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Me he vestido -la camisa, el pantalón largo, las sandalias- y he bajado hacia el mundo de ellos, desde la planta más alta de la casa, donde sólo yo vivo desde que mi tío Pedro se casó. Cruzo la planta en penumbra de los dormitorios de los mayores, en la que también están las vastas cámaras en las que se guarda el grano y en las que se extienden a secar los jamones y las grandes lonchas de tocino envueltos en sal después de la matanza y se alinean las orzas de barro con manjares conservados en aceite: tajadas de lomo, costillas, ristras de chorizos reventones y rojos. Bajo hacia los portales, hacia donde sucede la vida diurna de los adultos y del trabajo, donde está la cocina, la habitación de invierno que llaman el despacho, la cuadra de los mulos, el corral con la parra y el aljibe, con la caseta del retrete. En el corral también está el pozo de donde sacamos el agua salobre que sirve para lavarse y para regar las plantas y dar a los animales, y al fondo del todo las jaulas para los conejos y los pollos, la cuadra más pequeña en la que están los cerdos y alguno de los becerros que cría mi padre. En esa cuadra, olorosa de estiércol, hay un rincón mullido de paja en el que ponen sus huevos las gallinas y en el que se sientan a veces con ademán augusto para empollar. Antes de cenar me mandan a ver si hay huevos recién puestos, y yo voy a la cuadra que hay al fondo del corral y me quedo un rato inmóvil hasta que mis ojos se habitúan a la sombra. Muge el becerro, el cerdo gruñe y hoza en su pocilga, algún ratón furtivo se desliza entre los montones de leña de olivo, y en el rincón, sobre la paja caliente, una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre.

– ¿Dónde te habías metido? -dice ahora mi madre-. Tu abuelo estaba harto de llamarte.

– Estaría mirando por el balcón para ver en el cielo a esos extranjeros que dicen que van a subir a la Luna -dice mi abuela-. Ahora que es de día y la Luna no se ve, ¿cómo encuentran el camino? -Cómo lo van a encontrar, pues con esos aparatos que llevan -dice mi madre, que se fija mucho en las películas y ha visto en el cine algunas de astronautas-. Son gente muy lista, que ha hecho muchos estudios.

Mi madre y mi abuela cosen en la cocina, cerca de la puerta entornada, por donde entra un poco de aire fresco del corral. La una frente a la otra, sentadas en dos sillas bajas, inclinadas hacia la costura en la que relumbra la claridad exterior, filtrada por el dosel de ramas y hojas de la parra.

Desde una cierta distancia parece que madre e hija se inclinan la una hacia la otra para mantener una conversación en voz baja, llena de complicidades y secretos. Siempre tienen algo en lo que ocupar sus manos cuando no están cocinando o lavando o tendiendo las camas: zurcen calcetines, repasan cuellos de camisas, cortan tela de prendas demasiado usadas para darle otros fines, para seguir aprovechando cada cosa hasta que casi se deshaga. Así miden, cortan, discuten sobre patrones, sobre estrategias ínfimas para coser mejor los bajos de un pantalón y que no se note lo gastado que está, sobre una camiseta demasiado vieja para seguir remendándola que aprovecharán para trapo de cocina, sobre el gran lienzo blanco que acaban de comprar y no saben todavía si van a convertirlo en sábana bordada o en un surtido de calzoncillos humillantes para los tres varones que quedamos en la casa, mi abuelo, mi padre y yo.

Mientras cosen escuchan novelas y anuncios en la radio, programas de discos dedicados o consejos sentimentales. Escuchan un serial que se titula}Simplemente María} y se les humedecen los ojos en los momentos de más drama y de mayor desgarro amoroso, pero del ensimismamiento novelesco pasan sin transición a sus preocupaciones de orden práctico, y mueven la cabeza con los ojos fijos en la costura como descartando la pasajera debilidad que las ha llevado a acongojarse por los infortunios de gente que no existe. Escuchan, casi al final de la tarde, cuando el calor se apacigua porque ya no da el sol en el corral y comienza sobre los tejados el vuelo cruzado y vertiginoso de los vencejos, el consultorio sentimental de una señora de voz severa y afirmaciones imperiosas que dice llamarse Elena Francis, a la que le prestan más atención que a los personajes de las novelas, porque, a diferencia de ellos, están convencidas de que Elena Francis existe de verdad, y dedica su vida a leer las cartas que le escriben mujeres atribuladas, y cada tarde se pone unas gafas como de abogada o de maestra y lee respuestas en las que siempre hay una mezcla de comprensión bondadosa y de amenazante seriedad moral, con la que ellas -mi madre y mi abuela- están plenamente de acuerdo.

– Cállate, que ahora vienen los consejos.

– A ver qué le contesta a esa tunanta que se quiere ir con un casado.

– Mujer, tunanta no, que ella se ve que lo quería -mi madre es más indulgente con las debilidades amorosas, porque le recuerdan las películas que le gustan tanto-. Qué culpa tiene la pobre, si él no le había dicho que tenía otra familia.

Cada tarde, en la radio, la señora Francis emprende una cruzada moral inflexible, reprendiendo sin miramiento -aunque no sin una cierta clemencia maternal- a todas las alocadas y confundidas que le escriben, a las madres solteras, a las embarazadas de un hombre que no es su marido, a las que le confían la tentación de ceder a las insinuaciones de un vecino o un compañero de trabajo, a las que le piden consejo porque viven solas y van cumpliendo años en un pueblo y alimentan el sueño de irse a vivir a la capital.

Otra locutora, de voz suave, entre desvalida y quejumbrosa, lee las cartas, que suelen venir firmadas con pseudónimo -"Amapola", "Flor de Pasión", "Enamorada", "Una desesperada", "Una soñadora", "Acuario"- y que terminan siempre con la súplica de una respuesta iluminadora de la señora Francis.}Yo soy una chica fea.

Nunca tuve suerte en el amor. Cuando voy a alguna fiesta siempre quedo relegada al último plano. Y veo ahora con tristeza que el único ideal de mi vida, ser madre, quedará reducido a una ilusión. Señora Francis, ¿cree que todavía puedo tener esperanza?} Y la señora Francis, después de escuchada la carta, considerado sombríamente el problema, mientras suena una blanda sintonía coral, se aclara la voz, y se diría que se cala las gafas, porque seguro que lleva gafas, y que tiene el pelo entrecano y es atractiva, aunque ya hace tiempo que dejó de ser joven, y empieza siempre diciendo, en un tono que parece afectuoso y es amenazante: "Querida amiga", o bien "Querida Amapola" o "Mi querida Soñadora" o "Estimada Acuario".

}La belleza física, contra lo que pueda parecer, no es el don que más estiman los hombres en sus futuras esposas, ni la mejor garantía de un matrimonio duradero y feliz…} Hoy faltan todavía varias horas para que se atenúe el calor y suenen los silbidos de los vencejos y la sintonía del programa de la señora Elena Francis. La nave Apolo lleva viajando dos horas y veintiún minutos.

En la hora ciento dos exactamente el módulo lunar se posará en esa llanura que llaman Mar de la Tranquilidad.

Un mar sin agua erizado por olas minerales que desde lejos parecerían levantadas por un viento que no existe.

En la radio está hablando un enviado especial a Estados Unidos que ha seguido en directo el despegue del Apolo Xi.

}Poca gente sabe, queridos oyentes, que junto a Armstrong, Aldrin y Collins, viaja un cuarto tripulante silencioso. Se llama Computador de Programa Fijo. Vino al mundo predestinado fatalmente para desempeñar la función de navegante. Es frío como el mármol, implacable, recto, contundente; pero también sencillo, simple, eficaz, perfecto. Jamás se niega a obedecer…} En el año 2000 los computadores y los robots harán todos los trabajos fatigosos o mecánicos, conducirán los coches y los aviones, barrerán y fregarán las casas, cultivarán la tierra.

"Algún día las máquinas dominarán el mundo", dijo un día en casa mi tío Carlos, con aplomo de experto, porque al fin y al cabo tiene una tienda de electrodomésticos. Lo dijo también con cierto sarcasmo, porque mi abuelo acababa de llegar con la noticia asombrosa de que en algunas tabernas y cafés de Mágina iban a instalarse máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas de girasol. Se echaba una moneda por una ranura como la de una hucha, se apretaba un botón y aparecía al final de un tubo el paquete de tabaco que uno hubiera elegido. Mi madre apenas aparta los ojos de la costura y sigue absorta en ella, mi abuela me examina de arriba abajo, con penetrante ironía, adivinando mi galbana, preguntándose risueñamente -y sabiendo la respuesta- por qué me paso tantas horas encerrado en mi cuarto, por qué he tardado tanto en dar señales de vida y responder a las llamadas de mi abuelo, al que ahora oigo atareado en la cuadra, quizás preparándose para sacar a la burra diminuta sobre la que va cada mañana y cada tarde a sus tareas en el campo. Algún día las máquinas dominarán el mundo y habrá coches voladores y viajes turísticos al planeta Marte, pero por ahora mi abuelo disfruta saliendo a los caminos montado en su burra, animándole el trote con una vara flexible de olivo, cantando por lo bajo coplillas flamencas. Mi abuelo es tan grande y la burra tan menuda que cuando se monta sobre ella tiene que extender las piernas para evitar que sus pies rocen con el suelo. Mi abuelo saca a la burra a la calle, le pone la albarda, le ata bien la cincha, ata el ronzal a la reja de una ventana baja, se sube al primer tramo de la reja y desde él alza una de sus piernas de gigante y la pasa por encima del lomo de la burra, y a continuación se aposenta plenamente sobre ella con un ademán episcopal, la boina echada hacia la nuca, como un rústico solideo. En cuanto recibe su peso enorme, la burra gime, parece que se queja, "igual que si fuera una persona", dicen ellos, aficionados siempre a atribuir rasgos de inteligencia y afectos humanos a los animales. Mi abuelo, muy recto sobre ella, sujeta las riendas, le fustiga las corvas pardas con su vara de olivo, y la burra echa a andar con un trote cansino y obediente, sus cascos resonando en el empedrado de la calle. Mi abuelo, cuando sale al campo montado en su burra, por las veredas despejadas entre los olivares, se arranca a cantar coplas flamencas de antes de la guerra, en las que siempre hay mujeres perdidas y jacas blancas atadas a las rejas, tan feliz como un monarca benévolo. De joven dicen que tenía una voz delgada y melódica y que cantaba con mucho arte por Pepe Marchena y por Miguel de Molina.

Ahora me mira, mientras le pone la albarda a la burra, me interroga con los ojos, preguntándose por qué en vez de estar en el campo ayudando a mi padre, ahora que se ha terminado la escuela, sigo pasándome la mayor parte de las mañanas y las tardes en la casa, como un zángano, leyendo libros, pálido como un enfermo, cuando a mi edad los hombres de otra época menos reblandecida por la abundancia ya se ganaban el jornal, en vez de ser una carga inútil para sus padres.

…}Jamás se niega a obedecer este computador} -sigue el locutor en la radio, sin que mi madre o mi abuela le presten atención-.}No habla. No siente. Se expresa mediante cifras que aparecen en una pequeña pantalla}…

Yo comprendo confusamente que he perdido el estado de gracia que me duró toda la infancia, el dulce privilegio de recibir la atención sin reproche y la benevolencia incondicional de todos los adultos, que no me exigían nada nunca y me hacían el destinatario de todas sus historias y también de todos sus austeros y valiosos regalos:

tebeos, sacapuntas, estuches de lápices de colores, pelotas de goma, monedas de chocolate envueltas en papel dorado o plateado, cartuchos de castañas calientes, de cacahuetes recién tostados que traían de noche al volver de la calle. El hijo único durante mucho tiempo, el nieto único, el sobrino preferido.

– Te llamo y te llamo y no contestas -dice muy serio mi abuelo, mientras levanta la albarda con sus dos manos poderosas y la planta sobre el lomo de la burra, que se tambalea un poco sobre sus patas flacas y gime suavemente, con mansedumbre, con paciencia-. ¿Cómo es que hoy tampoco vas al campo? -Mi padre me ha dado permiso para quedarme. Tengo que estudiar.

– ¿Pues no está cerrada la escuela en verano? Menuda vida se dan los maestros… -Estoy estudiando Inglés y Taquigrafía por correspondencia.

Nada más hablar me doy cuenta de la parte de tonta presunción que hay en mi respuesta: mi abuelo no ha oído nunca esa palabra que a mí me gusta tanto, Taquigrafía, y es probable que si intentara repetirla se enredaría en sus sílabas. Quizás ese enviado especial de Radio Nacional que pronuncia los nombres americanos con un acento tan raro consiguió ese puesto porque entendía inglés y porque es capaz de recoger declaraciones de astronautas y científicos trazando urgentes signos taquigráficos sobre un cuaderno de reportero. Mi vanidad precoz, la arrogancia íntima de saber ya muchas cosas que ellos no saben, siendo adultos, queda neutralizada por su indiferencia, por el fondo campesino de burla y recelo hacia todo lo que no sea tangible.

– ¿Ahora se estudia a domicilio, tirado en la cama? No contesto nada. No vale la pena:

una vez perdido el estado de gracia ya no se recobra, igual que no se recobra la voz aguda de la niñez ni la cara lisa sin granos ni bozo ni las piernas sin pelos, ni el risueño derecho a no hacer nada mientras todo el mundo se rinde a las obligaciones agrias del trabajo. Hace sólo unos años mi abuelo me habría levantado en volandas y me habría montado con grandes fiestas sobre la burra y me habría hecho la broma de quitarse la boina y pedirme que le diera golpes en la calva, para comprobar que estaba hueca como una botija, o habría sacado por sorpresa la lengua por debajo de la sonrisa enorme de sus dientes postizos y apretados, la lengua del mismo color rosa suave que sus falsas encías. Ahora me mira como si no me reconociera, advirtiendo indicios desalentadores o alarmantes en casi todo lo que hago, en mi estatura desgarbada que de un año para otro ya se mide con la suya, en mi poca disposición para el trabajo, que él imagina agravada por la indulgencia y la falta de autoridad de mi padre.

– Tienes que ir a casa de Baltasar -dice gravemente mi abuelo-. Ha mandado razón de que quiere verte.

– ¿Pero no estaba muriéndose? -A ése no lo mata ni un rayo -dice mi abuelo, murmura más bien, sin dirigirse a mí, apretando la cincha de la burra, que lanza un suspiro quejumbroso. Luego cambia el tono y me mira con una expresión muy seria en su boca grande y apretada, en sus ojos muy claros-. Dice que quiere que le ayudes a hacer unas cuentas.

– ¿Pues no tiene un administrador? -Dice que no se fía -ahora mi abuelo le pone la jáquima a la burra, que ladea la cabeza, molesta, y parece mirar a su dueño con resignación y rencor-. Parece que ha venido un manchego a venderle unos quesos y como está algo mareado por las pastillas y las inyecciones tendrá miedo de que se aprovechen y lo engañen.

– Más le valdría pedirle perdón a Dios en vez de hacer tantas cuentas -mi abuela está ahora de pie, en el quicio de la puerta que separa la cocina del portal, y todavía lleva su costura en las manos. Ha aparecido sin que ni mi abuelo ni yo nos diéramos cuenta, y estoy tan poco acostumbrado a oírla hablar sin ironía que hay algo en ella, en su seriedad, que no reconozco, igual que en el tono de su voz-. A un paso de la tumba y en lo único que sigue pensando es en los dineros. Dios lo está castigando ya.

Dios castiga sin cuchillo ni palo.

La casa de Baltasar fue la primera en todo el barrio de San Lorenzo que tuvo televisión. Era un aparato muy grande, de pantalla abombada, con una antena doble sobre la parte superior que le daba un cierto aire de satélite artificial o de escafandra de marciano, con botones y ruedas plateadas que amedrentaban de antemano por su complicación. Se encendía apretando uno de los botones y decían que era preciso esperar hasta que se calentara, y que había que apagarla de inmediato si empezaba una tormenta, porque la antena del tejado podía atraer los rayos.

Algunas familias se habían carbonizado íntegramente por no guardar esa precaución, estatuas de ceniza congregadas en torno a un televisor que había estallado por la fuerza eléctrica del rayo atraído por la antena. Se apretaba el botón y parecía que fuera a ocurrir algo, una irradiación nuclear fluyendo desde el otro lado del cristal en millares de puntos luminosos, y poco a poco esa niebla se disipaba y aparecían las imágenes, la presencia de una cara cercana que miraba hacia el interior de la habitación como si pudiera ver a quienes la miraban. Aparecía una locutora, una mujer rubia con un raro maquillaje y un peinado que la hacían muy distinta de las mujeres de la realidad, pero también de las del cine, como si perteneciese a una tercera especie con la que aún no sabíamos familiarizarnos, a medio camino entre la cotidianidad doméstica y la fantasmagoría. La locutora decía "Buenas tardes", y todos los que estaban reunidos frente al televisor le contestaban al unísono, "Buenas tardes", como si contestaran a una jaculatoria del Santo Rosario. La pantalla del televisor de Baltasar estaba cubierta en toda su anchura por un papel de gasa azulado.

– Es para que no dañe a los ojos -decía su mujer, Luisa, con cierto aire de ilustración. Era la única mujer de la plaza, quizás de todo el barrio, que se echaba cremas en la cara y llevaba anillos y pendientes dorados, y en vez de cejas verdaderas tenía unas cejas pintadas sobre la piel brillosa y tirante-. Si se mira el aparato sin ese filtro uno puede quedarse ciego.

A nosotros, los vecinos de enfrente, la mujer de Baltasar nos invitaba de vez en cuando a su casa a ver la televisión. Estaba en una sala pequeña, con una ventana que daba a la calle. Mi hermana y yo nos sentábamos en el suelo, delante del aparato, hechizados, pero los mayores nos decían que nos echáramos hacia atrás, que el brillo de la pantalla nos haría daño a los ojos, que nos quemaríamos vivos si de pronto estallaba. Mi padre, siempre reservado, prefería no unirse a nosotros. Se quedaba en casa escuchando la radio, o se iba a acostar muy pronto, porque madrugaba siempre mucho para ir al mercado. Decía que aquel invento no tenía ningún porvenir: quién iba a conformarse con aquella pantalla tan pequeña, con las imágenes confusas en blanco y negro, cuando era tan hermosa la lona tensa y blanca de los cines de verano, tan vibrantes los colores en ella, el cielo inmenso de las películas del Oeste, el mar color de esmeralda de las aventuras de piratas, los rojos de las capas y los oros de los cascos de los centuriones en las películas de romanos en tecnicolor. Pero mi madre, mi hermana, mis abuelos y yo, cruzábamos los pocos pasos que nos separaban de la casa de Baltasar como si fuéramos a asistir a una fiesta o a un espectáculo de magia, tomábamos asiento y esperábamos a que el televisor, después de encendido, "se fuera calentando".

Cuando las imágenes ya se veían bien definidas Baltasar ordenaba con su voz grave y pastosa, “¡Apagad la luz!”, y su sobrina, la contrahecha que vivía con ellos -Baltasar y su mujer no habían tenido hijos-, daba una cojetada hasta la pared y giraba el conmutador de porcelana blanca, y la habitación quedaba sumergida en una claridad azul, como teñida de los mismos tonos azulados de la pantalla, en una irrealidad acogedora y submarina.

Veíamos películas, veíamos concursos, veíamos sesiones de payasos, veíamos melodramas teatrales, veíamos noticiarios, veíamos anuncios, veíamos transmisiones de la santa misa, veíamos partidos de fútbol y corridas de toros, veíamos series de espías o de viajes espaciales o de detectives que hablaban siempre con un extraño acento que era vagamente sudamericano, pero que para nosotros era, sin más, la manera de hablar de los personajes de las películas y de las series y de los monigotes de los dibujos animados.

Pero viéramos lo que viéramos los adultos no se callaban nunca: porque no entendían un detalle de la trama y preguntaban en voz alta quién era alguien, o quién había cometido un crimen, o quién era la mujer o el padre o el marido o el hijo de un personaje; o porque se indignaban por las canalladas de un malvado, o porque le advertían a una joven inocente del peligro que representaba para ella esa suegra de aspecto benévolo o ese pretendiente atractivo y de bigotito fino que en realidad quería asesinarla o quedarse con su herencia; o porque un torero culminaba un buen pase y le aplaudían y le gritaban olé como si estuvieran en la plaza y el torero pudiera escucharlos; o porque un delantero centro metía un gol o un portero lo paraba tirándose en diagonal hacia la esquina más alejada de la red; o porque se morían de risa con las bromas más burdas de los payasos o lloraban -las mujeres- escandalosamente si al final una novia llegaba al altar con el hombre de sus sueños, logrando escapar a las maquinaciones de la suegra falsa y malévola y del individuo torvo de bigote fino, o peor aún, de perilla. Respondían a las buenas tardes de las locutoras y a las buenas noches al final de los programas, y sólo si salía el general Franco con su aire de viejecillo desvalido, su traje mal cortado de funcionario y voz de flauta se quedaban callados, muy serios, como en misa, como temiendo que si se movían desconsideradamente o no prestaban la debida atención o hacían un comentario a destiempo el Generalísimo los vería desde el otro lado de la pantalla y haría inmediatamente que cayera sobre ellos la desgracia tan sólo con un movimiento clerical de su mano temblona.

Miraban la televisión y se sentían mirados, vigilados, hechizados por ella. Si aparecía uno de aquellos conjuntos de música moderna cuyos miembros llevaban el pelo largo se dejaban llevar por la indignación y les llamaban maricones, especialmente Baltasar, que siendo el dueño del televisor y de la casa y de la voz más tronante ejercía su privilegio gritando más que nadie. Aquellos mariconazos de melenas largas y camisas de flores iban a ser la ruina de España.

Cómo se notaba que el Caudillo ya no tenía la edad ni el vigor necesarios para meterlos a todos en cintura, para raparles las cabezas como se las rapaban a las mujeres rojas después de la guerra y mandarlos a picar piedra al Valle de los Caídos. Y cuando salía una locutora guapa, de pelo rubio y liso, o una cantante con la falda muy corta, Baltasar le decía requiebros soeces con su voz grave y pastosa, "tía buena, que se te ven las bragas, ven aquí que te hurgue". Mi madre, mi abuela, mi abuelo se quedaban callados, invitados que sienten la incomodidad ante una grosería del anfitrión que no pueden reprobar en voz alta.

Su mujer, su sobrina le reñían, pero a él le daba la risa, despatarrado y rebosando el sillón de mimbre donde se sentaba para ver la televisión o para tomar el fresco por las noches, la cara y la gran papada rojiza temblando con las carcajadas, los ojos muy pequeños, entornados, brillando bajo los párpados muy carnosos que no tenían pestañas.

– Pero Baltasar, qué va a pensar la muchacha de esas cosas que le dices.

– Si no me oye, so tonta.

– Y tú qué sabes si nos oye o no nos oye.

– Cómo va a oírnos, si no está aquí.

– Tampoco estamos nosotros donde está ella y bien que nos mira y nos habla y oímos lo que dice.

– Porque tiene micrófono. ¿Tenemos nosotros un micrófono? -¿Y qué es un micrófono, tío? -Para qué hablaréis, si no sabéis nada.

Nos quedábamos hasta el final del último programa, mi hermana a veces dormida sobre mis rodillas, la mayor parte de los adultos roncando, con las bocas abiertas, salvo la sobrina coja, mi madre y yo, que no nos cansábamos de ver películas ni sabíamos apartar los ojos de la pantalla, del resplandor azul que irradiaba de ella a través del papel de gasa transparente que la cubría y llenaba la habitación de una penumbra acuática. Al final salía un cura de sotana negra rezando un padrenuestro, y después la bandera de España ondeante con un águila negra en el centro y la fotografía del general Franco, vestido de uniforme, y de pronto la pantalla se quedaba en negro, y luego aparecía como un temblor de copos de nieve o de puntos luminosos que también nos hechizaba. Nos quedaba una sensación rara, de fraude o congoja, como si no pudiéramos aceptar que el mundo en el que durante horas habíamos tenido fijados los ojos y ocupada hipnóticamente la atención ya no tuviera nada más que ofrecernos.

Se espabilaban los adultos, Baltasar bostezaba abriendo las dos ranuras de sus ojillos y tal vez se volvía de costado y se tiraba un pedo brutal, porque al fin y al cabo era el dueño de la casa, del televisor y del sillón de mimbre, así como de varios miles de olivos y no se sabía de cuántos miles de duros guardados en el banco, y hacía en sus dominios lo que le daba la gana. Nosotros, los invitados menos prósperos que él, los que habíamos recibido el favor de que nos dejaran ver la televisión, nos quedábamos callados, haciendo como que no habíamos escuchado ni olido nada. Apagaban el aparato y de la pantalla cubierta con papel azulado se desprendía un tenue chisporroteo de electricidad estática.

Había que apagar la televisión, desde luego, pero también el transformador con su piloto rojo, y hasta desconectaban el enchufe de la corriente, no fuera a ser que el rayo temido acabara cayendo, que saltara una chispa y se provocara un incendio. Decíamos buenas noches, salíamos a la realidad conocida de nuestra plaza, a la penumbra mal iluminada por la bombilla de la esquina, cruzábamos unos pasos y ya estábamos en nuestra casa. Yo advertía entonces que nuestro llamador era de hierro, no de bronce dorado ni de oro macizo, como me parecía el de Baltasar, y que nuestro portal, en vez de baldosas relucientes, tenía guijarros de empedrado, y en nuestro zaguán no había un zócalo de azulejos, y ya se notaba el olor del fuego de leña y la ceniza enfriada y del estiércol de los animales en la cuadra.

Observaba con ojos atentos esos detalles, pero no sentía amargura, ni hubiera deseado cambiar mi casa por la de Baltasar, aunque me diera envidia su televisor: me intrigaba la docilidad y el silencio de mis abuelos en cuanto entraban en aquella casa, y cuando volvíamos a la nuestra espiaba adormilado sus conversaciones. Escuchaba sus voces llenas de cautela al mismo tiempo que sus pasos cuando subían las escaleras hacia los dormitorios.

– Qué vergüenza, ya no pienso volver más a esa casa.

– Mujer, si nos invitan, no vas a tener la mala educación de no ir.

– Mala educación la de ellos, que sólo les falta escupirnos. Y los humos de la buena señora, "hay que ver la mala suerte que vosotros no hayáis podido comprar una televisión, con lo que se ve que os gusta".

– Tienen dinero y nosotros no.

– Tienen dinero porque se lo han robado a otros.

– No empieces con lo mismo.

– Dile que te devuelva lo que era tuyo. Lo que me habría hecho falta para que comieran nuestros hijos.

– También nosotros tuvimos hijos y ellos no. ¿Es que eso no es desgracia? -Dios castiga. Aunque parezca que tarda o que no se da cuenta, Dios acaba dándole a cada uno lo suyo.

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