquirir tonos morados, pero aún había bastante luz. No lo vi por ningún lado.

– ¿Ben?

No contestó.

– ¡Eh, tío! ¡Ha llamado tu madre!

Seguía sin responder.

Fui a mirar el lateral de la casa, luego volví a entrar y lo llamé otra vez, pensando que a lo mejor había ido a la habitación de invitados, que se había convertido en la suya, o al lavabo.

– ¡Eh, Ben! ¿Dónde estás?

Nada.

Miré en la habitación de invitados y en el baño de la planta baja, y después salí a la calle por la puerta delantera. Mi casa estaba en una callecita privada que recorría, trazando bastantes curvas, la parte superior del cañón. No solían pasar muchos coches, solamente cuando los vecinos iban al trabajo y volvían, así que no había ningún peligro y era una calle ideal para iren monopatín.

– ¿Ben?

No lo veía. Volví a entrar en casa.

– ¡Ben! ¡Oye, que la que ha llamado ha sido tu madre!

Me pareció que aquello de la amenaza de la madre podía funcionar.

– Si te has escondido, sal de inmediato. No tiene gracia. Subí al altillo donde estaba mi dormitorio, pero no lo encontré.

Bajé y volví a salir al porche.

– ¡Ben!

En la casa más cercana vivía una mujer con dos hijos, pero Ben nunca se marchaba sin decírmelo antes. Ni siquiera bajaba por la ladera, ni salía a la calle, ni se iba a la cochera sin avisar. Lo que estaba ocurriendo no era propio de él. Tampoco era normal que hiciese aquel numerito a lo David Copperfield y desapareciera sin más. Entré otra vez en la casa y llamé a la vecina. Por la ventana de la cocina veía la casa de Grace.

– ¿Grace? Soy Elvis, el vecino de al lado.

Como si pudiera haber otro Elvis por el barrio.

– Hola, guapo. ¿Qué hay?

Grace me llamaba «guapo». Había sido especialista cinematográfica hasta el día que conoció a un colega de profesión mientras caían de un edificio de doce pisos. Se retiró y tuvo dos hijos.

– ¿Ben está por ahí?

– No. ¿Tenía que haber venido?

– Hace un momento estaba aquí, pero de repente se ha desvanecido. Se me ha ocurrido que tal vez hubiese ido a ver a tus hijos.

Grace titubeó y su habitual tono desenfadado fue sustituido por cierta preocupación.

– Voy a preguntarle a Andrew. A lo mejor han bajado al sótano sin que yo los viera.

Andrew era el mayor, de ocho años. Su hermano pequeño, Clark, tenía seis. Ben me había contado que a Clark le gustaba comerse los mocos.

Volví a mirar la hora. Lucy había llamado a las cuatro y veintidós, eran ya y treinta y ocho. Salí al porche, teléfono en mano, con la esperanza de toparme con Ben, que subiría con la lengua fuera. Pero la ladera estaba desierta.

Grace volvió a ponerse al aparato.

– ¿Elvis?

– Dime.

– Los niños no lo han visto. Espera, que voy a salir a mirar. A lo mejor está en la calle.

– Gracias, Grace.

Cuando lo llamó, su voz se distinguió con claridad, procedente del otro lado de la curva del cañón que separaba nuestras casas. Luego volvió al teléfono.

– Se ve bastante lejos por los dos lados, y no hay ni rastro de él. Quieres que me acerque y te ayude a buscarlo?

– Ya tienes bastante con Andrew y con Clark. Si aparece, ¿me haces el favor de retenerlo y me llamas?

– Inmediatamente.

Colgué y me quedé mirando el cañón que se abría a mis pies. La pendiente no era muy pronunciada, pero podía haber tropezado o haberse caído de un árbol. Dejé el aparato en el porche y empecé a bajar por la colina. Se me hundían los pies en la tierra, que estaba reblandecida, y me costaba mantener el equilibrio.

– ¡Ben! ¿Dónde diablos te has metido?

Los grises y rugosos nogales poblaban la ladera, retorcidos como dedos nudosos. Una solitaria yuca crecía en espiral entre ellos; sus hojas puntiagudas semejaban rayos de sol de un verde negruzco. Los restos oxidados de una alambrada estaban medio enterrados tras años de movimientos de tierras. El nogal más voluminoso surgía del suelo más allá de la alambrada con cinco troncos pesados que se desplegaban como una mano a medio abrir. Ben y yo habíamos subido a ese árbol juntos dos veces, e incluso habíamos hablado de la posibilidad de construir una casita de madera entre los troncos.

– ¡Ben!

Agucé el oído. Tomé aire con fuerza, lo solté y después contuve la respiración. Oí una voz muy lejana.

– ¡Ben!

Me imaginé que estaría más abajo, con una pierna rota. O algo peor.

– ¡Ya voy!

Me di prisa.

Seguí la voz por entre los árboles y detrás de una elevación del terreno. Estaba convencido de que iba a encontrarle, pero al saltar el montículo distinguí más claramente la voz y me di cuenta de que no era la suya. El Game Freak me esperaba en un nido de hierba otoñal. No había ni rastro de Ben.

Le llamé con todas mis fuerzas:

– ¡Ben!

No llegó respuesta, sólo se oían el martilleo atronador de mi corazón y la voz metálica de la Reina. Por fin había encontrado a Modus, que era un hombre gigantesco, gordísimo, de cabeza puntiaguda y ojos saltones. Ella le pegaba una patada tras otra, un puñetazo tras otro, sin dejar de vociferar que había prometido vengarse, y la pelea proseguía, en un bucle sin fin, por una habitación cubierta de sangre.

«¡Muérete ya! ¡Muérete ya! ¡Muérete ya!»

Apreté a la Reina de la Culpa con fuerza contra el pecho y subí la colina a toda prisa.

2

Tiempo desde la desaparición: 00 horas, 21 minutos


El sol se ponía. Las sombras que surgían de las profundas hendiduras que había entre las cadenas montañosas parecían tinta que iba llenando el cañón. En mitad del suelo de la cocina dejé una nota que rezaba: «Quédate quieto. He salido a buscarte», y acto seguido me subí al coche para recorrer el cañón, en un intento de dar con él.

Si el chaval se había torcido un tobillo o se había hecho un esguince en la rodilla, quizás hubiera bajado la colina renqueando, en lugar de subir por la pendiente para volver a mi casa; quizás hubiese llamado a la puerta de alguien para que le ayudara; quizás estuviera regresando a casa él solo, cojeando. Me dije que sí, claro, que tenía que ser eso. Los niños de diez años no se desvanecen como si se los hubiera tragado la tierra.

Cuando alcancé la calle que seguía el sistema de desagüe, por debajo de mi casa, aparqué y me apeé. La luz estaba desapareciendo más deprisa y en la oscuridad costaba distinguir las formas. Lo llamé:

– ¿Ben?

Si había bajado por la colina, tenía que haber pasado junto a una de las tres casas que había en aquella zona. En las dos primeras no encontré a nadie, pero en la tercera me atendió la asistenta, quien me dejo pasar al jardín trasero, aunque se quedó mirándome por las ventanas como si temiera que fuese a robar los juguetes de la piscina. Nada. Me subí a un muro de hormigón para ver los jardines de los vecinos, pero tampoco estaba allí. Volví a llamarlo:

– ¡Ben!

Regresé al coche. Era muy fácil (y sumamente probable) que nos cruzáramos; mientras yo iba conduciendo por una calle, Ben podría salir por otra, y, cuando llegara yo a ésa, podría reaparecer detrás de mí. Pero no se me ocurría nada más.

En dos ocasiones hice que las patrullas de seguridad que vi pasar se detuvieran y les pregunté si habían visto a un niño que encajara con la descripción de Ben. En los dos casos me contestaron negativamente, pero anotaron mi nombre y mi teléfono y se ofrecieron a llamarme en caso de que dieran con él.

Aceleré para recorrer el máximo de terreno posible antes de que se pusiera el sol. Crucé las mismas calles una y otra vez, serpenteando por los cañones como si el que se hubiera perdido fuese yo y no Ben. Cuanto más subía, más iluminadas estaban las calles, pero por las sombras corría un aire helado. Ben llevaba una sudadera y unos vaqueros. Me imaginé que debía de estar pasando frío.

Al llegar a casa empecé a llamarlo otra vez mientras entraba, pero nuevamente sin éxito. La nota seguía en el mismo sitio y no había mensajes en el contestador automático.

Llamé a las oficinas de las empresas de seguridad privadas que vigilaban el cañón, incluida la compañía propietaria de las dos patrullas a las que ya había avisado. Los coches de esas empresas recorrían los cañones las veinticuatro horas del día, y delante de casi todas las casas se veían carteles suyos, como advertencia para los ladrones. Así era la vida en la gran ciudad. Les expliqué que había desaparecido un niño en la zona y les di la descripción de Ben. Aunque no tenía contratados sus servicios, se ofrecieron a ayudarme.

Al colgar el auricular oí que se cerraba la puerta de la calle y sentí una punzada de alivio tan intensa que me dolió.

– ¡Ben!,

– Soy yo.

Lucy entró en el salón. Llevaba un traje sastre negro y una blusa de color crema, pero se había quitado la chaqueta y la sostenía con la mano; se le habían arrugado los pantalones de ir sentada en el coche tanto rato. Era evidente que estaba cansada, pero aun así hizo un esfuerzo por sonreír.

– Oye, que aquí no huele a hamburguesas.

Eran las seis y dos. Hacía exactamente cien minutos que Ben había desaparecido. Lucy había tardado exactamente cien minutos en llegar a casa desde la última llamada. Y yo sólo había necesitado esos cien minutos para perder a su hijo.

Enseguida detectó el miedo en mi expresión. La sonrisa se desvaneció de su rostro.

– ¿Qué pasa?

– Ben ha desaparecido -respondí.

Echó un vistazo alrededor, como si el niño pudiera estar escondido detrás del sofá, riéndose de la broma. Pero no, Lucy sabía que no era ninguna broma. Se daba cuenta de que hablaba en seno.

– ¿Cómo que ha desaparecido?

La explicación me resultó pobre, como si estuviera buscando excusas.

– Ha salido más o menos cuando hablaba contigo, y ahora no lo encuentro. Lo he llamado, pero no contesta. He recorrido todo el cañón, buscándolo, pero no lo he visto. No está en casa de los vecinos. No sé dónde está.

Lucy meneó la cabeza, como si yo hubiera cometido un error frustrante y no estuviese contándole bien la historia.

– ¿Se ha ido sin más?

Le mostré el Game Freak como si se tratara de una prueba.

– No lo sé. Estaba jugando con esto cuando ha salido. Me lo he encontrado en la pendiente.

Pasó por mi lado y salió al porche.

– ¡Ben! ¡Benjamin, haz el favor de contestar! ¡Ben!

– Luce, ya lo he llamado.

Volvió a entrar en la casa, dando grandes zancadas, y desaparecio por el pasillo.

– ¡Ben!

– No está. He llamado a las empresas de seguridad. Estaba a punto de llamar a la policía.

Regresó y salió otra vez al porche.

– ¡Joder, Ben, más te vale contestarme!

Salí tras ella y la agarré por los brazos. Estaba temblando. Se volvió y nos abrazamos. Hablaba con una vocecilla cargada de culpabilidad, la cara pegada contra mi pecho.

– ¿Crees que se ha escapado?

– No. Si no le pasaba nada, Luce. Hemos hablado un poco y estaba bien. Se reía con este juego tan tonto.

Le expuse mi teoría de que probablemente se había hecho daño jugando en la ladera, y después debía de haberse perdido al intentar encontrar el camino de vuelta.

– Esas calles de ahí abajo son un lío. Dan mil vueltas. Seguro que se ha desorientado y ahora tiene mucho miedo y no se atreve a pedir ayuda, de tanto que se le ha repetido que no hable con desconocidos. Si se ha equivocado de calle y ha seguido andando seguramente se ha alejado todavía más. Ahora debe de estar tan asustado que se esconderá cuando pase un coche, pero lo encontraremos. Deberíamos llamar a la policía.

Lucy asintió sin despegarse de mí. Quería creerme. Luego miró hacia el cañón. Las luces de las casas empezaban a centellear.

– Es casi de noche -observó.

Aquella palabra, «noche», resumía los peores miedos de cualquier padre.

– Vamos a llamar -propuse-. La policía hará que enciendan las luces de todas las casas del cañón hasta que lo encontremos.

En el momento en que entrábamos en casa sonó el teléfono.

Lucy dio un respingo aún más marcado que el mío.

– Es Ben.

Contesté, pero la voz que escuché no fue la de Ben ni la de Grace González, ni la de las patrullas de seguridad.

– ¿Hablo con Elvis Cole? -preguntó un hombre.

– Sí. ¿Quién es?

Era una voz fría y grave.

La 5-2 – dijo.

– ¿Con quién hablo?

– La 5-2, gilipollas. ¿Te acuerdas de la 5-2?

Lucy me tiró del brazo. Albergaba la esperanza de que tuviera que ver con Ben.

Con un gesto le dije que no, que no entendía de qué iba aquello, pero ya sentía bien dentro de mí una punzada intensa que presagiaba la reaparición de un recuerdo doloroso.

Cogí el auricular con las dos manos. De otro modo no habría podido sostenerlo.

– ¿Quién es? ¿De qué está hablando?

– Vas a saber lo que es bueno, cabrón. Esto lo hago por lo que me hiciste tú.

Agarré el teléfono con más fuerza todavía y me di cuenta de que estaba gritando.

– ¿Qué te he hecho? ¿De qué me estás hablando?

– Ya sabes lo que me hiciste. Tengo al crío.

Se cortó la comunicación.

Lucy tiró de mí con más fuerza.

– ¿Quién era? ¿Qué ha dicho?

No la sentía. Apenas la oía. Estaba atrapado entre las páginas amarillentas de un álbum de fotos de mi propio pasado, navegando por imágenes de un verde intenso en las que aparecía otro yo, un yo muy distinto, con unos jóvenes con las caras pintadas, la mirada vacía y el olor húmedo y agrio del miedo.

Lucy tiró con más fuerza aún.

– ¡Di algo! ¡Me estás asustando!

– Era un hombre, no sé quién. Dice que se ha llevado a Ben.

Lucy me aferró el brazo con ambas manos.

– ¿Lo han secuestrado? ¿Qué ha dicho ese hombre? ¿Qué quiere?

Yo sentía la boca seca y el cuello tenso, como si estuviese lleno de nudos que me provocaban dolor.

– Quiere castigarme. Por algo que pasó hace ya mucho tiempo.


Cosas de chicos


Habían transcurrido dos días de los cinco de la visita. Ben había esperado a que Elvis Cole se pusiera a lavar el coche para subir al piso de arriba a hurtadillas. Hacía muchas semanas que planeaba el asalto a las pertenencias de Elvis. Era detective privado, lo que de por sí sonaba apasionante, y también tenía cosas muy guapas: una colección enorme de vídeos y DVD de películas viejas de ciencia ficción y de terror que Ben podía ver siempre que quisiera, unos cien imanes de superhéroes pegados por toda la nevera y un chaleco antibalas colgado en el armario de la entrada. Eso no se veía todos los días. También tenía tarjetas de visita que decían que era «el mejor detective privado del mercado».

El chico estaba total y absolutamente seguro de que Elvis guardaba en el armario de su dormitorio un tesoro formado por otras cosas superguapas. Sabía, por ejemplo, que tenía armas, pero también se había enterado de que tanto las pistolas como la munición estaban dentro de una caja fuerte que él no podía abrir. No sabía qué podía encontrar allí arriba, pero esperaba que aparecieran un par de números de Playboy o alguna cosa guapa de la policía, quizás unas esposas o una porra (lo que su tío René, cuando vivían en St. Charles Parish, llamaba un «atontanegros», lo que horrorizaba a su madre).

Cuando Elvis salió a lavar el coche aquella mañana, Ben miró por la ventana. Lo vio llenar un cubo de agua con jabón y echó a correr por la casa hasta llegar a las escaleras.

Elvis Cole y su gato dormían en el piso de arriba, en un altillo sin puerta desde el que se veía el salón. Al gato no le caían bien ni Ben ni su madre, pero el chico intentaba no tomárselo como algo personal. En realidad, a aquel gato sólo le caían bien Elvis y su socio, Joe Pike. Cada vez que entraba en una habitación en la que estaba el gato, éste echaba las orejas hacia atrás y bufaba. Además, aquel gato no salía corriendo si intentabas espantarlo, sino que se te acercaba de lado, con el pelo de punta. A Ben le daba mal rollo.

Fue subiendo por las escaleras y al llegar arriba asomó la cabeza por encima del último escalón para asegurarse de que el gato no estuviera durmiendo encima de la cama.

No había moros en la costa.

No se veía al gato por ninguna parte.

De fuera seguía llegando el ruido del agua.

Fue a toda prisa hasta el armario, que era más bien un vestidor. Ya había estado allí un par de veces, cuando Elvis le había enseñado a su madre la caja fuerte en que guardaba las pistolas, así que ya sabía que en aquella habitacioncita había cajas colocadas en estantes altos, fiambreras de plástico llenas de sombras misteriosas que debían de ser fotografías, montones de revistas viejas y otras cosas que desde luego podían resultar una pasada. Ben hojeó primero las revistas en busca de las de porno duro, como las que llevaba a clase su amigo Billy Toman, pero lo que encontró lo decepcionó: había sobre todo números de Newsweek y de Los Angeles Times Magazine. Aburridísimos. Se puso de puntillas para ver qué había encima de la caja fuerte de las pistolas una mole de acero alta como él que llenaba el fondo del vestidor, pero solo encontró unas cuantas gorras de béisbol viejas, un reloj parado, una foto en color enmarcada de una señora sentada en un porche y otro portafotos con una imagen de Elvis y la madre de Ben en un restaurante. No vio ni esposas ni atontanegros.

De lado a lado del armario había un estante alto. No lo alcanzaba, pero sí veía botas, algunas cajas, un saco de dormir, lo que parecía un kit para limpiar zapatos y una bolsa de gimnasia de nailon negro. Se le ocurrió que valía la pena echar un vistazo a la bolsa, pero para poder cogerla necesitaba crecer como mínimo medio metro. Entonces se acordó de la caja fuerte. Si se estiraba y se subía encima, seguramente llegaría hasta la bolsa de gimnasia. Puso las manos con cuidado encima de la caja, se agarró con todas sus fuerzas y subió de un golpe. Consiguió colocar una rodilla encima, y a ella siguió el resto del cuerpo. Estaba aplastando algunas gorras y había tirado la foto de la señora, pero por el momento la cosa iba bien.

Tendió el brazo para coger la bolsa, pero no llegaba del todo. Se inclinó un poco más, se agarró al estante con una mano y con la otra siguió intentando alcanzar la bolsa. Entonces fue cuando perdió el equilibrio. Intentó agarrarse a algo, pero ya era demasiado tarde: se tambaleó y tiró de la bolsa. Fue a dar contra el suelo bajo una lluvia de camisas y pantalones.

– ¡ Mierda!

Cuando estaba recogiendo la ropa se encontró la caja de puros.

Debía de haber estado encima de la bolsa y se habría caído con todo lo demás. De su interior salieron algunas fotos descoloridas, algunos parches de tela de colores y cinco estuches de plástico azul. Ben se quedó extasiado. Sabía que los estuches azules eran algo especial. Se notaba. Cada uno tenía unos veinte centímetros de largo, con una raya de oro vertical en la parte izquierda y unas letras doradas en relieve en la esquina inferior derecha que decían: «ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA».

Ben echó la ropa a un lado y se sentó de piernas cruzadas para examinar su descubrimiento.

En las fotografías aparecían soldados de uniforme y helicópteros. Había un tío sentadoen una litera, riendo, con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios. Llevaba una palabra tatuada en lo alto del brazo izquierdo. Ben tuvo que acercarse bien para distinguirla, porque la imagen estaba borrosa: «RANGER.» Se imaginó que sería su nombre. En otra foto había cinco soldados de pie ante un helicóptero. Parecían unos cabronazos: llevaban la cara pintada de verde y de negro y cargaban mochilas, munición, granadas de mano y fusiles negros. El segundo por la izquierda llevaba un cartelita con unos números. A causa de la pintura costaba distinguir las caras, pero el soldado del extremo derecho parecía Elvis Cole. Qué fuerte.

Ben dejó las fotos a un lado y abrió uno de los estuches azules. Encontró un lazo rojo, blanco y azul de unos tres centímetros de largo prendido de un pedazo de fieltro gris. Debajo había una insignia de los mismos colores, como si se tratara de un versión reducida del lazo, y en el fondo una medalla. Era una estrella de cinco puntas que colgaba de otro lazo y estaba cubierta por una tapa de plástico transparente. En el centro de la estrella dorada había otra plateada mucho menor. Ben cerró el estuche y empezó a abrir los demás. En cada uno había una medalla.

Las dejó a un lado y se puso a ojear las demás fotografías. En una salían unos cuantos hombres con camisetas negras en el exterior de una tienda de campaña, bebiendo cerveza; en otra aparecía Elvis Cole sentado encima de unos sacos de arena con un fusil encima de las rodillas (¡iba sin camisa y se le veía muy delgaducho!); en la siguiente salía un tío con la cara pintada, una gorra y una pistola, rodeado de una vegetación tan espesa que parecía estar saliendo de un muro verde. ¡Menudo filón había encontrado Ben! ¡Cosas así de guapas eran justo lo que andaba buscando! Estaba tan concentrado en las fotos que no oyó que Elvis se acercaba.

– ¡Te pillé!

Ben dio un respingo y notó que se ponía rojo.

Elvis estaba en el hueco de la puerta, con los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón y las cejas enarcadas, como diciendo: «Pero ¿qué tenemos aquí amiguito?»

Ben se sentía terriblemente avergonzado. Creía que Elvis iba a ponerse hecho una furia, pero en cambio se sentó en el suelo a su lado y se quedó mirando las fotografías y los estuches azules con aire pensativo. Ben sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y se imaginó que Elvis lo odiaría por siempre jamás.

– Lamento haberme puesto a hurgar en tus cosas -dijo Ben, haciendo un tremendo esfuerzo para no echarse a llorar.

Elvis esbozó una sonrisa y, con mirada ausente, le frotó la cabeza con la mano.

– Tranquilo, hombre. Ya te había dicho que cuando estés aquí puedes mirar las cosas que tengo. Lo, que no me imaginaba era que ibas a trepar por los estantes de mi armario. No hace falta que lo hagas a escondidas. Si quieres ver algo, me lo dices y ya esta. ¿Vale?

A Ben aún le costaba mirar a Elvis a los ojos, pero también le carcomía la curiosidad. Le enseñó la fotografía de los cinco soldados junto al helicóptero.

– ¿Ése eres tú?

Elvis se quedó mirando la foto, pero no la tocó. Ben le enseñó la del hombre de la litera.

– ¿Quién es ese tío, Ranger?

– Se llamaba Ted Fields, no Ranger. Los rangers son soldados. Algunos estaban tan orgullosos de serlo que se hacían el tatuaje. Ted estaba orgulloso.

– ¿Y qué hacen los rangers?

– Flexiones.

Elvis cogió la foto que Ben tenía en la mano y la metió en la caja de puros. El chico empezó a preocuparse, creyendo que Elvis iba a dejar de responder a sus preguntas, así que agarró de golpe uno de los estuches azules y lo abrió.

– ¿Y esto qué es?

Elvis lo tomó en sus manos, lo cerró y también lo metió en la caja de puros.

– Lo llaman estrella de plata. Por eso hay una estrellita plateada en el centro de la dorada.

– Tienes dos.

– En el ejército había una oferta de dos por el precio de una.

Guardó la otra caja. Ben se dio cuenta de que Elvis esta incómodo hablando de las medallas y las fotos, pero en su vida había visto nada tan guapo y quería saber más cosas. Cogió otro estuche.

– ¿Y ésta por qué es morada y por qué tiene forma de corazón?

– Vamos a guardar todo esto ya terminar de lavar el coche.

– ¿Es lo que te dan cuando te pegan un tiro?

– Hay muchas formas de sufrir heridas.

Elvis guardó el último estuche de medallas y se puso a recoger las fotografías. Ben advirtió que en el fondo no sabía demasiado del novio de su madre. Se imaginaba que debía de haber sido supervaliente para que le dieran tantas medallas, pero Elvis nunca hablaba de aquella época. ¿Cómo era posible que alguien tuviese todas esas cosas tan alucinantes y las hubiera escondido? ¡Si Ben las tuviera se las pondría todos los días!

– ¿Por qué te dieron esa medalla de la estrella de plata? ¿Fuiste héroe de guerra?

Elvis siguió recogiendo las fotos y metiéndolas en la caja, sin levantar la vista. Después cerró la tapa.

– Qué va. No había nadie más para recogerlas, así que me las dieron a mí.

– Ojalá me den una estrella de plata algún día.

De repente Elvis puso una cara muy rara, como si se hubiera quedado petrificado, y Ben se asustó. Le parecía que el Elvis Cole que él conocía ya no estaba allí, pero aquella mirada endurecida se suavizó y Elvis recuperó su estado normal. Ben se sintió aliviado.

Elvis sacó una de las estrellas de plata de la caja de puros y se la ofreció.

– ¿Sabes qué te digo? Que prefiero que te quedes una de las mías.

Y así, sin más, Elvis Cole le dio una de sus estrellas de plata.

Ben cogió la medalla como si se tratara de un tesoro. El lazo resplandecía y era sedoso; el medallón pesaba mucho más de lo que parecía. La estrella dorada, con un estrellita plateada en el centro, pesaba muchísimo, y las puntas estaban muy afiladas.

– ¿M e la puedo quedar?

Toda tuya. M e la dieron a mí y ahora yo te la doy a ti.

– ¡Qué guay! ¡Muchas gracias! ¿Yo también podré ser ranger?

Elvis ya estaba más tranquilo. Con mucha ceremonia, colocó la mano encima de la cabeza de Ben, como si estuviera nombrándole caballero.

– Te declaró oficialmente ranger del ejército de Estados Unidos. Ésta es la mejor forma de llegar a ranger, porque te ahorras las flexiones.

Ben se echó a reír.

Elvis cerró otra vez la caja de puros y la colocó en su sitio, en el estante más alto, junto a la bolsa de deporte.

– ¿Quieres ver alguna otra cosa? Tengo unas botas muy malolientes ahí arriba, y unos ambientadores viejos.

– ¡Puaj! ¿Qué asco!

Los dos sonreían y Ben se sintió aliviado. Todo era fantástico. Elvis le apretó ligeramente la nuca y lo condujo hacia las escaleras. Aquélla era una de las cosas que más le gustaban de Elvis, que no lo trataba como a un crío.

Venga, colega, vamos a acabar de lavar el coche y después podemos ir a alquilar una peli.

– ¿Puedo darle a la manguera?

Vale, pero espera a que me ponga el impermeable.

Elvis puso cara de tonto y los dos se rieron. Después Ben bajó las escaleras tras él. Se metió la estrella de plata en el bolsillo, pero cada pocos minutos tocaba sus afiladas puntas a través de la tela del pantalón y se decía que aquello era una pasada.

Esa noche Ben sintió ganas de ver otra vez las demás medallas y las fotos, pero Elvis se había molestado tanto que no se atrevió a pedírselo. Cuando Elvis se metió en la. ducha, Ben volvió a subirse encima de la caja fuerte. Sin embargo, la caja de puros había desaparecido. No consiguió encontrar el escondite y le dio demasiada vergüenza preguntar dónde estaba.

3

Tiempo desde la desaparición: 3 horas, 56 minutos


La policía se presentó a las ocho y veinte. Ya era noche cerrada y soplaba un aire frío y cortante cargado de un olor a polvo. Lucy se puso en pie de un respingo cuando sonó el timbre de la puerta.

– Ya voy yo. Es Lou -anuncié.

De los adultos desaparecidos se encarga la Unidad de Desapariciones del Centro Parker, pero los inspectores de la Sección de Menores eran quienes se ocupaban de las desapariciones y los secuestros de menores. Si hubiera llamado a la policía como un ciudadano más, habría tenido que identificarme y explicar lo de Ben al agente que hubiera contestado al teléfono, y después de nuevo a la persona del departamento de inspectores que hubiera cogido la llamada, y luego una tercera vez cuando el inspector de guardia me hubiera puesto con Menores. Llamar a mi amigo Lou Poitras había supuesto un ahorro de tiempo. Poitras era teniente de Homicidios en la comisaría de Hollywood. Organizó un equipo con inspectores de Menores en cuanto colgamos el auricular y se presentó en casa con él.

Poitras era un hombre corpulento, con un cuerpo que semejaba un bidón de aceite y una cara que parecía un jamón hervido. Su abrigo de cuero negro le quedaba muy apretado por el pecho y los brazos, hinchados tras toda una vida dedicada a levantar pesas. Con gesto adusto, le dio un beso a Lucy en la mejilla.

– Hola, chicos. ¿Qué tal?

– Pues no muy bien.

Los inspectores de Menores bajaron de un coche que estaba a su espalda. El jefe era un hombre ya mayor con la piel flácida y cubierta de pecas. Conducía el vehículo una mujer más joven con la cara larga y unos ojos que denotaban inteligencia. Entraron en la casa y Poitras hizo las presentaciones.

– Éste es Dave Gittamon. No conozco a ningún otro inspector que lleve tanto tiempo de sargento en Menores. Y ésta es la inspectora… Eh, lo siento, no recuerdo cómo se llama.

– Carol Starkey.

El nombre de Starkey me sonaba, pero no lo relacioné con nada concreto. Olía a tabaco.

– ¿Habéis recibido alguna otra llamada desde nuestra conversación? -quiso saber Poitras.

– No. Nos ha llamado una vez. Nada más. He intentado devolver la llamada con la función asterisco sesenta y nueve, pero deben de haber llamado desde un móvil ocultando el número. Me la salido una grabación de la compañía telefónica.

– Me pongo a ello. Vamos a averiguar el número a través de la compañía.

Poitras entró en la cocina con su móvil en la mano y nos llevamos a Gittamon y a Starkey al salón. Les relaté la llamada que habíamos recibido y les conté cómo había buscado a Ben. Les enseñé el Game Freak y les dije que suponía que Ben debía de haberlo soltado cuando lo habían atrapado. Si el secuestro se había producido en la pendiente de detrás de mi casa, el lugar en el que yo había encontrado el juego era el escenario exacto de la desaparición. Gittamon contemplaba el cañón por las puertas de cristal mientras me escuchaba. Las luces de las colinas y de todo el valle parpadeaban, pero estaba muy oscuro y no se veía nada.

– Si por la mañana sigue sin aparecer -intervino Starkey-, echaré un vistazo por la zona donde ha encontrado eso.

Yo estaba muy nervioso y tenía miedo. No quería esperar.

– ¿Por qué no vamos ahora mismo? Podemos llevar linternas.

– Si se tratara, por ejemplo, de un aparcamiento -repuso ella-, diría que sí, que adelante con las linternas, pero siendo noche cerrada no hay forma de iluminar este tipo de zona lo bastante bien, porque hay muchos matorrales y el terreno es desigual. Tenemos las mismas posibilidades de destruir pruebas que de encontrarlas. Es mejor que mire por la mañana.

Gittamon asintió para demostrar que estaba de acuerdo.

– Carol posee mucha experiencia con esas cosas, señor Cole -dijo-. Además, no debemos perder la esperanza de que Ben esté de vuelta antes de las diez.

Lucy fue hasta donde estábamos nosotros, junto a las cristaleras.

– Quizá deberíamos llamar al FBI. ¿No se encargan ellos de los secuestros?

Gittamon contestó con el tono pausado de un hombre que llevaba años tratando con padres y niños asustados.

– Si hace falta sí que llamaremos al FBI, pero primero tenemos que saber exactamente qué ha sucedido.

– Ya sabemos qué ha sucedido. Alguien ha raptado a mi hijo.

Gittamon, que había seguido mirando la noche, se volvió y se acercó al sofá. Starkey se sentó junto a él y sacó una libretita de espiral.

– Ya sé que tiene miedo, señora Chenier. Yo también lo tendría, pero para nosotros es importante comprender a Ben y lo que ha desencadenado todo esto.

– Nada ha desencadenado todo esto, sargento -repliqué-. Un capullo lo ha secuestrado y ya está.

Lucy tenía mucha experiencia en los juzgados y se le daba bien pensar en cosas difíciles en momentos de tensión. Aquello era infinitamente peor, pero supo mantenerse centrada, seguramente mucho mejor que yo.

– Lo comprendo, sargento -aseguró-, pero se trata de mi hijo.

– Lo sé muy bien, así que cuanto antes terminemos, antes lo recuperará.

Gittamon le hizo una serie de preguntas generales que no guardaban ninguna relación con un secuestro en la ladera de una colina.

Mientras conversaban, anoté todo lo que me había dicho el tipo del teléfono, y después subí a buscar una foto de Ben y otra de las que había encontrado éste en mi armario, las de mi época militar. Hacía años que no veía ni aquella imagen ni ninguna otra. No me apetecía.

Poitras estaba sentado en la butaca del rincón cuando bajé.

– Los de PacBell se han puesto con lo del rastreo de la llamada -anunció-. En un par de horas tendremos el número de origen.

Le di las fotografías a Gittamon.

– Éste es Ben. El de la otra foto soy yo. He anotado lo que me ha dicho el que ha llamado, y estoy bastante seguro de no haberme dejado nada.

Gittamon echó un vistazo a las imágenes y se las pasó a Starkey.

– ¿Por qué nos da también la suya?

– El que ha llamado ha dicho: «La 5-2.» ¿Ve que hay un tío a mi lado con un cartel con ese número? La 5-2 era nuestra patrulla. No se me ocurre nada más a lo que pudiera haber querido referirse.

Starkey levantó la vista.

– Perdone, Cole, pero mirándole no parece que tuviera edad para haber estado en Vietnam.

– No la tenía.

– Vale, ¿qué más le ha dicho? -preguntó Gittamon.

– Se lo he escrito todo, palabra por palabra. No ha dicho gran cosa, sólo el número y que tenía a Ben. Y que estaba vengándose por algo.

Gittamon miró el papel y se lo entregó a Starkey.

– ¿Has reconocido la voz? -preguntó Poitras.

– No tengo ni idea de quién es. Me he estrujado el cerebro, pero no lo he reconocido.

Gittamon recuperó la foto de manos de Starkey y la miró con ceño.

– ¿Cree que se trata de uno de estos hombres?

– No, no puede ser. Unos minutos después de que se tomara la foto nos fuimos a una misión y murieron todos menos yo. De ahí la importancia de la patrulla 5-2. Por eso me acordaba.

Lucy dejó escapar un leve suspiro. Starkey apretó los labios como si quisiera un cigarrillo. Gittamon bajó la cabeza, incómodo, como si no quisiera hablar de algo tan violento. Yo tampoco quería hablar de ello, la verdad.

– ¿Hubo algún incidente?

– No, si lo que me pregunta es si fue culpa mía. Salió mal y punto. No hice nada más que sobrevivir.

Me sentía culpable de la desaparición de Ben y avergonzado porque parecía que lo habían secuestrado por mi culpa. La historia se repetía: una vez más servidor metía a Lucy de lleno en una pesadilla.

– No sé qué más ha podido querer decir el del teléfono -aseguré-. Sólo se me ocurre eso.

Starkey se acercó a su compañero y le dijo:

– Tal vez deberíamos pasar la descripción de Ben a los coches patrulla.

Poitras asintió para indicarle que lo hiciera.

– Y habla también con la compañía telefónica -le ordenó-. Que pinchen el número de Elvis.

Starkey salió al vestíbulo con el móvil en la mano. Mientras llamaba, Gittamon me preguntó por los días que acababa de pasar con Ben. Cuando le conté que me lo había encontrado rebuscando en mi vestidor enarcó las cejas.

– Entonces; ¿Ben sabía la historia esa de la patrulla 5-2?

– No sabía que los demás habían muerto, pero sí había visto las fotos.

– ¿Y eso cuándo fue?

– Esta semana, hará unos tres días. ¿Y eso qué importancia tiene?

Gittamon se concentró en la foto, como si estuviera a punto de ocurrírsele una idea muy profunda. Miró a Lucy y después se volvió otra vez hacia mí.

– Estoy intentando descubrir cómo encaja esto. Lo que parece es que han secuestrado al hijo de la señora Chenier como venganza por alguna cosa que ha hecho usted. No la señora Chenier, sino usted. Pero Ben no es su hijo, ni siquiera su hijastro, y sólo ha vivido con usted estos últimos días. Eso es así, ¿verdad? ¿La señora Chenier y usted mantienen residencias separadas?

Lucy se reclinó contra la chimenea. Estaba claro que Gittamon se había puesto a sopesar otras posibilidades, y eso había despertado su interés.

– Sí, eso es.

El sargento asintió y volvió a mirarme.

– ¿Por qué iba a raptar al hijo de la señora Chenier si a quien odia tanto es a usted? ¿Por qué no incendiar su casa o pegarle un tiro o incluso ponerle una demanda? ¿Ve por dónde voy?

Lo veía, y no me hacía ninguna gracia.

– Mire, eso es imposible. Ben no puede hacer una cosa así. Sólo tiene diez años.

Lucy miró a Gittamon, luego a mí y después otra vez a Gittamon. No lo entendía.

– ¿Qué es lo que no puede hacer Ben?

– Lou, por el amor de Dios -exclamé.

Poitras asintió para demostrar que me apoyaba.

– Dave, Ben no haría una cosa así. Conozco al chico.

– ¿Está diciendo que Ben ha simulado un secuestro? -preguntó Lucy.

Gittamon dejó la foto en la mesita del sofá como si ya hubiera visto suficiente.

– No, señora, es demasiado pronto para aventurar algo así, pero he visto niños que han simulado secuestros por motivos muy variados, sobre todo si se sentían inseguros. El hermano mayor de algún amigo podría haber llamado al señor Cole.

Me sentía furioso e impaciente. Me acerqué a las puertas de cristal. Una parte de mí que estaba asustada tenía la esperanza de que Ben estuviera en el porche, observándonos, pero no era así.

– Si no quiere que nos hagamos ilusiones sin sentido -propuse-, no siga. He pasado los últimos cinco días con él. Ben no se sentía inseguro y es incapaz de hacer una cosa así.

La voz de Lucy sonó con fuerza a mi espalda:

– ¿Es que prefieres que alguien lo haya secuestrado?

Tenía tantos deseos de creerlo que la esperanza brillaba en sus ojos como una chispa.

Poitras se puso de pie.

– Oye, Dave, si ya tienes bastante material para empezar será mejor que nos vayamos. Quiero llamar a un par de puertas. A lo mejor alguien vio algo colina abajo.

Gittamon hizo un gesto a Starkey para indicarle que podía cerrar la libreta y acto seguido se puso en pie y se colocó al lado de Poitras.

– Señora Chenier, por favor, no digo que Ben haya montado un secuestro falso. De verdad que no, señor Cole. Pero es algo que debemos tener en consideración. Me gustaría disponer de una lista de los amigos de Ben, con sus teléfonos. Aún es pronto y podemos hacer algunas llamadas.

Lucy también se levantó, resuelta y centrada como nunca.

– Tengo que ir a casa a buscarlos -dijo-. Puedo ir ahora mismo.

– Gittamon -intervine-, ¿piensa hacer caso omiso de la llamada?

– No, señor Cole, vamos a abordar la situación como un rapto hasta que estemos seguros de lo contrario. ¿Puede preparar una lista de la gente que participó de alguna forma en esa historia de cuando estaba en el ejército? E incluya cualquier otra información de que disponga.

– Están muertos.

– Bueno, pues sus familiares. A lo mejor nos interesa hablar con ellos. Carol, ¿quieres ayudar al señor Cole?

Starkey me entregó su tarjeta mientras los cuatro nos dirigíamos hacia la puerta.

– Mañana vendré para ver dónde ha encontrado el Game Freak -dijo Starkey-. Ya me dará los nombres entonces. ¿A qué hora le parece bien?

– Al amanecer.

Si se percató de la rabia que había en mi respuesta, no dejó que se notara. Se encogió de hombros.

– Hay mejor luz hacia las siete -dijo.

– Muy bien.

– Si vuelve a llamar -intervino Gittamon-, avísenos. Puede telefonearnos a cualquier hora.

– Lo haré.

Eso fue todo. Gittamon le dijo a Lucy que esperaba su llamada y se marcharon. Nos quedamos los dos en silencio mirando el coche alejarse, pero en cuanto hubieron desaparecido la ausencia de Ben se convirtió en una fuerza física en el interior de la casa, tan real como un cadáver colgado del altillo. Los presentes éramos tres, no dos.

Lucy recogió su maletín. Seguía donde lo había dejado por la tarde.

– Quiero ir a buscar esos nombres para el sargento Gittamon.

– Claro. Yo también prepararé mi lista. Llámame cuando llegues a casa, ¿vale?

Lucy miró la hora y cerró los ojos.

– Dios mío, tengo que llamar a Richard. Contarle esto va a ser dificilísimo.

Richard Chenier era el ex marido de Lucy y el padre de Ben. vivía en Nueva Orleans y lo correcto era que lo llamase para contarle que su hijo había desaparecido. Richard y Lucy habían discutido muchas veces por mi culpa. Imaginé que estaban a punto de volver a hacerlo.

Lucy sacó las llaves torpemente, sin soltar el maletín, y de repente se puso a llorar. Yo también. Nos abrazamos, los dos hechos un mar de lágrimas.

– Lo lamento -me disculpé, con el rostro hundido en su cabello-. No sé qué ha pasado ni quién ha sido capaz de hacer una cosa así, pero lo lamento.

– No te culpes.

No se me ocurrió nada más que decir.

La acompañé al coche y me quedé allí plantado, en medio de la calle, mientras se alejaba. Las luces de casa de Grace estaban encendidas. Allí estaría ella con sus dos hijos. El frío aire nocturno y la oscuridad me animaron. Lucy se había portado bien. No me había echado la culpa, pero lo cierto era que Ben estaba conmigo y ha desaparecido. El peso de aquello recaía sobre mis hombros.

Al cabo de un rato entré en la casa. Me llevé el Game Freak al sofá y me senté. Me quedé mirando la foto en la que salíamos Roy Abbott y yo con los demás. Él parecía tener doce años. Yo no aparentaba muchos más. En realidad tenía dieciocho. Ocho más que Ben. No sabía qué le había sucedido a éste ni dónde se encontraba, pero estaba decidido a hallarlo y devolvérselo a su madre. Me quedé mirando a los hombres de la foto.

– Voy a dar con él. Voy a devolvértelo. Lo juro por Dios. Los hombres de la foto sabían que iba a hacerlo.

Los rangers no dejan atrás a sus compañeros.

4

El secuestro: primera parte


Lo último que vio Ben fue cómo la Reina de la Culpa le arrancaba los ojos a un secuaz de Cabeza Plana. Un segundo antes estaba con la Reina en la pendiente que había detrás de la casa de Elvis Cole, y de repente unas manos que no llegó a ver le cubrieron la cara y se lo llevaron, a tal velocidad que ni se dio cuenta de lo que sucedía. Las manos le taparon los ojos y la boca. Tras la sorpresa inicial de que alguien le levantara por los aires, Ben se imaginó que era Elvis, que estaba gastándole una broma. Pero aquella broma no terminaba nunca.

Se resistió e intentó dar patadas, pero alguien lo aferraba con tanta fuerza que le impedía moverse o gritar para pedir auxilio. Fue flotando por la ladera, enmudecido, hasta llegar a un vehículo que los esperaba. Oyó un fuerte portazo. Le pusieron cinta adhesiva en la boca y después una capucha le cubrió la cabeza, sumiéndolo en la oscuridad. Más cinta sirvió para inmovilizarle los brazos y las piernas. Se resistió, pero ya no era una sola persona la que lo agarraba. Estaban en una furgoneta. Ben percibió olor a gasolina y al producto de limpieza con aroma de pino que utilizaba su madre en la cocina.

El vehículo arrancó. Estaban en la carretera.

– ¿Te ha visto alguien? -preguntó de pronto el que lo agarraba.

– No podía haber ido mejor -respondió una voz áspera desde la parte delantera de la camioneta-. A ver, mira que esté bien.

Ben supuso que la segunda voz era la del hombre que lo había secuestrado, y que iba al volante. El que estaba a su lado le apretó el brazo.

– ¿Puedes respirar? Gruñe, mueve la cabeza o haz algo para que me entere.

Ben estaba demasiado asustado como para atreverse a moverse, pero el primer hombre contestó como si le hubiera hecho caso.

– Se encuentra bien. Joder, cómo le late el corazón. Oye, deberías haber dejado una zapatilla. Lleva puestas las dos.

– Estaba jugando con una Game Boy de esas. He pensado que era mejor dejar el juego que una zapatilla.

Bajaron la colina y después subieron. Ben movía las mandíbulas para liberarse de la cinta adhesiva, pero no lograba abrir la boca.

El hombre le dio una palmadita en la pierna y le dijo:

– Tranquilo, chaval.

Condujeron apenas unos minutos y después se detuvieron.

Ben imaginó que iban a bajar, pero no fue así. A lo lejos se oía lo que le pareció una sierra mecánica. De repente alguien más subió a la furgoneta.

El tercer hombre, al que Ben aún no había oído, informó:

– Ha salido al porche.

Ben reparó en el modo en que hablaba. Estaba acostumbrado a los acentos cajún y francés de toda la vida y aquél le resultaba familiar, aunque algo distinto. Era como si un francés hablara en inglés, pero con algún otro acento menos marcado. Ya eran tres; tres hombres a los que no conocía de nada lo habían raptado.

El que lo había apresado contestó:

– Sí, ya le veo.

– Desde aquí atrás no veo una puta mierda -replicó el que lo aferraba-. ¿Qué hace?

– Está bajando por la colina.

Ben se dio cuenta de que hablaban de Elvis. Los tres hombres lo vigilaban mientras él lo buscaba.

– Estar sentado aquí atrás es una putada -dijo el que estaba con Ben.

– Ha encontrado el juego del chaval-señaló el de la voz ronca-. Vuelve hacia la casa a toda prisa.

– Ojalá pudiera verlo.

– No hay nada que ver, Eric. Deja de dar la brasa y tranquilízate. Ahora tenemos que esperar a que aparezca la madre.


El secuestro: segunda parte


Cuando mencionaron a su madre, Ben sintió una fuerte punzada de miedo y de repente fue presa del pánico al pensar que iban a hacerle daño. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le tapó la nariz. Intentó soltarse los brazos, pero Eric se lo impidió, inmovilizándolo como si fuera una pesada ancla de acero.

– Tranquilo, chaval. Estate quieto de una vez.

Ben quería avisar a su madre, llamar a la policía y darles de patadas a aquellos hombres hasta que se pusieran a llorar como críos, pero no podía hacer nada de eso. Eric lo agarraba con firmeza.

– Joder, deja de dar golpes. Vas a hacerte daño.

Siguieron esperando. Cuando parecía que habían pasado horas, la voz ronca anunció:

– Ya está bien.

La camioneta arrancó. Bajaron otra vez y después volvieron a subir por calles tortuosas. Al cabo de un rato, el vehículo se detuvo. Ben oyó el traqueteo mecánico de la puerta de un garaje al abrirse. Avanzaron y después el motor se paró y la puerta bajó y se cerró a sus espaldas.

– Venga, chaval-dijo Eric.

Le cortó la cinta que le inmovilizaba las piernas y le tiró de los pies.

– ¡Ay!

– Vamos, ya puedes andar. Yo te diré por dónde hay que ir. -Le apretaba el brazo con fuerza.

Estaba en un garaje. La capucha se le había subido un poco, lo que le bastó para ver de refilón la furgoneta, que era blanca, estaba sucia y tenía unas letras azul marino pintadas en el lateral. Eric lo obligó a volverse antes de que tuviera tiempo de leerlas.

– Ahí delante hay un escalón. Sube. ¡Venga, levanta los pies, joder!

Ben buscó el escalón con el dedo gordo del pie.

– Así vamos a tardar una eternidad.

Eric lo metió en la casa como si fuera un bebe. A Ben no le hacía ninguna gracia que le llevaran en brazos. ¡Podía haber ido andando! ¡No hacía falta que lo entraran en volandas!

Por el camino, Ben vislumbró habitaciones sin muebles, en penumbra. Luego Eric le soltó las piernas.

– Te dejo en el suelo. Ponte erguido.

Ben se quedó de pie.

– Vale, te coloco una silla detrás -añadió Eric-. Siéntate. Yo te aguanto. Tranquilo, que no te golpearás.

Ben fue dejándose caer hasta que la silla sostuvo su peso. Estar sentado con los brazos pegados a los costados era incómodo; la cinta adhesiva le pellizcaba la piel.

– Vale, ya podemos irnos. ¿Mike está fuera?

Mike. Mike era el que lo había raptado. Eric, el que había esperado en la furgoneta. Ben ya sabía cómo se llamaban dos de ellos.

– Quiero verle la cara -pidió el tercero, con aquel acento francés tan raro. Tenía una voz tenue y estremecedora.

– A Mike no le hará gracia.

– Si te da miedo ponte detrás de él.

La voz estaba a apenas unos centímetros.

– Bueno, va.

Ben no sabía ni dónde estaba ni lo que pretendían aquellos hombres, pero de repente le entró otra vez el miedo, como cuando habían hablado de su madre. Aún no había visto a ninguno de los tres, pero sabía que estaba a punto de hacerlo, y al pensar en ello se asustó. No quería. No quería ver nada de nada.

Uno de ellos, que estaba a sus espaldas le quitó la capucha. Ante Ben había un hombre altísimo que lo miraba sin expresión alguna. Era tan enorme que parecía que rozaba el techo con la cabeza, y tan negro que su piel absorbía la escasa luz de la habitación y resplandecía como el oro. En la frente, por encima de las cejas, tenía toda una hilera de cicatrices redondas, de color lila y del tamaño de las gomas de borrar que van incrustadas en un extremo de los lápices. Tres cicatrices más reseguían el contorno de sus mejillas debajo de cada ojo. Eran bultos duros, como si le hubieran metido algo por debajo de la piel. Aquellas cicatrices le aterrorizaban; eran escalofriantes, espantosas. Ben intentó apartar la cabeza, pero Eric se la agarraba con fuerza.

– Es africano, chaval-le dijo-. No te va a comer hasta después de haberte cocinado…

El africano retiro con cuidado la cinta adhesiva de la boca de Ben, que temblaba de pánico. Fuera estaba muy oscuro. Era noche cerrada.

– Quiero irme a casa.

Eric soltó una risita, como si aquello tuviera gracia. Era pelirrojo y de piel blancuzca y llevaba el pelo corto. Entre los incisivos tenía una brecha como una puerta abierta.

Estaban en el salón de una casa, vacío. Había una chimenea de piedra blanca en un extremo y las ventanas habían sido tapadas con sábanas. A su espalda se abrió una puerta y el africano dio un paso atrás. Un tercer hombre entró en la habitación y Eric habló a toda prisa:

– Mazi ha empezado con el rollo africano. Yo ya le he dicho que no lo hiciera.

Mike le pegó a Mazi con la palma de la mano en el pecho con tal rapidez que el africano empezó a caer antes siquiera de que Ben se diera cuenta de que le había dado. Mazi era alto y corpulento, pero Mike parecía más fuerte. Tenía las muñecas gruesas y los dedos nudosos, y llevaba una camiseta negra que le quedaba apretada en los pectorales y los bíceps. Parecía un muñeco GI Joe.

Mazi reaccionó a tiempo y se mantuvo en pie, pero no devolvió el golpe.

– El jefe eres tú -reconoció.

– Pues a ver si te enteras, joder.

Mike apartó aún más al africano y después miró a Ben.

– ¿Qué tal vas?

– ¿Qué le habéis hecho a mi madre?

– Nada. Lo único que hemos hecho ha sido esperar a que volviera para poder llamar. Queríamos que se enterara de que has desaparecido.

– No quiero desaparecer. Quiero irme a casa.

– Ya lo sé. En cuanto podamos dejaremos que vuelvas. ¿Quieres comer algo?

– Quiero irme a casa.

– ¿Tienes que hacer pis?

– Llevadme a mi casa. Quiero ver a mi mamá.

Mike le dio un cachete en la cabeza. Llevaba un triángulo tatuado en el dorso de la mano derecha. Era viejo y la tinta ya estaba algo borrosa.

– Me llamo Mike. Éste es Mazi y ése, Eric. Vas a pasar un tiempo con nosotros, así que será mejor que te acostumbres. -Y después miró a sus compañeros-. Metedlo en la caja.

Todo fue igual de rápido que cuando lo habían cogido en la colina, debajo de los nogales. Lo levantaron del suelo otra vez, volvieron a envolverle las piernas con cinta adhesiva y se lo llevaron hasta el extremo opuesto de la vivienda. Lo agarraban con tanta fuerza que no podía hacer el mínimo ruido. Lo sacaron de la casa. El aire de la noche era frío. Le habían tapado los ojos y no veía nada. Lo metieron en una caja de plástico grande, semejante a un ataúd. Dio patadas y se resistió. Intentó sentarse, pero lo obligaron a quedarse tumbado. Sintió que una tapa pesada se cerraba encima de él. De repente la caja empezó a moverse, a tambalearse, y después se cayó, como si le hubieran tirado a un pozo. El choque contra el suelo fue muy seco.

Ben dejó de intentar soltarse y aguzó el oído.

Algo había caído encima de la caja, a pocos centímetros de su cara, con bastante estruendo. Al momento volvió a suceder.

Con un arrebato de horror, Ben se dio cuenta de lo que estaban haciendo. Golpeó las pareces de su prisión de plástico, pero escapar era imposible. El ruido de lo que caía sobre él fue alejándose cada vez más. Las piedras y la tierra iban amontonándose sobre la caja mientras Ben Chenier era enterrado.

5

Tiempo desde la desaparición: 6 horas, 16 minutos


Ted Fields, Luis Rodríguez, Cromwell Johnson y Roy Abbott murieron tres horas después de hacernos la foto de equipo. Se tomaban antes de todas las misiones; en aquélla aparecíamos los cinco, de uniforme, junto al helicóptero, como un equipo de baloncesto de instituto antes de un partido importante. Crom Johnson siempre se reía y decía que las fotos se hacían para que el ejército pudiera identificar nuestros cadáveres. Ted las llamaba «imágenes funerarias». Le di la vuelta a la que había encontrado Ben para no tener que verlos.

Había hecho unas doscientas fotos de la tierra roja, las selvas tropicales de triple cubierta vegetal, las playas, los arrozales, los búfalos de agua y las calles y los bazares atestados de bicicletas de Saigón, pero al regresar a Estados Unidos me había parecido que aquellas imágenes carecían de sentido, así que me había deshecho de ellas. Aquel lugar había perdido la importancia que tenía para mí, pero la gente la conservaba. Sólo guardé doce fotos, en tres de las cuales salía yo.

Confeccioné una lista con los nombres de las personas de las demás imágenes y después intenté recordar cómo se llamaban los otros hombres que habían formado parte de mi compañía. No lo conseguí. Al cabo de un rato la idea de hacer una lista me pareció una estupidez; Fields, Abbott, Johnson y Rodríguez habían muerto, y nadie más de mi compañía tenía motivos para odiarme o para raptar a un chico de diez años. Ninguno de los hombres que había conocido en Vietnam sería capaz de algo así.

Lucy llamó poco antes de las once. El silencio era tal en la casa que el timbre del teléfono fue como un disparo. El bolígrafo rasgó el papel.

– No podía soportar esta incertidumbre. ¿Ha vuelto a llamar?

– No, aún no. Te habría avisado. Te diré algo de inmediato.

– Dios mío, qué horrible es todo esto. Es una pesadilla.

– Sí, estoy intentado hacer la lista y me entran náuseas. ¿Tú qué tal?

– He hablado con Richard. Acabo de colgar. Va a venir esta misma noche.

– ¿Cómo está?

– Furioso, intransigente, asustado, agresivo. Lo que era de esperar. Él es así.

Como si perder a su hijo no bastara, Lucy también tenía que lidiar con aquello. Richard se había negado a que su ex mujer se fuera a vivir a Los Angeles, y yo nunca le había caído bien; discutían a menudo por ese tema. Era de esperar que las peleas arreciaran en un momento así. Me imaginé que me telefoneaba en busca de apoyo moral.

– Ha dicho que llamará desde el avión para darme los datos del vuelo, pero no sé. Joder, se ha portado como un cabrón.

– ¿Quieres que me pase mañana cuando se haya ido Starkey? No me cuesta nada.

Me dije que Richard debería chillarme a mí, y no a ella.

– No lo sé. Quizá. Mejor cuelgo para dejar libre el teléfono.

– Podemos hablar todo lo que quieras.

– No, ahora me preocupa que ese hombre intente llamarte otra vez. Ya hablaremos mañana.

El teléfono volvió a sonar en el instante en el que colgué. En esta ocasión no me sobresalté, sino que dejé que sonara por dos veces y me di tiempo para prepararme.

– Soy la inspectora Starkey. Espero no haberlo despertado.

– Ni me planteo dormir, Starkey -contesté-. Creía que sería él.

– Lo siento. No ha vuelto a llamar, ¿verdad?

– Aún no. Ya es tarde, no sé si debería seguir usted de servicio.

– Es que he esperado a ver qué decían los de la compañía telefónica. Tienen registrado que ha recibido una llamada a las seis y cincuenta y dos. ¿Esa hora le parece que encaja?

– Sí, fue a esa hora.

– Bueno, pues llamó desde un móvil registrado a nombre de una tal Louise Escalante, de Diamond Bar.

– No la conozco.

– Ya me lo imaginaba. Dice que le han robado el bolso esta tarde, con el teléfono dentro. Asegura que no lo conoce ni sabe nada de todo esto, y su historial indica que nunca lo había llamado. Lo lamento, pero me parece que es una pista que no lleva a ninguna parte.

– ¿Se le ha ocurrido llamar al número?

Su voz perdió entusiasmo.

– Sí, señor Cole, se me ha ocurrido. He llamado cinco veces. Han apagado el teléfono.

El hecho de que el hombre que había secuestrado a Ben hubiera robado el teléfono indicaba que tenía una trayectoria delictiva. Había previsto que intentaríamos rastrear la llamada, lo cual significaba que todo era premeditado. Cuesta más apresar a un delincuente listo que a uno tonto. Y también resulta más peligroso.

– ¿Señor Cole?

– Sigo aquí. Estaba pensando.

– ¿Me ha preparado la lista de nombres?

– Estoy en ello, pero también se me ha ocurrido otra posibilidad. Con el trabajo que hago, Starkey, he tenido mis más y mis menos con cierta gente. He contribuido a meter a algunas personas entre rejas o a quitarlas de la circulación, y son de las que te guardan rencor. Si le hago una lista, ¿estaría dispuesta a comprobar también esosnombres?

– Sí, claro.

– Gracias. Me hace un favor.

– Nos vemos por la mañana. E intente descansar un poco.

– No me parece muy probable.

La parte más oscura de la noche se alargó horas y horas, pero poco a poco fue apareciendo luz por el este. Apenas me di cuenta de ello. Cuando llegó Starkey, ya había llenado doce folios de nombres y anotaciones. Eran las seis y cuarenta y dos cuando me levanté para abrir la puerta. Llegaba pronto.

Llevaba una bandeja de cartón con dos vasos de Starbucks.

– Espero que le guste el café moca. Así me tomo yo mi dosis diaria de chocolate.

– Es un detalle, Starkey. Gracias.

Me dio uno. La luz del amanecer llenaba el cañón con un tenue resplandor. Me pareció que lo contemplaba por un instante. Después se fijó en el Game Freak. Estaba en la mesa del comedor, junto a los papeles.

– ¿A qué distancia encontró el juguete?

– A cincuenta o sesenta metros. ¿Quiere que vayamos?

– Ahora mismo el sol está muy bajo y la luz será indirecta, lo cual no nos va nada bien. Cuando el sol esté más alto tendremos luz directa y será más fácil ver objetos pequeños y reconstruir los hechos.

– Habla como si dominara el tema.

– He investigado muchos escenarios en busca de pistas. -Fue hasta la mesa con el café-. Vamos a ver qué tiene apuntado. Enséñeme primero los candidatos más probables.

Para empezar le mostré la lista de las personas relacionadas con mis casos como detective privado. Le había dado muchas vueltas y cada vez me parecía más probable que una de ellas estuviera detrás de lo que le había sucedido a Ben. Fuimos tomándonos el café mientras repasábamos los nombres. Junto a cada uno había apuntado los delitos que habían cometido, si habían recibidos penas de cárcel y si yo había matado a alguien que estuviera vinculado a ellos.

– Vaya, Cole -exclamó Starkey-, son todos pandilleros, mafiosos y asesinos. Yo creía que los detectives privados sólo se dedicaban a los divorcios.

– Es que siempre elijo mal los casos.

– Ya veo. ¿Tiene algún motivo para creer que alguno de estos tíos esté al corriente de su historial militar?

– Yo diría que ninguno sabe nada de mí, pero supongo que podrían haberse enterado.

– Muy bien. Introduciré los nombres en el sistema para ver si acaban de soltar a alguien. Ahora vamos a hablar de estos otros cuatro hombres, los que murieron en Vietnam. ¿Es posible que sus familiares le culpen de lo sucedido?

– No hice nada de lo que nadie pueda responsabilizarme.

– Ya me entiende. Lo digo porque sus hijos murieron y usted no.

– Claro que la entiendo, y le digo que no. Después de lo sucedido escribí a los padres de todos ellos. Me carteé con la madre de Luis Rodríguez hasta su muerte. De eso hace seis. años. La familia de Teddy Fields me envía felicitaciones por Navidad. Cuando me licencié fui a ver a los Johnson y a los Fields. Estaban pasándolo mal, claro, pero nadie me echó la culpa. Básicamente fueron momentos de mucha tristeza.

Starkey me miraba como si estuviera convencida de que tenía que haber algo más, aunque no se imaginaba el qué. Yo también me quedé mirándola, y otra vez tuve la impresión de que la recordaba de algo.

– ¿Nos conocemos de antes? -le pregunté-. Anoche me pareció que su rostro me sonaba y ahora tengo la misma sensación, pero no acabo de saber de dónde.

Apartó la vista. Sacó una lámina de plástico y aluminio de la chaqueta y se tragó una pastilla blanca con un sorbo de café.

– ¿Aquí se puede fumar?

– Se puede fumar en el porche. ¿Seguro que no nos conocemos?

– Segurísimo.

– Pues me recuerda a alguien.

Starkey miraba hacia el porche con ansia. Suspiró.

– Vale, Cole, voy a decirle de qué me conoce. El tema es noticias de actualidad. Conteste a la pregunta por mil dólares… Y la respuesta es: ¡bum!

Yo no entendía nada. Se encogió de hombros como si estuviera tratando con un idiota.

– ¿Es que nunca ha visto un concurso por la tele? Bombas. Artificieros. La Brigada de Artificieros perdió a un técnico en Silver Lake hace un par de meses.

– ¿Era usted?

– Tengo que salir a fumarme un pitillo. No aguanto más.

Sacó un paquete de la chaqueta y se dirigió al porche. La seguí. Carol Starkey había acabado con un asesino en serie de artificieros de la policía. Mister Red había sido noticia de primera plana en Los Ángeles, pero casi todos los reportajes hablaban de Starkey. Tres años antes de Mister Red, la propia Starkey había sido artificiera. Mientras intentaba des activar una bomba en un campamento de caravanas, un terremoto la había detonado. Tanto Starkey como su compañero habían muerto, pero a ella la habían resucitado allí mismo. Había regresado de entre los muertos, literalmente, por lo que le habían puesto apodos morbosos como el Ángel de la Muerte o el Ángel Demoledor.

Debió de leerme el pensamiento. Hizo un gesto de impotencia mientras encendía el cigarrillo y frunció el entrecejo.

– Ni se le ocurra preguntarme nada, Cole. No me pregunte si vi luces blancas o puertas resplandecientes. Estoy harta de escuchar siempre lo mismo.

– Todo eso me da igual, y no iba a preguntarle nada. Lo único que me importa es encontrar a Ben.

– Perfecto. Lo mismo digo. Lo de los artificieros ya es agua pasada. Ahora me dedico a esto.

– Me alegro, Starkey, pero todo eso ocurrió hace sólo un par de meses. ¿Tiene alguna idea de lo que hay que hacer para encontrar a un niño que ha desaparecido?

Soltó un géiser de humo, indignada.

– ¿Qué es lo que pregunta? ¿Si estoy capacitada para hacer mi trabajo?

Yo también estaba exasperado. La noche anterior me había puesto furioso, y a cada segundo que pasaba me enfurecía más.

– Pues sí, es exactamente lo que pregunto.

– He reconstruido bombas y escenarios de estallidos de bombas, y he rastreado restos de explosivos por los paisajes más desolados que pueda imaginarse. He levantado acusaciones contra los gilipollas que preparaban las bombas y contra los cabrones que venden el material que utilizan esos gilipollas. Y además he acabado con Mister Red. Así que no hace falta que se preocupe usted, señor Cole, sé investigar, y puede apostarse la licencia de detective privado a que vaya encontrar al crío.

El sol ya había llegado a lo alto del cielo. La ladera estaba bien iluminada. Starkey arrojó el cigarrillo por encima de la barandilla de un papirotazo. Miré para ver adónde había ido a parar.

– Oiga, que aquí hay peligro de incendio.

Starkey me miró como si la montaña ya estuviera en llamas y el incendio no pudiera ser peor.

– Tenemos suficiente luz. Indíqueme dónde encontró el juguete.


Tiempo desde la desaparición: 15 horas, 32 minutos


Starkey fue al coche a cambiarse de zapatos y después se reunió conmigo en un costado de la casa. Llevaba unas zapatillas Asics de cross y los pantalones subidos hasta las rodillas. Tenía las pantorrillas blancas. Contempló la colina con recelo.

– Es empinada.

– ¿Tiene vértigo?

– Por Dios, Cole, sólo era un comentario. Por aquí el terreno se desprende con facilidad y veo que la zona es bastante irregular. Todo eso complica las cosas. Me gustaría que fuera con cuidado para no contaminar todo esto aún más, así que lo que le pido es que se limite a enseñarme dónde encontró el Game Freak y después se quite de en medio de una vez. ¿Queda claro?

– De acuerdo, quizás antes me haya pasado, pero a mí también se me da bien esto, Starkey. Puedo ayudar.

– Eso está por verse. Venga, enséñeme el sitio.

Cuando empecé a descender por la ladera me siguió, pero la noté incómoda, algo violenta.

Ben jugaba tan a menudo por allí que a fuerza de pasar había abierto senderos estrechos que discurrían por los altibajos de la cuesta como chorros de agua. Guié a Starkey pisando junto a los senderos, para que ninguno de los dos borrara las huellas de Ben. El terreno era accidentado y virgen, y advertí que ella iba por el sendero.

– Está pisando sus huellas. Vaya detrás de mí.

Se miró los pies y dijo:

– Yo sólo veo tierra.

– Vaya por donde voy yo. Acérquese.

El rastro de Ben era fácil de seguir hasta que llegamos a la base de los árboles, donde había más piedras. Daba igual, porque recordaba el camino del día anterior. Atajamos por la ladera. Starkey resbaló por dos veces y en ambas soltó una palabrota.

– Ponga los pies donde me vea ponerlos a mí -indiqué-. Ya casi hemos llegado.

– No me gusta nada la montaña -dijo.

– Se nota.

Señalé los arbustos de romero donde había encontrado el Game Freak y algunas huellas de Ben. Starkey se puso en cuclillas y lo miró todo como si intentase memorizar cada piedra y cada hoja de romero. Después de tanto resbalón y tanta palabrota, una vez en el escenario anduvo con mucho cuidado.

Me miró los pies.

– ¿Ayer llevaba esas zapatillas?

– Sí. Son New Balance. Se ven las huellas que dejé.

Se las señalé y después levanté un pie para que viera la suela. El dibujo estaba formado por una serie de triángulos en relieve y una gran ene en cada tacón. En algunas de mis huellas los triángulos y la ene se observaban muy claramente. Starkey estudió el dibujo en la suela, luego observó detenidamente un par de mis pisadas y a continuación me miró con cara de pocos amigos.

– Vamos a ver, Cole, ya sé lo que he dicho arriba en la casa, pero la verdad es que soy bastante de ciudad, ¿sabe? Para mí un escenario al aire libre es un aparcamiento. Me da la impresión de que usted sabe lo que hace, así que voy a dejar que me ayude. Eso sí, no me joda nada, ¿vale?

– Lo intentaré.

– Lo que queremos saber es qué sucedió. Luego ya vendrán los de la DIC.

Los forenses de la División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles serían los responsables de encontrar y recoger cualquier prueba del delito.

Starkey marcó la zona con una cuadrícula hecha bastante a ojo, para que pudiéramos analizar el terreno casilla por casilla. Se movía con lentitud debido a lo difícil que era mantener el equilibrio, pero fue metódica y profesional. Dos de las huellas de Ben podían indicar que había dado media vuelta para volver a casa, pero no se veían con claridad y de hecho podían haber revelado cualquier cosa. A partir de ahí las pisadas descendían por la ladera.

– ¿Adónde va? -me preguntó Starkey.

– Sigo el rastro de Ben.

– Joder, yo casi ni veo las marcas. ¿Es usted cazador o qué?

– Tengo experiencia.

– ¿De cuando era pequeño?

– De cuando estaba en el ejército.

Me miró como si no supiera muy bien qué significaba lo que acababa de decirle.

Las huellas de Ben avanzaban por la hierba aproximadamente dos metros y medio más, pero a partir de ahí el rastro se perdía. Regresé hasta su última pisada y desde ese punto fui alejándome trazando una espiral, pero no encontré más huellas ni ningún otro indicio de que hubiera pasado por allí. Era como si le hubieran salido alas y hubiese echado a volar.

– ¿Qué ve? -quiso saber Starkey.

– Si alguien se hubiera llevado a Ben por la fuerza, debería haber indicios de lucha, o al menos las huellas de otra persona, pero no veo nada.

– Habrá que mirar mejor, Cole.

– No hay nada que ver. Las pisadas de Ben terminan repentinamente y por aquí el terreno no muestra las marcas ni las huellas superpuestas que cabría esperar si se hubiera producido un forcejeo.

Starkey descendió un poco con mucho cuidado, con la vista fija en el suelo. Permaneció callada unos minutos, y cuando habló su voz apenas era audible.

– A lo mejor Gittamon tenía razón y lo ha organizado el chico. A lo mejor no hay señales de lucha porque se ha escapado de casa.

– No se ha escapado de casa.

– Si no lo han raptado es que…

– Mire sus huellas. Llegan hasta aquí y luego se detienen. No volvió a subir, ni bajó, ni siguió por la ladera a la misma altura: las pisadas desaparecen sin más. No puede haberse desvanecido. Si se hubiera escapado de casa, habría dejado huellas, pero no hay nada; desde aquí no se marchó a pie. Alguien se lo llevó.

– Y entonces ¿dónde están las pisadas de la otra persona? Me quedé mirando la tierra y meneé la cabeza.

– Ni idea.

– Eso es una tontería, Cole. Ya encontraremos algo. Siga buscando.

Starkey repetía mis movimientos algo más abajo. Estaba a tres o cuatro metros de mí cuando se detuvo para observar el terreno.

– Eh, ¿esto es de la zapatilla del niño o de la suya?

Me acerqué. Una línea apenas visible marcaba el tacón de una zapatilla demasiado grande para pertenecer a Ben. Era una huella nítida que no estaba erosionada, y no había restos de nada por encima. Comparé la nitidez de su borde con la de las pisadas de Ben.

Se habían producido aproximadamente al mismo tiempo. Me coloqué detrás de ella y miré hacia adelante desde el centro del tacón para ver hacia dónde se dirigía. Apuntaba directamente al lugar donde terminaba el rastro de Ben.

– Es él, Starkey. Lo ha encontrado.

– No podemos saberlo con seguridad. Alguno de sus vecinos podría haber estado merodeando por aquí.

– No ha venido nadie a merodear. Siga buscando.

Starkey puso un tallo de romero junto a la marca de aquella suela para indicar su situación, y entonces ampliamos el círculo. Yo me dediqué a inspeccionar el terreno comprendido entre la nueva huella y las de Ben, pero no encontré nada más. Volví sobre mis pasos, repasando la misma zona una segunda vez. Seguía sin aparecer nada.

Debería haber habido fragmentos de otras pisadas entremezclados con las de Ben, como las piezas superpuestas de un rompecabezas. Debería haber encontrado marcas, hierba pisoteada y todos los rastros evidentes que deja una persona al caminar por la montaña, pero lo único que conseguimos fue aquella huella incompleta de un único pie. No podía ser, pero era, y cuanto más pensaba en la falta de indicios, más asustado me sentía. Las pruebas eran la historia física de un hecho, pero la falta de esa historia física constituía una demostración más que suficiente de que había sucedido algo.

Examiné la maleza circundante, la pendiente y los árboles que nos rodeaban, cuyas hojas secas estaban por todas partes. Un hombre había conseguido subir por aquella pendiente cubierta de broza y de hojarasca quebradiza y había hecho tan poco ruido que Ben no lo había oído acercarse. Ese hombre no habría podido ver a Ben entre tanta maleza, lo que significaba que lo había localizado por el ruido del Game Freak. Después, una vez que lo hubo encontrado, se había llevado a aquel niño de diez años sano como un roble con tanta rapidez que no le había dado oportunidad de gritar.

– Starkey -llamé.

– Por aquí hay bichos, Cole. Joder, qué asco me dan.

Estaba examinando el terreno a escasa distancia de mí.

– Starkey, olvídese de los nombres que le he dado de la gente de casos viejos. Ninguno de ellos es lo bastante bueno para hacer algo así.

Me entendió mal.

– No se preocupe, Cole. Voy a pedir que vengan los de la DIC.

Ellos descubrirán qué ha sucedido aquí.

– Yo ya sé lo que ha sucedido. Olvídese de los nombres de mis casos. Investigue sólo a los soldados que sirvieron conmigo y olvídese de todo lo demás.

– ¿No me había dicho que ninguno de ellos sería capaz de algo semejante?

Me quedé con los ojos clavados en el suelo y después miré la espesa maleza y el terreno pisoteado, esforzándome por pensar en los hombres que había conocido y en lo que podían hacer los mejores de entre ellos. Me picaba la piel de la espalda. Las hojas y las ramas que nos rodeaban se convirtieron en piezas rotas de un puzzle borroso. Un hombre que tuviera la preparación necesaria podría estar a tres metros de distancia, podría esconderse dentro del rompecabezas y observamos por entre las piezas, y seríamos incapaces de verlo aunque nos apuntara con una pistola y empezara a apretar el gatillo.

– El que ha hecho esto tiene experiencia de combate, Starkey. Usted no lo ve, pero yo sí. No es la primera vez que hace una cosa así. Ha sido entrenado para cazar personas y se le da bien.

– Está poniéndome la piel de gallina. No se agobie, ¿vale? Voy a pedir que vengan los de la DIC.

Eché un vistazo al reloj. Hacía dieciséis horas y doce minutos que Ben había desaparecido.

– ¿Gittamon está con Lucy?

– Sí, está registrando el cuarto de Ben.

– Me voy a verlos. Quiero decirles a qué nos enfrentamos.

– Venga, Cole, no me toque la moral. No sabemos a qué nos enfrentamos, así que ¿por qué no espera a que lleguen los de la DIC?

– ¿Será capaz de encontrar el camino de vuelta?

– Si espera dos minutos me voy con usted.

Me puse a subir la colina sin esperar. Starkey salió disparada detrás de mí. De vez en cuando me gritaba que fuese más despacio, pero no dejé que me alcanzase. Sombras del pasado que deberían haber estado enterradas marcaban el camino de regreso a mi casa.

Me superaban en número y era consciente de que iba a necesitar ayuda para vencerlas. Al llegar a casa entré en la cocina y llamé a una armería de Culver City que conocía.

– Que se ponga Joe.

– No está.

– Tenéis que encontrarlo. Es importante. Decidle que se reúna conmigo en casa de Lucy de inmediato. Decidle que Ben Chenier ha desaparecido.

– Vale. ¿Algo más?

– Sí. Que tengo miedo.

Colgué, salí y subí al coche. Arranqué el motor, pero me quedé sentado con las manos en el volante, intentando que dejaran de temblarme.

El hombre que se había llevado a Ben había actuado con destreza y en silencio. Había estudiado cuándo entrábamos y cuándo salíamos. Conocía mi casa y el cañón y estaba al corriente de que Ben se iba a la ladera a jugar. Y además lo había hecho todo tan bien que yo ni me había enterado. Seguramente nos había acechado durante varios días. Para cazar personas hacían falta un entrenamiento y una habilidad especiales. Había conocido a varios hombres con esa habilidad y me daban miedo. Yo mismo había sido uno de ellos.

6

Tiempo desde la desaparición: 17 horas, 41 minutos


Al oír hablar de Beverly Hills la gente piensa en mansiones, pero las llanuras que se extienden al sur de Wilshire están repletas de hileras de modestas casas unifamiliares y robustos edificios de apartamentos de una planta que no habrían desentonado en ninguna otra ciudad estadounidense. Lucy y Ben vivían en un complejo de dos pisos en forma de u cuya boca daba a la calle y cuyos brazos rodeaban un patio al que daban las escaleras y donde crecían multitud de aves del paraíso y dos palmeras enormes. No era una calle por la que pasaran habitualmente muchas limusinas, pero ante su edificio, junto a la boca de incendios, esperaba una Presidential negra.

No sin esfuerzo metí el coche en una plaza ajustada situada a media manzana de distancia y recorrí aquel trecho por la acera. El chófer de la limusina estaba leyendo una revista, sentado al volante, con las ventanillas subidas y el motor en marcha. También había dos tipos fumando en un Mercury Marquis aparcado al otro lado de la calle, delante del coche de Gittamon. Eran hombres corpulentos de cuarenta y muchos años, de tez rojiza, con el pelo corto y la expresión impasible de quien está acostumbrado a estar en mal sitio en mal momento sin que le importe demasiado. Me observaron como si fueran policías.

Subí las escaleras y llamé al timbre de Lucy. Me abrió un hombre al que nunca había visto.

– ¿Qué desea?

Era Richard. Le tendí la mano.

– Elvis Cole. Lamento mucho que tengamos que conocernos así.

Su rostro se ensombreció, e hizo como si no viera mi mano.

– Y yo lamento mucho que tengamos que conocemos -dijo.

Lucy se colocó ante él, incómoda y enfadada. A Richard se le daba muy bien ponerla de mal humor.

– No empieces -le pidió.

– Ya te había dicho yo que iba a suceder algo así. ¿O no? ¿Cuántas veces te lo había dicho? Pero no, tú no querías escuchar.

– Richard, déjalo, por favor.

– Sí, ahora sería buen momento para dejarlo -intervine.

Una expresión de amargura cruzó fugazmente los ojos de Richard, que se volvió de repente y se alejó. Era de la edad de Lucy, pero tenía las sienes canosas y el cabello empezaba a ralearle. Llevaba un polo negro, pantalones de pinzas de color caqui que estaban arrugados tras el viaje en avión y unos mocasines de Bruno Magli que costaban más de lo que ganaba yo en una semana. Incluso desarreglado y sin haber dormido, tenía pinta de rico. Era propietario de una empresa de gas natural con intereses internacionales.

Lucy bajó la voz cuando entré tras ella.

– Acaban de llegar. Te he llamado para decirte que Richard había llegado, pero supongo que ya habías salido.

Richard se había reunido en el salón de Lucy con un hombre corpulento de traje oscuro. Llevaba el pelo entre cano tan corto que casi parecía calvo y tenía unos ojos que semejaban miras de rifle puestas del revés. Me tendió la mano.

– Leland Myers. Llevo la seguridad de la empresa de Richard.

– Me he traído a Lee para que nos ayude a buscar a Ben -anunció Richard-, porque vosotros por el momento sólo habéis conseguido perderlo.

Mientras Myers y yo nos dábamos la mano, Gittamon entró en la habitación con el ordenador de Ben. Resoplaba debido al peso y lo soltó en una mesita situada junto a la puerta.

– Hoy mismo tendremos su correo electrónico. Resulta sorprendente lo que los niños les cuentan a sus amigos.

Me sentó mal que siguiera empeñado en la teoría del falso secuestro, pero de todos modos había decidido andarme con cuidado al contarle a Lucy lo que habíamos encontrado en la ladera.

– No va a descubrir nada en su correo electrónico, sargento. Starkey y yo hemos peinado la ladera hace un rato. Hemos encontrado una huella en el punto en el que estaba el Game Freak de Ben. Seguramente la dejó el que se lo llevó, y es probable que sea alguien que estuvo conmigo en Vietnam.

– Pero ¿no estaban todos muertos? -dijo Lucy con expresión de incredulidad.

– Sí, pero he llegado a la conclusión de que la persona que ha hecho esto tiene cierto tipo de experiencia de combate. Le he dado una lista de nombres a Starkey y voy a intentar recordar más. Ha llamado a los de la DIC para que saquen un molde de la pisada. Con un poco de suerte, podremos calcular con bastante precisión su estatura y su peso.

Richard y Myers se miraron y después el primero se cruzó de brazos y frunció el entrecejo antes de decir:

– Lucy me ha contado que el que llamó ayer mencionó algo sobre Vietnam, y que todo esto tiene que ver contigo. ¿Es que antes lo ponías en duda?

– La gente puede decir lo que quiera, Richard. Ahora ya sé que no se tiraba un farol.

– ¿Qué quieres decir con lo de cierto tipo de experiencia de combate? -inquirió Myers.

– Para moverse como se movió este tío ayer no basta haber cazado ciervos los fines de semana o haber hecho el curso de capacitación de oficiales de la reserva. Este individuo ha pasado tiempo en lugares en los que le rodeaba gente que le habría matado si hubiera dado con él, así que sabe moverse sin dejar rastro. Además, no hemos hallado indicios de lucha, lo que significa que Ben no lo vio acercarse.

Les conté que las huellas del chico terminaban de forma abrupta y que sólo habíamos encontrado esa otra pisada aislada. Myers tomó notas mientras yo narraba el episodio. Richard no paraba de cruzar y descruzar los brazos, cada vez más inquieto. Cuando terminé ya había empezado a recorrer el perímetro del pequeño salón de Lucy de forma obsesiva.

– Pues de puta madre, Cole. ¿Quieres decir que una especie de comando asesino de boinas verdes tipo Rambo ha raptado a mi hijo?

Gittamon miró el busca y luego a mí, con cierto aire de reproche.

– Eso no lo sabemos, señor Chenier. Una vez que lleguen los de la DIC estaremos en condiciones de investigar más a fondo. El señor Cole podría estar sacando conclusiones precipitadas cuando aún no tenemos pruebas suficientes.

– Yo no me precipito en absoluto, Gittamon -respondí-. He venido porque quiero que lo vea todo usted mismo. Los de la DIC ya se encuentran de camino.

Richard miró a Gittamon primero y a Lucy después.

– No, seguramente el señor Cole tiene razón. Estoy convencido de que ese hombre es peligrosísimo, tal como dice Cole, quien, recordemos, tiene tendencia a atraer a esa clase de gente. Un tal Rossier casi mató a mi ex mujer en Luisiana gracias a él.

– Ese tema ya está muy manido, Richard -replicó Lucy, tensa. Él siguió atacando:

– Luego se vino a vivir aquí, a Los Ángeles, para que otro lunático, que se llamaba Sobek, pudiera perseguir a nuestro hijo. ¿A cuántas personas mató, Lucille? ¿A siete? ¿A ocho? Era un asesino en serie o algo así.

Lucy se colocó ante él y le dijo en voz baja:

– Déjalo ya, Richard. No es necesario que te comportes siempre como un gilipollas.

– Intenté explicarle que relacionarse con Cole -prosiguió Richard, a voz en cuello- es peligroso para ellos, pero ¿me hizo caso? No. No me escuchó porque la seguridad de nuestro hijo no era tan importante como el que ella se saliese con la suya.

Lucy le dio un sonoro bofetón en la mejilla.

– Te he dicha que te calles.

Gittamon se estremeció, como si quisiera estar muy lejos de allí. Myers tocó el brazo de su jefe.

– Richard.

Éste no se movió.

– Richard, tenemos que empezar.

Richard tensó la mandíbula, como si quisiera decir algo más pero estuviera masticando las palabras para no dejarlas salir. Miró a Lucy y después apartó los ojos como si de repente se sintiera incómodo y avergonzado de aquel arrebato.

– Me había prometido que no iba a hacerlo, Lucille -se disculpó en voz baja-. Lo siento.

Ella no contestó. Le palpitaba el orificio nasal izquierdo al respirar intensamente. Yo estaba en el otro extremo de la habitación y la oía.

Richard se humedeció los labios. Estaba avergonzado, con un aire de niño travieso al que acaban de pillar en falta. Se apartó de ella, miró a Gittamon y se encogió de hombros.

– Tiene razón, sargento. Soy un gilipollas, pero quiero a mi hijo y estoy muy preocupado. Haré lo que sea necesario para encontrarlo. Por eso he venido y por eso he traído a Lee.

Myers carraspeó e intervino:

– Deberíamos ver esa ladera de la que ha hablado Cole. A Debbie se le da bien la búsqueda de indicios. Podría echamos una mano.

– ¿Quién es Debbie? -preguntó Gittamon.

Richard miró otra vez hacia donde estaba Lucy, después se sentó en una silla dura que había en el rincón y se frotó la cara con las manos.

– Debbie DeNice, aunque en realidad se llama Debulon o algo así. Es un inspector de policía jubilado de Nueva Orleans. De Homicidios, creo. Es eso, ¿no Lee?

– Homicidios. Tiene una tasa de resolución de casos espectacular.

Richard se puso en pie de un salto.

– El mejor de Nueva Orleans. Sólo he traído a los mejores. Voy a encontrar a Ben aunque tenga que contratar a Scotland Yard, joder.

Myers miró a Gittamon y luego a mí.

– Me gustaría mandar a mi gente a tu casa, Cole -me dijo-. También me gustaría disponer de esa lista de nombres.

– La tiene Starkey. Podemos fotocopiarla.

– Si los de la DIC están de camino -prosiguió Myers, dirigiéndose a Gittamon-, será mejor que vayamos para allá, aunque antes me gustaría que me contara brevemente qué sabemos y qué está haciéndose, sargento. ¿Puedo contar con usted?

– Sí, claro, desde luego.

Le indiqué cómo ir a mi casa. Anotó mis instrucciones en una agenda electrónica y después se ofreció a llevar el ordenador de Ben al coche de Gittamon. Se marcharon juntos. Richard les siguió, pero al pasar junto a Lucy titubeó. Se volvió hacia mí y apretó los labios como si oliera a podrido.

– ¿Vienes?

– Dentro de un minuto.

Miró a su ex mujer y su expresión se suavizó. Le puso una mano en el brazo.

– Tengo habitación en el Beverly Hills, en Sunset Boulevard. No debería haber dicho todo eso, Lucille. Me arrepiento y me disculpo, aunque todo era cierto.

Volvió a mirarme y acto seguido se marchó.

Lucy se llevó una mano a la frente.

– Esto es una pesadilla.


Tiempo desde la desaparición: 18 horas, 05 minutos


El sol había llegado a su plenitud como una bengala, y brillaba con tanta intensidad que borraba el color del cielo y hacía que las palmeras resplandecieran con una luz trémula. Cuando salí a la calle, Gittamon ya no estaba por allí, pero Richard esperaba junto a la limusina negra con Myers y los dos tipos del Marquis. Me imaginé que se trataba de sus hombres, y que también eran de Nueva Orleans.

Dejaron de hablar cuando aparecí tras las aves del paraíso. Richard se ubicó delante de los demás para recibirme. Ya no se molestaba en intentar ocultar sus sentimientos; en su rostro se dibujaban la furia y la determinación.

– Tengo algo que decirte.

– A ver si lo adivino: no vas a preguntarme dónde me he comprado la camisa.

– Tú eres el culpable de todo esto. Llegará un momento en que alguien matará a uno de los dos por tu culpa, es sólo cuestión de tiempo. Pero no, no voy a permitirlo.

Myers se acercó y cogió a Richard del brazo.

– No tenemos tiempo para esas cosas.

Richard lo apartó con un gesto brusco.

– Quiero decírselo.

– Acepta su consejo, Richard -le recomendé-. Por favor. Debbie DeNice y Ray Fontenot se colocaron al otro lado de su jefe. El primero era un hombre de estructura ósea consistente y ojos grises de un tono cercano al agua sucia. Fontenot también resultó ser, como DeNice, ex inspector de la policía de Nueva Orleans. Era alto y de facciones angulosas, y tenía una cicatriz muy fea en el cuello.

– ¿Y si no qué? -intervino DeNice.

Había sido una noche muy larga. Me dolían los ojos de tanta tensión acumulada.

– Aún es por la mañana -respondí con calma-. Vamos a tener que aguantarnos durante un buen rato.

– Si de mí depende, no -contestó Richard-. No me caes bien, Cole. Me das mala espina. Todo en ti llama al mal tiempo, y quiero que te mantengas bien alejado de mi familia.

Respiré hondo. Un poco más allá, en la misma calle, una mujer de mediana edad había sacado a pasear a un doguillo que andaba como un pato en busca de un lugar en el que mear. Aquel hombre era el padre de Ben y el ex marido de Lucy. Pensé que si le decía o le hacía algo ellos sufrirían. No teníamos tiempo que perder en tonterías. Había que encontrar a Ben.

– Nos vemos en mi casa.

Intenté sortear el grupo, pero DeNice dio un paso hacia un lado para impedirme el paso.

– No sabes con quién te metes, amigo.

Fontenot esbozó una sonrisa y dijo:

– No, parece que no se ha enterado.

– Debbie. Ray -intervino Myers.

Ninguno de los dos se movió. Richard, que se había quedado mirando la casa de Lucy, se humedeció los labios, cosa que ya había hecho antes de salir. Me parecía más confuso que enfadado.

– Lucille ha sido una idiota y una egoísta al venir a Los Ángeles. Ha sido una idiota al liarse con alguien como tú y una egoísta al llevarse a Ben con ella. Espero que entre en razón antes de que uno de los dos muera.

DeNice era un hombre de espaldas anchas y expresión morbosa que me hizo pensar en un payaso homicida. Tenía el puente de la nariz cubierto de pequeñas cicatrices. Nueva Orleans debía de ser un sitio muy duro, pero me dio la impresión de que se trataba de uno de esos tipos a los que les gustan las cosas difíciles. Podía haber intentado esquivarlo, pero no me molesté en hacerlo.

– Apártate de mi camino.

En lugar de eso, abrió el abrigo de sport que llevaba para enseñarme por un instante la pistola, y me quedé pensando que quizás en los barrios marginales de su ciudad aquello impresionaba a la gente.

– Parece que no te enteras -dijo.

Algo se movió con rapidez por los extremos de mi campo visual. Un brazo en el que se marcaban unas gruesas venas agarró por detrás el cuello de DeNice y un pesado Colt Python 357 de color azul apareció bajo su brazo derecho. El ruido que hizo al ser amartillado fue como el de unos nudillos al romperse. DeNice perdió el equilibrio. Joe Pike lo levantó por detrás y le susurró al oído:

– A ver si te enteras tú de esto.

Fontenot metió la mano por dentro de la chaqueta. Pike le arreó con el 357 en la cara y Fontenot se tambaleó. La mujer del perro miró hacia donde estábamos, pero sólo vio a seis hombres en medio de la acera, uno de los cuales se llevaba las manos a la cara.

– Richard, no hay tiempo para todo esto -dije-. Tenemos que encontrar a Ben.

Pike llevaba una sudadera gris sin mangas, vaqueros y gafas oscuras que resplandecían al sol. Los músculos del brazo se le marcaban como si fueran adoquines en torno al cuello de DeNice. La flechita que llevaba tatuada en el deltoides estaba muy tensada debido a la tirantez interior.

Myers observaba a Pike del modo en que lo hacen los lagartos, sin ver nada en realidad, más bien buscando algo que detonara su reacción preprogramada: ataque, retirada, lucha.

– Lo que has hecho ha sido una estupidez, Debbie -dijo con tranquilidad-, una estupidez muy poco profesional. ¿Lo ves, Richard? No se puede jugar con esta clase de gente.

Fue como si Richard despertara, como si surgiera de la niebla.

Meneó la cabeza y contestó:

– Joder, Lee, ¿que se cree que hace Debbie? Yo sólo quería hablar con Cole. No puedo permitirme una cosa así.

Myers no apartó en ningún momento los ojos de Joe. Agarró a DeNice del brazo, aunque Pike no lo había soltado.

– Lo siento, Richard. Voy a hablar con él.

Myers tiró del brazo.

– Ya está todo arreglado. Suéltalo.

El brazo de Pike se cerró con más fuerza alrededor del cuello de DeNice.

– A ver, Richard -intervine-. Ya sé que estás de mal humor, pero yo también lo estoy. Tenemos que centrarnos en encontrar a Ben. Dar con él es lo primero. Debes tenerlo presente. Y ahora métete en el coche. No quiero repetir esta conversación.

Richard me miró boquiabierto, pero se recuperó y se dirigió hacia su coche.

Myers seguía observando a Pike.

– ¿Vas a soltarlo?

– ¡Será mejor que me dejes en paz, hijo de puta! -gritó DeNice.

– Ya ha pasado, Pike -dije-. Puedes soltarlo.

– Si tú lo dices -contestó.

DeNice podía haberse comportado con sensatez, pero prefirió no hacerla. Cuando Pike lo liberó, giró sobre los talones y le lanzó un directo de derecha. Se movió con mayor rapidez de la que debería tener un hombre tan corpulento y utilizó las piernas con el codo pegado al cuerpo. Seguramente había sorprendido a muchos hombres antes con esa velocidad, y por eso creyó que tenía posibilidades. Pike esquivó el puñetazo, atrapó el brazo de su contrincante con una llave y le agarró las piernas al mismo tiempo. DeNice cayó de espaldas sobre la acera y su cabeza rebotó contra el suelo.

– ¡Joder, Lee! -gritó Richard desde la limusina.

Myers echó un vistazo a los ojos de DeNice, que estaban vidriosos. De un tirón le puso en pie y lo empujó hacia el Marquis. Fontenot ya estaba al volante del coche, con un pañuelo ensangrentado pegado a la cara.

Myers observó a Pike por un instante, y luego a mí.

– Son policías, eso es todo.

Se reunió con Richard en la limusina y los dos vehículos se alejaron.

Cuando me volví y quedé frente a Joe vi un brillo oscuro en la comisura del labio.

– Eh, ¿eso qué es?

Me acerqué. Una perla roja manchaba el borde de la boca de Joe.

– Estás sangrando. ¿Ese tío te ha dado?

A Pike nunca le daban. Pike era tan rápido que resultaba imposible que alguien lo alcanzara. Se limpió la sangre con un dedo y después se subió a mi coche.

– Cuéntame lo de Ben.


El niño y la Reina


– ¡Socorro!

Ben aplicó la oreja a un agujero de la tapa de la caja, pero sólo se percibía un silbido lejano, como el ruido que hacía una caracola al ponérsela al oído.

Acercó los labios a la abertura y gritó:

– ¿Me oye alguien?

No hubo contestación.

Por la mañana había aparecido una luz por encima de su cabeza. Brillaba como una estrella distante. Habían hecho un agujero en la caja para que entrara el aire. Ben puso un ojo delante y vio un pequeño disco de color azul al final de un tubo.

– ¡Estoy aquí abajo! ¡Auxilio! ¡Socorro! No hubo contestación.

– ¡SOCORRO!

Ben había logrado arrancarse la cinta de las muñecas y las piernas. Desesperado, se había puesto a dar patadas contra las paredes como un bebé en plena rabieta y había intentado abrir la tapa haciendo fuerza con todo el cuerpo. Se retorció como un gusano en una acera recalentada porque creía que los bichos se lo comían vivo.

Estaba absolutamente convencido de que Mike, Eric y el africano habían salido a comprar la cena a un McDonald's y un autobús sin frenos los había hecho papilla. Habían quedado aplastados, convertidos en una pasta roja con trocitos de huesos, y ahora nadie sabía que él estaba atrapado en aquella caja asquerosa. Iba a morirse de hambre y de sed y acabaría convertido en un personaje de Buffy, cazavampiros.

Perdió la noción del tiempo y se quedó medio adormilado. No sabía si seguía despierto o si soñaba.

– ¡SOCORRO! ¡ESTOY AQuí ABAJO! ¡SOCORRO, SACADME DE AQUÍ!

Nadie contestó.

– ¡MAMÁAAAAAAA!

Ben sintió que algo le daba en el pie y pegó un brinco como si diez mil voltios de corriente hubieran recorrido su cuerpo.

– ¡Venga, chaval! ¡Deja de lloriquear!

La Reina de la Culpa estaba tumbada en un extremo de la caja, apoyada sobre un codo: era una joven muy guapa de cabello negro y sedoso, piernas largas y doradas y pechos voluptuosos que se salían de una camiseta cortísima. No parecía muy contenta.

Ben pegó un chillido y la Reina se tapó los oídos.

– ¡Joder, cómo berreas!

– ¡No eres de verdad! ¡Eres un juego!

– Entonces esto no va a dolerte.

La Reina le retorció un pie. Con fuerza.

– ¡Ay! -exclamó Ben, y retrocedió de golpe, arrastrándose, sin posibilidad de ir a ninguna parte. ¡No podía ser verdad! ¡Estaba atrapado en una pesadilla!

La Reina se sonrió con una mueca cruel y después lo tocó con la punta de una resplandeciente bota de vinilo.

– ¿Te parece que no soy de verdad, guapo? Vale, muy bien. ¿Notas esto?

– ¡No!

Ella enarcó las cejas con aire de superioridad y le acarició la pierna con la bota.

– ¿Sabes cuántos niños quieren tocar esta bota? ¿La notas? ¿Ves que soy de verdad?

Ben estiró el brazo y la tocó con un dedo. La bota era tan resbaladiza como un coche recién pulido, y tan sólida como la caja en la que lo habían encerrado. La Reina flexionó los dedos y Ben retiró la mano de golpe.

Ella se echó a reír.

– ¡Si te enfrentaras a Modus no durarías ni dos segundos!

– ¡Sólo tengo diez años! ¡Todo esto me da miedo y quiero irme a mi casa!

La Reina se estudió las uñas, como si se aburriera. Cada una era una esmeralda afiladísima y refulgente.

– Pues vete. Puedes marcharte cuando quieras.

– Ya lo he intentado. ¡Estamos atrapados!

La Reina volvió a enarcar las cejas.

– ¿De verdad?

Lo miraba inexpresiva, mientras se pasaba suavemente las uñas por un vientre plano como un suelo embaldosado. Las tenía tan afiladas que se arañaba la piel.

– Puedes marcharte cuando quieras -repitió.

Ben creía que estaba tomándole el pelo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡No tiene gracia! ¡Llevo toda la noche pidiendo socorro y nadie me oye!

El bello rostro de la Reina se encendió. Sus ojos ardían como desquiciadas esferas amarillas y su mano rasgaba el aire igual que una garra.

– ¡Ábrete camino a zarpazos, idiota! ¿No ves lo afiladas que están?

Ben se encogió de miedo.

– ¡No te acerques!

La Reina se inclinó sobre él. Sus dedos zigzagueaban como si fueran serpientes. Sus uñas eran cuchillas relumbrantes.

– ¿NOTAS LAS PUNTAS AFILADAS? ¿NOTAS CÓMO CORTAN?

– ¡Vete de aquí!

Ella se abalanzó sobre Ben, que se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a gritar mientras las uñas puntiagudas se le clavaban en la pierna.

Y entonces despertó.

Se dio cuenta de que estaba hecho un ovillo en un rincón, encogido. Parpadeó en la oscuridad y aguzó el oído. La caja permanecía en silencio. Estaba solo. Había sido una pesadilla, y sin embargo aún notaba el dolor agudo de las uñas de la Reina al clavársele en el muslo.

Se puso de lado y el pinchazo fue aún más intenso.

– ¡Ay!

Bajó la mano para descubrir qué era lo que llevaba clavado. Tenía la estrella de plata de Elvis Cole en el bolsillo. La sacó y pasó las yemas de los dedos por sus cinco puntas. Eran duras y estaban afiladas como cuchillas. Clavó una en el plástico de la tapa y empezó a mover la medalla de un lado a otro. Palpó el plástico. Una delgada línea se había grabado en su cielo.

Ben siguió utilizando la medalla como una sierra y la línea fue ganando profundidad. Aumentó la presión, trabajó más deprisa, como si sus brazos fueran pistones. En la oscuridad notó que caían pedacitos de plástico semejantes a gotas de lluvia.

7

Todo un D-boy


Michael Fallon estaba desnudo a excepción de unos calzoncillos azules desteñidos. Tenía las cortinas corridas y el aire acondicionado apagado para que los vecinos no lo oyeran, por lo que la casa parecía un horno. Le daba igual. Había estado en muchos cuchitriles del Tercer Mundo en los que un bochorno como aquél equivalía a un soplo de aire fresco.

Ibo y Schilling habían salido a robar un coche y Fallon había aprovechado para quitarse la ropa y hacer ejercicio. Intentaba encontrar un momento para ello cada día, porque cuando alguien no estaba perfectamente en forma otra persona podía cazarlo, y a Mike Fallon no lo cazaba nadie.

Hizo doscientas flexiones de brazos, doscientos abdominales, doscientas elevaciones de pierna y doscientas flexiones de espalda sin detenerse entre serie y serie. Repitió el ciclo dos veces y después saltó a buen ritmo durante veinte minutos sin moverse del sitio, levantando las rodillas hasta el pecho. El sudor cubría su piel como el glaseado de un pastel y caía al suelo igual que lluvia, pero tampoco estaba haciendo unos ejercicios excepcionales; normalmente corría quince kilómetros con una mochila cargada con veinticinco kilos a la espalda.

Estaba secándose el sudor con una toalla cuando se abrió la puerta del garaje con gran estruendo. Debían de ser Ibo y Schilling, pero echó mano de la 45 por si acaso.

Entraron por la cocina con dos bolsas de Ralphs. Schilling lo llamaba con una voz que le pareció la de un paleto de barrio al volver a casa:

– ¿Mike? ¡Eh, Mike!

Fallon se colocó tras ellos y le dio un golpecito con la pistola a Schilling, que dio un respingo.

– ¡Joder! ¡Me los has puesto por corbata!

– Pues la próxima vez vete con más cuidado. Si hubiera sido otra persona, no tendrías próxima vez.

– Ya. Vale.

Ibo y Schilling dejaron las bolsas, el segundo enfurruñado porque Fallon le había metido un gol. Ibo lanzó una manzana verde a Fallon y después sacó una botella de Orangina para él. Tenía que ser algo que contuviese naranja: zumo, Fanta, Orangina; no bebía otra cosa. Fallon empezó a pinchar a Schilling por el despiste, pero los dos sabían que Eric era bueno. En realidad, era buenísimo. Sólo que Fallon lo superaba.

– ¿Habéis conseguido el coche?

– Mazi -contestó Schilling-. Hemos ido hasta Inglewood. Total, por allí la mitad de los coches son robados. La pasma no hará caso ni aunque el dueño lo denuncie.

– Un buen coche -apuntó Ibo con su peculiar acento-. Los asientos son guapos.

Schilling sacó dos teléfonos móviles de una bolsa y se los arrojó a Fallon. Eran un Nokia y un Motorola. Para lo que habían planeado necesitaban el coche y los teléfonos.

Fallon los observó durante unos instantes mientras sacaban la comida de las bolsas y por fin dijo:

– Escuchad.

Ibo y Schilling lo miraron. Hacía mucho que preparaban aquel trabajo y estaban acercándose al momento decisivo. Quedaban pocas horas.

– Una vez que hayamos traicionado al tío este ya no habrá vuelta atrás. ¿Lo tenemos claro?

– Sí, joder -repuso Schilling-. Yo quiero la pasta. Y Mazi lo mismo. Tío, esta oportunidad no tiene nada que ver con la otra mierda; me importa una mierda lo que piense un gilipollas como ése.

Ibo hizo chocar los puños contra los de Schilling. Los dos sonreían como niños. Fallon ya sabía la respuesta de antemano, pero se alegraba de haber formulado la pregunta. Si estaban metidos en aquello era por el dinero, como profesionales.

– Uh.

– Uh -contestaron Ibo y Schilling.

Fallon se sentó en el suelo para ponerse los calcetines y los zapatos. Le apetecía darse una ducha, pero eso podía esperar.

– Me voy a buscar un sitio para el encuentro. Preparad algo de comer y luego echadle un vistazo al crío. Comprobad que esté bien atado.

Fallon era el encargado de encontrar un lugar seguro en el que consumar la traición.

– Está a buen recaudo. Tiene un metro de tierra por encima.

– Id a ver de todos modos, Eric. Volveré cuando se haya hecho de noche. Entonces lo sacaremos y llamaremos. Seguramente tendremos que ponerle al teléfono para convencer a esos tíos.

Fallon se metió la pistola por la cintura y echó a andar hacia el garaje.

– ¡Eh! -lo llamó Schilling-. ¿Qué vamos a hacer con el chico si no conseguimos la pasta?

Fallon no se volvió ni se detuvo.

– Pues volver a meterlo en la caja y tapar el agujero.

8

Tiempo desde la desaparición: 18 horas, 38 minutos


Laurence Sobek había asesinado a siete personas. Joe Pike tenía que haber sido la octava. Eran siete seres humanos inocentes, pero Sobek los culpaba por haber provocado el encarcelamiento de un pederasta llamado Leonard De Ville por la violación vaginal y anal de una niña de cinco años, Ramona Ann Escobar. El destino de De Ville había sido el habitual de muchos condenados por esa clase de delitos: lo habían asesinado los propios reclusos. Todo aquello había sucedido hacía quince años. Joe Pike, que por entonces era agente de la policía de Los Angeles, lo había arrestado, y las siete víctimas mortales habían sido testigos de la acusación. Sobek le había metido dos balas en el cuerpo a Pike antes de que éste acabara con él. Había estado a punto de perder la vida. Su recuperación había sido lenta, y en más de una ocasión yo había perdido la esperanza. Supongo que él también, pero con Pike nunca se sabía. La Esfinge era una cotorra comparada con él.

De camino a mi casa le conté lo de Ben y lo de la llamada.

– ¿Y el tío del teléfono no pidió nada? -preguntó Pike.

– Me dijo que se trataba de una venganza. Eso fue todo lo que dijo, que era un ajuste de cuentas por lo que había pasado en Vietnam.

– ¿Crees que es un impostor o no?

– No lo sé.

Pike soltó un resoplido. Sabía lo que me había sucedido aquel día en Vietnam. Se trataba de la única persona a la que se lo había contado que no pertenecía al ejército ni era familiar de los otros cuatro hombres. Quizás a todos nos hacía falta convertirnos en la Esfinge de vez en cuando.

Cuando llegamos a mi casa vimos una furgoneta azul cielo de la DIC aparcada en la entrada, donde Starkey estaba ayudando a un forense alto y desgarbado llamado John Chen a descargar su equipo. Gittamon se cambiaba de calzado en el asiento trasero de su coche. Richard y sus hombres se habían colocado en un costado de la casa. Iban sin americana y con la camisa arremangada. A Fontenot le había salido un morado de color muy intenso debajo del ojo. DeNice nos miraba fijamente.

Pike y yo aparcamos en la calle, un poco más allá de la casa, y desde allí fuimos a pie hasta la furgoneta. Starkey seguía fumando. Miró con cara de pocos amigos a Gittamon y se dirigió a mí en voz baja:

– ¿Ve a toda esa gente? Gittamon los deja bajar a la ladera con nosotros.

– Éste es mi socio, Joe Pike. Nos acompaña.

– Joder, Cole, que esto no es un safari sino el escenario de un delito.

John Chen bajó de la furgoneta con una mochila y un maletín de recogida de pruebas que era como una gran caja metálica de aparejos de pesca. Al vernos hizo una inclinación de la cabeza.

– Eh, si yo los conozco. Hola, Elvis. ¿Qué hay, Joe? Trabajamos juntos en lo de Sobek.

Starkey dio una buena calada y después miró a Pike con los ojos entornados.

– O sea que eres tú. He oído que Sobek te metió dos balazos y te dejó para el arrastre.

La sensibilidad no era el fuerte de Starkey. Soltó una enorme bocanada de humo y Pike se movió para colocarse junto a Chen. Contra el viento.

Myers se acercó a nosotros y le pidió la lista de nombres a Starkey, que contestó:

– Los he dictado por teléfono mientras esperaba. Si suena la campana, nos enteraremos hoy mismo.

– Cole me ha dicho que podía verla. Queremos hacer una comprobación por nuestra cuenta.

Starkey, parapetada tras el cigarrillo, me puso mala cara, y a continuación sacó la lista. Me la dio y se la entregué a Myers.

– ¿A qué esperamos? -pregunté.

Starkey miró a Gittamon, dejando claro lo mucho que le molestaba el que tardara tanto.

– Cuando tú digas, sargento -le gritó para meterle prisa.

– Ya casi estoy.

Tenía la cara roja por haber estado agachado. Myers fue a reunirse con los suyos. Starkey, que seguía apurando el cigarrillo, dijo entre dientes:

– Mamón.

El gato negro que compartía la casa conmigo apareció por una esquina. Estaba viejo y maltrecho, y andaba con la cabeza inclinada hacia un lado debido a las secuelas de un disparo de una pistola del 22. Seguramente se acercó porque olió a Pike, pero al ver a más gente ante la casa arqueó la espalda y bufó. Hasta DeNice se volvió.

– ¿Qué le pasa a ese bicho? -preguntó Starkey.

– No le gusta la gente. No es nada personal. Sólo le caemos bien Joe y yo.

– A lo mejor le gusta esto -contestó, y le lanzó el cigarrillo de un papirotazo. Aterrizó con una lluvia de chispas.

– Joder, Starkey, ¿estás chalada o qué?

El gato no salió disparado como haría cualquier otro, sino que puso los pelos de punta y maulló más alto aún. Echó a andar de lado hacia ella.

– Coño, hay que ver cómo es el cabrón -exclamó Starkey.

Pike se acercó al gato y lo acarició. El animal se dejó caer de lado y se puso boca arriba. Adoraba a Joe Pike. Starkey les miraba con el entrecejo fruncido como si todo aquello fuera de mal gusto.

– No soporto a los gatos.

Gittamon terminó de abrocharse los zapatos y bajó del coche.

– Vale, Carol. A ver qué habéis encontrado. John, ¿estás listo?

– Sí, jefe.

– ¿Señor Chenier?

– Ve tú primero, Cole -pidió Starkey-. Guíanos.

Pike y yo bajamos primero y seguimos en paralelo el rastro de Ben como había hecho yo unas horas antes. Starkey aguantó el ritmo mejor que la primera vez, aunque estuviera ayudando a Chen a llevar parte de su equipo, pero a Gittamon y a DeNice les costaba mantener el equilibrio. Myers se movía como si le molestara tener que esperar a los demás.

Pasamos por la zona de nogales y después rodeamos el montículo para salir justo encima de la zona en la que había encontrado el Game Freak el día anterior. El tallo de romero que había utilizado Starkey para marcar las huellas sobresalía del suelo como una lápida en miniatura. Les señalé dónde terminaba el rastro de Ben y después les mostré la huella parcial. Volví a ponerme en cuclillas junto a la marca del talón y les indiqué cómo se dirigía hacia Ben. Chen abrió su maletín de pruebas y señaló el punto con una banderita naranja. Pike se agachó a mi lado para estudiar la pisada parcial y después empezó a descender por la colina sin pronunciar palabra.

– Eh, ten cuidado -le advirtió Starkey-. Es importante no borrar nada.

Gittamon y Richard se abrieron paso entre Chen y Starkey para ver la marca, seguidos por DeNice y Fontenot. Myers la observó con rostro inexpresivo.

– ¿No habéis encontrado nada más?

– Aún no -respondió Starkey.

Richard clavó los ojos en la huella parcial. Estaba tan callado que parecía mudo. Tocó la tierra seca que había junto a ella y después echó un vistazo alrededor, como si quisiera grabarse el lugar en la cabeza.

– ¿Fue aquí dónde raptaron a mi hijo, Cole? ¿Fue aquí donde lo perdiste?

No me molesté en responder. Miré la huella y una vez más comprobé que se dirigía hacia Ben. Había repasado el terreno comprendido entre la pisada parcial y la última marca de Ben como mínimo tres veces. La distancia que las separaba era al menos de tres metros. La tierra era blanda y fina, por lo que debería haber estado cubierta de huellas.

Dije en voz alta lo que pensaba, más para mí mismo que para los demás:

– Cuando lo raptaron, Ben estaba allí, de espaldas a nosotros, jugando al Game Freak.

El fantasma de Ben Chenier pasó de largo siguiendo el rastro, y sus pies dejaron las huellas de Ben. Se encorvó sobre el Game Freak, del que salía el estruendo de los chillidos y los puñetazos. Un fantasma más oscuro me atravesó y se le acercó. Su pie derecho rozó la huella medio marcada en la tierra, ante mí.

– Ben no se percató de que el otro estaba aquí antes de que llegara a este punto. En ese momento es posible que el crío oyera algo o que se volviese porque si, no se, pero e secuestrador se asustara al creer que Ben gritaría al verlo.

De repente el fantasma oscuro salió disparado hacia Ben, impulsándose contra la tierra blanda, y dejó la huella parcial. Vi cómo sucedía.

– Ben aún no se había dado cuenta de lo que ocurría, o no del todo, porque en caso contrario lo habríamos notado en las huellas de sus zapatillas. Estaba de espaldas. Quien lo agarró lo hizo por detrás y lo levantó por los aires. Le tapó la boca para que no chillase.

El fantasma oscuro se llevó por la maleza al niño, que luchaba por soltarse. Cuando ambos espectros se desvanecieron me di cuenta de que estaba tiritando.

– Eso fue lo que sucedió.

Myers me miraba fijamente, lo mismo que Starkey y Chen. El primero meneó la cabeza, pero su expresión me resultó indescifrable.

– Vale, ¿y dónde están las demás huellas?

– Por eso digo que es tan bueno, Myers -contesté-. No dejó ninguna más. Ésta fue un error.

Richard hizo un gesto de incredulidad, indignado, y se puso en pie. Myers se incorporó a continuación.

– Me parece asombroso que no tengas más que una mierda de agujero en la tierra que ni siquiera se ve bien. Y la explicación que me das es que Rambo ha raptado a mi hijo. Joder.

DeNice echó un vistazo a la colina y anunció:

– A lo mejor es que no han buscado lo suficiente.

Fontenot asintió y lo apoyó.

– Estoy contigo.

Myers hizo un gesto de asentimiento y los dos se fueron a peinar la ladera.

Gittamon se inclinó más para observar la huella con detalle.

– ¿Puedes hacer un molde de esto, John? -preguntó.

Chen tomó una pizca de tierra y dejó que resbalara por entre los dedos. No le gustó lo que veía y, con ceño, contestó:

– ¿Ves lo fina y seca que es esta tierra? Es como si fuera sal. Esta clase de terreno no conserva la estructura. En estos casos podemos perder mucho detalle al verter el material. El peso del plástico deforma la impresión.

– Para ti todo es un drama -terció Starkey-. He trabajado con este tío en cincuenta escenarios de explosiones y siempre parece que el mundo esté a punto de acabarse.

Chen se puso a la defensiva.

– Yo sólo digo lo que hay. Puedo encuadrar la huella para que la estructura se mantenga mejor y sellar el terreno antes de verter, pero no sé qué voy a conseguir.

Starkey se puso en pie y espetó:

– Pues un molde. Deja de quejarte de todo y ponte a trabajar, John, joder.

Richard observó a DeNice y Fontenot, que rebuscaban por la maleza. Miró el reloj.

– Lee, a este ritmo no acabaremos nunca. Ya sabes lo que tienes que hacer. Busca a más gente si es necesario y que venga todo el que nos haga falta. Me da igual lo que cueste.

Starkey se volvió hacia Gittamon como si esperase que fuera a decir algo, y cuando vio que permanecía en silencio decidió intervenir:

– Si aparece más gente por aquí esto se convertirá en un circo. La cosa ya está bastante mal para empeorarla.

Richard se metió las manos en los bolsillos.

– Eso no es problema mío, inspectora. Yo lo que quiero es encontrar a mi hijo. Si quiere detenerme por obstrucción a la justicia oalguna otra estupidez por el estilo, estoy convencido de que quedará estupendamente en las noticias.

– Nadie ha hablado de hacer nada por el estilo -intervino Gittamon-. Lo que pasa es que tenemos que aseguramos de que el escenario se conserva lo más in alterado posible.

Myers apoyó la mano en el brazo de Richard. Intercambiaron unas palabras en voz baja y después el primero se dirigió a Gittamon.

– Tiene usted razón, sargento. Debemos encargamos de que los indicios se conserven lo mejor que podamos y también de la acusación contra los raptores de Ben. Cole no debería estar aquí.

Lo miré fijamente, pero su rostro seguía tan inexpresivo como antes. Gittamon parecía confuso.

– No lo entiendo, Myers -afirmé-. Ya había venido antes y recorrí toda la ladera en busca de Ben.

Richard se encogió de hombros, incómodo, y contestó:

– ¿Qué es lo que no entiendes, Cole? Nunca me he dedicado al derecho penal, pero sé lo bastante de abogacía para tener claro que si esto llega a los tribunales serás un testigo de peso. Puede que incluso te sientes en el banquillo. Sea como sea, tu presencia aquí supone un problema.

– ¿Por qué iba a sentarse en el banquillo? -preguntó Starkey.

– Fue la última persona en ver con vida a mi hijo.

Hacía cada vez más calor. El sudor brotaba de mis poros y la sangre me latía con fuerza por los brazos y las piernas. Chen era el único que se movía. Colocó una hoja de plástico blanco rígido en el suelo a pocos centímetros de la huella parcial y le dio unos golpecitos. Estaba empezando a encuadrarla para mantener la tierra en su sitio. Después empezaría a pulverizar la zona con un sellador transparente, muy parecido a laca para el pelo, a fin de reafirmar la superficie. Aquello le daría consistencia al terreno y serviría para formar una estructura. La estabilidad era fundamental.

– ¿Qué quieres decir con eso, Richard? -pregunté.

Myers repitió el gesto que había hecho delante de la casa de Lucy y le tocó el brazo.

– No te acusa, Cole, en absoluto, pero está claro que quien te llamó tiene algo contra ti. Cuando todo se aclare puede que se descubra que os conocisteis hace tiempo y que él tampoco era santo de tu devoción.

– No sé de qué estás hablando, Myers.

– Myers tiene razón -dijo Richard-. Si su abogado consigue demostrar que se trata de una rencilla entre los dos, afirmará que has alterado las pruebas que había contra él a sabiendas. Incluso podría decir que las has fabricado tú mismo. Piensa en el caso de O. J. Simpson.

– Qué gilipollez -exclamó Starkey.

– He sido abogado, inspectora. Permítame que le diga que ante un tribunal las gilipolleces suelen convencer a la gente.

Gittamon se retorció, incómodo, y dijo:

– Aquí nadie está haciendo nada que sea inapropiado.

– Sargento, yo estoy de su lado. Estoy incluso del de Cole, aunque me dé una rabia tremenda reconocerlo, pero este tema representa un problema. Le ruego que se lo pregunte a sus superiores o a alguien de la Oficina del Fiscal. A ver qué opinan ellos.

Gittamon miró hacia donde Pike y los hombres de Richard buscaban entre la maleza. Luego se volvió hacia Starkey, que se limitó a encogerse de hombros, y por fin me dijo:

– Señor Cole, quizá debería esperar en su casa.

– ¿Y eso de qué serviría, Gittamon? Ya me he pateado la colina, así que si sigo mirando no hago daño a nadie.

Gittamon arrastró los pies y me hizo pensar en un perro que buscara nervioso un lugar en el que hacer pis.

– Voy a hablar con el capitán de Hollywood, a ver qué le parece.

Richard y Myers dieron media vuelta sin esperar más y fueron a reunirse con Fontenot y DeNice entre la broza. Gittamon se agachó junto a Chen para no tener que mirarme.

Starkey los contempló a todos por un instante y después me hizo un gesto de impotencia.

– En un par de horas seguramente me habrán dicho algo sobre la lista de nombres. Un tipo normal y corriente de Des Moines no se levanta un buen día y se dice que va a hacer una cosa como ésta; los que se dedican a esto son gilipollas, y los gilipollas tienen historiales. Si conseguimos algo sobre alguno de los nombres que nos has dado podremos ponemos a trabajar. Será mejor que nos esperes arriba. Ya te avisaré.

Meneé la cabeza.

– Si crees que voy a quedarme de brazos cruzados estás chalada.

– No tenemos nada más para empezar a trabajar. ¿Qué otra cosa puedes hacer?

– Pensar como él.

Le hice un gesto a Pike y subimos juntos hasta mi casa.

9

Tiempo desde la desaparición: 19 horas, 08 minutos


Cuando la gente mira a Joe Pike ve a un ex policía, a un ex marine, los músculos y el tatuaje, las gafas de sol que ocultan una cara secreta. De pequeño Pike vivía en las afueras de un pueblo y se pasó la infancia escondido en el bosque. Huía de su padre, que tenía por costumbre pegarle puñetazos hasta hacerle sangrar y después seguir con su madre. Los marines no tenían miedo de los alcohólicos violentos, de manera que se hizo marine. En el ejército observaron que sabía moverse por el bosque y entre los árboles, y le enseñaron otras cosas. Yo nunca había visto a nadie a quien se le dieran tan bien como a Pike esas cosas, y todo gracias a que de pequeño había tenido que huir aterrado al bosque. Cuando ves a alguien sólo te das cuenta de lo que esa persona te deja ver.

Pike escrutó el cañón desde mi porche. Oíamos a Starkey y a los demás, aunque desde allí arriba no podíamos verlos. La forma del cañón amplificaba sus voces, como habría hecho con la de Ben si hubiera pedido auxilio.

– No tenía modo de saber cuándo iba a salir el chico de casa -reflexioné- ni cuándo iba a estar solo, así que necesitaba un lugar seguro desde el que observar y esperar. Estaba en otro sitio hasta que vio a Ben bajar por la ladera, y entonces se acercó hasta aquí.

Pike señaló con una inclinación de la cabeza la sierra que se alzaba al otro lado del cañón.

– La casa no se ve desde la calle de abajo debido a los árboles, y le interesaba tener el campo de visión despejado. Seguro que estaba allí delante con unos prismáticos.

– Estoy de acuerdo.

La sierra del otro lado del cañón era una hilera sinuosa de picos nudosos y altibajos que desaparecían en su descenso hacia la cuenca. Recorrían sus laderas calles residenciales interrumpidas por zonas silvestres allí donde el terreno era muy inestable o las pendientes demasiado pronunciadas para construir.

– Vale -dijo Pike-, si desde donde estaba veía este porche, lo lógico es que desde aquí podamos ver su escondrijo.

Entramos a buscar mis prismáticos y el callejero. Encontré la página en la que aparecía la zona del otro lado del cañón y después orienté el plano para que concordara con la dirección de la sierra. Había muchos sitios en los que podía ocultarse alguien.

– Bueno, si estuvieras en su lugar, ¿dónde te meterías? -pregunté.

Pike escudriñó el plano y después observó la sierra.

– Vamos a dejar las calles llenas de casas. Yo elegiría un lugar en el que los vecinos no me vieran. Eso quiere decir que sería un sitio en el que mi coche no llamara la atención.

– Vale. O sea, que no aparcarías delante de una casa, sino en una pista o directamente entre la maleza, alejado de la calle.

– Sí, pero también querría tenerlo a mano. Una vez viera a Ben, no dispondría de demasiado tiempo para llegar hasta el coche, conducir hasta aquí, aparcar y después subir la ladera en su busca.

La distancia era considerable. Existía la posibilidad de que Ben hubiera vuelto a casa antes de que el secuestrador consiguiese llegar hasta él.

– ¿Y si eran dos? -aventuré-. Uno vigilando y el otro esperando a este lado con un móvil.

Pike se encogió de hombros y respondió:

– De todos modos tenía que haber alguien allí delante observando. La única forma que tenemos de encontrar algo es gracias a esa pista.

Elegimos puntos de referencia claros, como una casa naranja que parecía un templo marciano y una hilera de seis palmeras de California que estaban en el jardín delantero de una casa, y marcamos su ubicación en el plano. Una vez que tuvimos esos puntos de referencia, fuimos turnándonos para observar con los prismáticos la lejana ladera en busca de casas en construcción, grupos de árboles en solares sin edificar y otros lugares en los que un hombre pudiera esperar durante bastantes horas sin ser visto. Los situamos en el plano en función de los puntos de referencia.

Gittamon subió hasta la casa mientras mirábamos con los prismáticos e hizo un gesto de asentimiento hacia nosotros antes de irse. Debió de imaginarse que estábamos matando el tiempo. Myers y DeNice subieron por la pendiente al poco rato y se metieron en la limusina. Myers le dijo algo a su acompañante, que nos hizo un ademán poco amistoso. Qué madurez la suya. Fontenot ascendió la colina penosamente unos minutos después y se marchó con DeNice en el Marquis. Myers volvió a bajar para reunirse con Richard.

Dedicamos casi dos horas a peinar la sierra desde el porche. Pasado ese tiempo, Pike dijo:

– Vámonos de caza.

Hacía veintiuna horas que Ben había desaparecido.

Se me pasó por la cabeza contarle a Starkey lo que estábamos haciendo, pero decidí que sería mejor que no lo supiera. Richard se pondría hecho una furia y ella quizá se sintiera obligada a recordarnos que Gittamon nos había pedido que no pusiéramos en peligro su caso. A ellos podía preocuparles si querían la preparación de una acusación, pero a mí sólo me importaba encontrar a un chico.

Cruzamos el cañón por las serpenteantes carreteras hasta llegar a la sierra del otro lado; los niños aún no habían salido del colegio, los adultos todavía estaban trabajando y los que no entraban ni en una categoría ni en otra se habían escondido tras puertas cerradas con llave. En el mundo no había indicio alguno de que un chaval hubiera sido secuestrado.

Todo parece distinto desde una distancia de mil metros. De cerca, los árboles y las casas eran irreconocibles. Repasamos una y otra vez el plano en busca de los puntos de referencia que habíamos marcado e intentamos orientarnos.

El primer lugar que registramos fue una zona sin edificar situado al final de un pista sin asfaltar como las muchas que recorrían la piel de las montañas de Santa Mónica. Su función principal era que las cuadrillas del condado pudieran eliminar la maleza antes de la época de incendios. Aparcamos entre dos casas, al final de la zona pavimentada, y nos colamos como pudimos entre la puerta y la verja.

En el momento en que estacionábamos, Pike comentó:

– No se escondió aquí. Si hubiese dejado el coche entre estas casas se habría arriesgado a que lo vieran.

De todos modos, avanzamos por la pista, trotando para ganar tiempo. Mientras tanto intentábamos ver mi casa, pero la maleza y los robles eran tan densos que sólo alcanzamos a divisar el cielo. Era como correr por un túnel. De regreso al coche fuimos aún más deprisa.

Siete puntos que desde mi porche nos habían parecido buenos escondites resultaron estar expuestos a las miradas de los vecinos. Los tachamos. En otras cuatro ubicaciones el único acceso pasaba por aparcar delante de alguna casa. También las tachamos. Cada vez que veíamos una casa en venta parábamos para comprobar si vivía alguien en ella. Si resultaba que estaba desocupada, nos acercábamos a la puerta o saltábamos las verjas en busca de una vista de mi casa. Dos de ellas podían haber sido utilizadas como escondrijo, pero en ninguna de las dos descubrimos indicios de ello.

Hacía muchos años que Joe Pike era mi amigo y mi socio; estábamos hechos el uno para el otro y trabajábamos bien codo con codo, pero daba la impresión de que el sol quería recorrer el cielo a la carrera. Encontrar posibles escondites representaba una labor interminable, y buscar indicios una vez que habíamos dado con cada lugar era aún más lento. El tráfico se intensificó cuando las madres volvían en sus coches de recoger a sus hijos del colegio, solos o en compañía de los de varios vecinos. Unos chavales con monopatines y el pelo de punta nos observaban desde los jardines delanteros de sus casas. Los adultos que regresaban del trabajo nos miraban con recelo desde sus vehículos todo terreno.

– Mira cuánta gente hay -comenté-. Alguien tuvo que ver algo. Seguro.

Pike se encogió de hombros.

– ¿A ti te habrían visto?

Miré hacia el sol, pensando en el temido momento en que se haría de noche.

– Relájate -pidió Pike-. Ya sé que tienes miedo, pero relájate. Tenemos que ir rápido, pero sin prisas. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Sí, lo sé.

– Si vamos con prisas pasaremos algo por alto. Hoy haremos lo que podamos y ya volveremos mañana.

– Ya te he dicho que sí.

Casi todas las calles estaban flanqueadas por casas modernas construidas en los años sesenta para ingenieros aeroespaciales y escenógrafos, pero en algunas había zonas donde la pendiente era excesiva o donde el terreno resultaba demasiado inestable para construir cimientos. Encontramos tres de esos trechos con vistas despejadas de mi casa.

Los dos primeros eran hoyos de paredes casi verticales situados en la parte interna de curvas muy pronunciadas. Podían servir de escondrijos, pero para quedarse colgado de aquellas pendientes habrían sido necesarios martillos y pitones de escalada. Un arcén en el extremo de una curva externa empezaba a descender cerca del pie de la sierra. Una casa situada al inicio de la curva estaba siendo remodelada. En el extremo más lejano se veían otras viviendas, pero en aquel mismo punto no había ninguna. Salimos de la carretera y nos apeamos. Starkey y Chen se habían convertido en puntitos de color que subían hacia mi porche. Fui incapaz de distinguir quién era quién, pero con unos prismáticos habría resultado fácil.

– Un buen panorama -comentó Pike.

Junto a la carretera, cerca de donde nos hallábamos, había dos coches pequeños y una furgoneta de reparto polvorienta. Dedujimos que serían de los albañiles de la casa. Un vehículo más no llamaría la atención.

– Iremos más deprisa si nos separamos -propuse-. Tú ve por este lado del arcén. Yo inspeccionaré la parte de arriba y me ocuparé del extremo más alejado.

Pike se marchó sin pronunciar palabra. Recorrí la parte superior del arcén, paralela a la calle, en busca de una huella de calzado o de alguna marca. No encontré nada.

La maleza brotaba en la ladera igual que moho, menos densa en torno a robles raquíticos y pinos en bastante mal estado. Fui bajando haciendo zigzag, siguiendo las hendiduras de la erosión y los senderos naturales entre bolas de artemisa grandes y rígidas. En dos ocasiones vi marcas que podía haber hecho alguien al pasar, pero eran tan superficiales que no conseguí estar seguro.

El terreno caía abruptamente. Ya no veía ni mi coche ni ninguna de las casas de los dos lados de la curva, lo que significaba que la gente de las casas tampoco me veía. Miré hacia el otro lado del cañón. Las ventanas de Grace González resplandecían. Se distinguía el perfil de mi casa, que colgaba de la ladera con aquel porche que sobresalía como un trampolín. Si hubiera querido vigilada, aquél habría sido el lugar ideal.

Pike surgió en silencio de entre la maleza.

– He bajado todo lo que he podido -dijo-. A partir de allí la pendiente es muy pronunciada, tanto que nadie podría ver nada.

– Pues entonces ayúdame por este lado.

Buscamos por la tierra que había al pie de dos pinos y después fuimos bajando por la ladera hasta llegar a un roble solitario. Avanzábamos separados unos diez metros, en líneas paralelas, de modo que cubríamos la mayor parte del terreno. El tiempo era fundamental. Unas sombras moradas iban extendiéndose a nuestros pies. El sol ya rozaba la sierra. A partir de allí se hundiría cada vez más deprisa, como en una carrera cuya meta era la noche.

– Aquí -dijo Pike.

Me detuve en el instante en que estaba a punto de dar un paso.

Pike se arrodilló. Tocó el suelo y después se levantó las gafas para ver mejor. Cada vez había menos luz.

– ¿Qué es?

– Tengo una huella parcial y después otra. Van hacia ti.

Se me humedecieron las manos. Hacía veintiséis horas que Ben había desaparecido. Más de un día. El sol aceleró su declive, que era como la agonía de un corazón.

– ¿Coinciden con la que hemos encontrado en mi casa?

– Aquélla no la he visto con claridad, así que no puedo saberlo. Pike se colocó sobre las pisadas. Yo me acerqué al árbol. Me dije que aquellas huellas podían ser de cualquiera, de chicos de la zona, de excursionistas, de un albañil que hubiera bajado para hacer pis, pero en el fondo sabía que eran del secuestrador de Ben Chenier. Lo noté en la piel como cuando hay un exceso de contaminación.

Pasé por encima de una hendidura, entre dos bolas de artemisa, y vi una pisada reciente en la tierra, entre un par de láminas de pizarra. Estaba orientada hacia arriba y procedía del árbol.

– Joe.

– Ya la veo.

Pike por la izquierda y yo por la derecha nos acercamos más al árbol. Estaba mustio y sus ramas puntiagudas habían perdido casi todas las hojas. Una hierba rala había brotado bajo las ramas; en la parte superior, hacia el tronco, estaba aplastada, como si alguien se hubiera sentado encima.

No me acerqué más.

– Joe.

– Lo veo. Y hay huellas en la tierra, a la izquierda. ¿Las ves?

– Sí.

– Si quieres, me acerco.

A nuestra espalda, la sierra estaba tragándose el sol. Las sombras que se extendían a nuestros pies iban ganando terreno y en las casas de la sierra más alejada se encendían las luces.

– Ahora no. Vamos a decírselo a Starkey. Chen puede comparar las pisadas. Luego hay que empezar a llamar a las puertas. Lo tenemos, Joe. Estuvo aquí. Desde este lugar esperó a Ben.

Retrocedimos y después ascendimos por la ladera siguiendo nuestras propias huellas. Llegamos al coche y volvimos a mi casa para llamar a Starkey. La habíamos visto marcharse hacía casi dos horas, pero cuando tomamos la curva nos la encontramos sentada al volante de su Crown Vic, ante la puerta de mi casa, sola, fumando.

Giré para entrar en el garaje y después nos acercamos corriendo hacia ella para contárselo todo. Se apeó.

– Creo que hemos encontrado el punto desde el que esperó, Starkey. Hemos visto huellas y hierba aplastada. Tenemos que llevarnos a Chen para comprobar si coinciden las huellas, y luego hay que ir puerta por puerta. La gente que vive por allí puede haber visto un coche o incluso la matrícula de éste.

Lo solté todo como un torrente, como si esperase que se pusiera a dar saltos de alegría, pero ni se inmutó. Tenía una expresión adusta en el rostro ensombrecido como una tormenta al acecho.

– Creo que hemos conseguido algo, Starkey. ¿Qué te pasa?

Ella apuró el cigarrillo y después lo aplastó con la punta del pie.

– Ha vuelto a llamar.

Me di cuenta de que aquello no era todo, y temí que me dijera que Ben había muerto.

Tal vez se dio cuenta de lo que pasaba por mi cabeza. Se encogió de hombros, como si el ademán fuese una respuesta a todo lo que yo no me atrevía a preguntar.

– No a ti. A tu novia.

– ¿Y qué ha dicho?

Sus ojos expresaban precaución; quizá suponía que yo sería capaz de leerlo todo en ellos y de ese modo no tendría necesidad de ser más explícita.

– Puedes escucharlo tú mismo. Ha apretado el botón de grabación del contestador y lo tiene casi todo. Queremos que nos digas si es el mismo tío.

No me moví.

– ¿Ha dicho algo de Ben?

– De Ben, no. Venga, está todo el mundo en comisaría. Id en tu coche. No quiero tener que traeros hasta aquí luego.

– Starkey, ¿le ha hecho daño a Ben? Joder, cuéntame de una vez lo que ha dicho.

Starkey subió al coche y se quedó sentada en silencio por un instante.

– Ha dicho que mataste a veintiséis civiles y que después asesinaste a tus compañeros para deshacerte de los testigos. Eso es lo que ha dicho, Cole. Has querido saberlo. Seguidme. Queremos que lo escuches.

Starkey se alejó y fui tragado por la oscuridad.


Tiempo desde la desaparición: 27 horas, 31 minutos


La comisaría de Hollywood era un edificio achaparrado de ladrillos rojos que estaba una calle al sur de Hollywood Boulevard, a medio camino entre los estudios de la Paramount y el Hollywood Bowl. A aquella hora las calles estaban repletas de coches que no iban a ninguna parte a velocidad de tortuga. Los autocares de turistas recorrían el Paseo de la Fama y se alineaban junto a la acera frente al Teatro Chino, llenos de gente que había pagado treinta y cinco dólares para sentarse dentro de un vehículo en pleno atasco. Era noche cerrada cuando giré para meterme en el aparcamiento situado tras la comisaría. La limusina de Richard estaba junto a una verja. Starkey me esperaba de pie ante su coche con otro cigarrillo entre los labios.

– ¿Llevas arma?

– La he dejado en casa.

– No puedes entrar con una ahí dentro.

– ¿Qué pasa, Starkey? ¿Acaso piensas que pretendo liquidar a algún testigo?

Starkey lanzó el cigarrillo con fuerza contra el lateral de un coche patrulla. Una lluvia de chispas surgió del guardabarros.

– ¿Dónde está Pike?

– Le he llevado a casa de Lucy. Si ese cabrón tiene su teléfono, seguramente sabe dónde vive. ¿Te preocupa que eso también pueda joderte el caso?

No replicó.

– Eso es lo que decía Gittamon, no yo.

Entramos por una puerta doble de cristal y después recorrimos un pasillo de baldosas hasta llegar a una sala donde un cartel rezaba: INSPECTORES. Unas mamparas que llegaban hasta el techo dividían la habitación en cubículos, pero casi todas las sillas estaban desocupadas; o había una ola de crímenes o todo el mundo se había ido a su casa. Gittamon y Myers hablaban en voz baja en el otro extremo de la estancia. El segundo llevaba un maletín delgado de cuero. Gittamon se disculpó y se nos acercó al vemos.

– ¿Le ha contado Carol lo sucedido?

– Me ha dicho lo de la llamada. ¿Dónde está Lucy?

– En una sala de interrogatorio. He de advertirle que la grabación es desagradable. Dice cosas muy fuertes…

– Antes de pasar a eso -lo interrumpió Starkey-, Cole debería contarte lo que ha descubierto. Puede que tengan algo importante, Dave.

Le hablé de las huellas y de la hierba aplastada que Pike y yo habíamos visto, y le conté mi interpretación. Me escuchó como si no estuviera muy seguro del significado de todo aquello, pero Starkey se lo explicó:

– Cole tiene razón en lo de que debía de haber alguien observando al otro lado del cañón. Mañana, en cuanto haya suficiente luz, iré con Chen a verlo. A lo mejor las huellas coinciden.

Myers se acercó al ver que estábamos hablando y me observó con los ojos entornados, como un aborigen contemplando el sol.

– Debes de atraer las pistas como un imán, Cole. Cuántas cosas encuentras. ¿Es sólo cuestión de buena suerte?

Le di la espalda. De lo contrario le habría pegado en el cuello.

– Gittamon, ¿vamos a escuchar esa cinta o no?

Me llevaron a la sala de interrogatorios en la que Lucy y Richard esperaban sentados a una reluciente mesa gris. La habitación estaba pintada de beige, porque un psicólogo del Departamento de Policía de Los Ángeles había concluido que era un color relajante, pero allí nadie parecía tranquilo.

– Por fin -dijo Richard-. El muy hijo de puta ha llamado a Lucy, Cole. La ha llamado a su casa, joder.

Le puso las manos en los hombros, pero ella se apartó y espetó:

– Richard, con tanto comentario insidioso me estás poniendo de muy mal humor.

Su ex marido se quedó boquiabierto y desvió la mirada.

– ¿Cómo estás? -le pregunté a Lucy tras colocar una silla junto a ella.

Se ablandó por un instante, pero enseguida la rabia regresó a su rostro.

– Quiero encontrar a ese hijo de puta. Quiero acabar con todo esto y asegurarme de que Ben está bien. Y luego quiero hacerle unas cuantas cosas a ese tipo.

– Ya lo sé. Yo también.

Me miró con aquellos ojos encendidos y después meneó la cabeza y fijó la vista en el magnetófono. Gittamon se sentó ante ella y Starkey y Myers se quedaron de pie junto a la puerta.

– Señora Chenier -empezó Gittamon-, no tiene por qué escucharlo otra vez. No es necesario.

– Quiero oírlo. Voy a pasarme la noche oyéndolo.

– Bueno, muy bien. Señor Cole, le informo de lo sucedido: la señora Chenier ha recibido una llamada a las cinco y cuarenta de la tarde. ha conseguido grabarla casi en su totalidad, pero falta el principio, así que lo que va a escuchar es una conversación incompleta.

– Starkey ya me había dicho algo, sí. ¿La han rastreado? ¿Procedía del mismo número?

– La compañía telefónica está en ello. La grabación que está a punto de escuchar es un duplicado, por lo que la calidad del sonido no es excesivamente buena. Hemos enviado el original a la DIC. Puede que consigan sacar algo de los ruidos de fondo, aunque no es probable.

– Muy bien. Comprendido.

Gittamon apretó el botón de reproducción. El altavoz, que era de los baratos, se llenó con un silbido al que siguió una voz masculina que empezó a media frase:


Voz:… Que usted no tiene nada que ver con esto, pero ese cabrón va a pagar lo que hizo.

Lucy: ¡No le hagan daño, por favor! ¡Dejen que se vaya!

Voz: ¡Calle y escuche! ¡Escuche! ¡Cole los mató! ¡Yo sé lo que pasó y usted no, así que ESCUCHE!


Gittamon apretó el botón de pausa.

– ¿Es el hombre que lo llamó ayer?

– Sí, el mismo -respondí.

Todos los ocupantes de la habitación me observaban, en especial Richard y Lucy. Él estaba recostado en la silla, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos, pero ella se había inclinado hacia adelante y se había apoyado en el borde de la mesa; parecía una nadadora a punto de lanzarse al agua. Nunca me había mirado de esa forma.

Gittamon anotó mi respuesta en su libretita.

– Muy bien. Ahora que oye la voz por segunda vez, ¿le suena de algo? ¿La reconoce?

– No, de nada. No sé quién es.

– ¿Estás seguro? -preguntó Lucy. Los tendones y los nervios de sus manos estaban muy tensos, y respiraba con dificultad, como si soportara una carga muy pesada.

– No lo conozco, Luce.

Gittamon volvió a apretar el botón.

– Bueno, muy bien. Vamos a continuar.

La grabación prosiguió. Las voces se superponían. Los dos gritaban para hacerse oír.


Lucy: Por favor, se lo ruego…

Voz: ¡Yo estaba allí, señora! Lo sé muy bien. Mataron salvajemente a veintiséis personas…

Lucy: ¡Ben no es más que un niño! ¡Nunca le ha hecho daño a nadie! ¡Por favor!

Voz: Estaban en la selva, totalmente solos, así que pensaron: «Qué coño, si no lo contamos no se enterará nadie.» y juraron mantener el secreto, pero Cole no se fiaba de ellos…

Lucy: ¡Dígame qué quiere! Por favor, suelte a mi hijo…

Voz:… Abbott, Rodríguez, los demás… ¡Los asesinó para deshacerse de los testigos! ¡Fusiló a su propio equipo!

Lucy: ¡no es mas que un crío…

Voz: Lamento que le haya tocado a su hijo, pero Cole va a pagar por lo que hizo. Es culpa suya.


La grabación se detuvo.

El casete silbó ligeramente durante unos segundos, hasta que Gittamon rebobinó la cinta. Alguien se movió a mi espalda, Starkey o Myers. Luego Gittamon carraspeó.

– Si sabe todo eso -dije- será que se me escapó uno.

Un espasmo apareció debajo de un ojo de Lucy.

– ¿Cómo puedes hacer bromas? -preguntó.

– Pues porque esto es ridículo. ¿Qué quieres que responda ante una cosa así? No sucedió nada de lo que dice. Se lo ha inventado.

Richard golpeó la mesa con un puño.

– ¿Y nosotros cómo sabemos qué sucedió o qué hiciste?

Lucy lo miró con expresión de rabia. Empezó a decir algo, pero se detuvo.

– No hemos venido a acusar a nadie, señor Chenier-dijo Gittamon.

– El que acusa es el gilipollas de la cinta, no yo, y la verdad es que me importa una puta mierda lo que hiciera Cole en Vietnam -replicó Richard-. A mí sólo me preocupa Ben, y el hecho de que este hijo de puta -gritó mientras tocaba el magnetófono- odia tanto a Cole que ha decidido vengarse raptando a mi hijo.

– Tranquilízate -le pidió Lucy-. Sólo consigues empeorar la situación.

Richard enderezó la espalda como si estuviera agotado, harto de hablar del tema, e inquirió:

– ¿Cómo puedes estar tan ciega cuando se trata de Cole, Lucille? No sabes nada de él.

– Sé que le creo.

– Perfecto. Estupendo. Claro que es lo que cabía esperar que dijeras. -Richard hizo un gesto a Myers-., Lee, pásame eso.

Myers le entregó el maletín. Richard saco del mismo una carpeta marrón que dejó caer sonoramente sobre la mesa.

– Bueno, para que te enteres, ya que sabes tanto: Cole se metió en el ejército porque un juez le dio a elegir entre la cárcel y Vietnam. ¿Eso lo sabías, Lucille? ¿Te lo había dicho? Joder, has expuesto a nuestro hijo a delincuentes peligrosos desde que estás con este hombre y te comportas como si no fuera de mi incumbencia. Pues bien, he hecho que sea de mi incumbencia porque mi hijo lo es.

Lucy se quedó mirando la carpeta sin tocarla. Richard me miraba a mí, pero seguía dirigiéndose a ella:

– Me da igual que estés loca, me da igual que todo esto te guste. Lo he investigado y ahí lo tienes: tu noviete ha estado metido en líos desde que era un chaval. Agresión, agresión con lesiones, robo de automóvil… Venga, léelo.

Una oleada de calor me inundó el rostro. Me sentí como un niño al que hubiesen pillado mintiendo, porque aquel otro yo era distinto, vivía en un pasado tan remoto que lo había apartado de mí. Intenté recordar si le había contado todo aquello a Lucy, y por la dura expresión de sus ojos me di cuenta de que no.

– ¿Y si sacas mis notas del colegio, Richard? -dije-. ¿También las tienes?

Siguió hablando de mí sin detenerse y sin apartar la mirada:

– ¿Te lo había contado, Lucille? ¿Se lo preguntaste antes de encomendarle nuestro hijo? ¿O estabas tan obcecada con tus necesidades y tu egoísmo que ni te molestaste en hacerlo? Despierta, Lucille, por el amor de Dios.

Richard rodeó la mesa a grandes zancadas sin esperar a que Lucy o cualquier otro dijera nada y se marchó. Myers permaneció en el hueco de la puerta unos instantes, mirándome con aquellos inexpresivos ojos de lagarto. Notaba cómo me palpitaba la sangre en los oídos y sentí ganas de que dijera algo. Me daba igual que estuviéramos en la comisaría. Quería que hablara, pero no lo hizo. Se limitó a dar media vuelta y a seguir los pasos de Richard.

Lucy miraba la carpeta; sin embargo, creo que no la veía. Yo quería tocarla, pero tenía tanto calor que no podía moverme. Gittamon respiraba con dificultad, entrecortadamente.

Por fin, Starkey rompió el silencio.

– Lo lamento, señora Chenier. Tiene que haber sido muy violento.

Lucy asintió.

– Sí. Mucho.

– Me metí en líos a los dieciséis años -intervine-. ¿Qué quieres que diga?

Nadie me miró. Gittamon tendió la mano por encima de la mesa y tocó el brazo de Lucy.

– La desaparición de un hijo es algo muy duro. Para todo el mundo. ¿Quiere que alguien la lleve a casa?

– Ya la llevo yo -me ofrecí.

– Sé que todo esto es muy difícil, señor Cole, pero nos gustaría hacerle algunas preguntas más.

Lucy se puso en pie sin apartar la mirada de la carpeta.

– He venido con mi coche. No se preocupe.

Le puse la mano en el brazo.

– Lo ha contado de forma que parezca más grave de lo que fue. Era un crío.

Lucy asintió. También me tocó, pero seguía sin mirarme.

– Me encuentro bien -contestó-. ¿Ya hemos terminado, sargento?

– Usted sí, señora Chenier. ¿Necesita algo? A lo mejor quiere dormir en un hotel o en casa de algún amigo.

– No, quiero estar en casa por si vuelve a llamar. Gracias a los dos. Les agradezco lo que están haciendo.

– Bueno, muy bien.

Lucy se pegó a la pared para rodear la mesa y después se detuvo en la puerta. Me miró y me di cuenta de que le costaba hacerlo.

– Lo siento. Ha sido un espectáculo lamentable.

– Luego iré a verte.

Se marchó sin contestar. Starkey la observó mientras se alejaba y después se sentó en una de las sillas vacías.

– Joder, se casó con un gilipollas.

Gittamon volvió a carraspear.

– ¿Por qué no nos tomamos un café y seguimos? -propuso-. Señor Cole, si desea ir al baño le indicaré dónde está.

– No, gracias.

Salió en busca del café. Starkey suspiró y me sonrió sin ganas, como hace la gente cuando siente pena por alguien.

– Menuda escena, ¿no?

Asentí.

Deslizó la carpeta por la mesa y leyó su contenido.

– Joder, Cole, menudo gamberro eras de jovencito.

Asentí.

Ninguno de los dos volvió a decir nada hasta que Gittamon hubo regresado.

Les hablé de Abbott, Rodríguez, Johnson y Fields y de cómo habían muerto. No había narrado aquellos hechos desde mis conversaciones con sus familias, no porque sintiera vergüenza o me resultara difícil, sino porque hay que olvidarse de los muertos o de lo contrario te arrastran con ellos. Hablar de aquello era como mirar la vida de otra persona con un telescopio puesto del revés.

– Muy bien -empezó a resumir Gittamon-, el tío este de la cinta está al tanto del número de su equipo, conoce los nombres de al menos dos de esos hombres y sabe que todos murieron menos usted. ¿Quién puede tener esa información?

– Sus familias. Los compañeros de mi compañía. El ejército.

– Esta mañana Cole me ha dado una lista de nombres -intervino Starkey-. Le he pedido a Hurwitz que los metiera en el NLETS, incluidos los muertos. No hemos sacado nada.

– Puede que uno de ellos tuviera un hermano pequeño. O un hijo. En la grabación nos dice que ha sufrido, que lo ha pasado mal.

– También nos dice que estaba allí -señalé-, pero sólo éramos cinco, y los otros cuatro murieron. Llamen al ejército y pregúnteselo. La citación y el informe final les dirán lo que sucedió.

– Ya he llamado -dijo Starkey-. Voy a leer toda la documentación esta noche.

Gittamon asintió y después miró el reloj. Se había hecho tarde.

– Muy bien. Ya hablaremos con las familias mañana. Puede que con eso descubramos algo más. ¿Carol? ¿Alguna otra cosa?

– ¿Puedo llevarme una copia de la grabación? -pedí-. Quiero volver a escuchada.

– Vete a casa, Dave -pidió Starkey-. Ya le consigo yo la cinta.

Gittamon me agradeció que les hubiera dedicado mi tiempo y se puso de pie. Titubeó por un instante, como si estuviera pensando en llevarse la carpeta de Richard, y después me miró.

– Yo también quiero disculparme por ese arrebato. Si hubiera tenido la mínima idea de que iba a hacer eso lo habría detenido.

– Ya lo sé. Gracias.

Volvió a mirar la carpeta y por fin se marchó. Starkey salió con la cinta y no regresó. Al cabo de unos minutos, un inspector al que no conocía me llevó la copia y a continuación me acompañó hasta las puertas dobles y esperó a que abandonara el edificio.

Me quedé en la acera deseando haberme llevado la carpeta. Quería saber qué información tenía Richard, pero no me apetecía volver a entrar. El aire fresco de la noche era reconfortante. Volvieron a abrirse las puertas dobles y salió un inspector que vivía cerca de casa, un poco más arriba. Encendió un cigarrillo tapando la brisa con la mano.

– Hola -lo saludé.

Tardó unos segundos en reconocerme. Años atrás su casa había sufrido daños durante el gran terremoto. Por aquel entonces yo no lo conocía ni sabía que era policía, pero poco tiempo después pasé por allí haciendo jogging mientras él retiraba escombros y me percaté de que llevaba una ratita tatuada en el hombro, lo que indicaba que había sido una «rata de túnel» en Vietnam. Me detuve para estrecharle la mano, quizá porque teníamos algo en común.

– Ah, sí. ¿Qué tal estás?

– He oído por ahí que lo has dejado.

Miró el cigarrillo con mala cara y le dio una profunda calada antes de arrojarlo al suelo.

– No es fácil-contestó.

– No me refería al tabaco, sino al trabajo.

– Ah,. sí. He tenido que venir a firmar los papeles.

Era el momento de irse, pero ninguno de los dos se movió.

Quería contarle lo de Abbott y Fields, y que tras su muerte me había hecho el enfermo porque me daba mucho miedo volver a salir en misión. Quería decirle que yo no había matado a nadie, y que la rabia que había visto reflejada en los ojos de Lucy me asustaba, y todo lo demás que no había sido capaz de contar jamás, porque él era mayor que yo, había estado allí y me pareció que podía entenderlo, pero en lugar de todo eso me quedé mirando el cielo.

– Bueno, pásate algún día por casa y nos tomamos una cerveza -dije a modo de despedida.

– Vale. Tú también.

Echamos a andar por el lateral del edificio y al poco nos separamos y desapareció. Me quedé pensando en el silencio que llevaba consigo y después recordé el mío.

Joe Pike y yo fuimos una vez en coche hasta el extremo de la península de Baja California con dos chicas que conocíamos. Allí pescamos y luego acampamos en la playa de Cortez. Estábamos muy al sur y el sol del verano recalentaba el mar hasta convertirlo en una bañera de agua caliente. El agua era tan salada que si dejabas que el aire te secara sin ducharte antes una especie de copos blancos se adherían a tu piel. La misma agua pesaba tanto que nos empujaba hacia la superficie y se negaba a dejar que nos hundiéramos. Aquel mar podía sosegarte. Podía hacer que te sintieras a salvo aunque no fuera cierto.

Aquella primera tarde, el agua estaba tan tranquila que su superficie era como la de un estanque. Nos bañamos los cuatro, y cuando los demás volvieron a la orilla yo me quedé, flotando boca arriba sin esfuerzo. Contemplaba el cielo azul claro, sin nube alguna; estaba en la gloria.

Puede que me adormilara. Puede que encontrara la paz interior.

Estaba totalmente inmóvil en mi mundo propio cuando al cabo de un instante una presión brutal y repentina me elevó sin aviso alguno y el mar se apartó. Intenté mover las piernas, pero la ola era demasiado fuerte. Traté de recuperar el equilibrio, pero el embate aumentaba demasiado deprisa. Me di cuenta de inmediato que era posible que sobreviviera, muriera o fuera arrastrado por el oleaje, y no podía hacer nada al respecto. Estaba a merced de una fuerza desconocida a la que no podía resistirme.

Y entonces el mar volvió a calmarse de golpe.

Pike y las chicas habían sido testigos de todo. Cuando llegué a la orilla me lo explicaron: en el mar de Cortez había cetorrinos, unos tiburones inofensivos pero de un tamaño monstruoso que pueden alcanzar los veinte metros de longitud y pesan muchas toneladas. Nadan muy cerca de la superficie, donde el agua es cálida, y yo me había metido delante de uno. En lugar de esquivarme, había pasado por debajo de mí, y la ola provocada por su enorme masa me había levado por los aires.

Había olvidado la sensación de miedo sentida en aquel momento en que mi cuerpo y mi destino estaban en manos de una potencia desconocida; la sensación de estar totalmente desamparado y solo.

Hasta aquella noche.

10

Una rata de túnel


El sudor se acumulaba en las cuencas de los ojos de Ben, que volvió la cabeza a un lado y a otro para enjugárselo contra los hombros. En la profunda oscuridad de la caja intentaba rascar el plástico con los ojos cerrados, pero todos sus instintos lo obligaban a abrirlos, como si fuera a ver algo. Tenía la ropa empapada, le dolían los hombros y debido a los calambres sus manos parecían garras, pero él estaba eufórico: se había acabado el colegio, habían llegado las navidades, había marcado un tanto decisivo en el último minuto del partido. Ben Chenier se acercaba a la línea de meta y estaba muy contento.

– ¡Voy a salir de aquí! ¡Voy a salir!

En su cielo de plástico se abrió una brecha, como una herida a la que se le hubieran soltado los puntos. Ben había trabajado con ritmo frenético toda la noche y todo el día. La estrella de plata había ido comiéndose el plástico poco a poco hasta que había empezado a llover tierra dentro de la caja.

– ¡Sí, ya está! ¡POR FIN!

Había doblado tres de las cinco puntas de la estrella, pero al llegar la tarde del primer día la hendidura se había convertido en una sonrisa de dentadura afilada que iba de un lado a otro de la caja. Ben metió los dedos por la abertura y tiró con todas sus fuerzas.

Unas piedrecitas rebotaron a su alrededor mientras la tierra seguía colándose por la grieta, pero el plástico era resistente y no se doblaba con facilidad.

– ¡MIERDA!

Ben oyó un murmullo y un golpe, pero no sabía si estaba soñando otra vez. No le hubiese importado que volviera la Reina de la Culpa; la verdad es que estaba muy buena. Dejó de forzar el plástico y aguzó el oído.

– Respóndeme, chaval. Te he oído moverte.

¡Era Eric! Su voz sonaba hueca y lejana por el tubo.

– Responde, joder.

La luz del tubo había desaparecido; Eric debía de estar tan cerca que tapaba el sol.

Ben contuvo la respiración. De repente tenía más miedo que cuando lo habían metido en la caja. Unas horas antes había deseado con todas sus fuerzas que regresaran, pero no en aquel momento, cuando ya casi había conseguido liberarse. Si lo descubrían intentando escapar le quitarían la medalla, le atarían las manos y volverían a enterrarlo. ¡Y entonces quedaría atrapado para siempre!

Volvió la luz y entonces la voz de Eric sonó más distante:

– El muy cabroncete no quiere contestar. ¿Tú crees que se encontrará bien?

Ben escuchó a Mazi con claridad.

– Va a dar igual.

Eric volvió a intentarlo:

– ¡Niño! ¿Quieres agua?

Allí abajo, en la oscuridad de la caja, Ben se escondió de ellos. Para averiguar si estaba vivo o muerto tenían que desenterrarlo, y no iban a hacerla de día. Esperarían a la noche. En la oscuridad nadie te ve hacer maldades.

– ¡Niño!

Ben se quedó totalmente quieto.

– ¡Qué mamón!

La luz recuperó toda su intensidad cuando Eric se apartó. Ben contó hasta cincuenta y después, temiendo que no fuera suficiente, volvió a hacerla. A continuación siguió trabajando. Se dio cuenta de que debía ser más veloz que ellos y salir antes de que volvieran para desenterrarlo. Las palabras del africano -«Va a dar igual»- resonaban en la oscuridad.

Ben palpó el borde irregular de la hendidura hasta encontrar una mella, y allí empezó a serrar una pequeña muesca. Clavaba la estrella de plata con movimientos breves y decididos, como un hombre al firmar un contrato. No le hacía falta gran cosa, sólo un pequeño desgarro que le permitiera aferrar mejor el plástico.

La estrella fue abriéndose camino y la muesca creció. Ben limpió la parte superior de tierra, volvió a agarrar el plástico y tiró con fuerza. Una lluvia de tierra cayó sobre él, estornudó y después se restregó los ojos. La hendidura se había abierto hasta convertirse en un estrecho agujero triangular.

– ¡BIEN!

Con los pies fue empujando hasta el extremo de la caja la tierra que había caído y luego se metió la estrella de plata en el bolsillo. Se colocó la camiseta sobre la cara a modo de mascarilla y sacó más puñados de tierra. Primero pasaba la mano por el agujero hasta la muñeca y después hasta el codo. Fue cavando hasta donde le llegaba el brazo y al final consiguió crear una gran cúpula hueca. Agarró el plástico por los dos lados de la te que se había formado y se colgó con todo su peso como si estuviera haciendo flexiones de brazos. El agujero no se abrió.

– ¡Imbécil! ¡Idiota de mierda! -le gritó-. ¡Estúpido!

Ya tenía la puerta. Lo único que le faltaba era abrirla. ¡ABRE LA PUERTA!

Se hizo una bola acercando las rodillas al pecho. Apoyó una contra el lado izquierdo de la te y agarró el derecho con ambas manos. Fue tal el esfuerzo que hizo que su cuerpo se arqueó y se separó del suelo.

El plástico se rajó como un caramelo blando y Ben resbaló y cayó al suelo.

– ¡BIEN! ¡BIEN, BIEN, BIEN!

Se limpió las manos lo mejor que pudo y volvió a agarrarse. Hacía tanta fuerza que le zumbaban los oídos. Por fin, de repente, el techo se rajó por completo, como si el plástico hubiera decidido rendirse. Se produjo un desprendimiento de tierras sobre Ben, pero a éste no le importó, porque la caja estaba abierta.

Empujó la tierra y las piedras que habían caído hasta el borde de la caja y después quitó la tapa. Se acumuló más tierra a su alrededor. Sacó un brazo por el agujero y a continuación la cabeza. La tierra recién removida se deshizo con facilidad. Retorciéndose, Ben consiguió pasar los hombros por el hueco y después el resto del torso hasta la cintura. Se abrió camino como un nadador por el agua, pero cuanta más tierra sacaba más enterrado quedaba su cuerpo. A cada brazada se ponía más histérico. Se estiró todo lo que pudo, intentando llegar a la superficie, pero la tierra ejercía presión por los cuatro costados como un mar frío que lo arrastrara hasta sus profundidades.

¡No podía respirar! ¡Estaba siendo aplastado!

Cayó presa del pánico. Estaba totalmente convencido de que iba a morir… Y de repente alcanzó la superficie y sintió la brisa nocturna en el rostro. Un mar de estrellas llenaba el cielo sobre su cabeza. Era libre.

– Ya sabía que ibas a triunfar, campeón -le susurró la voz de la Reina.

Ben se orientó. Era de noche y estaba en el jardín trasero de una casa de las colinas. No sabía exactamente en qué zona, pero a lo lejos se distinguían las luces de Los Ángeles.

Fue sacudiendo el cuerpo hasta liberar los pies. Estaba en un parterre, en el extremo de la parte trasera de una casa muy bonita, aunque el jardín estaba seco y medio muerto. Tras unos muros ocultos por la hiedra se veían las viviendas de los vecinos.

Ben temió que Mike y los otros dos lo oyeran, pero la casa estaba a oscuras y las cortinas corridas. Fue a toda prisa hasta la pared del edificio y se adentró en las sombras como si fueran un abrigo viejo y cómodo.

Por el costado de la casa discurría un camino que llevaba hasta la parte delantera. Ben avanzó con tanto sigilo que ni siquiera él se oía. Al llegar a la puerta de la alambrada le entraron ganas de abrirla de golpe y salir corriendo, pero tuvo miedo de que los hombres lo atraparan. La abrió con cuidado. Las bisagras chirriaron un poco, pero la puerta no ofreció resistencia. Ben aguzó el oído, listo para huir si los oía acercarse, pero la casa seguía en silencio.

Salió con sigilo. Estaba muy cerca de la fachada. Al otro lado de la calle vio una casa con todas las luces encendidas y coches aparcados delante. Se dijo que dentro debía de haber una familia; ¡una madre, un padre, adultos que lo ayudarían! Sólo tenía que cruzar sin hacer ruido y correr hasta la puerta.

Llegó a la esquina de la casa y asomó la cabeza. El camino de acceso, que era corto y en descenso, estaba desierto. La puerta del garaje permanecía bajada. Las ventanas seguían a oscuras.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Ben. ¡Había escapado! Justo cuando pisaba el camino de acceso unas manos de acero le cubrieron la boca y tiraron de el hacia atrás.

Ben intentó gritar, pero no pudo. Dio patadas y se resistió, pero más acero envolvió sus brazos y sus piernas. Habían salido de la nada.

– Deja de patalear, enano de mierda.

La voz de Eric era un áspero susurro, y Mazi, un gigante de ébano a sus pies. Las lágrimas le nublaban la visión. «No me metáis otra vez en la caja -quiso decir-. Por favor, ¡no me enterréis.» Pero las palabras no lograban traspasar la mano de hierro de Eric.

Mike surgió de entre las sombras y agarró a Eric del brazo. Ben sintió en la repentina debilidad de Eric la terrible presión que ejercía el otro.

– Un chico de diez años os ha tomado el pelo. Tendría que pegaros de patadas.

– Lo hemos pillado, ¿no? Así nos ahorramos tener que desenterrarlo.

Mike recorrió las piernas de Ben con las manos y después le registró los bolsillos y encontró la estrella de plata. La agarró del lazo.

– ¿Esto te lo ha dado Cole?

Ben apenas consiguió asentir.

Mike hizo oscilar la medalla ante Mazi y Eric.

– Ha cortado la tapa con esto. ¿Veis que hay puntas dobladas? Habéis metido la pata. Tendríais que haberlo registrado.

– Es una medalla, no un cuchillo.

Mike aferró a Eric de la garganta tan deprisa que Ben ni siquiera vio cómo movía la mano, y acercando el rostro masculló:

– Si vuelves a hacer algo mal, acabo contigo.

– Sí, señor -dijo Eric con un hilo de voz.

– Pues espabila, que no eres ningún aficionado.

Eric intentó responder, pero fue incapaz de hacerla. Mike apretaba cada vez más. Al darse cuenta, Mazi le agarró el brazo y dijo:

– Lo estás matando.

Mike soltó la presa. Volvió a mirar la estrella de plata y después la devolvió al bolsillo de Ben.

– Te la has ganado.

Mike dio media vuelta y echó a andar hacia las sombras. Ben vio de reojo la casa de enfrente. Vislumbró a la familia vecina. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Qué cerca había estado.

Mike se detuvo, se volvió hacia ellos y ordenó:

– Metedle dentro. Ha llegado el momento de que se ponga al teléfono.


A veinticinco metros de distancia, los miembros de la familia Gladstone cenaban pastel de carne y se contaban cómo había ido el día. El padre se llamaba Emile y la madre, Susse. Los hijos, Judd y Harley. Su cómoda casa estaba muy iluminada, y se reían mucho. Ninguno de ellos oyó ni vio a los tres hombres y al niño. Sólo tenían una idea remota de que en la casa de enfrente estaban haciendo obras menores durante el día mientras los nuevos dueños esperaban a que terminara todo el papeleo. Creían que no había nadie en ella.

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