Tercera Parte. UNA CARRERA POR LA SELVA

16

Tiempo desde la desaparición: 44 horas, 17 minutos


Nos apuntamos el segundo tanto cuando llevamos a la señora Luna hasta su furgoneta. Aunque Ramón Sánchez no pudo añadir nada a lo que ella nos había contado, el encargado de la parrilla, un adolescente que se llamaba Héctor Delarossa, recordaba la marca y el modelo de la furgoneta del fontanero.

– Ah, sí, era una Ford Econoline del 67 de cuatro puertas, sin ventanas en la parte trasera y con los asientos originales. Tenía una grieta en el parabrisas, por la izquierda, marcas de óxido en los faros e iba sin tapacubos.

Le pedí que describiera a los dos individuos, pero no los recordaba.

– ¿Te fijaste en que los faros tenían manchas de óxido pero no puedes describir a los dos tíos?

– Es que es un modelo clásico, tío. Mi hermano Jesús y yo somos fans de las Econoline, ¿sabes? Estamos reparando una del 66. Hasta tenemos una página web. Tienes que verla.

Starkey llamó por teléfono para que incluyeran la marca y el modelo en el boletín de alerta y después nos fuimos hasta Glendale, cada uno con su coche, yo tras ella. Chen se había marchado un poco antes.

La División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles compartía sus dependencias con la Brigada de Artificieros en un complejo en constante crecimiento situado al norte de la autopista. Los edificios de escasa altura y el amplio aparcamiento me hicieron pensar en un instituto de enseñanza media de una zona residencial, aunque, evidentemente, en los aparcamientos de esos centros por lo general no se veían los Suburban de la Brigada de Artificieros ni policías vestidos con monos negros.

Aparcamos uno al lado del otro y después Starkey me llevó hasta el edificio blanco de la DI C. La furgoneta de Chen estaba fuera, junto a otras cuantas. Con un gesto Starkey nos abrió el paso por la recepción y después me condujo hasta un laboratorio donde había cuatro o cinco estaciones de trabajo agrupadas pero separadas por paredes de cristal. En cada una de aquellas jaulas de cristal vimos forenses y técnicos de laboratorio encaramados en taburetes o sillas giratorias. La atmósfera estaba cargada de una sustancia muy fuerte, quizás amoníaco, que me irritó los ojos.

Starkey entró pavoneándose.

– ¡Ya está aquí la colega! ¡Esta tía es la bomba!

Los técnicos sonrieron y la saludaron. Ella les hacía bromas como si fuera una vieja amiga de la universidad. No la había visto tan relajada y a gusto desde que nos habíamos conocido.

Chen se había puesto una bata blanca de laboratorio y guantes de goma y estaba trabajando cerca de una gran cámara de cristal. Al vemos se encogió como si intentara desaparecer dentro de la bata, e hizo un gesto a Starkey de que bajara la voz.

– ¡Joder, con tanto ruido sólo falta que me dibujes una diana en la frente! Se va a enterar todo el mundo de que hemos vuelto.

– Las paredes son de cristal, John; ya se han dado cuenta de que estás aquí. A ver qué has conseguido.

Chen había cortado el envoltorio de celofán a lo largo y lo había clavado con alfileres, plano, encima de una hoja de papel blanco. En la parte trasera de su mesa de laboratorio había una hilera de tarros con polvos de colores, junto a los que vi cuentagotas y frasquitos, rollos de cinta adhesiva transparente y tres de esos cepillitos que utilizan las mujeres para maquillarse. Un extremo del celofán estaba manchado de polvo blanco y tenía unas marquitas marrones. Se veía claramente el contorno de una huella dactilar, pero el interior estaba desdibujado y borroso. A mí me pareció bastante decente, pero Starkey puso mala cara al verla.

– Esto es una mierda. ¿Estás currando, John, o te preocupa tanto esconderte dentro de la bata que no tienes tiempo para tonterías?

Chen se encogió aún más. Si seguía así acabaría debajo de la mesa.

– Sólo hace quince minutos que me he puesto a ello. Quería ver si conseguía algo con el polvo o con la ninhidrina.

La mancha blanca era polvo de aluminio, y los puntitos marrones un producto químico llamado ninhidrina que reaccionaba con los aminoácidos que dejamos al tocar las cosas.

Starkey se inclinó para ver mejor y después lo miró con el entrecejo fruncido, como si lo considerase un idiota.

– Esto lleva varios días al sol. Ha pasado mucho tiempo y con el polvo ya no se pueden sacar latentes.

– Pero es que es la forma más rápida de conseguir una imagen para meterla en el sistema. Me ha parecido que valía la pena probar.

Starkey gruñó. Mientras se tratara de ganar tiempo se contentaba.

– No creo que la ninhidrina nos dé gran cosa.

– Demasiado polvo, y seguramente el sol ha estropeado los aminoácidos. He pensado que con eso sacaríamos algo, pero voy a tener que pegarlo.

– Mierda. ¿Cuánto vas a tardar?

– ¿Cómo que tienes que pegarlo? -intervine.

Chen me miró como si el idiota fuera yo. Estaba estableciéndose una jerarquía de gilipollas, y yo me había situado en el nivel inferior.

– ¿ Es que no sabes lo que es una huella dactilar?

– No hace falta que le sueltes un sermón -apuntó Starkey-. Limítate a pegarlo de una vez.

Chen se cabreó, como si le diera rabia perderse la oportunidad de demostrar lo mucho que sabía. Mientras iba trabajando explicaba lo que hacía: cada vez que se toca algo, se deja un depósito invisible de sudor, que está compuesto en su mayor parte de agua pero que también tiene aminoácidos, glucosa, ácido láctico y péptidos, lo que Chen denominaba «el residuo orgánico». En los casos en que esa materia conservaba la humedad, técnicas como la del polvo funcionaban, porque se pegaba al agua y con ello aparecían las espirales y dibujos de la huella dactilar. Sin embargo, cuando el agua se evaporaba sólo quedaba el residuo orgánico.

Chen quitó los alfileres y a continuación, valiéndose de unas pinzas, colocó el celofán en una especie de portaobjetos con la superficie externa hacia arriba que introdujo en la cámara de cristal.

– Hervimos un poco de pegamento extrafuerte en la cámara para que los vapores saturen la muestra, reaccionen con el residuo orgánico y dejen un rastro pegajoso de color blanco alrededor de las líneas de la huella.

– Los vapores son muy tóxicos. Por eso tiene que hacerla dentro de la cajita.

Me daba igual lo que estuviera haciendo o cómo lo hiciera, sólo me importaba conseguir resultados.

– ¿Y cuánto llevará todo eso?

– Es un proceso lento. Normalmente utilizo un calentador para hervirlo, pero si se fuerza la ebullición con un poco de hidróxido de sodio es más rápido.

Chen llenó de agua un vaso de laboratorio y después metió el líquido en la cámara, cerca del celofán. Vertió un producto etiquetado como metilcianoacrilato en una cápsula pequeña que también introdujo en el cámara. A continuación buscó una de las botellas de la mesa que contenía un líquido transparente que parecía agua.

– ¿Cuánto tiempo, John? -preguntó Starkey.

Chen no nos prestaba atención. Poco a poco fue echando el hidróxido de sodio en el pegamento y después selló la cámara. Ambas sustancias empezaron a burbujear al entrar en contacto, pero no hubo ninguna explosión ni salieron llamas. Chen encendió un ventilador pequeño que había dentro de la cámara y dio un paso atrás.

– ¿ Cuánto tiempo?

– Una hora. Quizá más. No lo sé. Tengo que ir echándole un ojo. No quiero que se acumule demasiado re activo y se estropeen las huellas.

Así pues, no había otra cosa que hacer más que esperar, y ni siquiera estábamos seguros de que fuera a encontrarse nada. En el vestíbulo había una máquina de refrescos. Yo me compré una Coca-Cola Light y Starkey un Sprite. Salimos a bebérnoslos fuera, para que ella pudiera fumar. En Glendale estaba todo muy tranquilo, con el muro bajo de las Verdugo por encima y la punta de las Santa Mónica por debajo. Estábamos en los estrechos, ese espacio angosto entre las montañas por el que se colaba el río Los Ángeles hasta la ciudad.

Starkey se sentó en el bordillo y yo me coloqué a su lado. Intenté imaginarme a Ben a salvo de todo peligro, pero sólo me venían a la cabeza fogonazos de sombras y ojos aterrados.

– ¿Has llamado a Gittamon?

– ¿Para qué? ¿Para decirle que he dejado abandonado un escenario lleno de pruebas para venir con un tío que me han ordenado claramente que mantenga alejado del caso? Ése eres tú, por si hace falta la aclaración.

Le dio un toquecito al pitillo para que soltara la ceniza.

– Ya le llamaré cuando sepamos qué ha descubierto John. Me ha mandado varios avisos al busca, pero prefiero esperar.

– Oye, por cierto, quiero darte las gracias.

– No hace falta. Sólo me dedico a hacer mi trabajo.

– Mucha gente hace su trabajo, pero no todo el mundo se deja la piel en ello. Da igual lo que saquemos en limpio de todo esto: te debo una.

Le dio otra calada al cigarrillo y sonrió mirando por encima de los coches del aparcamiento.

– Te tomo la palabra, Cole.

– Tampoco me malinterpretes.

– Vaya, qué lastima.

Se metió otra pastilla blanca en la boca. Decidí cambiar de tema. Decidí hacerme el listo.

– Oye, Starkey, ¿eso que te metes son caramelos de menta o es que estabas enganchada a algo?

– Son antiácidos. Tengo problemas digestivos desde que me hice daño. Quedé hecha un asco por dentro.

Daño. Se había hecho daño. Así se refería a la explosión que la había hecho saltar por los aires, destrozada, y la había matado en un campamento de caravanas. Me sentí como un imbécil.

– Lo siento. No era asunto mío.

Se encogió de hombros y dejó caer el cigarrillo al suelo separando el índice y el pulgar.

– Esta mañana me has preguntado por qué no te había llevado la cinta.

– No tiene importancia. Es que me pareció raro que me la llevara aquel tío, y no tú. Me habías dicho que volverías.

– Tu 201 y tu 214 estaban en la bandeja de salida del fax. Me puse a leer mientras esperaba la copia de la grabación. Vi que habías recibido una herida.

– No fue cuando salí con la 5-2. Fue en otra misión.

Tendría que haber huido a Canadá para evitar el alistamiento. Así no habría sucedido nada de aquello.

– Sí, lo sé. Vi que te habían dado con fuego de mortero. Tenía curiosidad por saber qué te había sucedido, nada más. No me lo cuentes si no quieres. Ya sé que no guarda relación con este caso.

Encendió otro cigarrillo para ocultarse tras el movimiento, como si de repente le diera vergüenza que yo supiera por qué me lo preguntaba. Un proyectil de mortero era una bomba. En cierto modo, las bombas nos habían destrozado a los dos.

– No fue en absoluto como lo tuyo, Starkey, ni de lejos. Explotó algo a mi espalda y desperté debajo de unas hojas. Me dieron cuatro puntos y se acabó.

– Según el informe te sacaron veintiséis pedazos de metralla de la espalda y casi te desangras.

Subí y bajé las cejas como Groucho Marx.

– ¿Quieres ver las cicatrices, jovencita?

Starkey se echó a reír.

– Haces un Groucho que da pena -dijo.

– Pues tendrías que ver el Bogart que me sale. ¿Quieres oírlo?

– ¿Te apetece hablar de cicatrices? Porque si quieres te enseño las mías. Tengo alguna que te haría cagar mierda de color azul.

– Qué cosas tan bonitas dices.

Sonreímos y entonces los dos nos sentimos violentos a la vez. De repente ya no estábamos bromeando y había algo que no encajaba. Supongo que me cambió la cara. Los dos apartamos la mirada.

– No puedo tener hijos -soltó ella.

– Lo siento.

– No sé por qué acabo de decirte eso.

Ni ella ni yo sonreíamos ya. Nos quedamos allí, sentados en el aparcamiento, metiéndonos nuestras buenas dosis de cafeína y de nicotina en el caso de Starkey. De la Brigada de Artificieros salieron tres hombres y una mujer, que cruzaron el aparcamiento hasta un edificio de ladrillo visto que parecía un almacén. Artificieros. Llevaban monos negros y botas militares como las de los comandos de elite, pero iban charlando y riendo como cualquier persona normal. Seguramente también tenían familias y amigos como todo el mundo, pero cuando estaban de servicio se dedicaban a desarmar dispositivos que podían desmembrarlos mientras todos los demás se escondían detrás de algún muro y ellos solos se quedaban allí ante aquellos monstruos comprimidos en latas. Se me hizo difícil imaginarme qué clase de persona podía dedicarse a eso.

Me volví hacia Starkey y vi que estaba observándolos.

– ¿Por eso estás en Menores?

Asintió.

Ninguno de los dos dijo gran cosa después de aquello hasta que salió John Chen. Tenía las huellas.


Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 04 minutos


Unos círculos blancos concéntricos cubrían el celofán formando manchas superpuestas. La gente no toca las cosas una sola vez y deja una huella limpia, sino que las manosea. Cogemos los lápices, las tazas, los volantes, los teléfonos y los envoltorios de celofán de los puros y levantamos y deslizamos los dedos, que se ajustan una y otra vez a su presa y dejan una huella encima de otra, formando capas confusas e inseparables.

Chen analizó el celofán con la ayuda de una lupa unida a un brazo flexible.

– Casi todo esto es insignificante, pero tenemos un par de dibujosclaros que nos permiten trabajar.

– ¿Bastarán? -quise saber.

– Depende de cuántas líneas típicas consiga identificar y de lo que haya en el ordenador. Se verá mejor cuando haya añadido algo de color.

Acto seguido aplicó con un pincel un polvo azul marino en dos puntos del celofán y a continuación retiró el exceso mediante un bote de aire comprimido. Aparecieron dos huellas digitales azules que contrastaban con las manchas blancas. Chen se inclinó un poco más sobre la lupa y soltó un gruñido.

– Aquí tengo una curva doble muy clara; y en ésta, un arco elevado perfectamente limpio. Hay un par de islas. -Miró a Starkey y asintió-. Nos basta. Si está metido en el sistema, lo identificaremos.

Starkey colocó la mano en la espalda de Chen y le apretó el hombro.

– Fantástico, John.

Me dio la impresión de que Chen ronroneaba.

Colocó cinta adhesiva transparente sobre las huellas azules para levantarlas del celofán y después las pegó en un soporte de plástico transparente. Las situó en una mesa de luz y las fotografió con una cámara digital de alta resolución. Descargó las imágenes al ordenador y, con la ayuda de un programa de tratamiento de gráficos, las amplió y reorientó. Después rellenó un formulario de identificación de huellas dactilares del FBI que consistía básicamente en una lista de control de cada una de las huellas en la que había que ir marcando lo que Chen denominó «puntos característicos» según el tipo y la situación: el inicio o el final de una curva se llamaba línea típica; cuando se dividía en forma de Y se trataba de una bifurcación; una línea corta entre dos más largas era una isla, y cuando una se separaba para enseguida juntarse de nuevo se hablaba de ojo.

El Centro Nacional de Información Delictiva (CNID) y el Sistema Nacional de Telecomunicaciones de las Fuerzas del Orden (SNTFO) del FBI no comparaban imágenes para identificar una huella, sino listas de puntos característicos. La exactitud y la extensión de la lista determinaba el éxito de la búsqueda; por supuesto, siempre que hubiera en el sistema una huella reconocible que se correspondiera.

Chen dedicó casi veinte minutos a introducir los rasgos de las dos huellas en los formularios. Después apretó el botón de envío y se retrepó en la silla.

– ¿Y ahora? -pregunté.

– A esperar.

– ¿Cuánto suele tardar?

– Son ordenadores. Van deprisa.

El busca de Starkey volvió a sonar. Lo miró y una vez más lo devolvió al bolsillo.

– Gittamon.

– Tiene muchas ganas de pillarte.

– Que se joda. Necesito un pitillo.

Starkey ya estaba volviéndose cuando el ordenador de Chen emitió un pitido. Tenía un correo electrónico.

– Vamos a ver-dijo Chen, preparándose.

Abrió el mensaje y el archivo se descargó automáticamente. Un logotipo que rezaba «CNID/Interpol» parpadeó en la pantalla sobre una serie de fotografías policiales de un hombre de ojos hundidos y cuello recio. Se llamaba Michael Fallon.

Chen tocó con el dedo la pantalla por encima de una serie de números que aparecía en la parte inferior de la ficha.

– Tenemos una concordancia del noventa y nueve por ciento en los doce puntos característicos. El celofán es suyo.

Starkey me pegó un codazo.

– ¿Qué? ¿Lo conoces?

– No lo he visto jamás.

Chen bajó por la barra de desplazamiento del documento para que pudiéramos leer los datos personales del individuo: cabello castaño, ojos pardos, uno ochenta de estatura, ochenta y seis kilos de peso. Su última residencia conocida estaba en Amsterdam, pero se desconocía su paradero habitual. Se lo buscaba por dos asesinatos no relacionados entre sí en Colombia y otros dos en El Salvador, y se lo acusaba, según la Ley internacional de crímenes de guerra de las Naciones Unidas, de asesinatos en masa, genocidios y torturas sucedidos en Sierra Leona. La Interpol advertía que debía tenerse en cuenta que iba armado y era sumamente peligroso.

– Joder-exclamó Starkey-. Es uno de esos chalados que andan sueltos por ahí.

Chen asintió.

– Lesiones. En esa gente siempre encuentran lesiones.

Fallon poseía amplia experiencia militar. Había pasado nueve años en el ejército, primero como paracaidista y después como ranger. Tenía cuatro años más de servicio, pero las actividades a las que se había dedicado durante ese tiempo constaban como «confidenciales».

– ¿Y eso qué demonios significa? -saltó Starkey.

Yo lo sabía, y sentí una enorme presión en el pecho que era algo más que miedo. Me di cuenta de cómo había conseguido el adiestramiento necesario para no dejar huellas tras vigilamos, moverse por la montaña y raptar a Ben. Yo había sido soldado, y de los buenos. Mike Fallon era mejor.

– Estuvo en la Delta Force.

– ¿Los antiterroristas? -preguntó Chen.

Starkey se quedó mirando las fotografías.

– Joder.

La Delta. Los D-boys. Los operadores. En la Delta los hombres se adiestraban para realizar operaciones muy duras y muy directas contra objetivos terroristas. Sólo reclutaban a los mejores. Eran los asesinos más preparados del mundo.

– Quizá todo este rollo del ejército se deba a que se obsesionó contigo cuando estaba de servicio -aventuró Starkey.

– No me conoce. Es demasiado joven, no pudo haber ido a Vietnam.

– ¿Y entonces?

N o tenía ni idea.

Seguimos leyendo. Tras dejar las fuerzas armadas, Fallon había aprovechado su experiencia para trabajar como soldado profesional en Nicaragua, Líbano, Somalia, Afganistán, Colombia, El Salvador, Bosnia y Sierra Leona. Michael Fallon era mercenario. Recordé que Lucy me había dicho en una ocasión: «Esto no es normal. Estas cosas no le pasan a la gente corriente.»

– De puta madre, Cole. No podías tener detrás un pirado de estar por casa. Tenías que buscarte un asesino profesional.

– No lo conozco, Starkey. Jamás he oído hablar de él. No conozco a nadie que se llame Fallon, y menos a nadie como este tipo..

– Pues, desde luego, él a ti sí que te conoce. John, ¿puedes imprimimos esto?

– Sí, claro.

– Hazme una copia a mí también -pedí-. Quiero enseñárselo a Lucy y después hablar con la gente de su barrio. Luego podemos volver a la obra. Cuando enseñas una foto a la gente todo resulta más sencillo. Un recuerdo da pie a otro.

– ¿Qué? -dijo Starkey con una sonrisa-. ¿Ahora somos compañeros?

En los minutos transcurridos entre la conversación que habíamos mantenido en el aparcamiento y la aparición de la ficha en la pantalla, mentalmente nos habíamos convertido en equipo. Como si ella no fuera policía y yo un hombre desesperado por encontrar a un chico desaparecido. Como si trabajáramos juntos.

– Ya me entiendes. Por fin tenemos algo con lo que trabajar. Podemos sacar mucho de esto. Podemos avanzar.

Starkey sonrió aún más y me dio una palmadita en la espalda.

– Tranquilo, Cole. A eso vamos. Y si te portas bien te dejo que me acompañes. Voy a meter esto en el boletín de alerta.

Starkey introdujo los datos y a continuación solicitó por teléfono información sobre Fallon a las delegaciones de Los Ángeles del FBI, el Servicio Secreto y la Oficina del Sheriff. Después nos fuimos a casa de Lucy. Los dos, en equipo.

El tramo de calle que discurría delante de la casa de Lucy estaba a rebosar con la limusina de Richard y dos coches patrulla, el de Gittamon y otro que llevaba las palabras «UNIDAD DE DESAPARICIONES» pintadas en el lateral. Gittamon abrió la puerta cuando llamamos. Se sorprendió al vemos y acto seguido se mostró enfadado. Miró a un lado y a otro y después nos habló en voz baja. En ningún momento soltó el pomo de la puerta, que mantuvo entrecerrada, como si estuviera escondiéndose.

– ¿Dónde te has metido? Me he pasado la mañana llamándote.

– Estaba trabajando -contestó Starkey-. Hemos encontrado algo, Dave. Ya sabemos quién ha secuestrado al chaval.

– Tendrías que habérmelo dicho. Tendrías que haberte puesto cuando te he llamado.

– Pero ¿qué pasa? ¿Por qué están aquí los de Desapariciones?

Gittamon miró hacia dentro de la casa y después abrió la puerta.

– Nos han echado, Carol. Los de Desapariciones se quedan el caso.


Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 38 minutos


Richard se frotaba las manos nerviosamente. Tenía la ropa aún más arrugada que el día anterior, como si hubiera dormido vestido. Lucy estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y Myers se había apoyado contra la pared del fondo. Era el único del grupo que tenía buena cara y no parecía cansado. Estaban escuchando a una mujer muy acicalada vestida con traje chaqueta oscuro y a su clon en versión masculina, que se habían sentado en sendas sillas llevadas desde el comedor. Lucy apartó la vista de ellos y la fijó en mí. No quería que me metiera en aquel asunto, pero allí me tenía, allí estaba yo empeorando las cosas.

Gittamon carraspeó. Se quedó en la entrada del salón como un crío al que el maestro acabara de echar un buen rapapolvo.

– Perdone, teniente. Han venido la inspectora Starkey y el señor Cole. Carol, éstos son la inspectora teniente Nora Lucas y el inspector sargento Ray Álvarez, de la Unidad de Desapariciones.

Lucas tenía una de esas caras de porcelana en miniatura sin una sola arruga, seguramente porque no había sonreído en la vida. Alvarez me estrechó la mano y la retuvo lo suficiente para dejar una cosa bien clara ante Gittamon.

– Yo creía que habíamos decidido que el señor Cole no iba a tomar parte en la investigación, sargento.

– Suélteme la mano, Alvarez -dije-, o verá lo que es tomar parte.

Me la apretó durante un instante más solamente para demostrarme que podía hacerla.

– En esa cinta se vierten acusaciones muy interesantes contra usted. Ya iremos hablando de ellas a medida que revisemos el caso.

Richard se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba a la ventana. Parecía molesto.

– ¿Qué pueden hacer ustedes que no sea lo que ya se ha hecho? -preguntó dirigiéndose a Lucas y a Alvarez.

– Tienen más fuerza -dijo Myers.

Lucas asintió.

– Exacto. Vamos a dedicar todo el peso y la autoridad de la Unidad de Desapariciones a encontrar a su hijo, por no hablar de nuestra experiencia. Nuestro trabajo es encontrar personas.

Alvarez se inclinó hacia adelante.

– Somos un equipo de primera fila, señor Chenier. Vamos a organizar el caso, repasar lo que se ha hecho y encontrar a su hijo. También vamos a cooperar con el señor Myers y con usted en lo que hagan.

Richard dio media vuelta con impaciencia, dejó atrás la ventana y le hizo un gesto a Myers de que se apartase de la pared.

– Muy bien, Perfecto. Y ahora me gustaría que nos pusiéramos otra vez a buscar a mi hijo, en lugar de hablar sólo de hacerla. Vamos, Lee.

– Ya sabemos quién lo ha secuestrado -intervine.

Todos me miraron como si no estuvieran seguros de lo que había dicho o por qué. Lucy abrió la boca y luego se puso en pie.

– ¿Qué has dicho?

– Que ya sabemos quién ha secuestrado a Ben. Tenemos una descripción del vehículo utilizado y de dos hombres, y a uno de ellos lo hemos identificado.

Myers se apartó de golpe de la pared.

– Qué gilipolleces dices, Cole -exclamó.

Starkey sacó su copia de la ficha de la Interpol para que Lucy viera la foto de Fallon.

– Mire a este hombre, señora Chenier. Intente recordar si lo ha visto alguna vez, quizás en un parque un día estando con Ben, o después del colegio, o en el trabajo.

Lucy estudió el rostro de Fallon como si se cayera dentro de la foto. Richard recorrió la habitación a toda prisa para verla.

– ¿Quién es ese hombre? ¿Qué habéis descubierto?

Me comporté como si ni Richard ni los demás estuvieran allí. Sólo me importaba Lucy.

– Piénsalo bien, Luce. Tal vez algún día te dio la impresión de que te seguían; tal vez viste a alguien que te dio mala espina y era este hombre.

– No lo sé. Me parece que no.

– ¿De quién se trata? -preguntó Lucas.

Starkey miró a Lucas y a Alvarez y después le dio el papel a Gittamon.

– Se llama Michael Fallon. Ya lo he puesto en un boletín de alerta, junto con la descripción del vehículo utilizado. Participó como mínimo otro hombre, un individuo de raza negra con marcas muy concretas en la cara, pero a ése aún no lo hemos identificado. Seguramente porque no somos un equipo de primera fila.

Richard observó la fotografía de Fallon. Respiraba con dificultad. Se pasó la mano por el pelo otra vez. Entregó la fotografía a Myers.

– ¿Ves esto? ¿Ves lo que tienen? Tienen un sospechoso, joder.

Myers asintió con los ojos entornados.

– Ya lo veo, Richard.

Aquellos ojos se posaron en mí.

– ¿Cómo sabéis que es él?

– Encontramos el envoltorio de un puro en la colina que hay delante de mi casa. Estaba cerca de unas huellas que coinciden con la que había donde secuestraron a Ben.

Richard tenía los ojos encendidos.

– ¿La huella que vimos? ¿La que nos enseñaste ayer?

– Sí -contestó Starkey-. El CNID indica que los doce puntos de las huellas que había en el envoltorio coinciden. No hay identificación más precisa.

Lucas y Alvarez se pusieron en pie para ver la fotografía.

– No me había dicho nada -dijo Lucas dirigiéndose a Gittamon.

Él negó con un gesto, como si estuviera en el estrado del aula.

– No lo sabía. La he llamado, pero no se ha puesto.

– El envoltorio lo hemos encontrado esta misma mañana -explicó Starkey-. La identificación no la hemos tenido hasta hace unos minutos. Eso era lo que estábamos haciendo Cole y yo mientras vosotros os dedicabais a buscar una forma de arrebatamos el caso.

– Tranquila, inspectora.

– Lee las órdenes de busca y captura que tiene, joder. Fallon es un asesino profesional. Pesa sobre él una acusación por crímenes de guerra en África. Ha asesinado a gente por todo el mundo.

– ¡Inspectora! -gritó Lucas mirando hacia Lucy. Su voz golpeó a Starkey como una bofetada.

«Es un asesino profesional. Ha asesinado a gente por todo el mundo.»

Y tenía a su hijo.

Starkey se ruborizó al darse cuenta de lo que acababa de hacer.

– Lo lamento, señora Chenier. He sido de lo más insensible. Richard se acercó a la puerta. Tenía muchas ganas de irse de allí.

– Pongámonos en marcha, Lee. No podemos seguir perdiendo el tiempo.

Myers no se movió.

– Yo no estoy perdiendo el tiempo. Estoy investigando cómo conoce Cole a este hombre. Todo lo que he oído por el momento encaja con lo que se dice en la cinta. Cole y Fallon tienen mucho en común. ¿De qué os conocéis, Cole? ¿Qué quiere de ti este tipo?

– No quiere nada de mí. No lo conozco, no lo he visto en la vida y no tengo ni idea de por qué hace esto.

– Eso no es lo que dice en la cinta.

– Vete a tomar por culo, Myers.

– Eso no tiene ni pies ni cabeza -dijo Lucy con el entrecejo fruncido-. Ha de existir alguna relación contigo.

– Pues no la hay. De verdad.

Lucas le susurró algo a Alvarez y después subió el tono de voz para interrumpir:

– Será mejor que no nos despistemos. Esto es un buen principio, inspectora. Ray, llama a la DIC para confirmar la identificación y después a la central para que distribuyan esta foto.

Lucas había tomado el control del caso y quería que todo el mundo se enterase.

– Señor Chenier, señora Chenier, lo que queremos hacer ahora es reunir los distintos elementos de la investigación. No tardaremos mucho. Después nos dedicaremos a proseguir con el desarrollo de esta pista.

– Ya está desarrollada -apuntó Starkey-. Sólo falta encontrar a ese cabrón.

Gittamon le puso la mano en el brazo.

– Carol. Por favor.

Richard murmuró algo y a continuación abrió la puerta.

– Vosotros podéis hacer lo que os dé la gana, pero yo me vaya encontrar a mi hijo. Vámonos de una puta vez, Lee. ¿Te hace falta una copia de eso?

– Ya tengo lo que necesito.

– Pues entonces pongámonos en marcha.

Se fueron.

– Sargento -dijo Alvarez dirigiéndose a Gittamon-, Starkey y usted esperen fuera. Cuando hayamos terminado con la señora Chenier revisaremos lo que han hecho ustedes hasta el momento.

– Pero ¿es que estáis dormidos o qué? -intervino Starkey-. Por si no os habéis enterado, hemos conseguido un avance muy importante. No hace falta ninguna reunión.

– ¡Espere fuera a que hayamos terminado! -gritó Alvarez-. Y usted también, Gittamon. A ver si dejamos de perder el tiempo y nos ponemos a trabajar.

Starkey salió con la cabeza bien alta y Gittamon la siguió, tan humillado que iba arrastrando los pies.

– Usted quédese también, Cole. Queremos saber qué tiene contra usted ese tipo.

– No, no voy a seguir perdiendo el tiempo con ese tema. Tengo que salir a buscar a Ben. -Miré a Lucy y añadí-: Ya sé que no quieres que haga nada, pero no puedo desentenderme. Voy a encontrar a Ben, Luce. Voy a devolvértelo.

– Más le vale esperar abajo, Cole. No se lo pido. Se lo ordeno.

Añadió algo más, pero yo ya había cerrado la puerta. Starkey y Gittamon estaban en la acera, junto al coche del segundo, discutiendo. No me acerqué.

Fui hasta donde estaba mi coche. Podía ponerme al volante, arrancar y largarme de allí, pero no sabía adónde ir ni qué hacer. Miré la fotografía de Michael Fallon e intenté decidirme.

«Esto no tiene pies ni cabeza. Ha de existir alguna relación contigo.»

Todas las investigaciones presentaban el mismo patrón: había que seguir el rastro de la vida de una persona hasta encontrar el punto en que se cruzaba con otra. Tanto Fallon como yo habíamos sido soldados, aunque en épocas distintas, y yo estaba convencido de que nuestros caminos no se habían cruzado jamás. También me parecía que no tenía nada que ver con ninguno de los hombres que habían estado conmigo en el ejército, ni había nada que me indicara lo contrario. Un asesino adiestrado en la Delta. Un mercenario. Un hombre buscado por asesinato en El Salvador y por crímenes de guerra en África que había aparecido en Los Ángeles para secuestrar a Ben Chenier y fabricar una mentira. En paradero desconocido.

Miré a un lado y otro en busca de Joe. Debía de estar por allí, vigilando, y lo necesitaba.

– ¡Joe!

Los hombres como Michael Fallon vivían y trabajaban en un mundo clandestino del que yo no sabía nada; pagaban y cobraban en efectivo, tenían nombres falsos y se movían en círculos tan cerrados que muy poca gente llegaba a conocer su verdadera identidad.

– ¡Joe!

Pike me tocó el hombro. Debía de haber salido de entre una mata cerrada de plantas por la esquina el edificio. Sus gafas de espejo resplandecían como una armadura abrillantada. Al darle la ficha me temblaron las manos.

– Éste es el tío que ha raptado a Ben. Ha vivido por todo el mundo. Ha luchado y hecho cosas por todas partes. No tengo ni idea de cómo encontrarlo.

Pike también había vivido y trabajado en la clandestinidad.

Leyó en silencio la ficha y cuando hubo terminado se la guardó.

– Estos hombres no luchan gratis -dijo-. Hay gente que los contrata, así que debe de haber alguien que sepa cómo ponerse en contacto con él. Lo que tenemos que hacer es encontrar a esa persona.

– Quiero hablar con ella.

Pike torció la boca y meneó la cabeza.

– No querrá, Elvis. Esta gente ni siquiera dejaría que te acercaras. -Se quedó con la vista fija, pero me pareció que no me miraba a mí. Me pregunté en qué estaría pensando.

– No puedo irme a casa. No puedo quedarme de brazos cruzados, sin más.

– Se te ha escapado de las manos.

Pike desapareció entre los edificios sin perder aquella mirada distante, pero yo estaba tan preocupado por Ben que no le di más vueltas.

17

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 54 minutos


Pike


Pike creía que los ojos de Cole parecían túneles del mismo color que una magulladura. Había visto aquellos mismos ojos en los policías que trabajaban tanto que acababan quemados y en los soldados que disparaban demasiado. Cole estaba en la zona de peligro, agotado, desquiciado, conduciendo hacia adelante como Terminator, con el piloto automático. Cuando alguien entraba en la zona de peligro, y eso Pike lo sabía muy bien, le costaba pensar con claridad. Costaba poco ponerse a tiro de alguien.

Recorrió a toda prisa las tres manzanas que lo separaban de su coche. Se movía de una forma que le incomodaba. Tenía la espalda tensa por haber pasado demasiado tiempo sentado en la misma postura y se le había dormido el hombro. Correr no era precisamente bueno para el hombro, pero aun así apretó el ritmo.

Los mercenarios no se presentaban sin más en una zona de combate para que los contrataran para matar a alguien o adiestrar tropas extranjeras, sino que eran reclutados por corporaciones militares privadas, empresas de seguridad con contratos en distintos países y con diversos «consultores». No había mucha variedad de caras. La misma gente contrataba a la misma gente una y otra vez, del modo en que los mismos ingenieros de software acababan pasando de un trabajo a otro por todo Silicon Valley. La diferencia era, claro, que la expectativa de vida se reducía.

En sus tiempos, Pike había conocido a unos cuantos consultores, pero ignoraba si seguían dedicándose a aquellas actividades. No sabía si alguno de ellos estaría dispuesto a colaborar ni, en caso de hacerlo, qué le pediría a cambio o cuánto tardaría en ayudarlo. Ni siquiera sabía si seguían vivos. Hacía mucho tiempo que había abandonado aquel mundo; si no, habría llamado desde el coche. Pero ya no se acordaba de sus teléfonos.

Se dirigió a su casa, en Culver City. Al llegar se quitó la sudadera y se bebió una botella de agua con un puñado de analgésicos y aspirinas. Los números de teléfono de aquellos hombres de su pasado estaban en la caja fuerte que tenía en el dormitorio. No estaban escritos con dígitos, sino en forma de lista de palabras codificadas. Los sacó e hizo las llamadas.

Los primeros cuatro teléfonos ya no estaban en funcionamiento. La voz achispada de una chica contestó al llamar al quinto, que evidentemente había sido adjudicado a un nuevo usuario. El sexto también estaba desconectado, y el séptimo correspondía a la consulta de un dentista. La guerra era un negocio en el que había una tasa de mortalidad muy elevada. Al octavo intento Pike acertó.

– ¿Sí?

Reconoció la voz nada más oírla. Como si acabaran de hablar esa misma mañana.

– Soy Joe Pike. ¿Te acuerdas?

– Claro. ¿Qué tal te va?

– Estoy buscando a un profesional que se llama Michael Fallon.

Su interlocutor titubeó, y la familiaridad de unos momentos antes desapareció.

– Creía que habías dejado el tema.

– Es verdad. Ya no tengo nada que ver.

Pike advirtió que el otro recelaba. Hacía casi diez años que no hablaban y estaría preguntándose si Pike trabajaba para los federales. A las autoridades de Estados Unidos no les hacía demasiada gracia que sus ciudadanos ofrecieran sus servicios a otros países o a grupos paramilitares, algo que, por otro lado, era ilegal.

– No sé qué estás buscando, Pike -repuso con precaución-, pero soy consultor de seguridad. Me dedico a hacer comprobaciones de historiales y otras referencias en diversas especialidades militares, pero no trabajo con terroristas, narcotraficantes o dictadores, ni me relaciono con nadie que esté metido en eso. Son actividades ilegales.

Decía todo aquello por si llegaba a oídos de los federales, pero Pike sabía que además era cierto.

– Lo entiendo. No te llamo por eso.

– Vale. Lo que quieres es asesoramiento, ¿no?

– Exacto. Se llama Fallon. Estuvo en la Delta y después se estableció por su cuenta. Hace dos años vivía en Amsterdam. Ahora está en Los Ángeles.

– La Delta, ¿eh?

– Sí.

– Esos tíos son los que se llevan más pasta.

– Quiero verlo cara a cara. Eso es lo más importante: verlo cara a cara.

– Bien. Dime algo que me refresque la memoria.

Pike le leyó el informe del SNTFO, que mencionaba los países en los que se sabía que había trabajado Fallon: Sierra Leona, Colombia y El Salvador, entre otros.

– Joder, sí que se ha movido -exclamó el otro-. Conozco a gente que ha estado en esos sitios. ¿De verdad lo has dejado?

– Sí.

– Es una pena, tío. Oye, ¿yo qué saco de todo esto?

Pike ya sabía que le pediría algo, y estaba dispuesto a pagar. Esa clase de gente jamás hacía nada gratis. No le había mencionado aquello a Elvis ni pensaba hacerla.

– Mil dólares.

El otro se rió.

– Prefiero buscarte un trabajito. Aún me llegan ofertas, ¿sabes? Y tú en lo tuyo también te sacarías una pasta. En Oriente Próximo necesitan gente como tú.

– Dos mil.

– Creo que puedo encontrar a alguien que conozca a este tío, pero a lo mejor hay que llamar a teléfonos de todo el mundo. No vaya perder el tiempo por calderilla. Tendré gastos.

– Cinco mil.

Era una suma escandalosa, pero Pike sabía que su interlocutor quería algo más que dinero. Confiaba en que la cantidad fuera convincente.

– Pike, no me gustaría nada estar en el pellejo de Fallon cuando os veáis cara a cara, como dices tú. No sé si me entiendes. Me da igual que sea de la Delta o no. Tienes que considerar las cosas desde mi posición: si le pasa algo a ese tipo tus amiguitos federales utilizarán esta pequeña transacción entre tú y yo para cargarme el muerto, como cómplice o incluso como conspirador. No tengo muchos amigos en el FBI.

– Nadie está escuchando.

– Sí, seguro.

Pike no contestó. Se había dado cuenta de que si no decía nada muchas veces la gente entendía directamente lo que quería escuchar.

– Vamos a ver qué te parece esto: yo hago unas cuantas preguntas, y tú dejas que te encargue un trabajito. No sé decirte qué ni cuándo, pero un día te llamaré. Ése es mi precio. Si encuentro a alguien que pueda ayudarte con lo del cara a cara, irás te guste o no. Eso es lo que te cuesta.

Pike se arrepintió de haber llamado a aquel número. Le entraron ganas de que hubiera estado desactivado como los demás. Se planteó intentar buscar a otro, pero con los siete primeros teléfonos no había conseguido nada. Ben estaba esperándolo. Elvis también. El peso del sufrimiento de éstos lo mantuvo al teléfono.

– Venga, Pike, que no es sólo por lo de las llamadas. Hace diez años que no sé nada de ti. Si encuentro a alguien que haya tratado con él, tendré que dar la cara por ti.

En un rincón del salón de Pike había una fuente zen colocada sobre una mesita lacada en negro. Era un cuenco de reducidas dimensiones lleno de piedras y agua que borboteaba y producía el murmullo relajante de un arroyo de bosque. Pike se concentró en aquel arrullo. Le pareció sumamente pacífico.

– Ya sabías que era lo que tocaba, Pike. Por eso me has llamado. Te buscaré un trabajito, pero es lo que querías. Fallon no es lo único que buscas. Los dos sabemos qué quieres.

Pike observó el movimiento del agua de la fuentecita. Se planteó si el otro tenía razón.

– Muy bien.

– Dame tu teléfono. Te llamaré cuando tenga algo.

Pike le dictó el número de su móvil y después se desnudó. Se llevó el teléfono al baño para oído desde la ducha. Dejó que el agua caliente le golpeara la espalda y el hombro e hizo todo lo que pudo para poner la mente en blanco.

Cuarenta y seis minutos después sonó el teléfono. El consultor le dio un nombre y una dirección y le dijo que todo estaba arreglado.

18

Tiempo desde la desaparición: 48 horas, 09 minutos


Tenía dos mensajes esperándome en el contestador automático. Me animé al pensar que quizás habían llamado Joe o Starkey, o incluso Ben, pero uno era de Grace González, mi vecina, que se ofrecía para lo que hiciera falta, y el otro de la madre de CromJohnson, que me devolvía la llamada. No me sentí con fuerzas para hablar con ninguna de las dos.

Desde el porche vi que la furgoneta de Chen volvía a estar en la colina que se alzaba ante mi casa, junto con otra unidad de la DIC y un coche patrulla de Hollywood. Varios de los obreros se habían colocado junto a las furgonetas y observaban desde lo alto el trabajo de Chen y sus colegas en la ladera.

La gente normal recoge el correo cuando vuelve del trabajo, y eso fue precisamente lo que hice. La gente normal se toma un vaso de leche, se da una ducha y luego se cambia de ropa. También lo hice. Me sentía como un impostor.

Estaba comiéndome un bocadillo de pavo delante del televisor cuando sonó el teléfono. Lo agarré con ansia, convencido de que se trataba de Joe. Me equivoqué.

– Al habla Bill Stivic, del Departamento de Personal del Ejército en Saint Louis. ¿Está Elvis Cole, por favor?

El sargento mayor Bill Stivic, marine retirado. Me daba la impresión de que habían pasado semanas desde nuestra conversación, pero había sido aquella misma mañana.

Miré el reloj. No era horario de oficina para un funcionario de Saint Louis. Me llamaba después del trabajo.

– Hola, sargento mayor. Gracias por ponerse en contacto conmigo.

– No hay de qué. Me ha parecido que era muy importante para usted.

– Lo es.

– Vale, muy bien, voy a contarle qué tenemos. En primer lugar, como le he dicho esta mañana, cualquiera puede consultar el 214, pero nunca enviamos el 201 a nadie, a menos que sea por orden judicial o porque nos lo solicite un cuerpo policial. ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo.

– Los archivos indican que hemos enviado su expediente por fax a una inspectora de policía llamada Carol Starkey. Está en Los Ángeles, donde vive usted. Eso fue ayer.

– Sí, muy bien. Hoy he hablado con Starkey.

– Bien. Sólo ha habido otra petición relacionada con su expediente. Fue hace once semanas. Lo enviamos porque nos llegó una orden judicial expedida por un juez de Nueva Orleans, Rulon Lester.

– Un juez de Nueva Orleans -repetí.

– Eso es. Tanto el 201 como el214 fueron enviados a su oficina, en el edificio del Tribunal Superior del Estado de Nueva Orleans.

Otro callejón sin salida. Me acordé del modo en que Richard había agitado la carpeta. Desde luego, el muy cabrón no había escatimado esfuerzos para investigar mi pasado.

– ¿Y ésas son las dos únicas veces que se ha enviado mi expediente? ¿Está seguro de que no pueden habérselo mandado a nadie más?

– Seguro, sólo esas dos veces. Todas las peticiones de los últimos ocho años están archivadas.

– ¿Tiene usted el teléfono del juez, sargento mayor?

– No se guarda copia de la orden, sólo consta que se envió su expediente y el motivo. Sí que está el número de archivo del juzgado. ¿Lo quiere?

– Sí, por favor. Espere, que voy a buscar un bolígrafo.

Me lo dictó, junto con la fecha de la orden judicial y la del envío de mi expediente. Le agradecí su colaboración y colgué. Nueva Orleans tenía el mismo horario que Saint Louis, por lo que los juzgados estarían ya cerrados, pero quizá las oficinas seguían abiertas. Llamé a información de esa ciudad y conseguí los teléfonos del Tribunal Superior del Estado y del despacho del juez Lester. Richard vivía en Nueva Orleans y un juez de esa ciudad había solicitado mi ficha: la coincidencia era evidente, pero quería asegurarme.

Una mujer contestó a la primera llamada.

– Oficina del juez Lester -dijo con acento sureño.

Colgué. Lester no podía haber tenido ningún motivo legítimo para redactar una orden que obligara al ejército a enviarle mi expediente. Solamente podía haberlo hecho como favor a Richard o porque éste le había pagado, y ambas posibilidades implicaban un abuso de poder. Evidentemente, no iba a querer hablar conmigo del asunto.

Recapacité y volví a marcar el número.

– Oficina del juez Lester.

– Al habla Bill Stivic, del Departamento de Personal del Ejército en Saint Louis -dije, haciendo un esfuerzo por hablar como un hombre mayor del Sur-. Quería averiguar qué ha sido de un expediente que enviamos al juez en respuesta a una orden suya.

– El juez ya se ha marchado.

– Pues entonces estoy metido en un buen lío, guapa. He metido la pata hasta el fondo, porque ocurre que lo que os mandé fue el original, y no tenemos ninguna copia.

Resultaba fácil parecer desesperado.

– No sé si estoy en condiciones de ayudarlo, señor Stivic. Si el expediente se admite como prueba o como documentación para un caso no puede devolverse.

– No, si no quiero que me lo devuelvan. ¿Sabe qué pasa? Es que tendría que haber hecho una copia antes de mandárselo, pero, bueno, no sé dónde tengo la cabeza. Lo que le pido es que, si me lo encuentra, a lo mejor puede enviármelo por mensajero hoy mismo para que me llegue mañana por la mañana. Lo pagaré de mi bolsillo.

Parecer patético también era sencillo.

– Bueno, voy a echar un vistazo.

– Es usted un ángel, señorita. De verdad.

Le di la fecha y el número de archivo de la orden judicial de Lester y se fue a buscarlo. Permanecí a la espera. Volvió a ponerse al aparato al cabo de unos minutos.

– Lo siento, señor Stivic, pero ya no tenemos esa documentación. El juez se la envió a un tal Leland Myers. Era parte del procedimiento solicitado. Quizás en su oficina puedan hacerle una copia.

Dejé que me diera el número de Myers y después colgué. Pensé en la carpeta que Richard había soltado sobre la mesa cuando estábamos escuchando la cinta. Myers debía de haber llevado la investigación. Me pareció que aquello era un callejón sin salida y me desanimé. Fallon podía haber descubierto casi todo lo que sabía si había entrado en casa, y el resto, de mil formas distintas. A través de Stivic sólo había confirmado algo que ya sabía: que Richard me odiaba con todas sus fuerzas.

Cogí el bocadillo de pavo que había dejado ante el televisor, pero al momento lo tiré a la basura. Ya no me apetecía. Me dolía todo el cuerpo y me escocían los ojos debido a la falta de sueño. El peso de los dos últimos días se abalanzaba sobre mí como un mercancías al acercarse a un hombre atrapado entre los raíles. Quería tumbarme en el suelo y estirarme, pero no estaba seguro de poder levantar me después. Volvió a sanar el teléfono cuando estaba en la cocina, pero no quería cogerlo. Quería quedarme donde estaba y no volver a moverme jamás. Contesté. Era Starkey.

– ¡Cole! ¡Tenemos la furgoneta! ¡La ha encontrado Un coche patrulla en el centro de la ciudad! ¡Acaban de llamarnos!

Me gritó la dirección, pero hablaba can voz crispada, como si la noticia que acababa de darme no fuera buena. De repente se me pasaron todos los dolores. Era como si no hubieran existido.

– ¿Han encontrado a Ben?

– No lo sé. Ahora estoy sola. Los demás también van para allá. Sal de inmediato, Cole. Desde donde estás no tardarás en llegar.

Su tono de voz era patético.

– Joder, Starkey, dime qué ha pasado.

– Han encontrado un cadáver.

Se me cayó el teléfono de las manos. Se quedó casi flotando en el aire, dando vueltas, y tardó una eternidad en llegar al suelo. Para entonces yo ya me había ido.


Tiempo desde la desaparición: 48 horas, 25 minutos


La furgoneta había sido abandonada bajo un paso elevado en el canal del río, entre las vías del tren y la Cárcel del Condado de Los Angeles. Starkey esperaba dentro de su coche, junto a la puerta de una valla de tela metálica. Arrancó al verme llegar. Bajamos por una rampa que llevaba hasta el canal y aparcamos detrás de tres coches patrulla y dos de inspectores del Centro Parker. Los agentes de uniforme estaban a la sombra, en la base del paso elevado, con dos niños. Los inspectores acababan de llegar; dos de ellos estaban con los chavales y el tercero metía la cabeza en la furgoneta.

– Cole, espérate aquí hasta que haya visto qué ha pasado -me dijo Starkey.

– No seas idiota.

La habían pintado para cambiarle el aspecto, pero era una Ford Econoline del 67 de cuatro puertas con el parabrisas agrietado y óxido alrededor de los faros delanteros. La nueva capa de pintura era fina y la e y la eme de «Emilio» se veían como si fuesen sombras. La puerta del conductor y la izquierda de la parte trasera se encontraban abiertas. Un inspector de calva resplandeciente estaba mirando la parte de atrás. Starkey se me adelantó y fue a enseñarle la placa.

– Carol Starkey. Soy la que ha puesto el boletín de alerta. Nos han dicho que hay un cadáver.

– Ha sido una carnicería -contestó el inspector.

Le aparté para ver el interior. Starkey me agarró del brazo e intentó detenerme. Aguanté la respiración.

– Cole, por favor, deja que mire yo. Estate quieto.

Me deshice de ella y me di de bruces con él: un hombre de raza blanca, corpulento, vestido con un abrigo de sport y pantalones de pinzas, tumbado boca abajo con los dos brazos junto al cuerpo y una pierna cruzada por encima de la otra, como si le hubieran tirado contra el suelo o le hubieran entrado dándole vueltas. Se hallaba en medio de un charco de sangre. Le habían cortado la cabeza por encima del cuello y la habían apoyado contra una rueda de recambio colocada justo detrás del asiento delantero. La cara quedaba oculta. Unas moscas del desierto bien gordas cubrían el cadáver como abejas en un jardín sanguinolento. Ben no estaba en la furgoneta.

– Joder, le han cortado la cabeza -exclamó Starkey. El inspector asintió.

– Sí. Hay gente para todo.

– ¿Lo habéis identificado?

– No, aún no. Soy Tims, de Robos y Homicidios. Acabamos de llegar, así que el forense todavía no lo ha visto. Seguramente no tardará.

No podíamos tocar el cadáver hasta que el forense, que era el responsable de determinar la causa y la hora de la muerte, examinase la escena del crimen, por lo que de momento la policía debía limitarse a conservar intactas las pruebas.

– Estamos buscando a un niño -intervine.

– Aquí todo lo que había era un cadáver sin rastros de sangre que indiquen el lugar del asesinato. ¿Por qué preguntáis por un niño?

– Dos hombres que conducían esta furgoneta secuestraron a un chico de diez años hace dos días. Estamos buscándolo.

– Pues si tenéis algún sospechoso quiero los nombres.

Starkey le dio el nombre de Fallon y su descripción, junto con la del negro. Mientras Tims los volcaba en una libreta, le pregunté quién había abierto la furgoneta. Me hizo un gesto con la cabeza para señalar a los niños que estaban con los agentes de uniforme.

– Ésos de ahí. Han venido a pasar un rato en las rampas. Se dedican a subir y bajar una y otra vez. Han visto la sangre que goteaba y la han abierto. Por cómo sigue saliendo sangre por el lateral, ¿lo ves?, yo diría que la cosa tiene que haber pasado hace tres o cuatro horas como mucho.

– ¿Los ha registrado para ver si tenían la cartera del muerto? -preguntó Starkey.

– No ha hecho falta. ¿Le ves el culo en la parte en la que se le ha levantado el abrigo? Ahí está el bulto. La lleva aún en el bolsillo.

– Starkey -dije.

– Ya lo sé. Oye, Tims, si conseguimos saber dónde ha estado esta furgoneta o dais con alguna pista que tenga que ver con Fallon, nos servirá de mucho para encontrar al chico. Puede que el muerto haya tenido algo que ver en el secuestro. Necesitamos saber quién es.

Tims meneó la cabeza. Sabía qué le estaba pidiendo.

– Imposible. El forense viene para aquí. Está a punto de llegar. Miré a Starkey y después me dirigí a la puerta del conductor.

– No toques nada-ordenó Tims.

El charco de sangre había llegado hasta el asiento. Se veía una parte del cadáver, pero la cara permanecía oculta. Miré por debajo y alrededor de los asientos todo lo que pude sin tocar el vehículo, pero sólo vi sangre y la mugre que se acumula en los vehículos viejos.

Tims y Starkey seguían en la parte de atrás. Los otros dos inspectores y los agentes de uniforme estaban con los críos. Me subí y me colé por entre los dos asientos para llegar a la zona de carga. Olía como una carnicería en un día de pleno agosto.

Al verme, Tims se lanzó sobre las puertas traseras como si fuera a subir de un salto, pero no lo hizo.

– ¡Eh! ¡Sal de ahí! Starkey, ¡dile a tu compañero que baje ahora mismo!

Starkey se colocó delante de él y extendió los brazos hacia la puerta como si estuviera mirándome, aunque en realidad le bloqueaba el acceso a Tims impidiéndole sacarme. Uno de los inspectores y dos de los agentes se acercaron corriendo para ver por qué gritaba su compañero.

– Cole, ¿quieres hacer el favor de darte prisa?

Las moscas formaron un enjambre a mi alrededor, cabreadas por aquella intrusión. La sangre del suelo estaba pegajosa y parecía grasa recalentada. Le quité la cartera al muerto y le registré los bolsillos. Encontré unas llaves, un pañuelo, dos monedas de veinticinco centavos y una llave magnética de hotel. Era del Baitland Swift de Santa Mónica. También llevaba una sobaquera. Estaba vacía. Eché la cartera y las demás cosas en el asiento delantero y le di la vuelta a la cabeza. Tenía la piel amoratada y sucia. Las cervicales sobresalían de la carne como un pomo de mármol blanco y tenía el pelo pegado con coágulos de sangre; era un espectáculo obsceno, muy desagradable, y no quería estar tocando aquello. No quería estar allí rodeado de moscas y de sangre. Tims no paraba de gritar, pero su voz casi se había desvanecido, hasta convertirse en una mosca más que zumbaba por el aire caliente. Hice una pelota con el pañuelo y lo utilicé para enderezar la cabeza. Al girada me di cuenta de que estaba colocada encima de una zapatilla de atletismo K-Swiss negra. Era de niño.

– ¿Qué pasa, Cole? ¿Qué has visto?

– Es DeNice. Starkey, han dejado una zapatilla de Ben. Aquí hay una zapatilla de Ben.

– ¿Han dejado alguna nota? ¿Hay algo más?

– No veo nada más. Sólo la zapatilla.

El coche de Desapariciones bajó por la rampa con las luces azules de la sirena puestas. Tras él iba la limusina de Richard.

– Sal de ahí -ordenó Starkey-. Coge las cosas. Puede que haya algo que nos indique cómo dio con ellos. No te toques la cara.

– ¿Qué?

– Estás cubierto de sangre. No te toques los ojos ni la boca.

– Es la zapatilla de Ben.

Fui incapaz de agregar palabra.

Starkey se alejó a toda prisa para interceptar a Lucas y a Álvarez. Yo me bajé de la furgoneta y puse todo en el suelo. Mis manos parecían enfundadas en guantes de sangre. La cartera, la zapatilla de Ben y todo lo demás estaban también teñidos de rojo. Uno de los agentes de uniforme dio un paso atrás como si hubiera visto algo radiactivo.

– Joder, tío, estás hecho un asco.

Lucas esquivó a Starkey y se acercó a la furgoneta a toda prisa. Miró en el interior y luego retrocedió, tambaleándose, como si le hubieran dado una bofetada.

– Dios mío -exclamó.

La cartera de DeNice contenía sesenta y dos dólares, un permiso de conducir de Luisiana a nombre de Debulon R. DeNice, tarjetas de crédito, un carné de la Orden Fraternal de la Policía, una licencia de caza de Luisiana y fotografías de dos chicas adolescentes, pero nada que indicara cómo había dado con Fallon o cómo había acabado muerto en aquella furgoneta. También había encontrado unas llaves, un pañuelo y dos monedas, pero tampoco me sirvieron de nada.

Richard y Myers apartaron a Álvarez y se acercaron. Richard se puso blanco al ver la sangre.

– Señor Chenier, espere en el coche -dijo Lucas-. Ray, no deberían estar aquí. Me cago en todo.

– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Richard-. ¿Es…? ¿Es…?

– Es DeNice. Han colocado su cabeza encima de una zapatilla de Ben.

Richard y Myers miraron dentro antes de que Álvarez atinara a impedírselo. Richard soltó un ruido entrecortado, como si se le hubiera metido algo en el pecho.

– ¡Dios mío!

Agarró a Myers para mantenerse en pie y después se volvió, pero Myers miró en el interior. Abrió la boca como si se le hubiera desencajado la mandíbula y permaneció inmóvil. Una de aquellas moscas enormes se le posó en el pecho, pero no pareció que él se diera cuenta.

– Han dejado una zapatilla de Ben -dije-. Estaba ahí dentro.

Richard se mesó el cabello y se volvió con un movimiento frenético. Pensé en lo que había dicho Pike, que la gente como Fallon hacía aquellas cosas por dinero. Pensé en DeNice, dentro de la furgoneta, en medio de un charco de sangre, y en la solitaria zapatilla de Ben, y me di cuenta de que no lo habían hecho por mí. Lo habían hecho por Richard.

– ¡No se han limitado a matarlo, Richard! ¡LE HAN CORTADO LA CABEZA!

Richard vomitó. Starkey tenía cara de preocupación, pero quizá fuera porque yo me había puesto a gritar.

– Tranquilo, Cole. Estás temblando. Respira bien hondo.

Richard estaba inclinado hacia adelante y respiraba con mucha dificultad. No tenía buen aspecto y estaba histérico.

– Te han pedido un rescate, ¿verdad? -pregunté-. Quieren sacarte un rescate y a ti sólo se te ocurre mandarles a DeNice.

Starkey y Lucas me miraron. Richard se enderezó y volvió a doblarse por la mitad.

– No sabes de qué hablas. ¡Todo eso son mentiras!

– Eso es una gilipollez, Cole -replicó Myers-. Estamos haciendo todo lo que podemos para encontrar a esos cabrones.

– Estos tíos han utilizado a DeNice para meterle el miedo en el cuerpo a alguien, y ese alguien no soy yo.

– ¡Vete a tomar por culo! -exclamó Richard, rojo de furia.

– ¿A qué viene eso? -me preguntó Lucas.

– Fallon es un mercenario. No mueve un dedo si el objetivo no es sacar dinero, y Richard tiene dinero. Están negociando el rescate.

Richard se abalanzó sobre mí como si fuera a pegarme, pero Myers lo cogió por el brazo. Richard se puso a temblar.

– Todo esto es culpa tuya, hijo de puta. Me niego a quedarme aquí plantado escuchando esta sarta de mentiras mientras mi hijo sigue secuestrado. ¡Tenemos que encontrar a Ben y tú te dedicas a soltar calumnias!

Se fue hasta su limusina con paso vacilante. Apoyó los brazos sobre el techo y vomitó otra vez. Myers lo observó; su mirada ya no ocultaba tan bien sus emociones.

– ¿Qué ocurre aquí, Myers? -pregunté.

Se alejó sin más y fue a reunirse con Richard junto al coche.

– Está mintiendo -afirmé-. Mienten los dos.

Starkey miró hacia donde se hallaban Myers y Richard y después estudió la furgoneta.

– Estamos hablando de su hijo, Cole. Si estos tíos estuvieran machacándolo para conseguir un rescate, ¿por qué no iba a decírnoslo?

– No lo sé. Tiene miedo. Mira lo que le han hecho a DeNice. -y entonces ¿a qué viene todo eso sobre ti?

– Ni idea. Quizás empezaron con otra cosa que tenía que ver conmigo y cuando se presento Richard vieron la oportunidad de sacar dinero.

Starkey no se mostró demasiado convencida.

– Y quizá DeNice se acercó demasiado.

– DeNice no tenía lo que hay que tener para encontrarlos. Ellos fueron los que organizaron un encuentro porque quieren obtener un rescate de Richard. Y han utilizado a DeNice para asegurarse de que éste les pague.

Era la única conjetura en la que encajaban las piezas.

Lucas se humedeció los labios, como si sólo de pensar en ello se le revolviera el estómago.

– Será mejor que vaya a hablar con el señor Chenier. y con Myers.

– Repasaremos todo lo que hizo DeNice anoche -propuso Starkey-, para ver de descubrir cómo acabó aquí. También deberíamos hablar con el otro, con Fontenot. Quizá sepa algo.

Lucas asintió, con expresión ausente, y después miró otra vez la furgoneta, como si contuviera secretos que quizá jamás descubriríamos.

– Esto ya no es un simple caso de desaparición.

– No. Si es que lo ha sido alguna vez -apuntó Starkey. Lucas observó la zapatilla de Ben y después se dirigió a mí: -Tengo toallitas y alcohol en el coche. Debe usted limpiarse. Starkey se quedó con Lucas y Álvarez para preguntar a Richard y a Myers qué sabían.

Yo me llevé las toallitas y el alcohol al coche. Me quité la camisa y los zapatos y me eché el alcohol por los brazos y las manos. Me quité toda la sangre que pude con las toallitas, me eché más alcohol y volví a pasarme toallitas por la piel. Me puse una camiseta y unas zapatillas de deporte viejas que tenía detrás del asiento y me coloqué tras el volante a observar a los policías. Lucas, Álvarez y los inspectores del Centro Parker habían formado un corro en torno a Richard y Myers. El primero les gritaba que no sabían de qué hablaban. Estaba histérico, pero Myers conservaba totalmente la calma, como una araña agazapada en un extremo de su tela, esperando. Me volví hacia la furgoneta y vi lo que habían dejado dentro, aunque estaba a unos treinta metros. Jamás lo olvidaría. Aquella visión me acompañaría siempre. Quienes le habían cortado la cabeza eran los hombres en cuyo poder se hallaba Ben.

Sonó mi móvil. Miré la pantalla y vi que era Pike. Le conté lo de DeNice. Le dije que había subido a la furgoneta y lo que había hecho. Mi voz poseía un timbre extraño, como si quedara entrecortada por la niebla y el viento. Seguí hablando hasta que oí que me pedía que me callase.

– He encontrado a alguien que puede ayudarnos -anunció.

Arranqué el coche y me marché de allí.

19

Ben


Después de que Mike matara a aquel hombre Eric y Mazi empezaron a tratar a Ben de otra forma. De regreso a casa pararon en un McDonald's a comprar hamburguesas para llevar (Big Macs con doble de queso y aros de cebolla y patatas fritas para todos). Al llegar a la casa, no lo encerraron en la habitación ni lo ataron, sino que dejaron que se sentara con ellos en el salón vacío mientras comían y jugaban a las cartas. También le dieron una Orangina. Se habían tranquilizado mucho. Mazi incluso llegó a reír. Era como si matar a aquel hombre les hubiese servido de liberación.

Una vez terminadas las hamburguesas, Eric puso mala cara.

– Joder, tío, no tendría que haber comido esos aros de cebolla.

– ¿Sí?

Eric soltó una ventosidad.

– Tienes el cuerpo podrido -masculló Mazi.

Se sentaron en el suelo frente a frente. Ben miraba de reojo la pistola que se adivinaba bajo la camisa de Eric y comenzó a imaginar la forma de hacerse con ella. Dedicó la mayor parte de la tarde a pensar en un modo de conseguirla, para dispararles y después salir corriendo hasta la casa de delante. Cuando Mike volviera también se lo cargaría.

Apartó los ojos de la pistola y se dio cuenta de que Mazi le observaba otra vez. Lo hacía de una forma que le ponía los pelos de punta.

– Está pensando en la pistola -dijo.

– ¿Y qué? Antes lo ha hecho muy bien. Es un asesino nato.

– Sé disparar -dijo Ben.

Eric enarcó las cejas y lo miró por encima de las cartas.

– Sí, claro, eres cajún. Cazáis antes de saber andar. ¿Qué sabes disparar?

– Tengo una escopeta del calibre 20 y otra del 22. He ido a cazar patos con mis tíos y mi abuelo. También he disparado la pistola de mi madre.

– No está mal.

– ¿Qué significa «cajún»? -preguntó Mazi.

– Son los franceses de Luisiana.

A Eric le gustaba la conversación sobre armas. Se levantó la camisa y sacó la que llevaba. Era negra y grande, tenía la empuñadura a cuadros y algo grabado en el lateral que se había medio borrado.

– ¿Quieres cogerla?

– Basta ya -intervino Mazi-. Guarda esa pistola.

– Vete a la mierda. ¿Qué va a pasar?

Eric le mostró a Ben la pistola por un lado y por otro.

– Esto es una Colt del cuarenta y cinco modelo 1911. Era la pistola de combate de reglamento hasta que el ejército se sacó de la manga esa mariconada de nueve milímetros. Una de ésas lleva más balas, pero es una mierda; si le das al blanco con esto no te hacen falta más balas. -Agitó el arma en dirección a Mazi y prosiguió-: Por ejemplo, aquí tenemos a un negrazo como Mazi. Tiene la fuerza de un búfalo y la misma mala leche pero multiplicada por diez. Puedes pasarte el día pegándole tiros con una nueve milímetros y el tío seguirá dale que te pego, pero si le metes una bala de éstas en el cuerpo, se caerá redondo. Esta pistola puede pararle los pies a cualquiera. -Volvió a dirigirla hacia Ben y repitió-: ¿Quieres cogerla?

– Sí.

Eric apretó algo y el cargador salió expulsado. Tiró del carro de deslizamiento. La pistola escupió una bala y Eric la pilló en el aire. Le entregó el arma a Ben.

– Si lo ve Mike se pondrá furioso -dijo Mazi.

– Mike se ha ido por ahí a divertirse mientras tú y yo nos quedamos aquí. Que se joda.

Ben cogió el arma. Pesaba mucho y era demasiado grande para sus manos. Eric dejó el cargador en el suelo, le enseñó a manejar el seguro y el carro, y después le entregó otra vez la pistola para que lo hiciera él solo. El carro iba bastante duro.

Ben agarró el arma con fuerza. Tiró del carro y lo dejó fijo en su sitio. Sólo le faltaba meter el cargador y soltar el carro y ya tendría la pistola lista para disparar. El cargador lo tenía justo al lado de la rodilla.

Eric le arrebató el arma.

– Ya está bien.

Metió el cargador con gesto firme, soltó el carro y devolvió la bala suelta a su sitio. Colocó el seguro y dejó la pistola en el suelo ante sí.

– A la mierda con toda esa historia de no ir preparados. Hay que tener una bala en la recámara y estar listo para soltarla. Si te hace falta, no puedes perder tiempo en gilipolleces.

Se pasaron toda la tarde jugando a las cartas como si fuera la actividad habitual de cada día. Ben se sentó cerca de Eric. Pensaba en la pistola, cargada y lista para disparar, con una bala en la recámara.

Sólo tenía que soltar el seguro. Mentalmente ensayó la escena varias veces. Si se presentaba la oportunidad, no tendría tiempo que perder en gilipolleces.

Eric fue al lavabo, pero se llevó la pistola. Cuando regresó se la había puesto otra vez al cinto, pero esta vez en el otro lado, más alejado. Ben dijo que también tenía que ir al baño y Mazi lo acompañó. Cuando volvieron, se sentó otra vez junto a Eric, pero en el lado en que tenía la pistola.

Mike no regresó hasta que casi había anochecido.

Cuando entró, anunció:

– Vale, todo listo.

– ¿Has encontrado el sitio?

– Claro, tío. Todo está preparado para el gran momento. No se lo esperan.

– Eso me da igual-contestó Eric-. Yo lo que quiero saber es si vamos a conseguir la pasta.

– Cuando vean lo que hay en la furgoneta, yo diría que sí.

Eric se echó a reír.

– Qué pasada.

– Voy a darme una ducha. Recogedlo todo. No volveremos por aquí.

Ben se quedó cerca de Eric. Si se repetía la táctica de antes, Mike se iría solo y Ben saldría con Eric y Mazi. Decidió que iba a sentarse todo lo cerca de la pistola de Eric que pudiera. Podía hacer un esfuerzo y vomitar para que Eric se volviese, o tirar algo para que tuviera que agacharse a recogerlo. «Eh, chaval, que se te ha desatado el cordón.» Alguna oportunidad se presentaría, y Ben no perdería tiempo en gilipolleces. Iba a pegarse como una lapa a Eric.

La madre de Ben le había hablado de una cosa que se llamaba visualización, algo que hacían todos los buenos tenistas para jugar mejor. Consistía en imaginarse un servicio perfecto o un passing shot brutal y en verse como el ganador. Era un ensayo mental que ayudaba a hacer las cosas bien en la realidad.

Ben se imaginó todas las formas posibles de arrebatarle el arma a Eric: éste entraba en el coche delante de él, se agachaba para recoger una moneda, intentaba matar una mosca. Le bastaba que le diera la espalda por un instante para poner en marcha su plan: levantarle la camisa con la mano izquierda y agarrar la pistola con la derecha, dar un buen salto hacia atrás mientras el otro se volvía y soltar el seguro. No pensaba gritar «Alto o disparo» ni ninguna estupidez por el estilo, sino apretar el gatillo directamente. Seguiría disparando hasta que estuvieran muertos. Se imaginó que lo hacía. Pum, pum, pum, pum, pum. Aquella pistola podía pararle los pies a cualquiera.

De repente, llegó la hora de irse. Apareció Mike, procedente de la parte trasera de la casa, con una escopeta de cañón recortado y unos prismáticos.

– Señoras, ha llegado el momento -anunció-. Empieza el espectáculo.

Eric se puso de pie de un salto, como si no pudiera esperar un momento más, y tiró de Ben.

– Vamos allá.

Se colgaron al hombro las bolsas de deporte y recorrieron la casa. Ben tenía tanto miedo que notaba un pitido en los oídos, pero se quedó pegado a Eric. Un coche pequeño, azul y abollado que no había visto antes esperaba en el garaje junto al sedán. Eric tiró de él hacia el nuevo vehículo.

– Venga, tropa, a paso ligero -dijo.

A su espalda, Mike ordenó:

– Espera.

Se detuvieron.

– El crío se viene conmigo.

Cogió a Ben del brazo y se lo llevó hacia el sedán. Eric se subió al coche de Mazi. Ben intentó zafarse.

– No quiero ir contigo. Quiero ir con Eric.

– Me tiene sin cuidado. Sube al coche.

Le metió en el asiento derecho de un empujón y se colocó al volante con la escopeta. La puerta del garaje se abrió y Mazi y Eric se alejaron. Ben vio que la pistola se alejaba con ellos, lista para disparar, con una bala en la recámara. Era como ver que la corriente se llevaba un salvavidas mientras uno se ahogaba.

Mike arrancó el motor.

– Tú quédate quieto y pórtate bien como antes y todo saldrá bien.

Colocó la escopeta en el suelo de modo que quedó apoyada entre sus piernas. Ben la miró. En casa tenía una escopeta Ithaca del calibre 20 y una vez había matado con ella un ánade real.

Se quedó mirándola fijamente y luego levantó la vista hacia su dueño.

– Sé disparar.

– Yo también -fue la respuesta de Mike.

El coche salió del garaje dando marcha atrás.

20

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 28 minutos


Pike me esperaba en uno de esos anónimos y anodinos bloques de oficinas que se alzaban por Downey y la Ciudad de la Industria, al sur del aeropuerto LAX; eran edificios baratos levantados por empresas aeroespaciales durante la escalada militar de los años sesenta. Tanto entonces como ahora estaban rodeados por aparcamientos repletos de coches de tamaño medio y fabricación americana conducidos por hombres vestidos con trajes oscuros mal cortados.

Cuando bajé del coche, Pike me escrutó con aquel hieratismo tan suyo.

– ¿Qué? -pregunte.

– Aquí hay un baño.

Me condujo hasta el vestíbulo. Entré en el lavabo de caballeros, abrí el grifo del agua caliente y dejé que corriera hasta que el vapor empañó el espejo. Seguía teniendo la sangre de DeNice pegada a las uñas y a las arrugas de la piel. Me lavé las manos y los brazos con un jabón verde y los metí bajo el grifo. Se me pusieron las manos rojas otra vez, casi tanto como cuando habían estado cubiertas de sangre, pero las mantuve bajo el chorro de agua hirviente, como si creyera que sólo quemándomelas conseguiría que quedasen limpias. Me las lavé dos veces y después me quité la camiseta y me limpié la cara y el cuello. Junté las manos y bebí algo. Después me miré en el espejo, pero mi rostro quedaba oculto tras la niebla. Volví al vestíbulo.

Subimos tres pisos por las escaleras y entramos en una sala de espera que olía a moqueta nueva. Unas letras de acero bruñido colgadas en la pared identificaban a la empresa: «THE RESNICK RESOURCE GROUP. Resolución de problemas y consultoría.»

Resolución de problemas.

Una jovencita nos sonrió desde una mesa empotrada en la pared.

– ¿Desean algo?

Era inglesa.

– Soy Joe Pike. Vengo a ver al señor Resnick. Éste es Elvis Cole.

– Ah, sí. Los esperábamos.

Por una puerta situada tras la recepcionista apareció un joven vestido con un terno. La sostuvo abierta para invitamos a pasar. Llevaba una bolsa de cuero negro en la mano.

– Buenas tardes, señores. Acompáñenme.

Pike y yo nos metimos en un pasillo. En cuanto hubo cerrado la puerta que daba a la recepción, el joven abrió la bolsa. Estaba en buena forma física y tenía la expresión profesional y complacida de un ejecutivo de nivel medio con buenas perspectivas. En la mano derecha llevaba un anillo de la Academia Naval de Annapolis.

– Soy Dale Rudolph, el ayudante del señor Resnick. Metan aquí las armas. Les serán devueltas a la salida.

– No voy armado -dije.

– Muy bien.

Pike metió su 357, una 25, la porra y un cuchillo de combate de doble filo. Rudolph no se inmutó, como si ver a un hombre desprenderse de sus armas fuera una actividad de lo más habitual. Bienvenidos a la vida en el Otro Mundo.

– ¿Eso es todo?

– Sí -respondió Pike.

– Muy bien. Pónganse firmes y levanten los brazos, por favor.

Era educado. En Annapolis enseñaban buenos modales. Rudolph nos pasó un detector de metales manual por el cuerpo y luego lo metió en la bolsa.

– Estupendo. Ya estamos listos.

Nos acompañó hasta una oficina espaciosa y bien iluminada que podría haber correspondido a un vendedor de seguros de vida si no hubiera sido por las fotografías de baterías de lanzacohetes, helicópteros artillados de combate rusos y carros blindados. Un hombre de cincuenta años largos con el pelo canoso rapado al estilo militar y la piel áspera rodeó su mesa para presentarse. Debía de ser un almirante o un general retirado con buenos contactos en el Pentágono, como casi todos aquellos sujetos.

– John Resnick. Eso es todo, Dale. Espera fuera, por favor.

– Sí, señor.

Resnick se sentó en el borde de la mesa, pero no nos invitó a acomodarnos.

– ¿Quién de los dos es Pike?

– Yo.

Resnick lo miró de arriba abajo.

– Nuestro amigo común habla muy bien de usted. El único motivo por el que he aceptado recibirlo ha sido la garantía que me ha dado.

Pike asintió.

– No me mencionó a otra persona.

Iba a identificarme como el acompañante de Pike, pero a veces tengo destellos de inteligencia y dejé que fuera él quien llevara la batuta.

– Si nuestro amigo común habló bien de mí, no debería haber problema -dijo Pike-. O valgo o no valgo.

Me pareció que a Resnick le gustaba la respuesta.

– Muy bien. A lo mejor alguna vez tendrá oportunidad de demostrar esa valía, pero habrá que dejarlo para más adelante. -Sabía lo que queríamos y fue directo al grano-. Hace un tiempo trabajé en una empresa militar privada de Londres. En una ocasión utilizamos a Fallon, pero no volvería a hacerla. Si lo que pretende es ofrecerle un trabajo, se lo desaconsejo.

– No queremos ofrecerle nada -intervine-, sólo encontrarlo. Fallon, con la ayuda de al menos un cómplice, ha secuestrado al hijo de mi novia.

Resnick, cuyo ojo izquierdo parpadeó con una tensión imprevista, me observó atentamente como si estuviera decidiendo si sabía de qué estaba hablando, y se irguió un poco.

– ¿Mike Fallon está en Los Ángeles?

– Sí -contesté, y repetí-: Ha raptado al hijo de mi novia.

El ojo izquierdo parpadeó más visiblemente y la tensión se extendió por todo el cuerpo de Resnick, que se encogió de hombros y dijo:

– Fallon es un hombre peligroso. Me parece increíble que esté en Los Ángeles o en cualquier otro punto del país, pero si es cierto que ha hecho lo que usted dice, deberían acudir a la policía.

– Ya lo hemos hecho. También están buscándolo.

– Sin los medios de los que dispongo -apuntó Pike-. Usted lo conoce. Lo que esperamos es que sepa cómo llegar hasta él o nos diga quién lo sabe.

Resnick observó a Pike y después se incorporó y rodeó la mesa para sentarse en su sillón. El sol poniente se reflejaba en los coches. Los aviones despegaban de LAX y se dirigían al oeste, rumbo al océano. Resnick se quedó mirándolos.

– De eso hace años. Michael Fallon está acusado de crímenes de guerra por las atrocidades que cometió en Sierra Leona. La última vez que supe algo acerca de él estaba viviendo en Suramérica, en Brasil, creo, o quizás en Colombia. Si supiera cómo encontrarlo, se lo habría dicho al Departamento de Justicia. Me parece increíble que haya tenido cojones para volver a Estados Unidos. -Miró otra vez a Pike-. Si lo encuentra, ¿piensa matarlo?

Lo dijo con la misma naturalidad con que podría haberle preguntado si le gustaba el fútbol.

Pike no contestó, de modo que yo lo hice por él:

– Sí. Si es el precio que nos pide por ayudamos, sí.

Pike me puso la mano en el brazo. Con un sutil movimiento de la cabeza me indicó que lo dejara.

– Si lo quiere muerto, es hombre muerto -añadí-. Si no, no.

A mí sólo me importa el chico. Para recuperado haría lo que fuera.

Pike volvió a tocarme.

– Me gusta confiar en las reglas, señor Cole -dijo Resnick-. En este mundo en el que nos movemos sólo las reglas nos impiden convertirnos en animales. -Volvió a concentrarse en los aviones. Los contemplaba con aire melancólico, como si en uno de ellos pudiera alejarse de algo de lo que en realidad no podía escapar-. Cuando estaba en Londres contratamos a Mike Fallon. Lo mandamos a Sierra Leona. Su misión consistía en proteger las minas de diamantes que teníamos según un contrato firmado con el Gobierno, pero se pasó a los rebeldes. Aún desconozco el motivo. Sería el dinero, supongo. Hicieron cosas inimaginables. Si se las contara creerían que me las he inventado.

Le expliqué lo que había visto dentro de la furgoneta. Mientras le describía la escena se volvió hacia mí. Supongo que le sonaba. Meneó la cabeza.

– Un animal asqueroso, eso es lo que es. Ya no puede trabajar de mercenario, con tantas acusaciones pendientes. Nadie le ofrece nada. ¿Creen que ha raptado a ese niño para conseguir un rescate?

– Así me lo parece -respondí-. El padre tiene dinero.

– No sé qué decirles. Como les he contado, la última vez que supe de él estaba en Rió, pero ni siquiera puedo confirmarles eso. Debe de haber mucho dinero en juego para que se haya arriesgado a volver.

– Hay un cómplice -observó Pike-. Un negro corpulento con la cara cubierta de heridas o quizá verrugas.

Resnick hizo girar el sillón hasta quedar frente a nosotros y se llevó una mano a la cara.

– ¿En la frente y las mejillas?

– Exacto.

Se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en la mesa. Era evidente que había reconocido la descripción.

– Son cicatrices tribales. Uno de los hombres que utilizó Fallon en Sierra Leona era un guerrero benté que se llamaba Mazi Ibo. Tenía esas cicatrices. -Resnick se animaba por momentos-. ¿Hay un tercer hombre?

– No lo sabemos. Es posible.

_A ver. Escúchenme bien. La visita a Los Ángeles empieza a tener sentido. Iba era amigo de otro mercenario llamado Eric Schilling. Hará cosa de un año Schilling se puso en contacto con nosotros. Buscaba trabajo de seguridad. Es de aquí, de Los Ángeles, así que puede que Ibo le haya llamado. A lo mejor conservamos algún dato. -Resnick se colocó ante el ordenador y empezó a teclear para abrir una base de datos.

– ¿Tuvo que ver con lo de Sierra Leona?

– Seguramente, pero no se lo ha acusado de nada -respondió Resnick-. Por eso puede seguir trabajando. Era uno de los hombres de Fallon. Por ese motivo me cuadré cuando vino a vemos. Me niego a dar trabajo a ninguno de sus hombres, aunque no tuviesen nada que ver. Sí, aquí está. -Copió la dirección que veía en el ordenador y me entregó el papel-. Tenía una dirección en San Gabriel que le servía para recibir correo. Utilizaba el nombre de Gene Jeanie. Siempre recurren a nombres falsos. No sé si aún funciona, pero es todo lo que tengo.

– ¿Tiene un número de teléfono?

– Nunca dan teléfonos. Siempre un apartado postal y un nombre falso. Así consiguen permanecer aislados.

Eché un vistazo a la dirección y se la pasé a Pike. Me temblaban las piernas. Resnick volvió a rodear la mesa.

– Estamos hablando de gente muy peligrosa -me dijo-. No confunda a estos hombres con el típico delincuente de tres al cuarto. Fallon era el mejor, y él es quien se ha encargado de adiestrar a los otros dos. No hay mejores asesinos.

– Los osos -puntualizó Pike.

Tanto Resnick como yo nos volvimos, pero Pike estaba leyendo la dirección. Resnick me agarró la mano y me la apretó con fuerza. Me miró a los ojos como si estuviera buscando algo.

– ¿Cree usted en Dios, señor Cole?

– Cuando tengo miedo.

– Yo rezo todas las noches. Rezo por haber enviado a Mike Fallon a Sierra Leona, porque siempre he creído que parte de su pecado me correspondía a mí. Espero que lo encuentre. Y que ese niño esté sano y salvo.

Vi la desesperación en el rostro de Resnick y la reconocí: era la mía. Seguramente una mariposa nocturna veía lo mismo al mirar una llama. No debería haber preguntado, pero fui incapaz de contenerme:

– ¿Qué pasó? ¿Qué hizo Fallon en Sierra Leona?

Resnick se quedó mirándome durante lo que pareció una eternidad y luego, por fin, lo confesó todo.


Sierra Leona (África). 1995

El Jardín de Piedras


Aquella mañana Ahbeba Danku oyó los disparos apenas un momento antes de que el niño apareciera corriendo y gritando por el camino que bajaba desde la mina hasta el poblado. Ahbeba era una chica muy guapa. Había cumplido doce años en verano y tenía los pies y las manos largos, y el cuello elegante de una princesa. Su madre aseguraba que, en efecto, era una princesa real de la tribu mende, y rezaba todas las noches para que apareciera un príncipe que se llevara a su primogénita para casarse con ella. La familia podría llegar a exigir seis cabras como dote, según calculaba la madre, y sería tan rica que les permitiría huir de la guerra interminable que sostenían contra el Gobierno los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (FRU) por el control de las minas de diamantes.

Ahbeba creía que su madre estaba loca de fumar tanto majijo. Era mucho más probable que acabara casándose con uno de los jóvenes mercenarios surafricanos que protegían la mina y el poblado de los rebeldes. Eran chicos fuertes y apuestos que tenían armas y cigarrillos y sonreían descaradamente a las chicas, que, a su vez, coqueteaban con ellos con desvergüenza.

Ahbeba pasaba casi todos los días con su madre, sus hermanas y las demás mujeres del poblado al cuidado de una granja de subsistencia llena de piedras, cerca del río Pampana. Las mujeres se ocupaban de un pequeño rebaño de cabras y cultivaban ñame y un guisante duro llamado kaiya mientras sus hombres (incluido el padre de Ahbeba) buscaban diamantes en las pendientes de la gravera. Su función era excavar y lavar, y por ello se les pagaba ochenta centavos al día más dos cuencos de arroz aderezado con pimienta y menta y una pequeña comisión por cada diamante que encontrasen. Era un trabajo duro y sucio. Había que sacar grava de las pronunciadas pendientes a golpe de pala y después echarla a unas pequeñas tolvas donde se separaban las piedras según su tamaño, se enjuagaban en busca de oro y se repasaban para ver de encontrar diamantes. Los hombres trabajaban en pantalones cortos o ropa interior durante doce horas diarias, con el polvo que les embadurnaba la piel como única defensa contra el sol y los surafricanos como protección contra los rebeldes. Los príncipes no se prodigaban demasiado. Eran aún más difíciles de encontrar que los diamantes.

Aquella mañana, Ahbeba Danku se había quedado a moler kaiya para preparar la comida mientras sus hermanas atendían la cosecha. No le importaba; cuando trabajaba en el poblado tenía mucho tiempo para chismorrear con su mejor amiga, Ramal Momoh (que tenía dos años más que ella y unos pechos grandes como vejigas llenas de agua), y coquetear con los guardias. Las dos chicas estaban manchadas del azul del kaiya y miraban de reojo al guardia que vigilaba la entrada del poblado. El joven surafricano, que era alto, esbelto y guapo como una mujer, les guiñó un ojo y les hizo señas de que se le acercaran. Ahbeba y Ramal soltaron una risita.

Estaban animándose mutuamente a hacerla («tú», «no, tú») Cuando por toda la colina resonó una serie de explosiones lejanas.

El guardia se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido, sobresaltado. Ramal se puso en pie de inmediato, volcando la muela.

– Son disparos. En la mina.

Ahbeba había oído a los guardias disparar a las ratas, pero aquello era muy distinto. Las ancianas salieron de sus cabañas y los niños interrumpieron sus juegos. El joven surafricano llamó a un compañero que estaba en el otro extremo del poblado y cogió el fusil que llevaba en bandolera. El miedo se reflejaba en sus ojos.

Los disparos de armas automáticas terminaron tan súbitamente como habían empezado. Y el valle quedó sumido en el silencio.

– ¿Por qué han disparado los guardias? ¿Qué sucede?

– No han sido los guardias. ¡Escucha! ¿Lo has oído?

El chillido de un niño llegó hasta el poblado, y después la silueta enflaquecida de una criatura pasó corriendo por entre las cabañas.

Ahbeba reconoció a Julius Saibu Bio, un niño de ocho años que vivía en el extremo norte del poblado.

– ¡Es Julius!

El chaval se detuvo. Sollozaba y agitaba las manos como si quisiera soltar algo que le quemaba.

– ¡Los rebeldes están matando a los guardias! ¡Han matado a mi padre!

El surafricano corrió hacia Julius, pero a los pocos pasos dio media vuelta para dirigirse hacia los árboles, y en aquel instante un blanco con el pelo del color del fuego salió de entre las hojas y le pegó dos tiros en la cara.

En el poblado estalló el caos. Las mujeres recogían a los niños y se los llevaban en brazos hacia la selva. Las criaturas se echaban a llorar. Ramal salió corriendo.

– ¡Ramal! ¿Qué pasa? ¿Qué hacemos?

– ¡Corre! ¡Corre! ¡Vamos!

De repente salieron otros dos guardias surafricanos de detrás de las cabañas. El hombre del pelo de fuego hincó una rodilla en tierra y volvió a disparar, tan deprisa que pared a que los disparos eran uno solo. Los dos surafricanos cayeron al suelo.

Ramal se adentró en la selva y desapareció.

Ahbeba echó a correr hacia la cabaña de su familia, pero dio media vuelta y volvió a recoger a Julius.

¡Ven conmigo, Julius! -exclamó cogiéndolo del brazo-. ¡Tenemos que escondernos!

Un camión de plataforma cargado de hombres entró en el poblado con gran estruendo, haciendo sonar la bocina. Los hombres iban saltando de dos en dos o de tres en tres mientras el camión pasaba a toda prisa entre las cabañas. El hombre de pelo de fuego les gritaba órdenes en krio, el dialecto criollo con gran contenido de inglés que hablaba casi todo el mundo en Sierra Leona.

Los rebeldes disparaban al aire y con las culatas de los fusiles golpeaban a las mujeres ya los niños que huían. Ahbeba cogió a Julius en brazos y se dispuso a escapar, pero a su espalda saltaron más rebeldes del camión. Un adolescente delgaducho con un fusil tan grande como él salió de la selva arrastrando a Ramal, la arrojó al suelo y empezó a patearle la espalda. Un hombre que sólo llevaba unos pantalones cortos y un chaleco rosa fluorescente se puso a disparar a los perros del poblado. Cada vez que uno chillaba y empezaba a dar vueltas sobre sí mismo, se echaba a reír.

– ¡Diles que paren, diles que paren! -chillaba Julius.

El camión se detuvo dando un patinazo en el centro del poblado, que quedó en su poder con la misma velocidad con que había empezado y terminado el tiroteo en la mina. Los surafricanos estaban muertos. No quedaba nadie para proteger a los pobladores. Ahbeba se dejó caer al suelo sin soltar a Julius. Aquello no podía estar sucediéndole a una princesa que esperaba la llegada de un príncipe.

Un hombre musculoso con gafas de sol y una camiseta de Tupac hecha jirones se encaramó a la plataforma del camión para observar a los habitantes del poblado. Llevaba un collar de huesos que hacía ruido al chocar contra la canana que se había colgado en bandolera. A su lado había otros hombres, uno de ellos con una tira de balas en la frente a modo de cinta para el pelo. Otro vestía una camisa con bolsillos hechos con escrotos de jabalí. Eran guerreros violentos y espantosos, y Ahbeba estaba aterrorizada.

El del collar de huesos agitó un fusil negro y resplandeciente.

– ¡Soy el comandante Blood! ¡Conoceréis mi nombre y lo temeréis! ¡Somos guerreros del FRU y luchamos por la libertad! ¡Vosotros sois traidores al pueblo de Sierra Leona! ¡Buscáis nuestros diamantes para dárselos a gente de fuera que controla el Gobierno títere de Freetown! ¡Vamos a mataros a todos!

El comandante Blood disparó por encima de las cabezas de los habitantes del poblado y ordenó a sus hombres que los pusieran a todos en fila para fusilados.

El hombre del pelo de fuego y otro blanco aparecieron por detrás del camión. El segundo era más alto y mayor, y llevaba pantalones verde olivo y camiseta negra. Tenía la piel quemada por el sol.

– Aquí nadie va a matar a nadie -anunció-. Hay una forma mejor de ocuparnos de esto.

Hablaba en krio, como el del pelo de fuego.

El comandante Blood, subido al camión, se lanzó como un león hasta el extremo de la plataforma, para quedar muy por encima de ellos. Disparó con rabia y exclamó:

– ¡Ya he dado la orden! iVamos a matar a estos traidores para que corra la voz por todas las minas de diamantes! ¡Los mineros tienen que tenernos miedo! ¡Ponedles en fila! ¡Ahora mismo!

El hombre de la camiseta negra balanceó el brazo como si fuera a dar un puñetazo, agarró al comandante Blood por las piernas y le hizo perder el equilibrio y caer boca arriba. Luego tiró de él para bajarlo al suelo de un golpe y le pateó la cabeza. Tres apasionados guerreros saltaron del camión para auxiliar a su comandante. Ahbeba jamás había visto a ningún hombre luchar tan encarnizadamente ni de forma tan extraña: el alto y el del pelo de fuego tumbaron a los guerreros con tanta rapidez que la lucha terminó en un abrir y cerrar de ojos. Dos hombres habían conseguido derrotar a cuatro. Uno de los guerreros se quedó gritando de dolor; los otros dos estaban inconscientes o muertos.

Ramal se acercó a su amiga y le susurró:

– Son demonios. ¡Mira, lleva las marcas de los malditos!

Mientras el de la camiseta negra agarraba al comandante Blood del cuello, Ahbeba vio que llevaba un triángulo tatuado en la mano. Le entró aún más miedo. Ramal era muy lista y entendía de aquellas cosas.

El demonio tiró de Blood hasta ponerlo en pie y después ordenó a los demás que llevaran a los guardias surafricanos asesinados al pozo que había en el centro del poblado. El comandante estaba aturdido y no osó resistirse. El hombre del pelo de fuego habló por una radio pequeña.

Ahbeba esperaba con ansiedad lo que fuera a suceder a continuación. Abrazaba a Julius con fuerza e intentaba tranquilizarlo, temerosa de que sus sollozos atrajeran la atención de los rebeldes. En dos ocasiones vio breves oportunidades de huir, pero no podía abandonar al chico. Se dijo que era mejor permanecer con el resto de la gente, pues así estarían a salvo.

Mientras los rebeldes iban amontonando los cadáveres de los surafricanos junto al pozo, un segundo camión entró retumbando en el poblado. Estaba abollado y cubierto de polvo negro. Unos guardabarros enormes semejantes a alas cubrían los neumáticos, los faros estaban rotos y torcidos y la rejilla era como la sonrisa de dientes afilados de una hiena; el óxido de aquellos dientes era del color de la sangre seca. Una docena de jóvenes de ojos vidriosos iban acuclillados en él. Muchos llevaban vendajes ensangrentados en la parte superior del brazo, bien apretados. Los que no iban vendados tenían cicatrices dentadas en la misma zona.

Ramal, que había estado en Freetown y sabía de esas cosas, comentó:

– ¿Ves lo de los brazos? Les han abierto la piel para meterles cocaína y anfetaminas en las heridas. Lo hacen para volverlos locos.

– ¿Por qué?

– Porque así no sienten el dolor y luchan mejor.

Un guerrero alto bajó de un salto del camión y se colocó junto a los dos blancos. Llevaba una túnica de arpillera y pantalones anchos, pero no fue eso lo que llamó la atención de Ahbeba, sino su cara, tan cortada como un diamante pulido. En la parte superior del brazo se veían las mismas cicatrices que presentaban los otros hombres, pero a diferencia de éstos, también tenía la cara marcada; tenía tres cicatrices redondas que parecían ojos en cada mejilla y una tira de bultos similares a lo largo de la frente. En sus ojos resplandecía un calor que Ahbeba no comprendía, pero era de una belleza abrumadora, el hombre más apuesto y espléndido que había visto jamás. Y tenía porte de príncipe o, mejor dicho, de rey.

El hombre de la camisa negra arrastró al comandante Blood hasta el montón de cadáveres de surafricanos.

– Así es cómo se crea miedo -dijo.

Miró al guerrero africano alto, que con un gesto hizo bajar a sus hombres del camión. Saltaron al suelo, aullando como si estuvieran poseídos. No iban armados con escopetas y fusiles como el primer grupo de rebeldes, sino con machetes y hachas oxidados.

Se arremolinaron en torno a los cadáveres de los guardias surafricanos y comenzaron a decapitarlos frenéticamente y a arrojar las cabezas al pozo.

Ahbeba sollozaba y Ramal se tapaba los ojos. A su alrededor, las mujeres, los niños y los ancianos gemían. Ishina Kotay, una mujer fuerte y joven, madre de dos criaturas, que de pequeña había sido igual de rápida que cualquier chico del poblado, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la selva. El hombre del pelo de fuego le pegó un tiro por la espalda.

Ahbeba notó que se mareaba, como si hubiera fumado majijo. Perdió la noción de lo que estaba sucediendo y vomitó. El mundo se convirtió en algo pequeño y confuso, con espacios vacíos entre momentos de tremenda claridad. El día había empezado con un desayuno de pasteles mientras los primeros rayos de sol acariciaban la sierra que dominaba el poblado. Su madre le había hablado de príncipes.

El comandante Blood disparó al aire y empezó a dar saltos y a aullar como los rebeldes. Los demás hombres también se pusieron a dar saltos, exaltados por la actividad fabril.

– ¡Ahora ya conocéis la ira del FRU! ¡Éste es el precio que pagáis por desafiarnos! ¡Vamos a llenar el pozo con vuestras cabezas!

El demonio blanco y el guerrero alto cubierto de cicatrices se volvieron y se quedaron mirando a los habitantes del poblado, que permanecían apiñados. Ahbeba notó que sus ojos recorrían su cuerpo como si pesaran.

El demonio blanco meneó la cabeza.

– Deja de saltar de un lado a otro como un mono. Si matas a esta gente, nadie se enterará de lo que ha sucedido aquí. Sólo los vivos pueden tenerte miedo. ¿Lo comprendes?

El comandante Blood dejó de brincar.

– Por eso hay que dejar a gente con vida.

– Exacto. Hay que dejar algo que asuste mortalmente a los demás mineros. Hay que dejar algo que tus enemigos no puedan negar.

El comandante Blood se acercó a los cuerpos decapitados de los guardias surafricanos.

– ¿Qué sería más terrible que lo que acabamos de hacer?

– Esto.

El demonio blanco habló con el guerrero de las cicatrices en un idioma que Ahbeba no comprendía, y de inmediato los rebeldes enloquecidos por las drogas se abalanzaron contra la gente con las hachas y los machetes y cortaron las manos de todos los hombres, las mujeres y los niños del poblado.

Dejaron con vida a Ahbeba Danku y a los demás para que pudieran contar su historia.

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