Miro los escaparates de las papelerías igual que hace sólo unos años miraba en los de las tiendas de juguetes los trenes eléctricos que por una razón misteriosa nunca me traían los Reyes Magos. Miro los escaparates de las papelerías y el de una tienda de óptica en la que también hay objetos tan deseables y tan inaccesibles como los trenes de entonces y como los libros que no tengo dinero para comprar: microscopios por los que me gustaría ver la pululación de la vida en una gota de agua, un telescopio de largo tubo blanco que me permitiría ver los cráteres, los océanos, las cordilleras de la Luna, quizás el Mar de la Tranquilidad en el que dentro de menos de cuarenta y ocho horas se posará el módulo Eagle,}Águila} según mi diccionario de inglés, la cápsula en forma de poliedro con largas patas articuladas que parecen extremidades de una araña o de un cangrejo robot. En un volumen de relatos de ciencia ficción que pude comprar después de verlo, un día tras otro, durante largas semanas de incertidumbre y ahorro, en el escaparate de una papelería, leí una historia de cangrejos robots alimentados por la energía solar que captaban con espejos poliédricos: los fabricaban en un laboratorio, en una isla apartada de las rutas de navegación, y de pronto los cangrejos metálicos, con sus costados de espejos que relumbraban al sol del trópico, empezaban a reproducirse, a multiplicarse, y arrasaban la pobre vegetación de la isla, y luego acosaban a los científicos que los habían fabricado, y que se refugiaban vanamente en el laboratorio. Se iban congregando alrededor del edificio, con un estrépito de patas y articulaciones metálicas, de pinzas de acero que chocaban entre sí y ascendían por las paredes hasta llegar a las ventanas, repicando sobre ellas con sus pinzas agudas, rompiendo los cristales, al mismo tiempo que otras patas, pinzas y mandíbulas rompían las cerraduras de las puertas, invadían corredores y escaleras, alcanzaban a los científicos aterrados, las batas blancas manchadas de sangre.
La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento. Me despierto casi cada mañana con el frío y la humedad de una eyaculación y el recuerdo de un sueño en el que no hay actos sexuales, porque apenas sé nada de ellos, sino visiones mórbidas atesoradas en el estado de vigilia, unas piernas morenas, un escote con un hueco de penumbra separando un par de tetas blancas, o ni siquiera eso, roces casuales, olores, fotogramas de películas, el muslo de una esclava apareciendo por la abertura lateral de una túnica en una historia de romanos, los pies descalzos con las uñas pintadas de rojo y unas ajorcas en los tobillos. Me despierto mojado, incómodo, culpable, con la angustia del miedo al pecado en el que sin embargo ya no creo y a la enfermedad que según la ciencia dudosa de los curas será tan destructiva para el cuerpo como lo es la culpa para el alma estragada.
El vicio solitario. Debilita el cerebro, reblandece la médula espinal, diluye la fuerza de los músculos hasta confinar al enfermo en una languidez que en los casos extremos acaba en parálisis, en descontrol de la orina y la evacuación de las heces: imagino a un sujeto miserable, confinado en las salas de un manicomio, un despojo humano con la boca babeante, la mirada húmeda y perdida, la cara desfigurada por granos purulentos -no muy distintos de los que me salen a mí-, la bragueta manchada de orines y de otros flujos ya sin control, un crudo pañal de plástico atado a su cintura debajo de los pantalones del pijama de enfermo.
– ¿Y vale la pena sacrificarlo todo por un espasmo de placer pasajero? -dice el Padre Director, en la penumbra siniestra de la capilla, alumbrada por cirios, durante los ejercicios espirituales-. ¿Tanto valor concede el desdichado pecador a ese instante que está dispuesto a pagar por él con la ruina de su cuerpo mortal y la condenación eterna de su alma? El vicio solitario: el secreto que me aparta de los otros, volviéndome consciente de una interioridad que hasta hace nada yo no sabía que existiera, o en la que habitaba tan confortablemente como cuando me escondía debajo de las sábanas y las mantas en mi cama de niño o me encerraba a leer en un cuarto en el que no iban a encontrarme y al que no llegaban las voces y los sonidos de mi casa, los pasos fuertes de los hombres en las escaleras, las pisadas de los cascos de los animales percutiendo en el suelo empedrado del portal o en los guijarros o en la tierra apisonada de la calle. Mi plácida soledad de lecturas y ensueños era mi Nautilus, mi Isla Misteriosa, mi cabaña confortable y segura de Robinson Crusoe, mi velero de navegante solitario, mi sala oscura de cine, mi biblioteca imaginaria en la que cualquier libro que yo deseara estaría al alcance de mi mano. Cuando mi padre me llevaba con él a la huerta los deberes que me imponía eran tan livianos que podía pasarme largas horas a solas, sin hacer nada o casi nada, internándome entre las higueras o los cañaverales para imaginarme que era un explorador en el centro de África, observando a las hormigas o a los saltamontes o espiando a las ranas que se mimetizaban con las ovas de la alberca. A cada instante me convertía sin esfuerzo en lo que por capricho me apetecía ser y me inventaba una ficción adecuada a mi identidad fantástica. Era un pionero o un trampero indio en los bosques vírgenes de Norteamérica. Era un naturalista persiguiendo especímenes de mariposas exóticas en el Amazonas. Era el explorador que en mitad de una noche selvática escucha alaridos mitad animales mitad humanos en la isla del doctor Moreau. Era cualquier personaje de la última novela o tebeo que hubiera leído o de la última película que hubiera visto la noche anterior en el cine de verano. Yo no había probado el sabor agrio del trabajo obligatorio ni sabía que en la penumbra sabrosa de la soledad pudiera agazaparse como un animal dañino la vergüenza.
Estaba solo pero no me sentía aislado de los otros, separado de ellos por una barrera tan invisible y tajante como el cristal de los escaparates de las papelerías y de las tiendas de juguetes, en las que algunas veces todavía se me quedan prendidos los ojos.
Sigo envidiando los Scalextrics con sus pistas sinuosas de carreras y sus coches de colores vivos, los trenes eléctricos, los veleros de casco rojo y velas blancas, con sus cordajes de hilo y sus banderas en lo alto de los mástiles. Pasé solo los primeros años del despertar de la conciencia, solo en mis divagaciones y en la mayor parte de mis juegos pero también custodiado por los mayores y seguro de su compañía y del caudal permanente y numeroso de su ternura, tan discreta que me protegía sin sofocarme y sin volverse opresiva o debilitadora. Presencias benévolas me habían llevado de la mano, alzado en brazos, protegido la boca con una bufanda de lana antes de salir al frío, levantado el embozo hasta la barbilla antes de apagar la luz para que me durmiera, me habían traído al dormitorio en penumbra tazas de leche caliente con cacao y zumos de naranja cuando estaba enfermo, permitido que prolongara unos días más una convalecencia sin volver todavía a la escuela, me habían contado cuentos y cantado canciones, leído libros infantiles y tebeos con la voz dubitativa de quien no aprendió bien a leer en la infancia y separa con dificultad las palabras, confortado en la oscuridad, rescatado de las pesadillas de la fiebre, dejado tras la cortina de un balcón, en las madrugadas del día de los Reyes Magos, regalos modestos que me sobrecogían de dicha por el efecto mágico de su simplicidad: una pequeña pizarra, un pizarrín blanco de textura casi cremosa, una caja de lápices de colores y un estuche que al abrirlo desprendía un aroma de madera fresca matizado por el olor de la goma de borrar todavía intacta, una pelota de goma con los continentes, los océanos, las islas, los círculos polares, la cuadrícula de las longitudes y las latitudes, un coche de lata azul, un libro con un submarino o con un globo aerostático en la portada, o con una bala de cañón aproximándose a la Luna. Me había dormido muy tarde, por la impaciencia y el nerviosismo, y me despertaba cuando la claridad vaga del amanecer revelaba apenas las formas de las cosas, dejando intactas oquedades de sombra en las que mis pupilas intentaban en vano discernir el contorno misterioso de algo que podía ser un regalo. Años después, cuando mi hermana dormía conmigo, los dos esperábamos el amanecer del 6 de enero despiertos y abrazados, como los hermanos perdidos de los cuentos, y aunque yo ya sabía el secreto de la inexistencia de los Reyes me gustaba alimentar su credulidad y sin darme cuenta me contagiaba de ella.
Ahora mi hermana, a la distancia de seis años, todavía habita el mundo que yo he abandonado. Seis años es una vida entera: es el tiempo que me separa del ayer remoto de mi primera comunión, y si lo proyecto hacia adelante y quiero imaginarme a mí mismo cuando haya cumplido diecinueve la extrañeza es mayor todavía, casi tanta como si pienso en el futuro lejano de las predicciones aeronáuticas y las novelas y las películas de ciencia ficción. Cómo será el mundo en 1984, en 1999, en el año 2000. Una serie de televisión que no me pierdo nunca se llama}Espacio 1999}: la sola enunciación de esa fecha ya da un vértigo de tiempo remoto, situado mucho más allá de la realidad verosímil. Habrá estaciones espaciales permanentes y vuelos regulares a la Luna y probablemente a Marte. Naves robots habrán traspasado la densa atmósfera venenosa de Venus y establecido bases de observación permanentes en alguna de las lunas de Júpiter.
Aunque quizás la civilización humana tal como la conocemos habrá sido destruida por una guerra nuclear, y algunos supervivientes habrán logrado refugiarse en planetas lejanos, o habrán mirado los hongos de las explosiones atómicas desde los telescopios de la Luna, florones blancos de muerte y destrucción ascendiendo hacia el espacio desde la superficie azulada de un planeta en el que va a extinguirse por completo la vida. O casi por completo: se salvarán organismos muy resistentes, ratas, cucarachas, hormigas, arañas, sometidos tal vez a cambios genéticos, a monstruosos saltos evolutivos causados por la radiación nuclear. Habrá ciudades subterráneas de insectos, como las que encontraron los exploradores de Wells bajo los cráteres de la Luna. Habrá en los lugares más apartados del mundo grupos de hombres y mujeres que se hayan salvado y retrocederán a la Edad de las Cavernas. O un solo hombre y una sola mujer, desnudos como Adán y Eva, inocentes, amnésicos, darán origen en una isla o en un refugio a cientos de metros bajo tierra a una nueva especie humana…
La idea es prometedora, incitante, rica en detalles posibles, alimentados a partes iguales por la calentura sexual y el fervor literario de la imaginación, por el exceso de lecturas, de películas y de flujos hormonales.
Yo no he visto nunca a una mujer desnuda. He visto a Raquel Welch vestida con un improbable bikini de pieles de animales en una película que se titula}Hace un millón de años}, en la que seres humanos primitivos conviven y pelean absurdamente con los dinosaurios. He visto en la biblioteca pública libros con fotos en color de mujeres con los pechos al aire pintadas por Rubens y por Julio Romero de Torres. He espiado casi desde que tengo recuerdos los escotes de las mujeres, la hondura de unos muslos al cruzarse unas piernas en el sillón de mimbre de una cafetería, las tetas sueltas de las gitanas que dan el pecho a sus hijos en el arrabal por donde paso camino de la huerta de mi padre, o las que se inclinan para lavar la ropa en el mismo pilar donde llevamos a beber a nuestros mulos. Me trastorna cada día una gitana muy joven, casi rubia, con los ojos muy claros, que se sienta al atardecer en la puerta de su chabola a darle de mamar a un bebé. Despeinada, los mechones rubios sobre la cara delgada, sin más vestido que una bata abierta, con las piernas separadas, los pies sucios sobre la tierra. Es la más joven y la única rubia en esa callejuela donde sólo viven familias gitanas. Me voy acercando, montado sobre el mulo, al regreso de la huerta de mi padre, y nada más enfilar la calle ya siento la erección, y empiezo a buscar la cabeza rubia y la figura delgada entre la gente pobre que toma el fresco o se espulga o cocina algo a la puerta de las chabolas. El corazón me palpita muy rápido, y como tengo las piernas muy separadas sobre la ancha albarda del mulo la erección resulta dolorosa.
La expectativa de no verla se me hace intolerable: la descubro de lejos con un golpe de calentura renovada y hasta de gratitud, y nada más ver las piernas frescas y desnudas me parece que estoy a punto de correrme. Un día me da tiempo a observarlo todo de lejos, a preparar la mirada para que ningún detalle quede inadvertido. Está sentada, a la puerta de su chabola, que es la última del callejón, y tiene al niño en brazos, como descansando.
Probablemente ya terminó de darle de mamar. Pero entonces, como en un relámpago que me disuelve de deseo, se lleva una mano al escote de la bata y justo cuando paso a su altura y puedo percibir cada pormenor se saca un pecho con un gesto desenvuelto y un segundo antes de que el bebé estruje la cara contra él veo el pezón redondo y grande y la piel muy blanca con tenues venas azules. La gitana alza la cara y se me queda mirando con sus raros ojos azules, y descubro en un instante de codiciosa lucidez que tiene los labios pintados de rojo y que es menos joven de lo que me parecía y se ha dado cuenta de la intensidad con la que estoy observándola. Me mira con un aire que no sé si es de descaro o de burla, o de fatiga y pobreza y pura indiferencia, la mitad de la cara tapada por el pelo rubio y sucio, y yo me avergüenzo tanto en lo alto del mulo de mi padre que me pongo rojo y aparto la mirada.
Llego a casa, le quito la albarda al mulo, lo dejo atado en la cuadra y le pongo pienso en el pesebre, salgo al corral, donde por fortuna no hay nadie, me encierro en la caseta del retrete, cuya puerta de tablas se asegura por dentro con una cuerda. No hay cisterna en la taza del váter, que es el único que hay en toda la casa.
No hay cisterna porque si bien ya tenemos televisión todavía falta mucho para que nos llegue el agua corriente:
sobre mi cabeza pende la alcachofa de la ducha que mi tío Pedro instaló el año pasado, ya casi descolgada, mal sujeta por una cuerda de cáñamo, los agujeros por los que brotó el agua una sola vez manchados de herrumbre. No hay cisterna y el váter se limpia después de usarlo con un cubo de agua del pozo, y tampoco hay papel higiénico, sino un gancho en el que se ensartan trozos de hojas de periódico. Pero estoy solo, razonablemente protegido de toda intromisión, solo como un astronauta en su cápsula o como un explorador de las profundidades marinas en su batiscafo: sentado en la taza del váter, que ni siquiera tiene tapadera, con los pantalones bajados, concentrándome en los saberes manuales del vicio solitario, en el arte secreto de la paja, en el que aún soy un aprendiz devoto, consumado, culpable, utilizando las manos al mismo tiempo que la imaginación, elaborando sustanciosos detalles, experimentando matices, zonas de turgencia y de particular suavidad, y a la vez sometiendo a la memoria a un ejercicio de invocación casi doloroso de tan pormenorizado: el rojo de los labios, la teta blanca y redonda y el gran alvéolo del pezón surgiendo de la bata desabrochada, los ojos claros mirándome. Antes morir mil veces que pecar.
Volviendo del espacio a la Tierra después de un cataclismo nuclear he aterrizado o naufragado en una isla tan remota que las nubes de polvo radiactivo no han llegado a ella. Creo estar solo, condenado a vivir para siempre en este lugar, a envejecer y morir sabiendo que la especie humana se extinguirá conmigo. La imaginación ferviente y nada escrupulosa no tiene reparos en acudir al plagio: un día, en la playa, descubro la huella de un pie, un pie largo, delgado, el hueco de la planta moldeado en la arena. La gitana rubia, la Eva desnuda y propicia, ¿estará en una cueva entre las rocas, o en una cabaña con un lecho de hojas frescas en el interior boscoso de la isla? Me acerco a ella, los dos asombrados del encuentro, cada uno hechizado por la presencia del otro, y aunque me gustaría contenerme un poco más, prolongar el instante de pura anticipación que se parece tanto a las efusiones sexuales de los sueños, basta un roce de la mano y un detalle especialmente vívido para que el semen estalle en un largo estertor de casi desvanecimiento.
Y ahora, sin transición, como en un agrio despertar, irrumpe la vergüenza, borrando de un golpe el batiscafo y la isla, la mujer rubia, el deseo, la teta joven con su alvéolo morado y sus venas azules, y revelando con un detallismo vengativo los pormenores inmediatos de la realidad. Un grumo enfriado de semen se desliza por el interior del muslo derecho, y antes de que gotee al suelo mojado de agua sucia he de limpiarlo con un trozo de periódico. En el calor cerrado del retrete huele a cañería, y el olor del semen es tan fuerte que si alguien entra cuando yo haya salido descubrirá mi fechoría. El pecado es un invento de los curas, argumenta débilmente mi racionalismo recién adquirido, mi conciencia precoz de libertino y apóstata: la masturbación, según un libro que descubrí con entusiasmo en la biblioteca pública -}El mono desnudo}, del biólogo irreverente Desmond Morris- no es ni más ni menos que un adiestramiento del instinto sexual que se está preparando para el estadio superior de la cópula reproductora. Pero no puedo evitar, sentado todavía en el retrete, con los pantalones bajados, frente a la puerta de tablas mal unidas, sujeta al gancho de cierre con un trozo de cuerda, una sensación insuperable de asco, de suciedad física, un deseo de esconderme no de los demás sino de mí mismo, de la parte de mí que hace tan sólo un año ni siquiera existía, la que mantengo oculta a los ojos de los otros, como el científico demente que se encierra en su laboratorio para tragar el bebedizo que lo convierte en un monstruo.
Así ha surgido alguien que va usurpando poco a poco mi vida y sin que yo me diera cuenta ha invadido mi paraíso y me ha echado, la soledad sabrosa en la que yo vivía, a la vez retirado del mundo exterior y en concordia con él.
La transformación empezó a suceder sin que yo lo advirtiera, y si me miro en un espejo podré ver sus signos, el progreso de sus síntomas, acelerándose delante de mis ojos como el crecimiento del pelo y de los colmillos en la cara del Hombre Lobo, como las cicatrices en la cara monstruosa y quemada del Fantasma de la ópera.
De la vergüenza hacia los otros puedo escaparme, pero no de la que siento hacia mí mismo. La vergüenza levanta su muro invisible, le hace a uno verse desde fuera, testigo incómodo de su doblez, cómplice indigno de su disimulo. Termino de limpiarme, examino con cuidado los bajos de mis pantalones, el suelo del retrete.
Ojalá no se acerque nadie mientras estoy todavía encerrado, mientras me subo los calzoncillos y los pantalones y me ordeno la camisa, y estrujo en una bola y guardo en un bolsillo los trozos de áspero papel de periódico con los que me he limpiado. Mi madre y mi abuela estarán en misa, o habrán ido de visita a casa de Baltasar, mi abuela disimulando su ira antigua, su falta de compasión hacia el sufrimiento de quien le hizo un agravio que no ha perdonado. Mi hermana juega con sus amigas en la calle: por encima de las bardas de los corrales llegan desde la plaza de San Lorenzo las canciones de corro y de salto de la comba de las niñas. Mi abuelo y mi padre aún no han venido del campo. Saco un cubo de agua del pozo y lo vierto en la taza del retrete como una última precaución para que nadie me descubra.
Ya no percibo el olor del semen, aunque noto un poco pegajosas las ingles.
En el techo denso de ramas y hojas de la parra que cubre el corral zumban las avispas y aletean y pían los pájaros que esperan a que las uvas alcancen su primera sazón para empezar a picotearlas.
}Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas.
Para la Virgen de agosto ya están maduras}.
Cada día del año tiene el nombre de un santo. Casi cada tarea, cada estación, cada cosecha, traen consigo sus refranes, sus coplas o frases hechas de una sabiduría heredada y machacona que yo también me he aprendido de memoria de tanto escucharlas. De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite, al ritmo demorado y previsible con que se suceden las estaciones, los trabajos del campo, los períodos de la siembra y de la cosecha. Lo que a mí me aburre, me impacienta, me exaspera, a ellos les depara una serenidad apacible que seguramente hace más llevadero el agotamiento del trabajo y el fruto mezquino e inseguro de cualquier esfuerzo. La siega y la trilla de los cereales en los días ardientes del verano, la vendimia en septiembre, la siembra del trigo y de la cebada a principios del otoño, la matanza del cerdo en noviembre, después de los días de Todos los Santos y de los Difuntos, la recogida de la aceituna a lo largo del invierno, las hortalizas más sabrosas y el cuidado de los olivares en la primavera, cuando aparecen por primera vez las habas tiernas en el interior de sus vainas aterciopeladas y las flores amarillas en los olivos como un anticipo de la futura cosecha. Y siempre los augurios, el canto de un cierto pájaro o una zona de claridad en el cielo del amanecer que anuncian la lluvia, los augurios y el miedo a que no llueva a tiempo después de la siembra y las semillas se mueran en la tierra, o a que llueva demasiado al final de la primavera y se pudran las espigas sin madurar, a que una helada tardía en febrero fulmine en una sola noche los almendros en flor. Todo inseguro, sometido a las hostilidades del azar y del mal tiempo, tan incierto siempre que no es prudente confiar por completo en nada, porque una helada en invierno o una tormenta de granizo en verano pueden desbaratar la esperanza de la mejor cosecha, y porque una bendición fácilmente se puede convertir en desgracia: la lluvia ansiada que viene en forma de inundación destructiva, la cosecha tan abundante que deja exhaustos para varios años los olivos o la tierra de siembra y que además hace que se hundan los precios.
}Agua por San Juan quita aceite, vino y pan}.
Lo más que le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del pasado.
El plomo del pasado es la fuerza de la gravedad que rige sus vidas y las mantiene atadas a la tierra, sobre la que se han inclinado para trabajar desde que eran niños: para cavarla con sus azadones, para sembrar en ella, para segar con hoces de hoja curva y dentada los tallos altos del trigo, de la cebada y del maíz, para arrancarle las matas secas y ásperas de los garbanzos, para apartar sus grumos buscando las patatas y los boniatos, los rábanos rojos, la blancura esférica de las cebollas, para recoger las aceitunas. Inclinado sobre la tierra, la cabeza baja, las piernas muy separadas, al lado de mi padre yo voy aprendiendo sin convicción y con honda desgana el oficio al que me destinan, y muy pronto he notado un dolor intolerable en la cintura y la aspereza seca de la tierra que me hiere las manos acostumbradas al tacto suave de los cuadernos y los libros. Me han salido vejigas en las palmas de las manos de tanto apretar entre ellas el cabo lustroso de la azada, y al reventar me han dejado una zona en carne viva que poco a poco, según pasan los días, ha cicatrizado con la piel mucho más dura de un callo. Cuando se revienta la vejiga, mi padre me dice que me orine sobre ella, porque la orina es el mejor desinfectante, por eso escuece tanto. En el colegio, en la biblioteca pública, las cosas tienen superficies suaves y pulidas, gratas al tacto, con una lisura de papel, o de tela muy rozada de sotana. Láminas de materiales plásticos y de metales relucientes y livianos componen la nave Apolo y las grandes estaciones espaciales de las películas del futuro, en las que hombres y mujeres pálidos se deslizan por corredores de luces fluorescentes y pulsan con extrema suavidad los teclados en las consolas de las computadoras. En el mundo donde yo nací y en el que es posible que tenga que vivir siempre todo o casi todo es áspero, las manos de los hombres, la pana de sus pantalones de trabajo, los terrones secos, las paredes encaladas, las albardas y los serones de los animales de carga, el cáñamo de las sogas, la tela de los sacos, el jabón basto y casero que fabrican en grandes lebrillos mi madre y mi abuela y pica las manos, y casi no deja espuma, las toallas con las que nos secamos, las hojas de papel de periódico con las que nos limpiamos el culo. Las hojas de las higueras arañan como lija, y su savia blanca escuece dolorosamente si cae en una herida o en los ojos. Los tallos y las hojas secas de las matas de garbanzos son tan ásperos que para arrancarlos de la tierra sin destrozarse las manos hay que protegérselas con calcetines de invierno. Cuando las mujeres y los niños se arrodillan para recoger las aceitunas en las mañanas de helada los grumos de tierra cortan como filos de vidrio y desuellan los dedos y la piel de las rodillas. En el verano, al cabo de unas semanas de trabajar con él, de ponerme moreno y endurecerme de nuevo la piel reblandecida por la holganza escolar del invierno, mi padre me pide que le muestre las manos y examina con satisfacción su color mucho más moreno y los callos de las palmas.
– Éstas sí que son manos de hombre -me dice-, y no de señorito, o de cura.
Las manos de mi padre tienen un tacto de madera serrada: hace nada las mías eran engullidas por su recio apretón como los cabritillos blancos del cuento en las fauces del lobo.
Las manos de mi padre son anchas, oscuras, de dedos muy gruesos y uñas grandes, con los filos muchas veces rotos. Escarban la tierra recién removida por un golpe del azadón hasta sacar de ella un racimo de patatas.
Arrancan cebollas con sus cabelleras de raíces y de barro, palpan delicadamente entre las hojas de una mata de tomates buscando los que ya están maduros y con cuidado de no dañar los largos tallos quebradizos de los que ya se han henchido en la sombra fragante de las hojas pero todavía no empiezan a adquirir color. Las manos de mi padre aprietan la cincha sobre la panza del mulo para que la albarda y el serón no se vuelquen con el peso de la carga y tiran sin esfuerzo aparente de la soga de la que cuelga un gran cubo de estaño rebosante de agua, sobre el brocal del pozo. Empuñan hoces, atan con hilos de esparto grandes haces de espigas, palpan el peso y la textura de una sandía para saber si estará roja y reluciente cuando se abra por la mitad con un crujido de la cáscara, arrancan malas hierbas sin que las hieran los pinchos de los cardos ni el líquido venenoso de las ortigas. Las manos de mi padre se juntan en un cuenco del que rebosa el agua cuando se inclina para lavarse en el corral sobre una palangana, y luego se restriegan sobre su cara con un fragor vigoroso, y parecen todavía más oscuras por contraste con la toalla blanca con la que está secándose. Y sin embargo se vuelven torpes, lentas, premiosas, cuando sujeta un bolígrafo o un lápiz entre sus dedos y tiene que firmar algo o que escribir una lista de números, y apenas aciertan a marcar un teléfono, las pocas veces que ha tenido que hacerlo: el dedo índice demasiado grueso no cabe bien en el círculo hueco del dial, y la mano tan poderosa se queda acobardada y retraída ante los botones de cualquier aparato, o se enreda en el momento de pasar las hojas de un periódico o de un libro.
Incluso cuando el trabajo y la intemperie las han fortalecido, mis manos no se parecen nada a las de mi padre, igual que mi figura que se ha vuelto desgarbada y flaca en los últimos tiempos no tiene nada que ver con la suya, recia, ancha, sólidamente aposentada sobre la tierra. De pronto soy más alto que él, y mis manos y las suyas hace ya mucho que dejaron de encontrarse. Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre.
Ahora el mío, de vez en cuando, se queda mirándome cuando cree que no me doy cuenta, extrañado quizás de mi crecimiento tan rápido, incómodo ante este desconocido de mirada huidiza que ha suplantado el lugar de su hijo, desalentado por mi torpeza en los trabajos que a él más le gustan y que con tanta paciencia y poco resultado ha querido enseñarme. "Los hortelanos no somos agricultores", me decía, no hace mucho, cuando aún pensaba que podría transmitirme el amor por su oficio, su gusto por el cuidado y la perfección, más allá de la inmediata utilidad y hasta de la recompensa, "nosotros somos jardineros". Una noche, hace poco, lo escuché conversar al fresco de la calle con un amigo suyo. Estaban los dos sentados en las sillas de anea, a horcajadas, los brazos sobre los espaldares, a la manera masculina.
Me pareció que hablaban con pesadumbre de alguien enfermo, para quien no había mucha esperanza, de uno de esos infortunios que les fascinan a todos, porque les confirman las crueldades y los caprichos de un azar que rige las vidas humanas con la misma indiferencia con que determina los ciclos de las sequías y las lluvias. Yo escuchaba desde el interior del portal, a oscuras, junto a la ventana entreabierta para que pasara el fresco de la noche. Mi padre callaba, y su amigo le decía que no todo estaba perdido.
Casos mucho peores se habían corregido, y aunque en los últimos tiempos daba la impresión de que la mejoría se alejaba, donde había vida había esperanza. Ese alguien, el posible enfermo, el casi desahuciado, era muy joven todavía, en realidad casi un niño, y a esa edad las cosas cambian muy rápido, y quien parecía destinado a perderse revela de pronto un talento inesperado que sorprende a todos y lo convierte en un hombre de provecho. Así que no hablaban de un enfermo, sino de un inútil, un inútil al que mi padre defendía melancólicamente contra el dictamen alarmante de su amigo, que disfrutaba consolándolo de la inquietud que él mismo se ocupaba afectuosamente de alimentarle.
– Y quién sabe -dijo el amigo-. Lo mismo se desengaña de los libros y de los estudios y se te vuelve una persona normal. ¿Tú le has notado algo raro, aparte de ese vicio de tanto leer? -Ahora parece que le ha dado por los viajes a la Luna.
– Pues eso ya es más raro.
Me aparté despacio de la ventana entreabierta, para que no advirtieran que había estado espiándolos. Hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí.