Quinta Parte. EL REENCUENTRO

26

La ambulancia llegó antes que el primer coche patrulla. Ben quería ir al hospital con su padre, pero los enfermeros, muy acertadamente, no se lo permitieron. Se acercaban más sirenas. Debía de ser la policía.

– Ya espero yo -dijo Pike-. Tú llévate a Ben.

El chico y yo cruzamos la calle hasta mi coche. El perro seguía aullando, y pensé que quizás estuviese solo. La gente de las casas de alrededor se agolpaba en los jardines delanteros y observaba la ambulancia. Vivir allí ya no iba a ser lo mismo.

Abracé a Ben hasta que llegó el primer coche patrulla. No hacían una entrada triunfal con un frenazo chirriante como en la televisión, sino que recorrían lentamente la calle porque no sabían qué iban a encontrarse. Nos subimos a mi coche.

– Vamos a llamar a tu madre -propuse.

Cuando Lucy advirtió que era yo, preguntó:

– ¿Cómo está Ben? Por el amor de Dios, dime que se encuentra bien.

Le temblaba la voz.

– Se encuentra bien, dadas las circunstancias. Ha sido terrible, Luce. Espantoso.

– Gracias, gracias, Dios mío. ¿Y Richard?

Ben permaneció en silencio a mi lado mientras yo le contaba a su madre lo sucedido. Me cuidé de hablar demasiado: no sabía si Ben estaba al corriente de la participación de Richard en todo aquello, y no quería que se enterase por mí. Podían contárselo Lucy y Richard, o quizá no pensaban decírselo jamás. Si ella me pedía que me comportara como si todo aquello no hubiera sucedido, estaba dispuesto a hacerlo. Si quería que se lo ocultara a Ben, me callaría. Si me pedía que mintiera a la policía y ante el juez para encubrir al padre del chico, también accedería.

Le dije adónde se llevaban a Richard y me ofrecí a ir con Ben hasta su casa o directamente al hospital. Contestó que prefería lo segundo y me pidió hablar con su hijo.

Le pasé el teléfono a Ben.

– Tu madre.

Ben no dijo nada de camino al hospital, pero me cogió del brazo y no lo soltó. Yo pasé un brazo por sus hombros y lo atraje hacia mí.

Llegamos antes que ella. Nos sentamos en un largo banco de la sala de espera de urgencias, muy juntos. A Richard Chenier le quedaban dieciocho horas de quirófano por delante. Fue una intervención muy larga.

Se presentaron dos inspectores de Los Ángeles Oeste con un sargento de uniforme. Preguntaron a la enfermera de admisiones por la víctima de arma de fuego y después el inspector de más edad se acercó a nosotros. Era rubio, con el pelo corto, y llevaba gafas.

– Perdone, ¿están esperando al hombre que ha recibido varios disparos?

– No.

– ¿Qué tiene en los pantalones?

– Salsa de barbacoa.

Siguió preguntando a los demás.

– ¿Por qué has dicho que no? -quiso saber Ben.

– Tu madre está a punto de llegar. No quiero que acabemos encerrados en una habitación con esos tíos.

Me pareció que lo comprendía.

Observé a los policías hasta que volvieron al mostrador de admisiones y después me incliné hacia Ben. Era un niñito de diez años. Me pareció minúsculo. Y muy joven.

– ¿Qué tal estás? -le pregunté.

– Bien.

– Hoy has visto cosas tremendas. Y te han sucedido cosas muy, muy malas. No pasa nada si estás asustado. Si quieres hablar, cuenta conmigo.

– No he tenido miedo.

– Pues yo sí. Yo he pasado mucho miedo. Ahora mismo sigo estando asustadísimo.

Ben me miró y después frunció el entrecejo.

– Bueno, a lo mejor sí que he tenido un poco de miedo.

– ¿Quieres una Coca-Cola o algo?

– Sí. Vamos a ver si tienen Sprite.

Estábamos buscando la máquina de refrescos cuando entró Lucy por las puertas correderas. Daba zancadas tan largas que casi parecía que corría. La vimos antes de que ella advirtiese nuestra presencia.

– ¡Lucy! -la llamé.

– ¡Mamá! -exclamó Ben, y echó a correr hacia ella.

Lucy se vino abajo entre lloros. Abrazó a Ben con tanta fuerza que casi parecía que intentaba aplastarlo. Lo cubrió de besos y de lágrimas, pero a él no le importó. Todos los niños quieren eso de su madre, lo reconozcan o no. Sobre todo en días como aquél. Estoy convencido. No me cabe duda alguna.

Me acerqué. Me quedé a su lado. Si llamamos la atención de los policías, éstos tuvieron el detalle de no inmiscuirse.

Lucy abrió los ojos y me vio. Derramó más lágrimas y después me abrazó.

– Te lo he devuelto -dije.

– Sí. Sí, lo has conseguido.

Les estreché entre mis brazos con todas mis fuerzas, pero no me bastó.

27

Dieciséis días después, Lucy fue a verme a casa para despedirse. La tarde era soleada y fresca. No planeaban halcones en el cielo y ya ni me acordaba de la última vez que había oído aullar a los coyotes, pero el búho había regresado al pino. Aquella noche me había llamado.

Lucy y Ben habían dejado el piso de Beverly Hills. Ella había abandonado el trabajo. Volvían a Baton Rouge. Volvían a Luisiana. Ben ya estaba allí, con sus abuelos. Yo lo entendía; sí, de verdad. La gente normal no vivía cosas como aquélla ni tenía por qué.

No volvían para estar con Richard.

– Después de todo lo que le ha pasado -explicó Lucy-, Ben tiene que estar rodeado de gente que lo quiere, en lugares que conoce. Tiene que sentirse a salvo, protegido. He alquilado una casa en nuestro antiguo barrio. Recuperará a sus amigos de siempre.

Estábamos en el porche. De pie, apoyados en la barandilla, uno al lado del otro. Durante aquellos dieciséis días habíamos charlado muchas veces. Habíamos hablado de lo que iba a hacer, pero aún la notaba incómoda, violenta. De repente, nos despedíamos. De repente, Lucy se marchaba. Eso sí, no tardaría mucho en volver a verme; Richard había sido acusado de organizar el secuestro.

Aquella tarde ninguno de los dos dijo gran cosa; ya estaba casi todo dicho. Estar con ella aún me resultaba reconfortante. Lo nuestro había sido tan maravilloso, tan magnífico, que no nos merecíamos sentimos incómodos o resentidos en el momento de ponerle fin. No era mi intención.

Le sonreí, sin más, con mi mejor sonrisa de buen chico, de hombre juguetón. De valiente.

– Luce, ya me lo has explicado ochocientas veces. No tienes que repetírmelo. Lo comprendo. Creo que es lo mejor para Ben.

Asintió, pero seguía estando incómoda. Se me ocurrió que quizá se tratara de una situación incómoda al fin y al cabo.

– Voy a echarte de menos -dije-. Y a Ben. En realidad, ya os echo de menos.

Lucy cerró los ojos con fuerza, los abrió y se quedó mirando fijamente el cañón. Se inclinó más sobre la barandilla, quizá con la esperanza de que no me diera cuenta o quizá porque trataba de ver algo que aún no había visto.

– Dios mío, qué poco me gusta esta parte -confesó.

– Lo haces por Ben y por ti. Es lo que os conviene. Me basta.

Se apartó de la barandilla y se acercó a mí. Hice un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar.

– No lo digas -susurré-. No lo digas, por favor.

– Mientras ya lo sepas…

Lucy Chenier dio media vuelta y cruzó corriendo la casa. Se oyó un portazo y después el motor de su coche, alejándose.

– Adiós.

28

Dos días después de que Lucy se hubiera ido sonó el teléfono. Era Starkey.

– En la vida he visto a un gilipollas con más suerte que tú.

– ¿Quién habla?

– Muy gracioso. Ja, ja.

– ¿Qué tal?

Joe Pike y yo estábamos pintando el porche. Después pensábamos pintar dentro de casa. Luego a lo mejor me ponía a lavar el coche.

– No te molestes -añadí-, pero estoy esperando una llamada de mi abogado. Tengo un asuntillo pendiente. Algo relacionado con un robo con agravantes.

Pike, que estaba en el otro extremo, giró la cabeza. Tenía las manos y los brazos de color gris por haber estado lijando masilla seca. La oficina postal que habíamos destrozado era propiedad de un tal Fadhim Gerella. Le habíamos pagado los destrozos que habíamos ocasionado en el local, así como una cantidad suplementaria como compensación por el tiempo que había tenido que cerrar el negocio. El señor Gerella había quedado satisfecho y no nos había denunciado, pero el fiscal del distrito de San Gabriel se empeñaba en ir tras nosotros.

– Sí que te va a llamar tu abogado -anunció Starkey-, pero antes te voy a dar yo la noticia.

– ¿Qué noticia?

Pike aguzó el oído.

– Acabo de hablar del tema con un colega de Parker. Estás fuera de peligro, Cole, y tu amiguito, el que va pegado a unas gafas de sol, también. Los gobiernos de Sierra Leona, Angola y El Salvador han intercedido por vosotros. Son tres gobiernos de tres países, joder. Sois dos colgados, pero habéis conseguido atrapar a tres cabrones acusados de genocidio. No, si hasta os darán una medalla.

Me senté en el suelo.

– No te oigo, Cole -dijo-. ¿Estás ahí?

– Espera.

Tapé la bocina con la mano e informé a Pike, que siguió lijando y no levantó la cabeza ni por un instante.

– Esto se merece una celebración, ¿no? Va, invito a sushi y a ocho o diez copas -propuso Starkey-. Mejor aún, ¿qué te parece si me dejo invitar? Salgo barata. Como no bebo…

– ¿Quieres sacamos a tomar algo?

– A Pike no, idiota. Sólo a ti.

– Starkey, ¿estás pidiéndome una cita?

– Pero, hombre, qué creído eres.

Me limpié el sudor y el polvo de los ojos y me quedé mirando la inmensidad del cañón.

– ¿Oye? ¿Qué pasa, Cole, te has desmayado de emoción?

– No te lo tomes a mal, Starkey. Me gusta que me lo pidas, pero no es buen momento.

– Vale. Lo entiendo.

– Es que lo he pasado bastante mal.

– No, si lo comprendo, Cole. Da igual. Oye, ya te llamaré, ¿vale?

Colgó. Dejé el teléfono y una vez más contemplé el cañón. Por encima de la sierra flotaba una manchita oscura. Al poco se le unió otra. Me acerqué a la barandilla y las observé. Sonreí. Los halcones habían vuelto.

– Llámalá -dijo Pike.

Entré en casa con el teléfono y, al cabo de un rato, marqué el número.


Últimamente el sueño se repite, casi todas las noches, en ocasiones más de una vez. El cielo se oscurece; las ramas retorcidas de un roble se balancean, cargadas de musgo; la suave brisa nocturna empieza a agitarse con rabia y miedo. Estoy otra vez en el mismo lugar, un lugar sin nombre lleno de tumbas y monumentos. Bajo la mirada hacia el rectángulo negro y duro, muerto de ganas de saber qué se esconde en la tierra, pero no hay ningún nombre que señale ese lugar de reposo. Me he pasado la vida buscando los secretos que desconozco.

La tierra me llama.

M e agacho. Apoyo las palmas de las manos sobre el mármol y el frío me hace soltar un grito ahogado. El hielo trepa por mis brazos como si se me hubieran metido hormigas por debajo de la piel. Me pongo en pie de un salto e intento huir, pero las piernas no me responden.

El viento arrecia y dobla los árboles. Las sombras titilan al final de la zona iluminada y unas voces susurran.

De entre la niebla surge mi madre. Es joven, como entonces, y frágil como el aliento de un recién nacido.

– ¡Mamá! ¡Ayúdame, mamá!

Flota en el viento como un espíritu.

– ¡Por favor, tienes que ayudarme!

Extiendo los brazos. Ruego al cielo que me tome la mano, pero ella sigue allí, suspendida en el aire, sin responder, como si no me viera. Quiero que me salve de los secretos que me rodean. Quiero que me proteja de la verdad.

– Tengo miedo. N o quiero estar aquí, pero no sé cómo irme. No sé qué hacer.

Ardo en deseos de sentir su cariño. Necesito el refugio de su abrazo. Intento acercarme a ella, pero tengo los pies totalmente arraigados.

– No puedo moverme. Ayúdame, mamá.

Entonces me ve. Sé que me ve porque se le llenan los ojos de tristeza. Extiendo los brazos hasta que me duelen los hombros, pero está demasiado lejos. M e enfurezco. La odio y la quiero en el mismo instante terrible.

– Maldita sea, ya no quiero estar solo. Nunca he querido estar solo.

El viento se convierte en un rugido; se lleva una parte de ella, como si estuviera hecha de humo.

– ¡Por favor, mamá! ¡No me abandones otra vez!

Se resquebraja como si fuera un rompecabezas. El aire se lleva una pieza. Y luego otra.

– ¡Mamá!

Los pedazos que habían formado el cuerpo de mi madre salen volando. No queda ni una sombra. Ni siquiera una sombra.

Ha desaparecido. Me ha abandonado.

Me quedo mirando la tumba, destrozado. De esa forma extraña en que suceden las cosas en esta vida, aparece una pala en mis manos. Si cavo, encontraré; si encuentro, comprenderé.

Se abre la tierra negra.

Queda al descubierto el ataúd.

Una voz que no es la mía me ruega que me detenga, que no mire, que me proteja de lo que me espera allí, pero ya me da igual. Estoy solo. Quiero saber la verdad.

Meto las manos en la tierra fría y levanto la tapa con los dedos. Las astillas me perforan la carne. Al abrirse, el ataúd emite un chillido.

Me quedo mirando el cuerpecillo y me miro a mí mismo.

El niño soy yo.

Abre los ojos. Solloza de alegría cuando lo saco de la tierra y me echa los brazos al cuello. Nos abrazamos con desesperación.

– Tranquilo -le digo-. Ya te he encontrado, y no voy a abandonarte jamás.

El viento descarga toda su furia. Las hojas vuelan sin rumbo por entre las tumbas y la bruma cargada de humedad atraviesa la ropa, pero lo único que me importa es haberle encontrado.

Su risa es como una campanilla en la oscuridad. La mía también.

– No estás solo -lo consuelo-. Nunca lo estarás.

Загрузка...