Cuarta Parte. EL ÚLTIMO DETECTIVE

21

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 58 minutos


Llamé a Starkey desde el aparcamiento mientras Pike telefoneaba a información de San Gabriel. Contestó a la sexta llamada.

– Tengo dos nombres más para el boletín de alerta -dije-. ¿Seguís en el río?

– Con el numerito que tenemos aquí yo creo que no nos movemos en toda la noche. Espera, que voy a sacar un bolígrafo.

– El tío que vio la señora Luna con Fallon se llama Mazi Ibo.

– Se lo deletreé-. Colaboró con Fallon en África.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pike ha encontrado a alguien que ha reconocido la descripción. En el SNTFO puedes conseguir una foto para que la señora Luna lo identifique. ¿Richard ha admitido lo del rescate?

– Sigue negándolo todo. Se largaron hará una hora, pero me parece que has dado en el clavo, Cole. El pobre tío estaba acojonado.

Pike bajó el teléfono y meneó la cabeza. Schilling no aparecía en el listín.

– Vale, te doy el otro nombre. No sé si guarda alguna relación con esto, pero puede que esté en contacto con ellos.

Le di el nombre de Schilling y le expliqué qué relación tenía con Ibo yFallon.

– Espera. Voy al coche por la radio. Quiero incluir todo esto en el boletín de alerta.

– Tiene un apartado postal en San Gabriel. Acabamos de llamar a información de allí, pero su nombre no aparece. ¿Puedes encargarte tú?

– Sí. No cuelgues.

Pike me observó mientras esperaba al teléfono y al cabo de unos instantes volvió a negar con la cabeza. '

– No aparecerá con ningún nombre que conozcamos.

– Nunca se sabe. Podríamos tener suerte.

Pike leyó atentamente la dirección del apartado postal y después jugueteó con el papel, pensativo. Levantó la vista cuando Starkey volvía a ponerse al aparato.

– Por Eric Schilling no viene nada. Dame la dirección.

Le hice un gesto a Pike para que me diera el papel, pero se lo metió en el bolsillo, me arrebató el teléfono y lo apagó.

– Pero ¿qué haces?

– En la oficina postal habrá un contrato de cliente, pero Starkey necesitará una orden judicial para conseguirlo. A la hora que llegue toda esa gente el sitio ya estará cerrado. Habrá que buscar al dueño y esperar a que se presente. Tardarán una eternidad. Nosotros podemos hacerla más deprisa.

Comprendí lo que proponía Pike y acepté sin demora, como si fuese evidente que era lo más indicado y no hubiera lugar a debate. Yo había superado ya la etapa de las dudas y de la reflexión. Sólo funcionaba con la tecla de avance. Sólo funcionaba con la idea de encontrar a Ben.

Pike subió a su todo terreno y yo a mi coche, con la cabeza llena de las atrocidades que nos había contado Resnick. Seguía oyendo el zumbido de las moscas dentro de la furgoneta y notaba cómo se me estrellaban contra la cara borrachas de sangre. Me di cuenta de que no tenía la pistola encima. Estaba dentro de mi caja fuerte, a buen recaudo, porque Ben había ido a pasar unos días conmigo. De repente sentí una tremenda necesidad de llevar un arma.

– Joe -dije-. Me he dejado la pistola en casa.

Pike abrió la puerta delantera derecha de su coche y buscó algo debajo del salpicadero. Cogió un objeto negro y se me acercó con él pegado al muslo y cubierto con la mano para que no lo viera nadie que pasase por allí. Me lo entregó y regresó a su vehículo. Era una Sig Sauer de nueve milímetros metida en una funda negra de las que se cuelgan del cinturón. Me la coloqué en la cadera derecha, por debajo de la camiseta. Me había equivocado: no me daba sensación de seguridad.

La interestatal 10 recorría Los Ángeles de un extremo a otro como una goma elástica tensada al máximo; iba del mar al desierto y seguía avanzando. El tráfico era intenso, pero condujimos deprisa sirviéndonos del claxon y recorrimos la mitad del camino por el arcén.

La oficina postal de Eric Schilling correspondía a una empresa privada que se llamaba Stars & Stripes Mail Boxes y estaba en un centro comercial al aire libre de una zona de San Gabriel cuyos habitantes eran en su mayoría de ascendencia china. Había tres restaurantes chinos, una farmacia, una tienda de animales y la oficina postal. El aparcamiento estaba hasta los topes, lleno de familias que iban a cenar en los restaurantes o que se habían entretenido ante la tienda de animales. Pike y yo aparcamos en la calle de al lado y fuimos andando hasta la oficina. Estaba cerrado.

Stars & Stripes era un local a pie de calle que daba a la parte delantera del centro comercial y estaba flanqueado por una tienda de animales y una farmacia. A lo largo del escaparate y de la puerta había una alarma de infrarrojos. En el interior se veían los buzones empotrados en la pared. Un mostrador separaba esa parte de la de atrás. El propietario había colocado una pesada cortina metálica a lo largo del mostrador para dividir el local en dos. Fuera del horario comercial, los clientes podían entrar a retirar el correo, pero nadie podía pasar a la parte de atrás para robar los sellos y los paquetes. La valla parecía muy resistente, capaz de servir de jaula a un rinoceronte.

El buzón de Schilling era, o había sido, el 205. No teníamos modo de saber si aún lo alquilaba a menos que entrásemos. Desde fuera lo distinguí, pero no veía con claridad si contenía correo o no. La imaginación me decía que dentro era muy probable que hubiese un mapa del tesoro que condujera hasta Ben Chenier.

– Los contratos de alquiler deben de estar en la oficina -observó Pike-. Tal vez resulte más fácil entrar por detrás.

Rodeamos el centro comercial hasta llegar al callejón que discurría paralelo a él por detrás. Allí había más coches aparcados, junto con contenedores de basuras y las puertas traseras de los locales. La de uno de los restaurantes estaba abierta, y allí se habían sentado sobre cajas de embalaje dos hombres vestidos con delantal blanco. Estaban pelando patatas y zanahorias que iban echando en un gran cuenco metálico.

En todas las puertas estaban pintados los nombres de los locales correspondientes, junto con advertencias del tipo «PROHIBIDA LA ENTRADA» O «ESTACIONAMIENTO SÓLO PARA DESCARGA». Encontramos la de Star & Stripes Mail Boxes. Estaba forrada de acero y tenía dos cerraduras industriales. Los goznes también eran muy resistentes. Para arrancarlos de la pared habrían hecho falta cadenas y un camión.

– ¿Puedes abrirla? -preguntó Pike.

– Sí, pero tardaría. Estas cerraduras están hechas para que resulte imposible forzarlas, y además tenemos a esos tíos ahí.

Miramos a los dos hombres, que hacían un gran esfuerzo para no fijarse en nosotros. Sería más rápido entrar por delante.

Volvimos al aparcamiento. Ante la tienda de animales había una familia china con dos niños pequeños contemplando los perros y los gatos. El padre sostenía al hijo menor en brazos y señalaba uno de los cachorros.

– ¿Y ése? -decía-. ¿Ves cómo juega? El de la mancha en el hocico.

La madre me sonrió cuando pasamos y yo también sonreí. Todo era tan educado y tan pacífico. Todo tan normal.

Fuimos hasta la puerta de cristal. Podíamos aguardar a que llegase alguien a recoger el correo y entrar con él, pero ni nos plantearnos quedarnos por allí un par de horas. Si hubiéramos querido esperar hasta la medianoche podíamos haber hecho que Starkey pidiera una orden judicial e hiciera que el propietario se presentara allí para abrir.

– Cuando rompamos la puerta -dije- sonará la alarma de la tienda. Es probable que también se dispare en una empresa de seguridad y que desde allí llamen a la policía. Tenemos que reventar su buzón, meternos en la oficina y registrarla. Nos va a ver toda esta gente del aparcamiento y seguro que alguien llama a la policía. No contaremos con mucho tiempo. Habrá que salir pitando. Seguramente verán los números de las matrículas.

– ¿Estás intentando disuadirme?

El cielo de la tarde había oscurecido hasta quedar de un azul intenso y seguía apagándose, pero las farolas aún no estaban encendidas. Las familias paseaban por el camino que discurría por delante de todos los locales. Salían de los restaurantes o esperaban a que los llamaran para decirles que su mesa estaba lista. De la farmacia salió un anciano renqueando. Algunos coches recorrían lentamente el aparcamiento en busca de un sitio. Y allí estábamos nosotros, a punto de asaltar el negocio de un ciudadano honrado. Íbamos a provocar daños, y eso habría que pagarlo. Íbamos a violar los derechos de sus clientes, y eso era algo que no podía pagarse. E íbamos a dar un susto de muerte a toda aquella gente, que acabaría testificando contra nosotros si terminábamos yendo a juicio.

– Sí, me parece que sí. Deja que de esta parte me encargue yo. ¿Por qué no esperas en el coche?

– Eso puede hacerlo cualquiera. No es mi estilo.

– No, supongo que no. Vamos a dejarlos en el callejón. Entramos por aquí, pero salimos por detrás.

Aparcamos delante de la salida trasera y volvimos a rodear el edificio a pie. Pike llevaba una palanca y yo un destornillador plano y el cric que había sacado del maletero.

La familia que estaba junto a la tienda de animales se había colocado justo delante de Stars & Strip es Mail Boxes. Los padres intentaban decidir en qué restaurante encontrarían mesa antes, teniendo en cuenta que iban con dos niños.

– Están demasiado cerca de la puerta -les dije-. Apártense, por favor.

– Perdone, ¿qué dice? -preguntó la mujer.

Señalé la puerta con el cric.

– Van a saltar cristales. Apártense.

Pike se colocó pegado al marido, como una sombra imponente.

– Fuera de aquí -masculló.

De repente comprendieron lo que iba a suceder y se alejaron a toda prisa tirando de los niños y hablando en chino.

Arremetí contra la puerta con el cric e hice añicos el cristal. Se disparó la alarma, un zumbido atronador y constante que resonaba en todo el aparcamiento y en el cruce como la sirena de un bombardeo aéreo. La gente que estaba junto a los coches y en la acera se volvió hacia el origen del ruido. A golpes retiré los restos de cristal del marco de la puerta y entré. Algún objeto afilado me arañó la espalda. Cayeron más cristales y Pike entró detrás de mí.

Él se fue hacia la cortina metálica y yo me dirigí a los buzones. Eran de construcción muy sólida, con puertas de bronce empotradas en estructuras metálicas. En cada uno había una ventanita de cristal para ver si había correo y una cerradura reforzada. El de Schilling estaba repleto de cartas.

Introduje la hoja del destornillador por debajo de la puerta y la abrí haciendo palanca con el cric. Ninguna de las cartas estaba dirigida a Eric Schilling ni a Gene Jeanie, todas eran para Eric Shear.

– Es suyo. Se hace llamar Eric Shear.

La alarma hacía tanto ruido que tuve que decirlo a gritos. Me guardé las cartas en los bolsillos y fui corriendo a ayudar a Pike.

La cortina metálica iba metida en unas guías clavadas al techo y al suelo, para que nadie pudiera pasar por arriba ni por debajo, y se extendía entre dos tubos metálicos anclados a las paredes. Con la palanca y el cric arrancamos trozos de la pared por debajo de uno de los tubos y después lo soltamos de la pared haciendo fuerza. Se dobló formando un ángulo extraño y lo apartamos.

– ¡Eh, mirad eso! -gritó alguien fuera.

La gente estaba aglomerándose en el aparcamiento. Se agazapaban detrás de los coches o se reunían en pequeños grupos. Señalaban la tienda y estiraban el cuello para ver qué hacíamos. Dos hombres miraron boquiabiertos los restos de la puerta de cristal y se marcharon a toda prisa. No sabía cuánto tiempo llevábamos dentro, pero no podía ser mucho: cuarenta segundos, un minuto, quizá la alarma era tan ensordecedora que no sólo costaba concentrarse sino que nos impediría oír las sirenas cuando se acercaran.

Apartamos la cortina metálica, que estaba medio caída, y entramos en la oficina. En el suelo había montañas de paquetes y colgada del techo vi una enorme bolsa de piececitas de espuma de poliestireno de las que se utilizan en embalajes. En un rincón había un archivador y junto a éste una mesita cubierta de correo sin clasificar y recibos de UPS. Pike fue hasta la puerta trasera mientras yo me ocupaba del archivador.

Me gritó, lo bastante fuerte para que le oyera a pesar de la alarma, que teníamos la salida asegurada.

– Todo bien. Las cerraduras saltarán sólo con hacer palanca.

Abrí el primer cajón del archivador creyendo que me encontraría carpetas repletas de papeles, pero estaba lleno de material de oficina. Seguí con los dos siguientes, que contenían lo mismo. Pike miró por la puerta trasera para ver si se acercaba alguien. Se nos acababa el tiempo.

– Más deprisa.

– Estoy buscando.

Repasé los papeles, las revistas y los sobres esparcidos por la mesa y abrí el cajón de ésta. Era lo único que quedaba. Tenían que estar dentro los contratos de alquiler de los apartados postales, pero sólo encontré documentación de los pedidos de servicios y suministros que necesitaba Star & Stripes para funcionar; no había nada que tuviera relación con los buzones ni con los clientes que los alquilaban.

Pike me dio unos golpecitos en la espalda y miró hacia el aparcamiento.

– Tenemos un problema.

En el aparcamiento había un hombre obeso vestido con un polo amarillo y rodeado por varias personas que nos señalaban. La camisa le iba demasiado pequeña, por lo que la barriga le sobresalía por encima del cinturón como una bolsa de plástico rellena de mermelada. Llevaba la palabra «seguridad» pintada en la pechera, como si fuera una chapa. Tenía una pistola dentro de una funda de nailon negro colgada de la cadera derecha. Le sobresalían tanto los michelines que el arma quedaba casi oculta. Avanzaba con la mano en la pistolera. Tenía cara de miedo.

– Joder, ¿de dónde ha salido ése? -grité.

– Sigue buscando.

Pike pasó por mi lado, pistola en mano. Lo cogí del brazo.

– No, Joe.

– No voy a hacerle daño. Sigue buscando.

El guardia se arrodilló detrás de un coche y miró por encima del maletero. Pike se fue hasta la puerta, de modo que el guardia pudiera verlo. Eso bastó. El pobre hombre se tiró al suelo y se acurrucó detrás de la rueda. Al menos no empezó a pegar tiros. Cuando a uno le pagan el salario mínimo conviene ser discretamente valiente.

Pike y yo oímos las sirenas a la vez. Me hizo un gesto y agité la mano. Se nos había acabado el tiempo.

– Vámonos.

– ¿Lo has encontrado?

– No.

Volvió a cruzar la oficina hasta la puerta trasera.

– Sigue buscando. Aún tenemos unos segundos.

– Desde la cárcel no podremos encontrarlo.

– Sigue buscando.

Y entonces fue cuando vi la caja de cartón marrón debajo de la mesa. Era del tamaño justo para almacenar carpetas. La saqué de allí abajo y la coloqué encima de la mesa. Estaba llena de carpetas numeradas del 1 al 600, y me di cuenta de que cada una correspon día a un buzón. Extraje la del 20S.

– ¡Ya está! ¡Vamos!

Pike abrió la puerta de golpe. Fuera el aire era fresco y la alarma no se oía tanto. Los dos hombres que pelaban patatas gritaron algo hacia la cocina al vernos, y cuando ya nos íbamos salieron dos de sus compañeros. Metimos los coches por una calle de servicio situada tras un multicine que estaba a ocho calles de allí y repasamos la carpeta. Contenía el contrato de alquiler de Eric Shear. En él aparecían un teléfono y su dirección.


Tiempo desde la desaparición: 50 horas, 37 minutos


Eric Shear vivía en un edificio de cuatro plantas llamado Casitas Arms, situado en el extremo occidental de San Gabriel. Estaba a menos de diez minutos de la oficina postal. Era un edificio voluminoso, de los que tenían un centenar de pisos organizados en torno a un atrio central y se publicitaban como «viviendas de lujo con vigilancia». En esos sitios es muy fácil entrar sin invitación.

Aparcamos en una zona donde estaba prohibido hacerla, al lado de la calle, y Pike subió a mi coche. Al encender el teléfono me encontré con tres mensajes de Starkey, pero no hice caso. ¿Qué podía decirle, que el próximo boletín de alerta que recibiera sería sobre mí? Marqué el número de Schilling. A la segunda llamada se escuchó un contestador automático con una voz masculina: «Habla después de la señal.»

Colgué y se lo conté a Pike.

– Vamos a ver -propuso.

Se llevó la palanca. Caminamos pegados a la pared del edificio hasta encontrar unas escaleras externas que podían utilizar los residentes en lugar de los ascensores del vestíbulo. Para acceder a ellas había que abrir una reja cerrada con llave, pero Pike metió la palanca por entre las barras e hizo saltar la cerradura. El piso de Eric Shear era el 313. El edificio estaba estructurado en torno a un patio central con largos pasillos de los que salían otros más cortos, formando una T. El 313 estaba en el otro extremo.

Hacía poco que había anochecido. De los distintos pisos surgían los olores de las cocinas, música y alguna que otra voz. Oí una risa de mujer. Todas aquellas personas vivían sus vidas tan tranquilamente, sin saber que Eric Shear era en realidad Eric Schilling. Seguramente le sonreían en el ascensor o lo saludaban en el garaje. Y en ningún momento se imaginaban a qué se dedicaba o lo que había sido capaz de hacer.

Seguimos por el pasillo hasta unos cuantos ascensores que dejamos atrás hasta llegar a una bifurcación en forma de T. En la pared de delante unas flechas indicaban los números de los pisos de la izquierda y de la derecha. El 313 estaba a nuestra izquierda.

– Atención -advertí.

Me acerqué a la esquina y asomé la cabeza al pasillo de al lado. El 313 estaba al final, ante una salida de emergencia que seguramente daba a unas escaleras como las que acabábamos de utilizar para subir. Había dos papeles doblados metidos en la ranura de la puerta de Schilling unos centímetros por encima de la cerradura.

Pike y yo recorrimos el pasillo y nos colocamos uno a cada lado de la puerta. Aguzamos el oído. El piso de Schilling estaba en silencio. Los papeles eran avisos que recordaban a los inquilinos que el alquiler se pagaba el primero de mes y que el jueves anterior iba a cortarse el suministro de agua durante dos horas.

– Hace tiempo que no pasa por casa -comentó Pike.

Si las notas se habían dejado allí en las fechas que aparecían indicadas, nadie había entrado en casa de Schilling ni salido de ella desde hacía más de seis días.

Coloqué el dedo delante de la mirilla y llamé con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar y después saqué la pistola y la sostuve con el brazo estirado, pegado a la pierna.

– Abre -ordené.

Pike metió la palanca entre la puerta y la jamba e hizo presión.

El marco cedió con un sonoro crujido y me metí en un gran salón apuntando hacia adelante con la pistola. Al otro lado de la sala había una cocina y un espacio con una mesa de comedor. A nuestra izquierda vimos un pasillo al que daban tres puertas. La única luz procedía de una lámpara de techo colocada en el vestíbulo. Pike fue hasta la cocina en un par de zancadas y después se colocó detrás de mí en el pasillo. Registramos todas las habitaciones para asegurarnos de que el piso estaba vacío.

– ¿Joe?

– No hay nadie.

Volvimos al vestíbulo a cerrar la puerta y encendimos más luces. En el salón casi no había muebles, sólo un sofá de piel, una mesa y un enorme televisor Sony en el rincón opuesto al del sofá. El piso tenía tan pocas cosas que saltaba a la vista que era un lugar de paso, como si Schilling fuese a abandonarlo de un momento a otro, sin dejar nada tras de sí. Era más un campamento que una casa. En la barra que separaba la cocina del salón había un teléfono inalámbrico pequeño, pero sin contestador automático. Fue lo primero que busqué, pensando que podríamos encontrar algún mensaje que nos sirviera.

– Debe de tener el contestador por ahí atrás.

Pike volvió hacia el pasillo.

– Lo he visto en el dormitorio. Me ocupo de eso y tú mira por aquí.

En la cocina había tantas botellas de Corona y de Orangina que parecía imposible que se las hubiera bebido una sola persona. También había platos sucios amontonados en el fregadero y el cubo de la basura repleto de cajas de comida para llevar. Llevaban tanto tiempo allí que olían a rancio. Vacié el contenido en el suelo y busqué los tiques de la compra. El más reciente era de hacía seis días. Los pedidos eran abundantes, excesivos para un hombre solo pero suficientes para tres.

– Han estado aquí, Joe.

– Ya lo sé. Ven a ver esto -me gritó desde el dormitorio. Pike estaba de rodillas ante un futón arrugado, que era lo único que podía formar parte de un hipotético mobiliario en aquella habitación. La puerta del armario empotrado estaba abierta; dentro no había casi nada. En el suelo, formando un montón, vi unas cuantas camisas y ropa interior sucia. Como el resto del piso, el dormitorio de Schilling daba sensación de vacío, como si fuera un escondite más que una casa. En el suelo, junto al futón, había un radiodespertador y un segundo teléfono inalámbrico digital con un contestador incorporado a la base.

– ¿Has encontrado algún mensaje?

– No hay nada. Sí que tiene algunas cartas, pero antes de mirarlas te he llamado.

Se puso a observar una hilera de fotografías colgadas con chinchetas en la pared, encima de la cama. Eran imágenes de muertos. Se trataba de gente de distintas razas. Algunos llevaban los restos hechos jirones de algún uniforme, mientras que otros estaban completamente desnudos. Habían muerto a tiros o destrozados por explosiones, aunque uno presentaba unas quemaduras horribles. En varias de las fotografías un pelirrojo que sonreía como un chico típicamente americano pero loco de atar posaba junto a los cadáveres. En dos de ellas un negro alto con marcas en la cara aparecía a su lado.

Pike dio unos golpecito s en una de ellas.

– Ibo. El pelirrojo debe de ser Schilling. Estas fotos no son sólo de Sierra Leona. Mira las víctimas. Esto podría ser Centroamérica. Y esto Bosnia.

En una de las fotografías el pelirrojo aparecía sosteniendo un brazo humano por el dedo meñique como si se tratara de un trofeo. Me entraron arcadas.

– Se han vuelto locos.

Pike asintió.

– Es lo que ha dicho Resnick: han prescindido de las reglas. Se han convertido en otra cosa.

– No veo a nadie que pueda ser Fallon.

– Fallon era de la Delta. Aunque esté loco, será lo bastante inteligente como para no dejar que le hagan fotos.

Me volví.

– Vamos a ver el correo -dije.

Pike había encontrado un montón de cartas sujetas con una goma elástica. Todas ellas estaban dirigidas a Eric Shear, a la dirección del apartado postal, y contenían extractos bancarios en los que aparecía un saldo de 6.123,18 dólares, cheques cancelados y las facturas telefónicas de los últimos dos meses. Casi todas las llamadas realizadas eran a números de la zona de Los Ángeles, pero había seis que destacaban como si estuvieran escritas con tinta fluorescente. Hacía tres semanas, Eric Schilling había llamado a un número internacional, de la ciudad salvadoreña de San Miguel, seis veces en cuatro días.

Miré a Pike.

– ¿Crees que será Fallon? Según Resnick estaba en Latinoamérica.

– Márcalo y lo veremos.

Cogí el teléfono de Schilling, lo observé bien y apreté el botón de re llamada. Empezó a sonar, pero contestó una chica dicharachera que dijo el nombre de una pizzería. Colgué y seguí estudiando el aparato. A veces los teléfonos digitales almacenaban las llamadas salientes y entrantes, pero el de Schilling no lo hacía. Marqué el número de El Salvador que aparecía en su factura. La conexión internacional produjo un silbido lejano al rebotar en el satélite y después escuché la primera llamada. Hubo una segunda, tras la cual se conectó una grabación. «Ya sabes de qué va esto. Dime algo.»

Sentí el mismo hormigueo helado que me había invadido aquel primer día en la ladera de mi casa, pero con una rabia que bullía a su alrededor como una niebla. Colgué. Era el hombre que me había llamado la noche en que habían secuestrado a Ben, el que había dejado su voz grabada en la cinta de Lucy.

– Tiene que ser él. Reconozco la voz.

Pike torció la boca.

– Starkey se va a quedar encantada. Va a empapelar a un criminal de guerra.,

Volví a observar las fotografías. Jamás había visto a Schilling ni a ninguna de las personas que aparecían en ellas, tampoco a Fallon. Nadie tenía nada que ver conmigo; no tenían ningún motivo para estar en Los Ángeles ni para saber nada de mí. Había miles de niños con padres más ricos que Richard, pero habían secuestrado a Ben. Habían intentado que pareciera que el móvil era vengarse de mí, pero luego, casi con toda seguridad, habían empezado a extorsionar a Richard para sacarle un rescate, aunque él lo negara. Invariablemente, los secuestradores prohíben acudir a la policía, y el miedo de Richard era comprensible, pero se trataba de lo único que tenía sentido. Las piezas del rompecabezas no encajaban; era como si correspondiesen a puzzles distintos y, por mucho que intentase reconstruir la imagen que debían formar, me resultaba imposible.

Le dimos la vuelta al futón y miramos entre las sábanas, pero no encontramos nada más. Me metí en el baño. Había un montón de revistas junto al inodoro. La papelera estaba llena a rebosar de pañuelos de papel, bastoncitos para las orejas y tubos de papel higiénico de cartón, pero sobresalían varias hojas blancas. La volqué. Cayó al suelo una fotocopia de mi expediente 201.

– Joe. Schilling tiene mi ficha.

Pike se colocó a mi lado. Repasé las páginas con una sensación de atontamiento que enlentecía mis movimientos. Después se las pasé a Joe.

– Las dos únicas personas que tenían copia de esto eran Starkey y Myers, que consiguió que un juez de Nueva Orleans pidiera mi ficha para Richard. Nadie más podía tenerla.

Las piezas del rompecabezas iban encajando como hojas que se posaban en el fondo de una piscina. La imagen que formaban era borrosa, pero empezaba a cobrar forma.

Pike echó un vistazo a los papeles que le daba.

– ¿Myers la tenía?

– Sí. Myers y Starkey.

Pike inclinó la cabeza. Se le ensombreció el gesto.

– ¿Y cómo iba a conocerlos Myers?

– Myers lleva la seguridad de la empresa de Richard. Resnick ha dicho que Schilling lo llamó porque estaba buscando un trabajito. A lo mejor se lo dio Myers. Si conocía a Schilling, puede que los otros hayan llegado a esto a través de él.

Pike volvió a mirar los papeles y luego meneó la cabeza. Seguía sin comprender.

– Pero, a ver, ¿por qué iba Myers a darles tu ficha?

– A lo mejor el rapto de Ben fue idea suya.

– ¡Joder!

– Myers podía enterarse de cualquier cosa de la vida de Richard. Había oído hablar de lo mío con Lucy y sabía que Ben y ella estaban aquí, y que Richard estaba preocupado. Fallon y Schilling no podían haber sabido nada de eso, pero Myers estaba al corriente de todo. Seguro que Richard se pasaba el día quejándose del peligro que corrían por estar conmigo, así que tal vez a Myers se le ocurrió que podía aprovechar la paranoia de Richard para sacarle dinero.

– Montar un secuestro y luego controlar la jugada desde dentro para conseguir que pague.

– Exacto.

Pike volvió a menear la cabeza.

– No se sostiene demasiado bien.

– ¿Cómo iban a conseguir mi ficha, si no? Y ¿por qué elegir a Ben como víctima y hacer ver que yo era el motivo de todo?

– ¿Vas a llamar a Starkey?

– ¿Qué iba a contarle? ¿Y qué haría ella? Myers no lo reconocerá a no ser que tengamos pruebas.

Regresamos al dormitorio y volvimos a repasar las facturas telefónicas de Schilling para ver si había llamado a Luisiana, pero no aparecía ningún número de fuera de Los Ángeles, excepto el de El Salvador. Registramos otra vez el piso. Miramos todo lo que se nos ocurrió en busca de algo que conectara a Schilling con Myers o viceversa, hasta que ya no tuvimos dónde buscar. Seguíamos sin tener nada. Entonces se me ocurrió otro lugar en el que investigar.

– Tenemos que entrar en la oficina de Myers -propuse-. Vamos.

Corrí hasta la puerta, pero Pike no me siguió. Se quedó mirándome como si me hubiera vuelto loco.

– ¿Qué te pasa? La oficina de Myers está en Nueva Orleans.

– Puede hacerlo Lucy. Puede registrar su oficina desde aquí.

Se lo expliqué mientras corríamos hacia los coches.

22

Tiempo desde la desaparición: 51 horas, 36 minutos.


Lucy se me quedó mirando sin acabar de abrir la puerta, como si estuviera escondiéndose. Su cara quedaba oculta por una sombra que no sólo tenía que ver con la falta de iluminación; en cuanto la vi me di cuenta de que le habían contado lo de DeNice.

– Uno de los detectives de Richard… -empezó.

– Ya lo sé. Joe está abajo. Déjame pasar, Luce. Tengo que hablar contigo.

Abrí la puerta con delicadeza y entré sin esperar a que me lo pidiera. Tenía el teléfono en la mano. Me imaginé que no lo había soltado desde la noche anterior.

Se la veía aturdida, como el si el peso de aquella tortura le hubiera arrancado todas las fuerzas. Se dirigió hasta el sofá igual que una sonámbula.

– Lo han decapitado -balbuceó-. Un inspector de policía me ha dicho que habían dejado una zapatilla de Ben en medio de un charco de sangre.

– Vamos a darle caza, Luce. Lo encontraremos. ¿Has hablado con Lucas o con Starkey?

– Han venido hace un rato. Ellos dos y el otro inspector.

– Tims.

– Me han contado lo de la furgoneta. Me han dicho que iba a salir en las noticias y que no querían que me enterase así. Me han preguntado otra vez por Fallon y por otros dos hombres, un africano y un tal Schilling. Tenían fotos.

– ¿Y Richard? ¿Han dicho algo de Richard?

– ¿Por qué iban a mencionar a Richard?

– ¿Has hablado con él esta noche?

– Lo he llamado varias veces, pero no lo he encontrado y ya no he sabido nada de él -explicó. Me miró intrigada y añadió en tono de preocupación-: ¿Por qué iban a decirme nada de Richard? ¿Es que también le ha pasado algo?

– Creemos que Fallon puede haberse puesto en contacto con Richard para pedirle un rescate. Ése es seguramente el motivo por el que le hizo todo eso a DeNice, para asustar a Richard y conseguir que pagara.

– Eso no me lo han dicho. -Lucy frunció aún más el entrecejo y meneó la cabeza-. Richard tampoco me ha dicho nada.

– Si Fallon ha conseguido asustarlo lo suficiente habrá conseguido que mantenga la boca cerrada. Y me parece que lo ha asustado mucho. La verdad es que nos ha metido el miedo en el cuerpo a todos. Mira, Lucy, tengo la teoría de que Myers está metido en esto. Por eso han raptado a Ben y por eso sabían tantas cosas sobre mí. A través de Myers.

– Pero ¿por qué…?

Le puse la copia de mi 201 en las manos. Lo miró sin comprender.

– Éste es mi historial militar. Es privado. El ejército no se lo da a nadie a menos que lo solicite yo mismo o que lo haga un juez. Sólo han enviado dos copias de este documento, Lucy, una a Starkey luego de que hubiese empezado la investigación, y la otra hace tres meses a un juez de Nueva Orleans que se la dio a Leland Myers.

Lucy hojeó mi historial. Por la mala cara que puso me di cuenta de que se acordaba del episodio de la sala de interrogatorios.

– Richard te ha investigado.

– Myers es su jefe de seguridad, así que debió de encargarse él. También se ocupa de la seguridad de las instalaciones de Richard en el extranjero. Hoy he hablado con un hombre que me ha contado que Schilling buscaba trabajo de seguridad en Centroamérica.

– Richard tiene intereses en El Salvador. -Levantó la vista. Ya no parecía aturdida, sino furiosa-. ¿Quién era el juez de Nueva Orleans?

– Rulon Lester. ¿Lo conoces?

Lo pensó, intentando ubicar el nombre, y después negó con la cabeza.

– No, me parece que no.

– He hablado con su secretaria. Le envió mi historial a Myers, que se quedó con una de las dos únicas copias que ha mandado el ejército. Joe y yo encontramos ésta en un piso de San Gabriel que Eric Schilling tiene alquilado. Ha hecho al menos seis llamadas a un número de teléfono de San Miguel, en El Salvador, que corresponde a Michael Fallon. El de tu contestador es Fallon, Lucy. He llamado a ese número y he reconocido la voz.

Saqué las facturas telefónicas de Schilling y le señalé las llamadas a El Salvador. Miró el número y llamó con su teléfono. La observé mientras se establecía la conexión. La observé mientras escuchaba. Se le mudó el gesto cuando oyó aquella voz, y después apretó con rabia el aparato para colgar. Lo estrelló contra el brazo del sofá. No impedí que lo hiciese. Esperé.

– Sólo pueden haber conseguido mi 201 a través de Myers, que probablemente fue quien ideó todo y después los reclutó a ellos. Raptaron a Ben cuando estaba conmigo para montar una tapadera que Richard se creería a pie juntillas. Seguro que Myers lo convenció de que se viniera a Los Ángeles con sus propios hombres para buscar a Ben. Así él podía organizarlo todo desde dentro y controlar las reacciones de Richard. Era el hombre fuerte de éste en la investigación y podía hacerle llegar la petición de rescate y animarlo a pagarla.

Lucy me miraba sin pestañear.

– Richard está en el hotel Beverly Hills. Vamos a verlo.

No me moví.

– ¿Para decirle qué? Tenemos el historial, pero no podemos demostrar que Myers los conozca. Si no conseguimos nada definitivo, lo negará todo y nos quedaremos atascados. Si se entera de que lo sabemos sólo le quedará la opción de deshacerse de lo que pueda incriminarlo.

Deshacerse de Ben.

Lucy se dejó caer en el sofá.

– Has venido a que te ayude -dijo-. Ya sabes qué es lo que quieres que haga, y tiene que ser algo que no puedes hacer sin ayuda, porque entonces no estarías aquí.

– Si Myers contrató a alguno de ellos antes de montar el secuestro, seguramente lo hizo de forma legal, con papeles. En la empresa de Richard debería haber constancia de ello. Tenemos el teléfono de Fallon en El Salvador y el de Schilling en San Gabriel. Si Myers ha llamado a alguno de los dos en algún momento y por el motivo que sea desde un teléfono de la empresa, habrá quedado registrado.

– Pero no queremos pedirle a Richard que lo compruebe porque puede perder los estribos delante de Myers.

– Myers no puede enterarse.

Lucy se hundió en el respaldo, pensativa. Miró la hora.

– Ya casi son las diez en Luisiana. No debe de quedar nadie en la oficina.

Entró en su dormitorio y regresó con una maltrecha agenda de piel. Empezó a pasar hojas.

– Antes del divorcio tenía varios amigos en la empresa de Richard. Con algunos me llevaba muy bien. Todo el mundo sabía que era un gilipollas, en especial quienes trabajaban con él. -Se sentó con las piernas cruzadas en el sofá y cogió el teléfono. Marcó un número-. ¿Hola, Sondra? Soy Lucy. Sí, estoy en Los Ángeles. ¿Qué tal todo?

Sondra Burkhardt había sido la interventora de Richard durante dieciséis años. Su función era supervisar un departamento de contabilidad que era responsable de pagar las facturas de la empresa, tramitar los cobros y controlar el flujo de efectivo. Lo hacía casi todo por ordenador. Sondra había jugado al tenis con Lucy en la universidad y de hecho Lucy era la que le había encontrado el trabajo. Tenía tres hijos, el menor de ellos de seis años. Lucy era su madrina.

– Sondra, he de pedirte un favor que va a parecerte extraño y no tengo tiempo de…

Se detuvo. Escuchó y por fin asintió.

– Gracias, cariño. Vale, mira, voy a darte tres nombres y tengo que saber si alguna vez han estado en nómina en la empresa. ¿Puedes consultarlo desde casa?

– Centroamérica -la interrumpí-. A lo largo del último año.

Lucy asintió.

– Habrían trabajado en el extranjero, probablemente en Centroamérica en algún momento del último año. Los habría contratado Myers. No, no tengo los números de la Seguridad Social, sólo los nombres. Sí, ya me imagino que será más difícil. Lo entiendo.

Lucy le dictó los nombres y después le preguntó si podía hacernos llegar una lista de todas las llamadas que hubiera hecho Myers a Los Ángeles y a El Salvador. Lucy frunció el entrecejo al escuchar la respuesta, le pidió que esperase un momento y tapó la bocina con la mano.

– Si no podemos decirle cuándo fue -me informó-, quizá tenga que revisar miles de llamadas. Cada día llaman cientos de veces al extranjero.

– A ver si puede buscar por números concretos -dije.

Lucy se lo preguntó y volvió a tapar el teléfono.

– Sí, sí que puede, pero tendrá que hacerlo por período de facturación. Supongo que tienen la base de datos organizada así.

Busqué en las facturas los cuatro días en que Schilling había llamado a El Salvador. Myers tenía que haber participado en la organización.

– Pídele que mire el período que corresponda a estos cuatro días. Si no consigue nada, que mire el anterior.

Lucy le dio el teléfono de Schilling y el de Fallon en San Miguel, además de las fechas. Después, se recostó sin apartar el teléfono de la oreja y se dispuso a esperar.

– Está en ello.

– Vale.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Lucy esbozó una sonrisa, y yo también. Me daba la impresión de que la tirantez que había habido entre nosotros se había disipado en parte al colaborar en la búsqueda de Ben, como si volviéramos a ser uno solo y no dos, y en aquel momento fue como si se me calmara el corazón. Pero entonces volvió a arrugar la frente y se tensó de una forma que la hizo inclinarse hacia adelante.

– Perdona, Sondra, ¿qué has dicho?

– ¿Qué? -pregunté.

Levantó la mano para hacerme callar. Meneaba la cabeza como si no comprendiera lo que estaba escuchando, pero entonces me di cuenta de que lo que sucedía era que se negaba a comprenderlo.

– ¿Qué dice? -quise saber.

– Ha encontrado once llamadas al número de San Miguel; ninguna al de Los Ángeles, pero once al de San Miguel. Myers sólo hizo cuatro. Las demás las hizo Richard.

– No puede ser. Tiene que haber llamado Myers. Será que lo hizo desde el teléfono de Richard.

Lucy sacudió la cabeza como si estuviera atontada.

– No proceden de su despacho. La empresa también paga su teléfono particular. Richard llamó a San Miguel desde su casa.

– ¿Puede imprimir la lista de llamadas?

Lucy se lo preguntó en un tono monocorde, mecánico.

– Sí.

– Pues que nos haga una copia.

Se la pidió.

– Dile que nos la mande por fax -indiqué.

Le dio su número de fax a Sondra y le pidió que la mandara. Su voz sonaba distante, como la de una niñita perdida en el bosque.

La lista de llamadas apareció por el fax de Lucy al cabo de unos minutos. Nos colocamos sobre el aparato como si fuera una bola de cristal y esperásemos ver el futuro.

Lucy la leyó mientras me cogía con fuerza de la mano. Se dio cuenta ella misma. Repitió en voz alta el número de la casa de Richard.

– Pero ¿qué ha hecho? Dios mío, ¿qué ha hecho?

Me había equivocado en todo. Richard tenía tanto miedo de que a Ben o a Lucy les pasara algo por mi culpa que lo había provocado él mismo. Había organizado el falso secuestro de su propio hijo para poder echarme las culpas. Quería que Lucy entrara en razón. Quería alejarnos para salvarla, y en ese empeño había recurrido a gente capaz de cualquier cosa: Fallon, Ibo y Schilling. Probablemente no,sabía quiénes eran ni qué habían hecho hasta que Starkey y yo habíamos conseguido la ficha de la Interpol. Me imaginé que Myers lo había ayudado a prepararlo todo. Sin embargo, una vez que había tenido a Ben en su poder, Fallon lo había traicionado y de repente Richard había quedado atrapado entre dos fuegos.

– Ay, Dios mío, ¿qué ha hecho?

Richard había provocado el secuestro de Ben.

Recogí y el fax y los demás papeles y cogí a Lucy de la mano.

– Ahora sí que tenemos que ir a ver a Richard. Voy a traértelo a casa, Luce. Voy a devolverte a Ben.

Bajamos las escaleras juntos, nos metimos en el coche y nos fuimos al hotel de Richard.


Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 21 minutos


El hotel Beverly Hills era una mole rosada que se extendía a lo largo de Sunset Boulevard donde Benedict Canyon desembocaba en Beverly Hills. En aquella zona vivían algunas de las personas más ricas del mundo, y aquel palacio rosa encajaba bien en su púlpito, una pequeña colina sobre la que se había posado como la gran joya del estilo mission revival. Las estrellas de cine y los jeques de Oriente Próximo se sentían a gusto alojados tras sus cuidadas paredes; supuse que Richard también estaría en su ambiente. El alquiler de su bungaló costaba dos mil dólares por noche.

Lucy sabía su número de habitación. De los tres era la única que no desentonaba en el hotel. Yo tenía el aspecto de un loco y Pike sencillamente parecía Pike. Cruzamos el vestíbulo y seguimos un camino serpenteante que atravesaba unos verdes jardines que olían a jazmín. Ben podía estar en cualquier parte, pero Richard sabíamos con seguridad que estaba allí; Myers había contestado la llamada, lo que significaba que Fallon aún tenía a Ben y que Richard seguía intentando recuperarlo a golpe de talonario.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Pike.

– Ya sabes lo que voy a hacer.

– ¿Delante de Lucy?

– No tienes elección -intervino ella.

Los bungalós que salpicaban el camino eran caros porque garantizaban la intimidad; estaban aislados y escondidos entre la vegetación. Era como pasear por una jungla hecha a medida.

Un poco más adelante vimos a Fontenot, de pie ante una puerta a la que se llegaba por un desvío del camino principal. Estaba fumando y desplazando el peso del cuerpo de un pie a otro. Parecía nervioso. Myers salió de una habitación, habló con él y después echó a andar por el camino. Fontenot entró en la habitación de la que acababa de salir Myers.

– ¿Ése es el de Richard?

– No. Ahí se aloja Myers. No es un bungaló completo, sólo una habitación. Richard está en el de delante.

– Espera aquí.

– Si te crees que me vaya quedar aquí esperando es que te has vuelto loco.

– Espera. Primero quiero hablar con Fontenot. Luego iremos a ver a Richard. Puede que Fontenot sepa algo que nos sirva, y si te quedas aquí iremos más deprisa.

– Fontenot va a colaborar. Te lo prometo -aseguró Pike.

Lucy miró a Joe y asintió. Sabía que lo decía en serio y que la velocidad era un factor decisivo.

Así pues, Lucy se quedó en el camino, entre las sombras, mientras Joe y yo nos acercábamos a la puerta. No nos molestamos en llamar ni en decir que éramos del servicio de habitaciones o cualquier tontería por el estilo; le pegamos un patadón tan fuerte a la puerta que el pomo quedó empotrado en la pared. Llevaba ya tres puertas destrozadas en una sola noche, pero me daba igual.

Fontenot estaba viendo la televisión con los pies encima de la cama. En el suelo, a su lado, había una pistola, pero Pike y yo ya estábamos dentro y apuntándole antes de que pudiera agarrada. Titubeó, al ver nuestras armas, y después se humedeció los labios.

– ¿Has visto a DeNice? -le pregunté-. ¿Has visto lo que le han hecho?

Se puso de pie, temblando como una hoja. Parpadeaba continuamente, como quien ha pasado muchos nervios durante todo el día. Y la cosa seguía empeorando. La habitación olía a bourbon.

– Pero ¿qué coño es esto? ¿Qué estáis haciendo?

Metí su pistola debajo de la cama de una patada.

– ¿Richard está en su habitación?

– No sé dónde está Richard. Salid de aquí. No sé qué coño habéis venido a hacer.

Pike le dio con la pistola en la cara. Fontenot cayó de lado sobre la cama. Pike amartilló el arma y se la pegó a la oreja.

– Lo sabemos todo -afirmé-. Sabemos que los ha contratado Richard. Sabemos que todo esto lo ha montado para joderme vivo, pero le ha salido el tiro por la culata. ¿Está en contacto con esa gente? ¿Ha llegado a un acuerdo para recuperar a Ben?

Fontenot cerró los ojos.

– ¿Ben sigue con vida?

Intentó decir algo, pero empezó a temblarle el labio inferior.

Apretó los ojos con fuerza, como si intentara no ver.

– Le han cortado la cabeza a Debbie.

– ¿BEN SIGUE CON VIDA? -le grité a la cara.

– Richard no tiene suficiente dinero. Lo quieren en efectivo y no puede conseguir semejante cantidad. Sólo le han dado unas horas. Hemos conseguido una parte, pero no todo. Por eso fue a verlos Debbie, y mira lo que le hicieron. Llevamos todo el día intentando reunir el dinero, pero mira lo que le han hecho.

Algo se movió detrás de mí. Había entrado Lucy.

– ¿Cuánto quieren por mi hijo? -preguntó.

– Cinco millones. Quieren cinco millones en efectivo, pero Richard no ha conseguido reunir tanto. Lleva todo el día intentándolo, pero eso es todo lo que ha podido juntar.

Señaló el armario y se echó a llorar.

Dentro había una gran bolsa de deporte negra. Pesaba mucho. Estaba llena de fajas de billetes de cien dólares, pero no pesaba lo bastante.


Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 29 minutos


Cuando Myers abrió la puerta, metí a Fontenot dentro de un empujón. Richard estaba ojeroso y llevaba el pelo de punta, como si se hubiera pasado la tarde mesándoselo. Hasta Myers parecía derrotado. Richard sostenía el móvil con ambas manos, como si fuera una Biblia.

– Fuera. Sácalos de aquí, Lee.

Pike soltó la bolsa en el centro de la habitación.

– ¿Te suena?

Myers esbozó una sonrisa. Seguramente se sentía aliviado.

– Me parece que tienen el dinero y saben lo que estamos haciendo.

Lucy entró detrás de Joe. Richard abrió los ojos como platos y empezó a pasarse la mano por el pelo frenéticamente como si se hubiera convertido en un tic nervioso.

– No saben nada. Cierra la boca.

– Déjalo ya, Richard -replicó Myers-. Tenemos que parar antes de que la situación empeore aún más. Estamos descarrilando. Tienes que darte cuenta, joder.

Lucy estaba rígida como una estatua. Apretaba las piernas y su cara parecía una máscara de furia.

– Hijo de puta, egocéntrico de mierda. ¿Dónde está mi hijo?

Richard permanecía boquiabierto y no paraba de abrir y cerrar los ojos. Parecía que hubiera envejecido mil años desde el día anterior. Yo ya no sentía tanta rabia, sino una especie de vacío. Y preocupación por el estado de Ben.

Richard estaba tan aterrado que me dirigí a Myers:

– ¿Qué está haciendo Fallon, Myers? ¿Qué plan tiene?

– ¡Cállate! -gritó Richard.

Myers se movió más deprisa de lo que me habría imaginado; lo agarró por la camisa y lo dobló hacia atrás para llevado hasta la cama.

– Lo saben todo. Tienes que hacerte a la idea, Richard. Lo saben. Ahora hemos de ponernos a trabajar otra vez. Tu hijo está esperando. -Lo apartó de un empujón y señaló la bolsa de deporte negra-. Ahí hay tres millones doscientos mil, pero quieren cinco. Hemos intentado explicárselo, pero, claro, en una situación así nadie te cree. Su respuesta ha sido lo de DeNice. -Rodeó la bolsa que contenía el dinero y se colocó ante mí-. Fallon es un profesional, Cole. Lleva todo el día apretándonos las clavijas, ejerciendo cada vez más presión para que sigamos descolocados. Así de rápido ha ido todo. Ha pasado todo en unas horas. Empezó esta mañana.

– ¿Y en qué punto estáis?

– Nos ha dado todo el día para encontrar el dinero. Ya está. Sólo un día laborable. Richard tiene que llamarlo a las nueve. Quedan ocho minutos. Nos ha dicho que no nos molestemos en llamar después de esa hora. Ya sabes lo que pretende hacer si no cumplimos.

– Tendríais que habérselo contado a la policía -soltó Pike.

Myers miró a su jefe y se encogió de hombros.

– Tenían que llevárselo unos días -explicó Richard-. Iba a pasarse el tiempo viendo vídeos y comiendo pizza hasta que llegáramos nosotros. Eso es lo que debería haber sucedido.

Lucy dio un paso hacia él.

– ¡Has hecho que lo raptaran, gilipollas! ¡Has hecho que secuestraran a tu propio hijo! Y encima no lo quieres lo suficiente como para reconocerlo o pedir ayuda.

– Lo siento. No tenía que haber sucedido así. Lo siento.

Lucy le dio una bofetada y a continuación un puñetazo. Él no se movió ni intentó protegerse. Ella le pegó una y otra vez, resoplando a causa del esfuerzo, como cuando jugaba al tenis.

– Luce. -La agarré por los brazos sin hacer fuerza y la aparté.

Richard lloriqueaba igual que un niño y le caían los mocos por la nariz. Lucy había conseguido que reaccionara. Se derrumbó sobre el borde de la cama y se quedó allí sentado, sacudiendo la cabeza.

– No tengo bastante dinero. No puedo conseguido a tiempo. No tenía que haber sucedido así. No tenía que haber sido así.

– Quedan cuatro minutos -anunció Myers.

– Si tanto desea ese dinero, esperará -intervino Fontenot-. Podemos decirle que necesitamos otra hora, que el dinero está en camino. Se lo tragará.

– No, no se lo tragará-sentenció Pike-. Su forma de controlar la situación es presionar. Quiere que sigáis desestabilizados. No puede permitirse daros tiempo para pensar. Quiere el dinero, pero también quiere sobrevivir a la misión, y eso significa que no va a dejar que os andéis con rodeos. Ha planeado la operación y ahora está siguiendo el plan paso por paso. Va a hacer lo que tenía previsto y luego desaparecerá.

– Joder, lo cuentas como si estuviera en una guerra -exclamó Fontenot.

Richard se restregó la cara y se pasó los dedos por el pelo. Se había calmado un poco, aunque seguía estando nervioso.

– No sé qué hacer. No tengo el dinero.

– ¿Qué se supone que pasa si conseguís el dinero? -le pregunté a Myers.

– Ha dicho que nos encontraríamos en un sitio que elegiría él y allí haríamos el intercambio.

Miré la bolsa de deporte. Era grande, porque tres millones de dólares ocupaban mucho espacio, pero cinco habrían requerido casi el doble.

Me acerqué a la cama y me senté junto a Richard. Nos miramos fijamente por unos instantes y después él apartó los ojos.

– ¿Lo quieres? -pregunté.

Asintió.

– Yo también -añadí.

Parpadeó un poco y sus ojos se llenaron de pena.

– Ni te imaginas cómo te odio -dijo con voz ronca.

– Ya lo sé, pero ahora vamos a salvar a Ben juntos.

– ¿Es que no nos has oído? Ya les he ofrecido los tres millones y no han aceptado. Quieren cinco. Han dicho que o cinco o nada, y no tengo tanto. No puedo conseguido. No sé qué decirles.

Le puse el teléfono del hotel en la mano.

– Haz lo que se te da mejor, Richard: miente. Diles que tienes los cinco millones y que estás listo para intercambiarlos por tu hijo.

Richard observó el teléfono un momento y después marcó.

23

Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 38 minutos


Richard llamó exactamente a las nueve de la noche y resultó convincente. Myers y yo escuchamos por el supletorio. Fallon le ordenó que llevara el dinero a la zona oeste del aeropuerto de Santa Mónica. Y que fuera solo.

Tanto Myers como yo meneamos la cabeza.

Al contestar, a Richard le tembló la voz.

– De ninguna manera. Myers irá conmigo. Los dos solos. Y más te vale que esté Ben contigo. Si no, llamo a la policía. Debería llamar igualmente.

– ¿Está Myers escuchando?

– Aquí me tienes, hijo de puta.

– Es la Zona oeste del aeropuerto, en la parte sur. Dejad atrás los hangares y deteneos. Bajad del coche, pero sin alejaros de él, y esperad.

– Si no hay niño, no hay dinero -repuso Myers-. Ni siquiera podrás acercarte al dinero si no vemos al niño.

– Yo sólo quiero el dinero. Parad, bajad del coche y ya me veréis cuando yo lo quiera. No estaré cerca, pero me veréis. Entonces llamad otra vez a este número. ¿Entendido?

– Llamaré cuando te veamos.

– Adivina lo que pasará si veo a alguien más.

– Me lo imagino.

– Pues eso. Que te quede claro. Quince minutos.

Y cortó la comunicación.

Richard también colgó y acto seguido me preguntó:

– ¿Qué hacemos?

– Exactamente lo que os ha dicho. De lo demás nos encargamos nosotros.

Pike y yo salimos pitando. Sabíamos que Fallon ya debía de estar en el aeropuerto, colocado de forma que viera a Richard acercarse y pudiera controlar una posible llegada de la policía. La rapidez era crucial, teníamos que llegar al aeropuerto antes que Richard, mantenernos ocultos y atacar a Fallon de una forma que le pillara por sorpresa.

Conduje a toda velocidad, lo mismo que Pike, en una carrera contra el reloj.

Sunset Boulevard resplandecía con una luz de un violeta azulado que formaba ondas y se reflejaba en el capó de mi Corvette. Los coches que adelantamos parecían congelados en su sitio, y sus luces traseras se alargaban ante nuestros ojos como haces líquidos de color rojo. Tenía que acelerar, que conducir aún más rápido. Cruzamos Westwood como una exhalación, llegamos a Brentwood y desde allí fuimos hacia el mar.

El aeropuerto era pequeño y tranquilo, con una única pista construida en una época en que la parte interior de Santa Mónica consistía principalmente en campos de pastoreo para las vacas, al norte de LAX y al oeste de la 405. La ciudad había ido creciendo en torno a él, y con los años aquel pequeño aeródromo había quedado rodeado de viviendas y comercios que ocupaban personas que no soportaban el ruido y vivían con el miedo constante de un accidente. Era un buen lugar para comprarse una hamburguesa y sentarse en un banco, enfrente de la torre, a ver cómo despegaban y aterrizaban los aviones. Ben y yo lo habíamos hecho en más de una ocasión.

La parte norte del aeropuerto estaba ocupada principalmente por oficinas de empresas y por el Museo de la Aviación; en la sur había hangares antiguos y rampas de aparcamiento. Muchos de esos hangares se habían transformado en oficinas o comercios, pero otros estaban desocupados; imaginé que sería más barato abandonarlos que reformarlos.

Cuando ya nos acercábamos llamé al móvil de Myers.

– Falta muy poco para que lleguemos. ¿Por dónde vais?

– Acabamos de salir del hotel. Tardaremos unos doce o quince minutos. Vamos deprisa.

– ¿Conduces tú?

– Sí. Richard va detrás.

– Cuando lleguéis al aeropuerto, aminorad la marcha. Id despacio para darnos tiempo suficiente a Pike y a mí.

– No podemos llegar muy tarde, Cole.

– Verán la limusina cuando gire al entrar en el recinto del aeropuerto. Sabrán que estáis ahí. Eso es lo importante. Saben que no sois de Los Ángeles, así que conduce como si no supieras muy bien por dónde vas.

– Joder, tío, eso ya lo hago ahora.

No tuve más remedio que sonreír, a pesar de todo.

– Te llamo cuando lleguemos.

Me apoyé en el claxon durante toda la bajada por Bundy. Desaceleraba cuando veía un semáforo en rojo, pero no me detuve ni una sola vez, y Pike me pasó en dos ocasiones. Subí dos ruedas a la acera para adelantar a coches que iban más despacio que yo, me pegaba a sus parachoques, y luego me metía rápidamente en el carril contrario. En Olympic Boulevard le di a una papelera y me llevé por delante una señal de tráfico cuando nos metíamos bajo la autopista. Me cargué el faro derecho.

Cuando giré para bajar hacia el mar los cuatro neumáticos echaban humo.

Cogí el teléfono.

– ¿Myers?

– Ya estoy aquí.

– Dos minutos.

Dos manzanas al norte del aeropuerto giramos al oeste y pasamos por delante de una larga hilera de oficinas y hangar es de aviones chárter. La torre se alzaba, solitaria, en la distancia, ya dormida hasta el día siguiente. Su único síntoma de vida era una luz verde y blanca que parpadeaba.

Pike se detuvo en el terraplén que había al final de la pista de aterrizaje, pero yo seguí. Tras los edificios de oficinas había un campo de fútbol y más allá calles flanqueadas de viviendas. Dejé el coche a una manzana de distancia y fui corriendo hasta los oscuros hangares que ocupaban la parte sur del campo y semejaban sombras desproporcionadamente grandes.

Fallon debía de tener a un hombre en el tejado y quizás a otro en la pequeña carretera de servicio que iba a utilizar Richard. A un lado de ésta vi varios coches aparcados, pero no distinguí si había alguien dentro ni tenía tiempo para comprobarlo. En las azoteas no se veía a nadie.

Dejé atrás el último hangar y asomé la cabeza por la esquina. Había unos pocos aviones pequeños en la rampa, y cerca de ellos una hilera de camiones de combustible.

– ¿Myers? -susurré al teléfono.

– Estamos en la parte este.

– No os veo.

– Me da igual que no nos veas. ¿Los ves a ellos?

– Aún no. Id despacio. Voy avanzando.

Pike estaba aproximándose a la rampa desde el norte. No lo veía ni lo intenté; si yo conseguía verlo, ellos también, y eso habría sido un desastre. Un remolque utilizado como oficina temporal sobresalía entre los hangares. Me acerqué con sigilo hasta su extremo para ver mejor. Desde allí volví a estudiar los tejados, las sombras que discurrían por la base de los hangares y los camiones. No se veía un alma. Agucé el oído todo lo que pude. Nada. Busqué sombras y formas que llamaran la atención, pero todo parecía normal. No había más coches. Las puertas de los hangares estaban cerradas. Seguramente Fallon esperaba cerca de allí, si es que pensaba presentarse.

– No veo nada, Myers -murmuré.

– Se estarán quietos hasta que lleguemos, pero en algún momento tendrán que moverse. Ya los verás.

Le dije dónde me ocultaba.

– Vale, voy por donde nos ha dicho que torzamos. Estoy girando.

Apareció un haz de luz entre dos de los hangares y tras él la limusina, que se dirigió hacia mí. Estaban a cincuenta metros. Quizá sesenta.

El vehículo se detuvo.

– Estoy justo delante de vosotros -le informé.

– Entendido. Vamos a bajar. Ahora tenemos que llamarlo.

– Sin prisas. Espera.

La limusina se quedó allí, con el motor en marcha y las luces puestas. Desde el extremo del remolque divisaba toda la rampa y la pista de rodaje, además de casi todo el carril de servicio que recorría la parte sur del aeropuerto. Todo estaba en calma.

– Vamos a salir. Me pongo el auricular para oírte. Si ves algo, dímelo.

Myers se apeó y permaneció de pie, solo, junto al coche.

Volví a escudriñar los tejados y la carretera de servicio en busca de una sombra reveladora, el bulto de una cabeza o de un hombro, pero no vi nada. Observé las sombras de la base de la rampa; tampoco se movió nada.

El tercer camión de combustible empezando desde el final de la hilera hizo luces.

– Myers -dije.

– Lo he visto -contestó en voz baja-. Richard está llamando.

Forcé la vista todo lo que pude para distinguir algo del interior del camión, pero las sombras eran densas y estaba demasiado alejado. Saqué la pistola y apunté a la rejilla. El arma se me resbalaba. En cuanto viera a Ben pensaba soltar el teléfono y sostener la pistola con ambas manos.

– Dile que salga con Ben. Haz que os deje ver a Ben.

Pike debía de haber avanzado por el otro lado, por lo que estaría más cerca que yo y tendría una posición más estratégica. Su puntería era mejor que la mía.

– Richard está hablando con él-murmuró Myers-. Va a bajar para enseñarle el dinero. Fallon quiere ver las bolsas.

– No, Myers. Haz que os deje ver a Ben.

– Richard tiene miedo.

– Myers, haz que os deje ver a Ben. No lo veo.

– Ben está al teléfono.

– No basta. Tenéis que verlo.

– No pierdas de vista el camión, joder. Richard va a enseñarles el dinero.

Se abrió la puerta trasera de la limusina. Myers ayudó a Richard a bajar con las dos bolsas y miraron en dirección al camión. Tres millones pesaban mucho, pero cinco tenían que parecer aún más pesados.

Oí que Myers mascullaba:

– Venga, hijo de puta.

Las luces del camión se encendieron otra vez. Todos estábamos a la expectativa, con los ojos fijos en él.

Cinco metros por detrás de Richard y Myers se movió una sombra entre los bidones de aceite que estaban apilados a la entrada del hangar. Percibí el movimiento cuando Myers se volvía. Schilling y Mazi surgieron corriendo de las sombras empuñando sendas pistolas. Había mirado una y otra vez aquellos bidones con atención, pero no había visto nada.

– ¡MYERS! -grité.

Sus manos explotaron como soles en miniatura, y un resplandor rojo iluminó sus rostros por un instante. Myers cayó al suelo. Siguieron disparándole hasta que alcanzaron el dinero, y entonces dispararon a Richard, que cayó de espaldas dentro del coche.

Yo efectué dos disparos y eché a correr hacia el camión, gritando. Esperaba que se encendiera el motor con un rugido o que surgieran disparos de la oscuridad, pero no sucedió ninguna de las dos cosas. Corrí con todas mis fuerzas llamando a Ben a gritos.

Detrás de mí, Schilling y Mazi arrojaron las bolsas dentro de la limusina y se subieron a ella.

Pike corrió hasta la rampa desde el otro extremo de la hilera de camiones y disparó mientras la limusina se alejaba entre chirridos de neumáticos. Todos habíamos supuesto que se acercarían y se irían con su propio coche, pero su plan había sido huir en la limusina.

Seguí corriendo a toda prisa, agachado, hasta el camión. Sin embargo, antes de llegar ya sabía que lo encontraría vacío, que había estado vacío desde un principio. Fallon había activado las luces con un mando a distancia. Estaba en otra parte, y Ben seguía con él.

Giré sobre mis talones, pero la limusina ya había desaparecido.


Pike


«Nos están machacando -pensó Pike-. Estos tíos son tan buenos que nos están machacando.»

Ibo y Schilling aparecieron de entre los bidones de aceite como si acabaran de abrir una puerta invisible. Un momento antes era imposible verlos y de repente se movían con la absoluta precisión de una serpiente al atacar, mientras de sus manos brotaba fuego. Pike había mirado bien los bidones y no había detectado nada. Se habían abalanzado sobre Myers con tanta rapidez que no había tenido tiempo de avisarles. Todo había sido tan rápido y Pike estaba tan lejos que había quedado relegado a la categoría de testigo de la matanza.

Joe Pike nunca había visto a nadie mejor que ellos.

Echó a correr. Intentaba encontrar un punto desde el que disparar. Cole gritó. Los dos dispararon casi en el mismo instante, pero Pike era consciente de que llegaban tarde; el faro izquierdo de la limusina estalló en mil pedazos y una bala rozó el capó. Se alejaban a toda prisa mientras Cole corría hacia el camión. Pike no se molestó en seguirlo porque sabía lo que iba a encontrar.

Dio media vuelta en busca de algo que se moviese. Alguien había controlado las luces del camión; tenía que ser Fallon, que debía de estar cerca y ver claramente la zona. Ibo y Schilling ya se habían ido con el dinero, así que Fallon también se largaría. Y al hacerlo quizá revelara su posición.

Entonces oyó una fuerte detonación, un disparo, al norte, y giró hacia el punto del que procedía. No había sido el tiro de una pistola, sino algo más potente y pesado. En uno de los coches aparcados se produjo un fogonazo, seguido de una segunda detonación.

Pike vio sombras dentro del vehículo. Un hombre y un niño.

Gritó algo a Cole mientras el coche se alejaba y echó a correr hacia el lugar donde había dejado el todoterreno. El hombro le transmitió un latigazo por todo el brazo.

«Tengo miedo», pensó.


Ben


Mike no era como Eric o Mazi. No decía gilipolleces ni ponía la radio ni miraba con los ojos salidos a las tías buenas que pasaban por San Vicente Boulevard. Sólo hablaba para dar órdenes. Sólo miraba a Ben para comprobar que hubiera entendido lo que le mandaba. Y nada más.

Se metieron en un aparcamiento del aeropuerto y permanecieron allí con el motor en marcha. Mike nunca apagaba el motor. Era como si temiese que no fuera a arrancar cuando lo necesitara. Al cabo de un rato, sacó los prismáticos para ver algo al otro lado del campo. Ben no sabía qué pasaba, porque quedaba muy lejos.

Mike había colocado la escopeta con la boca del cañón contra el suelo yla culata apoyada en la rodilla. No era una escopeta normal como la Ithaca del calibre 20 que su abuelo le había regalado por Navidad; aquélla era muy corta, con la culata negra, pero Ben vio un botoncito en el guardamonte. Se trataba del seguro. Lo sabía porque la suya tenía el mismo sistema. Estaba quitado. «Debe de tener una bala en la recámara yestá listo para soltarla, igual que Eric», se dijo Ben.

Levantó la vista hacia Mike, que seguía mirando hacia el otro lado del campo.

Mike le daba miedo. A Eric ya Mazi también. Si el que hubiera estado sentado allí, concentrado en algo que veía en la distancia, hubiera sido Eric, Ben habría intentado algo. Con poner el dedo en el gatillo se dispararía. Pero una cosa era Eric yotra muy distinta Mike, que le recordaba a una cobra, hecha un ovillo pero lista para atacar. Parecía que estaba dormida, pero nunca se sabía.

Mike bajó los prismáticos sólo el tiempo suficiente para recoger del salpicadero algo que parecía un walkie-talkie pequeño. Apretó un botón del aparato ydurante un instante se encendió una luz al otro lado de la pista. Mike dijo algo por el móvil ydespués se lo colocó a Ben al oído.

– Es tu padre. Habla. Ben cogió el teléfono.

– ¿Papá?

Su padre sollozó, ysin que hiciera falta más, Ben se echó a llorar como un crío.

– Quiero irme a casa -dijo mientras las lágrimas bañaban su rostro.

Mike recuperó el móvil. El chico intentó arrebatárselo, pero Mike estiró el otro brazo para mantenerle alejado. Ben le clavó las uñas, lo mordió yla emprendió a puñetazos, pero aquel brazo era como una barra de hierro. Mike le apretó el hombro con tanta fuerza que a Ben le pareció que iba a estallarle.

– ¿Quieres hacer el favor de estarte quieto? -dijo Mike. Ben se apartó todo lo que pudo yse acurrucó contra la ventanilla, avergonzado yhumillado, llorando amargamente.

Mike soltó el teléfono yvolvió a mirar por los prismáticos. Apretó otra vez el botón del walkie-talkie yen esa ocasión las luces del coche que había al otro lado quedaron encendidas.

Entonces se oyó un petardeo procedente del extremo opuesto del aeropuerto yMike se puso tenso. Estaba tan concentrado en lo que sucedía a lo lejos que Ben pensó: «¡Ahora!»

Se lanzó sobre el otro asiento. Sus dedos envolvieron el guardamonte justo en el instante en que Mike le cogía el brazo, pero ya había conseguido su objetivo. La escopeta estalló como si de una bomba se tratara yrebotó con fuerza contra el volante. Ben apretó el gatillo otra vez todo lo deprisa que pudo yla escopeta volvió a bramar provocando un segundo agujero en el suelo del coche.

Mike le quitó la mano del arma con la misma facilidad con que se rasga un papel ylo arrojó hacia atrás de un empujón. El chico se cubrió la cara con las manos, convencido de que Mike iba a pegarle o a matarlo, pero en lugar de eso se limitó a colocar la escopeta otra vez en su sitio ya iniciar la maniobra para salir del aparcamiento.

Una vez que el coche estuvo en marcha, Mike se volvió hacia Ben ydijo:

– Eres duro de pelar, cabroncete.

«Qué lastima haber fallado», pensó el chico.

24

Tiempo desde la desaparición: 53 horas, 32 minutos'


El coche de Fallon arrancó en el aparcamiento norte y se dirigió a toda velocidad hacia la salida. Tenía que pasar por delante del campo de fútbol y del Museo de la Aviación, y después entre los edificios de oficinas antes de salir a Ocean Boulevard. Una vez allí le perderíamos.

Me temblaban las manos, pero aun así conseguí apretar el botón de marcado rápido para llamar a Pike.

– Venga, Joe, contesta. ¡Venga!

El coche de Fallon dejó atrás el campo de fútbol, giró y aceleró. Era un cupé blanco de tamaño medio, me pareció que de dos puertas. Debía de ir a reunirse con Ibo y Schilling. La limusina era grande y llamaba la atención, y además le faltaba un faro. La abandonarían enseguida.

– Estoy en marcha -contestó Pike de repente.

– Va hacia el este, al final del campo de fútbol, en un cupé blanco de dos puertas. Está en el museo. Va a salir a Ocean. Lo he perdido.

Salí corriendo en busca del coche. Iba al límite de mis fuerzas, con el móvil en una mano y la pistola en la otra. Dejé atrás los hangares y las casas. Pike debía de ir hacia el norte, en dirección a Ocean Boulevard, para después girar hacia el este. Si el coche de Fallon salía del aeropuerto, lo vería.

Por el centro de la calle, una mujer paseaba a un perrito anaranjado. Me vio correr hacia ella, pistola en mano. No intentó salir pitando ni meterse en una casa, sino que se puso a saltar sobre un pie y sobre otro mientras chillaba «ay, ay, ay» y el perro daba vueltas sobre sí mismo. La pobre mujer había salido para sacar al perro y al verla lo que pensé fue que si intentaba detenerme le pegaría un tiro a ella y otro al perro. Yo no era así. Yo jamás habría hecho nada parecido. Me había vuelto loco de remate.

Me subí al coche de un salto y al alejarme choqué contra el bordillo con tanta fuerza que el coche coleó y la aguja del cuentarrevoluciones entró de lleno en la zona roja.

– ¿Joe?

– En Ocean, yendo hacia el este.

– ¿Y Fallon ¿Dónde está?

– Deja de chillar. Va por Ocean hacia el este. Espera, gira por Centinela hacia el sur. Lo tengo. Va seis coches por delante.

Centinela estaba a mi espalda. Tiré del freno de mano y con una brusca maniobra hice que el coche girase sobre sí mismo. Los neumáticos echaron humo. A mí alrededor sonaron mil claxones, pero me parecía que estaban muy lejos.

Seguía pegando gritos por el teléfono:

– Myers está muerto. Y también le han dado a Richard. Le han disparado y ha caído dentro de la limusina. No sé si lo han matado o no.

– Tranquilízate. Seguimos yendo hacia el sur. No sabe que vamos tras él.

Fallon conducía sin llamar la atención para evitar que algún policía lo obligara a detenerse, pero a mí lo único que me importaba era apresarlo. Sobrepasé los ciento veinte en las travesías, giré por una calle paralela a Centinela y entonces pisé el acelerador y alcancé los ciento sesenta.

– ¿Dónde está? ¡Dime qué travesías!

El coche pilló un bache, pero yo aceleré. Pike iba diciéndome por qué travesías pasaban. Yo veía las mismas calles un poco más allá. Avanzábamos en paralelo. Cuando hube alcanzado su ritmo lo superé. Giré hacia Centinela con un volantazo que hizo derrapar las cuatro ruedas y al enderezar el coche saltó una válvula. A mi espalda empezó a salir humo y el motor se puso a hacer ruidos.

– Aceleramos -me informó Pike.

Estaba cada vez más cerca de Centinela, a tres manzanas, a dos. Apagué las luces y me coloqué pegado al bordillo con un giro brusco del volante justo cuando el coche de Fallon pasaba por el cruce y torcía hacia la autopista. Ben iba sentado a su lado. Miró por la ventanilla.

– Lo tengo, Joe. Lo veo.

– Colócate detrás cuando veas que giro.

Fallon no iba muy lejos. Era lo lógico. Lo había planeado todo muy bien. Primero iban a cambiar de coche y luego a deshacerse de Ben, y de Richard si es que seguía con vida. Ningún secuestro termina de otra forma.

– Está frenando -anunció Pike.

El coche de Fallon se metió por debajo de la autopista y después giró.

Pike no lo siguió. Apagó las luces y se pegó a la acera a la altura de la esquina, a observar. Yo hice lo mismo. Al cabo de un rato, el todoterreno de Pike avanzó un poco, lentamente, y giró. Pasamos por delante de varias ferreterías y una clínica veterinaria hasta llegar a una hilera de casas pequeñas. De la clínica llegó un aullido de un perro. Parecía que estaba sufriendo.

Pike se metió en un aparcamiento y se apeó. Lo seguí. Cerramos las puertas con sigilo y Pike señaló con la cabeza una casa que estaba al otro lado de la calle y en cuyo jardín un cartel rezaba: «Se vende.»

– Ahí.

La limusina quedaba casi totalmente oculta por la casa y el coche blanco estaba todo lo pegado a la puerta que era posible. En el jardín había un sedán azul oscuro. Seguramente iban a utilizarlo para huir. En la casa vi luces que se movían. Fallon y Ben debían de haber llegado hacía sólo dos minutos. La limusina, tres. Me pregunté si Richard estaría muerto en el asiento de atrás. Quizá le hubieran pegado el tiro de gracia por el camino. El perro volvió a aullar.

Iba a cruzar la calle cuando Pike me detuvo.

– ¿Tienes un plan o vas a echar abajo la puerta sin más?

– Ya sabes qué van a hacer. No tenemos tiempo.

Me miró fijamente; estaba inmóvil como un claro en un bosque dormido, pero con unas nubes de tormenta acechando sobre los árboles.

Me aparté de él, pero se acercó, me agarró del cuello y clavó sus ojos en los míos.

– No quiero que te maten.

– Ben está ahí dentro.

No me soltaba.

– En el aeropuerto los teníamos delante de las narices y no los hemos visto. Nos la han pegado. Y ya sabes qué pasará si ahora ocurre lo mismo.

Respiré hondo. Pike tenía razón. Como casi siempre. Tras las ventanas se movieron sombras. El perro aulló aún más fuerte.

– Tú echa un vistazo por las ventanas de aquel extremo -dije-. Yo me acercaré por delante. Nos encontraremos en la parte trasera. Seguramente han entrado por la puerta de atrás. Tienen prisa, así que es probable que no la hayan cerrado con llave.

– Vale, pero ve con cuidado. A lo mejor podemos disparar por las ventanas, pero si tenemos que entrar hagámoslo juntos.

– Ya lo sé. Ya sé qué hay que hacer.

– Pues hazlo.

Nos separamos al cruzar la calle. Pike fue hasta el extremo de la casa y yo avancé por el sendero de acceso. En las ventanas había visillos, pero no me impedían mirar dentro. Tras las dos primeras se veía un salón que estaba a oscuras, pero en el pasillo del fondo había luz. Las dos siguientes daban a un comedor vacío, y tras ellas alcancé las dos últimas de mi lado de la casa. Del interior salía mucha luz. Me aparté de la pared para no quedar iluminado y miré hacia el interior desde la sombra de un arbusto del jardín del vecino. Mazi Ibo y Eric Schilling estaban en la cocina. El primero se fue a otra parte de la casa, pero Schilling salió por la puerta trasera. Llevaba sendas bolsas de deporte de gran tamaño colgadas de los hombros.

Dice un antiguo refrán que ningún plan de ataque sobrevive al primer contacto con el enemigo.

Schilling se detuvo junto a la limusina y dejó que se le acostumbrara la vista a la oscuridad. Estaba a menos de seis metros de mí. Permanecí completamente inmóvil. El corazón me latía con fuerza. Contuve la respiración.

Dio un paso hacia adelante y después se detuvo otra vez como si hubiera notado algo. Ladeó la cabeza. El perro aulló.

Schilling cogió las bolsas y después pasó junto al coche blanco y se dirigió hacia la puerta principal de la casa, para llevar el dinero al sedán azul. Al principio me moví lentamente, pero fui ganando velocidad. Me oyó cuando ya estaba a mitad de camino. Se agachó de golpe y dio media vuelta con rapidez, pero ya era demasiado tarde. Le aticé entre los ojos con la pistola y después lo agarré para que no se desplomara y le golpeé dos veces más. Lo dejé en el suelo, busqué la pistola que llevaba y me la metí por la cintura. Me acerqué a toda prisa a la puerta de atrás. Estaba abierta. En la cocina no había nadie. El silencio y la quietud que reinaban en la casa resultaban insoportables. Ibo y Fallon podían regresar en cualquier momento con más bolsas de dinero, pero aquella quietud me asustaba mucho más que eso. Quizá me hubieran oído. Quizás Ibo y Fallon estuviesen atando los cabos sueltos. Todos los secuestros terminaban igual.

Debería haber esperado a Pike, pero me metí en la cocina y fui hacia el pasillo. Me zumbaba la cabeza y el corazón se me había acelerado. Quizá por eso no oí que Fallon se acercaba a mí por detrás hasta que fue demasiado tarde.


Ben


Mike metió el coche por un camino que discurría paralelo a una casita a oscuras.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Ben.

– En la última parada.

Mike tiró de él para hacerlo bajar del coche por la izquierda y lo metió en la casa. Eric los esperaba en una cocina lúgubre pintada de rosa con las paredes sucias y un hueco enorme en lugar de nevera. En el suelo había dos bolsas de deporte verdes, una encima de la otra. Las bolas de polvo que se amontonaban en los rincones eran del tamaño de perros pequineses.

– Tenemos un problemilla. Mira.

– ¿Por el dinero?

– No, por el gilipollas.

Salieron de la cocina tras Eric, que los condujo a una habitación pequeña. Ben vio a Mazi, que metía dinero en más bolsas de deporte verdes, y luego, de repente, a su padre. Richard Chenier estaba tirado en el suelo, contra la pared. Se sujetaba el vientre con las manos y tenía los pantalones y el brazo cubiertos de sangre.

– ¡Papá! -exclamó.

Echó a correr hacia su padre y ninguno de los secuestradores lo detuvo. Richard gimió de dolor cuando su hijo lo abrazó, y el chico se echó a llorar otra vez, sobre todo al notar la sangre húmeda.

– Venga, colega. Venga.

Su padre le acarició la mejilla y tampoco pudo contener las lágrimas. Ben estaba aterrado creyendo que iba a morirse.

– Lo siento, cariño. Lo siento mucho -dijo Richard-. Todo esto es culpa mía.

– ¿Vas a ponerte bien? ¿Vas a curarte, papá?

Los ojos de su padre estaban tan llenos de tristeza que Ben sollozó desesperado. Le costaba respirar.

– Te quiero mucho, hijo mío. Lo sabes, ¿verdad? Te quiero.

A Ben se le atragantaron las palabras.

Mike y Eric también estaban hablando, pero el chico no los oía. Al cabo de un rato Mike se puso en cuclillas a su lado y examinó la herida.

– Vamos a ver. Parece que te ha dado en el hígado. ¿Puedes respirar bien?

– Cabrón de mierda. Hijo de puta -masculló Richard.

– Ya veo que respiras estupendamente.

Eric se acercó y se quedó de pie junto a Mike.

– Se derrumbó dentro del coche. ¿Qué coño iba a hacer? Teníamos que salir pitando y este gilipollas se había quedado en el asiento de atrás.

Mike se incorporó y miró el dinero.

– Ahora no te preocupes de eso. Vamos a seguir con el plan. Meted el dinero en las otras bolsas y dejadlo en el coche. Por ahora están bajo control. Ya nos ocuparemos de ellos antes de irnos.

– En el aeropuerto había alguien más.

– Olvídate. Era Cole. Allí sigue, como un imbécil.

Mike y Eric dejaron a Mazi metiendo el dinero en las bolsas y se fueron a otra habitación.

Ben se acurrucó contra su padre y le susurró:

– Elvis nos salvará.

Su padre hizo fuerza para incorporarse un poco y se estremeció de dolor. Mazi giró la cabeza y después volvió a concentrarse en el dinero.

Richard se contempló la mano manchada de sangre y después miró a su hijo a los ojos.

– Yo soy el culpable de todo lo que ha sucedido. La aparición de estos animales, todo lo que te ha pasado, todo es culpa mía. Soy el imbécil más imbécil del mundo.

Ben no entendía nada. No sabía por qué decía aquellas cosas su padre, pero al escuchadas sintió miedo y volvió a echarse a llorar.

– No, no es verdad. Tú no eres imbécil.

Richard le acarició la cabeza otra vez.

– Yo sólo quería recuperarte.

– No te mueras.

– Nunca podrás entenderlo, ni tú ni nadie, pero lo que quiero que recuerdes es que te quería.

– ¡No te mueras!

– No voy a morirme, tranquilo, y tú tampoco.

Richard miró a Mazi y después a Ben. Le acarició nuevamente la cabeza y después se lo acercó a la cara y le dio un beso en la mejilla.

– Te quiero, hijo mío -le susurró al oído-. Y ahora corre. Echa a correr y no te detengas.

La tristeza de la voz de su padre le daba terror. Se abrazó a él y le aferró con desesperación.

Notó el arrullo del aliento de Richard en la oreja.

– Lo siento.

Su padre le dio otro beso y en aquel instante se oyó un ruido sordo en otra habitación. Mazi se irguió de un salto, las manos aún llenas de billetes, y al instante apareció por la puerta Mike, que metió dentro a Elvis Cole de un empujón. El detective cayó con una rodilla en el suelo. Abría y cerraba los ojos. Le sangraba la cabeza. Mike le hundió el cañón de la pistola en el cuello y se dirigió a Mazi:

– Mételo en la bañera y encárgate de él con la navaja. La escopeta haría demasiado ruido. Luego deshazte de esos dos.

En la mano de Mazi apareció una navaja larga y fina. Richard lo repitió por última vez, ya en voz alta:

– Corre.

Entonces, Richard Chenier se incorporó y se abalanzó sobre Mazi Iba con una furia que su hijo no había visto jamás en él. Le alcanzó por la espalda y le empujó con toda su desesperación contra Elvis y Mike cuando éste ya empuñaba la escopeta. El estruendo del disparo retumbó por toda la casa.

Ben echó a correr.


Pike


Pike avanzaba sigilosamente por entre los arbustos que crecían al costado de la casa, haciendo menos ruido que el aire. Pasó primero junto a una habitación vacía que estaba a oscuras a excepción de la luz que entraba por una puerta abierta. Oyó las voces graves de varios hombres, pero no consiguió distinguir quiénes eran ni qué decían.

Schilling apareció por el pasillo al que daba la habitación, llevando dos bolsas de deporte hacia la parte trasera de la casa y desapareció. Pike amartilló el 357.

De las dos ventanas siguientes salía mucha luz. Pike se acercó sin hacer ruido, aunque evitó que le diese la luz. Ibo estaba con Richard y Ben, pero no se veía a Fallon ni a Schilling. Se sorprendió al descubrir que Richard y Ben seguían con vida, pero se imaginó que Fallon habría decidido conservarlos como rehenes hasta el último momento. Si hubiera tenido suerte, Fallon, Ibo y Schilling habrían estado en la misma habitación. Pike les habría disparado por la ventana y habría acabado con aquella pesadilla. Encontrar sólo a Ibo suponía que no podía pegarle un tiro, porque perdería el factor sorpresa frente a Fallon y Schilling.

Sabía que Cole debía de estar en la parte de atrás de la casa, pero decidió esperar. Schilling y Fallon podían volver a la habitación en cualquier momento, y entonces Pike podría acabar con ellos. No quería que Cole se enfrentara a aquellos hombres, teniendo en cuenta su estado, y su plan también sería lo más seguro para Ben y Richard. Apoyó el arma contra una acacia para ganar estabilidad y se acomodó a esperar.

Entonces Fallon metió a Cole en la habitación a golpes y Pike se dio cuenta de que no podía esperar más. Corrió hacia la parte de atrás en busca de una entrada.

25

Tiempo desde la desaparición: 54 horas, 12 minutos


El suelo de la mugrienta cocina se inclinó. Noté palpitaciones en la nuca, allí donde me había atizado Fallon. Intenté mantenerme en pie, pero la habitación se movió hacia el otro lado y me di de bruces contra el suelo. Intenté levantarme, pero mis brazos y mis piernas chapoteaban en un océano de vinilo grasiento.

Pensé en Ben.

– Vamos, mamón -ordenó una voz distante.

La cocina se volvió borrosa, y me caí otra vez. Creía que tenía la pistola en la mano, pero cuando me la miré ya no estaba. Levanté la vista y la cocina había desaparecido. Un torreón oscuro se balanceaba sobre mí y junto a la pared del fondo había dos manchas desenfocadas, apiñadas una junto a la otra. Me tambaleé hacia adelante, pero logré sostenerme con la mano. Empecé a verlo todo mejor. Me parece que sonreí, pero quizá sólo fueran imaginaciones mías.

– Te he encontrado.

Ben estaba a tres metros de mí.

A mi espalda, Fallon echó dos pistolas en la montaña de dinero y después se dirigió a Ibo:

– Tenía el arma de Eric. Iré a ver qué ha pasado.

– ¿Se ha cargado a Eric? -preguntó Ibo, señalándome.

– No lo sé. Mételo en la bañera y encárgate de él con la navaja. La escopeta haría demasiado ruido. Luego deshazte de esos dos.

Ibo sacó una navaja larga y curvada y oí que unas voces chillaban en mi interior. Roy Abbott me gritaba que luchara. CromJohnson apelaba a mi espíritu de ranger. Mi madre me llamaba. Sólo importaba Ben. Iba a devolvérselo a Lucy aunque me costase la vida.

Ibo dio un paso hacia mí y en aquel momento Richard Chenier me miró a los ojos como si me viera por primera y última vez y se levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo. No se movió ni deprisa ni bien, pero se lanzó a través de la habitacioncita con la entrega de un padre desesperado por salvar a su hijo. La escopeta escupió fuego por encima de mi cabeza. Richard arremetió contra Ibo mientras el primer disparo lo alcanzaba en el costado. Lo arrojó contra mí, y a mí contra Fallon, mientras el segundo le destrozaba el muslo. Yo me tiré sobre la escopeta mientras Ibo se abalanzaba sobre Richard navaja en mano. La escopeta descargó contra el techo mientras Ben echaba a correr hacia la puerta.

Metí el codo, pero Fallon pasó el brazo por delante y me atizó con la escopeta en la cara. Rodeé el cañón con el brazo y acerqué el arma hacia mí, pero Fallon no la soltó. Rebotamos contra la pared, entrelazados con la escopeta en una danza frenética y demoníaca. Le rompí la nariz de un cabezazo. Empezó a resoplar y a sangrar. Tiraba con fuerza de la escopeta, pero la soltó de repente, lo que me hizo caer de espaldas con el arma agarrada. Vi que él recogía la pistola de Schilling de encima del montón de dinero. Todo sucedió en cuestión de milésimas de segundo, quizá menos. Ben gritó.


Pike


Joe Pike rodeó la casa en posición de combate, con la pistola aferrada con ambas manos, lista para disparar. El jardín trasero estaba vacío. Alcanzó la puerta de atrás y miró el interior de la cocina. Esperaba ver a Schilling, pero no había un alma. No le gustaba desconocer la posición de Schilling, pero tenía claro que Fallon iba a matar a Cole en cuestión de momentos.

Entró y se dirigió hacia el pasillo, con la pistola en alto, aunque le ardía el hombro y no podía agarrada con firmeza. El suelo de vinilo gimió con su peso, pero él no se atrevió a detenerse. Echó un vistazo a la puerta trasera en busca de Schilling y en aquel instante la escopeta de Fallon disparó por dos veces, con tal estruendo que tembló toda la casa.

Pike avanzó aún más deprisa. Recorrió el pasillo y llegó hasta la habitación. Actuaba por instinto, sin pensar, para no perder tiempo. Fallon y Cole estaban luchando. De repente Cole se tambaleó y cayó de espaldas con la escopeta. En aquel mismo instante Pike saltó sobre Fallon con el dedo sobre el percutor, a punto de meterle una bala en pleno cráneo, cuando oyó que Ibo gritaba:

– ¡Tengo al crío!

Sostenía a Ben delante de la cabeza, a modo de escudo, y le había puesto una navaja en la garganta.

Pike giró hacia Ibo con la 357, pero ni el disparo fue limpio ni su pulso resultó lo bastante firme. Fallon vio a Pike en aquel mismísimo instante y levantó también la pistola, a una velocidad inhumana, algo casi nunca visto por Pike, que volvió a dirigir su 357 hacia él, consciente en aquella fracción de segundo de que Fallon podía acabar con él. De repente, sin embargo, Fallon titubeó, porque Cole le apuntaba con la escopeta y gritaba para captar su atención. Todos quedaron atrapados en ese instante, entre latido y latido, en que el corazón humano se detiene.


Schilling


Los disparos y los gritos sobresaltaron a Schilling, convencido de que su muerte era inminente. Despertó en África. Creía que las tropas del Gobierno estaban matando a sus hombres en plena noche. Hizo ademán de coger su fusil para salir corriendo hacia la selva, pero el fusil no estaba a su lado y se encontraba en el jardín delantero de una casa de Los Ángeles. Se arrastró hasta los setas que crecían junto a la casa vecina.

«Me cago en todo», pensó, y acto seguido vomitó.

Se sintió algo despejado, aunque aún se notaba borracho y mareado. Se dio cuenta de que Ibo, Fallon y Cole estaban gritando. No, no estaba en África, sino en Los Ángeles. Los demás seguían dentro, con el dinero.

Tanteó el suelo alrededor en busca de la pistola, pero no la encontró. Mierda. Fue a gatas hasta la casa.


Cole


Las tres pistolas zigzagueaban como serpientes listas para saltar sobre su presa. Yo apunté a Fallon, pero luego volví a encañonar albo. El arma de Fallon pasó de Pike a mí y luego volvió a Pike. Y la de éste iba de Fallon a Ibo y al revés. Ibo sostenía a Ben en lo alto para protegerse la cabeza y el pecho. Si alguien apretaba el gatillo acabaría disparando todo el mundo, y todos terminaríamos cosidos a balazos.

Ibo volvió a gritar, escudado tras el cuerpo oscilante de Ben:

– ¡TENGO AL NIÑO! Richard gimió.

Ben forcejeó para soltarse. Actuaba como si la navaja no existiese, o quizá ya todo le diese igual. No dejaba de mirar a Richard.

Apunté a las piernas de Ibo. Con la escopeta de Fallon podía arrancarle una, pero eso no serviría para impedir que hiriese al chico. Me acerqué a la pared en busca de un mejor ángulo. Ibo se refugió en el rincón y levantó a Ben aún más. Era una pesadilla de más de dos metros que se asomaba por detrás de la oreja de Ben.

– ¡Me lo cargo!

Pike y Fallon estaban pegados el uno al otro. Los dos sostenían las armas con ambas manos y los brazos muy tensos.

– ¿No ves la navaja? -dijo Fallon-. Si me disparas, le rajará el cuello al niño.

– Ni se enterará. Y tú tampoco -respondió Pike.

– ¿Joe? -lo llamé.

– Soy bueno.

– ¡Lo haré! -gritó Ibo.

– ¿Puedes darle, Joe?

– Aún no.

Moví la escopeta hacia Fallon, pero luego decidí apuntar albo otra vez. La habitación era pequeña y el sudor hacía aumentar la humedad del ambiente. Aquello parecía una cripta.

– Suéltalo -grité a Ibo-. Déjalo en el suelo y vete, que no te ocurrirá nada.

Fallon se acercó a las bolsas con el dinero y Pike a Ibo. Mi socio estaba contra una pared y yo contra la otra; Ibo se había quedado entre ambos. Ben forcejeó con más empeño, estirando el brazo para alcanzar un bolsillo.

– Nosotros queremos el dinero y vosotros al niño. Todos podemos obtener lo que pretendemos -dijo Fallon.

Una vez más, dirigí la escopeta hacia Fallon.

– Sí, claro, Fallon, me parece estupendo. Ibo y tú dejad las armas en el suelo y luego lo haremos nosotros.

Sonrió con los labios apretados y se volvió para encañonar a Pike.

– Mejor soltadlas vosotros primero.

Richard intentó recoger las piernas debajo del cuerpo, pero resbaló en su propia sangre. Me imaginé que no iba a durar mucho.

– ¡Papá! -gritó entonces Ben, con una voz extraña que era como un gemido.

Me arrimé más a Ibo, que exclamó:

– ¡No te acerques!

Ben seguía luchando por soltarse. Sacó la mano del bolsillo. Al ver lo que tenía en ella comprendí cuál era su intención.

Fallon dejó de apuntar a Pike y dirigió el arma hacia mí. Estaba sudando a mares.

– Es capaz de hacerlo. Los dos lo somos. ¡Si nos dais el dinero podéis quedaros el niño!

– Lo matarías de todas formas.

Todo sucedió en décimas de segundo, quizás en menos tiempo.

Nos tenían y nosotros los teníamos a ellos, pero Ben estaba atrapado en medio.

– ¿Ben? -dije. El chico estaba aterrorizado-. Voy a llevarte con tu madre. ¿Lo oyes? Voy a devolverte a tu madre. Joe, ¿tienes controlado a Fallon?

– Sí.

Bajé la escopeta.

Fallon volvió a apuntar a Joe y al cabo de un instante me encañonó otra vez. No sabía cuál era mi plan, yeso le asustaba.

– ¡Mazi!

– ¡Me lo cargo! -gritó Ibo.

Coloqué la escopeta con la boca hacia arriba, para demostrarles que no pensaba disparar, y la apoyé en el suelo. Me enderecé, observando a Mazi, y después di un paso hacia él. Fallon volvió a apuntarme.

– ¡Vamos a matarlo, Cole! -amenazó Fallon-. ¡Y a ti también!

Me aproximé más a Ben.

– ¡Voy a hacerlo! -chilló Ibo.

– Ya lo sé. Fallon y tú sois dos animales capaces de eso y mucho más.

Les hablaba en voz baja, con un tono normal, como si estuviera haciendo un comentario de lo más corriente sobre su marca de café preferida. Me detuve a medio metro de Ben. Fallon estaba detrás de mí, por lo que no podía verlo, pero Pike también había quedado a mis espaldas. Sonreí a Ben en silencio, dándole a entender que, del mismo modo que yo confiaba en Joe, él tenía que confiar en mí. Todo saldría bien, porque había ido a buscarlo para llevarlo a casa, yeso era lo que pensaba hacer.

– Cuando quieras, campeón. Vámonos a casa.

De ese modo le daba permiso. Le decía que adelante, que hiciera lo que tenía en la cabeza y que yo lo cubriría.

Ben Chenier levantó el brazo con el que aferraba la estrella de plata, que semejaba una garra. Le clavó la condecoración a Ibo en los ojos y tiró hacia abajo. Ibo estaba concentrado en mí y lo pilló desprevenido. Se estremeció y agachó la cabeza. Fue entonces cuando actué. Coloqué los dedos detrás de la hoja y la doblé para apartarla de la garganta de Ben en el momento en que los disparos estallaban detrás de mí. La navaja me hizo cortes profundos en los dedos, pero seguí agarrándola con fuerza y doblé la mano de Ibo hacia atrás por la muñeca. Ben cayó al suelo y quedó libre. Se oyó otro disparo y después otro. No tenía ni idea de lo que sucedía en el otro extremo de la habitación. No podía mirar.


Pike


Cuando Cole dejó la escopeta en el suelo y se dirigió hacia Ibo, Fallon tomó ventaja. Pike no podía disparar mientras Ben corriera peligro; si le daba a Fallon, Ibo mataría al niño; si le daba a Ibo, Fallon acabaría con él en el mismo instante y después seguiría con Cole. Pike decidió que, si conseguía un buen ángulo desde el que acertarle en el córtex a Ibo sin problemas, lo aprovecharía aunque eso significara que Fallon lo mataría. Sí, le pegaría un tiro y después se volvería hacia Cole, pero éste podría ser lo bastante rápido y recuperar la escopeta antes de que el secuestrador girase del todo. Sin embargo, Ibo no era idiota, y a Pike casi la dio la impresión de que se daba cuenta de lo que estaba pensando; sostenía al niño bien alto, y con la cabeza de éste protegía la suya propia. Pike no podía acertar. Decidió volver a apuntar a Fallon.

Se fijó en que éste miraba de un lado a otro mientras sopesaba sus posibilidades: podía esperar a ver qué hacía Cole o pegarle un tiro a Pike y después probar suerte con Cole. De la primera forma, Fallon quedaba a expensas de Cole, pero si era el primero en apretar el gatillo la situación dependería más de él y tendría cierto control. Cole tenía la cara enrojecida y parecía aturdido. Fallon debía de considerarlo una ventaja. Estaría pensando que con Cole herido se le ofrecía una buena oportunidad de tumbar a Pike cuando quisiera, y luego aún le quedaba la posibilidad de ser también más rápido que Cole. Pike se preguntó si Fallon estaría al corriente de su lesión de hombro. Fallon era de la Delta; sería capaz de utilizar cualquier punto débil que encontrara.

«Va a disparar primero», pensó Pike.

La frente de Fallon flotó por encima de la punta de la pistola de Pike, que tembló. El corazón parecía a punto de estallarle y le caía el sudor por las sienes. Fallon también sostenía la pistola en alto, apuntando a Pike al tiempo que éste lo encañonaba a él, pero había una diferencia: tenía el pulso firme. Y debía de advertir el temblor de la pistola de Pike, quien se percató de que el otro observaba algo. Fallon había detectado su punto débil. Sus pistolas estaban casi pegadas la una a la otra.

La de Fallon subió un par de centímetros. Fallon había decidido que podía ganar y estaba preparándose para abrir fuego.

El oso cerró las mandíbulas de golpe. Estaba colocándose para lanzarse sobre la presa.

Pike miró de reojo a Elvis y luego a Ben. Sentía resbaladiza la empuñadura de madera de la pistola, y respiraba entrecortadamente, pero aquello no tenía nada que ver con el oso. El oso nunca había sido lo importante. Su madre se acurrucó bajo la mesa de la cocina; lloraba y sangraba, y su padre seguía dándole patadas; Joe tenía ocho años y no podía hacer nada; aquel hombre empezó a perseguir a su hijo, indefenso, y le rompió la nariz, y después le atizó con el cinturón; y así era siempre, noche tras noche. Lo importante era proteger a la gente que amaba, costara lo que costase: no había nada peor que no levantar un dedo, ni siquiera la muerte. Podía vencer el oso, pero había que ponerse en pie y plantarle cara. Joe Pike tenía que plantar cara.

Hizo acopio de valor en espera de la bala de Fallon y después volvió a mirar a Ibo con la esperanza de encontrar un ángulo que le permitiera disparar, pero seguía escondido detrás de Ben. Se volvió otra vez hacia Fallon, con la pistola bien firme.

«Antes de morir, te mato», pensó Pike.

Entonces Ibo gruñó de una forma que los sorprendió a los dos. Pike detectó un movimiento repentino y fugaz con el rabillo del ojo. Ibo y Cole estaban luchando. Fallon se volvió para ver qué sucedía y Pike encontró su oportunidad. Apretó el gatillo en el instante mismo en que Eric Schilling entraba a toda prisa en la habitación y se lanzaba contra la espalda de Pike, que cayó sobre Fallon. Pike sintió una terrible punzada de dolor en el hombro y la 357 escupió fuego justo a la derecha de Fallon, sin hacerle ni un rasguño. Fallon se movió a una velocidad sobrehumana. Apartó la pistola de Pike, cogió a éste por el brazo con que la empuñaba y después dirigió la suya hacia la cabeza de su adversario, que se hizo a un lado. Sin embargo, Schilling le propinó un puñetazo en el cuello y le agarró el otro brazo, el malo. El hombro soltó otro latigazo de dolor que le hizo gritar instintivamente. Cayó de rodillas para soltarse de Schilling, le envolvió las piernas con el brazo malo y se las levantó. Sintió de nuevo el dolor, pero Schilling perdió el equilibrio. En aquel mismo instante, Fallon le dio un culatazo en la cara y apoyó la boca del cañón del arma en su hombro. Fallon era rápido, pero Pike no le iba a la zaga. Aferró la muñeca de Fallon en el instante en que disparaba. No lo soltó. Lo tenía agarrado, pero con el brazo malo podía hacer poca fuerza. Se le estaba escapando. Fallon le dio un cabezazo en la mejilla y después le atizó un rodillazo en la entrepierna. Pike notó el dolor. En el rincón, Ibo y Cole seguían enredados en una lucha tan inmóvil como mortífera, pero Ben se había refugiado junto a su padre. Schilling se puso de rodillas con esfuerzo y acto seguido se dirigió hacia el montón de dinero para agarrar la pistola que había encima. Fallon le propinó otro rodillazo a Pike, pero esta vez éste lo cogió por la pierna y, sin soltarla, lo empujó. Se desmoronaron juntos. Con el impacto, Fallon soltó su arma, que salió volando. A medio metro de ellos, Schilling se hizo con la otra pistola y giró sobre sustalones para disparar contra Pike, pero éste se apartó de Fallon rodando, se hizo con su arma y apretó el gatillo desde el suelo. Alcanzó por dos veces en el pecho a Eric Schilling, que gritó y disparó como un loco contra la pared. Pike disparó otro tiro que se llevó por delante la sien de Schilling. Rodando otra vez se acercó a Fallon, pero éste atrapó la pistola con ambas manos. Los dos tenían el arma, y el arma estaba entre ambos. Fallon contaba con dos brazos buenos, en tanto que Pike sólo con uno. Ambos tenían la cara bañada de sudor y sangre e intentaban orientar el arma hacia su rival. Pike sentía punzadas cada vez más intensas en el brazo a medida que el hombro se le agarrotaba. Fallon resoplaba debido al esfuerzo. Pike llegó al límite de sus fuerzas, y la pistola empezó a girar lentamente hacia su pecho.

Se dijo que si tenía que morir podía ser perfectamente allí y, por qué no, haciendo lo que estaba haciendo.

Pero aún no.

Rebuscó en lo más profundo de su interior, en un mundo verde y frondoso lleno de paz y tranquilidad. Era el único lugar en el que de verdad podía sentirse libre, seguro en su soledad y a gusto consigo mismo. En aquel instante regresó a aquel lugar íntimo y allí hizo acopio de fuerzas.

Miró los ojos de animal de Fallon, quien se dio cuenta de que algo había cambiado. En su rostro se reflejó el miedo.

Los labios de Pike se curvaron ligeramente.

La pistola se desplazó hacia Fallon.


Cole


Mientras Ibo intentaba girar el cuchillo, las cicatrices de su rostro despedían un resplandor violeta. Era un hombre corpulento y fuerte, y quería vivir, pero yo apretaba tanto que la habitación se oscureció a mi alrededor y se llenó de motitas de luz. Oí que el brazo se quebraba con un crujido y que la muñeca cedía. Ibo soltó un gemido. Detrás de mí se oyeron más disparos, pero parecían proceder del mundo de otra persona, no del mío.

El cuchillo se posó en la cuenca de la base de la garganta de Ibo, que intentó apartarme de él, pero me aferré a su brazo roto y empujé. Cuando la hoja entró emitió un silbido. Apreté más. El cuchillo penetró más. Ibo abrió desmesuradamente los ojos. Apreté hasta que el cuchillo entró del todo, y entonces Ibo emitió un largo suspiro hasta que sus ojos perdieron todo brillo.

Lo solté y lo vi caer. Se derrumbó como un árbol enorme y tardó una eternidad en estrellarse contra el suelo.

Me volví. Casi no me sostenía en pie. Vi a Eric Schilling hecho una bola en medio de un montón de dinero. Ben estaba con Richard. Pike y Fallon luchaban, en el suelo. Recogí la escopeta y di un par de pasos tambaleándome. Apunté a la cabeza de Fallon.

– Se acabó.

Levantó la vista.

– Se acabó, hijo de puta -repetí-. Ha llegado tu hora.

Fallon miró fijamente la boca del cañón de la escopeta y después a mí. Entre ambos había una pistola.

Apunté.

– Suéltala, Fallon. Suéltala.

Miró a Pike y después asintió.

El arma que había entre los dos escupió un único disparo ensordecedor. Creí que quien había recibido el impacto era Joe, pero el que se desplomó de espaldas contra la pared fue Fallon. Pike se apartó rodando con bastante agilidad y empuñó la pistola. Estaba listo en caso de que el otro lo atacara, pero Fallon se limitó a mirarse el agujero que tenía en el pecho. Parecía sorprendido de verlo, aunque se lo había hecho él mismo. Levantó la vista hacia nosotros y después murió.

– ¿Ben? -dije.

Me tambaleé hacia un lado y caí sobre una rodilla. Me hice daño. Me sangra!>a mucho la mano. También me dolía.

– ¿Ben?

El chico estaba intentando ayudar a su padre a levantarse. Richard gemía, por lo que me di cuenta de que seguía aguantando. Pike evitó que me diera de bruces contra el suelo y me colocó un pañuelo en la mano.

– Véndala y mira a ver qué tal está Ben. Voy a llamar una ambulancia.

Intenté levantarme, pero no lo logré, así que me arrastré hasta Ben Chenier. Lo abracé y susurré:

– Te he encontrado, Ben. Ya te tengo. Voy a devolverte a tu madre.

Ben se estremeció como si estuviera aterido y balbuceó unas palabras que no comprendí. Pike llamó una ambulancia y después nos apartó con delicadeza. Se quitó el cinturón y con él le hizo un torniquete en la pierna a Richard. Después utilizó la camisa de Schilling para restañar la herida del vientre. Durante todo el rato mantuve a Ben entre mis brazos.

– Te tengo -musité-. Ya te tengo.

Oí las sirenas cuando las lágrimas de Ben empezaban a derramarse sobre mi pecho.

Загрузка...