8

Las voces, el ruido de los platos, las quejas de mi hermana, el ir y venir de mi madre y mi abuela entre el comedor y la cocina me impiden escuchar las noticias de la televisión y hasta ver la pantalla, donde van a aparecer las imágenes más recientes llegadas desde el interior de la nave Apolo. O no prestan atención o no se enteran de nada, y cuando no se enteran empiezan a hacer preguntas y prestan todavía menos atención, o se olvidan de lo que acaban de preguntar para hacer un comentario sobre la cena o para contar un chisme o repetir un refrán o intercambiarse las últimas noticias sobre la agonía de Baltasar o sobre el precio posible al que se pagarán este año el aceite o el trigo, o se acuerdan de una gallina que tuvieron hace años y que ponía unos huevos colorados y enormes o de un pariente lejano al que le cortó las dos piernas en la guerra una ráfaga de metralla, o especulan sobre si este año las uvas de la parra estarán en sazón antes que el año pasado, y recuerdan que por Santiago y Santa Ana pintan las uvas, y que para la Virgen de agosto ya están maduras. Cada acto es una repetición, cada experiencia idéntica lleva consigo una frase hecha o un refrán que la confirma como algo ya sucedido muchas veces, ya duro y acuñado como una moneda de baja aleación que intercambian sin fatiga en sus conversaciones circulares. Dice uno de ellos la primera parte de un refrán y otro contesta con la segunda parte como si respondiera a una letanía de la misa o del rosario y aunque lo repiten todo cada año hacia la misma época, o incluso cada día, la repetición no parece aburrirles, y hasta la enuncian como el descubrimiento de un tesoro ignorado de sabiduría.

– }Agua por San Juan}… -dice uno.

E inmediatamente otro añade:

– }Quita aceite, vino y pan}.

Y todos asienten como calibrando la hondura de esa observación inapelable.

Hacia finales de junio, cuando las largas brevas negras han madurado en las higueras y se sirven de postre, alguien pela una y se lleva a la boca su pulpa dulce y rojiza, que se deshace sabrosamente en el bocado, y entonces es el momento de advertir:

– }Con las brevas, agua no bebas}…

Y la respuesta es tan inmediata como la carcajada:

– }Vino, todo el que puedas}.

Que con las brevas, como con los melones, el vino sea una bebida más saludable que el agua, los llena de una jovialidad siempre renovada, que se repite cada año cuando empieza la temporada de esa fruta; y cada vez que al terminar la comida se sirve un plato de brevas, lo cual sucede sin falta durante los días en que están en sazón. Dentro de muchos años, ya en otra vida, casi en otro mundo, reconoceré esa alegría rotunda de los alimentos en los cuadros de comilonas campesinas de Brueghel. El agua podrá ser muy saludable, pero si se bebe al mismo tiempo que se comen brevas o melón}el vientre se hincha}, de modo que lo mejor es culminar el postre con un trago de vino. La atención exhaustiva con que celebran lo familiar o inmediato, con que discuten las variaciones mínimas de una rutina circular que abarca las vidas de los parientes y vecinos, los trabajos del campo, los pormenores de la matanza, la comida, las previsiones del tiempo, se corresponde con una perfecta indiferencia hacia el mundo exterior, del que en realidad les llegan muy pocas noticias, incluso ahora que comen y cenan con la compañía ruidosa del telediario, del que sólo hacen caso, y no sin escepticismo, a las previsiones del tiempo. ¿Cómo va a saber ese hombre de traje y corbata, a quien se le ve a la legua que no ha pisado nunca los surcos del campo, si lloverá o no lloverá en Mágina los próximos días, si soplará desde el sudoeste el ábrego fresco y húmedo o si vendrá desde las colinas por donde sale el sol cada mañana un viento solano que agosta las plantas y deja en el cielo una blancura caliza de sol ardiente y secanos áridos? Los vientos soplan desde el interior de cuevas abiertas como bocas enormes en los confines planos del mundo. Que la Tierra sea redonda, y que gire en torno a su eje y dé vueltas alrededor del Sol, según se muestra en las imágenes con las que comienza el telediario, es una de tantas fantasías que aparecen en cuanto se enciende la pantalla, y a las que ellos no conceden mucho crédito porque no concuerdan con su experiencia de la realidad. Hablan de sus asuntos prestando menos atención a las imágenes y a las voces de los locutores de la que le prestarían a la lluvia en la ventana -pero la lluvia la reverencian como un prodigio raro y benéfico, a no ser que caiga hacia San Juan-, y como no controlan mucho el volumen del televisor, en vez de bajarlo -quizás no se acuerdan de cuál es el botón adecuadolo que hacen es hablar todavía más alto, trabando un guirigay en el que no hay manera de distinguir la voz del corresponsal que cuenta desde Estados Unidos las últimas novedades en el vuelo del Apolo Xi hacia la Luna.

Sólo mi padre cena en silencio, ensimismado en su plato, ajeno por igual a las noticias de la televisión y al relato de la visita de mi madre y mi abuela a casa del agonizante Baltasar.

– Está tan blanco como esa pared -dice mi madre-. Yo creo que ni siquiera nos ha conocido.

– "Tío, mira quiénes han venido a verte", le dice la sobrina, y él parece que quiere hablar y medio abre los ojos, pero lo único que se le oye es como si roncara.

– Ése no llega este año ni a comerse las primeras uvas -mi abuelo habla con una voz de sentencia, su cara larga solemnizada por un gesto como de asentimiento a la fatalidad.

– Y la peste que echa, como si ya hubiera empezado a pudrirse.

– Es la sobrina la que le limpia la mierda. La mujer es muy señora como para ensuciarse las manos.

– Mujer, ¿y tú cómo sabes eso?…}Acercándose en las próximas horas a la órbita lunar, donde se desprenderá poco después el módulo de alunizaje, a una altura de sesenta millas, o sea, algo más de cien kilómetros, sobre la inhóspita superficie de nuestro satélite…} Protesto en vano: -Callaos, que no oigo.

– Te estarás quedando sordo -dice mi hermana.

– ¿A que te dejo yo a ti sorda de un bofetón? Mi hermana rompe a llorar con la boca abierta y llena de comida, y el llanto agudo saca a mi padre de su ensimismamiento.

– Te parecerá bonito, hablarle así a una niña chica.

– No soy tan chica -mi hermana se limpia la boca, sorbiéndose los mocos-, que ya tengo siete años.

– Pues parece que tuvieras tres, hablando con ese pavo.

…}en el que como todos nuestros telespectadores ya saben se registra una ausencia absoluta de atmósfera, razón por la cual…} -Nada -protesto por lo bajo-. Que no hay manera de enterarse.

– ¿Y tú para qué quieres enterarte tanto de esas cosas de la Luna? Alzo la cabeza del plato pero no tengo ocasión de contestar a la pregunta de mi padre, aunque sí advierto su mirada de intriga, casi de alarma.

– ¿Quién era el médico que estaba con él esta tarde? -me pregunta mi abuelo.

– Un cura le hace más falta que un médico -dice mi madre.

– -A ése no hay cura que le perdone los pecados.

– Y si no fuera tan roñoso, por lo menos podría haber pagado una enfermera que lo cuidara y lo limpiara como Dios manda.

– Pensará que se va a llevar al otro mundo el dinero.

– Ya tuvo una, y se le marchó a los dos días, porque el tío asqueroso le metía mano cuando se le acercaba.

– ¿Queréis callaros un momento, que le estoy preguntando a mi nieto?…}Siendo los astronautas Armstrong y Aldrin los que tendrán el privilegio histórico de poner los pies sobre el polvo del Mar de la Tranquilidad en la noche del…} -Y yo qué sé, un médico. No lo había visto nunca.

– ¿Con pajarita, gordo, con el pelo muy peinado hacia atrás? -¿Como si se lo hubiera lamido una vaca?…}hora de la costa Este de Estados Unidos, o lo que es lo mismo, seis horas después en los relojes españoles…} ¿Y por qué no tendrán en América la misma hora que nosotros? -se pregunta mi padre, sin apartar los ojos del plato.

– Porque allí es invierno cuando aquí es verano, y de noche cuando aquí es de día -dice mi hermana, como si recitara en clase una lección.

– Qué sabrás tú de esas cosas.

– Pues lo que tú me explicas -mi hermana me saca la lengua, luego se inclina hacia mi padre, como buscando zalameramente protección contra mí.

– Será el doctor Medina -dice mi madre-. Yo creo que lo vi salir esta tarde de la casa, con su maletín negro.

– Muy mal habrá tenido que verse para llamar a un médico que estuvo con los rojos, siendo él tan falangista.

– Será un rojo, pero dicen que no hay en Mágina otro como él.

– De Izquierda Republicana -explica mi abuelo-. Comandante de un batallón sanitario en el frente del Ebro.

– Llevaba un botón negro en la solapa -digo, recordando de pronto, y me aparto a un lado para ver mejor unas imágenes borrosas que aparecen ahora mismo en la televisión: manchas blancas, figuras humanas hinchadas por los trajes espaciales y moviéndose con lenta ingravidez en un espacio muy estrecho, como si flotaran en el agua.

– Se le murió un gran amigo hace poco -dice mi abuelo, confidencial, entendido, sugiriendo siempre que sabe más de lo que dice, que guarda valiosos secretos-. ¿Y sabéis con quién tuvo también mucha amistad? -Mejor no nos lo cuentas -lo interrumpe mi abuela-. Que te tomas un vaso más de vino y te vas de la lengua.

– Con el hijo de nuestro vecino, el de la casa del rincón…

– ¿El hortelano al que fusilaron al final de la guerra? Yo ya me sé todas las historias: y también sé hasta dónde hablan y en qué momento se quedarán callados, y en qué pasaje de un relato bajarán la voz para decir un nombre o para recordar un crimen que casi siempre tiene el aire de una desgracia súbita y natural, de un golpe absurdo del destino.

– ¿No mataron también al hijo, cuando salió de la cárcel? -Lo mataron en el cortijo de su amigo, el año cuarenta y siete -a mi abuelo le gustan las fechas exactas y las palabras esdrújulas-. En una emboscada de la Benemérita.

– Como si supieras tú lo que quiere decir esa palabra tan rara.

– Mujer ignorante, la Benemérita es otro nombre más fino de la Guardia Civil, como decir "el morlaco" o "el astado" es lo mismo que decir "el toro bravo".

– ¿Mataban entonces a la gente, como en las películas? -dice mi hermana.

– Hay que ver qué conversaciones -mi padre se ha puesto muy serio-.

Delante de una niña.

– Si a mí no me da miedo. Yo ya no sueño por las noches.

…}En una hazaña sólo comparable a la del Descubrimiento de América, gloria de la España de los Reyes Católicos, restaurada por nuestro invicto Caudillo después de una postración de siglos…} -Un sabio, el doctor Medina -mi abuelo cavila en voz alta, disfrutando de su afición a celebrar el talento-.

Habría sido un segundo doctor Marañón, un Ramón y Cajal, si no lo hubieran represaliado después de la guerra.

– ¿No estuvo en la cárcel? -¿Es que había matado a alguien? -Niña, tú te callas.

– El que va a la cárcel es porque ha matado a alguien.

Qué falta hará, sacar siempre estas conversaciones. -Pues al abuelo lo metieron preso y no había matado a nadie.

– Como que no iba a salir el asunto de siempre.

– La culpa la tienes tú -mi abuela se encara con su marido-. Por hablar tanto.

– … La conciencia limpia y la frente muy alta -mi abuelo se yergue, digno y herido, deja la cuchara junto al plato-. Sin más delito que servir a un gobierno legítimo.

– ¿Queréis hablar más bajo, que está la ventana abierta?…}Surcando el espacio en la nave Apolo igual que los marineros de Colón surcaron el océano ignoto en las tres carabelas…} -La Santa María, la Pinta y la Niña -salmodia mi hermana con falsete escolar.

– Cállate, que pareces un loro.


– Cállate tú, que pareces un mono, con tantos pelos en las piernas y en los sobacos.

Ni siquiera he levantado la mano y mi hermana ya chilla buscando protección en el regazo de mi padre.

– Comed y callad los dos o me quito la correa y os pongo el culo colorado.

Mi padre siempre amenaza sin mucha convicción, pero eso no evita que mi madre salte, como si de verdad quisiera protegernos de un castigo, con un gesto de contenida reprobación, sin levantar los ojos:

– Mira qué valiente, metiéndoles miedo a sus hijos.

– Un correazo a tiempo previene muchos disgustos -sentencia mi abuelo.

En el centro de la mesa hay una gran fuente de conejo frito con tomate, una botella de vino y otra de gaseosa. Hasta hace poco todos comíamos de la misma fuente, mojando trozos de pan en la salsa, metiendo la cuchara si había sopa o potaje, cogiendo las tajadas con las manos y chupándonos los dedos. Ahora, por influencia de mi tía Lola y de su marido, tenemos un plato cada uno, en los que mi madre o mi abuela reparten la comida con un cucharón. Usamos la cuchara, pero no hemos aprendido a manejar tenedores y cuchillos, y si hay tajadas de carne o trozos de pescado los seguimos cogiendo con las manos, y mojamos grandes sopas de pan en la salsa o en el tomate frito. A mi hermana y a mí nos riñen porque sólo queremos las tajadas pulpas, y porque no sabemos apurar la carne que hay alrededor de los huesos.

– Mira cómo dejan el plato, que parece que lo ha picoteado una gallina.

– Otro Año del Hambre les hacía falta a éstos, para que supieran apreciar lo que tienen.

…}Estando previsto que sea el comandante Neil Armstrong quien pise nuestro satélite con el pie izquierdo exactamente a las tres horas y cincuenta y seis minutos del próximo lunes veintiuno de julio…} Ellos, indiferentes al televisor, chupan los huesos, roen hasta apurar una última brizna de carne, sorben ruidosamente, separan las articulaciones de una pata de conejo para que no se quede nada sin apurar, con una concentración intensa, casi fanática, no queriendo desperdiciar ni una dosis mínima de proteínas. En la nave Apolo Xi los astronautas comen concentrados de sustancias altamente nutritivas que pueden ser engullidos sin esfuerzo, y beben líquidos revitalizadores en botellines blancos de plástico que luego flotan vacíos y limpios en el módulo de mando. En las estaciones espaciales del futuro los viajeros que tarden años en llegar a otros planetas engullirán cápsulas de colores que reduzcan al mínimo la evacuación de residuos, y quizás lean con incredulidad en los libros de Historia acerca de las bárbaras costumbres culinarias que aún perduraban en el siglo Xx. Nosotros cortamos con las manos trozos de un pan enorme, redondo, de corteza gruesa y oscura, empolvada de harina, los untamos en pringue y nos los metemos en las bocas muy abiertas, engullendo luego como los pavos en el corral de Baltasar.

En la comida más ruidosa hay un momento de la verdad en el que nadie habla, todos absortos en el acto supremo de la nutrición, y en el que sólo se escucha masticar, sorber, chupar, raspar con una cuchara el fondo de un plato o de una olla. Comen en círculo, alrededor de la mesa camilla y de la fuente de tajadas y tomate frito, se pasan el único trapo que hay en la mesa para limpiarse las manos o la boca, respiran hondo, como quien toma un instante de alivio en un esfuerzo muy intenso, muerden cartílagos, desprenden la mandíbula inferior de la cabeza del conejo y chupan el maxilar, raspan con la cuchara el cielo de la boca, que tiene una superficie de carne rugosa, el paladar del conejo, horadan el cráneo buscando el bocado más sabroso, los sesos, que corresponde por privilegio masculino a mi padre o a mi abuelo, y al final, sobre cada plato, queda un montoncito de huesos diminutos y limpios, de los que ha sido extraído hasta el más ínfimo residuo de sustancia nutritiva.

– Pues ya hemos comido -suspira alguien, mi madre o mi abuela, después de un momento de silencio, aliviada la tensión del acto laborioso de comer.

– Ya hemos matado a la que nos mataba -dice mi abuelo.

– ¿Y quién era la que nos mataba? -pregunta mi hermana por zalamería, sabiendo la respuesta.

– El hambre, que mató a tanta gente. El hambre que mata sin cuchillo ni palo.

– Pues todavía nos falta el postre.

?Hay sandía en el pozo? -Con lo que le gustaba comer a Baltasar, y mira en lo que ha quedado. Dice la sobrina que ya ni puede tragar líquidos. Pero como ha sido tan comilón pide que le acerquen a la nariz lonchas de jamón o de queso untado en aceite.

– -Dios lo castiga por los jamones y los quesos y las orzas de lomo y los panes blancos que se comió cuando los demás no teníamos más que algarrobas para alimentar a nuestros hijos.

– Ya estamos con lo mismo…

– Robándonos lo que era nuestro y lo que tú no fuiste capaz de defender, lo que te quitaron por tonto.

…}El mundo entero podrá asistir en directo, desde sus hogares, al gran acontecimiento histórico, a través de los receptores de televisión…} -¿Y qué iba a hacer yo, si estaba preso? -Antes de que te metieran preso ya te habías dejado engañar. Y mira cómo le fue a él la vida, y cómo nos ha ido a nosotros.

– Tenemos lo que él no tiene -mi abuelo alza la voz, con un ademán dramático-. Salud y seis hijos como seis soles, y la conciencia tranquila.

No hay manera: no puedo enterarme de nada. Me levanto de la mesa, llevando la silla de anea conmigo, para acercarme más al televisor.

– ¿Y tú adónde vas, si no hemos terminado? -A ninguna parte, es que no me dejáis oír lo que dicen en la tele.

– ¿Y qué estarán diciendo, si se puede saber, que sea tan importante? -Lo de la Luna, que dice que se va a levantar para verlo cuando estemos todos dormidos.

– Tú cállate, chivata.

– Voy a devolver ese aparato y se te van a acabar las tonterías de la Luna, que parece que has perdido el juicio -mi padre se levanta y hace ademán de apagar el televisor, pero no acierta a encontrar el botón, y se queda aturdido, buscando el modo de salvar su autoridad, encarándose con mi madre-. En qué hora se me ocurriría hacerle caso al marido de tu hermana, que no piensa más que en sacarnos el dinero.

– Con mi hermana no te metas, que ella no tiene la culpa de nada.

– Y tú, desde mañana por la mañana se te han acabado los libros, la holganza y los viajes a la Luna -mi padre ha encontrado por fin la manera de apagar el televisor, y ahora vuelve a sentarse, recobrada su dignidad, dispuesto a curarme de mis desvaríos-.

Te llamo a las seis y te vas a trabajar al campo con la fresca.

– Ha hablado un hombre -sentencia mi abuela, pero ella casi siempre dice las cosas con un filo de sarcasmo, que quizás mi padre no deja de advertir.

– Por lo pronto, que traiga la sandía.

– Yo no quiero sandía, quiero un melocotón.

– Pues tráele de camino un melocotón a tu hermana.

– Si tiene el capricho que vaya ella, que yo no soy su criado.

– Ten cuidado al sacar el cubo del pozo, no vayas a caerte y te ahogues.

– ¿Por qué no compramos una nevera, como la de la tía Lola, y así no tenemos que refrescar las cosas en el pozo? -Lo que nos estaba haciendo falta -murmura mi padre-. Una cocina de gas, un televisor y ahora una nevera.

?Por qué no un helicóptero? Y yo trabajando de sol a sol para pagarle las vacaciones a ese señorito.

– Ya estamos con lo mismo. Qué te habrá hecho a ti el marido de mi hermana.

– El frío de las neveras es muy malo para la garganta -informa mi abuelo, ya más apaciguado-. Se han dado casos de gente que ha muerto de pulmonía después de beber el agua tan fría de esos aparatos. Todos los médicos están de acuerdo en que es mucho más sana el agua fresca de un botijo.

– Será que los médicos te han llamado a ti para contártelo.

Salgo al corral, aliviado de apartarme unos minutos de ellos, de no escuchar el rumor permanente en el que viven enredados, tan denso como el zumbido de un panal. Hace fresco y huele a jazmines y a galanes de noche, a las hojas y a la savia de la parra.

Por encima de los tejados y los bardales vienen las voces del cine de verano, y en el cielo teñido de color ceniza después de los calores del día hay un gajo de luna.

Oigo de lejos a mi hermana, gritando mi nombre con su voz aguda: por qué tardará tanto, habrá dicho mi abuelo, y mi padre dirá, se habrá quedado mirando la luna, y mi madre, mira que si se ha caído al pozo, a lo que añadirá mi abuela, torpe es, pero tonto no parece, y mi hermana, voy a buscarlo, y mi padre, sombrío, nunca efectivo en su autoridad, tú te quedas aquí sentada, que tampoco hace una semana que se fue a buscar la sandía.

Me asomo al brocal del pozo, y en el fondo se ve como un espejo oscuro el brillo inquieto del agua y el gajo de luna repetido en ella. Tiro de la soga áspera, y sobre mi cabeza gruñe la polea. Resuena el agua muy hondo, cuando el cubo, alzado por la polea, emerge de ella, y luego choca con sonidos metálicos contra las paredes de piedra. Sube un fresco profundo, una humedad salobre, mientras el cubo chorreante asciende hacia el brocal, el cáñamo de la soga escociéndome las manos. Y cuando llega arriba lo hago bascular hacia mí y lo dejo en el suelo, chorreando, con un olor a saco mojado, porque la sandía, para que se mantenga más fresca, se sumerge en el agua en el interior de un saco atado con una cuerda, dentro del cubo de latón. Desato el saco, extraigo la sandía grande, planetaria, y la llevo al comedor sosteniéndola con las dos manos. La conversación ha cambiado en mi ausencia. Han encendido de nuevo el televisor y ahora hablan de la Luna.

– Dice Carlos que suben en un cohete más grande que esta casa -aventura mi madre, acogiéndose a la autoridad del marido de su hermana, hacia el que proyecta una parte de la veneración que siente hacia ella-. Y que explota con una mecha como las de los cohetes de la Feria.

– Qué sabrá tu cuñado de cohetes.

– Algo más que nosotros sabrá, estando acostumbrado a manejar todos esos aparatos que vende en la tienda.

– Hijo mío, ni que hubieras tenido que subir tú también a la Luna para traernos la sandía.

– Qué te habrá hecho a ti Carlos -mi madre, para discutir con mi padre, baja la voz y mira hacia la mesa, aplastando con el dedo índice una miga de pan-, para que le tengas tanta ojeriza.

– Yo no le tengo nada. Él en su casa y nosotros en la nuestra.

Mi abuelo palpa la sandía entre sus dos manos enormes, la sopesa, meditativamente, la deja sobre un plato, rozando la cáscara con la palma de la mano, tamborileando sobre ella con los dedos, auscultándola. El locutor del telediario entrevista ahora mismo a un hombre de cara avinagrada y traje oscuro, con una insignia de algo en la solapa:

}La Luna, que se nos muestra tan apetecible y poéticamente tan bella gracias a la distancia y a la iluminación solar, resultará un astro inhóspito, decrépito, desolado, de impresionante frialdad espiritual. Ni agua, ni vegetación, ni otros seres animados, ni elemento alguno de los que embellecen nuestro mundo…} -¿Habrá marcianos en la Luna? -Los marcianos son los de Marte, niña. Si hubiera habitantes en la Luna se llamarían selenitas. Pero no los hay.

– ¿Y eso cómo lo saben, si no han subido nunca? -en la ironía de mi abuela siempre hay una sospecha sobre la tontería de los seres humanos, empezando por los miembros de su familia más cercana.

}El Hombre retornará rápido a la Tierra, contristado, encontrándola más bella, aunque endurecida por el egoísmo, la ambición y la ingratitud}.

– ¿Qué dice ese señor tan enfadado? ¿Cómo vamos a oírlo, si no os calláis? Esta sandía está en su punto -dictamina mi abuelo-. Y bien fresquita.

Mejor que en cualquier nevera.

– También sabe de neveras este hombre -dice mi abuela-. Qué raro que sabiendo tanto no haya salido de pobre.

– En la Luna no hay atmósfera -trago saliva, alzo la voz, procurando que no se me quiebre en un gallo traicionero-. No hay agua, ni plantas, ni animales, ni personas, no hay nada.

La Luna es un satélite muerto desde hace miles de millones de años.

Mi abuelo, que ya empuñaba el gran cuchillo para abrir por la mitad la sandía, se me queda mirando, no sé si con admiración o con lástima, con una incredulidad que enseguida deriva en sarcasmo. ¿Para esto llevo tantos años de escuela, y me encierro en un cuarto a estudiar libros enormes en vez de irme al campo con mi padre, de ganarme la vida con el trabajo de mis manos, como se la empezaron a ganar ellos cuando ni siquiera habían alcanzado la edad que yo tengo ahora? -Pues entonces, si en la Luna no hay nada, ¿para qué tanto afán de llegar a ella? -Con lo fina que está estas noches, que parece una cáscara de melón -dice mi abuela-, tendrán que sentarse en ella, como en un columpio.

– ¿Y si se mecen y se caen? -La Luna no crece ni mengua, es tan redonda como esta sandía -irritado, me dejo ganar por la arrogancia, por un necio empeño pedagógico, destinado al fracaso. Atraigo la sandía hacia mí, su curvatura tan rotunda como la del cráneo calvo y brillante de mi abuelo. ¿Les explicaré la ley de la gravitación universal, el curso elíptico de las órbitas de la Tierra y la Luna, les haré saber que entre las dos hay una distancia media de trescientos mil kilómetros, si ellos miden el espacio por palmos y leguas? ¿Les contaré que para desprenderse de la atracción terrestre la nave Apolo tuvo que acelerar hasta una velocidad de treinta mil kilómetros por hora, cuando ellos se mueven a pie o al paso de un burro o de un mulo y se marean en el autobús de línea cuando van de médicos a la capital de la provincia?-. La Tierra es la sandía, y la Luna este melocotón…

– Dame el melocotón, que es mío, que lo he traído yo.

– … la Luna da vueltas alrededor de la Tierra, igual que la Tierra da vueltas alrededor del Sol…

– Entonces, ¿por qué sale el Sol todas las mañanas por detrás de los cerros, y se esconde por la noche? Mi abuela tercia entonando con acento de burla:

– }Al Sol le llaman Lorenzo y a la Luna Catalina…} -Dejadlo que nos explique -mi madre sale dubitativamente en mi defensa-. Que algo sabrá más que nosotros.

– Tampoco hay que tener una carrera para saber por dónde sale el Sol…

Obstinado, pedagógico, pagado de mí mismo, indiferente al escarnio, hago girar el melocotón siguiendo la curva de la mesa camilla, y luego tomo un salero, lo pongo encima del ecuador de la sandía, explicando que ésa es la nave Apolo, y haciéndolo alejarse poco a poco de la corteza verde oscura y aproximarse al melocotón. En la sobremesa de la cena, mientras los comensales se impacientan por probar la sandía, temiendo que vaya a perder el frescor fragante del agua del pozo, intento en vano forzar el salto del universo ptolemaico al de Galileo y Newton, en la noche de julio en la que los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins navegan hacia la Luna y preparan sus instrumentos y sus trajes espaciales para el momento supremo en que un módulo de alunizaje en forma de cangrejo o de araña robot se pose sobre una llanura de polvo y rocas grises donde las huellas de sus pisadas permanecerán idénticas durante milenios, como las huellas fósiles de los dinosaurios sobre las duras rocas terrestres.

– Ahora mismo la nave espacial está aquí -en mi mano derecha gira el salero, que tiene una forma cónica parecida a la de una cápsula-. El domingo por la tarde el módulo lunar se separará, y bajará muy despacio hasta el suelo.

– Bueno, pues a ver si antes nos hemos comido nosotros la sandía -dice mi abuelo, atrapándola de nuevo entre sus dos manos.

– Todo es mentira -contra su costumbre, mi padre ha resuelto intervenir abiertamente en la conversación, de modo que todos nos volvemos hacia él. En casa no suele hablar tan alto, ni durante un rato tan largo. No siempre me mira, pero yo sé que a su manera oblicua está hablando para mí-.

Un invento de los americanos, para engañar al mundo. No hay cohete, no hay viaje a la Luna, no hay nada de nada. Es como esas películas de platillos volantes, o de viajes por el espacio, que no se creen ni los más tontos, que se ve que los monstruos son de goma o son gente disfrazada y las rocas son de cartón, y hasta los árboles son de plástico. ¿Te enteras? -ahora habla mirándome a mí-. Es todo propaganda. ¿En qué cabeza cabe que un cohete pueda llegar a la Luna? Es propaganda para volvernos tontos, para que compremos más aparatos de televisión y aquí el cuñado de tu madre gane todavía más dinero. ¿A ti qué falta te hace saber si en la Luna hay atmósfera o no hay atmósfera, o si se crían tomates, o si van a llegar mañana o pasado mañana? ¿Adónde van a llegar? Pues al mismo sitio donde estaban, y donde ahora mismo estarán rodando la película que nos van a poner en las noticias. ¿Tendré yo que trabajar menos horas si esos americanos vestidos de buzos llegan a la Luna? ¿Me va a perdonar tu tío los plazos del televisor, y los de la cocina de butano que no he terminado de pagar todavía? ¿Y cómo vas a ganarte tú la vida si no aprendes a trabajar en el campo y te pasas las noches leyendo y amaneces más pálido que la misma Luna? ¿Para qué vas a estudiar, para astronauta? En ese momento mi abuelo ha hundido la hoja del cuchillo en el centro de la sandía. La corta siguiendo su línea ecuatorial y termina de separar con sus manos las dos mitades, que se dividen con un crujido geológico de la dura corteza y de la pulpa roja y luminosa, punteada de pepitas negras, reluciente del jugo fresco que dentro de un instante sorberemos todos con un ruido unánime. El interior de la sandía es de un rojo tan fuerte como el núcleo de níquel y de hierro fundidos en las ilustraciones sobre el centro de la Tierra que vienen en mi libro de Ciencias Naturales. Con el cuchillo en la mano y la sandía abierta sobre la mesa, mi abuelo se queda un momento pensativo, y no empieza a cortar la primera tajada.

– Muy bien -dice, mirándome por encima de los dos hemisferios rojos de la sandía enorme-. Me he enterado de todo. Suben en un cohete y llegan a la Luna. No hay nada en ella, no se cría nada, no llueve nunca, no se puede respirar, pero bueno, da lo mismo.

Llegarán. Sólo me queda una duda.

Cuando lleguen a la Luna, ¿cómo entran en ella?

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