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Vivo escondiéndome, refugiado en los libros, y en las noticias sobre el viaje del Apolo Xi. Aguardo con impaciencia los boletines horarios de la radio y los telediarios en los que se ven imágenes borrosas de los astronautas flotando en el interior de la nave, moviéndose entre cables y paneles de control. Audaces y a la vez muy protegidos, abrigados en un interior translúcido como el que habitan dentro de sus capullos los gusanos de seda.

Separados del espacio exterior por unos pocos milímetros de aluminio y de plástico, avanzando en un silencio absoluto y en una perfecta curva matemática en medio del vacío que separa la órbita de la Tierra de la de la Luna, lentos e ingrávidos y a la vez moviéndose a treinta mil kilómetros por hora, la nave girando cada cuatro minutos en una rotación que le permite no ser incendiada por los rayos solares, no sucumbir al frío antártico en el que cae instantáneamente el lado que se queda en la sombra. Cada cuatro minutos la Tierra aparece en una de las ventanas circulares, un globo azul, cada vez más lejano, con manchas pardas y verdosas y espirales blancas, un lugar solitario, tan frágil como una esfera de cristal transparente.

Los libros que me gustan tratan de naves espaciales, de aerostatos que sobrevuelan las selvas y los desiertos de África, de buques submarinos, de viajeros que quieren descubrir el mundo y a la vez huir de la compañía de los seres humanos. Pero ahora las aventuras y las máquinas voladoras o submarinas de los libros de pronto son menos novelescas que las de la realidad, y yo aguardo las noticias de la radio o de la televisión con la misma impaciencia con que otras veces he vuelto a mi casa para reanudar la lectura de julio Verne o de H. G.

Wells. Me han alimentado la imaginación y el gusto apasionado por las novedades de la ciencia, y justo ahora, cuando la novela de la ciencia puedo seguirla cada día en las noticias, Verne y Wells pierden el resplandor de la anticipación y se vuelven tan anacrónicos de un día para otro como las ropas que visten los personajes en las ilustraciones de sus libros.

"Julio Verne, profeta de la aventura espacial", dice un artículo de L. Quesada en}Singladura}, el periódico de nuestra provincia.}Llegó a anticipar con pocos kilómetros de equivocación hasta el lugar en la península de La Florida desde donde se produciría el despegue}, escribe el reportero Quesada, que en realidad no es periodista, sino dependiente en los almacenes de tejidos El Sistema Métrico, donde mi madre y mi abuela compran siempre las telas, incluidos los retales blancos para los atroces calzoncillos de los que se burlan mis compañeros en clase de Gimnasia. Pero los astronautas de Verne viajan a la Luna en una bala hueca de cañón, y llevan consigo una pareja de perros y una jaula con gallos de corral. La nave de los viajeros de Wells es una esfera de cristal, protegida por un sistema absurdo de persianas o cortinillas que han sido untadas con una sustancia llamada cavorita, por el nombre de su descubridor, el científico Cavor. La cavorita es un compuesto en el que interviene de algún modo el helio, y vuelve inmune a la fuerza de la gravedad cualquier objeto que haya sido pintado con ella. En la Luna de Wells hay depósitos de aire congelado en el fondo de los cráteres, y cuando les da el sol se vuelven líquidos y luego acaban formando una densa capa de niebla que permite la respiración y dura en su estado gaseoso hasta que la noche lunar cae de nuevo y el aire vuelve a convertirse en hielo. Bajo la superficie de esta Luna fantástica hay un mundo sofocante de túneles en el que habitan criaturas disciplinadas y maléficas como colonias de termitas. La Luna de Verne es menos improbable, y los viajeros no llegan a poner el pie en ella: pero desde los ojos de buey de la bala hueca en la que han llegado a situarse en la órbita lunar ven de pronto, en la cara oscura del satélite, al fondo de la negrura y de la lejanía, ciudades y bosques, ruinas inmensas, lagos sulfúricos. Hace unos meses, en diciembre, los astronautas del Apolo Viii dieron catorce vueltas a la Luna, y no vieron ruinas, ni cráteres borrosos por la niebla, ni canales de regadío como los que dicen que pueden verse en la superficie de Marte. Veía en la televisión las imágenes tan cercanas, las oquedades, las llanuras grises, las sombras tan exactamente recortadas sobre un paisaje sin la difuminación del aire, y me parecía que yo iba en ese módulo, a tan pocos kilómetros de distancia, y que mis ojos, como los de los astronautas, podían distinguir lo que nunca hasta entonces vieron unos ojos humanos. Mi cara muy cerca del cristal, y yo temerario y a salvo, como si hubiera navegado por el fondo del mar en el submarino del capitán Nemo. Una noche de insomnio, en la radio, escuché a un locutor de voz grave y severa que contaba que la NASA conservaba bajo el máximo secreto imágenes misteriosas tomadas por las cámaras de televisión del Apolo Viii: un cráter de extraña forma triangular, una silueta en el horizonte que se parecía extraordinariamente a algún tipo de torre de control. Los astronautas habían visto y fotografiado una pirámide luminosa, pero el gobierno americano había destruido las fotos, y les había exigido silencio a los tres testigos de aquella visión que según el locutor contradecía todos los dogmas de la ciencia oficial.

Cada libro es la última cámara sucesiva, la más segura y honda, en el interior de mi refugio. Un libro es una madriguera para no ser visto y una isla desierta en la que encontrarse a salvo y también un vehículo de huida.

Leo novelas, pero también manuales de Astronomía, o de Zoología o de Botánica que encuentro en la biblioteca pública. El viaje de Darwin en el Beagle o el de Burton y Speke en busca de las fuentes del Nilo me han llegado a emocionar más que las aventuras de los héroes de Verne, con muchos de los cuales vivo en una fantástica fraternidad más excitante y consoladora que mi trato con los compañeros del colegio. He deseado ser el Hombre Invisible de Wells y el Viajero en el Tiempo que encuentra a la mujer de su vida en un porvenir de dentro de veinte mil años y regresa de él trayendo como prueba una rosa amarilla, y se encuentra tan exiliado en el presente que muy poco después huye de nuevo hacia el futuro en su Máquina del Tiempo tan precaria como una bicicleta. Pero esas medidas temporales de la imaginación no son nada comparadas con las de la Paleontología, con los mil millones de años que han transcurrido desde que surgieron los primeros seres vivos en los océanos de la Tierra. Quién puede conformarse con la seca y pobre textura de la realidad inmediata, de las obligaciones y sus mezquinas recompensas, con la explicación teológica, sombría y punitiva del mundo que ofrecen los curas en el colegio o con la expectativa del trabajo en la tierra al que mis mayores han sacrificado sus vidas y en el que esperan que yo también me deje sepultar.

Empiezo a leer y ya estoy sumergiéndome, y no escucho las voces que me llaman, ni los pasos que suben por las escaleras buscándome, ni las campanadas del reloj del comedor al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, ni los relinchos de los mulos en la cuadra o los cacareos de las gallinas al fondo del corral. Vuelo silenciosamente sobre el corazón de África como los pasajeros de}Cinco semanas en globo}, desciendo con el profesor Otto Lidenbrock por las grutas y los laberintos que llevan al centro de la Tierra, siguiendo los mensajes cifrados y las huellas que dejó un explorador del siglo Xvi, el alquimista islandés Arne Saknussemm. En algún momento de la noche del próximo domingo descenderé con los astronautas Armstrong y Aldrin en el módulo lunar Águila que se posará con sus patas articuladas de arácnido sobre el polvo blanco o gris del Mar de la Tranquilidad. Dice un científico que quizás el polvo sea demasiado tenue como para sostener el peso del vehículo y de los astronautas: tal vez ese polvo que ha permanecido inalterable durante varios miles de millones de años tiene una consistencia tan débil como la del plumón de los vilanos y el vehículo Águila se hundirá en él sin dejar rastro, porque es posible, dicen, que la superficie de la roca esté a quince o veinte metros de profundidad. Me acuerdo de un cuento que he leído muchas veces, una historia futurista que trata del primer viaje a la Luna, que según el autor sucedería dentro de siete años, en 1976. Muchas veces las historias que leo en los libros de ciencia ficción suceden en un futuro que era remoto y fantástico para los autores que las escribían y que ahora ya es pasado o pertenece al inmediato porvenir. En 1976 unos astronautas llegan por primera vez a la Luna y empiezan a explorarla. Uno de ellos se aleja de los otros, en dirección a una gruta o a un cráter que parece estar muy cerca, pero lo debilitan el cansancio, la fuerza del sol en la escafandra, el mareo de la falta de gravedad, y siente que va a perder el conocimiento. Entonces observa algo, a la vez trivial e imposible, la doble huella paralela de unas ruedas sobre el polvo lunar. De modo que ha habido otros viajeros, que tal vez los soviéticos se han adelantado. El astronauta, a punto de desmayarse sobre las huellas de las ruedas, mira hacia la gruta que hay delante de él, y ve en ella una luz como no ha visto nunca, una luz delicada, amarillenta, prodigiosa, que nadie ha podido ver en la Tierra, y que sin embargo a él le trae un recuerdo poderoso, la seguridad de no estar viéndola por primera vez. Siente que se ahoga, que no le llega el aire por los tubos de la respiración, que va a morirse, y antes de perder el conocimiento sigue viendo esa luz ante él.

Despierta, muy enfermo, en la nave que viaja de regreso a la Tierra, y siente que no puede decir nada a sus compañeros de esas huellas como de unas ruedas de hierro y de la luz en la gruta. Retirado, tras una larga convalecencia, ajeno ya a los demás seres humanos, incapaz de reanudar los lazos que le unían a ellos después de la experiencia singular de haber pisado la Luna y de casi haber muerto sobre el polvo liso y gris donde había unas huellas imposibles, emprende un viaje solitario por Europa. En Londres, por azar, vuelve a entrar en un museo que había visitado en su juventud, la National Gallery. Y allí, de pronto, delante de un cuadro, sabe dónde había visto por primera vez la luz milagrosa que lo deslumbró en una gruta de la Luna, la luz que no está en ninguna otra parte, que nadie ha podido ver ni recordar, nadie más que él y que el pintor de ese cuadro, que es La}Virgen de las rocas}, de Leonardo da Vinci.

Los libros que más me gustan tratan de gente que se esconde y de gente que huye, y en ellos abundan las máquinas confortables y herméticas que permiten alejarse del mundo conocido y a la vez preservar un espacio tan íntimo como el de una habitación a salvo de perseguidores o invasores. Lo que yo sé, lo que soy, las sensaciones que descubro en los sueños, las que encuentro en los libros y en las películas, son un secreto tan incomunicable como esa luz que vio el astronauta al delirar de fiebre sobre la Luna y al ingresar en una sala de la National Gallery.

Para ser quien imagino que soy o aquel en quien quisiera convertirme tengo que huir y tengo que esconderme.

Me escondo en mi habitación del último piso y en la caseta del retrete o en el cobijo de las sábanas, donde disfruto de mis dos placeres más secretos, mis dos vicios solitarios, el onanismo y la lectura. Los dos me dejan igual de enajenado, y muchas veces se alimentan entre sí. En el canto de algunos de mis libros hay una línea más oscura que indica el pasaje por donde los he abierto con más frecuencia, el que me ha deparado el punto exacto de estimulación. Escenas eróticas casi nunca explícitas, con un pormenor o dos que las vuelven irresistibles, y que me llevan infaliblemente a la crecida del deseo, a su control cuidadoso, a la prolongación de un éxtasis que parece siempre el anticipo de una dulce ebriedad y se disuelve enseguida en disgusto y vergüenza. En una novela una prostituta egipcia se acerca a un hombre en la penumbra de un templo y le muestra sus muslos y sus pechos desnudos, y cuando él se acerca a tocarla ella rompe a reír y huye, y él la persigue por corredores iluminados con antorchas. En otra, un soldado, durante la guerra, en Londres, el día anterior de salir para una misión de la que no volverá vivo, visita a una mujer que empieza a desnudarse delante de él y le da la espalda para desabrocharse el sujetador. Cuando la mujer se vuelve con el pelo rojo suelto sobre los hombros pecosos y los pechos desnudos y la sombra rojiza del vello púbico entre los muslos apretados es como si yo estuviera en esa habitación y hubiera oído chasquear el broche del sujetador y los muelles de la cama y como si reviviera uno de esos sueños que me visitan puntualmente cada noche, un poco antes del amanecer y me hacen despertarme en un estado de opresiva melancolía y desarmada ternura, enamorado de fantasmas carnales que no se corresponden con ninguna presencia femenina y real, con ninguna de esas muchachas deseables a las que miro de lejos y con las que nunca he hablado.

Me enamoro de actrices de películas, de personajes de novelas, de desconocidas a las que veo por la calle, a las que sigo en un trance impune de deseo y de invisibilidad, porque no advierten mi presencia o no imaginan lo que hay en mi pensamiento. Me he enamorado de la dependienta de una papelería que tiene siempre en el escaparate novelas de Julio Verne y de H. G. Wells, y de Monica Vitti en cada una de las películas en las que he podido verla y en los carteles que las anuncian a las puertas del cine.

Me he enamorado de Julie Christie en}Doctor Zhivago} y de Fay Wray cuando tiembla de miedo medio desnuda y agitando las piernas en la palma de la mano de King Kong, y de cada una de las extranjeras jóvenes, de pelo liso y falda muy corta, con una cámara de fotos al hombro, a las que a veces veo, con una punzada de pura emoción sexual, paseando exóticas y perdidas por los callejones de nuestro barrio, consultando una guía turística. Me enamoré este invierno, una noche de domingo, en el gallinero del Ideal Cinema, de una actriz rubia a la que no había visto nunca hasta entonces, Faye Dunaway, rubia y diáfana, delgada, como la gitana que da de mamar cada tarde a su bebé en las Casillas de Cotrina, con un punto asiático en el perfil y en las sienes, en la boca entreabierta, en los ojos rasgados.

Eran las vísperas de las vacaciones de Navidad y del viaje del Apolo Viii, la primera nave espacial que iba a romper del todo el imán de la gravedad terrestre y a situarse en órbita alrededor de la Luna. Al día siguiente, como todos los lunes, había clase de Matemáticas. El Padre Director haría rebotar sobre la mesa el resorte de su bolígrafo invertido, complaciéndose en la expectación aterrada, en el silencio del aula, antes de abrir su cuaderno de tapas negras y decidir si iba a cortar pies o a cortar cabezas. El lunes proyectaba anticipadamente su sombra carcelaria sobre la tarde fría y breve del domingo, en la que había un clamor de campanas de iglesias y un olor a humo de madera fresca de olivo, el olor de las tardes invernales de Mágina. Por la mañana yo había estado trabajando con mi padre en la huerta, ayudándole a recoger y a lavar la hortaliza que él vendería al día siguiente en el mercado. Sin darme mucha cuenta yo me había ido alejando de mis amigos de la escuela y de mis compañeros de juegos infantiles en la calle. Apenas conocía a nadie, en el colegio nuevo, y vivía embargado por una turbia sensación de soledad que se me abría como un abismo en esas tardes de domingo, en la casa grande y helada donde oscurecía demasiado pronto y donde mi familia permanecía apiñada junto al fuego de la cocina o en torno a la mesa camilla del comedor, al calor del brasero.


El periódico estaba lleno de anuncios de pisos con calefacción central y agua caliente, con ascensor de bajada y subida, con zonas ajardinadas y piscinas. Para que nosotros nos laváramos con agua caliente teníamos que poner una olla en el fuego, y que verterla luego en la palangana, mezclada con agua fría, para que nos durase más. Me lavé como pude, me peiné delante del trozo de espejo colgado de un clavo en la pared de la cocina, examinando con recelo el avance de los granos, el de los pelos del bigote que aún no me había empezado a afeitar.

Me puse el traje formal de los domingos, me peiné con la raya al lado, y no con flequillo recto, como había hecho hasta el verano anterior, que fue también el último en que llevé pantalones cortos. Mi madre y mi abuela me pasaron revista, como ellas decían, me corrigieron la raya del pelo, la posición de la corbata, me alisaron las cejas con saliva. Mi madre me dio la moneda de veinticinco pesetas de mi paga del domingo, que yo ahorraba casi completa, para comprar algunos de los libros que estaban expuestos en los escaparates de las papelerías.

No les mentí cuando les dije que iba a ir a misa. En esa época -tan remota, y hace sólo unos pocos mesesaún iba a misa todos los domingos, consciente de que si faltaba estaría cometiendo un pecado mortal. Pero esa tarde sentía una mezcla rara de vergüenza de mí mismo y discordia hacia el mundo, de encono contra el Dios omnipotente y contra sus representantes en la Tierra, los curas pálidos y crueles a cuya autoridad me vería sometido de nuevo en cuanto llegara la mañana siniestra del lunes. Estaba el padre Peter, desde luego, que no pegaba nunca ni amenazaba con el fuego eterno y literal de la condenación.

Pero él asistía con perfecta indiferencia a los castigos que aplicaban los otros, o miraba hacia otra parte, o hacía como que no se enteraba, siempre cordial y dinámico, ausente de pronto, ensimismado en una benévola contemplación, dócil ante el Padre Director, riéndole las gracias.

Sonaba el último toque de campanas cuando llegué a la plaza de Santa María, delante de la fachada de la iglesia. Me parecía estar viendo por primera vez a la gente que entraba, con la que yo me había mezclado tantas veces, y que ahora me despertaba una mezcla de hostilidad ideológica y desagrado físico: beatas viejas, vestidas de negro, con velos sobre las cabezas; matrimonios burgueses, igualados por un embotamiento idéntico, hombres con bigotillo fino y con gafas oscuras, mujeres de papada gruesa y de ceño irritado; parejas de novios jóvenes que ya parecían marcados por los estigmas de la conformidad y de la vejez, por largas vidas futuras de aburrimiento mutuo y crianza de hijos y repetición de actos tan desganados como el de acudir a misa cada domingo por la tarde, para escuchar al párroco ultramontano que predicaría desde el púlpito contra las minifaldas y el libertinaje, contra la inmoralidad de las costumbres y la desvergüenza del cine. El tedio dominical y católico de Mágina se me volvía irrespirable:

me veía a mí mismo avanzando en medio de esa gente camino de la iglesia, con mi corazón endurecido, con mi dosis secreta y vulgar de pecados que recibirían una absolución de trámite, la farsa apresurada de una confesión en el oído de un extraño y de dos o tres oraciones repetidas de memoria. Me veía en la cola de los que iban a recibir la comunión, las cabezas bajas, las ropas oscuras, las miradas de soslayo, la hostia adherida en el cielo de la boca, deshaciéndose en la saliva, porque si uno la mordía estaba cometiendo un pecado mortal. El pan y el vino convertidos en la carne y en la sangre de Cristo, no metafóricamente, sino de una manera tangible:

así que o estaba uno participando en una pantomima o en un acto de canibalismo, quizás un residuo de los cultos primitivos en los que se ofrecían a los dioses sacrificios humanos.

Me excitaba la audacia de mis propias ideas: me hacía sentirme un librepensador, como Voltaire o Giovanni Papini, de quien hasta el padre Peter dice que es una lectura peligrosa, un alma valiente, pero equivocada. ¿Me fulminaría el Dios omnipresente, vengativo y colérico de los relatos de los curas con una enfermedad atroz y vergonzosa, con una súbita desgracia, la noticia de la muerte de mi padre cuando volviera a casa, por ejemplo, el descubrimiento de un cáncer en la médula espinal, causado a medias por el hábito de las pajas y por los pensamientos impíos? Oía cantar a un coro de beatas dentro de la iglesia:

}Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor.

No estés eternamente enojado…} ¿Por qué ese enojo eterno, por qué la necesidad colectiva y cobarde de humillarse pidiendo perdón? ¿Siempre era Dios inocente y siempre eran culpables los seres humanos, cada uno de ellos y desde el nacimiento, manchados por el pecado original? Miré a un lado y a otro, por miedo a que me viera alguien conocido, me di la vuelta y decidí que nunca más iría a misa a no ser que me obligaran.

Tenía una tarde entera por delante y una moneda intacta de cinco duros en el bolsillo del pantalón. Por la plaza de los Caídos, donde está la estatua del ángel que sostiene en brazos al héroe falangista que ha recibido un tiro en la frente, subí a la calle Real. Parejas de novios y matrimonios lentos tomados del brazo empezaban en ella el paseo reglamentario que llevaba a la plaza del General Orduña y luego a la calle Nueva y terminaba en la explanada del hospital de Santiago, donde daban la vuelta para repetir cansinamente el mismo itinerario. En la calle Real estaba la barbería de Pepe Morillo, donde mi padre me llevaba a cortarme el pelo cuando era pequeño, y un poco más arriba la fachada magnífica del Ideal Cinema, ocupada en las épocas de grandes estrenos por efigies de cartón recortado de los protagonistas de las películas: Charlton Heston vestido de Moisés en}Los diez mandamientos} y de Rodrigo Díaz de Vivar en}El Cid}; Alan Ladd con las piernas muy separadas y un revólver en cada mano en}Raíces profundas}; Clint Eastwood cabalgando con un poncho viejo y mordiendo un cigarro en}La muerte tenía un precio}. El verano anterior la fachada del Ideal Cinema había amanecido un día cubierta por una lona en la que había pintado un paisaje polar, con icebergs, acantilados de hielo, osos blancos, pingüinos: era el anuncio de la novedad prodigiosa del aire acondicionado, que mantendría fresco el interior de la sala incluso en las noches más tórridas, mucho más agradable que la brisa caliente en los cines al aire libre.

Esa tarde, alta y recortada contra el edificio gris del Ideal Cinema, había una figura femenina que desafiaba con su ademán temerario y el resplandor de su belleza toda la triste resignación del final del domingo, la rutina de los paseos, la beatería mansa de los feligreses que entraban a las iglesias o salían de ellas, la conformidad de los matrimonios y de las parejas de novios que se congregaban junto a los mostradores de las pastelerías para comprar paquetitos de dulces. Rubia, exótica, con un traje de chaqueta entallado, con tacones altos, con una boina ladeada, con los ojos entornados y un cigarrillo entre los labios muy rojos, con una metralleta entre las manos, Bonnie Parker recortada de un fotograma en tecnicolor y cubriendo iluminada por reflectores la fachada del Ideal Cinema.

}Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo}. Quizás Dios no me perdonaría si en lugar de asistir a la misa del domingo entraba al cine para ver}Bonnie amp; Clyde}, que además sólo estaba autorizada para mayores de dieciocho años. Pero yo iba peinado con raya, tenía algo de bigote, llevaba puesto el traje de los domingos, marrón oscuro, con corbata, el traje que mi madre me había mandado hacer como una mortificación más del tránsito hacia la vida adulta. Alguien que pasara por la calle podría descubrirme en la cola del cine: alguien de mi familia, algún conocido de mis padres, o peor aún, un cura del colegio que hubiera salido a pasear por la ciudad aprovechando la tarde libre del domingo. Faltar a misa sin justificación un domingo es un pecado contra el tercer mandamiento,}Santificarás las fiestas}, un pecado mortal tan grave como cualquier otro, y si uno se muere sin haberlo confesado irá derecho al Infierno. Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia son tan inapelables como los artículos del Código Penal. Pero ya no había remedio, y yo estaba a punto de incurrir en otro pecado mortal, a no ser que el taquillero se me quedara mirando desde el otro lado de su estrecha ventanilla oval y se negara a venderme una entrada, señalando el letrero bien visible bajo el cartel de la película. Pero había mucha gente en la cola, sobre todo soldados rústicos y turbulentos del cuartel de Infantería, y la sesión estaba a punto de comenzar, así que el taquillero ni siquiera levantó los ojos cuando le pedí una de las entradas más baratas, las del graderío de tablones pelados que está en lo más alto del cine y llaman el gallinero.

Respiraba voluptuosamente el olor a terciopelo viejo y a ambientador barato. Los dorados, los cortinajes granate, los corredores poco iluminados del Ideal Cinema, me traían a la imaginación el interior del Nautilus.

En esta misma penumbra yo había visto otra tarde de domingo y de invierno}Veinte mil leguas de viaje submarino}. El verde esmeralda y el azul profundo de los mares falsos del cine me habían emocionado tanto como el azul oceánico de los mapamundis, en los que yo había aprendido a situar la longitud y la latitud de los itinerarios del capitán Nemo, la posición exacta en el Pacífico Sur de la isla de Lincoln, donde habían tenido su paraíso durante veinte años los náufragos de}La isla misteriosa}, y que sería vano buscar ahora en los mapas, porque la había desintegrado la erupción de un volcán.

El capitán Nemo se había quedado solo en el Nautilus, esperando la muerte, sepultado de antemano en la tumba suntuosa de su navío submarino.

Cuando las luces del cine se apagaban uno se disponía a una forma de inmersión aún más poderosa que la de la lectura. Tanta gente mirando la pantalla en la oscuridad, y cada uno a solas, cada uno atrapado y sumergido en su versión privada de un sueño común. Pero también en el cine, como en la lectura, se insinuaba la presencia misteriosa y crudamente sexual del deseo. Tantas veces me había excitado, clandestino y solo entre las siluetas oscuras de los otros, mirando las caras, las piernas largas, los escotes de las actrices, vislumbrando por un instante un pecho desnudo que no había acertado a cortar la censura, una figura desnuda de mujer al otro lado de una cortina translúcida al fondo de un bosque iluminado a contraluz. Se veían a veces sombras, parejas abrazadas, enredadas en una especie de contorsión a medias clandestina, en jadeos sofocados. Decía Fulgencio el Réprobo que al Ideal Cinema sólo los tontos iban a ver la película: que había putillas jóvenes que se acercaban a los soldados en cuanto se apagaban las luces, y se dejaban magrear y hacían cualquier cosa por unas monedas.

Pero empezó la película y ya no vi ni escuché nada que no sucediera en la pantalla, y no me importó condenarme al Infierno ni suspender el curso ni verme arrojado por amor a una carrera suicida de asesinatos, atracos de bancos y huidas delirantes por carreteras secundarias en las que siempre estaría a punto de sucumbir a una emboscada.

Me enamoré de Faye Dunaway como no me había enamorado de nadie hasta entonces, con el amor carnal, fascinado y adánico que había sentido hacia mi tía Lola cuando era pequeño y con la excitación que me deparaban las gitanas de pechos blancos, pelo revuelto y muslos desnudos a las que veía cada tarde de verano en sus chabolas del arrabal. Me enamoré de Faye Dunaway más que de la rubia Sigrid, la amada nórdica del capitán Trueno, y más todavía que de Monica Vitti con su boca grande y sus ojos rasgados y que de Julie Christie entregándose con devoción serena y presentimientos de infortunio al amor ilegítimo de Yuri Zhivago, perdiéndolo para siempre en el cataclismo de la revolución bolchevique. Faye Dunaway con su hermoso nombre exótico que yo no sabía pronunciar, con su melena corta y recta a los lados de los pómulos, tan delgada, tan joven, deseable y desnuda bajo un vestido de verano estampado, con los hombros huesudos y los labios muy carnales, con un mechón de pelo muy liso cruzándole la frente, la mirada letárgica bajo las pestañas muy largas y los párpados maquillados, el humo de un cigarrillo surgiendo entre los dientes, por la boca entreabierta, ofrecida, con una mueca fácil de desdén o de crueldad, con un gesto de ternura ebria cercano al abandono o al desvanecimiento. Faye Dunaway encarnando la vida breve y la pasión verdadera y el sacrificio de Bonnie Parker, aliada en la huida, la rebeldía, la persecución y la muerte de Clyde Barrow, como los amantes que morían muy jóvenes en las leyendas antiguas:

más guapa que nunca cuando estaba a punto de morir, retorciéndose y tambaleándose mordida por las balas como en un baile largo, demorado, demente, en el silencio y la ingravidez de un éxtasis supremo, flotando antes de derrumbarse para siempre en el engaño visual de la cámara lenta.

Después de salir del cine volvía hacia mi casa por los callejones como un viudo trágico, con mi traje de adulto y mi corbata oscura, seguido por mi sombra que proyectaban las bombillas de las esquinas y por el eco de mis pasos sobre el empedrado, habitado por el amor imposible y la belleza luminosa y carnal de Faye Dunaway, dispuesto a disimular y a mentir, a contar que había ido a misa, a entregarme a un porvenir de atracos a bancos y aventuras sexuales con mujeres rubias y perdidas, a encerrarme cuanto antes en la caseta del retrete.

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