Segunda Parte. EL DIABLO ANDA SUELTO

11

Tiempo desde la desaparición: 28 horas, 02 minutos


Joe Pike


Pike estaba sentado, inmóvil, entre las ramas rígidas y las hojas coriáceas de un árbol del caucho, frente a la casa de Lucy Chenier. Las pequeñas separaciones entre las hojas le permitían ver con claridad las escaleras que llevaban hasta su piso, y con más dificultad la calle y la acera. Pike llevaba un Colt Python 357 Magnum en una pistolera prendida a la cadera derecha, un cuchillo de combate de quince centímetros, una Beretta pequeña del calibre 25 sujeta al tobillo derecho y una porra de cuero. Raramente tenía que recurrir a ellos. Lucy se encontraba a salvo.

Cuando Cole le había dejado allí unas horas antes, Pike se había acercado al piso de Lucy a pie desde tres calles de distancia. Ante la posibilidad de que el secuestrador de Ben estuviese vigilando, Pike estudió los edificios, las azoteas y los coches de la zona. Cuando quedó satisfecho y estuvo seguro de que no había nadie, rodeó la manzana para salir por detrás de las casas de una planta del otro lado de la calle. Se metió entre los densos árboles y arbustos que las rodeaban y se convirtió en una sombra entre otras sombras. Se preguntaba qué estaría sucediendo en la comisaría de Hollywood, pero su trabajo era esperar y vigilar, así que eso fue lo que hizo.

El Lexus blanco apareció al cabo de una hora aproximadamente. Lucy aparcó en la calle y subió a toda prisa. Pike no la había visto desde que le habían dado el alta, hacía ya varios meses; era más baja de lo que recordaba y la rigidez con que andaba indicaba que estaba alterada.

La limusina negra de Richard apareció diez minutos después y aparcó en segunda fila junto al Lexus. Richard se apeó y subió las escaleras. Cuando Lucy abrió la puerta quedó envuelta en un halo de luz dorada. Intercambiaron unas palabras y Richard entró. La puerta se cerró tras él.

El Marquis llegó por el otro lado de la calle. Fontenot iba al volante y DeNice ocupaba el asiento del acompañante. Se detuvieron, pero no apagaron el motor. Myers bajó de la limusina para charlar con ellos. Pike intentó captar lo que decían, pero hablaban en voz muy baja. Myers estaba enfadado y dio una palmada en el capó del Marquis.

– ¡Y una mierda! ¡Poneos las pilas y encontrad al chico!

Acto seguido se fue a buen paso hacia las escaleras. DeNice bajó del Marquis y subió a la limusina. Fontenot aceleró y se alejó, pero se metió en el camino de acceso a una casa, a sólo una manzana de distancia, dio la vuelta y aparcó en la oscuridad, entre dos árboles. Cuando aún no había terminado la maniobra, Richard y Myers bajaron corriendo a la calle, se metieron en la limusina y salieron a toda prisa. Pike esperaba que Fontenot los siguiera, pero no se movió de allí. Se quedó quieto tras el volante. Ya eran dos los que vigilaban a Lucy. Bueno, uno y medio.

A Pike se le daba bien esperar, por eso había destacado en los marines y en otras cosas. Podía pasarse días aguardando sin moverse y sin aburrirse, porque no creía en el concepto del tiempo. Para él, el tiempo era lo que llenaba los momentos, por lo que, si esos momentos estaban vacíos, el tiempo no tenía sentido. El vacío no pasaba ni discurría, existía sin más. Quedarse vacío era como ponerse en punto muerto: Pike existía sin más.

El Corvette amarillo de Cole se detuvo junto al bordillo. Como siempre, le hacía falta un buen lavado. Pike mantenía su Jeep Cherokee impecable, lo mismo que su piso, sus armas, su ropa y su persona. Hallaba paz en el orden y no comprendía cómo Cole podía conducir un coche sucio. La limpieza era orden; y el orden, control. Pike había dedicado la mayor parte de su vida a intentar mantener el control.


Elvis Cole


Los jacarandás de la calle de Lucy estaban iluminados por farolas viejas y amarillentas. El aire resultaba más frío que en Hollywood y soplaba cargado de perfume a jazmín. Pike estaba vigilando, pero ni lo vi ni lo busqué. Fontenot llamaba la atención, apoltronado en un coche un poco más allá, como Boris Badenov creyéndose Sam Spade. Me imaginé que Richard también había querido que alguien vigilara a Lucy.

Subí las escaleras y llamé dos veces con los nudillos, sin hacer mucho ruido. Podía haber abierto con mi llave, pero para eso habría re querido una confianza en mí mismo que en aquel momento no sentía.

– Soy yo.

La cerradura de seguridad giró con un chasquido apagado. Lucy abrió la puerta. Iba cubierta con un albornoz blanco y llevaba el cabello mojado y peinado hacia atrás. Así siempre estaba guapa, aunque tuviera cara de desconfianza y no sonriera.

– Te han entretenido mucho -comentó.

– Teníamos que hablar de muchas cosas.

Dio un paso atrás para indicarme que entrara y después cerró la puerta con llave. Llevaba el teléfono inalámbrico en la mano. En la televisión decían algo sobre la debilidad ósea de los vegetarianos. La apagó y fue hasta la mesa del comedor, todo ello sin mirarme, como tampoco me había mirado al irse de la comisaría.

– Quiero hablar contigo de todo esto -dije.

– Ya lo sé -contestó-. ¿Te apetece un café? No está recién hecho, pero acabo de hervir agua y hay Nescafé.

– No, gracias.

Dejó el teléfono en la mesa pero no lo soltó.

– Llevo un buen rato sentada aquí con este teléfono -dijo, sin apartar la vista de él-. Desde que he llegado a casa me da miedo dejarlo. Han intervenido la línea, por si vuelve a llamar, pero no sé. Me han dicho que puedo utilizarlo con normalidad, que no me preocupe. ¡Ja! Con normalidad.

Me imaginé que clavar la vista en el teléfono era más fácil que mirarme a mí. Puse una mano sobre la suya.

– Luce, lo que ha dicho…, no es verdad. Nada de eso sucedió, nada.

– ¿Hablas del tío de la grabación o de Richard? No tienes por qué disculparte. Ya sé que serías incapaz de hacer algo así.

– No asesinamos a nadie. No éramos criminales.

– Lo sé.

– Lo que ha dicho Richard…

– Chisto -Sus ojos se posaron en mí durante un instante. El siseo era una orden-. No quiero que te expliques. No te lo he pedido nunca y nunca me lo has contado, así que no me lo cuentes ahora.

– Lucy…

– No. No me importa.

– Luce…

– Os he oído hablar a Joe y a ti. He visto lo que guardas en la caja de puros. Son cosas tuyas, no mías. Lo entiendo, es como lo de los ex novios y las tonterías que hacemos de pequeños…

– No te ocultaba nada.

– Me decía: «Ya me lo contará si lo considera necesario», pero ahora ya no parece importante…

– No te guardaba secretos. Hay cosas que es mejor dejar atrás, y ya está. Hay que pasar página. Eso es lo que he intentado, y no sólo con lo de la guerra.

Retiró la mano de debajo de la mía y se echó hacia atrás en la silla.

– Lo que ha hecho Richard esta noche es imperdonable. ¿Cómo ha podido investigarte? Quiero disculparme. La forma en que ha soltado la carpeta sobre la mesa…

– Me metí en líos cuando era joven. Nada muy grave. No te lo he ocultado.

Meneó la cabeza para indicarme que callara y levantó el teléfono con ambas planos como si fuera objeto de estudio.

– Hace tanto rato que agarro este dichoso teléfono que se me ha dormido la mano. No sé si voy a volver a ver a mi niño y se me ha ocurrido que ojalá pudiera meterme por el aparato, por esos agujeritos, y salir por el otro extremo de la línea… -Se puso tensa hasta parecer frágil. Me incliné hacia ella, quería tocarla, pero se apartó-. Para recuperar a mi niño. Me imaginaba que lo hacía como se ve una en un sueño, y cuando salía por el otro teléfono recuperaba mi forma normal. Ben estaba en una cama cómoda, tapadito, y dormía sin que le pasara nada. Yo contemplaba su carita, la de un niño de diez años que dormía sin preocupaciones, y no me veía con fuerzas de despertarlo. Me quedaba mirando aquel rostro e intentaba imaginar cómo serías tú a su edad… -Levantó a vista y en susojos percibí tristeza y dolor-. Pero no podía. Nunca he visto una foto tuya de pequeño. Nunca mencionas a tu familia, ni de dónde eres, ni nada de eso, salvo cuando haces algún chiste. ¿Sabes cómo te pincho con lo de Joe, que si nunca habla, que si parece que lleve una máscara en vez de cara? Pues tú no dices más que él, no hablas de las cosas importantes, y me resulta muy extraño. Supongo que has pasado página.

– Mi familia no era exactamente normal, Luce…

– No quiero que me lo cuentes.

– Me crió mi abuelo. Bueno, sobre todo él. Mi abuelo y mi tía. Y a veces no tenía a nadie…

– Tus secretos son sólo tuyos.

– Pero es que no se trata de secretos. Cuando estaba con mi madre no parábamos de mudarnos. Necesitaba normas, pero no había ninguna. Quería amigos, pero no los tenía por esa vida tan rara que llevaba, así que me despisté y me junté con chavales que no me convenían…

– Chisto No sigas.

– Necesitaba a alguien y no había nadie más. Aparecían con un coche robado y yo me iba con ellos de paseo. Qué estupidez, ¿no?

Me colocó los dedos en los labios.

– Lo digo en serio -agregué-. Mantienes las cosas de tu vida encerradas como si fueran criaturas secretas. Todos lo hacemos, supongo, pero ahora es diferente, hemos cambiado, ya no significa lo mismo para mí.

Me puso la mano en el pecho, a la altura del corazón.

– ¿Cuántas criaturas secretas guardas ahí dentro?

– Voy a encontrar a Ben, Luce. Te juro por Dios que voy a encontrarlo y a devolvértelo.

Meneó la cabeza con tal sutileza que apenas me di cuenta. -No.

– Sí, de verdad. Lo encontraré. Voy a traértelo a casa.

Su tristeza y su dolor eran tan evidentes que me destrozaban por dentro.

– No te culpo por lo que ha sucedido, pero eso da igual. Lo único que importa es que Ben ha desaparecido y que yo debería haberme dado cuenta de que iba a suceder.

– Pero ¿qué dices? ¿Cómo ibas a saberlo?

– Richard tiene razón, Elvis. No debería salir contigo. No debería haber dejado que mi hijo se quedara en tu casa.

Se me hizo un nudo en el estómago acompañado de un calor amargo. Quería que se callara.

– Luce…

– No te culpo de nada, créeme, pero estas cosas… Lo que sucedió en Luisiana, y lo del año pasado con Laurence Sobek… No puedo permitir que ocurran cosas así en mi vida.

– Lucy, por favor…

– Antes de conocerte mi hijo llevaba una infancia normal. Y yo también tenía una vida normal. He dejado que mi amor por ti me cegara, y ahora mi hijo ha desaparecido.

Las lágrimas se acumularon en sus pestañas y después empezaron a caer por sus mejillas. No me culpaba, no: se culpaba a sí misma.

– Luce, no hables así.

– Me da igual lo que haya dicho ese hombre en la grabación, lo que está claro es que te odia, y tiene a mi hijo. Te odia tanto que tu intervención no hará más que empeorar las cosas. Déjaselo a la policía.

– No puedo desentenderme; tengo que encontrado.

Me agarró el brazo y sentí sus uñas hundirse en mi piel.

– No eres la única persona capaz de encontrado -dijo-. No tienes por qué ser tú.

– No puedo dejado. ¿Es que no lo ves?

– ¡Vas a conseguir que lo maten! Hay otros detectives en Los Ángeles y pueden encargarse en lugar de ti. Deja que sean los demás quienes lo encuentren. Prométeme que lo harás.

Quería ayudarla a dejar de sufrir. Quería tomarla con fuerza entre los brazos y sentir que me abrazaba, pero también se me humedecieron los ojos y meneé la cabeza.

– Voy a traértelo a casa, Luce. No puedo hacer otra cosa.

Me soltó y después se enjugó las lágrimas. Tenía la cara ensombrecida y rígida como una máscara mortuoria.

– Vete.

– Ben y tú sois mi familia.

– No, no lo somos.

Sentía una pesadez insoportable, como si estuviera hecho de lomo y piedra.

– Sois mi familia.

– ¡FUERA!

– Lo encontraré.

– CONSEGUIRÁS QUE LO MATEN!

Salí y me dirigí hacia el coche. Ya no notaba el frío. El dulce perfume del jazmín se había desvanecido.


Joe Pike


Elvis subió al coche, pero se quedó allí sentado, inmóvil. Pike apartó suavemente una hoja para ver mejor. Cuando la mejilla de Cole quedó iluminada se dio cuenta de que estaba llorando. Respiró hondo. Hacía un gran esfuerzo para mantener sus momentos vacíos, pero no siempre resultaba sencillo.

Después de ver a Cole alejarse, Pike salió de su refugio bajo el árbol del caucho y avanzó entre las sombras que rodeaban la casa hasta llegar al jardín contiguo. Avanzó por un callejón hasta situarse una calle por detrás de Fontenot, y después cruzó hasta el lado de Lucy. Pasó a cinco metros de Fontenot, pero éste no le vio. Pike se metió tras las aves del paraíso y después subió hasta la puerta de Lucy. Fontenot había desaparecido: el edificio bloqueaba su campo de visión.

Pike se apartó bastante de la mirilla. Lucy había estado incómoda en su presencia desde de la historia de Sobek, por lo que quería que lo viera antes de abrir. Llamó con los nudillos, procurando no hacer mucho ruido.

La puerta se abrió.

– Lamento lo de Ben -dijo Pike.

Era una mujer fuerte y atractiva, incluso destrozada por los nervios como en aquel momento. Antes de que Lucy y Ben dejaran Luisiana para irse a vivir a Los Ángeles, antes de lo de Sobek, Pike había jugado al tenis con ella y con Elvis. Ninguno de los dos socios sabía demasiado de aquel deporte, pero disputaron un partido contra Lucy para ver qué tal se les daba. Se colocaron en un lado de la pista y ella en el otro. Era rápida y diestra; sus pelotas se colaban bajas, justo por encima de la red, y no conseguían alcanzadas. Se había reído, relajada y segura de sí, mientras les pegaba una paliza. Ahora parecía perdida.

– ¿Dónde está Elvis?

– Se ha ido.

Lucy miró la calle, detrás de él.

– ¿Cuándo has vuelto de Alaska? -preguntó.

– Hace unas semanas. ¿Puedo pasar?

Lo dejó entrar. Tras cerrar la puerta, se quedó esperando con la mano todavía en el pomo. Pike advirtió que se sentía violenta. No iba a quedarse mucho tiempo.

– Estoy vigilando al otro lado de la calle. Me ha parecido que debías saberlo.

– Richard ya tiene a alguien fuera.

– Lo sé. Lo he visto. Él a mí no.

Lucy cerró los ojos y se apoyó contra la puerta como si quisiera dormir hasta que todo hubiera pasado. A Pike le dio la impresión de que la comprendía. Debía de estar sufriendo mucho con la desaparición de Ben. Recordó cómo su madre recibía los puñetazos que iban dirigidos a él. Cada noche.

No tenía muy claro por qué se había presentado allí ni qué quería decir. Tener las ideas claras era muy útil. Últimamente había demasiadas cosas poco claras.

– He visto salir a Elvis.

Ella negó con la cabeza, sin abrir los ojos, todavía apoyada contra la puerta.

– No quiero que ninguno de los dos se inmiscuya. Lo único que vais a conseguir es que empeore la situación de Ben.

– Está pasándolo mal.

– Joder, yo también. Y, además, ¿a ti qué te importa? Ya sé que sufre, y lo lamento.

Él buscó las palabras con prudencia.

– Quiero decirte algo.

El peso del silencio de Pike hizo que Lucy abriera los ojos.

– ¿Qué?

No sabía cómo empezar.

– Quiero decírtelo.

Lucy empezó a ponerse de mal humor y se apartó de la puerta.

– Joder, Joe, nunca dices nada y de repente te presentas aquí dispuesto a hablar. Si quieres soltar algo, hazlo de una vez.

– Te quiere.

– Qué bien. No tenemos ni idea. de lo que le está pasando a Ben, pero a ti sólo te importa lo que sienta Elvis.

Pike la observó detenidamente.

– No te caigo bien.

– No me gusta comprobar que la violencia os sigue a todas partes, lo mismo a ti que a él. Conozco a muchos policías y ninguno vive así. Conozco a fiscales federales y estatales que han pasado años trabajando en acusaciones contra asesinos y jefes mafiosos y a ninguno de ellos le han secuestrado un hijo. Y eso es en Nueva Orleans. ¡Por favor! ¡Y ninguno atrae la violencia como vosotros! No sé cómo he podido ser tan tonta para meterme en un lío como éste.

Pike se encogió de hombros.

– No he escuchado la grabación. Sólo sé lo que nos ha contado Starkey. ¿Te lo crees?

– No. Claro que no -repuso ella-. Ya se lo he dicho a él. Joder, ¿tengo que repetir la misma conversación? -Parpadeó y cruzó los brazos en un gesto enérgico-. Mierda, no soporto llorar.

– Yo tampoco.

Lucy se frotó la cara con fuerza y replicó:

– No sé si lo dices en broma. Nunca sé si hablas en serio o no.

– Si no te crees esas acusaciones, confía en él.

– ¡Me preocupo por Ben! -gritó ella-. No se trata ni de mí ni de él ni de ti. Tengo que protegerme y proteger a mi hijo. No puedo permitir que esta locura controle mi vida. ¡Soy una persona normal! ¡Quiero serlo! ¿Estás tan desquiciado que crees que esto es normal? ¡Pues no lo es! ¡Esto es una locura!

Levantó los puños como si quiera golpearle el pecho. Pike la habría dejado, pero ella se limitó a quedarse quieta, con las manos en alto, hecha un mar de lágrimas.

Pike ya no sabía qué más decir. Siguió observándola por unos momentos y después apagó la luz.

– Enciéndela cuando me haya ido.

Abrió la puerta y salió. Bajó las escaleras sigilosamente y pasó por entre los arbustos, pensando en lo que le había dicho Lucy, hasta llegar al Marquis. Las ventanillas estaban bajadas. Fontenot se había encorvado tras el volante y semejaba un hurón asomado por encima de un tronco. Pike se colocó a tres metros, y él ni se enteró. Por eso Pike lo odiaba, porque había visto a Elvis salir de casa de Lucy y había advertido que sufría. Los momentos vacíos que se arremolinaban en torno a Pike se llenaron de rabia. Su peso, cada vez mayor, se convirtió en una marea. Podía haberlo matado hacía diez minutos y de repente se planteó hacerlo en aquel instante.

Se acercó más al Marquis. Apoyó la mano en la puerta trasera. Fontenot no se enteró. Dio un golpetazo con la mano abierta contra el capó, produciendo un ruido semejante a un disparo. El ocupante del vehículo dio un respingo y buscó apresuradamente su pistola por debajo de la americana.

Pike le apuntó a la cabeza. Fontenot se quedó paralizado al ver la pistola. Se relajó un poco al reconocer a Pike, pero tenía demasiado miedo para moverse.

– Mierda, ¿qué haces?

– Vigilarte.

El rostro de Fontenot flotaba al final del arma de Pike como un globo con una diana dibujada. Pike intentó decir algo, pero la ola de momentos pesados ahogó su voz hasta convertirla en un susurro y estuvo a punto de arrastrarlo.

– Quiero decirte algo.

Fontenot miró a un lado y a otro, como si esperase ver a alguien.

– ¡Me has acojonado, cabrón! ¿De dónde has salido? ¿Y qué coño estás haciendo?

Pike fue vaciando los momentos que caían sobre él. Hizo un esfuerzo para resistirse a la marea.

– Quiero decírtelo.

– ¿Qué?

Los momentos se vaciaron. Pike recuperó el control. Bajó la pistola.

– ¿Qué es lo que quieres decir, joder?

Pike no contestó.

Se fundió con la oscuridad. Al cabo de pocos minutos volvía a estar bajo el árbol del caucho, sin que Fontenot lo supiera.

Se quedó pensando en Luay y en Elvis. La verdad era que Cole nunca le había contado gran cosa, pero si se prestaba atención no hacía falta preguntar. Los mundos que la gente se construía eran un libro abierto que mostraba sus vidas: la gente creaba lo que nunca había tenido pero siempre había querido. Todo el mundo era igual.

Pike se dispuso a esperar. Se dedicó a observar. Existía, sin más.

Los momentos vacíos fueron pasando uno tras otro.

12

Vida en familia


Se llamó Philip James Cole hasta los seis años, cuando su madre anunció, sonriendo como si estuviera ofreciéndole el regalo más maravilloso del mundo:

Voy a cambiarte el nombre. Vas a llamarte Elvis. Es un nombre mucho más original que Philip James, ¿no te parece? A partir de ahora vas a ser Elvis.

Jimmie Cole no sabía si su madre estaba jugando o no. Quizá fue esa incertidumbre lo que le dio tanto miedo.

– Pero si me llamo Jimmie.

– No, ahora te llamas Elvis. Elvis es un nombre ideal, ¿no crees? El mejor nombre del mundo. Te habría llamado Elvis cuando naciste, pero aún no lo había oído. Venga, dilo. Elvis. Elvis.

La madre sonrió, expectante. Jimmie meneó la cabeza.

– No me gusta este juego.

– Dilo. Elvis. Es tu nuevo nombre. Qué emocionante, ¿no? Mañana se lo contaremos a todo el mundo.

Jimmie se echó a llorar.

– Me llamo Jimmie.

Su madre sonrió con todo el amor del mundo, tomó su cara con ambas manos y lo besó en la frente con aquellos labios cálidos y húmedos.

– No, te llamas Elvis. A partir de ahora voy a llamarte Elvis, y todos los demás también.

Había estado fuera durante doce días. A veces hacía cosas así, se marchaba sin más, sin decir palabra, porque era su forma de ser. Ella decía que era un espíritu libre como el viento, pero Elvis había escuchado a su abuelo llamarla loca de atar. Desaparecía y su hijo despertaba y se encontraba vacío el piso o la caravana o el lugar en el que estuvieran viviendo aquel mes. El chico conseguía llegar a casa de un vecino, desde donde alguien llamaba a su abuelo o a la hermana mayor de su madre y uno de los dos se lo quedaba hasta que ella volvía. Cada vez que se marchaba, Jimmie se enfadaba consigo mismo por haberla echado. Cada día, mientras su madre estaba lejos, prometía a Dios que si la hacía volver sería mejor chico.

– Serás feliz siendo Elvis. Ya lo verás, Elvis.

Aquella noche su abuelo, un hombre mayor de tez pálida, que olía a naftalina, se puso a agitar el periódico, desesperado.

– No puedes cambiarle el nombre al crío. Tiene seis años, por el amor de Dios. Ya tiene nombre.

– Claro que puedo cambiarle el nombre -replicó su madre con satisfacción-. Para algo es mi hijo.

El niño se puso de pie y después volvió a sentarse en una silla ancha y maltrecha. Su abuelo siempre estaba de mal humor y era muy impaciente.

– Eso es una locura. ¿Qué le pasa a tu cabeza?

La madre de Jimmie se retorcía los dedos de una mano con la otra.

– ¡A mi cabeza no le pasa NADA! ¡ Y no vuelvas a decirlo!

Su abuelo sacudió la mano.

– ¿Qué clase de madre desaparece como tú y pasa días sin decir nada? ¿De dónde sacas estas estupideces como lo del nombre? ¡El niño ya tiene un nombre! Lo que debes buscarte es un trabajo, por el amor de Dios. Estoy harto de pagarte las facturas. Deberías estudiar algo.

Su madre se retorció los dedos con tanta desesperación que a Jimmie le dio la impresión de que iba a arrancárselos.

– ¡A mi cabeza no le pasa NADA, NADA, NADA! ¡El que tiene problemas eres TÚ!

Salió disparada de la casita y Jimmie se fue tras ella, aterrado ante la posibilidad de no volver a verla. Más tarde, ya en su piso, su madre dedicó la tarde a pintar un cuadro en que aparecía un pájaro rojo con una cajita de óleos que había comprado en unos grandes almacenes.

Jimmie quería que estuviera contenta, así que le dijo:

– Es muy bonito, mami.

– Los colores no quedan bien. Nunca consigo dar con los colores. Qué pena, ¿no?.

Jimmie no pegó ojo aquella noche. Tema miedo de que lo abandonase.

Al día siguiente, su madre se comportó como si no hubiera sucedido nada. Lo llevó al colegio, lo hizo acercarse al estrado de la clase y dio la noticia:

– Queremos que todo el mundo sepa que Jimmie tiene nombre nuevo. Quiero que todos le llaméis Elvis. ¿A que es un nombre muy original? Bueno, pues os presento a Elvis Cole.

La señorita Pine, una mujer encantadora que era la maestra de Jimmie, se la quedó mirando con cara extraña. Algunos de los niños se echaron a reír. Carla Weedle, que era tonta, hizo exactamente lo que le habían pedido.

– Hola, Elvis -lo saludó.

Todos los chavales se rieron. Jimmie se mordió la lengua para no echarse a llorar.

– Señora Cole, ¿puedo hablar un momento con usted? -pidió la maestra.

Ese mismo día, a la hora del almuerzo, Mark Toomis, un alumno de segundo que tenía un año más que Jimmie, la cabeza en forma de patata y cuatro hermanos mayores, le dijo en tono de burla:

– ¿Quién te crees que eres, un roquero de esos que van en moto? Pues a mí me pareces un mariquita.

Mark Toomis lo tiró al suelo de un empujón y todo el mundo se carcajeó.

Tres meses antes, su madre había desaparecido en pleno verano. En aquella ocasión, como siempre que se marchaba, Jimmie despertó y no la encontró. Como todas las demás veces, no dejó ninguna nota ni le dijo adónde iba, sino que se marchó sin más. Vivían en un piso que era en realidad un garaje reformado y que estaba en la parte trasera de un caserón, pero a Jimmie le dio miedo preguntarles a los viejos, que vivían en éste si sabían dónde estaba su mamá; había oído los gritos que le pegaban para que les pagara el alquiler. Jimmie aguardó todo el día, con la esperanza de que su madre en realidad no se hubiera ido, pero cuando oscureció echó a correr hacia la casa.

Aquella noche, su tía Lynn, que se pasaba mucho tiempo al teléfono susurrando cosas al abuelo, le dio pastel de melocotón, le dejó ver la televisión y se acurruco a su lado en el sofá. Trabajaba en unos grandes almacenes del centro y salía con un hombre que se llamaba Charles.

Te quiere, Jimmie -le aseguró la tía Lynn-. Lo que pasa es que tiene problemas.

– Yo intento portarme bien.

– ¡Si eres muy buen chico, Jimmie! No tiene nada que ver contigo.

– Y entonces ¿por qué se va?

La tía Lynn lo abrazó. El contacto de sus pechos le dio sensación de seguridad.

– No lo sé. Se va porque se va. ¿Sabes qué me parece a mí?

– ¿Qué?

– Que lo que intenta es encontrar a tu padre. ¿No sería estupendo que encontrara a tu papá?

Al escuchar aquello Jimmie se sintió mejor, incluso algo ilusionado. No conocía a su padre y ni le había visto en foto. Nadie hablaba de él, ni siquiera su madre, y nadie sabía su nombre. Jimmie había preguntado una vez a su abuelo si lo conocía, pero el viejo se había quedado mirándolo y había contestado:

– Seguramente no lo conoce ni la idiota de tu madre.

Aquella vez la madre de Jimmie estuvo cinco días sin dar señales de vida, y después, como siempre, regresó sin dar explicaciones.

Desde entonces habían pasado muchos meses, y aquella tarde, tras la ausencia de doce días y el anuncio del cambio de nombre, Jimmie y su madre se habían puesto a comer hamburguesas sentados a la mesita de la cocina.

– Mami…

– ¿Qué pasa, Elvis?

– ¿Por qué me has cambiado el nombre?

Te he dado un nombre original porque eres un jovencito distinto de los demás. Me gusta tanto tu nuevo nombre que a lo mejor me lo pongo yo también, y entonces nos llamaremos Elvis los dos.

Jimmie había dedicado la mayor parte de aquellos doce días a pensar en lo que le había dicho ese verano su tía Lynn, que cuando su madre desaparecía se dedicaba a buscar a su padre. Él quería que fuera cierto. Quería que lo encontrase y lo convenciera de que volviera a casa, para ser una familia normal como las demás. Y entonces su mamá ya no se iría nunca más. Reunió el valor necesario para preguntar:

¿Te has ido a buscar a mi papa? ¿Por eso te has marchado?

Su madre se quedó quieta, con la hamburguesa a medio camino del plato a la boca. Lo miró durante lo que a él le pareció una eternidad, y después dejó el bocadillo en la mesa.

– Pues no, claro que no. ¿De dónde has sacado eso?

– ¿Quién es mi papá?

Ella se echó hacia atrás en la silla, con expresión de picardía.

Ya sabes que no puedo decírtelo. El nombre de tu papá es un secreto. No puedo decirle a nadie cómo se llama tu padre y jamás lo haré.

– ¿Se llamaba Elvis?

Su madre se echó a reír.

– No, tontito.

– ¿Y Jimmie?

– No, y tampoco Philip. Y si me vas preguntando uno por uno por todos los nombres que existen te contestaré que no, no y no. Pero sí voy a decirte algo muy especial.

Jimmie se asustó. Nunca le había contado nada sobre su padre y de repente se dio cuenta de que no estaba seguro de si quería saber nada. Pero ella sonreía. Bueno, más o menos.

– ¿Qué?

Su madre apoyó las palmas de las manos sobre la mesa. Tenía la cara iluminada como una bombilla. Se inclinó hacia él con expresión traviesa y una amplia sonrisa en el rostro.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– ¡Sí!

Se la veía llena de vida, con una energía que era incapaz de contener. Con las manos apretaba nerviosamente el borde de la mesa.

– Es un regalo. Un regalo muy especial que te hago, algo que solo yo puedo darte.

– Dímelo, por favor, mamá. Por favor.

– Soy la única que lo sabe. Soy la única que puede hacerte este regalo especial. ¿Lo entiendes?

– ¡Sí, sí!

– ¿Te portarás bien si te lo digo? ¿Serás muy, muy bueno y me prometes que será siempre un secreto entre tú y yo?

– ¡Sói, sí, voy a ser bueno!

Su madre suspiró profundamente y después le acarició el rostro con tanto amor y dulzura que Jimmie lo recordaría durante años.

– Bueno, muy bien. Voy a decírtelo. Es un secreto superespecial para un niño superespecial, algo que quedará sólo entre tú y yo, por siempre jamás.

– Entre tú y yo. ¡Dímelo ya, mamá, por favor!

Tu padre es hombre bala.

Jimmie la miró atónito.

– ¿Qué es eso?

– Un hombre bala es alguien tan valiente que deja que lo metan en un cañón y le disparen sólo para volar por los aires. Piénsalo, Elvis: vuela por los aires, él solo por encima de las cabezas de todo el mundo, de toda la gente que tiene ganas de estar ahí arriba con él, de ser tan valiente y tan libre como él. Así es tu padre, Elvis, y nos quiere mucho a los dos.

Jimmie no sabía qué decir. A su madre le brillaban los ojos, como si hubiera esperado toda la vida para decírselo.

– ¿Y por qué tiene que ser secreto? ¿Por qué no podemos hablar de él a todo el mundo?

La mirada de su madre lo llenó de tristeza. Volvió a acariciarle la mejilla con delicadeza y dulzura.

Tu papá es nuestro secreto porque es alguien muy especial, Elvis, y eso es al mismo tiempo maravilloso y terrible. La gente quiere que todo el mundo sea normal. No les gusta que haya personas diferentes. No les gusta que pase un hombre volando por encima de sus cabezas mientras ellos se quedan con los pies en la tierra. Si eres especial la gente te odia, porque les recuerdas todo lo que no son, Elvis, así que vamos a mantenerlo todo en secreto para evitamos problemas. Tú recuerda que te quiere y que yo también te quiero. Recuérdalo siempre, da igual adónde haya ido o cuánto tiempo esté fuera o lo mal que vayan las cosas. ¿Te acordarás?

– Sí, mamá.

– Muy bien. Y ahora vámonos a la cama.

Aquella noche el llanto de su madre lo despertó. Se acercó sigilosamente a la puerta de su dormitorio, desde donde la vio dar vueltas bajo las sábanas, diciendo cosas que no comprendía.

Yo también te quiero, mamá -dijo Elvis Cole.

Cuatro días después, su madre volvió a desaparecer.

La tía Lynn se llevó a Elvis a casa del abuelo, que salió afuera con el periódico para poder leerlo en paz. Aquella noche el anciano preparó bocadillos de picadillo de carne con mucha mayonesa y pepinillos y los sirvió con papel de cocina. El abuelo se habla mostrado distante toda la tarde, por lo que a Elvis le daba miedo abrir la boca, pero tenía tantas ganas de hablar con alguien de su padre que le dio la impresión de que iba a ahogarse.

– Le he preguntado por mi papá -anunció.

El viejo siguió hincando el diente al bocadillo. Se le quedó un poquito de mayonesa pegada a la barbilla.

Trabaja de hombre bala.

– ¿Eso es lo que te ha contado?

– Lo disparan con un cañón para que salga volando por los aires. Me quiere mucho. Ya mamá también. Nos quiere a los dos.

El anciano se terminó el bocadillo y miró a Elvis en silencio. Al chico le pareció que estaba triste. Terminada la cena, el abuelo hizo una pelota con la hoja del papel de cocina y la tiró.

– Se lo ha inventado. La pobre ha perdido la chaveta.

Al día siguiente, el abuelo llamó a la División de Protección a la Infancia del Departamento de Asistencia Social. Aquella misma tarde fueron a buscarlo.

13

Tiempo desde la desaparición: 31 horas, 22 minutos


Me llevé la cinta a casa y la puse sin detenerme a pensar o a sentir nada. En la DIC iban a digitalizarla y después a pasarla por un equipo informático para intentar descifrar ruidos de fondo y así averiguar desde dónde se había realizado la llamada. Determinarían las características vocales del secuestrador y más adelante las compararían con las de los sospechosos. Yo ya sabía que no iba a reconocer la voz, así que escuché atentamente para hacerme una idea de cómo era aquel hombre.

«¡Mataron salvajemente a veintiséis personas inocentes! No sé exactamente cómo empezó…»

No tenía acento, lo que significaba que seguramente no era ni del Sur ni de Nueva Inglaterra. Rodríguez era de Brownsville, en Tejas, y Crom Johnson, de Alabama. Los dos tenían acentos marcados, y sus amigos de la infancia y sus familiares probablemente también. Roy Abbott era del estado de Nueva York y Teddy Fields, de Michigan. No me parecía recordar que ninguno de los dos tuviera acento, aunque Abbott hablaba con la pronunciación meticulosa de un granjero del Norte y utilizaba expresiones del campo.

«Estaban en la selva, totalmente solos…»

El hombre de la grabación parecía más joven que yo; no era ningún chaval, pero sí demasiado joven para haber ido a Vietnam. Tanto Crom Johnson como Luis Rodríguez tenían hermanos pequeños, pero había hablado con ellos al regresar al mundo y me costaba creer que estuvieran metidos en aquello. Abbott tenía alguna hermana y Fields era hijo único.

«… y juraron mantener el secreto, pero Cole no se fiaba de ellos…»

Hablaba de forma melodramática, con un tono de superioridad, como si hubiera elegido las palabras para aumentar el efecto dramático al máximo en el mínimo tiempo.

«… Abbott, Rodríguez, los demás… ¡Los asesinó para deshacerse de los testigos! ¡Fusiló a su propio equipo!»

Los hechos que narraba parecían sacados de una película de las destinadas al mercado del vídeo, algo forzado.

«… ¡Yo estaba allí, señora! Lo sé muy bien.»

Pero no era cierto. Aquel día en la selva sólo éramos cinco, y los otros cuatro habían muerto. El cadáver de Crom Johnson no se había encontrado, pero se le había desprendido la cabeza en mis propias manos.

Volví a ponerla.

«… ¡Yo sé lo que pasó y usted no, así que ESCUCHE!»

Sonaba furioso, pero era una furia superficial. Sus palabras tendrían que haber retumbado de rabia del mismo modo que un cable de alta tensión silba cuando pasa por él la energía que lo quema. Pero parecía como si pronunciara las palabras sin acabar de creérselas.

Me hice otro café y escuché la cinta una vez más. La falsedad de su tono me convenció de que no nos conocía, ni a mí ni a los demás. Estaba actuando. Me había pasado toda la noche intentando averiguar quién era sin lograrlo, pero quizá la respuesta al enigma fuese intentar descubrir cómo sabía lo que sabía. Si no había estado en el ejército conmigo, ¿cómo había oído hablar de Rodríguez y de Abbott? ¿Cómo conocía el número de nuestro equipo y que yo era el único que había sobrevivido?

La casa crujía igual que una bestia al cambiar de postura durante la noche. La escalera que llevaba a mi altillo se había convertido en algo inquietante; el pasillo que conducía a la habitación de Ben terminaba en la oscuridad. El hombre de la grabación había vigilado mi casa y a mí, así que sabía cuándo estábamos y cuándo no. Subí a buscar la caja de puros y me senté con ella en el suelo.

Cuando un soldado se licenciaba, le entregaban lo que llamaban el formulario 214, en el que aparecían las fechas de servicio, las unidades a las que había pertenecido, su preparación y una lista de citaciones, si es que había recibido alguna; se trataba de una especie de resumen de su paso por el ejército. Los detalles eran escasos, ero siempre que un soldado recibía una medalla o una condecoración le entregaban también una copia de las órdenes que la acompañaban, Y en ellas se explicaba por qué el ejército consideraba apropiada la distinción. Rod, Teddy y los demás habían muerto y a mí me habían dado una medalla de cinco puntas con un lazo rojo, blanco y azul como la bandera. Nunca me la había puesto, pero había conservado las órdenes. Las releí. La narración de los hechos de aquella jornada era sucinta, y en ella sólo aparecía el nombre de otro de los soldados, Roy Abbott. No se decía nada de los otros tres. El secuestrador de Ben podía haber sacado parte de la información de mi casa, pero no toda.

Pasaban diez minutos de las cinco cuando doblé los papeles y los dejé a un lado. Hacía ya más de treinta y seis horas de la desaparición de Ben y casi cincuenta que yo no dormía. Me lavé los dientes, me di una ducha y me puse ropa limpia. A las seis en punto de la mañana llamé al Departamento de Personal del ejército en Saint Louis, donde eran las ocho. A esa hora el ejército ya estaba en funcionamiento.

Pedí hablar con alguien que estuviera a cargo de los historiales.

Se puso un hombre mayor.

– Historiales. Al habla Stivic.

Me identifiqué como veterano y le di mi fecha de licencia y mi número de la Seguridad Social.

– Quiero saber si alguien ha solicitado mi expediente 201 -le conté-. ¿Si hubiera pasado tendrían constancia ustedes?

Si el formulario 214 era el esqueleto del historial militar, el expediente 201 de un soldado contenía el historial detallado. Quizás en mi 201 aparecían los demás nombres. Quizás el tío de la grabación había logrado hacerse con una copla y por eso conocía los nombres de Rodríguez y Johnson.

– Si se hubiera enviado el historial a alguien tendríamos constancia de ello.

– ¿Cómo puedo saberlo?

– Ya lo sabría. El formulario 214 puede pedirlo cualquiera, pero e1201 es privado. No lo entregamos sin permiso por escrito a menos que haya una orden judicial.

– ¿Y si alguien se hiciera pasar por mí?

– ¿Quiere decir, por ejemplo, si usted no fuera quien dice ser ahora?

– Sí. Eso mismo.

– ¿Qué coño es esto? -dijo Stivic, a todas luces molesto-. ¿Una broma?

– Han entrado en casa y me han robado. Se han llevado mi 214 y tengo la impresión de que el ladrón puede haber conseguido el 201 con intenciones delictivas.

Seguramente no debería haber utilizado aquellas palabras, que parecían sacadas de un serie de televisión barata.

– A ver, mire: el expediente 201 no se entrega así como así -dijo Stivic-. Si nos hubiera solicitado una copia tendría que haberlo hecho por escrito y haber incluido una huella del pulgar. Si alguien más quisiera su 201, digamos que para una solicitud de trabajo o algo así, debería contar con el permiso de usted. Ya le digo que la única forma de que alguien se haga con un 201 sin su conocimiento es por orden de un juez, así que, a menos que ese tipo le haya robado el pulgar, no tiene por qué preocuparse.

– De todos modos sigo queriendo saber si alguien lo ha solicitado, y no puedo esperar ocho semanas a que me envíen la respuesta.

– Tenemos a cincuenta y dos personas en el departamento. Enviamos dos mil cartas al día. ¿Quiere que pegue un grito para ver si a alguien le suena su nombre?

– ¿Ha sido usted marine? -pregunté.

– Sargento mayor. Retirado. Si quiere saber quién ha solicitado el qué, de me su número de fax y veré qué puedo hacer. Si no, encantado de haber hablado con usted.

Le di mi número de fax sólo para que siguiera hablando.

– Tengo otra pregunta, sargento mayor.

– Dispare.

– ¿Mi 201 puede obtenerlo directamente en el ordenador?

– Ni hablar. No voy a decide nada que esté en el 201 de nadie.

– Sólo quiero saber si en él aparece detallado un episodio concreto. No quiero que me dé la información, sólo si la explicación contiene dos nombres. Si es así, solicitaré el expediente y tendrá usted todas las huellas de mi pulgar que quiera. Si no, lo único que estamos consiguiendo los dos es perder el tiempo.

Stivic titubeó.

Se trata de un episodio de combate? -quiso saber.

– Sí, señor.

Dudó otra vez. Se lo estaba pensando.

– ¿Me repite el nombre?

Oí que tecleaba mientras se lo decía y después el tenue silbido de su aliento.

– ¿Están en el informe los nombres de Cromwell Johnson y Luis Rodríguez?

– Sí, sí que están -contestó con voz ronca-. Esto… ¿Aun quiere saber si alguien ha solicitado este expediente?

– Sí, sargento mayor.

– Deme su número de teléfono y lo averiguaré personalmente. Puede que tarde un par de días, pero le haré el favor.

– Gracias, sargento mayor. Se lo agradezco mucho.

Le di mi teléfono y ya iba a colgar cuando su voz me detuvo:

– Señor Cole, escuche… Debió de ser usted un buen marine. Me habría sentido orgulloso de servir a su lado.

– Tal como lo cuentan parece mejor de lo que era.

– No. No, es cierto -repuso bajando la voz-. Pasé treinta y dos años con los marines y ahora estoy aquí contestando al teléfono porque perdí un pie en el Golfo. Sé cómo lo cuentan y sé cómo era en realidad. En fin, voy a averiguarle eso, señor Cole, es lo mínimo que puedo hacer, joder.

Colgó antes de que pudiera darle otra vez las gracias. Los antiguos marines me resultaban fascinantes.

Aún no eran las seis y media, por lo que ya casi serían las nueve y media en Middletown, en el estado de Nueva York. Si el hombre de la grabación no se había agenciado una copia de mi 201, sólo disponía de un nombre, el de Roy Abbott. La jornada debía de estar promediando para una familia dedicada a una granja lechera. Había escrito a los Abbott acerca de la muerte de Roy y había hablado una vez con ellos. No recordaba el nombre de pila del padre, pero la centralita de información de Nueva York sólo tenía constancia de siete Abott en Middletown y repasó la lista sin ponerme trabas. Cuando dijo su nombre lo recordé. Me dio el número y colgué. Me puse a pensar en lo que iba a decirle y cómo. «Hola, soy Elvis Cole. ¿Hay alguien de su familia que quiera matarme?» Nada me parecía adecuado y todo me resultaba violento. «¿Se acuerda de aquel día en que le devolvieron a Roy en una caja?» Me preparé otro café e hice un esfuerzo para ponerme otra vez al teléfono. Los llamé.

Contestó una señora mayor.

– ¿Señora Abbott?

– Sí, ¿quién habla?

– Me llamo Elvis Cole. Estuve con Roy en el ejército. Hablé con usted hace mucho tiempo. ¿Se acuerda?

Me temblaban las manos, seguramente por el exceso de café. Habló con alguien lejos del aparato y después se puso el señor Abbott.

– Soy Dale Abbott. ¿Con quién hablo?

Por la voz parecía como lo había descrito Roy: franco y directo, con el acento típico de los granjeros de aquella zona.

– Elvis Cole. Estuve con Roy en Vietnam. Les escribí hace mucho tiempo para contarles lo que había sucedido y después hablamos una vez.

– Ah, sí, me acuerdo. Mamá, es aquel ranger, el que conocía a Roy. Sí, ¿cómo está, joven? Aún conservamos aquella carta suya. Nos ayudó mucho.

– Señor Abbott -le dije-, ¿los ha llamado alguien recientemente para hablar de Roy y de lo que sucedió?

– No. Aguarde que se lo pregunte a mi mujer. Mamá, ¿ha llamado alguien para preguntar por Roy?

No tapó el auricular. Hablaba con su esposa con la misma claridad que conmigo, como si las dos conversaciones fueran una sola. La voz de ella se oía apagada.

– No, me dice que no -respondió el señor Abbott-. No ha llamado nadie. ¿Por qué quiere saberlo?

Al marcar el número no había sabido qué decir. No tenía intención de contarles por qué les telefoneaba ni que Ben había sido secuestrado, pero sin darme cuenta se lo solté todo. Quizá fue por la amistad que me había unido a Roy, quizá por la sinceridad que reflejaba la voz del Dale Abbott, pero lo cierto es que las palabras salieron de mi boca como si estuviera confesándome. Le conté que habían secuestrado a un niño llamado Ben Chenier, que el secuestrador había llamado que yo tenía miedo de no ser capaz de encontrarlo, de no poder salvarlo.

Dale Abbott no dijo gran cosa, pero me animó. Charlamos durante una hora acerca de Ben, de su hijo y de muchas cosas: las cuatro hermanas menores de Roy estaban casadas y teman hijos, tres de ellas con granjeros y la cuarta con un vendedor de tractores John Deere. De las cuatro, tres tenían un hijo que se llamaba Roy en honor a su hermano, y una incluso un crío que llevaba mi nombre. Yo no sabía nada, no tenía ni idea.

En un momento dado, el señor Abbott dejó que se pusiera la madre de Roy y, mientras hablaba con ella, buscó la carta que les había escrito.

– Tengo su carta aquí mismo -me dijo cuando volvió a ponerse al aparato-. Hicimos fotocopias para todas las niñas, ¿sabe? Querían tener una copia.

– No, no lo sabía.

– Quiero leerle algo de lo que nos escribió. No sé si se acordará, pero esto significó mucho para mí. Lo que nos puso son palabras suyas: «No tengo familia, así que me gustaba oír hablar de la de Roy. Le decía que tenía suerte de haber crecido con gente como ustedes y me contestaba que era cierto. Quiero que sepan que luchó hasta el final. Fue ranger hasta el último momento y nunca se rindió. Lamento mucho no haber sido capaz de devolvérselo. Siento mucho haber fracasado.» -Al señor Abbott se le quebró la voz. Hizo una pausa y añadió-: No fracasó, hijo. Nos devolvió a Roy. Consiguió que volviera a casa.

Me ardían los ojos.

– Lo intenté, señor Abbott. Lo intenté con todas mis fuerzas.

– ¡Y lo consiguió! Nos devolvió a mi hijo y no fracasó. Ahora váyase a buscar a ese otro chaval y devuélvaselo a su madre. Nadie lo culpa, hijo. ¿Lo comprende bien? Aquí nadie lo culpa ni lo ha culpado jamás.

Intenté decir algo, pero no pude.

El señor Abbot carraspeó y siguió hablando con voz más fuerte:

– Sólo tengo una cosa más que decirle. Lo que escribió en la carta, la parte esa en la que decía que no tenía familia, eso es lo único que no era cierto. Ha formado parte de esta familia desde el día en que mamá abrió el buzón. No le echamos la culpa, hijo. Nosotros le queremos. Eso es lo que pasa en una familia, ¿verdad? La familia te quiere contra viento y marea. Y allí arriba, en el cielo Roy también le quiere.

Le dije que tenía que dejarlo. Colgué el auricular y después salí al porche con una taza de café. Las luces del cañón iban apagándose a medida que el resplandor del cielo iba cobrando intensidad hacia el este.

El gato estaba agazapado en el borde del porche, con las patas bien metidas bajo el cuerpo, y contemplaba algo situado más abajo aún en penumbra. Me senté a su lado y dejé las piernas colgando en el vacío, por debajo de la barandilla. Le acaricié el lomo.

– ¿Qué ves, colega?

Sus enormes ojos negros estaban fijos en algo. Tenía el pelo frío a aquella hora de la madrugada, pero su corazón latía con fuerza por debajo, bien calentito.

Había comprado la casa a los pocos años de regresar de la guerra. Aquella primera semana, después de firmar las arras, decapé los suelos de madera, alisé las paredes e inicié el proceso de transformación de la vivienda de otra persona en la mía propia. Decidí reconstruir la barandilla que bordeaba el porche para poder sentarme con los pies colgando en el aire. Estaba allí fuera un día, trabajando, cuando el gato subió de un salto al porche. No parecía muy contento de verme. Tenía las orejas gachas y la cabeza ladeada, y me miraba como si fuera su peor enemigo. Llevaba un lado de la cara hinchado y en él una herida rojiza de la que goteaba sangre. Recuerdo que le pregunté: «Eh, colega, ¿qué te ha pasado?» Soltó un bufido y se le erizó el pelo, pero no parecía asustado; estaba de mal humor porque no le gustaba encontrarse a un desconocido en su casa. Le saqué una taza de agua y seguí trabajando. Al principio se comportó como si el agua no estuviera allí, pero luego bebió. Parecía que le costaba, así que me imaginé que tendría aún más dificultades para tragar algo sólido. Estaba sucio y flacucho; seguramente hacía varios días que no comía. Deshice el bocadillo de atún que me había preparado para el almuerzo y con el pescado, la mayonesa y algo de agua hice una pasta; Cuando la coloqué cerca de la taza volvió a erizar el pelo. Me senté con la espalda apoyada contra la pared de la casa. Nos observamos mutuamente durante casi una hora. Al cabo de un rato se acerca a pescado y después lo lamió sin quitarme los ojos de encima. El agujero que tenía en la cara estaba amarillento debido a la infección. Parecía una herida de bala. Le tendí la mano. Bufó. No me moví. Tenía los músculos del hombro y del brazo entumecidos, pero era consciente de que si me apartaba perderíamos el vínculo que estábamos formando. Olisqueó el aire y se acercó más. Mi olor se había mezclado con el del atún, y en mis dedos aún quedaban restos de éste. Gruñó ligeramente. No me moví. Todo dependía de él. Me lamió el dedo y después se volvió para enseñarme el costado, lo cual para un gato es un gran paso. Toqué aquel pelo sedoso. Me permitió hacerla. Desde entonces somos amigos y desde aquel día en el porche ha sido el ser vivo con una presencia más constante en mi vida. Seguía siéndolo: aquel gato, junto con Joe Pike.

Le acaricié el lomo.

– Siento mucho haber dejado que se lo llevaran. No volveré a perderlo.

El gato me dio con la cabeza contra el brazo y después me contempló con aquellos ojos negros que eran como espejos. Al levantar la vista ronroneó.

El perdón lo es todo.


Un día aciago


Los cinco miembros de la patrulla 5-2 estaban sentados en el suelo del helicóptero. rodeados de las nubes de polvo rojo que levantaba el viento. Cole sonrió al primerizo, Abbott, un chaval bajito y robusto de Middletown, estado de Nueva York, al que estaba a punto de volársele la gorra.

Le dio un codazo en la pierna para avisarle.

– La gorra.

– ¿Qué?

Se inclinaron para acercarse y se pusieron a hablar a gritos a causa del rugido del motor de turbina. Aún estaban en la zona de despegue del campamento de los rangers, y el enorme rotar que había encima de sus cabezas iba cobrando velocidad mientras los pilotos se preparaban para levantar el vuelo.

Cole se tocó la gorra, ya descolorida, que se había colocado bajo nalga derecha.

– Que se te va a volar la gorra.

Abbott se percató de que ningún otro ranger más que él la llevaba puesta, y se la quitó bruscamente. Su sargento, un chico de veinte años de Brownsville, Tejas, llamado Luis Rodríguez, le guiño un ojo a Cole. Hacía una semana que Rodríguez había empezado su segunda etapa en Vietnam.

– ¿Tú crees que está nervioso?

El rostro de Abbott se tensó antes de responder.

– Yo no estoy nervioso.

A Cole, en cambio, le parecía por la cara que ponía que estaba a punto de vomitar. Era un novato. Había estado en la selva en tres misiones de adiestramiento, pero eso se hacía cerca del campamento y había pocas posibilidades de entrar en contacto con el enemigo. Aquélla era, en realidad, la primera misión de Abbott con los rangers.

Cole le dio una palmadita en la pierna y sonrió a Rodríguez.

– Qué va, sargento. Aquí tenemos a Clark Kent en versión ranger. Bebe peligro para desayunar y a la hora de comer ya tiene ganas de más; atrapa balas con los dientes y hace malabarismos con granadas cuando se aburre; no necesita este helicóptero para llegar a la zona de combate, pero es que disfruta de nuestra compañía…

Ted Fields, que también tenía dieciocho años y era de East Lansing, Michigan, animó a Cole a seguir.

¡Uh!

Rodríguez y Cromwell Johnson, el radiooperador (el hijo de diecinueve años de un aparcero de Mobile, Alabama), repitieron automáticamente:

– ¡Uh!

Era el grito de guerra de los rangers: «uh-ah» o, simplemente «uh». .

Todos estaban riendo por lo de Abbott. El blanco de sus ojos contrastaba con la pintura de camuflaje que cubría sus rostros. Menudo grupo formaban los cinco: cuatro hombres con mucha experiencia en la selva y un primerizo, cinco jóvenes vestidos con ropa de camuflaje y con los brazos, las manos y la cara pintados para pasar inadvertidas entre la vegetación tropical; iban armados con M16 y toda la munición, las granadas de mano y las minas Claymore que podían cargar, pero sólo con el material imprescindible para sobrevivr durante una semana en patrulla de reconocimiento en pleno Vietnam.

Cole y los demás intentaban quitar hierro al mido del novato.

El oficial al mando del helicóptero le dio un golpecito en la cabeza a Rodríguez, le hizo una señal levantando los dos pulgares y en pocos segundos el aparato se inclinó y se elevaron en el aire.

Cole se acercó al oído de Abbott e hizo bocina con las manos para que el viento no se llevara su voz.

– No te preocupes, no va a pasarte nada. Tú no te pongas nervioso y no hables.

Abbott asintió, serio.

– ¡Uh! -gritó Cole.

– Uh.

Roy Abbott había llegado a la compañía de los rangers hacía tres semanas y le habían asignado una litera en el barracón de Cole. A éste le cayó bien su nuevo compañero en cuanto vio las fotografías. Abbott no hablaba por los codos como hacían algunos de los nuevos, prestaba atención a lo que le decían los veteranos y se adaptó enseguida a su nueva vida, pero lo decisivo fue lo de las fotografías. Lo primero que hizo el novato fue colgar una fotos con chinchetas; no eran de coches de carreras ni de chicas del Playboy, sino de sus padres y de sus cuatro hermanas pequeñas. El viejo, de tez rubicunda, llevaba unos pantalones verde limón y una cazadora a juego; la madre era gruesa y poco agraciada, y las cuatro niñas eran clones de su madre, con el mismo pelo rubio rojizo, todas bien arregladas y normales, con sus falditas plisadas y sus granos.

Cole, tumbado en su litera con las manos en la nuca, las miraba fascinado. Observó a su compañero mientras colgaba las fotos y le hizo varias preguntas.

Abbott lo observaba con recelo, como si no fuera el primer listi!lo que se reía de él. Cole habría sido capaz de apostar diez dólares a que Abbott bendecía la mesa antes de comer.

– ¿Lo preguntas en serio?

– Pues claro.

Abbott le contó que todos trabajaban en la granja y que la familia vivía en el mismo pueblecito en el que había vivido sus tíos, sus primos y sus abuelos durante casi doscientos años, trabajando mismas tierras, yendo a los mismos colegios, adorando al mismo Dios y animando al equipo de fútbol americano de los Buffalo Bills, Su padre, que era diácono de la iglesia del pueblo, había luchado en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, Y ahora el hijo seguía sus pasos.

Cuando terminó de narrar su vida, le preguntó a Cole:

– ¿Y tu familia qué?

– No es lo mismo.

– ¿Cómo que no es lo mismo?

– Mi madre está chalada.

Tras una pausa, Abbott hizo otra pregunta porque no sabía qué decir:

– ¿Tu padre también era militar?

– No lo conozco. No sé quién es.

– Ah.

Después de aquello, Abbott guardó silencio, Terminó de colocar sus cosas y después se fue a buscar la letrina.

Cole se bajó de la litera de un salto para mirar las fotografías más de cerca. Probablemente, la señora Abbott hacía bollos. Y su marido debía de llevarse al chaval a cazar ciervos el día que se levantaba la veda. Seguro que cenaban todos juntos, reunidos en torno a una mesa muy larga. Así eran las familias de verdad, Cole siempre se las había imaginado haciendo esa clase de cosas.

Dedicó el resto de la tarde a afilar su cuchillo Randall y a arder en deseos de que la familia de Roy Abbott fuera la suya.


El helicóptero se inclinó ostensiblemente al sobrevolar una colina, descendió hacia un claro cubierto de maleza, resopló como si se dispusiera a posarse y después volvió a cobrar altura igual que si hubiera rebotado contra el suelo.

Abbott agarraba firmemente su M16, con los ojos como platos, mientras el aparato superaba las cimas de la colina.

– ¿Por qué no hemos aterrizado? ¿Había amarillos?

Vamos a hacer dos o tres aproximaciones falsas antes de posarnos. Así los del Vietcong no sabrán dónde saltamos.

Abbott estiró el cuello para ver lo que había fuera.

Rodríguez, que era el jefe del equipo, gritó a Cole:

Que no se nos caiga ese idiota!

Cole agarró la mochila de Abbott para aguantarle. Desde el día en que había visto las fotografías, se había hecho cargo del nuevo. Le había enseñado que podía quitar del equipo de combate para aligerar peso y cómo había que sujetar el material con cinta adhesiva a fin de que no hiciera ruido, y se había apuntado a dos de las misiones de adiestramiento de Abbott para asegurarse de que espabilaba. Le gustaba que le contara cosas de su familia. Johnson y Rodríguez también tenían familias numerosas, pero el padre del segundo era un borracho que pegaba a sus hijos.

El informe meteorológico de aquella mañana les había advertido que posiblemente lloviera y la visibilidad sería limitada, pero aun estando prevenido a Cole no le hicieron ninguna gracia las nubes negras que se habían formado sobre las montañas. El mal tiempo podía ser el mejor aliado de un miembro de los rangers, pero unas condiciones decididamente malas podían acabar con su vida; cuando las cosas se ponían feas de verdad solicitaban por radio helicópteros cañoneros, MedEvacs y salvamento, pero si no había visibilidad no podían volar, y cuando la proporción era de doscientos enemigos por soldado el camino de regreso a pie podía resultar excesivamente largo.

El aparato hizo otras dos aproximaciones falsas. La siguiente sería la buena.

– Preparados.

Los cinco rangers cargaron sus fusiles y pusieron los seguros. Cole se imaginó que Abbott tendría miedo, así que se acercó una vez más a él.

– No pierdas de vista a Rodríguez. En cuanto nos posemos saldrá corriendo hacia la selva. Manténte atento a los árboles, pero no dispares a menos que abra fuego alguno de nosotros. ¿Entendido?

– Sí.

– Adelante, rangers.

– ¡Uh!

El helicóptero se inclinó mucho siguiendo el viento, echó el morro hacia delante y después dejó de rugir y se posó a medio metro del cauce seco de un arroyo, al pie de un barranco. Cole tiró del brazo de Abbott para asegurarse de que saltaba y los cinco hombres cayeron sobre la hierba con un ruido sordo. Las hélices cobraron empuje y el helicóptero empezó a alejarse cuando aún no había llegado al suelo, dejándolos allí. Echaron a correr hacia los árboles, Rodríguez el primero y Cole a la cola. En cuanto se los tragó la selva, los miembros de la 5-2 se arrojaron a suelo formando una estrella de cinco puntas, con los pies juntos en el centro y mirando hacia fuera. De ese modo podían dominar un perímetro completo. Nadie dijo nada. Esperaron, atentos a cualquier movimiento.

Cinco minutos.

Diez.

La selva cobró vida. Los pájaros cantaban. Los monos gritaban. La lluvia repiqueteaba en el suelo en torno a ellos y se colaba inexorablemente por la triple cubierta vegetal que había encima de sus cabezas para dejar empapados sus uniformes.

Cole creyó oír el murmullo de un ataque aéreo, al oeste, a lo lejos, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de truenos. Se avecinaba una tormenta.

Rodríguez se puso en pie con cuidado. Cole le tocó la pierna a Abbott. Había que incorporarse. Nadie dijo nada. Era necesario ser disciplinado: el silencio resultaba fundamental.

Empezaron a ascender por la colina. Cole se sabía las órdenes de carrerilla: tenían que llegar a lo alto de la colina por el norte y después seguir un sendero muy transitado por el ejército norvietnamita en busca de un complejo de búnkeres en el que los espías estadounidenses creían que estaba concentrándose un batallón de soldados profesionales del enemigo. Un batallón estaba formado por mil hombres. Los cinco miembros de la patrulla estaban infiltrándose en una zona en la que la proporción de enemigos era de doscientos hombres contra uno.

Rodríguez se puso en cabeza. Ted Fields se colocó tras él, lo que significaba que, mientras el primero miraba el suelo para encontrar un camino discreto, el segundo avanzaba con la vista fija en la selva por si aparecían los del Vietcong. Johnson llevaba la radio. Abbott le seguía y Cole iba por detrás de Abbott, cubriendo la retirada. Cole abría camino en algunas misiones, mientras que Rodríguez iba en segunda posición y Fields el último, pero Rodríguez estaba al mando y quería que Cole vigilara al novato.

Iban en fila india, a tres o cuatro metros de distancia el uno e otro, y subían silenciosamente por la pendiente. Cole observaba a Abbott y se estremecía cada vez que a éste se le enredaba una liana, pero en general le pareció que al chaval se le daba bien moverse por la selva.

Por encima de la colina los truenos rugían, y el aire se iba llenándose de neblina. Continuaron ascendiendo y se metieron en una nube.

Tuvieron que esforzarse mucho durante treinta minutos para llegar a lo alto. Una vez arriba Rodríguez los dejo descansar. El mal tiempo había llevado consigo la oscuridad y los envolvía la penumbra. Rodríguez fue mirándoles a todos a los ojos, uno por uno, y luego levantó la vista al cielo. Con un gesto les dio a entender que el mal tiempo era una putada. Sería imposible encontrar refugio en caso de necesitarlo.

Bajaron unos pocos metros por el otro lado de la colina y de repente Rodríguez levantó el puño. Automáticamente, los cinco hincaron una rodilla en tierra y apuntaron con los fusiles hacia ambos flancos para cubrir todo el terreno. Rodríguez hizo un gesto a Cole, que cerraba la fila. Con el índice y el corazón formó una uve, como el signo de la victoria, y después hizo una ce con el pulgar y el índice. Señaló el suelo y a continuación abrió y cerró el puño tres veces: cinco, diez, quince. Rodríguez calculaba que había quince soldados del Vietcong.

Echó a andar hacia el otro lado y, uno a uno, los demás lo siguieron. Cole vio un sendero estrecho cubierto de huellas superpuestas. Las habían dejado sandalias hechas con neumáticos viejos. Aún se veían bien, por lo que calculó que debían de haber pasado por allí hacía sólo diez o quince minutos. Los del Vietcong estaban cerca.

Abbott volvió la cabeza hacia Cole. Regueros de lluvia corrían por su cara, y tenía los ojos muy abiertos. Cole también estaba asustado, pero logró sonreír. Nadie le ganaba en aplomo. Venga, soldados, que podemos conseguirlo.

La patrulla 5-2 llevaba cincuenta y seis minutos en la selva. Les quedaban menos de doce de vida.

Siguieron la cima de la colina durante menos de cien metros y encontraron el sendero principal. Estaba plagado de huellas del Vietcong y del ejercito de Vietnam del Norte, y muchas de ellas eran recientes. Rodríguez levanto una mano y trazo un circulo con ella para hacer saber a sus hombres que se hallaban rodeados. Cole tenía la boca seca, a pesar de la lluvia.

Exactamente tres segundos después estalló la tragedia.

Rodríguez pasaba junto a una alta higuera de Bengala en el instante mismo en que un rayo partía el árbol por la mitad, lo lanzaba contra su mochila y hacía detonar la mina Claymore que llevaba sujeta a la parte superior. El tronco de Ted Fields se evaporó en medio de una niebla roja. Johnson, Abbott y Cole quedaron cubiertos de carne y sangre y la onda expansiva de la mina lanzó a Rodríguez contra el árbol. Cole notó la sacudida como si fuera un maremoto hipersónico que lo hubiese derribado. Le zumbaban los oídos y allí donde mirase veía una gran serpiente de luz coleando. El resplandor del rayo lo había cegado.

Johnson gritó por la radio:

– ¡Contacto! ¡Tenemos contacto!

Cole se abalanzó sobre Abbott como pudo y le tapó la boca a Johnson.

– ¡Silencio! ¡Estamos rodeados, Johnson, deja de berrear! Ha sido un rayo.

– Y una mierda. ¡Han sido morteros! No me he venido a quince mil kilómetros de casa para que acabe conmigo un rayo.

– ¡Ha sido un rayo! ¡Ha detonado la Claymore de Rodríguez!

¿Qué posibilidades había de que sucediera aquello? ¿Una entre un millón? ¿Entre diez mil millones? Estaban en lo alto de una colina, rodeados por el enemigo, y un rayo los hacía saltar por los aires.

– No veo nada. Estoy ciego -dijo Johnson.

– ¿Estás herido?

– No veo nada. Sólo formas de luz.

– Ha sido el resplandor, tío, como con un flash. A mí también me ha pasado. Tranquilízate. Fields y Rodríguez han caído.

Cole fue recuperando la visión lentamente y advirtió que a Johnson le sangraba la cabeza. Se volvió hacia Abbott, quien dijo:

Yo estoy bien.

Cole le dio a Johnson el radioteléfono que le había arrebatado hacía un momento.

– Llama al campamento. Diles que nos saquen de aquí.

– Entendido.

Cole se arrastró por delante de Johnson para ver a Fields. Se encontró con un amasijo de carne y jirones. Rodríguez estaba vivo, pero había perdido una parte del cráneo y el cerebro había quedado al descubierto.

– ¿Sargento? ¿Rodríguez?

No contestó.

Cole sabía que los del Vietcong iban a llegar enseguida a investigar el motivo de la explosión. Si querían sobrevivir tenían que alejarse de inmediato. Se dirigió otra vez a Johnson:

– Diles que tenemos una baja y un hombre con una herida craneal. Volveremos por el otro lado, por donde hemos venido.

Johnson repitió el informe de Cole en un murmullo apagado y después sacó un mapa plastificado para buscar sus coordenadas. Cole le indicó a Abbott que se adelantase.

Vigila el sendero.

El otro no se movió. Tenía la vista fija en lo que quedaba de Ted Fields y abría y cerraba la boca como un pez intentando respirar. Cole le agarró del arnés y le dio una sacudida.

– Joder, Abbott, ¡vigila si vienen los del Vietcong! No tenemos tiempo para alucinar.

Abbott levantó finalmente el fusil.

Cole vendó la cabeza de Rodríguez apretando bien y todo lo rápido que pudo. Su compañero se resistía e intentaba apartarle las manos. Cole se le subió encima para inmovilizarle y le puso un segundo vendaje. La lluvia había arreciado y se llevaba consigo la sangre. Los truenos retumbaban por la selva.

Johnson se arrastró hasta su lado.

– No pueden despegar por culpa de esta mierda de tormenta. Ya sabía yo que iba a pasar algo así. Qué gilipollas, mira que mandamos de misión cuando estaba previsto este tiempo. Ni siquiera hemos visto a un solo enemigo y nos ha jodido una mierda de rayo. Y encima no pueden acercarse los helicópteros. Estamos tirados.

Cole terminó de vendar a Rodríguez y sacó dos jeringuillas desechables. La morfina podía ser mortal para quien sufría una herida craneal, pero tenían que cargar a Rodríguez y moverse deprisa; si los del Vietcong los alcanzaban morirían todos. Cole le clavó las dos jeringuillas en el muslo.

– ¿Tú crees que entre los tres podemos cargar a Rodríguez ya Fields? -preguntó a Johnson.

– ¿Te has vuelto loco? Fields está hecho carne picada.

– Los rangers no dejan atrás a sus compañeros.

– ¿Es que no me has oído? Los helicópteros no pueden acercarse. Aquí nadie va a ninguna parte hasta que se alejen esas nubes.

La pierna de Ted Fields aún se movía, pero Cole hizo un esfuerzo para no mirar. Quizá tuviera razón Johnson; podían volver a buscarlo mas tarde, pero en aquel momento tenían que evacuar la zona antes de que los encontrara el Vietcong, y para cargar con Rodríguez iban a hacer falta dos hombres.

Vale, vamos a dejar a Teddy aquí. Abbott, tú ayúdame a llevar a Rodríguez. Crom, ponte detrás y cuéntales qué vamos a hacer.

– Muy bien.

Johnson informó por radio de las intenciones de la patrulla mientras Cole y Abbott levantaban a Rodríguez. En aquel instante surgió un géiser rojo del cuerpo de Abbott, seguido del chasquido seco de un AK-47.

– ¡Amarillos! -gritó Johnson, y acto seguido disparó una lluvia de balas por toda la jungla.

Abbott soltó a Rodríguez y cayó al suelo.

En la selva se produjo un estallido de ruido y resplandores.

Cole disparó por delante de Johnson, aunque no veía al enemigo. Movía el M 16 de un lado a otro, y vació el cargador en dos ráfagas cortas.

– ¿Dónde están?

– ¡Les he dado! ¡Os he dado, cabronazos de mierda!

Johnson metió otro cargador y abrió fuego otra vez con ráfagas más cortas, de cuatro o cinco disparos. Cole recargaba y disparaba indiscriminadamente. Seguía sin ver al enemigo, pero a su alrededor pasaban las balas, que levantaban las hojas y la tierra. El ruido era ensordecedor, aunque él apenas lo oía. Era lo mismo siempre que había un tiroteo: el subidón de adrenalina amortiguaba el sonido y atontaba.

Vació un segundo cargador y colocó un tercero. Disparó a los árboles y después se arrastró por encima de Rodríguez para ver cómo estaba Abbott, que se apretaba el vientre con una mano tapándose la herida.

– ¡Me han dado! ¡Creo que me han pegado un tiro!

Cole apartó la mano de su compañero para examinar la herida y se encontró con una espiral gris de intestinos. Volvió a colocarle la mano encima.

– ¡Aprieta! ¡Aprieta fuerte!

Disparó contra las sombras y llamó a Johnson:

– ¡Eh! ¿Dónde están? ¡No los veo!

Johnson no contestó. Recargaba y disparaba mecánicamente.

Cole vio que las balas de Johnson destrozaban un buen trozo de selva y después, a la derecha, los fogonazos de las bocas de las armas al disparar. Vació el cargador en aquella dirección,coloco otro y se arrancó una granada de mano del ames. Grito para avisar a su compañeros y después la lanzó. Hizo explosión con un estruendo que resonó entre los árboles. Arrojó otra granada. Otro estruendo. Jonson lanzó una de las suyas. Otra explosión.

¡Retirada! ¡Vámonos, Johnson!

Johnson echó a andar de espaldas, sin dejar de disparar. Cole le dio una sacudida a Abbott.

– ¿Puedes ponerte en pie? ¡Tenemos que largamos, ranger! ¿Puedes levantarte?

Abbott se puso de lado y consiguió afirmar las rodillas en el suelo. Sin dejar de ejercer presión con la mano izquierda en la herida, consiguió incorporarse, gimiendo por el esfuerzo.

Cole siguió disparando contra los árboles y luego arrojó otra granada. Johnson no necesitaba que le dieran órdenes, pues sabía muy bien lo que tenía que hacer. Fields estaba muerto pero Rodríguez seguía con vida. Tenían que cargar con él.

Johnson y Cole dispararon cortas ráfagas a sus espaldas y después se colocaron a ambos lados de Rodríguez y lo levantaron por el arnés.

¡Venga, Abbot, vamos! -gritó Cole-. Sube para volver por donde hemos venido.

Abbott se alejó tambaleándose.

Cole y Johnson empezaron a arrastrar a Rodríguez mientras disparaban con las manos que les quedaban libres. El fuego enemigo se había interrumpido tras el lanzamiento de las granadas, pero luego había vuelto a cobrar ritmo; los del Vietcong se gritaban órdenes entre las hojas.

– Minh dang duoi bao nhieu dua?

– Chung dang chay ve phia bo song!

Cole notaba que las balas pasaban rozándole. Johnson soltó un resoplido y se tambaleó, pero enseguida recuperó el equilibrio.

– No es nada.

Lo habían alcanzado en la pantorrilla.

En aquel momento Cole oyó dos ruidos sordos y notó que Rodríguez se estremecía. Habían vuelto a alcanzar al jefe del equipo.

– ¡Hijos de puta! -gritó Johnson. -¡Sigue corriendo!

Rodríguez escupió un buen chorro de sangre y todo su cuerpo sufrió una sacudida.

– ¡Joder!

– ¡Está muerto! ¡Me cago en todo, está muerto!

Le dejaron detrás de un árbol. Johnson disparó hacia abajo acabó con dos cargadores mientras Cole buscaba el pulso de Rodríguez. No lo encontró.

Le ardían los ojos de rabia; primero Fields y ahora el jefe de la patrulla. Vació el cargador y acto seguido arrancó las granadas del arnés de Rodríguez. Lanzó una y luego la otra. Se oyeron dos explosiones. Johnson le quitó la munición a Rodríguez y siguieron retrocediendo. Primero Cole disparó mientras Johnson corría y luego intercambiaron los papeles. Cole aún no había visto a un solo soldado enemigo.

Alcanzaron a Abbott en la cima y se refugiaron tras un árbol caído. La lluvia arreciaba y el agua los envolvía como una cortina gris.

– Johnson, saca la radio. Diles que tenemos que largamos de aquí.

Cole le quitó el equipo a Abbott y después le abrió la camisa.

– ¡No mires, novato! Mantén la vista fija en los árboles. Procura descubrir al enemigo, ¿entendido? Vigila bien.

Abbott estaba llorando.

– ¡Me escuece! ¡Me duele muchísimo, tío!

En aquel momento Cole sintió mucho cariño hacia Abbott, cariño y odio a la vez. Lo quería por su inocencia y por su miedo, y lo odiaba por dejarse herir, lo que los obligaba a ir más despacio y podía provocar que los mataran.

Johnson tomó la mano de Abbott.

– No vas a morir. Nunca dejamos que los novatos mueran en su primera misión. Para morir tienes que haber hecho puntos, chaval.

– Adelante, rangers. Venga, dilo, Roy. Adelante, rangers.

Abbott hizo un esfuerzo por repetir aquellas palabras y contener las lágrimas.

– Adelante, rangers.

Sus intestinos habían traspasado la pared abdominal como una de serpientes. Cole se los metió en el cuerpo y después le envolvió el vientre con vendajes bien apretados que se empaparon de rojo antes incluso de que terminara de hacer o. Era un síntoma claro de hemorragia arterial. Cole sintió deseos de salir corriendo, de dejar atrás a Abbott con toda aquella sangre, de alejarse del enemigo, pero buscó a tientas una jeringuilla de morfina que llevaba en el botiquín y le dio una inyección en el muslo. ,

– Véndalo otra vez, Johnson. Que quede bien apretado. Y luego ponte el suero.

Los rangers estaban expuestos a un combate tan intenso que todos llevaban entre el equipo latas de suero sanguíneo. Cole arrojó a un lado la jeringuilla vacía y cogió la radio mientras Johnson aplicaba el suero a Abbott.

– Cinco dos, cinco dos, cinco dos. Tenemos contacto intenso. Dos bajas y un herido muy grave.

La voz metálica del oficial al mando de su compañía, el capitán William Zekowski, apodado Zeke, contestó, rasposa:

– Repítelo, cinco dos.

Cole quería estampar el teléfono contra el suelo, pero se reprimió y repitió detenidamente lo que había dicho. El pánico mata. Mantén la calma. Adelante, rangers.

– Comprendido, cinco dos. Tenemos un helicóptero y dos cañoneros en órbita a cinco kilómetros, pero con ese tiempo no pueden acercarse. El viento se está llevando las nubes, así que aguantad.

– Nos batimos en retirada. ¿Comprendido?

Por única respuesta oyeron el chisporroteo de la estática. La lluvia los azotaba con tanta fuerza que tenía la impresión de estar en la ducha.

– ¿Me oye alguien?

Sólo ruido.

– ¡Me cago en todo!

Ni radio, ni rescate, ni nada. Estaban absolutamente solos.

Cuando Johnson terminó de inyectarle la vía de suero a Abbott en el brazo, ayudaron a éste a ponerse de pie. La lluvia se convirtió entonces en su aliada, porque la espesa cortina de agua servía para ocultarlos y borrar sus huellas, por lo que al Vietcong le costaría seguirlos. Estarían a salvo hasta que llegaran los suyos a rescatarlos.

Johnson se colocó delante para abrir camino, y de repente un disparo estalló con un ruido sordo bajo la lluvia y le levantó la tapa de los sesos. Cayó al suelo.

Abbott soltó un grito.

Cole dio media vuelta y empezó a disparar a ciegas. Vació el cargador, recogió el fusil de Johnson y también lo vació.

– ¡Dispara, Abbott! ¡Que dispares te digo!

Abbott empezó a disparar a ciegas.

Cole tiraba contra todo, porque había algo que intentaba matarlo y él quería matarlo antes. Lanzó su última granada de mano.

Otro estruendo. Después arrancó una del arnés de Johnson. Otro estallido. Le quitó la munición al cadáver de su compañero y después la radio. La cabeza de Johnson se desprendió como un melón podrido.

– ¡Corre, joder! ¡CORRE!

Empujó a Abbott colina abajo y después vació otro cargador contra la lluvia. Recargó, disparó de nuevo y levantó la radio. Las balas chocaban contra las ramas que había delante y lanzaban una lluvia de astillas sobre él.

Cole echó a correr. Alcanzó a Abbott, le pasó un brazo por de bajo de los hombros y tiró de él.

– ¡CORRE!

Bajaron la ladera a trompicones, resbalando por una capa de hojas de un verde resplandeciente del grosor del cuero. Las lianas se les enredaban en las piernas y tiraban de sus fusiles. Las explosiones de los disparos seguían pegadas a sus talones.

Cole decidió bajar por una pendiente que los llevó hasta un desagüe desbordado por un torrente de lluvia. Se quedaron dentro del agua para no dejar huellas. Cole tiró de Abbott por el arroyo hasta salir a un barranco más amplio. El enemigo chillaba a sus espaldas:

– Rang chan phia duoi chung!

– Toi nghe thay chung no o phia duoi!

A su izquierda, un AK-47 vomitaba fuego.

Abbott se dio de bruces contra un árbol y se enredó entre la maleza, lo que provocó que se arrancara la vía del brazo. Cole tiró de él para que se pusiera de rodillas y le susurró que se levantara. .

Abbott, cuyo rostro había perdido toda la pintura de camuflaje, estaba blanco como el papel.

Voy a vomitar.

– Levanta, ranger. Sigue corriendo.

– Me duele la tripa. -Tenía toda la parte delantera del uniforme, hasta los muslos, empapada de sangre.

– Levanta. .

Cole se lo echó a los hombros como si fuera un peso muerto. Avanzaba a duras penas; entre su compañero y el material llevaba casi ciento treinta kilos. La selva era cada vez menos densa. Estaba acercándose al claro donde los habla dejado el helicóptero.

Consiguió agarrar la radio sin dejar de avanzar por el arroyo.

– Cinco dos, cinco dos, cinco dos, cambio.

Te oigo, cinco dos -contestó la voz entrecortada del capitán.

– Johnson ha muerto. Están todos muertos.

Tranquilízate, soldado.

Tenemos tres bajas y un herido muy grave. El enemigo nos pisa los talones.

– Quedaos ahí.

– ¡No me diga que me quede aquí! ¡Van a acabar con nosotros! -Cole estaba llorando. Tomaba aire como un motor de vapor y tenía tanto miedo que le daba la impresión de que le ardía el corazón.

– ¿Eres tú, Cole? -preguntó el capitán.

– Han caído todos. Abbott está desangrándose.

– Un helicóptero de la Primera División de Caballería Aerotransportada cree que puede acercarse hasta ahí por el sur. Tiene poco combustible, pero va a intentarlo.

Detrás de Cole se oyeron más gritos y después el rugido de un AK-47. Cole no sabía si los del Vietcong le veían o no, pero no le quedaban fuerzas para mirar. Siguió avanzando a duras penas. Abbott empezó a gritar.

Ya casi estoy en el claro.

– Está subiendo por el barranco, por debajo de las nubes. Tienes que echar humo, soldado. Indícales tu posición. Cambio.

– Entendido.

– Esta mierda de tormenta ha llegado hasta nuestros cañoneros. No pueden ir hasta ahí para apoyaros.

– Lo comprendo.

– Estás solo.

Cole salió de la selva. Una vez en el claro vio que el cauce del arroyo estaba lleno de agua que avanzaba a gran velocidad. Se metió en él hasta la cintura y echó a andar contra la corriente No notaba los brazos ni las piernas, pero sin darse cuenta recorrió todo el tramo y salió por el otro lado. Dejó a Abbott sobre la hierba y buscó el helicóptero. Le pareció que lo veía, una mancha negra desdibujada por la lluvia. Saco un tubo. Un humo de un morado intenso formó un remolino a su espalda.

La mancha negra se inclinó hacia un lado y empezó a crecer.

Cole sollozó.

Iban a salvarle.

Cayó de rodillas junto a Abbott.

– Aguanta, Roy; ya vienen.

Abbott abrió la boca y escupió sangre.

Algo pasó velozmente junto a Cole con un fuerte latigazo mientras se oía el martilleo de un AK-47 donde terminaban los árboles. Cole se derrumbó boca abajo. Por el muro verde bailoteaban los fogonazos de las armas, semejantes a luciérnagas. Le saltó barro a la cara.

Vació el cargador, apuntando a los fogonazos, metió otro y siguió disparando.

– ¡Abbott!

Abbott se puso boca abajo lentamente. Arrastró el fusil hasta tenerlo en posición y disparó una única ráfaga.

La selva centelleaba. Cada vez se sumaban más fogonazos, hasta que la jungla quedó iluminada por luces titilantes. El barro saltaba por todas partes y la hierba alta y fibrosa caía como si la segaran unas cuchillas invisibles. Cole vació el cargador en una sola ráfaga, metió otro y también lo agotó. El cañón del fusil estaba tan caliente que podría haberle quemado la carne.

– ¡Dispara, Abbott! ¡DISPARA!

Abbott disparó otra vez.

Cole ya distinguía, aunque con dificultad, el ruido sordo del helicóptero.

Recargó y disparó por enésima vez. Sólo le quedaban cuatro cargadores, y los árboles habían cobrado vida con tantos soldados enemigos.

– ¡Dispara, joder!

Abbott se tumbó de lado.

– No me lo imaginaba así -susurró.

De repente el ruido del helicóptero resultó ensordecedor y la hierba se agitó a su alrededor. Cole disparó a los fogonazos. Por encima de sus cabezas la enorme ametralladora del calibre 30 del aparato abrió fuego, destrozando la selva.

Cole se apartó cuando el pesado helicóptero descendió entre traqueteos y se posó. Estaba cubierto de agujeros de bala y de el salían nubes de humo Los soldados de la Primera División de Caballería se agolpaban en la plataforma de carga como si fueran refugiados.

Los disparos de sus armas se sumaron a los de la ametralladora. El helicóptero había recibido infinidad de balazos, y sin embargo el piloto se atrevía a cruzar una tormenta para echarse contra un muro de fuego enemigo. Los pilotos de helicópteros tenían cojones de acero.

Venga, Roy, vamos. Abbott no se movió.

– ¡Vamos!

Cole se colgó el fusil al hombro, levantó a su compañero y se puso en pie tambaleándose. Sintió que algo caliente le rajaba los pantalones ya continuación que algo reventaba. Una bala hizo añicos la radio. Cole avanzó a trompicones hasta el helicóptero y subió a Abbott a la plataforma. Los soldados se amontonaron los unos sobre los otros para hacerle sitio.

Cole trepó al aparato.

Las balas enemigas estallaban y rebotaban contra el mamparo. El oficial al mando le gritó:

– ¡Nos habían dicho que sólo había un hombre!

A Cole le zumbaban tanto los oídos que no entendía nada.

– ¿Qué?

– Nos habían dicho que sólo había un hombre. Pesamos demasiado. ¡No podemos despegar!

La turbina bramaba mientras el piloto intentaba alzar el vuelo. El helicóptero se bamboleó como una ballena.

El oficial agarró a Abbott del arnés.

– ¡Arrójalo fuera! ¡No podemos volar!

Cole hundió el cañón su M-16 en el pecho del oficial, que soltó a Abbott

– Está muerto ranger. Arrójalo afuera! ¡Vas a conseguir que maten a todos!

– ¡Se viene conmigo!

– ¡Pesamos demasiado! ¡No podemos elevamos!

La turbina aceleró. Un humo aceitoso pasaba por delante de la puerta.

– ¡Que lo arrojes fuera!

Cole apoyó el índice en el gatillo. Rodríguez, Fields y Johnson habían quedado atrás, pero Abbott volvía al campamento con él. Había que cuidar a la familia.

– Se viene conmigo -repitió.

Los soldados sabían que Cole estaba dispuesto a disparar. La rabia y el miedo quemaban por dentro al joven ranger como si llevara un motor de vapor. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera ya matar a quien fuera para completar su misión. Los soldados lo comprendían. Empezaron a soltar latas de munición y mochilas, cualquier cosa de la que pudieran deshacerse para aligerar peso.

La turbina chirrió. El rotar rasgó el aire húmedo y cargado y el helicóptero se elevó por los cielos. Cole colocó el arma sobre el pecho de Abbott y protegió a éste, como si de un hermano se tratara, hasta que llegaron a casa.


Cuatro horas después las nubes negras se alejaron de las montañas. Un equipo de contraataque formado por rangers de la misma compañía asaltó la zona para recuperar los cadáveres de sus compañeros. Elvis Cole estaba entre ellos.

Recobraron los restos mortales del sargento Luis Rodríguez y de Ted Fields. Los de Cromwell Johnson habían desaparecido. El enemigo debía de habérselos llevado.

Por sus actos en aquella jornada, Elvis Cole recibió una medalla al valor, la estrella de plata, la tercera en importancia del ejército de Estados Unidos.

Fue su primera condecoración.

Con el tiempo conseguiría otras.

Los rangers no dejan atrás a sus compañeros.

14

Tiempo desde la desaparición: 41 horas, 00 minutos


Después de hablar con los Abbott, llamé a las demás familias para informarles de que la policía se pondría en contacto con ellas y explicarles el motivo. Entre eso y hablar con el sargento mayor Stivic, me pasé casi tres horas al teléfono.

Starkey llamó al timbre de mi casa a las ocho y cuarenta y cinco. Al abrir la puerta vi a John Chen esperando tras ella, en la furgoneta.

– He estado hablando con los familiares -anuncié-. Ninguno ha tenido nada que ver con esto ni conoce a nadie que pudiera haberlo hecho. ¿Has conseguido algo con los otros nombres que te pasé?

Starkey me miró entornando los ojos, que tenía bastante hinchados.

– ¿Estás borracho? -preguntó con voz ronca.

– No me he metido en la cama en toda la noche. He estado hablando con las familias. He escuchado la dichosa cinta una docena de veces. ¿Has conseguido algo o no?

– Ya te lo dije anoche, Cole. Hemos comprobado los nombres y no hemos obtenido nada. ¿No te acuerdas?

Me enfadé conmigo mismo por haberlo olvidado. Me lo había contado en la comisaría de Hollywood. Cogí las llaves y salí de casa. Starkey se quedó en el umbral.

– Venga, voy a enseñaros lo que hemos encontrado -dije-. A lo mejor John puede identificar las huellas.

– Tienes que dejar el café. Pareces un yonqui a punto de pegar un pedo tremendo.

– Tú tampoco tienes muy buena pinta, la verdad.

– Vete a la mierda, Cole. Si vengo con esta cara quizá se deba que a las seis de la mañana Gittamon y yo hemos tenido que aguantar un rapapolvo por parte del jefe, que se ha puesto hecho una furia. Quería saber por qué dejamos que nos mandes todas las pruebas a tomar por culo.

– ¿Se ha quejado Richard?

– Los gilipollas con pasta se quejan siempre. El programa del día es el siguiente: primero vas a llevarnos a ver eso que has encontrado, y después te vas a quitar de en medio. Da igual que seas la única persona que hay por aquí, aparte de mí, que sabe investigar. Tienes que dejar el caso.

– Ya sé que es imposible, pero me da la impresión de que acabas de echarme un piropo.

– Que no se te suba a la cabeza. Resulta que Richard tenía razón con lo de que eres testigo de los hechos. Sin embargo, echarte del caso así, cuando estás jodido, a mí me parece una mala jugada, y no me gusta.

Me arrepentí de haberle contestado de aquella manera.

– Supongo que no has reconocido de repente la voz del contestador -prosiguió- ni te has acordado de algo que pueda ser de utilidad.

Tenía ganas de contarle qué me parecía lo que había dicho el hombre de la cinta, pero me imaginé que le daría la impresión de que pretendía justificarme.

– No. Jamás había oído su voz. Se la he puesto a los familiares por teléfono, y tampoco la han reconocido.

Starkey ladeó la cabeza como si se sorprendiera.

– Buena idea, Cole, ponerles la grabación ha estado muy bien. Espero que ninguno de ellos te haya mentido.

– ¿Por qué me mandaste ayer a Hurwitz con la cinta en vez de llevármela tú misma?

Starkey se dirigió hacia su coche.

– Ve con el tuyo -dijo en lugar de contestar a mi pregunta-. Lo necesitarás para volver.

Cerré la puerta de casa y después les guié hasta el otro lado del cañón, hasta el arcén donde habíamos aparcado Pike y yo el día anterior. Tardamos unos doce minutos. Starkey se puso unas zapatillas mientras Chen descargaba su maletín de pruebas. En la visita anterior el arcén había estado vacío, pero aquella mañana había una hilera de camionetas y coches de la obra cercana por toda la curva. Starkey y Chen me siguieron. Saltamos el montículo y bajamos por la maleza. Pasamos junto a los dos pinos y después seguimos la hendidura hacia el solitario roble. A medida que nos aproximábamos a las pisadas fui sintiéndome nervioso y asustado. Estar allí era como acercarse a Ben, siempre que las huellas concordaran. En caso contrario, no tendríamos nada.

Alcanzamos la primera pisada, una suela marcada claramente en el polvo entre láminas de esquisto.

– Ésta se ve bastante bien. Luego tenemos otras más abajo -anuncié.

Chen se puso a cuatro patas para examinarla más de cerca. Me coloqué muy cerca de él.

– No lo agobies, Cole -dijo Starkey-. Apártate.

Chen levantó la vista y sonrió complacido.

– Es del mismo calzado, Starkey. Se nota incluso sin el molde. Son unas Rockport del cuarenta y cuatro con la misma suela con piedrecitas y las mismas marcas de desgaste.

El corazón se me aceleró y el fantasma oscuro volvió a alejarse de mí. Starkey me dio un puñetazo en el hombro.

– Cabronazo.

A cariñosa no había quien la ganara.

Chen marcó ocho pisadas más y por fin llegamos al árbol. Algunas malas hierbas habían brotado con el rocío de la madrugada, pero la zona hundida de detrás del árbol seguía despejada.

– Ahí es, en ese lado del roble, en el suelo. ¿Veis la hierba aplastada?

Starkey me tocó el brazo.

– Espera aquí -ordeno. Se acerco mas y se puso en cuclillas para mirar hacia mi casa desde debajo de las ramas del roble. Después echó una ojeada a la ladera que había a su alrededor-.Muy bien, Cole. Has dado en la diana. No se como as encontrado este sitio, pero has acertado. John, quiero un mapa exhaustivo de la zona.

– Voy a necesitar ayuda. Tenemos muchas más pruebas que ayer.

Starkey se agachó en el borde de la zona de hierba aplastada y después se inclinó para observar algo que había visto en el suelo.

– John, pásame las pinzas -pidió.

Chen le alargó una bolsa de plástico con cremallera y unas pinzas que extrajo de su maletín de pruebas. Starkey recogió con las segundas una bolita marrón que examinó a conciencia y a continuación metió en la bolsa. Miró hacia arriba, en dirección al árbol, y después otra vez al suelo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Parecen cagadas de ratón, pero no lo son. Están por todas partes.

Recogió una de las bolitas y se la colocó en la palma de la mano.

– ¡No la toques sin ponerte guantes! -exclamó Chen, horrorizado.

Me acerqué para ver de qué se trataba y me repitió la orden de mantenerme apartado. En la tierra se veía claramente una docena de bolitas de un marrón oscuro del tamaño de un balín. Había más adheridas a la hierba. Me di cuenta de lo que eran de inmediato, porque había visto cosas así cuando estaba en el ejército.

– Es tabaco.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Chen.

– Los fumadores mascan tabaco cuando están de patrulla, porque si no el humo los delataría. Y eso es lo que hizo este tío. Se trajo tabaco, lo masticó y luego escupió los restos.

Starkey me miró y advertí que estaba reflexionando sobre mis palabras. Otra conexión con Vietnam. Le entregó la bolsa a Chen y se tragó una pastilla blanca. Después me observó por un instante, con el entrecejo fruncido.

– Quiero probar algo -propuso.

– ¿El qué?

– Allí, al lado de tu casa, lo único que dejó ese tío fue una miserable huella parcial que apenas se veía. Aquí, en cambio, lo ha dejado todo hecho un asco.

– Porque aquí creía que no corría peligro.

– Sí. Aquí tenía un buen escondite y nadie lo veía, de modo que le importaba una mierda dejar rastro. Se me ocurre que si fue descuidado por aquí quizá también lo fuera arriba, en la calle. Por esta zona no hay muchas casas, y tenemos esa obra justo al tomar la curva. Llamaré a Gittamon y pediré que venga una patrulla a preguntar puerta por puerta a este lado el cañón. Lo que pasa es que no hay mucha gente con la que hablar, y para cuando lleguen Gittamon y los agentes de uniforme tú y yo ya podríamos tener el trabajo hecho.

– Creía que no debía meterme en nada.

– No te he pedido que me des conversación. ¿Quieres hacerlo o prefieres perder el tiempo?

– Pues claro que quiero hacerlo.

Starkey se volvió hacia Chen.

– Si se lo cuentas a alguien, te acordarás de mí.

Dejamos a Chen llamando a la DI C para solicitar otro forense y volvimos por la curva hasta la obra. Era una casa moderna de una sola planta de la que sólo habían dejado el armazón de madera para ampliarlo tanto horizontal como verticalmente con un primer piso. Ante ella, en la calle, había un contenedor azul que ya estaba medio lleno de tablas arrancada de las paredes y de otros escombros. Los carpinteros levantaban el armazón de la planta superior mientras los electricistas pasaban claves por las conducciones de la planta baja. Estábamos a finales de otoño, pero los trabajadores iban con pantalones cortos y el torso descubierto. En el garaje, inclinado sobre unos planos, había un hombre algo mayor vestido con unos pantalones anchos, que estaba explicándole algo a un jovencito adormilado que llevaba herramientas de electricista. Habían tirado los muros de mampostería sin mortero del interior del garaje y de la casa, con lo que los soportes habían quedado expuestos como si se tratara de costillas humanas.

Starkey no esperó a que se percataran de nuestra presencia ni se disculpó por la interrupción, sino que le enseñó sin más la placa al hombre de más edad.

– Policía. Me llamo Starkey y éste es Cole. ¿Está usted al mando de esto?

El hombre se presentó. Se llamaba Darryl Cauley y era el contratista. Nos puso mala cara. Recelaba.

– ¿Esto tiene que ver con Inmigración? Tengo un documento firmado por todas las empresas sub contratadas que dice que estos trabajadores son legales.

El jovencito hizo ademán de alejarse, pero Starkey lo detuvo.

– Oye, tú quieto. Queremos hablar con todo el mundo.

Cauley torció aún más el gesto.

– ¿Esto qué es?

Starkey no tenía precisamente don de gentes, así que me decidí a contestar antes de que a aquel hombre le diera por llamar á su abogado.

– Creemos que hay un secuestrador por esta zona, señor Cauley. Ha aparcado en esta calle, o ha pasado por aquí, todos los días desde hace aproximadamente una semana. Queremos saber si han visto algún vehículo o persona que les haya llamado la atención.

El electricista dobló los pulgares sobre las herramientas y se animó.

– ¡Joder! ¿De verdad han secuestrado a alguien?

– A un niño de diez años -contestó Starkey-. Fue anteayer.

– Qué fuerte.

Cauley intentó ayudarnos, pero contestó que dividía su tiempo entre tres obras distintas; muy pocas veces pasaba más de un par de horas al día en aquella casa.

– No sé qué decirles. Tengo gente sub contratada, varias cuadrillas, que vienen y que van. ¿Llevan alguna foto, de esas que utilizan para reconocer a los sospechosos?

– No. No sabemos quién es ni qué aspecto tiene. Tampoco sabemos qué vehículo conducía, pero creemos que pasó bastante tiempo cerca de la curva en la que aparcan sus hombres.

El electricista miró hacia esa zona.

– Joder, qué mal rollo.

– Me gustaría ayudarlos -aseguró Cauley-, pero no sé nada. ¿Ven a toda esta gente? Pues sus amigos o sus novias se presentan por aquí. Tengo otra obra en Beachwood y…, bueno, el mes pasado de repente se presentó una limusina con tres tíos trajeados de Capitol Recods. Ficharon a uno de mis carpinteros y le hicieron un contrato disco gráfico por tres millones de dólares. Lo que quiero decir es que nunca se sabe quién pasa por aquí.

– ¿Podemos hablar con sus hombres? -dijo Starkey.

– Sí, claro. James, ¿me haces el favor de llamar a los chicos? Di a Federico y a los carpinteros que bajen.

Entre carpinteros y electricistas, Cauley tenía a nueve hombres trabajando aquel día. De los primeros, dos tenían dificultades para hablar en inglés, pero Cauley nos ayudó con la traducción del español. Todos cooperaron en cuanto se enteraron de que había desaparecido un niño, pero nadie recordaba nada fuera de lo normal. Cuando terminamos me dio la impresión de que habíamos perdido la mitad del día, aunque en realidad aún no eran ni las doce.

Starkey encendió un cigarrillo cuando llegamos al contenedor de escombros.

– Empecemos con las casas -dijo.

– No debió de aparcar a más de cinco o seis casas de la curva, fuera el lado que fuera. Cuanto más tuviera que andar, más se arriesgaba a que alguien lo viera.

– Vale. ¿Y?

– Vamos a separamos. Yo repaso las de aquel lado y tú las de éste. Así iremos más deprisa.

Aceptó la propuesta. La dejé con el cigarrillo y volví al trote hasta donde estaban nuestros coches. Pasé de largo y me dirigí a las casas del otro lado de la curva. Una asistenta ecuatoriana me abrió la puerta de la primera, pero no había visto a nadie y no tenía modo de ayudarme. Nadie contestó en la segunda casa, pero en la tercera me recibió un anciano desdentado que llevaba una bata fina y zapatillas. La osteoporosis lo había reducido a tal estado de fragilidad que se había encorvado como una flor marchita. Le expliqué la historia del hombre de la ladera y le pregunté si había visto a alguien. Me miró boquiabierto. Le dije que había desaparecido un niño. No contestó. Le metí una tarjeta de visita en el bolsillo de la bata y le pedí que me llamara si recordaba algo. Después cerré la puerta.

Hablé con otra asistenta, una joven que tenía tres niños a su cargo. En la siguiente casa tampoco había nadie. Era un día laborable y la gente estaba en el trabajo.

Me planteé si valía la pena probar en las casas que había más allá en aquella misma calle, y decidí volver adonde estaban los coches.

Me encontré a Starkey apoyada contra su Crown Vic.

– ¿Has sacado algo en limpio? -le pregunté.

– ¿A ti qué te parece, Cole? ¿No me ves la cara? He hablado con tanta gente que no ha visto nada de nada que al final le he preguntado a una tía si salía a la calle alguna vez.

– Tratar con la gente no es lo que mejor se te da, ¿verdad?

– Mira, tengo que llamar a Gittamon para que me mande refuerzos. Hay que hablar con los basureros, con el cartero, con las patrullas de seguridad privadas que recorren estas calles y con cualquiera que pueda haber visto algo, pero tú y yo ya hemos llegado hasta donde podíamos llegar. Tienes que largarte.

– Venga, Starkey, hay mucho trabajo y puedo ayudarte. No voy a irme ahora.

– Es trabajo rutinario, Cole -respondió en voz baja, midiendo las palabras-. Tú tienes que descansar. Si encontramos algo te llamo.

– Puedo llamar a las empresas de seguridad desde casa.

Hasta a mí me pareció que mi voz era la de un desesperado. Starkey meneó la cabeza.

– ¿Sabes esos vídeos que te obligan a ver antes de que despegue un avión, en los que te dan instrucciones para casos de emergencia…?

Me zumbaban ligeramente los oídos, como si estuviera borracho y hambriento, todo a la vez.

– ¿Y eso qué tiene que ver con esto?

– Te dicen que si el avión pierde presión debes ponerte la mascarilla de oxígeno antes de ponérsela a los niños. La primera vez que lo vi pensé: «Y una mierda, si yo tuviera hijos seguro que se la ponía antes a ellos.» Es lo natural, ¿no? Lo instintivo es salvar a tus hijos. Luego, sin embargo, cuanto más lo pensaba, más lógica le veía a la cosa. Tienes que salvarte tú primero, porque si no estás vivo no puedes salvar a los niños. Pues a ti te pasa lo mismo, Cole: tienes que ponerte la mascarilla si quieres ayudar a Ben. Vete a casa. Si pasa algo no te preocupes, que te llamo.

Se alejó de mí sin más y fue a reunirse con Chen en la furgoneta de éste.

Me subí al coche. No sabía si iba a irme a casa o no. No sabía si iba a dormir o si no iba a poder hacerla. Me marché. Tomé la curva y vi una furgoneta de comidas de color amarillo claro aparcada junto al contenedor. Era lógico: los obreros tenían que comer.

Acababa de llegar.

Quizá si no hubiera estado tan cansado se me habría ocurrido antes: en un sitio tan apartado alguien tenía que llevar la comida a los trabajadores. Aquella furgoneta debía de aparecer por allí dos veces al día, para el desayuno y para el almuerzo, a diario. Eran las once cincuenta. Hacía casi cuarenta y cuatro horas que Ben había desaparecido.

Dejé el coche en la calle y fui corriendo hasta la puerta situada en la parte trasera de la furgoneta, que estaba abierta debido al calor. En el interior, dos jovencitos vestidos con camiseta blanca cocinaban en una parrilla. Una mujer bajita y rechoncha les berreaba los pedidos mezclando español e inglés mientras ellos iban pasándole bocadillos de pollo y platos de plástico cargados de tacos y salsa verde que ella colocaba en la repisa de la ventanilla por la que atendían a los clientes. La mujer me miró de reojo y me hizo un gesto con la cabeza para señalar el lateral de la furgoneta.

– Tiene que ponerse a la cola. Por ahí.

– Han raptado a un niño pequeño -dije-. Creemos que el secuestrador ha pasado mucho tiempo en esta calle. Puede que hayan visto su coche.

Se acercó a la puerta, limpiándose las manos en un trapo de felpa rosa.

– ¿Cómo que un niño pequeño? ¿Es usted policía?

El electricista que habíamos visto antes estaba haciendo cola ante la ventana.

– Sí, es policía -dijo-. Alguien ha secuestrado a un niño. Es increíble, ¿no? Por aquí mismo. Están buscándolo.

La mujer bajó de la furgoneta para hablar conmigo. Se llamaba Marisol Luna y era la propietaria del negocio de comidas. Le describí la zona del otro lado de la curva y le pregunté si se había fijado en algún vehículo que hubiera estado aparcado cerca de allí durante las dos últimas semanas, o si había visto a alguien que llamara la atención.

– Me parece que no.

– ¿Y cuando no había nadie aparcado allí? ¿Ha visto algún coche solo?

Se frotó las manos con el trapo, como si eso la ayudase a refrescar la memoria.

– Un día vi al fontanero. Acabábamos de poner los desayunos aquí y nos íbamos para allá… -Señaló hacia la curva y el zumbido que me taladraba el cerebro se agudizó-. El fontanero bajaba por la ladera.

Miré hacia los obreros en busca de Cauley. Marisol Luna era la primera persona de las que había encontrado que había visto algo.

– ¿Y cómo sabe que era el fontanero? -pregunté-. ¿Estaba trabajando aquí en esta casa?

– Lo decía en la furgoneta. Fontanería Emilio. Lo recuerdo porque mi marido precisamente se llama Emilio. Me hizo gracia y por la noche se lo dije, pero el hombre que iba en la furgoneta no se le parecía en nada. Era negro. Tenía la cara cubierta de una especie de bultos.

– ¿Dónde está Cauley? -inquirí dirigiéndome a los obreros-. ¿Puede ir alguien a buscarlo? -Me volví hacia la señora Luna-. ¿El hombre que bajó por la ladera era negro?

– No. El de la furgoneta era el negro. El que salió era blanco.

– ¿Eran dos?

El zumbido se intensificó aún más. Me sentía como si me hubiera tomado diez cafés. El electricista apareció por detrás de la furgoneta con el señor Cauley.

– ¿Han tenido suerte? -preguntó.

– ¿Ha tenido trabajando aquí a algún fontanero que se llamara Emilio o que trabajara para la empresa de un tal Emilio? ¿Le suena de algo?

– No, nunca. Siempre utilizo al mismo fontanero. En todas las obras lo hace un tío que se llama Donnelly.

– Pero en la furgoneta decía «Fontanería Emilio» -aseguró la señora Luna.

– Sí, yo la he visto -intervino el electricista.

De repente el zumbido desapareció y dejó de dolerme el cuerpo. Noté el hormigueo de la sangre por debajo de la piel. Me sentía ligero, vivo, y lo veía todo con una claridad absoluta. Era la misma sensación que había tenido cuando, estando escondidos en un sendero del Vietcong, había oído al enemigo acercarse y había esperado a que Rodríguez disparase. Sabía que o ellos acababan conmigo o yo acababa con ellos, pero fuera como fuera allí iba a montarse una buena.

– He de pedirle que me acompañe, señora Luna. Tiene que hablar con la policía ahora mismo. Están ahí, pasando la curva.

Marisol Luna se subió a mi coche sin quejarse ni poner inconveniente alguno. No perdí tiempo en dar media vuelta. Fuimos hasta donde estaba Starkey dando marcha atrás.


Tiempo desde la desaparición: 43 horas, 50 minutos


Desde el sur, el sol brillaba sin piedad y recalentaba la atmósfera del cañón hasta hacerla arder. Al subir el aire arrastraba una suave brisa de la ciudad que olía a azufre. Starkey levantó la mano para protegerse del resplandor.

– Muy bien, señora Luna. Cuénteme qué ha visto.

Marisol Luna, Starkey y yo estábamos en la calle, en la parte más alta de la curva. La señora Luna señaló hacia la obra que acabábamos de dejar atrás y nos contó lo que recordaba:

– Pasamos la curva esta y nos encontramos con la furgoneta del fontanero aquí mismo.

Indicó que el vehículo había estado prácticamente donde nos encontrábamos en ese momento. No en el arcén, sino en la misma calle. Nadie habría podido verlo desde la obra ni desde las casas de las cercanías.

– Mi furgoneta es grande, ¿sabe usted? Es muy ancha. Y le dije a Ramón: «Este tío está acaparando toda la calle.»

– Ramón es uno de los chicos que trabajan para ella-expliqué.

– Deja que sea la señora Luna quien lo cuente, Cole.

La señora Luna prosiguió:

– Tuve que parar, porque no podía pasar si no se apartaba. Y entonces vi el nombre y me hizo sonreír, ya se lo he contado al señor Cole. Aquella noche se lo conté a mi marido. Le dije: «Oye, que hoy te he visto por ahí.»

– ¿Cuándo sucedió todo eso? -preguntó Starkey.

– Pues hará tres días. Sí, hace tres días.

El día anterior al secuestro de Ben. Starkey sacó su libreta. La señora Luna describió la furgoneta. Era blanca y estaba sucia, pero no recordaba nada más, sólo que en el lateral llevaba pintadas las palabras «Fontanería Emilio». Mientras Starkey seguía interrogándola llamé a información con el móvil y pregunté por la empresa Fontanería Emilio. No existía ni en Los Ángeles ni en todo el valle. Le pedí a la telefonista que buscara también en Santa Mónica y en Beverly Hills, por fontanería, fontaneros, suministros de fontanería y contratistas de fontanería, pero a esas alturas ya no esperaba encontrar nada. Aquellos tipos podían haber robado la furgoneta en Arizona o haber pintado el nombre ellos mismos.

– Decía «Emilio». Estoy segura -afirmaba la señora Luna.

– Hábleme de los dos hombres -pidió Starkey-. Usted tomó la curva y la furgoneta le bloqueaba el paso. ¿Hacia dónde estaba dirigida?

– Hacia aquí, de cara a mí. Veía el parabrisas, ¿sabe? El negro iba al volante. El blanco estaba al otro lado, hablando a través de la ventanilla abierta.

La señora Luna se colocó en el arcén y nos indicó sus posiciones.

– Al vemos se giraron, ¿sabe usted? El negro tenía unas cosas muy raras en la cara. Yo creo que estaba enfermo. Parecían heridas.

Se tocó las mejillas y arrugó la nariz.

– Y además era alto. Era un tío muy alto.

– ¿Se bajó de la furgoneta? -preguntó Starkey.

– No, se quedó dentro. Iba al volante.

– Y entonces ¿cómo sabe que era tan alto?

La señora Luna levantó los brazos todo lo que pudo y los separó.

– Llenaba el parabrisas, así. Era enorme.

Starkey frunció levemente el entrecejo, pero yo ya tenía claro aquel punto y quería avanzar.

– ¿Y el blanco? -dije-. ¿Se acuerda de algún detalle? ¿Tatuajes? ¿Gafas?

– No lo miré.

– ¿Llevaba el pelo largo o corto? ¿Recuerda el color?

– No, lo siento. Me fijé en el negro y en la furgoneta. Estábamos intentando pasar, ¿sabe usted? Me salí un poco de la calzada para esquivarla y me pasé. Me vi obligada a dar marcha atrás. El otro hombre se apartó porque su amigo tuvo que dejarnos sitio. Es que esto es muy estrecho. Me quedé mirando la furgoneta mientras se alejaba y le dije a Ramón: «¿Te has fijado en lo que tiene ese tío en la cara?» Él también lo había visto. Repuso que debía de tratarse de verrugas.

– ¿Cuál es el apellido de Ramón? -preguntó Starkey.

– Sánchez.

– ¿Ahora está en su furgoneta?

– Sí, señora.

Starkey tomó nota de la información.

– Vale, luego también hablaremos con él.

– Es decir, que el negro se marchó y el otro se quedó y bajó por la ladera -tercié para reconducir la conversación-. ¿O el negro esperó a que volviera su compañero?

– No, no, se fue. El otro hizo un gesto con el dedo al empezar a bajar. Ya sabe a qué gesto me refiero. -La señora Luna se había sonrojado.

Starkey cerró el puño y estiró el dedo corazón.

– ¿El blanco le hizo este gesto? ¿Así?

– Sí -respondió la señora Luna-. Y Ramón se reía. Yo iba marcha atrás porque la furgoneta se me había acercado demasiado a las rocas y tenía que ir con cuidado, pero lo vi hacer ese gesto y bajar por la ladera. Lo lógico habría sido que volviera a la casa, pero no, empezó a bajar, y a mí eso me pareció raro. «¿Por qué baja por ahí?», dije. Y entonces pensé que a lo mejor quería ir a orinar.

– ¿Vio hasta dónde llegaba o si volvía?

– No. Nos fuimos. Todavía teníamos que servir desayunos en otro sitio antes de preparamos para la comida.

Starkey anotó el nombre de la señora Luna, su dirección y su teléfono, y después le entregó una tarjeta. Su busca se puso a sonar, pero no le hizo caso.

– Nos ha ayudado mucho, señora Luna -aseguró-. Es probable que quiera hacerle alguna otra pregunta esta noche o mañana. ¿Le importaría?

– Estaré encantada de ayudar.

– Si recuerda alguna otra cosa, no espere a que la llame. Hablar así como hemos hecho ahora puede ayudarla con algún detalle. A lo mejor se acuerda de algo de la furgoneta o de esos dos hombres que nos sirva. Aunque a usted le parezca insignificante, debe tener claro que no hay nada que no sea importante. Cualquier cosa que recuerde nos será de utilidad.

Starkey sacó el móvil y se fue hasta el borde del arcén para llamar a la comisaría y poner en marcha una orden de busca y captura y un boletín de alerta con los datos de la furgoneta. El jefe de la comisaría de Hollywood quedaría encargado de transmitir la información a la central de despachos, en Parker, desde donde se indicaría a todos los coches patrulla de Los Ángeles que estuvieran pendientes de una furgoneta con las palabras «Fontanería Emilio» escritas en el lateral.

Me ofrecí a llevar a la señora Luna de regreso a su furgoneta, pero no respondió. Se había quedado mirando a Starkey con el entrecejo fruncido, como si al final de la pendiente viera algo más, no sólo a la inspectora de policía.

– Lleva razón con lo de la memoria. Ahora me acuerdo de algo. Tenía un puro. Estaba ahí de pie, como la señora, y sacó un puro.

Eso explicaba lo del tabaco.

– Tenía un puro, sí, pero no se lo fumó, sino que fue dándole mordiscos. Arrancaba trocitos con los dientes y después los escupía.

Intenté animarla. Quería que los recuerdos resurgieran reconstruyendo poco a poco la imagen. Nos acercamos hasta donde estaba Starkey, al inicio de la pendiente. Le puse la mano en el brazo, en un gesto que quería decir: «Escucha esto.»

La señora Luna se quedó mirando el cañón y después dio media vuelta y se quedó de cara a la calle como si viera su furgoneta de comidas atrapada entre las rocas del otro lado y la furgoneta del fontanero que se alejaba.

– Aparté la furgoneta de las rocas de allí y metí la primera. Miré hacia atrás y lo vi, con la cabeza baja, ¿sabe? Estaba haciendo algo con las manos y me dio que pensar, no sé. Tenía prisa por ponerme en marcha porque íbamos con retraso, pero me quedé mirando para ver qué hacia. Desenvolvió el puro y se lo metió en la boca, y luego bajó por ahí. -Señaló la ladera-. Entonces fue cuando pensé que debía de ir a orinar. Era moreno, con el pelo corto. Llevaba una camiseta verde. Ahora me acuerdo. Era verde oscuro y parecía sucia.

Starkey me miró y le preguntó:

– ¿Desenvolvió el puro?

La señora Luna juntó los dedos y se los puso debajo del vientre.

– Hizo algo con él, por aquí, y después se lo metió en la boca. No sé qué hacía, la verdad, pero no se me ocurre nada más.

Me di cuenta de por dónde iba Starkey, y comenté:

– El envoltorio. Si lo tiró, puede que consigamos una huella.

Me puse a buscar por el borde del arcén, pero Starkey me pegó un grito:

– ¡Quieto, Cole! ¡Apártate! ¡Vas a borrar las pruebas!

– A lo mejor lo encontramos.

– Vas a acabar pisándolo o echándole tierra por encima, o metiéndolo debajo de una hoja, ¡así que estate quieto de una vez, y vuelve a la calzada! -Starkey cogió a la señora Luna del brazo. Estaba tan concentrada en lo que hacía que casi parecía que yo no me encontraba allí-. No se esfuerce demasiado, señora Luna. Deje que la imagen venga a usted. Indíqueme dónde estaba cuando hizo eso. ¿Dónde se había colocado?

La señora Luna cruzó la calzada hasta donde había estado situada su furgoneta y desde allí nos miró. Se movió primero hacia un lado y luego hacia el otro, haciendo un esfuerzo por recordar. Y entonces señaló.

– Vaya un poco hacia la derecha. Un poquito más. Ahí estaba el tío.

Starkey miró el terreno que la rodeaba y después se acuclilló para estudiarlo mejor.

– Estoy segura de que era ahí -afirmó la señora Luna.

Starkey puso una mano en el suelo para no perder el equilibrio y fue inspeccionando una zona cada vez más amplia.

– ¿A qué hora estuvieron aquí? -pregunté a la señora Luna en voz baja-. ¿A las ocho? ¿A las nueve?

– Eran más de las nueve. Yo diría que quizá las nueve y media. Teníamos que acabar los desayunos y ponemos a preparar la furgoneta para la comida.

A las nueve y media el calor seguramente había empezado a aumentar, y con él también habría subido una brisa procedente del fondo del cañón, como estaba sucediendo también en ese mismo instante.

– Starkey, mira a tu izquierda. La brisa debió de empujarlo todo hacia arriba, hacia tu izquierda.

Starkey se volvió hacia donde yo le indicaba. Avanzó un paso sin levantarse y después se volvió un poco más hacia la izquierda. Apartó ramitas de romero y malas hierbas y siguió avanzando, casi arrastrándose. Se movía tan lentamente que me dio la impresión de que caminaba por una balsa de miel. Cogió un puñado de tierra y dejó que se le escurriese entre los dedos, mirando cómo flotaba en la brisa. Siguió su rastro, más hacia la izquierda y hacia la parte exterior del arcén, y de repente se puso en pie, lentamente.

– ¿Qué? -pregunté.

La señora Luna y yo nos acercamos a toda prisa. Vimos el envoltorio de celofán de un puro atrapado entre unas malas hierbas secas. Estaba amarillento y cubierto de polvo. En su interior había una vitola roja y dorada. El viento podría haberlo arrastrado hasta allí desde cualquier parte, antes o después de que él llegase, pero también era posible que lo hubiera dejado nuestro hombre.

No lo tocamos. Ni siquiera nos acercamos. Nos quedamos allí de pie como si el peso de la luz fuera a hacerlo desaparecer, y entonces llamamos a John Chen a gritos.


Tiempo desde la desaparición: 43 horas, 56 minutos


Consejos de John Chen para enamorados


Lo primero que hizo John Chen fue marcar con banderitas las pisadas, la zonas de hierba aplastada detrás del roble y las áreas en las que había mayores concentraciones de bolitas de tabaco. No le pareció nada raro que el sospechoso se hubiera dedicado a escupir trozos de tabaco; dos años antes, por ejemplo, Chen había trabajado en una serie de robos de joyas perpetrados por un tipo apodado Fred Astaire. El tal Fred había dado golpes en mansiones de Hancock Park llevando un sombrero de copa, polainas y frac. Las cámaras ocultas de vigilancia de las casas lo habían grabado bailando elegantemente por las casas mientras se desplazaba de una habitación a otra. Fred era tan pintoresco que Los Angeles Times lo convirtió en un gallardo ladrón de guante blanco que escalaba paredes en la oscuridad, al estilo de Cary Grant en Atrapa a un ladrón, pero en realidad dejaba tarjetas de visita que el periódico se negaba a mencionar: en todas las casas, Fred se bajaba los pantalones y cagaba en el suelo. Una cosa bastante poco elegante, de hecho. Chen se había encargado meticulosamente de meter en bolsas, etiquetar, dibujar y analizar las heces de Fred procedentes de catorce robos distintos, así que unas cuantas bolas de tabaco y saliva no eran nada comparadas con la mierda de aquel ladrón de guante blanco.

Una vez colocadas las banderitas, Chen midió y dibujó la zona. Cada elemento considerado como prueba recibía un número de identificación, cada uno de los cuales se anotaba en el dibujo de modo que Chen, la policía y los fiscales tuvieran un registro preciso del lugar en el que se había hallado. Había que medirlo todo y anotar las medidas. Era una labor pesada y a Chen no le hizo gracia tener que encargarse solo de todo. La DIC iba a mandar a otra forense (la engreída Lorna Bronstem), pero podría tardar varias horas.

Starkey había estado ayudándolo hasta que Cole se la había llevado a la parte de arriba. Era una tía agradable. Chen la conocía desde que era artificiera y le hacía cierta gracia, aunque era flacucha y tenía cara de caballo.

Estaba planteándose pedirle que saliese con él.

John Chen pensaba muy a menudo en el sexo, y no sólo cuando miraba a Starkey. En realidad, pensaba en ello cuando estaba en casa, en los laboratorios e incluso conduciendo; clasificaba a todas las mujeres que veía según su atractivo sexual, y de inmediato desestimaba a cualquiera que quedara por debajo del listón (un listón que descendía cada vez más, porque tampoco estaban las cosas para ser exigentes) y la etiquetaba como «un cardo». Y además daba igual dónde estuviera: pensaba en el sexo en los homicidios, en los suicidios, en los tiroteos, en los apuñalamientos, en las agresiones, en las investigaciones de muertes por atropello y también en el depósito de cadáveres; se despertaba cada mañana obsesionado con el sexo y después echaba más leña al fuego mirando a aquella tía buena, la tal Katie Couric, que se le insinuaba desde la programación matinal. Después se iba a trabajar, y una vez allí hordas de macizas devorahombres avivaban las llamas. Estaban por todos los rincones de Los Ángeles: amas de casa de cuerpo firme y actrices ninfómanas recorrían las calles en su búsqueda interminable de carne masculina, y John Chen era EL ÚNICO hombre de toda la ciudad que se perdía el festín. Sí, claro, su Porsche Boxster plateado llamaba la atención (lo había comprado exclusivamente por ese motivo y lo llamaba el «coñomóvil»), pero cada vez que alguna mujer apartaba la vista de las elegantes curvas germanas de su bólido y se fijaba en aquel colgado, aquel cuatro ojos de metro noventa y sesenta kilos, apartaba la vista de inmediato. No era de extrañar que el pobre tuviera sus problemillas.

John dedicaba tanto tiempo a sus fantasías sexuales que a veces se le pasaba por la cabeza Ir al psiquiatra, pero bueno al fin y al cabo era mejor que pensar en la muerte.

Starkey no estaba exactamente entre las diez mujeres más espectaculares de su lista de preferidas, pero tampoco era un cardo. En una ocasión le había propuesto dar una vuelta en su Porsche y ella había contestado que sólo si la dejaba conducir. Lo tenía claro.

Sin embargo, con el tiempo John había empezado a pensar que quizá dejarla conducir no fuese tan mala idea.

Estaba planteándose esto seriamente cuando Starkey le pegó un berrido para que se reuniera con ella de inmediato.

– ¡Corre! -chilló-. ¡Venga,John, ven aquí!

La muy puta. Siempre tenía que estar al mando de la situación. Se encontró a Starkey y a Cole encorvado s sobre un montón de malas hierbas como un par de niños ilusionados con un tesoro enterrado. Los acompañaba una mujer latina, bajita y rechoncha, que debía de estar a punto de jubilarse. Chen la catalogó enseguida: un cardo.

– ¿Por qué me pegas esos gritos? Tengo trabajo.

– ¡No me contestes así y ven a ver esto!

Cole se puso en cuclillas para mostrarle algo que había entre las malas hierbas.

– Starkey ha encontrado el envoltorio de celofán de un puro. Creemos que es del secuestrador.

Chen se quitó las gafas para examinar la zona con detenimiento. Era algo humillante, pero necesario: parecía un gilipollas con la nariz casi pegada al suelo, pero quería ver el celofán con claridad. Le pareció que lo habían doblado dos veces. Dentro, aún estaba la vitola roja y dorada. El plástico mostraba cierto desgaste, pero la vitola aún no había perdido el brillo, lo que indicaba que apenas llevaba allí unos días; los tintes rojos perdían el color en poco tiempo. El celofán tenía algún borrón semienterrado bajo una fina capa de polvo.

Mientras Chen analizaba esas marcas, Starkey le contó que la señora Lurta había visto al sospechoso manipular un puro, aunque no había llegado a verlo quitar el envoltorio ni tirar éste.

Chen hizo como que la escuchaba, pero estaba más concentrado en las continuas sonrisas que la inspectora le dedicaba a Cole y en las palmaditas que le daba en el hombro.

Soltó un gruñido de resentimiento ahogado.

– De acuerdo, voy a registrarlo. Tengo que ir a buscar el maletín.

– Regístralo, pero nos lo llevamos directamente a Glendale. Quiero que busques a ver si hay pruebas.

Chen se quedó pensando que quizá Starkey había vuelto a beber.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora mismo.

– Pero si Bronstein está en camino…

– No quiero esperar a Bronstein. Hemos dado con algo importante, John. ¡Vamos a llevarlo a Glendale y a intentar sacar algo en limpio!

Chen se volvió hacia Cole en busca de apoyo, pero se encontró con la mirada perdida de un asesino psicópata. Tal vez estuvieran borrachos los dos, decidió.

– Sabes perfectamente que no podemos abandonar el escenario. Venga, Starkey, que si nos vamos dejamos todo esto sin vigilar, y ahí abajo hay un montón de pruebas que no servirían para nada en un JUICIO.

– Voy a arriesgarme.

– No vale la pena. El que la señora viera que el tipo tiraba un celofán está muy bien, pero quizá ni siquiera sea éste. Podría ser de cualquier otra persona.

Starkey se llevó a Chen a un lado para que no los oyera la señora Luna. Cole fue tras ellos.

– Eso no lo sabremos hasta que metamos las huellas en el sistema -dijo Starkey en voz baja.

– Es probable que no consigamos ninguna prueba. Yo sólo veo borrones. Y eso no significa que haya huellas, no es lo mismo.

A Chen no le hacía ninguna gracia quedar como un quejica, pero no quería dar su brazo a torcer. Dejar el escenario sin vigilancia era una violación flagrante de las normas de la DIC y del Departamento de Policía de Los Ángeles.

– Lo que hay ahí abajo en la pendiente no tiene ni de lejos la importancia de esto -argumentó Starkey-. Puede que no sea suyo, John, pero aunque sólo encuentres unos puntos es posible que lleguemos a saber su nombre, y eso nos serviría de mucho en la búsqueda del chaval.

– Ya mí me serviría de mucho en la búsqueda del despido, más que otra cosa.

Chen estaba preocupado. Starkey había hecho todo lo que estaba en su mano para acabar consigo misma y con su carrera después de la explosión del campamento de caravanas; la habían echado de la Brigada de Artificieros primero y del CCS después, y así había acabado metida en aquella Sección de Menores, un puesto de tercera. Tal vez estuviera intentando suicidarse, acabar con su vida de una vez por todas. Tal vez lo que quería era que la despidiesen. Chen se acercó para olerle el aliento. Starkey le apartó de un empujón.

– Joder, que no estoy bebiendo.

– John -intervino Cole.

Chen puso mala cara. Lo más seguro era que Cole amenazase con partirle la cara, con la ayuda de su socio, el tal Pike. Chen estaba convencido de que Cole se la tiraba. Y Pike seguramente también, claro.

– Me niego -insistió Chen.

– Si el envoltorio nos sirve de algo diremos que lo has encontrado tú -soltó Cole.

Starkey lo miró y acto seguido asintió.

– Sí, claro, si John quiere apuntarse el tanto, el mérito es todo suyo. Esto podría ser tu gran momento, tío; seguro que apareces en las noticias de la tele.

Chen sopesó las posibilidades. En otra ocasión las pistas que le habían pasado Pike y Cole le habían sido de gran utilidad. Había sacado un ascenso y el «coñomóvil», y había estado a punto de echar un polvo. Miró a la señora Luna para comprobar si los oía, y comprobó que se hallaba a una distancia prudencial.

– ¿Y no te importa perder las pruebas de abajo?

El busca de Starkey se puso a sonar otra vez, pero ella hizo caso omiso.

– A mí lo único que me importa es encontrar al chico. Lo que hay ahí abajo no sirve de nada si la información llega demasiado tarde.

Cole se quedó mirándola durante una eternidad y después se dirigió a Chen:

– Ayúdanos, John.

Chen lo meditó: sí, era una jugada arriesgada, pero las pistas de debajo del roble no servían para conseguir una identificación inmediata del sospechoso, y aquello quizá sí. No había muchas posibilidades, pero la esperanza no podía perderse. John, por ejemplo, esperaba salir en las noticias. Y, además, ayudar a que encontraran al chaval tampoco podía ser malo.

El busca de Starkey sonó de nuevo. Lo apagó. Chen se decidió.

– Voy a buscar mis cosas.

Starkey sonrió de oreja a oreja, algo que Chen no había visto nunca, y le puso la mano en el hombro a Cole. Y la dejó allí. Chen bajó corriendo por la ladera para recoger su maletín pensando que si aquella mujer seguía babeando así acabaría ahogándose en su propia saliva.

15

Testigo de un incidente


La noche anterior, al meter a Ben en casa después de pillarlo a punto de escaparse, Mike sacó un móvil de una bolsa de lona verde y se fue a otra habitación. Eric y Mazi obligaron al chico a sentarse en el suelo del salón. Cuando regresó, Mike le colocó el teléfono a pocos centímetros de la boca y Ben se dio cuenta de que debía de haber alguien al otro lado de la línea, escuchando.

– Di cómo te llamas y dónde vives -ordenó Mike.

Ben gritó con todas sus fuerzas:

– ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!

Eric le tapó la boca con una de sus manazas. A Ben le entró un miedo tremendo de que fueran a castigarlo por haber pedido auxilio, pero Mike se limitó a apagar el teléfono y a echarse a reír.

– Ha estado genial.

Eric le apretó la cara con fuerza a Ben. Aún estaba enfadado con éste por haberlo metido en un lío al intentar escaparse, por lo que tenía la cara tan roja como el pelo.

– Deja de berrear o te corto la cabeza.

– Qué manía tienes con lo de las cabezas -replicó Mike-. Lo ha hecho muy bien. Que se pusiera a pedir auxilio a gritos ha sido perfecto. Y deja de aplastarle la cara.

– ¿Quieres que lo oigan los vecinos?

Mike volvió a meter el teléfono en la bolsa y a continuación sacó un puro. Le quitó el celofán mientras observaba a Ben.

– Vas a dejar de chillar, ¿verdad, Ben?

El chico desistió de intentar liberarse. Tenía miedo, pero meneó la cabeza a modo de respuesta. Eric lo soltó.

– ¿A quién has llamado? -quiso saber Ben.

Mike no le hizo caso y le dijo a Eric:

– Llévatelo al dormitorio. Si empieza a chillar, mételo otra vez en la caja.

– No voy a gritar -prometió Ben-. ¿A quién has llamado? ¿A mi madre?

Mike no se lo dijo ni contestó ninguna otra pregunta suya. Eric lo encerró en un dormitorio vacío en el que habían clavado unas planchas enormes de conglomerado delante de las ventanas y le dijo que se durmiera, pero a Ben le resultaba imposible en aquel momento. Intentó arrancar las planchas de conglomerado, pero estaban muy bien clavadas. Se acurrucó contra la puerta y allí se pasó varias horas, intentando oír por la rendija que quedaba a la altura del suelo. Un par de veces, de madrugada, llegaron hasta él las risas de Eric y Mazi. Aguzó aún más el oído con la esperanza de enterarse de lo que iban a hacer con él, pero no lo mencionaron en ningún momento. Hablaban de África y de Afganistán y de un tío al que le habían cortado las piernas. Ben dejó de prestar atención y se escondió en un armario, donde pasó el resto de la noche.

A la mañana siguiente, tarde, Eric abrió la puerta.

– Venga, vamos, que te llevamos a casa.

Lo dijo así, sin más. Iban a soltarlo. Ben no se lo creía, pero tenía tantas ganas de irse con su madre que se comportó como si fuera cierto. Eric le hizo ir al lavabo y después lo condujo por toda la casa hasta el garaje. Se había puesto una camisa de cuadros holgada, que llevaba por fuera de los pantalones. Cuando estiró el brazo para abrir la puerta del garaje, la tela se tensó y Ben vio el bulto de una pistola en la parte baja de la espalda. El día anterior no la llevaba.

El garaje olía a pintura. Ahora la furgoneta era marrón y ya no tenía las letras en el costado. Mazi estaba sentado al volante, esperando. Mike ya se había ido. Eric llevó a Ben hasta la parte trasera.

– Tú y yo iremos detrás -le dijo-. Vamos a hacer un trato: yo no te ato y tú te quedas bien quieto y mantienes la boca cerrada. Si nos paramos en un semáforo o algo sí y te pones a chillar te aseguro que te callo para siempre y te meto en la bolsa. ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Hablo en serio. Si pasa cualquier cosa, como que nos para la pasma, tú sonríes y que parezca que te lo estás pasando muy bien. Si cumples tu parte del trato, te llevo a casa. ¿Está claro?

– Sí, señor.

Ben habría dicho lo que hiciera falta; lo único que quería era regresar al lado de su madre.

Eric lo levantó, lo metió en la trasera de la furgoneta y cerró la puerta de ésta. La del garaje empezó a subir a trompicones cuando Mazi arrancó el motor. Eric habló por un móvil.

– Estamos saliendo.

Salieron a la calle dando marcha atrás y empezaron a descender por la colina. La furgoneta era una enorme caverna sin ventanas que sólo tenía dos asientos delante, una rueda de recambio, un rollo de cinta aislante industrial y unas alfombras. Eric se sentó encima de la rueda con el teléfono en el regazo y de un tirón colocó a su lado a Ben, que veía la calle por detrás de Mazi y Eric, pero poca cosa más. Se preguntó si sería verdad lo que habían contado por la noche sobre un hombre al que le habían cortado las piernas.

– ¿Adónde vamos?

– Te llevamos a casa. Pero primero tenemos que ver a un señor.

Ben se imaginó que le contaba aquello para que se portara bien. Miró hacia la puerta lateral de la furgoneta y decidió que si se le presentaba la oportunidad intentaría escapar. Cuando miró otra vez hacia adelante se dio cuenta de que Mazi lo observaba por el retrovisor.

– Éste quiere darse el piro -le dijo a Eric.

– Tranquilo, que va a portarse bien.

– Si vuelves a meter la pata, Mike te manda al otro barrio.

– Estos D-boys se lo toman todo demasiado en serio. Parece que todo sea como una ópera, joder. El chico va a portarse bien. ¿A que sí?

Ben se preguntó qué sería un D-boy y si Eric se refería a Mike.

– Sí, sí.

Mazi siguió mirando a Ben unos segundos más y después fijó la vista en la carretera.

Salieron de la zona de las colinas por una calle residencial que Ben no reconoció y se metieron en la autopista. Hacía muy buen día y el tráfico era fluido. Ben vio el edificio de Capitol Records y luego el cartel de Hollywood.

– Por aquí no se va a mi casa.

– Ya te he dicho que antes hemos de ver a alguien.

Ben echó otro vistazo a la puerta. Tenía dos hojas, cada una con su tirador, pero no vio nada que pareciera un cierre de seguridad. Miró de reojo a Mazi para ver si lo observaba, pero estaba concentrado en la carretera.

Los rascacielos del centro de Los Ángeles crecían en el parabrisas como jirafas apiñadas en la sabana africana. Mazi levantó la mano con los cinco dedos extendidos. Eric cogió el teléfono.

– Cinco minutos.

Tomaron lentamente por una rampa y salieron de la autopista.

Ben volvió a mirar la puerta. Seguramente iban a detenerse en un semáforo al llegar al final de la rampa. Si conseguía salir de la furgoneta, la gente de los coches lo vería. No creía que Eric fuera a pegarle un tiro. Sí que le perseguiría, pero aunque lo atrapara la gente de los coches llamaría a la policía. Ben tenía miedo, pero se decidió a hacerlo de todos modos. Sólo tenía que agarrar del tirador y empujar la puerta para abrirla.

La furgoneta redujo la velocidad al acercarse al final de la rampa. Ben empezó a acercarse a la puerta.

– Tranquilo -dijo Eric.

Estaban mirándole los dos. Eric le agarró el brazo.

– ¿Te crees que somos idiotas? Aquí mi amigo africano resulta que es telépata.

Mazi volvió de nuevo la vista hacia la calzada.

Giraron por una calle flanqueada de viejos almacenes y después cruzaron un puentecito a cuyos lados se alzaban más edificios cubiertos de grafitos y vallas de tela metálica. Ben no podía ver gran cosa porque tenía a Mazi delante, pero le dio la impresión de que los edificios estaban abandonados. La furgoneta se detuvo.

– El águila se ha posado -dijo Eric al teléfono móvil. Se quedó escuchando un instante y después lo apagó. Tiró de Ben para acercarlo a la puerta-. Voy a abrir, pero no vamos a salir, así que no te sulfures.

– Habías dicho que íbamos a mi casa.

Eric lo aferró con más fuerza.

– Sí, pero antes tenemos que hacer algo aquí. Cuando abra la puerta, vas a ver un par de coches. Mike está ahí fuera, con otro señor. No te pongas a gritar ni intentes escapar, o te desmayo de un golpe. El otro tío sólo quiere ver si estas bien. Si te comportas, dejaremos que te vayas con ese señor, que te llevará a tu casa. ¿Está todo claro?

– ¡Sí! ¡Quiero irme a mi casa!

– Vale, pues vamos allá.

Eric abrió la puerta de un empujón.

La repentina intensidad de la luz le hizo cerrar los ojos, pero Ben se quedó quieto y en silencio. Mike estaba con un hombre muy corpulento al que Ben no conocía, delante de dos coches que se hallaban a menos de tres metros de distancia. El hombre corpulento miró a Ben a los ojos y asintió, como si así quisiera dar a entender que no iba a pasarle nada malo. Mike estaba hablando con alguien por teléfono.

– Vale, está aquí -dijo, y le pasó el móvil a su acompañante, que hizo su informe.

– Lo tengo aquí delante. Está despierto y tiene buen aspecto.

Mike recuperó el teléfono y dijo:

– ¿Lo has oído? -Escuchó la respuesta y contestó-: Y ahora quiero que oigas otra cosa.

Se movió tan deprisa que Ben no comprendió lo que sucedía aunque vio cómo acercaba el cañón de una pistola a la sien del hombre corpulento y disparaba una vez. Ben dio un respingo al oír la repentina detonación. El hombre corpulento cayó hacia un lado, golpeó contra el coche y después fue a dar al suelo. Mike acercó el teléfono a la pistola y efectuó otro disparo. Ben se puso a gemir al notar una tremenda presión en el pecho y Eric lo apretó con fuerza contra su cuerpo.

Mike volvió a decir algo por el móvil:

– ¿Eso también lo has oído? Ese ruido significa que acabo de cargarme al gilipollas que me has mandado. Aquí no hay negociaciones ni segundas oportunidades, porque el tiempo es oro.

Apagó el teléfono y se lo metió en el bolsillo. Se acercó a la furgoneta. Ben intentó soltarse, pero Eric le tenía bien agarrado.

– ¿Va todo bien?

– Sí, tranquilo. Joder, tío, qué mala leche tienes. Vas muy en serio.

– Así lo han entendido.

Mike acarició el pelo de Ben en un inesperado gesto de cariño. El chico tenía la mirada fija en el cadáver, que iba hundiéndose en un charco rojo cada vez más extenso.

– No te preocupes, chaval-le dijo.

A continuación le quitó el zapato izquierdo. Eric lo levantó, lo sacó de la furgoneta, y, dejando atrás el cadáver, lo llevó hasta el asiento trasero del coche de Mike. Subió con él. Mazi ya estaba al volante. Arrancó y se alejaron de allí, dejando a Mike con el muerto.

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