2

Encerrado en mi cuarto una tarde de julio escucho las voces que me llaman, los pasos pesados que suben en mi busca por las escaleras de la casa. Van a encontrarme pronto y van a darme órdenes que no tendré más remedio que obedecer, sumiso y hosco, con el bozo oscuro y los granos en mi cara redonda agravando mi aire de pereza contrariada, de honda discordia con el mundo.

Pero mientras suben los pasos y se acercan las voces yo permanezco inmóvil, alerta, echado en la cama, sin más ropa que los bochornosos calzoncillos de adulto que mi madre y mi abuela cortaron y cosieron para mí y han sido mi vergüenza cada vez que tenía que cambiarme en el vestuario del colegio. Menos yo, todos los demás llevan calzoncillos modernos comprados en las tiendas, slips les llaman, que se ajustan a la ingle y a la parte superior del muslo y no se prolongan hasta casi la mitad de la pierna. Nadie me ve ahora, por fortuna, nadie ve mis piernas que de pronto se hicieron tan largas y se llenaron de pelos y nadie va a burlarse de mí cuando no sepa dar una voltereta ni trepar por la cuerda ni saltar sobre ese aparato de tortura que llaman apropiadamente el potro, apoyando las palmas de las manos sobre el lomo de cuero y a la vez extendiendo las piernas hasta una horizontalidad gimnástica inalcanzable para mí.

Estoy a salvo, hasta cierto punto, o lo estaba hasta que hace un momento empezaron a sonar las voces y los pasos en el hueco de la escalera: estoy tumbado en la cama, sobre las sábanas húmedas por el sudor en la siesta de verano, tan inmóvil como un animal asustado en el interior de su madriguera, como un astronauta sujeto al camastro anatómico de la cápsula espacial, con un libro abierto en las manos,}Viaje al centro de la Tierra}, leído tantas veces que ya me sé de memoria pasajes enteros, igual que puedo ver con los ojos cerrados sus ilustraciones de grutas tenebrosas iluminadas por lámparas de carburo y de ingentes saurios peleándose a muerte entre las espumas rojas de sangre de un mar subterráneo. En el desorden de la cama y en la mesa de noche hay varias de las revistas ilustradas que he hurtado en casa de mi tía Lola, y en las que vienen reportajes sobre la nave Apolo Xi, que despegó exactamente hace dos horas y dentro de cuarenta y cinco minutos romperá su trayectoria circular en torno a la Tierra con la explosión de la tercera fase del cohete que va a propulsarla hacia la Luna. En los dos primeros minutos del despegue el Saturno V alcanzó una velocidad de nueve mil pies por segundo. En pies por segundo y no en kilómetros por hora se miden las velocidades fantásticas de este viaje que no pertenece a la imaginación ni a las novelas, que está sucediendo ahora mismo, mientras yo sudo en mi cama, en mi cuarto de Mágina. En el momento del despegue el ingeniero Wernher von Braun, a quien llaman en los noticiarios el padre de la Era Espacial, rezó un padrenuestro en alemán. El cardenal católico de Boston ha compuesto una plegaria especial para los astronautas, ha dicho el locutor del telediario. Se especula con la posibilidad de que puedan traer algún tipo de gérmenes que desencadenen en la Tierra una trágica epidemia. A veinticinco mil pies por segundo viaja ahora la nave Apolo, en la órbita de la Tierra, pero los astronautas tienen una sensación de inmovilidad y silencio cuando miran por las ventanillas: es la Tierra la que se mueve, girando enorme y solemne, mostrándoles los perfiles de los continentes y el azul de los océanos, como en la bola del mundo que hay en mi aula del colegio salesiano. El océano Atlántico, las islas Canarias, los desiertos de África, con un color de herrumbre, la larga hendidura del Mar Rojo. El enviado especial de Radio Nacional a Cabo Kennedy decía arrebatado que los astronautas distinguen perfectamente el perfil de la Península Ibérica por las ventanillas de la cápsula. "España es maravillosa vista desde el espacio". Consulto el reloj Radiant que me regaló mi padre el año pasado para mi santo: tiene una aguja para medir los segundos y una pequeña ventana en la que cada noche, exactamente a las doce, cambia la fecha. A las dos horas, cuarenta y cuatro minutos y dieciséis segundos del despegue empezará de verdad el viaje a la Luna, cuando se mezclen de nuevo en los depósitos del cohete el hidrógeno y el oxígeno líquidos y una larga llamarada en medio de la oscuridad libere a la nave Apolo de la órbita de la Tierra, impulsándola a una velocidad de treinta y cinco mil quinientos setenta pies por segundo. Los cronómetros de las computadoras lo miden todo infaliblemente: el combustible de los motores ha de arder durante cinco minutos cuarenta y siete segundos para que la nave adquiera una trayectoria de encuentro con la Luna. En la televisión, a la hora de comer, el despegue se vio en blanco y negro: en las páginas satinadas de las revistas que compra mi tía Lola se ve el cohete Saturno iluminado por resplandores amarillos y rojizos en las noches previas al despegue, sujeto a una especie de altísimo andamio de metal rojo: y luego la incandescencia del encendido en el momento en que la cuenta atrás llegó al cero, la cola de fuego entre la deflagración de nubes blancas cuando todavía parece imposible que esa nave colosal cargada con miles de toneladas de combustible altamente explosivo pueda desprenderse de la gravedad terrestre emprendiendo un vuelo vertical. “¡Era espacial! ¿sabía usted que el viaje a la luna está dirigido principalmente por computadoras electrónicas?" He coleccionado revistas y recortado fotografías en color de los tres viajes que han precedido al del Apolo Xi y conozco de memoria los 20 nombres de los astronautas y de los vehículos, los hermosos nombres en latín de los mares de polvo y de los continentes y cordilleras de la Luna.

En las revistas el cielo sobre Cabo Kennedy es de un azul más puro y más lujoso que el que nosotros vemos cada día, y en él los cohetes Saturno acaban perdiéndose como puntas casi invisibles sobre una nube blanca, curvada, que casi parece una nube cualquiera en el cielo del verano. "Usted puede llevar ahora el reloj cronómetro Omega que usan los astronautas del proyecto Apolo". Mi tía Lola le regaló a su marido un reloj cronómetro Omega para el día de su santo y antes de entregárselo vino a casa para que lo vieran mi madre y mi abuela, y abrió la caja y separó con sus dedos de uñas pintadas el papel de gasa que lo envolvía con tanto cuidado y misterio como si abriera el cofre de un tesoro.

Ahora mismo, la nave viaja en silencio, no en el cielo azul, sino en el espacio oscuro, y los astronautas se han liberado de la fuerza de la gravedad y flotan lentamente en la estrechura de la cápsula, girando con el impulso de un brazo o de una pierna, como si nadaran, como yo quisiera flotar para librarme del tacto pegajoso de las sábanas en las que mi sudor forma manchas más visibles y menos duraderas que las manchas amarillas que aparecen todas las mañanas, cuando me despierto por culpa de una sensación de humedad y frío en las ingles y recuerdo el sueño que ha provocado como una descarga eléctrica el breve estertor de la eyaculación.

La polución, dice el padre confesor, la polución nocturna, involuntaria y sin embargo no exenta de pecado.

No exenta, dice el confesor en la penumbra, mientras yo, arrodillado, las manos juntas, los codos en el marco de madera ancha del confesonario, mantengo la cabeza baja y los ojos entornados y sólo veo el brillo del tejido negro de la sotana y la gesticulación de las manos pálidas, que son suaves como manos de mujer pero tienen nudillos gruesos y pelos fuertes en el dorso muy blanco. De la penumbra sale un olor a colonia y a tabaco, un olor a aliento demasiado cercano.

– Padre, me acuso de haber cometido actos impuros.

– ¿Solo o con otros? -Solo, padre.

– Cuántas veces.

– No me acuerdo.

– ¿Aproximadamente? Los pasos se han detenido, en el rellano del piso inferior, pero las voces son más fuertes, retumbando en el eco de la escalera, exageradas por el malhumor de no haber obtenido respuesta, repitiendo mi nombre. Es mi abuelo quien me llama, y no habría necesitado escuchar su voz para reconocerlo, me habría bastado el sonido fuerte de sus pasos en los peldaños de baldosas con los filos de madera. Tan distintos como las voces son los pasos, su resonancia, su cadencia, su ritmo mientras suben, el grado diverso de esfuerzo, el peso corporal que cada uno descarga sobre los peldaños, la energía o la fatiga. Los tacones altos de mi tía Lola repican con un ritmo festivo cada vez que viene de visita a nuestra casa, y enseguida se oye el rumor de sus pulseras y llena el aire la fragancia de su agua de colonia, que disuelve transitoriamente los olores habituales, el del estiércol en la cuadra, el del grano almacenado, el olor a trabajo y fatiga con que mi padre y mi abuelo vuelven del campo al final del día. Los astronautas esperan el momento de la ignición de los motores de la tercera fase. De nuevo tendrán que atarse las correas, de nuevo sentirán el plomo de la inercia, antes de volverse ingrávidos del todo, quizás con náuseas, por el desconcierto de moverse sin arriba ni abajo. Durante los cinco minutos que dure la explosión el peso de sus cuerpos, ahora tan liviano, multiplicará por cuatro el que tenía en la Tierra.

Imagina que pesaras de pronto doscientos cuarenta kilos. Los pasos de mi abuelo retumban fuertes y seguros, tan recios como su voz, delatando su estatura grande y su peso fornido, que excluye la prisa igual que la fatiga.

Mi abuelo tiene los pies muy grandes y el empeine levantado, y ahora, en verano, calza unas alpargatas de lona con la suela de cáñamo, que amortigua y hace más grave el sonido de sus pasos. "Dónde se habrá metido", le oigo murmurar después de repetir otra vez mi nombre, y por un momento pienso que va a desistir si consigo quedarme inmóvil y no dar señales de mi presencia, como acabaría desistiendo el cazador si el animal perseguido permaneciera el tiempo suficiente paralizado dentro de la madriguera. Pero después de pararse en el rellano ha empezado a subir otra vez, el último tramo de escaleras que lleva directamente al pajar y a mi cuarto. Ahora sí que he de contestar, para que no abra la puerta y me encuentre tirado en la cama en calzoncillos, como un zángano:

– ¿Qué? -grito desde la cama.

– ¿Cómo que qué? ¿Es que no me oías? -Estaba dormido.

– Pues espabila y baja, que te están buscando.

Mejor que no suba y no vea la cama en desorden y los libros y las revistas en ella, que no perciba el olor húmedo que quizás todavía inunda el aire y que sin duda se superpone al del sudor y al de la falta general de higiene, porque en esta casa no hay ducha ni lavabo ni cuarto de baño, y ni siquiera agua corriente. Aproximadamente cuántas veces, pregunta el padre confesor, el padre Peter, que es también el encargado de las proyecciones de cine. Yo me quedo en silencio, sin saber qué contestarle, incapaz de hacer el cálculo. Cuántas veces me he despertado en mitad de la noche con una sensación de frío y humedad en el vientre y con el recuerdo fragmentario de un sueño de turbia y pegajosa dulzura. Cuántas veces, recién acostado, de noche, o en la penumbra de la siesta, he recordado una imagen, una cierta postura, el hueco de un escote, he empezado a pensar en una escena de una película o en un pasaje de un libro y me he ido dejando llevar, con una excitación tan intensa como el remordimiento anticipado que no llega a malograr del todo la delicia del primer espasmo. Y luego el tacto mojado, el olor, la mancha que al secarse se volverá amarilla. Si hubiera un lavabo, un grifo de agua fría, una pastilla de jabón para borrar rastros y olores, como en casa de mi tía Lola. A mi tía Lola le debo la primera emoción precoz de la belleza femenina, cuando ella era aún más joven y todavía faltaba mucho para que saliera de nuestra casa vestida con un largo traje de novia. En su cuarto de baño, cuando voy a visitarla, hay pastillas de jabón que huelen como ella, aunque también frascos de loción de afeitar que desprenden el olor masculino y agresivo de su marido, mi tío Carlos. Pero aquí sólo nos podemos lavar sacando un cubo de agua helada del pozo y volcándolo en una palangana desconchada. El agua corriente es un sueño tan lejano como el de la lluvia puntual y abundante en nuestra tierra áspera. El agua caliente y fría, inagotable, siempre dispuesta, tibia cuando se desea, es un milagro que fluye de los grifos cromados en casa de mi tía Lola, igual que sale un frío intenso en lo más ardiente del verano cuando se abre la puerta de su frigorífico, o que en invierno un calor delicioso brota de los radiadores de su calefacción.

He ido asistiendo a las bodas de mis tíos desde los tiempos más borrosos de la infancia, y cada vez que uno de ellos se ha marchado esta casa parecía volverse más oscura y más grande. Mi tío Luis, mi tía Lola, mi tío Manolo, mi tío Pedro, el más joven, el último de todos. El año pasado, antes de casarse, cuando mi tío Pedro aún vivía con nosotros, llegó un día con la gran idea de que iba a instalar una ducha, "como las de las películas", dijo. "Pero cómo va a haber ducha, si ni siquiera hay grifo", dijo mi padre, con una punta de sarcasmo que hasta yo distinguí y que contrarió hondamente a mi madre. Su marido, pensaría, siempre quitándole mérito a la familia de ella, desdeñoso de las ideas y de los méritos de sus hermanos. "?Y quién dice que haga falta un grifo para poner una ducha?", dijo mi tío, que poco tiempo atrás había entrado como soldador en el taller de carpintería metálica y miraba ya con cierto desdén a los que aún seguían trabajando en el campo. "Mañana a estas horas estaremos tan frescos como si nos hubiéramos ido todos a la playa". "Qué talento", dijo mi madre, mirando de soslayo a mi padre, con reprobación y alivio de que su hermano fuese a prevalecer en la disputa, "si el pobre no hubiera tenido que dejar la escuela tan pronto, adónde habría llegado".

Al día siguiente, atado con una cuerda al sillín de la moto que se había comprado a plazos al poco tiempo de entrar en el taller, mi tío trajo un bidón de metal ondulado, grande, como de cuarenta litros, dijo, que al quitarle la tapa despidió un ligero olor a gasolina, o a esos productos químicos que a veces le manchaban el mono azul de trabajo cuando los sábados lo traía a casa para que mi abuela lo lavara. Mi tío ya no se vestía como los otros hombres de la casa, mi padre y mi abuelo, ni olía del todo como ellos. Era el hijo pequeño de mis abuelos, el último que aún seguía viviendo con ellos en la casa, pero desde que había entrado a trabajar en el taller actuaba con una seguridad nueva, y cuando se dirigía a mi abuelo, su padre, ya no le hablaba con la misma deferencia. Ahora ganaba un sueldo, un tesoro inaudito que traía a casa todos los sábados dentro de un sobre amarillento con su nombre escrito a máquina, sin depender de la lluvia o de los contratiempos de las cosechas, sin trabajar más horas que las estipuladas en su contrato, no de sol a sol, como la gente del campo. Y si echaba horas extras se las pagaban aparte, y además estaba aprendiendo el oficio de soldador, que le permitiría ascender en la empresa al cabo de no mucho tiempo. Ahora la vida era buena para él, que había trabajado desde niño en el campo, sometido a su padre, sin ninguna esperanza de ser algo más que un aparcero sin tierra propia. En menos de un año, ahorrando cada semana la parte del sobre que no entregaba a su madre, había cambiado su ruda bicicleta por una moto reluciente, y había podido fijar por fin la fecha de su boda. Cada día, a la caída de la tarde, yo escuchaba desde el cuarto que aún compartía con él el rugido de su moto entrando en nuestra plazuela, incluso lo distinguía mucho antes, cuando mi tío enfilaba con ella la calle del Pozo desde el paseo de la Cava.

Entraba en casa, la cara tiznada, las manos oliendo a gasolina o a grasa, al carbón quemado de la soldadura, y sus pasos resonaban más poderosos y decididos. Había engordado, se había vuelto más corpulento, o quizás era sólo la seguridad nueva del trabajo, del sobre semanal con su nombre mecanografiado, de la moto que él aceleraba al llegar a los callejones de nuestro barrio por el puro gusto de oír el motor, de sentir la vibración entre las piernas. Sacaba del pozo un cubo de agua y se lavaba en el corral a manotazos, en camiseta, doblado poderosamente sobre la palangana, frotándose con mucho ruido el agua contra la cara y el cuello. Yo escuchaba luego otra vez sus pasos, ahora taconeando, el ruido de las monedas en los bolsillos de su pantalón, y de nuevo la moto alejándose, ahora en dirección a casa de la novia de mi tío. Ya no reparaba mucho en mi presencia: él había dado una gran zancada hacia una vida plena de hombre, y yo me había quedado de pronto muy lejos, en un limbo todavía muy próximo a la niñez. Entraba en el cuarto, apresurado, para ponerse la camisa limpia y la americana, la corbata de visitar a su novia y discutir con los padres de ella los detalles de la boda inminente. Recién afeitado, se mojaba el pelo con brillantina, se peinaba delante de un trozo de espejo, donde me veía, yo quizás leyendo en la cama o sentado junto a mi mesa de estudio, y me decía:

– No leas tanto, que no es bueno.

Lo que tienes que ir haciendo es echarte una novia.

Y se iba, escaleras abajo, adulto, emancipado, dejando tras de sí el olor masculino del jabón y la colonia, saltando los peldaños, despidiéndose al pasar de mi madre y mi abuela, excitado por la segura inminencia de la tarde que le aguardaba, el ruido vigoroso de la moto, las miradas entre admirativas y asustadas de las vecinas que se apartarían para dejarlo pasar en la calle demasiado estrecha. Cuando volvía, si yo aún estaba despierto, me contaba con detalle desde su cama la película que había ido a ver con su novia. Era una película de palabras que yo escuchaba, casi veía en la oscuridad, un misterio resuelto por al- gún detective, una aventura de guerra, o de viajes por los mares, de cabalgadas y tiroteos y peleas a puñetazos y acosos de indios hostiles en el Lejano Oeste. Algunas veces, mi tío regresaba decepcionado y empezaba a desnudarse en silencio, sin preguntarme si estaba todavía despierto. Era porque había visto alguna película que no le había gustado, "una de llorar", como decía él, despectivamente, sin comprender por qué eran precisamente esas películas -dramas mexicanos en blanco y negro- las que preferían las mujeres. No le gustaban las películas de llorar, ni los pastelazos lentos en los que nada sucedía, pero lo que le indignaba de verdad eran las películas en las que moría el protagonista, le parecían ultrajes inauditos contra el orden natural de las cosas.

– Es una mierda de película, una vergüenza. Al final muere el artista.

Algunas veces, yo me dormía escuchándolo, y sus palabras se disgregaban en el sueño como las imágenes invocadas por ellas en la oscuridad del dormitorio. Otras era él, mi tío, quien bostezaba y hablaba más lentamente y se quedaba dormido antes de revelarme el final que yo anhelaba saber.

Fue el último verano que vivió con nosotros cuando mi tío Pedro decidió que iba a instalarnos la ducha, el verano anterior al viaje del Apolo Xi a la Luna. Yo tenía doce años y había terminado el curso con un suspenso vergonzoso en Gimnasia. En el vestuario mis compañeros se reían de mis calzoncillos y en la sala de aparatos el profesor de Educación Física me humillaba junto a los más gordos y torpes de la clase cuando no sabía saltar el potro ni escalar por la cuerda y ni siquiera dar una voltereta. Esa mañana de julio -hasta principios de septiembre yo no tendría que enfrentarme a la renovada humillación y el íntimo suplicio de un nuevo examen de gimnasia-, mi tío Pedro sacó el bidón metálico al corral y nos mostró todas las cosas que había comprado en la ferretería o conseguido en su taller de carpintería metálica, donde estaba a punto de que lo ascendiesen a soldador de primera: una alcachofa de ducha, varios tubos de cobre de distintas longitudes y grosores, una manguera remendada con parches de bicicleta. Mi madre y mi abuela lo miraban con admiración y algo de alarma, sobre todo cuando me pidió que le acercara la escalera de mano y la apoyara contra el muro de la caseta exterior donde estaba el retrete. Se echó el bidón al hombro, subió por la escalera sujetándose con una sola mano, fornido, enérgico, en camiseta, con su pantalón azul de soldador, la cara y los brazos muy blancos, porque ya no le daba el sol sin misericordia del trabajo en el campo. Yo sujetaba la escalera y mi madre y mi abuela le hacían advertencias asustadas, agárrate bien, no mires para abajo, que te puede dar mareo, no vayas a caerte. Mi tío se pasó la mañana al sol, atareado en el tejadillo, ajustando el bidón con anclajes metálicos, soldando junturas, la cara protegida por su careta de metal con una mirilla como de morrión de película, la pistola de soldadura soltando chorros de chispas que dejaban un olor muy acre en el aire y caían al suelo como tenues plumas de ceniza. Con su careta de soldador mi tío se parecía al Hombre de la Máscara de Hierro. Yo permanecía alerta al pie de la escalera, dispuesto a alcanzarle lo que él me pidiera con sus ademanes recién adquiridos de experto:

un destornillador, un martillo, un tubo de cobre. Mi tío sudaba en la ofuscación del sol de julio, bajo un sombrero de paja que mi abuela me había hecho alcanzarle, no fuera a coger una insolación, y que ya era incongruente con su mono azul de experto en soldadura y en carpintería metálica.

– Ya casi ha terminado mi hermano la ducha -le dijo mi madre a mi padre cuando llegó él del mercado a la hora de comer, y le señaló el bidón ya instalado en el tejadillo del retrete, por encima de las hojas tupidas de la parra-. Dice que mañana podremos ducharnos.

– ¿Y el agua? -dijo mi padre, con su mirada escéptica y el aire entre reservado e irónico que tenía siempre en casa, y que podía oscilar fácilmente hacia el malhumor y el silencio-.

?De dónde pensáis traer el agua para ducharos? Al día siguiente, domingo, mi tío se levantó temprano y salió del cuarto con sigilo, como temiendo despertarme.

Desde la cama yo escuchaba cada mañana los aleteos y el piar de las golondrinas que anidaban todos los años en el hueco de mi balcón. Oía también los pregones de los vendedores ambulantes y los cascos de los caballos y los mulos, las ruedas de los carros retumbando sobre el empedrado. Distinguí de lejos, todavía sin desprenderme por completo del sueño, los martillazos que daba mi tío sobre la chapa del bidón, en el corral, y luego el gruñido de la polea del pozo, y el del agua pasando de un recipiente a otro.

Con la ayuda de mi madre, mi tío sacaba agua del pozo, la trasvasaba a otro cubo, subía con él la escalera y vaciaba el agua en el bidón del tejadillo. Había procurado no despertarme y no me había pedido que le ayudara:

quería que al levantarme me encontrara la sorpresa. Oí sus pasos jóvenes y fuertes, subiendo por la escalera hasta el primer rellano, y luego su voz gritando mi nombre.

Bajé al corral, y allí estaba mi tío, junto a la caseta del retrete, en calzoncillos, unos calzoncillos blancos y rudimentarios de tela idénticos a los míos, y a los de mi padre y mi abuelo, peludo y musculoso, la cara y el cuello muy morenos y el torso muy blanco, con un estropajo y un trozo de jabón en la mano, triunfal.

– Venga, prepárate, que vamos a ducharnos. ¿Tú cuántas veces te has duchado en tu vida? -Yo, ninguna.

– Pues ésta va a ser la primera.

Me quedé en calzoncillos, igual que él, porque no tenía bañador y no sabía que uno pudiera ducharse desnudo. Mi madre y mi abuela nos miraban, maravilladas, asustadas, las dos frotándose las manos sobre los delantales, nerviosas, examinando el interior del cobertizo del retrete, que ahora tenía en el techo, saliendo de un agujero taladrado en el yeso y el cañizo por mi tío, un tubo de cobre que acababa en la alcachofa de una ducha, y del que colgaba un largo trozo de alambre terminado en un gancho.

– Tengo que poner un grifo -dijo mi tío-, pero por ahora nos arreglaremos tirando del alambre.

– A ver si os vais a escurrir y os vais a caer y os hacéis daño -dijo mi abuela, medrosamente asomada al cobertizo donde no había más que la taza del retrete.

– ¿Y si os mojáis y se os corta la digestión? -dijo mi madre.

– Ni que fuéramos a tirarnos de cabeza al mar -mi tío, jovialmente, ya se había situado exactamente debajo de la alcachofa de la ducha, y sujetaba el alambre-. ¿Preparado? Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía de haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.

– ¿A qué vienen tantas risas? -Los vecinos, que han puesto una ducha.

– ¡La ducha! -dijo mi tío, a voces-. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio…

Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto a la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.

Ya no volvimos a usarla. Era un trabajo agotador para un recreo tan fugaz: ir sacando uno por uno los cubos de agua del pozo, vaciar el agua en otro cubo, subirlo por la escalera hasta el bidón. Lo intentamos otra vez, pero resultó que el interior del bidón se había cubierto de óxido, y los agujeros de la ducha se cegaban, dejando salir nada más que unos hilos mezquinos, de un color rojizo. El día en que iba a casarse, mi tío se lavó a conciencia en la palangana, como había hecho siempre, a manotazos, en medio del corral. Se fue de viaje de novios a Madrid y al principio me costó mucho acostumbrarme a su ausencia. Él y su novia nos mandaron una postal en la que se veía el estanque del Retiro.

Yo pensaba que el Retiro no era un parque sino el nombre de un mar.

Nuestra casa parecía más silenciosa, más llena de penumbra, sin los pasos de mi tío resonando por las escaleras cuando las subía o las bajaba de dos en dos, sin el estrépito de su moto y el olor a grasa de máquinas y a gasolina y soldadura de su ropa de trabajo. Cuando volvió del viaje de novios me trajo un libro con fotos en blanco y negro de la superficie de la Luna y de las misiones Gemini y Apolo.

– Yo no entiendo de libros -me dijo-, pero en cuanto vi éste en el escaparate pensé que iba a gustarte.

Ya parecía otra persona, regresado de un viaje tan largo, alejándose hacia una vida adulta que para mí era tan extraña como la casa en la que desde entonces iba a vivir con su mujer, pero cuando me dio el libro tuvo un gesto de complicidad hacia mí que me hizo acordarme con gratitud de cuando yo era mucho más pequeño y él me compraba tebeos, o de cuando volvía por la noche, se desnudaba en la oscuridad, se metía en la cama y empezaba a contarme la película que había visto esa noche en el cine.

Загрузка...