I MATHIEU

***

1

– Ni la vida, ni la muerte.

A Éric Svendsen le iba el lenguaje florido, retórico y por eso yo lo odiaba, al menos ese día. A mi modo de ver, un forense debía limitarse a hacer un informe técnico claro y preciso. Punto. Pero el sueco no podía evitarlo: recitaba las frases, rizaba el rizo…

– Luc despertará más tarde -continuó- o nunca. Su cuerpo funciona, pero su espíritu está en punto muerto. Suspendido entre dos mundos.

Sentado en la sala de espera de la unidad de reanimación, mientras Svendsen seguía de pie, a contraluz, le pregunté:

– ¿Y dónde ocurrió, exactamente?

– En su casa de campo, cerca de Chartres.

– ¿Por qué lo han trasladado aquí?

– Los tipos de Chartres no estaban equipados para tratarlo en reanimación.

– ¿Y por qué aquí, en el Hôtel-Dieu?

– Les pareció lo mejor. Después de todo, es el hospital de la pasma.

Me hice un ovillo en el asiento. Un nadador olímpico listo para zambullirse. Los olores de los antisépticos que salían de la doble puerta cerrada se mezclaban con el calor y me daban náuseas. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza.

– ¿Quién lo encontró?

– El jardinero. Halló el cuerpo en el río que está cerca de la casa. Lo sacó in extremis. Eran las ocho de la mañana. Por suerte, el servicio de urgencias no andaba lejos. Llegó justo a tiempo.

Imaginé la escena. La casa de Vernay, el césped que se perdía en los campos, el río escondiéndose bajo las hierbas, lindando con el sotobosque. Había pasado allí tantos fines de semana… Hice la pregunta prohibida:

– ¿Quién habló de suicidio?

– Los del servicio de urgencias. Ellos hicieron un informe.

– ¿Y por qué no un accidente?

– El cuerpo llevaba lastre.

Alcé la vista. Svendsen mostró las palmas de las manos, en señal de consternación. Su silueta parecía una figura recortada en papel negro. Cuerpo filiforme y cabellera rizada, redonda como una bola de muérdago.

– Luc llevaba trozos de piedra atados con alambre a la cintura. Una especie de cinturón de submarinista.

– ¿Y por qué no un asesinato?

– No me jodas, Mat. Si hubieran encontrado el cuerpo con tres plomos en el buche, todavía, pero no había señales de violencia. Hay que aceptar que se tiró al agua.

Pensé en Virginia Woolf, que se había llenado los bolsillos de piedras antes de meterse en un río de Sussex, Inglaterra. Svendsen tenía razón. El lugar mismo de los hechos constituía una confesión. Cualquier madero se habría volado la tapa de los sesos en la jefatura, usando su arma reglamentaria. Luc tenía debilidad por los rituales y los lugares sagrados. Vernay, esa propiedad por la que había sudado sangre para pagarla, restaurarla, amueblarla. Un santuario perfecto.

El forense me puso la mano en el hombro.

– No es el primer madero que pone fin a sus días. Estáis siempre al borde del abismo y…

Más palabras; ya no lo escuchaba. Pensaba en las estadísticas. En Francia, más de cien policías se habían pegado un tiro el año anterior. Hoy en día, el suicidio se ha convertido en una manera más de acabar la carrera.

Me pareció que la oscuridad del pasillo se hacía más profunda. Olor de éter, calor sofocante. ¿Desde cuándo no había hablado con Luc? ¿Cuántos meses habíamos pasado sin cruzarnos ni una sola palabra?

Miré a Svendsen.

– Y tú, ¿qué diablos haces aquí?

– Me mandaron un fiambre al depósito de cadáveres -dijo, encogiéndose de hombros-. Un atracador que tuvo un ataque en plena faena. Los tíos que lo transportaron venían del Hôtel-Dieu. Me contaron lo de Luc. Lo dejé todo y me vine. Al fin y al cabo, mis clientes pueden esperar.

Como un eco de sus palabras, en mis oídos resonó la voz de Foucault, el primero de mi equipo, que me había llamado una hora antes: «¡Luc se ha quitado de en medio!». El dolor de cabeza iba en aumento.

Observé mejor a Svendsen. Sin la bata blanca no parecía completamente real. Pero ahí estaba: nariz pequeña y ganchuda, gafas finas tipo quevedos. Un médico de muertos a la cabecera de Luc… Le iba a traer mala suerte.

La doble puerta de la unidad se abrió. Un médico regordete, incómodo dentro de su bata verde, hizo su aparición. Lo reconocí de inmediato: Christophe Bourgeois, anestesista reanimador. Dos años atrás, había tratado de salvar a un proxeneta con tendencias esquizoides que disparó indiscriminadamente durante una redada en el Distrito 18.°, en la rue Custine. El sujeto había abatido a dos agentes antes de que una bala del cuarenta y cinco le atravesara la médula espinal. La bala era mía.

Me incorporé y fui a su encuentro. Frunció el ceño.

– Nos conocemos, ¿verdad?

– Mathieu Durey, inspector de la Brigada Criminal. El caso Benzani en marzo de 2000. Un maleante abatido por una bala; falleció aquí. Volvimos a vernos en el tribunal de Créteil el año pasado para el proceso por contumacia.

El hombre hizo un gesto con el que daba a entender: «Veo a untos…».

Tenía los cabellos tupidos y canosos. Cabellos que no eran sinónimo de vejez sino de vitalidad y seducción. Echó un vistazo a la unidad de reanimación.

– ¿Está aquí por el policía en coma?

– Luc Soubeyras es mi mejor amigo.

Hizo una mueca, como si eso significara una dificultad suplementaria.

– ¿Saldrá adelante?

El médico, con las manos en la espalda, se desabrochó la bata.

– Es un milagro que su corazón haya empezado a latir de nuevo -soltó-. Cuando lo rescataron estaba muerto.

– Eso quiere decir…

– Muerte clínica. De no estar el agua tan fría no habrían podido hacer nada. Pero el organismo entró en hipotermia, lo que retrasó la irrigación del cuerpo. Los tíos de Chartres han tenido una presencia de ánimo increíble. Intentaron lo imposible calentando su sangre y lo imposible funcionó. Una verdadera resurrección.

– ¿Cómo?

Svendsen, que se había acercado, intervino:

– Yo te lo explicaré.

Lo fulminé con la mirada. El médico miró su reloj.

– Aunque la verdad es que ahora mismo no dispongo de tiempo.

No pude contener la rabia y exploté.

– Mi mejor amigo está agonizando aquí al lado. ¡Dígame algo, por Dios!

– Discúlpeme -dijo el matasanos, con una sonrisa-. Por el momento, el diagnóstico es incompleto. Estamos haciendo pruebas para determinar la profundidad del coma.

– ¿Y cómo está físicamente?

– La vida ha reanudado su curso, pero no podemos hacer nada para despertarlo. Y, si despierta, no sabemos en qué estado se encontrará. Todo depende de la gravedad de las lesiones cerebrales. Su amigo ha atravesado la muerte, ¿comprende? Su cerebro se ha quedado sin oxígeno, lo que sin duda alguna ha ocasionado daños.

– Pero existen varios tipos de coma, ¿no es así?

– Varios, sí. El estado vegetativo, en el que el paciente responde a ciertos estímulos, y el coma verdadero, el aislamiento completo. Su amigo parece mantenerse en un equilibrio entre ambos. Pero debería hablar con Éric Thuillier, el neurólogo. -Apunté su nombre en mi libreta-. Él es quien se encarga de las pruebas en este momento. Pida una cita para mañana.

Volvió a mirar la hora y luego, bajando la voz, dijo:

– Otra cosa… No me he atrevido a preguntárselo a su esposa, pero, dígame, su amigo se drogaba, ¿verdad?

– En absoluto. ¿Por qué?

– Hemos observado rastros de pinchazos en el pliegue del codo.

– ¿Tal vez seguía algún tratamiento?

– Su mujer dice que no, y es concluyente.

El médico se quitó la bata y luego me tendió la mano.

– Lo lamento pero debo irme. Me esperan en otra unidad.

Le di la mano a mi vez y vi que las puertas volvían a abrirse. Laure, la mujer de Luc, también llevaba puesta una bata de papel y un gorro fruncido en la frente. Más que caminar, se tambaleaba. Corrí a su encuentro. Ella se echó atrás como si mi voz o mi presencia le dieran miedo. Su expresión era fría, indescifrable.

– Laure, cualquier cosa que necesites… lo que sea…

Ella negó con la cabeza. Nunca había sido bonita, pero en aquel momento parecía un espectro. Murmuró entrecortadamente:

– Anoche nos dijo que volviéramos sin él. Quería quedarse en Vernay. No sé qué pudo pasarle. No sé…

Su murmullo se volvió inaudible. Debí haberla tomado entre mis brazos, pero era incapaz de llegar a tal grado de familiaridad. Ni entonces ni nunca. Le dije al azar:

– Saldrá adelante, estoy seguro. Se…

Me dirigió una mirada de hielo. La hostilidad brillaba en sus pupilas.

– Todo esto es por culpa de vuestro trabajo. Vuestro trabajo de mierda.

– No digas eso. Es…

No terminé la frase. Laure se había echado a llorar. Una vez más habría querido intentar un gesto de compasión, pero era incapaz de tocarla. Al bajar los ojos, me di cuenta de que su abrigo, bajo la bata, estaba mal abotonado. El detalle hizo que por poco yo también rompiera en sollozos. Después de sonarse, susurró:

– Debo irme… Las niñas me esperan.

– ¿Dónde están?

– En el colegio. Las dejé en la sala de estudio.

Me zumbaban los oídos. Nuestras voces sonaban como amortiguadas por una capa de algodón.

– ¿Quieres que te acerque?

– No, he venido en mi coche.

La observé mientras se sonaba otra vez. Rostro afilado y dientes de conejo, rodeados de rizos ya canosos, parecidos a las patillas de un rabino. Sin quererlo, recordé algo que había dicho Luc. Una de esas frases cínicas tan suyas: «La mujer: solucionar el problema lo más rápido posible para olvidarlo cuanto antes». Era exactamente lo que él había hecho «importando» a aquella muchacha de su región de origen -los Pirineos- y haciéndole dos niñas, una tras otra.

A falta de algo mejor, dije:

– Te llamo esta noche.

Ella asintió y se alejó hacia el vestuario. Me volví; el anestesista había desaparecido. Quedaba Svendsen. El inevitable Svendsen. Vi la bata que el médico había dejado sobre un asiento y la cogí.

– Iré a ver a Luc.

– ¡Déjalo correr! -Me detuvo con mano firme-. El médico acaba de decírnoslo: están haciéndole pruebas.

Me liberé airadamente, pero él prosiguió con voz sosegada:

– Vuelve mañana, Mat. Será lo mejor para todos.

La cólera se diluyó en mi cuerpo. Svendsen tenía razón. Debía dejar que los médicos hicieran su trabajo. ¿Qué iba a ganar viendo a mi amigo lleno de sondas y goteros?

Saludé al forense con un ademán y bajé la escalera. Mi dolor de cabeza empezaba a desaparecer. Sin pensarlo me dirigí hacia el centro médico penitenciario donde llevan a los sospechosos heridos y a los drogadictos con mono; luego me detuve, por miedo a encontrarme con algún policía que me conociera. No estaba de ánimo para escuchar condolencias lacrimógenas o palabras de compasión.

Llegué al vestíbulo de la entrada principal. En el umbral, saqué el paquete de Camel sin filtro y encendí un cigarrillo con mi enorme Zippo. Aspiré profundamente la primera bocanada.

Mis ojos se posaron sobre la advertencia escrita en el paquete: fumar puede causar una muerte lenta y dolorosa. De pie junto a la reja di todavía unas caladas al cigarrillo; luego tomé a la izquierda, hacia el corazón de mi existencia: 36, quai des Orfèvres.

De repente, cambié de idea y giré a la derecha, hacia el otro eje de mi vida: la catedral de Notre-Dame.

2

Ya en el portal empezaban las advertencias: ¡cuidado con los carteristas! como medida de seguridad está prohibido entrar con equipaje, silencio: oración… Sin embargo, a pesar de la multitud, a pesar de la falta de intimidad, siempre sentía la misma emoción cuando cruzaba el umbral de Notre-Dame.

Me abrí paso entre la gente y alcancé la pila de agua bendita de mármol. Rocé el agua con los dedos y me persigné, inclinándome ante la Virgen. Sentí la presión de la culata de mi pistola USP 9 mm Parabellum sobre mi cadera. Durante mucho tiempo, mi arma reglamentaria me había planteado un problema. ¿Se podía entrar en una iglesia equipado de esta guisa? Primero la escondía debajo del asiento de mi coche, pero me había cansado de hacer un rodeo para pasar por el aparcamiento del número 36. Había considerado la posibilidad de buscar un escondrijo entre los bajorrelieves de la catedral, pero había abandonado la idea; me parecía demasiado peligrosa. Terminé por asumir la afrenta. ¿Dejaban los cruzados sus espadas cuando penetraban en el Templo?

Subí por el ala derecha, flanqueando la zona destinada a las ofrendas, dejé atrás los confesionarios rematados por banderitas que señalaban las lenguas que hablaban los oficiantes. A cada paso que daba, aumentaba mi serenidad. La penumbra de la iglesia me resultaba beneficiosa. Una masa contradictoria: un enorme barco de piedra navegando por charcos de oscuridad, pero destilando una levedad acre y picante; la de los efluvios del incienso, de los olores de la cera, del frescor del mármol.

Pasé al lado de las capillas de San Francisco Javier y de Santa Genoveva, de oratorios cerrados al público, tapizados con grandes pinturas sombrías, de estatuas de Juana de Arco y santa Teresa, esquivé la fila de espera frente a la sala del Tesoro y llegué a «mi» capilla al fondo del coro, el lugar de recogimiento donde iba a rezar todas las noches.

Nuestra Señora de los Siete Dolores. Algunos bancos apenas iluminados, un altar dominado por candelabros con falsos cirios y objetos litúrgicos. Me deslicé hacia la derecha sorteando los reclinatorios, al abrigo de las miradas. Cerré los ojos, cuando un sonido repercutió en mis oídos:

– Mira qué a gusto duermen.

Luc estaba a mi lado. Luc a la edad de catorce años, delgado y pelirrojo. Ya no me encontraba en Notre-Dame sino en la capilla del colegio de Saint-Michel-de-Sèze, rodeado de los alumnos de tercero del instituto. Luc siguió con su voz mordaz:

– Cuando sea sacerdote, todos mis fieles estarán de pie. ¡Como en un concierto de rock!

La audacia de aquel adolescente me alucinó. En aquella época, vivía mi fe como una lacra inconfesable entre los demás chicos, que consideraban que la asignatura de religión era la más pesada de todas. Y resultaba que ese mocoso quería ser sacerdote, ¡un sacerdote roquero!

– Me llamo Luc -dijo-. Luc Soubeyras. Me han dicho que escondes una Biblia bajo la almohada y que nunca se había visto por aquí a un capullo como tú. Ahora bien, quería decirte que aquí hay otro capullo de la misma especie: yo. -Juntó las manos-. «Bienaventurados los perseguidos, porque de ellos será el reino de los cielos.»

Luego, levantó la palma de la mano en dirección al techo del coro para que yo chocara esos cinco.

La palmada me devolvió a la realidad. Pestañeé y me encontré en mi escondrijo de Notre-Dame. La piedra fría, el mimbre de los reclinatorios, los respaldos de madera… Me sumergí nuevamente en el pasado.

Aquel día, conocí al personaje más original de Saint-Michel-de-Sèze. Hablaba como una cotorra; era arrogante y sarcástico, pero estaba consumido por una fe incandescente. Eran los primeros meses del año escolar 1981-1982. Luc, en 3.° B, ya tenía detrás dos años de instituto en Sèze. Alto, descarnado como yo, se movía con gestos febriles. Aparte de la altura y de nuestra fe, también compartíamos un nombre de apóstol. Para él, el del evangelista que Dante llamaba el «escriba» porque su evangelio era el mejor redactado. Para mí el de Mateo, el aduanero, el guardián de la ley, que siguió a Cristo y transcribió nuevamente cada una de sus palabras.

Los puntos en común se terminaban ahí. Yo había nacido en París, en un barrio elegante del Distrito 16.°. Luc Soubeyras era originario de Aras, un pueblo fantasma de Hautes-Pyrénées. Mi padre había ganado una fortuna con la publicidad durante los años setenta. Luc era el hijo de Nicolas Soubeyras, maestro, comunista, espeleólogo aficionado, que se había dado a conocer en la región por haber permanecido en la base de simas frías durante meses, sin ninguna referencia cronológica, y había desaparecido tres años atrás en el fondo de una de ellas. Hijo único, yo había crecido en el seno de una familia que había establecido como valores absolutos el cinismo y el culto al despilfarro y la apariencia. Cuando no estaba en el internado, Luc vivía con una madre funcionaria en excedencia, cristiana alcohólica a la que se le había ido la olla después de la muerte de su marido.

Todo esto en lo que respecta al perfil social. Nuestra situación académica también era distinta. Yo estaba en Saint-Michel-de-Sèze porque el centro, de confesión católica, era uno de los de mayor renombre en Francia, uno de los más caros y, sobre todo, uno de los más alejados de París. No había riesgo alguno de que apareciera de improviso en casa de mis padres el fin de semana, con mis ideas lúgubres y mis crisis místicas. Luc estaba escolarizado allí porque, debido a su condición de huérfano, se beneficiaba de una beca de los jesuitas que dirigían el internado.

Finalmente, por todo ello se establecía un último punto en común entre nosotros: estábamos solos en el mundo. Sin vínculos, sin ataduras, maduros para los interminables fines de semana en el instituto vacío. Nos sobraba tiempo para hablar, durante largas horas, acerca de nuestra vocación.

Nos gustaba fantasear con nuestras respectivas revelaciones tomando como modelo a Claudel, tocado por la gracia en Notre-Dame, o a san Agustín, cuya iluminación tuvo lugar en un jardín milanés. A mí me había sucedido durante la Navidad, cuando tenía seis años. Contemplando mis juguetes al pie del árbol, me deslicé, literalmente, dentro de una fisura cósmica. Con mis dedos en un camión rojo, capté de repente una realidad invisible, inconmensurable, detrás de cada objeto, de cada detalle. Una brecha en el tejido de lo real que encerraba un misterio y una llamada. Presentía que la verdad estaba en ese misterio. Incluso y sobre todo, si aún buscaba respuestas. Estaba al principio del camino y mis preguntas constituían ya una respuesta. Más tarde, leería a san Agustín: «La fe busca, el intelecto encuentra…».

Frente a esta revelación discreta, íntima, estaba la de Luc, explosiva y espectacular. Él pretendía haber visto, con sus propios ojos, la potestad de Dios, cuando acompañaba a su padre durante una localización en la montaña, en busca de una sima. Era el año 1978. Tenía once años. Había divisado el rostro de Dios en el reflejo de un acantilado. Y había comprendido la naturaleza holística del mundo. El Señor estaba en todas partes, en cada guijarro, en cada brizna de hierba, en cada soplo de viento. De esta manera, cada parte, aun la más ínfima, contenía el Todo. Luc no se replantearía jamás sus convicciones.

Nuestro fervor -en modo mayor para él, en modo menor para mí- había encontrado en Saint-Michel-de-Sèze su lugar de florecimiento. No porque fuese una escuela católica, ya que despreciábamos a nuestros profesores, que vivían en conserva dentro de su edulcorada fe de jesuitas, sino porque los edificios del internado se disponían en torno a una iglesia cisterciense situada en la parte superior del complejo.

Allí estaban nuestros lugares de encuentro. Uno, al pie del campanario, ofrecía una vista panorámica del valle. El otro, nuestro preferido, se situaba bajo las bóvedas del claustro, donde había esculturas de los apóstoles. A la sombra de los rostros erosionados de Santiago el Mayor con su bordón o san Mateo con su hachuela arreglábamos el mundo. ¡El mundo litúrgico!

Con las espaldas pegadas a las columnas, aplastando las colilla dentro de una caja metálica de píldoras estomacales, evocábamos nuestros héroes: los primeros mártires que, marchando por los caminos para predicar la palabra de Cristo, habían terminado en los circos romanos, pero también a san Agustín, santo Tomás, san Juan de la Cruz… Nos imaginábamos como guerreros de la fe, teólogos, cruzados de la modernidad revolucionando el derecho canónico, haciendo temblar a los apergaminados cardenales del Vaticano, encontrando soluciones inéditas para hacer nuevas conversiones a lo largo y ancho del mundo.

Mientras que los otros internos hacían planes para darse una vuelta por los dormitorios de las chicas de algún colegio vecino y escuchaban a los Clash a todo volumen en sus walkmans, nosotros manteníamos discusiones sin fin acerca del misterio de la Eucaristía, confrontábamos, con los textos en mano, a Aristóteles y santo Tomás de Aquino y comentábamos el Concilio Vaticano II, que decididamente no había ido demasiado lejos. Aún percibía el aroma de la hierba cortada del patio, las briznas de tabaco en los arrugados paquetes de Gauloises y nuestras voces, esas voces en plena mutación, que subían a los agudos y terminaban en una carcajada. Invariablemente, nuestros conciliábulos concluían con las últimas palabras del Diario de un cura de campaña de Bernanos: «¿Qué importa? Todo es gracia». Una vez dicho eso, todo estaba dicho.

El órgano de Notre-Dame me llamó al orden. Miré el reloj: las seis menos cuarto. Empezaban las vísperas del lunes. Salí de mi entorpecimiento y me levanté. Un dolor agudo me dobló en dos. Acababa de recordar la situación: Luc, entre la vida y la muerte, un suicidio, sinónimo de desesperación sin salida.

Volví a ponerme en marcha, cojeando a medias y con la mano sobre la ingle derecha. Sentía que flotaba dentro de mi gabardina gris. Mis únicos puntos de anclaje eran mis manos crispadas sobre el bajo vientre y mi USP Heckler & Kosch que, desde hacía tiempo, había reemplazado en mi cinturón a la Manhurin reglamentaria. El fantasma de un madero cuya sombra serpenteaba delante, cómplice de las largas lonas blancas de la nave que disimulaban los andamiajes del coro en restauración.

Una vez fuera, sufrí otra fuerte impresión. No fue debida a la luz del día, sino a la de otro recuerdo, que me atravesó como si fuese un punzón. La carita blanca, polvorienta de Luc riéndose a carcajadas. Su cabellera pelirroja, su nariz curva, sus labios finos y sus grandes ojos grises, brillantes como rientes charcos bajo la lluvia.

En ese instante, tuve una revelación.

No había comprendido lo esencial. Luc Soubeyras no podía haberse suicidado. Así de sencillo. Un católico de su temple no pone fin a sus días. La vida es un don de Dios del que no se dispone.

3

La Brigada Criminal, 36, quai des Orfèvres. Sus pasillos. Su suelo gris oscuro. Sus cables eléctricos, aglutinados en el techo. Sus despachos abuhardillados. Ya no prestaba la menor atención a esos sitios. Deambulaba como en una bruma neutra. No había olor que despertara mi atención, ni siquiera el de tabaco o el de sudor.

Y sin embargo, persistía en mí esa sensación de humedad vagamente repugnante, como si caminara en el interior de un organismo vivo en proceso de delicuescencia. Una total alucinación, obviamente, vinculada con mi pasado africano. Allí había contraído una deformación, una manera de aprehender los objetos sólidos como si fuesen entes supurantes, orgánicos.

Detrás de las puertas entreabiertas, sorprendí inequívocas miradas de reojo. Todo el mundo estaba ya al corriente. Aceleré el paso para no tener que dar cuenta del estado de Luc o cambiar impresiones triviales sobre lo desalentador que es nuestro oficio. Cogí el correo que se había acumulado en mi casillero y luego cerré la puerta de mi despacho.

Aquellas miradas me dieron una idea aproximada de lo que ocurriría en el futuro. Cada uno de ellos se interrogaría sobre la acción de Luc. Se ordenaría una investigación. Los «Bueyes» (IGS, Inspección General de la Policía) iban a inmiscuirse. La hipótesis de la depresión sería la principal, pero los tíos de la IGS iban a husmear en la vida de Luc. Si jugaba, si estaba endeudado, si se había mezclado en chanchullos con sus confidentes hasta el punto de meterse en asuntos ilegales. Una investigación de rutina, que no daría ningún resultado pero lo ensuciaría todo.

Náuseas, ganas de dormir. Me quité la trenca y me dejé puesta la chaqueta, a pesar del calor. Me gustaba esa sensación familiar del forro de seda. Una segunda piel. Me senté en mi sillón y consideré mi tercera piel: mi despacho. Cinco metros cuadrados sin ventana donde los expedientes se apilaban hasta cubrir las paredes.

Eché una mirada al papeleo que se había acumulado. Actas de declaraciones o de interrogatorios, facturas de teléfono detalladas, extractos bancarios de sospechosos, requerimientos que los juzgados finalmente autorizaban. Y también: el informe de prensa de actos criminales, que llegaba por la mañana y por la noche proveniente del Ministerio del Interior, así como los telegramas resumiendo los casos más importantes en Île-de-France. El habitual baño de mierda. Y todo cubierto de post-it pegados por mis tenientes, informándome de los casos resueltos o de los que estaban estancados.

La náusea, con mayor fuerza aún. No quería ni siquiera escuchar mis mensajes. Ni del móvil ni del fijo. Preferí ponerme en contacto con la gendarmería de Nogent-le-Rotrou, la ciudad más próxima a Vernay. Pregunté por el capitán que había supervisado el rescate de Luc. El hombre me confirmó las informaciones de Svendsen. El cuerpo con lastre, su traslado urgente, la resurrección.

Colgué, palpé mis bolsillos, encontré mis sin filtro. Saqué un pitillo, mi mechero y, todavía reflexionando, saboreé cada detalle del ritual. El paquete crujiente, íntimo, el perfume que desprendía, mezclado con los efluvios de la gasolina del Zippo; las briznas de tabaco que, como hebras de oro, quedaban en mis dedos. Y por fin, la bocanada de fuego hasta el fondo del tórax…

Seis de la tarde. Comencé, por fin, a descifrar los documentos. Los post-it. Ya aparecían las muestras de solidaridad: «Contigo, Franck». «No todo está perdido. Gilles.» «¡Es el momento de tener agallas!» «¡Ánimo! Philippe.» Despegué los mensajes y los puse aparte.

Solo entonces me sumergí en el trabajo, haciendo el balance de los buenos y malos momentos del día. Foucault me informaba que la DPJ, Dirección de la Policía Judicial de Louis-Blanc, se negaba a darnos información sobre el expediente referido a un cuerpo descuartizado encontrado cerca de la plaza Stalingrad. Ese asesinato podía estar vinculado con un caso que investigábamos desde hacía más de un mes: un ajuste de cuentas entre traficantes en La Villete. El rechazo no me sorprendía. Siempre la vieja rivalidad entre la DPJ y la Criminal… Cada uno en su casa, de modo que los cadáveres estén bien guardados.

Mensaje siguiente, más constructivo. Quince días atrás, un compañero de promoción destinado a la Policía Judicial de Cergy-Pontoise me había pedido consejo sobre un crimen: una mujer de cincuenta y nueve años, esteticista, asesinada en su aparcamiento. Dieciséis cortes con una navaja de afeitar. Ni robo ni violación. Ningún testigo. Los investigadores habían pensado primero en un crimen pasional; luego, en un acto de perversión y terminaron encontrándose en un callejón sin salida.

Estudiando las fotos del cadáver, había observado varios detalles. Los ángulos de los cortes de la navaja revelaban que el asesino tenía la misma altura que la víctima, más bien baja. El arma era singular: una navaja antigua, de esas que solo encuentran en las tiendas de antigüedades y las chamarilerías. Semejante instrumento podía pertenecer a un asesino de sexo femenino. Es el arma que se utiliza, por ejemplo, en los ajustes de cuentas entre putas: un arma que desfigura; los hombres prefieren el cuchillo y golpean en el vientre.

Pero lo más importante era que las heridas estaban concentradas en el rostro, el pecho y el bajo vientre. El asesino se había encarnizado con las partes que determinaban el sexo. Se había detenido, sobre todo, en el rostro, al que le cortó la nariz, los labios, los ojos. Quizá, al desfigurar a su víctima, el asesino se había concentrado en su propia imagen, como si estuviera rompiendo un espejo. También había observado la ausencia de heridas defensivas que habría sufrido en caso de haber intentado luchar o protegerse: la esteticista no había desconfiado. Conocía a su agresor. Le había preguntado a mi colega de Cergy si la muerta tenía una hija o una hermana. Mi colega de promoción me había prometido interrogar nuevamente a la familia. El post-it decía simplemente: «¡La hija ha confesado!».

Dejé a un lado las facturas de teléfono y los extractos de cuentas. No estaba suficientemente concentrado para descifrarlos. Pasé a otra pila de papeles recién impresa: un informe sobre la escena de un crimen de la víspera a la que no había acudido. Meyer, el tercero de mi grupo, era el experto en materia de protocolos, el escritor de la pandilla. Licenciado en letras, ponía particular esmero en redactar los atestados y se manejaba bien cuando describía el lugar de un crimen.

Me sumergí de inmediato en el caso. Le Perreux, anteayer a mediodía. A la hora de comer, uno o varios agresores habían irrumpido en una joyería antes de que la encargada pudiera activar la alarma. Se habían llevado la caja, las joyas y a la mujer. La habían encontrado asesinada a la mañana siguiente, medio enterrada en los bosques que flanquean el Marne. Ese era el lugar que describía Meyer: el cuerpo sepultado a medias, el humus, las hojas muertas y los zapatos de la víctima colocados perpendicularmente al lado de la sepultura. ¿Qué hacían ahí los zapatos?

Un recuerdo tomó forma en mi memoria. En la época de mis aspiraciones humanitarias, antes de viajar a África, había recorrido los suburbios del norte de París en autobús distribuyendo alimentos, ropa y medicamentos a las familias nómadas que sobrevivían bajo los puentes del bulevar periférico. En aquella oportunidad había estudiado la cultura de los pueblos romaníes. Bajo una apariencia externa golfa y vagabunda, había descubierto un pueblo muy estructurado que seguía normas estrictas, en particular con respecto al amor y a la muerte. Precisamente, en un entierro, un aspecto idéntico al de Le Perreux me había impresionado. Antes de inhumarlo, los cíngaros habían descalzado el cuerpo y colocado sus botas cerca de la sepultura. ¿Por qué? No conseguía acordarme pero merecía la pena estudiar con detenimiento esa similitud.

Cogí el teléfono y llamé a Malaspey. El que tenía más sangre fría de mi grupo y el menos hablador de todos. El único con el que no corría el riesgo de que me hablara de Luc. Sin preámbulos, le ordené que buscara a un especialista en gitanos y se informara acerca de sus ritos funerarios. Si mis sospechas se confirmaban, habría que rastrear en las comunidades gitanas de Val de Mame. Malaspey asintió y luego colgó, sin una sola palabra personal, tal como había previsto.

De vuelta al papeleo. En vano. No había manera de concentrarse. Dejé de lado los interrogatorios y contemplé mi leonera. Los muros tapizados de expedientes abiertos -en lenguaje policial, no resueltos-. Casos antiguos que me negaba a archivar. Era el único investigador de la Brigada que guardaba ese tipo de documentos. También era el único que prolongaba su límite de prescripción, fijado en diez años para los delitos de sangre, realizando de vez en cuando un interrogatorio o encontrando un nuevo indicio.

Observé, por encima de una de las pilas, la fotografía de una niña pequeña pegada con chinchetas en la pared: Cécilia Bloch, cuyo cuerpo abrasado había sido hallado a algunos kilómetros de Saint-Michel-de-Sèze, en 1984. Nunca se había logrado atrapar al culpable. El único indicio habían sido los aerosoles utilizados para prender fuego al cuerpo. En aquel momento yo estaba internado en Sèze; ese suceso me obsesionó. Una pregunta me acosaba: ¿el asesino había quemado viva a la pequeña o primero la había matado? Al convertirme en policía, retomé el expediente. Volví al lugar. Interrogué a los gendarmes, a los vecinos, sin resultado.

Otra niña figuraba sobre el muro. Ingrid Coralin. Una huérfana que actualmente debía de tener doce años y crecía mientras iba de un hogar de acogida a otro. Una cría a cuyos padres yo había matado, indirectamente, en el año 2000 y a quien enviaba, anónimamente, una pensión.

Cécilia Bloch, Ingrid Coralin.

Mis fantasmas familiares, mi única familia…

Reaccioné y miré el reloj. Casi las ocho de la noche. Hora de ponerme en marcha. Subí un piso. Tecleé el código de acceso a la Brigada de Estupefacientes y entré en los despachos. A la derecha, crucé el espacio diáfano del grupo de investigación de Luc. Ni un alma. Era de suponer que todos estaban reunidos en otro sitio, quizá en una de las cervecerías a las que solían ir, bebiendo en silencio. Los hombres de Luc eran los más duros del quai des Orfèvres. Interiormente deseé suerte a los tíos de la IGS que se ocuparían de interrogarlos. Esos maderos no soltarían palabra.

Dejé atrás la puerta de Luc sin detenerme y eché un vistazo a los demás despachos: nadie. Volví sobre mis pasos, giré el pomo. Cerrada. Saqué de mi bolsillo un juego de llaves y abrí la cerradura en pocos segundos. Entré silenciosamente.

Luc había hecho limpieza. Sobre el escritorio, ni un papel. En las paredes, ni una sola orden de búsqueda y captura. En el suelo, ni un solo caso pendiente. Si verdaderamente Luc hubiera querido desaparecer, esta habría sido su manera de actuar. Tenía predilección por el secreto: era una de las claves del personaje.

Me quedé inmóvil durante algunos segundos, para empaparme de aquel lugar. La guarida de Luc no era mayor que la mía pero disponía de una ventana. Di la vuelta al escritorio y me acerqué al panel de corcho situado detrás del sillón. Aún quedaban algunas fotos. Ninguna profesional: retratos de Camille, ocho años, y de Amandine, seis años. En la oscuridad, sus sonrisas flotaban sobre el papel como en la superficie de un lago. También destacaban algunos dibujos infantiles: hadas, casas habitadas por una pequeña familia, «papá» armado con una gran pistola persiguiendo a los «comerciantes de drogas». Posé mis dedos sobre las imágenes y murmuré: «¿Qué has hecho? ¡Joder! ¿Qué has hecho?…».

Abrí cada uno de los cajones. En el primero, artículos de escritorio, unas esposas, una Biblia. En el segundo y el tercero, expedientes recientes, casos cerrados. Informes impecables, notas de servicio muy pulidas. En toda su vida, Luc jamás había trabajado de forma tan ordenada. Aquello era una puesta en escena. El despacho del primero de la clase.

Me detuve delante del ordenador. No había ninguna posibilidad de encontrar una pista en él, una revelación, pero quería asegurarme. Maquinalmente, pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó. Cogí el ratón e hice clic sobre uno de los iconos. El programa me pidió una contraseña. Por probar, introduje la fecha de nacimiento de Luc. Denegada. Los nombres de Camille y de Amandine. Dos rechazos, uno tras otro. Iba a intentar una cuarta posibilidad cuando se encendió la luz.

– ¿Qué coño haces aquí?

En el umbral estaba Patrick Doucet, alias Doudou, número dos del grupo de Luc. Dio un paso y repitió:

– ¿Qué coño haces en este jodido despacho?

La voz sibilaba entre sus labios apretados. Yo no me atreví ni a respirar, ni a hablar. Doudou era el más peligroso del equipo. Un zumbado dopado con anfetas que había hecho sus primeras armas en la Brigada de Investigación y de Intervención. Vivía para el «ataque por sorpresa». En la treintena, una cara de ángel enfermo, unos hombros de culturista enfundados en una cazadora de cuero raído. Llevaba los cabellos cortos a los lados y largos en la nuca. Detalle de refinamiento: en la sien derecha tenía afeitados tres arañazos.

Doudou señaló el ordenador encendido.

– Siempre hurgando en la mierda, ¿verdad?

– ¿Por qué en la mierda?

No dijo nada. Ondas de violencia le sacudían los hombros. Su cazadora se abría sobre la culata de una Glock 21 calibre 45, el arma reglamentaria del equipo.

– Apestas a alcohol -le señalé.

El madero seguía acercándose. Yo me eché hacia atrás con el miedo en las tripas.

– ¿Va a ser que no tenemos razones para echar un trago?

Había acertado. Los hombres de Luc habían salido a pillar un ciego. Si los demás se dejaban caer en ese momento, ya me veía en el pellejo de un madero linchado por los colegas de una unidad rival.

– ¿Qué es lo que andas buscando? -me gritó a la cara.

– Quiero saber cómo ha llegado Luc a este punto.

– No tienes más que mirar tu vida. Tendrás la respuesta.

– Luc nunca renunciaría a la existencia. Sea como sea, es un don de Dios y…

– No empieces con tus sermones.

Doudou no me quitaba los ojos de encima. Solo el escritorio nos separaba. Me di cuenta de que dudaba; ese detalle me tranquilizó. Estaba completamente ebrio. Opté por preguntas directas.

– ¿Cómo andaba estas últimas semanas?

– ¿Y a ti qué cojones te importa?

– ¿En qué trabajaba?

El madero se pasó la mano por la cara. Yo me escabullí a lo largo de la pared, alejándome.

– Algo debió de pasarle… -continué sin quitarle los ojos de encima-. Tal vez una investigación que le dejó la moral por los suelos…

Doudou se burló:

– ¿Qué buscas? ¿Un caso asesino?

El tío no comprendía nada pero había acertado con la palabra justa. Si debía dilucidar el intento de suicidio de Luc, esa era una de mis hipótesis: una investigación que lo habría sumido en una desesperación sin salida. Un caso que habría conmocionado su fe católica.

– ¿Qué coño os traíais entre manos? -insistí.

Doudou me controlaba con el rabillo del ojo mientras yo seguía retrocediendo. A modo de respuesta, emitió un sonoro eructo. Sonreí a mi vez.

– Vamos, hazte el listillo. Mañana serán los Bueyes quienes te lo preguntarán.

– ¡Me la traen floja!

El madero golpeó el ordenador con el puño. Su cadenilla lanzó un relámpago dorado.

– Luc no tiene nada que reprocharse, ¿te enteras! -gritó-. ¡No tenemos nada que reprocharnos! ¡Me cago en…!

Volví sobre mis pasos y apagué el ordenador con un gesto suave.

– Si ese es el caso -murmuré-, más te vale cambiar de actitud.

– Ahora hablas como un abogado.

Me planté delante de él. Estaba harto de su fanfarronería mezquina.

– Óyeme bien, pedazo de gilipollas. Luc es mi mejor amigo, ¿te enteras? De modo que deja de mirarme como si fuera un chivato. Encontraré la razón que lo llevó a tomar la decisión, sea cual sea. Y no serás tú quien me lo impida.

Mientras decía esto, me dirigía hacia la puerta. Cuando crucé el umbral, Doudou espetó:

– Nadie cantará, Durey. Pero si hurgas en la mierda, salpicarás a todo el mundo.

– ¿Y si me dijeras algo más? -le solté, volviendo la cabeza hacia él.

A modo de respuesta, el madero me mostró su dedo medio en posición perfectamente vertical.

4

Al aire libre.

Una escalera al aire libre. Cuando visité el piso por primera vez, enseguida supe que me quedaría con él por ese detalle. Los escalones embaldosados con losetas hexagonales, dominando un patio del siglo XVIII, enroscados en torno a una barandilla de hierro cubierta de hiedra. Inmediatamente, sentí una sensación de bienestar, de pureza. Me imaginaba volviendo del trabajo y subiendo esos peldaños sosegadores, como si atravesara una cámara de descontaminación.

No me había equivocado. Había invertido mi parte de la herencia en ese piso de dos habitaciones del Marais y cada día, desde hacía cuatro años, experimentaba la virtud mágica de la escalera. Cualesquiera que fueran los horrores del trabajo, la espiral y su follaje me limpiaban. Me desvestía en el umbral de la puerta, tiraba mis trapos directamente en un saco de lavandería y me metía bajo la ducha, terminando el proceso de purificación.

Sin embargo, aquella noche la escalera parecía privada de sus poderes. Cuando llegué al tercer piso me detuve. Una sombra me esperaba, sentada en los escalones. A media luz distinguí el abrigo de ante, el traje color ciruela. Sin duda la última persona a la que deseaba ver: mi madre.

Estaba acabando de subir cuando su voz ronca me hizo un primer reproche:

– Te he dejado mensajes. No me has llamado.

– He tenido un día muy ocupado.

Ni hablar de explicarle la situación; mi madre solo había visto a Luc una o dos veces, cuando éramos adolescentes. No había hecho ningún comentario, pero su expresión hablaba por sí sola; era la misma mueca que cuando descubría a una familia ruidosa en la sala de primera clase en Roissy o una mancha sobre uno de sus canapés. Las terribles notas desafinadas que debía soportar en su vida de mujer mundana todoterreno.

No hizo ademán de levantarse. Me senté a su lado, sin tomarme la molestia de encender la luz del pasillo. Estábamos al abrigo del viento y de la lluvia y para ser 21 de octubre, el clima era más bien templado.

– ¿Qué querías? ¿Es algo urgente?

– No necesito una urgencia para venir a verte.

Cruzó las piernas con un movimiento ágil y pude apreciar mejor el tejido de su falda: un tweed de lana bouclé. Fendi o Chanel. Mi mirada bajó hasta sus zapatos. Negro y oro. Manolo Blahnik. Ese gesto, esos detalles… Volvía a verla recibiendo a sus invitados adoptando aires de languidez, durante sus ineludibles cenas. Otras imágenes se yuxtapusieron. Mi padre, llamándome cariñosamente «mi pequeño meapilas» y mandándome al extremo de la mesa; mi madre, retrocediendo siempre que me acercaba, por miedo de que le arrugara el vestido. Y mi orgullo mudo frente al distanciamiento de ambos y a su pobre materialismo.

– Hace ya dos semanas que no comemos juntos.

Siempre utilizaba la misma inflexión suave para destilar sus reproches. Hacía alarde de sus heridas afectivas pero ni ella misma se las creía. Mi madre, que solo vivía para la ropa de marca y las denominaciones de origen, en el apartado de los sentimientos se movía en un mundo de imitaciones.

– Lo siento mucho -mentí-; se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta.

– Tú no me quieres.

Tenía el don de lanzar frases trágicas al descuido, en medio de una conversación anodina. Esta vez, había hablado en su tono de jovencita enfurruñada. Me concentré en el aroma de la hiedra húmeda, en el olor de los muros pintados recientemente.

– En el fondo, no quieres a nadie.

– Al contrario, yo quiero a todo el mundo.

– Precisamente. Tu sentimiento es general, abstracto. Es una especie de… teoría. Nunca me has presentado a una novia.

Miré el trozo oblicuo de cielo que se recortaba por encima de la baranda.

– Lo hemos hablado mil veces. Mi compromiso es otro. Intento amar a los demás. A todos.

– ¿Incluso a los criminales?

– Sobre todo a los criminales.

Volvió a colocar el abrigo sobre sus piernas. Observé su perfil perfecto entre los mechones cobrizos.

– Eres como un psicoanalista -añadió-. Te interesas por todos en general, pero por nadie en particular. El amor, cielo, consiste en arriesgar la piel por el otro.

No estaba seguro de que ella fuera la persona más indicada para decir aquello. Sin embargo, me esforcé por contestar; sus palabras obedecían a una razón oculta.

– Al encontrar a Dios, he encontrado una fuente de vida. Una fuente de amor que nunca deja de manar y que debe despertar el mismo sentimiento en los demás.

– Tú y tus sermones de siempre. Vives en otra época, Mathieu.

– El día que comprendas que esta palabra no tiene moda ni época…

– No seas pretencioso conmigo.

De repente me chocó su aspecto; mi madre estaba tan bronceada y elegante como siempre, pero se adivinaba en ella cierto cansancio, un problema. El ánimo estaba ausente.

– ¿Sabes qué edad tengo? -preguntó de pronto-. Quiero decir, la verdadera.

Era uno de los secretos mejor guardados de París, y la primera cosa que había comprobado cuando tuve acceso a los ficheros de la policía. Para halagarla, respondí:

– Cincuenta y cinco, cincuenta y seis…

– Sesenta y cinco.

Yo tenía treinta y cinco. A los treinta años, el instinto maternal había sorprendido a mi madre cuando acababa de casarse en segundas nupcias con mi padre. Se habían puesto de acuerdo sobre ese proyecto, del mismo modo como se ponían de acuerdo sobre la compra de un nuevo velero o de un cuadro de Soulages. Mi nacimiento debió de divertirles al principio, pero muy pronto se aburrieron. Sobre todo mi madre, que se cansaba siempre de sus propios caprichos. El egoísmo, la ociosidad acaparaban toda su energía La indiferencia, la verdadera, es un trabajo a tiempo completo.

– Necesito un sacerdote.

Mi inquietud aumentó. De repente, pensé en una enfermedad mortal, una de esas conmociones que provocan un estado místico.

– No estarás…

– ¿Enferma? -preguntó, con una sonrisa altiva-. No. Por supuesto que no. Quiero confesarme. Eso es todo. Limpiar la casa. Recuperar una especie de… virginidad.

– Un lifting, digamos…

– No te burles.

– Creía que pertenecías más bien a la escuela oriental -dije, tomándole el pelo-. O New Age, qué sé yo.

Sacudió lentamente la cabeza mirándome de reojo. Los ojos claros en su rostro mate todavía gozaban de un poder de seducción impresionante.

– Te hace gracia, ¿verdad?

– No.

– Tu tono es sarcástico. Todo tú eres sarcástico.

– En absoluto.

– Ni siquiera te das cuenta. Siempre con esa distancia, esa arrogancia…

– ¿Por qué una confesión? ¿Quieres que lo hablemos?

– Contigo, desde luego que no. ¿Conoces a alguien que puedas recomendarme? Una persona a quien pudiera confiarme. Alguien que además tuviera respuestas…

Mi madre en plena crisis mística. Decididamente, no era un día como cualquier otro. Mientras empezaba a llover nuevamente, ella murmuró:

– Debe de ser la edad. No lo sé. Pero quiero encontrar una… conciencia superior.

Cogí un bolígrafo y arranqué una hoja de mi agenda. Sin pensar, escribí el nombre y la dirección de un cura que veía a menudo. Los sacerdotes no son como los loqueros: se pueden compartir en familia. Le di los datos.

– Gracias.

Se levantó envuelta en una estela de perfume. La imité.

– ¿Quieres entrar?

– Llego tarde. Te llamaré.

Desapareció en la escalera. Su silueta de ante y tejido hacía juego perfectamente con el brillo de las hojas y el blanco de la pintura. Era el mismo frescor, la misma limpieza. De repente, fui yo quien se sintió viejo. Me volví hacia el pasillo donde brillaba mi puerta verde esmeralda.

5

Habían pasado cuatro años y seguía sin terminar la mudanza. Las cajas de libros y de cedés se amontonaban en el recibidor y ya formaban parte del lugar. Coloqué mi arma encima, tiré la gabardina y me quité los zapatos: mis eternos mocasines Sebago; siempre el mismo modelo desde la adolescencia.

Encendí las luces del baño y vi mi reflejo en el espejo. Una silueta familiar: traje oscuro, de marca, algo deshilachado; camisa clara y corbata gris oscuro, también raídas. Parecía más un abogado que un poli fogueado en las calles. Un abogado a la deriva que se habría relacionado con maleantes durante demasiado tiempo.

Me acerqué al espejo. Mi rostro evocaba una llanura atormentada, un bosque sacudido por el viento; un paisaje estilo Turner. Una cabeza de fanático, con los ojos claros hundidos y los rizos oscuros dividiendo la frente. Hundí la cara en el agua, meditando todavía sobre la extraña coincidencia de esa noche. El coma de Luc y la visita de mi madre.

En la cocina me serví una taza de té verde; el termo estaba listo desde la mañana. Luego coloqué en el microondas un tazón de arroz que solía preparar para toda la semana. En materia de ascetismo había optado por la tendencia zen. Detestaba los olores orgánicos: ni carnes, ni frutas, ni cocciones. Mi piso estaba envuelto en el humo del incienso, que quemaba permanentemente. Pero lo más importante era que el arroz me permitía comer con palillos de madera. No soportaba ni el ruido ni el contacto con los cubiertos de metal. Por esta razón no era un verdadero cliente de restaurantes ni aceptaba invitaciones a cenas en casa de amigos.

Esa noche era imposible comer. A los dos bocados vacié el contenido del cuenco en el cubo de la basura y me serví un café preparado en un segundo termo.

Mi piso estaba compuesto de un salón, un dormitorio y un despacho. El tríptico clásico del soltero parisino. Todo era blanco salvo los suelos de parquet negro y el techo del salón con las vigas a la vista. Sin encender la luz fui directamente a mi dormitorio y me tumbé en la cama, dando libre curso a mis pensamientos.

Luc, por supuesto.

Pero más que pensar en su estado, que era un callejón sin salida, o en las razones de su acto -otro callejón sin salida-, escogí un recuerdo entre aquellos que reflejaban los rasgos más extraños de mi amigo.

Su pasión por el diablo.


Octubre de 1989

Veintidós años. Instituto Católico de París.

Después de cuatro años en la Sorbona, acababa de terminar el segundo ciclo: «La superación del maniqueísmo en san Agustín» y seguía adelante con impulso. Iba camino del Instituto para matricularme. Quería hacer un doctorado canónico en teología. El tema de mi tesis: «La formación del cristianismo a través de los primeros autores cristianos latinos», me permitiría vivir varios años cerca de mis autores preferidos: Tertuliano, Minucio Félix, Cipriano…

En aquella época ya observaba los tres votos monásticos: castidad, obediencia y pobreza. En otras palabras, no salía muy caro a mis progenitores. Mi padre no aprobaba mi actitud. «¡El consumo es la religión del hombre moderno!», proclamaba, citando seguramente a Jacques Séguéla. Pero mi rigor le inspiraba respeto. En cuanto a mi madre, aparentaba comprender mi vocación, que, en definitiva, fomentaba su esnobismo. En los años ochenta era más original declarar que su hijo se preparaba para el seminario que decir que dividía su tiempo entre las discotecas de moda y la cocaína.

Pero se equivocaban. Yo no vivía ni en la tristeza ni en la austeridad. Mi fe se fundamentaba en la alegría. Vivía en un mundo luminoso, una nave inmensa en la que miles de cirios centelleaban continuamente.

Sentía pasión por ciertos autores latinos. Eran el reflejo del gran punto de inflexión del mundo occidental. Quería describir ese cambio radical, ese choque absoluto provocado por el pensamiento cristiano, situado en las antípodas de todo lo que se había dicho o escrito hasta entonces. La venida de Cristo a la tierra era un milagro espiritual pero también una revolución filosófica. Una transmutación física -la encarnación de Jesús- y una transmutación del Verbo. La voz, el pensamiento humano no volverían a ser los mismos.

Me imaginaba el estupor de los hebreos frente a Su mensaje. Un pueblo elegido que esperaba a un mesías poderoso, batallador, montado en un carro de fuego y que sin embargo descubría a un ser compasivo, para quien la única fuerza era el amor, que pretendía que cada fracaso era una victoria y que todos los hombres eran los elegidos. Pensaba también en los griegos, en los romanos, que habían creado los dioses a su imagen y semejanza con sus mismas contradicciones y que, de pronto, se encontraban con un dios invisible que adoptaba la imagen del hombre. Un dios que ya no aplastaba a los humanos sino que, por el contrario, descendía hasta ellos para elevarlos por encima de toda contradicción.

Era ese gran momento crucial lo que yo quería describir. Esos tiempos bienaventurados en los que el cristianismo era como arcilla moldeable, un continente en marcha, en el que los primeros escritores cristianos habían sido a la vez la energía y el reflejo, la vitalidad y la garantía. Después de los Evangelios, después de las epístolas y las cartas de los apóstoles, los autores seculares tomaron el relevo, midiendo, desarrollando, comentando el infinito material que se les había entregado.

Atravesaba el patio del Instituto cuando alguien me dio una palmada en el hombro. Me volví. Luc Soubeyras estaba delante de mí. Cara lechosa bajo su pelambrera pelirroja; una silueta delgaducha, perdida en una trenca, ahogada por una bufanda.

– ¿Qué coño haces aquí? -pregunté, estupefacto.

Bajó la vista hacia el formulario de matriculación que tenía entre sus manos.

– Lo mismo que tú, supongo.

– ¿Preparas una tesis?

Se acomodó las gafas, sin responderme. Solté una carcajada de incredulidad.

– ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? ¿Desde cuándo no nos vemos? ¿Desde el bachillerato?

– Tú habías vuelto a tus orígenes burgueses.

– ¡Qué dices! Te he llamado cientos de veces. ¿Qué hacías?

– Estudiaba aquí, en el Instituto Católico.

– ¿Teología?

Juntó los tacones y se cuadró.

Yes, sir! Y además, una licenciatura en letras clásicas.

– De modo que hemos seguido el mismo camino.

– ¿Tenías alguna duda?

No respondí. La última época en Saint-Michel, Luc cambió. Más sarcástico que nunca, su familiaridad con la fe se había transformado en burla, en constante ironía. Yo no daba ni un duro por su vocación. Después de ofrecerme un Gauloises y encender uno para él, me preguntó:

– ¿De qué va tu tesis?

– Del nacimiento de la literatura cristiana. Tertuliano, Cipriano…

Lanzó un silbido de admiración.

– ¿Y tú?

– Todavía no lo sé. El diablo, tal vez.

– ¿El diablo?

– En tanto que fuerza que ha triunfado, sí.

– ¡Por Dios! ¡Qué dices!

Luc pasó entre varios grupos de estudiantes y se dirigió hacia los jardines, en el fondo del patio.

– Las fuerzas negativas me interesan desde hace cierto tiempo.

– ¿Qué fuerzas negativas?

– Según tu opinión, ¿para qué vino Cristo a la tierra?

No respondí. La pregunta era demasiado burda.

– Vino a salvarnos -prosiguió-. A redimirnos de nuestros pecados.

– ¿Y?

– El mal ya estaba presente. Mucho antes de Cristo. En resumen, siempre estuvo aquí. Era anterior a Dios.

Deseché la idea con un gesto. No había cursado cuatro años de teología para volver a unos razonamientos tan primarios. Le repliqué:

– ¿Y dónde está la novedad? El Génesis empieza con la serpiente y…

– No te hablo de la tentación. Te hablo de la fuerza que existe en nosotros y que se rinde a la tentación. Que la legítima.

El césped estaba lleno de hojas secas. Pequeños puntos oscuros u ocres, pecas del otoño. Lo corté en seco:

– Después de san Agustín, se sabe que el mal no tiene una realidad ontológica.

– En sus escritos, Agustín utiliza la palabra «diablo» dos mil trescientas veces. Y eso sin contar los sinónimos.

– Como figura, símbolo, metáfora. Hay que tener en cuenta la época. Pero para Agustín, Dios no creó el mal. El mal no es más que una carencia de bien. Una debilidad. El hombre está hecho para la luz. Él «es» la luz, porque es conciencia de Dios. Solo necesita ser guiado, ser llamado al orden a veces. «Todos los seres son buenos porque el creador de todos, sin excepción, es soberanamente bueno.»

Luc lanzó un suspiro exagerado.

– Si Dios es tan grande, ¿cómo se explica que siempre lo deje fuera de juego una simple «debilidad»? ¿Cómo se explica que el mal esté por todas partes y siempre triunfe? Cantar la gloria de Dios es cantar la grandeza del mal.

– Blasfemas.

Dejó de caminar y se volvió hacia mí.

– La historia de la humanidad no es más que la historia de la crueldad, de la violencia, de la destrucción. Nadie puede negarlo. ¿Cómo explicas eso?

No me gustaba aquella mirada detrás de sus gafas. Sus ojos brillaban con un destello febril, infectado. Me negué a responder para no enfrentarme a un enigma tan viejo como el mundo: la vertiente violenta, maléfica, desesperada, de la humanidad.

– Yo te lo diré -prosiguió, posando su mano sobre mi hombro-. Porque el mal es una fuerza concreta. Una potencia por lo menos igual al bien. En el universo, dos fuerzas antitéticas están en lucha. Y la batalla está lejos de haberse librado.

– Se diría que planteas un retorno al maniqueísmo.

– ¿Por qué no? Todos los monoteísmos son dualismos disfrazados. La historia del mundo es la historia de un duelo. Sin árbitro.

Las hojas crujían suavemente bajo nuestros pasos. Mi entusiasmo inicial se había evaporado. En realidad, habría preferido no tener ese encuentro. Aceleré el paso hacia la oficina de matriculación.

– No sé qué has estudiado estos últimos años, pero pareces haber caído en el ocultismo.

– Al contrario -dijo, alcanzándome-, ¡he profundizado en las ciencias modernas! El mal actúa por todas partes. En tanto que fuerza física, en tanto que movimiento psíquico. Es la ley del equilibrio; así de sencillo.

– Esa es una verdad de Perogrullo.

– Verdades que se olvidan a menudo cubriéndolas con un velo de complejidad, de profundidad. A escala cósmica, por ejemplo, el poder negativo reina como amo y señor. Piensa en las explosiones de energía de las estrellas, que terminan por convertirse en agujeros negros, en los abismos negativos, que aspiran todo lo que queda en su estela…

Comprendí que Luc ya preparaba su tesis. Trabajaba sobre no sé qué delirio acerca del reverso del mundo. Una especie de antología del mal universal.

– Por ejemplo, piensa en el psicoanálisis -dijo, rasgando el aire con su pitillo-. ¿De qué se ocupa? De nuestra vertiente oscura, de nuestros deseos prohibidos, de nuestra necesidad de destrucción. O el comunismo. ¡Ahí es nada! Una excelente idea, en principio. ¿Para llegar a qué? Al mayor genocidio del siglo. Hagamos lo que hagamos o pensemos lo que pensemos, siempre volvemos a nuestra parte maldita. El siglo XX es el manifiesto supremo de ello.

– Podrías describir cualquier aventura humana de esa manera. Es demasiado simplista.

Luc encendió otro cigarrillo con la colilla.

– Porque es universal. La historia del mundo se reduce a ese combate entre dos fuerzas. Por un extraño error de apreciación, el cristianismo, que sin embargo ha puesto nombre al mal, quiere hacernos creer que se trata de un fenómeno adyacente. ¡No se gana nada subestimando al enemigo!

Había llegado a la secretaría. Subí el primer escalón y le pregunté, con irritación:

– ¿Qué es lo que quieres probar?

– ¿Ingresarás en el seminario después de la tesis?

– Durante la tesis, querrás decir. El año próximo tengo previsto ir a Roma.

Un rictus alteró su rostro.

– Te imagino predicando en una iglesia medio vacía, para un puñado de viejos. No te arriesgas demasiado escogiendo ese camino. Eres como un médico buscando un hospital en el que la gente estuviera en perfecto estado de salud.

– ¿Qué quieres? -grité de repente-. ¿Que me convierta en misionero? ¿Que me vaya a los trópicos a convertir a animistas?

– El mal -replicó Luc en tono sereno-. He ahí la única cosa importante. Servir al Señor es combatir el mal. No hay otro camino.

– Y tú, ¿qué harás?

– Iré sobre el terreno. A mirar al diablo a los ojos.

– ¿Renuncias al seminario?

Luc rompió su impreso de matriculación.

– Desde luego. Y también a mi tesis. Te he tomado el pelo. No tengo ninguna intención de reengancharme este año. Solo he venido a buscar un certificado. Estos gilipollas me han dado un impreso porque me han tomado por un borrego. Como tú.

– ¿Un certificado? ¿Para qué?

Luc abrió las manos. Los fragmentos de papel salieron volando y cayeron entre las hojas secas.

– Me marcho a Sudán. Con los Padres Blancos. Misionero laico. Quiero enfrentarme con la guerra, la violencia, la miseria. Se acabó el momento de las grandes conversaciones. ¡Es hora de actuar!

6

Podría haber ido a Vernay con los ojos cerrados. Primero la A6, porte de Châtillon, dirección Nantes-Bordeaux; la A10 hacia Orléans; luego la A11, siguiendo las señalizaciones de Chartres.

Los coches aceleraban, pero la lluvia retenía los faros, trazando líneas definidas, hilos de luz similares a los filamentos interiores de una bombilla. A las siete de la mañana aún no había amanecido.

Al alba, reflexioné sobre las informaciones que había reunido. Después de cabecear en un duermevela, desperté definitivamente a las cuatro de la mañana. Había tecleado en Google las cuatro letras fatídicas: coma. Había miles de artículos. Para dar un matiz de esperanza a mi busca y para limitarla, había añadido otra palabra: despertar.

Durante dos horas, había leído los testimonios de despertares repentinos, de regresos progresivos a la conciencia y, también, de experiencias de muerte inminente. Me había sorprendido la frecuencia de este fenómeno. De cinco víctimas de infarto con resultado de coma, por lo menos una había sufrido esta «muerte temporal», caracterizada, para empezar, por la sensación de salir del cuerpo; luego por la visión de un largo túnel y de una luz blanca, que muchos asimilaban a Cristo. ¿Había visto Luc ese gran destello? ¿Recuperaría un día la conciencia para contárnoslo?

Dejé atrás la catedral de Chartres con sus dos agujas asimétricas. La llanura de Beauce se extendía hasta el horizonte. Sentía un hormigueo en las manos; me acercaba a la casa de Vernay. Conduje todavía unos cincuenta kilómetros, tomé la salida de Nogent-le-Rotrou y entré en la nacional. Entonces me interné verdaderamente en el campo, justo cuando salía el sol. Las colinas se elevaban, los pequeños valles se ahuecaban y los campos negros, cubiertos de escarcha, centelleaban en la claridad matinal. Bajé la ventanilla y respiré los perfumes de las hojas, los olores del abono y del aire frío de la noche que no quería retirarse.

Todavía treinta kilómetros. Rodeé Nogent-le-Rotrou y tomé una carretera departamental, en la frontera del Orne y del Eure-et-

Loir. Al cabo de diez kilómetros apareció una señalización a la izquierda: petit-vernay. Entré en el estrecho camino y conduje trescientos metros. En la primera curva apareció un portón de madera blanca. Miré el reloj: las ocho menos cuarto. Podría reconstruir los hechos segundo a segundo. Aparqué el coche y continué a pie. Petit-Vernay era un antiguo molino de agua compuesto por varios edificios dispersos a lo largo del río. El edificio principal no era más que una ruina, pero sus dependencias habían sido renovadas para utilizarlas como segunda residencia. La tercera a la derecha era la de Luc.

Doscientos metros cuadrados de planta, una buena parcela, situada a ciento treinta kilómetros de París. ¿Cuánto le había costado a Luc una casa semejante seis años atrás? ¿Un millón de francos de entonces? ¿Más aún? La región de Perche se cotizaba al alza. ¿De dónde había sacado Luc tanta pasta? Me recordaba una película de Fritz Lang, Los sobornados, que empieza con el suicidio de un madero. Más tarde se descubre que el hombre era un corrupto. Lo delata su segunda residencia, demasiado cara, demasiado hermosa. Oí la voz de Doudou: «Si hurgas en la mierda, salpicarás a todo el mundo». ¿Luc, un madero corrupto? Imposible.

Dejé atrás la casa y sus tres ojos de buey y me dirigí hacia el río. La hierba mojada desprendía un suave aroma. El viento azotaba mi rostro. Me abroché la parka y seguí caminando. Una barrera de carpes ocultaba el curso de agua. Su suave murmullo me llegaba como si fuera la risa de una criatura.

– ¿Qué hace usted aquí?

Un hombre surgió de entre los arbustos. Un metro ochenta, corte al cepillo, traje negro de algodón grueso. Mal afeitado, cejas hirsutas, parecía más un vagabundo que un campesino.

– ¿Usted quién es? -insistió, acercándose.

Bajo la chaqueta solo llevaba un jersey agujereado.

Agité al sol mi placa de identificación tricolor.

– Vengo de París. Soy un amigo de Luc Soubeyras.

El hombre pareció tranquilizarse. Sus pequeños ojos eran de un verde grisáceo muy denso.

– Lo había tomado por un notario. O un abogado. Uno de esos cabrones que sacan partido de los cadáveres.

– Luc no ha muerto.

– Gracias a mí. -Se rascó la nuca-. Soy Philippe, el jardinero. Yo soy quien lo salvó.

Le di la mano. Sus dedos estaban manchados de nicotina y de briznas de hierba. Olía a arcilla y a ceniza fría. Detecté también olor a alcohol. No era vino, más bien calvados u otra bebida fuerte. Adopté un aire de complicidad.

– ¿Tiene algo de beber?

Su rostro se contrajo. Lamenté mi ardid. Demasiado precipitado. Saqué mis Camel y le ofrecí uno. El hombre dijo «no» con la cabeza, estudiándome por el rabillo del ojo. Al final, encendió uno de sus Gitanes Maïs.

– Es un poco temprano para echarse un trago, ¿no cree? -gruñó.

– Para mí, no.

Lanzó una risa burlona y sacó del bolsillo una petaca oxidada. Me la pasó. Sin titubear, eché un buen trago. El ardor recorrió mis pectorales. El hombre probaba mi resistencia. Pareció satisfecho de mi reacción y se echó al coleto un lingotazo. Chasqueó la lengua y volvió a guardar el matarratas.

– ¿Qué quiere saber?

– Quiero los detalles.

Philippe suspiró y fue a sentarse sobre un tronco. Lo seguí. El canto de los pájaros se elevaba en el aire de escarcha.

– Me caía bien, el señor Soubeyras. No entiendo qué le pasó por la cabeza.

Me apoyé en el árbol más cercano.

– ¿Trabaja aquí todos los días?

– Solo los lunes y los martes. Hoy he venido como siempre; nadie me ha dicho que no lo hiciera.

– Cuénteme.

Hundió su mano en el bolsillo, cogió la petaca y me la pasó. Decliné la oferta. Echó otro trago.

– Al llegar cerca del río lo vi inmediatamente. Me zambullí y lo rescaté. Ahí el río no es profundo.

– ¿Y dónde ocurrió eso, exactamente?

– Donde estamos. A algunos metros de la esclusa. Llamé a los gendarmes. A los diez minutos ya estaban aquí. Salvado por los pelos. Si yo hubiera llegado un minuto más tarde, la corriente lo habría arrastrado y no habría visto nada.

Observé la superficie del agua. Completamente inmóvil.

– ¿Y la corriente?

– Esta mañana no hay porque la esclusa está cerrada.

– ¿Y ayer estaba abierta?

– El señor Soubeyras la había abierto. Lo tenía todo previsto. Sin duda quería ser arrastrado…

– Me han dicho que llevaba un lastre de piedras.

– Por eso me costó Dios y ayuda sacarlo del agua. Pesaba una barbaridad. Tenía piedras alrededor de toda la cintura.

– ¿Cómo lo hizo?

– Venga conmigo.

Siguió el seto. Al fondo del jardín, había una cabaña de madera negra encajonada entre el sotobosque y la hilera de carpes. Unos leños, cubiertos con un plástico, estaban adosados al muro de madera. Dando un golpe con el hombro, mi guía abrió la puerta. Se hizo a un lado para que pudiera mirar dentro.

– El fin de semana pasado, el señor Soubeyras me ordenó que guardara aquí los viejos sillares que andaban por ahí desde hacía lustros, en el otro lado del río. Hasta me mandó que cortara algunos en dos. Entonces no comprendí por qué. Ahora lo sé: quería usarlos de lastre. Había calculado el peso que necesitaba para hundirse.

Eché una mirada al reducto, sin detenerme. Era hora de aceptar que Luc había intentado suicidarse. Retrocedí, aturdido.

– ¿Cómo fijó esas piedras?

– Con tres vueltas de alambre, para que fuera bien resistente. De ese modo logró algo parecido a un cinturón de plomo, como el de los submarinistas.

Inspiré una gran bocanada de aire frío. Mi vientre estaba castigado por ardores ácidos. El hambre, el apestoso aguardiente y la angustia. ¿Qué le había ocurrido a Luc? ¿Qué había descubierto para querer acabar de una vez? ¿Para abandonar a su familia y su fe cristiana?

El campesino cerró la puerta y me preguntó:

– De todos modos, él era su colega, ¿no es así?

– Mi mejor amigo -respondí en tono ausente.

– ¿No se había dado cuenta de que estaba deprimido?

– No.

No me atrevía a confesar a ese desconocido que no había hablado con Luc, lo que se dice realmente hablar, desde hacía meses, aunque solo nos separaba un piso. Para terminar, por si acaso, le pregunté:

– Aparte de esto, ¿no notó nada raro? Al rescatar el cuerpo, quiero decir.

El hombre de negro arrugó sus pequeños ojos. Parecía de nuevo desconfiado.

– ¿No le han dicho nada de la medalla?

– No.

El jardinero se acercó. Evaluó mi grado de sorpresa. Cuando llegó a una conclusión se acercó y murmuró a mi oído:

– En su mano derecha había una medalla. En todo caso, es lo que supongo. Vi la cadena que sobresalía. La tenía apretada entre los dedos.

En el momento de sumergirse, Luc llevaba consigo un objeto. ¿Un amuleto? No. Luc no era supersticioso. El hombre volvió a pasarme su petaca, acompañándola de una sonrisa desdentada.

– Dígame, para ser tan colegas, se andaba con bastantes secretillos, ¿no?

7

El hospital principal de Chartres, el Hôtel-Dieu, el bien nombrado, se levantaba en el fondo de un patio salpicado de charcos negros y de árboles truncados. El edificio, de color crema y marrón, recordaba un bizcocho Brossard, con sus franjas de chocolate. Evité la gran escalera exterior que conducía a la recepción en el primer piso, para escabullirme por la planta baja.

Entré en la gran cafetería. Suelo negro y blanco, bóvedas y columnas de piedra. En el extremo, un porche bañado por el sol daba a los jardines. Pasó una enfermera. Le pedí hablar con el médico que había salvado a Luc Soubeyras.

– Lo siento. El doctor está comiendo.

– ¿A las once?

– Tiene una operación inmediatamente después.

– Lo espero aquí -dije sacando mi identificación-. Dígale que se traiga el postre.

La joven salió corriendo. Detestaba las manifestaciones de autoridad pero me sentía mal solo de pensar en tener que entrar en la cafetería y soportar los tintineos y los olores de la comida.

Unos pasos en la sala.

– ¿Qué quiere?

Un tipo grandote con bata blanca venía hacia mí con cara enojada.

– Inspector Mathieu Durey. Brigada Criminal de París. Investigo el intento de suicidio de Luc Soubeyras. Lo trató usted ayer en su unidad.

El médico me observaba a través de sus gafas. Rondando la sesentena, cabellos canosos mal peinados, un largo cuello de buitre. Por fin dijo:

– Anoche envié mi informe a los gendarmes.

– En la Brigada, todavía no lo hemos recibido -dije, intentando intimidarlo-. En primer lugar, dígame por qué lo ha trasladado al Hôtel-Dieu de París.

– No estamos equipados para tratar un caso así. Luc Soubeyras era policía, de modo que hemos creído que el Hôtel-Dieu…

– Tengo entendido que su forma de proceder fue auténticamente prodigiosa.

El matasanos no pudo evitar sonreír con orgullo.

– Luc Soubeyras vuelve de muy lejos, es cierto. Al llegar aquí, su corazón había cesado de latir. Si pudimos reanimarlo, fue solo gracias a un feliz cúmulo de circunstancias.

Saqué libreta y lápiz.

– Explíqueme.

El médico hundió sus manos en los bolsillos parsimoniosamente y dio unos pasos hacia los jardines. Se mantenía encorvado, casi rígido, formando un ángulo de treinta grados. Yo le pisaba los talones.

– Primer hecho favorable -comenzó-. La corriente arrastró a Luc varios metros y él se golpeó la cabeza contra una roca. Perdió el conocimiento.

– ¿Y eso qué tiene de favorable?

– Cuando uno se sumerge en el agua, primero retiene la respiración, incluso en el caso de querer suicidarse. Luego, cuando empieza a faltar oxígeno en la sangre, esa persona abre la boca; es un reflejo irreprimible. Como consecuencia de lo cual se ahoga en pocos segundos. Luc se desmayó justo antes de ese momento crucial. No tuvo tiempo de abrir la boca. Sus pulmones no contenían agua.

– De todos modos se había asfixiado, ¿no es cierto?

– No. Sufría una apnea. Ahora bien, en ese estado, el cuerpo humano retrasa de forma natural la circulación sanguínea y la concentra en los órganos vitales: corazón, pulmones, cerebro.

– ¿Como en una hibernación?

– Exactamente. Este fenómeno se acentuó aún más debido a que el agua estaba muy fría. Luc sufrió una hipotermia grave. Cuando el servicio de urgencias le tomó la temperatura, esta había bajado a treinta y cuatro grados. Envuelto en este caparazón de frío, el cuerpo administró el escaso oxígeno que le quedaba.

Yo seguía tomando notas.

– ¿Cuánto tiempo permaneció bajo el agua, según usted?

– Es imposible saberlo. Según el servicio de urgencias, el corazón acababa de detenerse.

– ¿Le hicieron un masaje cardíaco?

– Por suerte, no. Habría significado romper esa especie de estado de gracia. Optaron por esperar a llegar aquí. Sabían que yo podía ensayar una técnica específica.

– ¿Qué técnica?

– Sígame.

El matasanos franqueó el umbral y luego caminó a lo largo de un edificio moderno antes de entrar. La sala de quirófano. Pasillos blancos, puertas batientes, olores químicos. Nuevo umbral. Ahora estábamos en una sala sin ningún tipo de material. Solamente un cubo de metal, alto como una cómoda, montado sobre unas ruedas, ocupaba parte de una pared. El matasanos tiró de él orientándolo hacia mí, para que viera las hileras de mandos y medidores de sonido.

– Este es un sistema by-pass. Es decir, de circulación extracorporal. Se utiliza para bajar la temperatura de los pacientes antes de una intervención importante. La sangre pasa por la máquina, que la enfría algunos grados, y luego se reintroduce. Se realiza este proceso varias veces, hasta alcanzar una hipotermia artificial, que favorece una mejor anestesia.

Yo seguía escribiendo, sin comprender adónde quería llegar el hombre.

– Al ver llegar a Luc Soubeyras, decidí ensayar una técnica reciente, importada de Suiza. Utilizar este sistema invirtiendo el proceso, es decir: usarlo no para refrigerar la sangre, sino para calentarla.

Con la nariz pegada a mi libreta, terminé su frase:

– Y funcionó.

– Perfectamente. Cuando ingresó, el cuerpo de Luc Soubeyras no estaba a más de treinta y dos grados. Después de tres circuitos, se alcanzaron los treinta y cinco grados. A los treinta y siete, su corazón volvió a latir, muy lentamente.

Alcé la visu.

– ¿Quiere usted decir que durante todo ese tiempo él estaba… muerto?

– No cabe duda.

– ¿Y de cuánto tiempo hablamos?

– Es difícil de precisar. Pero, aproximadamente, unos veinte minutos.

Una pregunta pasó por mi mente.

– La intervención del servicio de urgencias fue muy rápida. ¿El equipo no provenía de Chartres?

– Este fue otro factor positivo. Los habían llamado de la región de Nogent-le-Rotrou por una falsa alarma. Cuando los gendarmes los avisaron, estaban a pocos minutos del lugar del accidente.

Garabateé dos líneas sobre esa información y volví a las condiciones fisiológicas.

– Hay algo que no comprendo. El cerebro no puede mantenerse sin oxígeno más de unos segundos. ¿Cómo es posible que ese órgano funcionara de nuevo veinte minutos después de su deceso?

– El cerebro recurrió a sus reservas. En mi opinión, estuvo oxigenado durante toda la muerte clínica.

– ¿Significa eso que Luc no tendrá secuelas al despertar?

El hombre tragó saliva. Tenía una glotis prominente.

– Nadie puede responder a esa pregunta.

Luc en silla de ruedas, condenado a gestos de babosa. Debí de palidecer. El médico me palmeó el hombro con amabilidad.

– Vamos. Aquí hace un calor infernal.

Fuera, el viento frío me reanimó. Los ancianos habían terminado de comer. Deambulaban en cámara lenta, como zombis.

– ¿Puedo fumar? -pregunté.

– Adelante.

La primera calada me devolvió el aplomo. Pasé al último capítulo.

– Me han hablado de una medalla, de una cadena…

– ¿Quién le ha hablado de eso?

– El jardinero. El hombre que sacó a Luc del agua.

– Los de urgencias encontraron una medalla en su puño cerrado, es cierto.

– ¿La ha guardado?

El médico deslizó la mano en el bolsillo de su bata.

– La tengo desde entonces.

El objeto brillaba en el hueco de su mano con un resplandor mate. Una moneda de bronce, bruñida, erosionada, que parecía muy antigua. Me incliné. Inmediatamente supe de qué se trataba.

La medalla tenía grabada la efigie de san Miguel Arcángel, príncipe de los ángeles, portaestandarte de Cristo, tres veces victorioso de Satán. Representado en el estilo de La leyenda dorada de Jacobo de Vorágine, el héroe llevaba una armadura y empuñaba su espada en la mano derecha y la lanza de Cristo en la mano izquierda. Con el pie derecho aplastaba al dragón ancestral.

El médico seguía hablando pero yo ya no lo escuchaba. Las palabras del Apocalipsis de san Juan resonaban en mi cabeza:


Hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón y peleó el dragón y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar en el cielo. Fue arrojado el dragón grande, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra, y fue precipitado en la tierra y sus ángeles fueron con él precipitados.


La verdad era evidente.

Antes de hundirse en el infierno, Luc se había protegido contra el diablo.

8

Diciembre de 1991

Hacía dos años que no veía a Luc. Dos años en los que yo seguía mi propio camino, enfrascado en los autores paleocristianos, viviendo con el Apologeticum de Tertuliano y el Octavius de Minucio Félix. Desde el mes de septiembre me había integrado en el Seminario Pontificio francés de Roma.

El período más feliz de mi vida. El edificio rosa del número 42 de la via Santa Chiara. El gran patio rodeado por una galería ocre pálido. Mi pequeña habitación con las paredes amarillas, que yo percibía como un refugio para mi corazón y para mi conciencia. La sala de estudio donde ya ensayábamos los gestos litúrgicos. «Benedictos es, Domine, deus uniuersi…» Y la azotea del edificio, abierta ciento ochenta grados sobre las cúpulas de San Pedro, el Panteón, la iglesia de Gesú…

Para Navidad, mis padres habían insistido en que fuera a París; era importante, «vital», decía mi madre, que celebráramos el fin de año en familia. Cuando aterricé en Roissy, la situación había cambiado: mis progenitores habían acabado haciendo un crucero a las Bahamas a bordo del velero de un socio inversor de mi padre.

Era la noche del 24 de diciembre y yo me sentía más bien aliviado. Dejé mi bolsa en la residencia de mis padres en la avenida Victor Hugo y salí a caminar por París. Así de sencillo. Mis pasos me guiaron hasta Notre-Dame. Llegué justo a tiempo para oír la misa del gallo.

A duras penas logré penetrar en la catedral abarrotada de fieles. Me escabullí por la derecha. Un espectáculo increíble: miles de cabezas erguidas, rostros en sentido recogimiento, un gran silencio envuelto de incienso y resonancias. Anónimo entre los anónimos, saboreaba ese fervor de una noche, que me permitía olvidar, solo por un momento, la decadencia de la fe católica, la pérdida de vocaciones, la deserción de las iglesias.

– ¡Mathieu!

Volví la cabeza sin reconocer el rostro en medio de la multitud.

– ¡Mathieu!

Alcé la vista. Sentado en la base de una columna, Luc dominaba la masa de los fieles. Su rostro pálido, salpicado de manchas cobrizas, brillaba como un cirio solitario. Se sumergió en la multitud. Un segundo después, me tiraba del brazo.

– Ven. Nos largamos.

– La misa acaba de empezar…

En el fondo del coro el sacerdote declamaba:


¡En ti, Señor, mi esperanza!

Sin tu ayuda, estoy perdido…


Luc siguió:

– «Pero fortalecido por tu poder, no estaré nunca desencantado…» Esa ya la conocemos, ¿no?

El tono burlón se había vuelto todavía más agresivo. A nuestro alrededor oímos algunas protestas. Para evitar el escándalo, acepté seguirlo. Cuando nos acercamos al muro, lo cogí por el hombro.

– ¿Has regresado a Francia?

Luc me guiñó un ojo.

– Disfruto del espectáculo.

Detrás de los cristales de sus gafas, su mirada era todavía más encendida que antaño. Sus facciones, muy acentuadas, dibujaban sombras en sus mejillas. De no conocerlo tan bien habría creído que se drogaba.

Luc se abrió paso entre las apretadas filas y se detuvo cerca del confesionario, al lado del cristal protector. Abrió la puerta transparente y me empujó al interior.

– Entra.

– ¿Estás loco?

– ¡Entra, te digo!

Me encontré en el confesionario. Luc pasó por la otra puerta, del lado del sacerdote, y corrió las dos cortinas. En un segundo, nos habíamos aislado de la multitud, de los cantos, de la misa. La voz de Luc se filtró por las rejillas de madera.

– Lo he visto, Mat. Lo he visto con mis propios ojos.

– ¿A quién?

– Al diablo. En vivo.

Me incliné tratando de distinguir su rostro a través del enrejado. Casi fosforescente. Sus facciones se estremecían. No cesaba de morderse el labio inferior.

– ¿Quieres decir en Sudán?

Luc se hundió en la oscuridad, sin responder. Era imposible saber si iba a llorar o a estallar en carcajadas. Esos dos últimos años solo habíamos intercambiado algunas cartas. Yo le escribí que me habían aceptado en el seminario de Roma. Él me había contestado que continuaba con su «trabajo», bajando siempre hacia el sur, donde los rebeldes cristianos luchaban contra las tropas regulares. Sus cartas eran extrañas, frías, neutras; resultaba imposible adivinar su estado de ánimo.

– En Sudán -dijo riendo sarcásticamente-, solo he visto la huella del diablo. El hambre. La enfermedad. La muerte. En Vukobar, en Yugoslavia, he visto a la bestia en acción.

Sabía por los periódicos que la ciudad croata acababa de caer en manos de los serbios, después de tres meses de asedio.

– Bebés decapitados por las bombas. Críos con los ojos arrancados. Mujeres embarazadas con el vientre destripado antes de ser quemadas vivas. Los heridos asesinados a quemarropa dentro mismo del hospital. Quinceañeros obligados a violar a sus madres… Todo eso, lo he visto yo. El mal en estado puro. Una fuerza liberada en el interior de los hombres.

Como contraste, pensé en mí, en el interior de mi celda amarilla. Cada mañana, escuchaba las noticias de Radio Vaticana. A salvo y arropado.

– ¿Cómo… cómo saliste de allí? -pregunté.

– Un milagro.

– ¿Para qué asociación trabajabas?

– Para ninguna.

Rió otra vez con sarcasmo, acercándose al tabique que nos separaba.

– Me alisté, Mat.

– ¿Qué?

– Voluntario. La única solución para sobrevivir allí.

De repente, pensé que Luc se confesaba, pero estaba equivocado. Luc no se arrepentía de nada. Al contrario, estaba orgulloso de haber pasado a la acción. Afloró mi agresividad.

– ¿Cómo pudiste?

Luc se acurrucó nuevamente en la oscuridad. En la catedral se apagaron los cánticos. Entonces escuché un ruido mucho más cercano: los sollozos de Luc. Lloraba con el rostro hundido entre las manos. Inmediatamente cambié de tono.

– Debes olvidar todo aquello. Lo que hicieron, lo que tú hiciste… No puedes juzgar a la humanidad en esas condiciones: estabas en la peor de las situaciones: aquella en la que el hombre se convierte en un monstruo. Tú…

Luc levantó la cabeza y se acercó otra vez. Las lágrimas brillaban sobre sus pómulos pero sonreía. Una sonrisa a medias que le deformaba el rostro.

– ¿Y tú, todavía en el seminario?

– Desde hace tres meses.

– ¿No has traído la sotana? ¿Estás de incógnito?

– No me tomes el pelo.

Rió, sorbiéndose los mocos.

– ¿Todavía en tu hospital de sanos?

– ¿A qué estás jugando? ¿Has esperado hasta los veinticuatro años para descubrir la violencia? ¿Te hacía falta ver Vukovar para medir la crueldad humana? Y ahora, ¿qué harás? ¿Ir a otro frente? La luz está en nosotros, Luc. Recuerda el Evangelio de San Juan: «El hijo de Dios ha aparecido precisamente para destruir las obras del diablo».

– Ha llegado demasiado tarde.

– Si crees eso, es que has perdido la fe. Nuestro cometido no es que nos fascine el mal, sino llamar al bien, guiarlo…

– Eres un enchufado, Mat. Buen tío, pero un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.

Me agarré al enrejado. Bajo la nave los cantos se reanudaron.

– ¿Qué buscas? ¿Qué es lo que quieres?

– Seguir en la acción.

– ¿Vuelves a Yugoslavia?

– Estoy matriculado en Cannes-Écluse.

– ¿Dónde?

– En la academia de policía. Convocatoria de enero. Seré madero. Dentro de dos años estaré en la calle. No hay otra solución. Quiero enfrentarme con el diablo en su terreno. Quiero ensuciarme las manos. ¿Lo pillas?

Su voz era serena, decidida. Por el contrario, algo se derrumbó en mi interior. Una vez más, san Juan: «Sabemos que hemos nacido de Dios, pero el mundo entero yace bajo el imperio del mal». Cerré los ojos y volví a vernos: Luc y yo, apoyados en las columnas de la abadía de Saint-Michel-de-Sèze. Íbamos a transformar la Iglesia, a cambiar el mundo…

– Feliz Navidad, Mat.

Cuando alcé los párpados el confesionario estaba vacío.

La impresión que me causó duró meses.

En el seminario, mi fervor parecía ausente. Los sacramentos, la liturgia, la oración, la comunión, la confesión… Escuchaba sin oír. Repetía los gestos sin entusiasmo. Las noticias de Yugoslavia me llegaban por Radio Vaticana. Cada vez que había una matanza, un nuevo horror, rezaba, ayunaba. Sentía asco de mí mismo. Un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.

No dejaba de pensar en Luc. ¿Cómo era posible que ese intelectual, ese apasionado por la teología se convirtiera en un simple madero? No tenía ninguna respuesta, pero sus sarcasmos seguían retumbando en mis oídos. Cada día, creía un poco menos en mi misión. Mi formación me parecía estéril. ¡Y tan cómoda! Había elegido el ascetismo pero vivía como un pachá. Alimentado, alojado, protegido, rezando tranquilamente y consagrándome a lo que más amaba: los libros.

Intuía mi carrera. Nunca sería un cura de campo. Cuando finalizara el seminario y la tesis me quedaría en Roma y formaría parte de la Universidad Gregoriana o de la Academia Pontificia, la ENA (Escuela Nacional de Administración) eclesiástica. Después de algunos cargos en las nunciaturas europeas, subiría los peldaños de la teocracia hasta acceder a las jerarquías más altas de la Curia romana. Una «buena posición» bajo el amparo del desahogo, del poder. Todo lo que había detestado de mis padres me atrapaba de repente bajo otra forma.

Compartí mis dudas con mis padres superiores. No encontré más que respuestas académicas, el habitual lenguaje estereotipado de los religiosos, un bálsamo insípido aplicado a los tormentos del alma. El 29 de junio de 1992, el mismo día del ingreso de los futuros sacerdotes en «el cuerpo de la santa Iglesia católica, apostólica y romana», devolví la sotana.

Luc se equivocaba, no estaba en un hospital de sanos.

Estaba en un cementerio.

Allí todo el mundo había muerto.

Yo también.

Regresé a París y fui inmediatamente al arzobispado. La lista de organizaciones humanitarias religiosas era larga. Me detuve en la primera que iniciaba sus misiones en el continente que había escogido: África. Tierras de Esperanza era una asociación de franciscanos que aceptaba en sus filas a trabajadores laicos; me pareció perfecta. Era el grupo que se internaba más profundamente en territorios de riesgo.

A principios de 1993, me embarqué en mi primera aventura.

Ruanda, un año antes del genocidio.

Las señalizaciones de salida de la autopista me arrancaron, in extremis, de mis recuerdos. Me hundí en el túnel de la porte d’Orléans pensando aún en Luc y en la falta de sincronía de nuestros destinos. Él siempre se me había adelantado. Este pensamiento me estremeció. Nunca lo seguiría en el camino del suicidio. Pero ahora debía admitir su acto y averiguar la razón del mismo. Algo había ocurrido. Un acontecimiento inconcebible, que había expulsado a Luc de su destino.

Debía entender su decisión.

Era la condición indispensable para que él recuperara la conciencia.

9

Despacho. Papeleo. Post-it. Cerré la puerta y luego abrí un nuevo paquete de cigarrillos, fumar puede dañar los espermatozoides y reducir la fertilidad. Esas advertencias tenían la virtud de exasperarme. Pensé en lo que había escrito Antonin Artaud a propósito de las drogas: «Poco importan los medios para perderse: eso no le incumbe a la sociedad».

Eché una ojeada al fajo de etiquetas amarillas: «11 h: llamar a Dumayet», «Mediodía: Dumayet», y aún: «14 h: Dumayet. ¡urgente!». Nathalie Dumayet, comisaria de división y jefa de la Brigada Criminal, era la responsable de los grupos de investigación del 36. Miré el reloj: eran apenas las tres. Demasiado temprano para tomar el té con el dragón.

Me quité la parka y hojeé los documentos. No encontré los que esperaba. Escuché los mensajes del móvil y luego los del teléfono fijo: tampoco había nada. Llamé a Malaspey.

– No has vuelto a llamar -ataqué-. ¿Algún progreso en el caso de los cíngaros?

– Estoy saliendo de la facultad de Nanterre. Acabo de hablar con un profesor de romaní, el idioma de los cíngaros. Tenías razón. La puesta en escena de los zapatos es clavada. Romaní puro. Según este fulano, nuestro cliente podría haberle quitado los botines a su víctima para evitar que su fantasma lo persiguiera. Cosas de gitanos.

– Bien. Busca en el fichero de la Policía Judicial. Toma nota de todos los calós metidos en atracos a mano armada en Val de Marne.

– Está hecho. Trabajamos también con la comisaría de Créteil sobre las comunidades de la zona.

– ¿Dónde estás ahora?

– En la vía rápida, llegando al despacho.

Coloqué la medalla de san Miguel Arcángel sobre los expedientes.

– Ven a verme antes de ponerte a escribir el parte. Tengo algo para ti.

Colgué y llamé a Foucault. Había terminado de mirar la información sobre los delitos de la noche anterior cuando llamaron a la puerta. El primero de mi grupo se parecía a un golfillo, de carácter alegre. Cabellos rizados, hombros estrechos enfundados en una cazadora Bomber, sonrisa resplandeciente. Foucault era el vivo retrato de Roger Daltrey, el cantante de los Who en la época de Woodstock.

Mi adjunto estaba en la variante lúgubre, con la evidente intención de hablar de la catástrofe de Luc. Lo atajé con un gesto.

– Necesito que me ayudes. Es un asunto privado.

– ¿De qué tipo?

– Quiero que sondees a los tíos del equipo de Luc. Que averigües en qué andaban.

Asintió con la cabeza pero sus ojos delataban escepticismo.

– No será nada fácil.

– Invítalos a comer. Hazlos beber. Ponte en plan cómplice.

– De acuerdo. Por probar que no quede.

El día anterior, Doudou me había ofrecido una muestra de la buena voluntad del equipo.

– Oye. Nadie conoce a Luc como yo -proseguí-. Su acto tiene un motivo externo. Un asunto inexplicable que le ha caído encima, que no tiene nada que ver con una depresión o con un abatimiento repentino.

– ¿Un asunto como cuál?

– Ni idea. Pero quiero saber si trabajaba en un caso especial.

– Bien. ¿Algo más?

– Sí. Investiga su vida privada. Cuentas bancarias, créditos, declaración de impuestos. Absolutamente todo. Busca sus facturas de teléfono: móvil, despacho, domicilio. Todas sus llamadas de los últimos tres meses.

– ¿Estás seguro de lo que haces?

– Quiero saber si Luc tenía algún secreto. Una doble vida; qué sé yo.

– ¿Luc, una doble vida?

Con las manos en los bolsillos de su cazadora, Foucault parecía atónito.

– Contacta también con el Centro de Evaluación Psicológica de la Policía Judicial. En algún lugar deben de tener un expediente sobre Luc. Queda entendido que trabajarás con la mayor discreción posible.

– ¿Y los Bueyes?

– Adelántate a ellos y mantenme informado.

Foucault se eclipsó, con una expresión cada vez más escéptica. Yo tampoco creía en ese tipo de investigación. Si Luc hubiera tenido algo que ocultar habría empezado por borrar su rastro. No hay nada peor que ir a la caza de un cazador.

La puerta no se cerró; Malaspey estaba en el umbral. Forzudo, impasible, arrebujado en un polar, llevaba siempre un minúsculo morral trenzado, estilo indio. El pelo canoso recogido con una cola de caballo y una pipa entre los dientes completaban el cuadro. Recordaba más bien a un profesor de instituto técnico que a un madero de la Criminal con quince años de experiencia a sus espaldas.

– ¿Erías erme?

La pipa hacía que se tragara la mitad de las palabras. Abrí un cajón, cogí una bolsa translúcida y deslicé en ella la medalla de san Miguel.

– Quiero que indagues sobre esto -dije, lanzándole el objeto-. Consulta a los numismáticos. Quiero conocer su origen exacto.

Malaspey dio vueltas al sobre delante de sus ojos.

– ¿Qué es?

– Eso es lo que quiero saber. Habla con profes. Busca en la universidad.

– Me siento como si retomara mis estudios.

Se metió la medalla de Luc en el bolsillo y desapareció. Pasé todavía una hora estudiando los documentos acumulados sobre mi escritorio. Nada interesante. A las cinco, me levanté para visitar a mi superior jerárquica.

Llamé a la puerta. Me invitaron a entrar. Atmósfera depurada, en la que flotaba un suave aroma de incienso, lo que me recordó mi guarida.

Nathalie Dumayet era del tipo brutal, pero nada en su aspecto la delataba. En la cuarentena, tez pálida, cintura de modelo; llevaba los cabellos negros con un corte cuadrado, siempre estudiadamente despeinados. Una belleza angulosa, suavizada por unos grandes ojos verdes, serenos, que se hundían con fluidez en su interlocutor. Siempre elegante, incluso a la última, vestía marcas italianas poco habituales en el quai.

Esto, en cuanto a su aspecto. En lo referente a su interior, Dumayet encajaba bien con la Brigada: dura, cínica, perseverante. Había trabajado sucesivamente en antiterrorismo y en estupefacientes con resultados ejemplares. Dos detalles la definían: para empezar, sus gafas, con monturas flexibles e irrompibles, que se podían apretar con la mano y que recuperaban su forma inicial. Muy parecidas a la misma Dumayet: bajo su apariencia flexible, no se olvidaba de nada y nunca perdía de vista su objetivo.

El otro detalle eran sus falanges. Agudas, prominentes, se parecían a los martillos ultrafinos de los diamantistas, tan duros que podían quebrar las piedras preciosas.

– ¿Le hago un té Keemun? -preguntó, levantándose de su asiento.

– No, gracias.

– De todos modos prepararé uno.

Manipuló un hervidor y una tetera. Tenía gestos de estudiante pero también de gran sacerdotisa. De su ritual se desprendía algo antiguo y religioso. Pensé en un rumor que circulaba, según el cual Dumayet frecuentaba los clubes de intercambio de parejas. ¿Verdadero o falso? Desconfiaba de los rumores en general y de este en particular.

– Puede fumar, si le apetece.

Me incliné pero no saqué el paquete de Camel. No era cuestión de relajarme. Haberme convocado «urgentemente» no presagiaba nada bueno.

– ¿Sabe por qué lo he hecho venir?

– No.

– Siéntese.

Colocó una taza delante de mí.

– Todos estamos conmocionados, Durey.

Me senté y guardé silencio.

– Un madero del calibre de Luc, tan sólido, ha causado un verdadero impacto.

– ¿Tiene algo que reprocharme?

La brusquedad de mi pregunta la hizo sonreír.

– ¿Cómo avanza el caso de Perreux?

Pensé en mis suposiciones al respecto. Pero era demasiado pronto para cantar victoria.

– Estamos en ello. Tal vez los gitanos.

– ¿Tiene pruebas?

– Presunciones.

– Cuidado, Durey. Nada de prejuicios raciales.

– Por eso mantengo cerrada la boca. Deme un poco más de tiempo.

Ella asintió moviendo la cabeza distraídamente. Todo eso era solo un preámbulo.

– ¿Conoce a Coudenceau?

– ¿A Philippe Coudenceau?

– IGS, sección disciplina. Por lo visto, Soubeyras tenía un expediente algo delicado.

– ¿Qué significa delicado?

– No lo sé. Me ha llamado esta mañana. Y acaba de llamarme de nuevo.

No dije nada. Coudenceau era uno de esos que hurgan en la mierda y solo disfrutan cuando ponen contra las cuerdas a uno de sus colegas abriéndole un expediente disciplinario. Un enchufado que disfrutaba destrozando a los polis y logrando que se tragaran su orgullo de héroes.

– Él está a cargo del informe sobre Luc. Está llevando a cabo una investigación de rutina.

– Como siempre.

– Según él, hay unos maderos que están metiendo las narices. Esta tarde han llamado al banco de Luc. No les ha costado demasiado identificar al curioso.

Foucault no había perdido el tiempo. Pero en cuanto a discreción, todavía le quedaba mucho por aprender. Clavó sus ojos acuosos en los míos. En un segundo, se endurecieron como diamantes.

– ¿Qué busca, Durey?

– Lo mismo que la IGS. Lo mismo que todo el mundo. Quiero comprender el acto de Luc.

– Una depresión no tiene explicación.

– No hay nada que indique que Luc estaba deprimido. -Levanté la voz-. Tenía mujer y dos hijas. ¡Joder! No podía abandonarlas. ¡Algo fuera de lo normal ha debido ocurrirle!

Dumayet cogió su taza y sopló sobre el borde, sin decir nada.

– Hay algo más -dije, continuando en un tono más suave-. Luc es católico.

– Todos somos católicos.

– No como él. No como yo. Misa todos los domingos; oración cada mañana. Va contra nuestra fe, ¿comprende? Luc ha renunciado a su vida, pero también a su salvación. Debo encontrar las razones de semejante abandono. Eso no interferirá en los casos abiertos.

La comisaria bebió un sorbo, como un garito.

– ¿Dónde estaba esta mañana? -preguntó posando suavemente su taza.

– En las afueras -dije, vacilante-. Tenía que verificar algunas cosas.

– ¿En Vernay?

Encajé la pregunta en silencio. Volvió la mirada hacia las ventanas entreabiertas que daban al Sena. Ya anochecía. El río parecía una masa de cemento fraguado.

– Levain-Pahut, el jefe de Luc, ha hablado conmigo este mediodía. Los gendarmes de Chartres lo han llamado. Acababan de avisarles. Un médico del hospital había recibido la visita de un madero parisino. Un tipo alto, con pinta de haber bebido una copa de más. ¿Le dice algo?

Me agaché de golpe, agarrándome al borde del escritorio.

– Luc es mi mejor amigo. Se lo repito: ¡quiero saber qué lo ha empujado hasta ese extremo!

– Nada nos lo devolverá, Durey.

– No está muerto.

– Sabe muy bien qué quiero decir.

– ¿Prefiere que los hurgamierda de la IGS hagan el trabajo?

– Están acostumbrados.

– Acostumbrados a investigar a maderos colocados, jugadores, chulos. ¡El móvil de Luc está en otro sitio!

– ¿Dónde? -preguntó en tono irónico.

– No lo sé -admití, echando atrás mi asiento-. Todavía no. Pero existe un móvil real para este intento de suicidio. Un asunto extraño que quiero descubrir.

Lentamente, hizo girar su sillón. Con un movimiento sensual, estiró las piernas y colocó sus tacones de aguja sobre el radiador.

– Si no hay crimen, no hay sumario. Esto no incumbe a nuestra brigada. Y usted no es el hombre apropiado.

– Luc es como un hermano para mí.

– Por eso precisamente se lo digo. Está usted con los nervios a flor de piel.

– ¿Se supone que tengo que tomarme vacaciones?

Nunca me había parecido tan dura, tan indiferente.

– Dos días. Durante cuarenta y ocho horas deje todo lo que tiene entre manos y hágase a la idea. Después, vuelva al tajo.

– Gracias.

Me levanté y llegué a la puerta. En el momento en el que giraba el pomo, dijo:

– Una cosa más, Durey. Usted no tiene el monopolio de la tristeza. Yo también conocí bien a Soubeyras, cuando estaba con nosotros.

La frase no pedía respuesta. Pero, movido por la intuición, volví la cabeza y le eché una mirada. Tuve la certeza, una vez más, de que nunca comprendería a las mujeres.

Nathalie Dumayet, la mujer que dirigía la Criminal con mano de hierro, la poli que había arrancado una confesión a los terroristas del GIA, el Grupo Islámico Armado, y había desmantelado la filial de la heroína afgana lloraba en silencio, con la cabeza baja.

10

El limbo.

La palabra se me ocurrió cuando cruzaba las puertas de la unidad de reanimación. El limbo. Ahí donde se encuentran encerradas las almas de los justos del Antiguo Testamento, antes de que Jesús las liberase. El espacio misterioso donde moran las criaturas fallecidas antes de ser bautizadas. Un lugar indefinido, oscuro, asfixiante, donde uno espera a que se decida su suerte. «Ni la vida, ni la muerte», había dicho Svendsen.

Vestido con una bata atada a la espalda, gorro y zapatillas de papel, caminé por el oscuro pasillo. A la izquierda, el despacho de la enfermera, iluminado por una lamparilla de noche. A la derecha, un panel acristalado, dividido en celdas. Solo los chasquidos de los aparatos de respiración artificial y los bips de los monitores resonaban en las tinieblas.

Pensé en la cita de Dante en el Canto IV dedicado a los infiernos:


De que estaba en la proa me di cuenta

del valle del abismo doloroso

que de quejas acoge la tormenta.

Oscuro y hondo era, y nebuloso

tanto que, aunque miraba a lo profundo,

nada pude distinguir en aquel foso.


Número 18.

La habitación de Luc.

Estaba atado con correas a una cama reclinada treinta grados. Unos tubos translúcidos serpenteaban a su alrededor. Una sonda penetraba por una fosa nasal; otra por la boca, conectada a un fuelle negro que subía y bajaba con un chasquido. Una perfusión en el cuello, otra en el antebrazo. Una pinza sujeta a uno de sus dedos brillaba como un rubí. A la derecha, una pantalla negra atravesada por surcos verdes. Por encima de la cama, unas bolsas transparentes: líquidos de perfusión.

Me acerqué. Dicen que a las personas en coma hay que hablarles. Abrí la boca pero no salió nada. Quedaba la oración. Me arrodillé e hice la señal de la cruz. Cerré los ojos y murmuré, bajando la cabeza: «Confío en ti, mi Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo…».

Paré. Imposible concentrarme. Mi lugar no estaba allí. Mi lugar estaba en la calle, buscando la verdad. Me puse nuevamente de pie con una certeza en el corazón: yo podía despertarlo. A condición de que averiguara las razones de su acto. ¡Mi luz lo arrancaría de ese limbo!

En el vestíbulo de la unidad me dirigí a una secretaria y le pedí que llamara al doctor Eric Thuillier, el neurólogo con el que, la víspera, el anestesista me había aconsejado que hablara.

Tuve que esperar algunos minutos hasta que apareció el médico. En la cuarentena, aspecto de estudioso. Camisa Oxford, jersey hasta el cuello, pantalón de pana, demasiado corto y arrugado. Sus cabellos desordenados le daban un aire descuidado que sus gafas de carey desmentían.

– ¿El doctor Thuillier?

– Soy yo.

– Inspector Mathieu Durey. Brigada Criminal. Soy un compañero de Luc Soubeyras.

– Su amigo ha tenido mucha suerte.

– ¿Puedo hablar unos minutos con usted?

– Debo ir a otra planta. Venga conmigo.

Lo seguí por un pasillo largo. Thuillier comenzó su exposición, pero no me dijo nada nuevo.

– ¿Hay probabilidades de que despierte? -lo interrumpí.

– No puedo pronunciarme; su coma es profundo. Pero he visto casos peores. Cada año, más de dos mil personas se hunden en el coma. Solo un treinta y cinco por ciento de ellas sale indemne.

– ¿Y el resto?

– Muertas. Infecciones. Estado vegetativo.

– Me han dicho que permaneció cerca de veinte minutos sin vida.

– Su amigo sufre un coma anóxico provocado por un paro respiratorio. Es evidente que su cerebro no ha recibido oxígeno durante cierto tiempo. Pero ¿cuánto, exactamente? Seguramente hay millares de neuronas destruidas, en particular en la región del cortex cerebral, que condiciona las funciones cognitivas.

– Concretamente, ¿qué significa eso?

– Si su amigo despierta, con toda seguridad tendrá secuelas. Tal vez leves; tal vez graves.

Sentí que palidecía. Cambié de rumbo.

– ¿Y nosotros? Me refiero al entorno. ¿Se puede hacer algo?

– Pueden hacerse cargo de ciertos cuidados. Masajearlo, por ejemplo. Aplicarle bálsamos para impedir que la piel se seque. Son momentos para compartir.

– ¿Hay que hablarle? Se dice que eso puede ayudar.

– Honestamente, no lo sé. Nadie sabe nada. Según los exámenes que he realizado, Luc reacciona a ciertos estímulos. Son las llamadas «manifestaciones de conciencia residual». De modo que ¿por qué no? Tal vez una voz conocida le haría bien. Hablar al paciente puede ayudar también al que habla.

– ¿Ha hablado con su mujer?

– Le he dicho lo mismo que a usted.

– ¿Cómo la ha visto?

– Afectada. Y también, cómo diría… un poco obstinada. La situación es trágica. Y la única opción es aceptarla.

Empujó una puerta y bajó por la escalera. Lo seguí. Volvió la cabeza y me miró.

– Quería preguntarle algo. ¿Su amigo seguía algún tratamiento? ¿Con inyecciones?

Era la segunda vez que me hacían esa pregunta.

– ¿Me lo pregunta por las marcas de pinchazos?

– ¿Usted conoce el origen?

– No. Pero puedo garantizarle que no se drogaba.

– De acuerdo.

– ¿Eso cambiaría algo?

– Mi diagnóstico debe tener en cuenta todos los aspectos.

Cuando llegamos al piso inferior, se volvió hacia mí; sus labios esbozaban una sonrisa contrariada. Se quitó las gafas y se frotó el tabique de la nariz.

– Lo lamento, debo irme. Solo se puede hacer una cosa: esperar. Las primeras semanas serán decisivas. Llámeme cuando lo desee.

Se despidió y desapareció detrás de unas puertas batientes. Descendí a la planta baja. Trataba de imaginar a Luc como un drogadicto. No tenía ningún sentido. Pero ¿de dónde provenían esas marcas? ¿Estaba enfermo? ¿Se lo habría ocultado a Laure? También debía comprobar eso.

En el patio de urgencias, cerca de la entrada del centro médico penitenciario, había tantos uniformes azules como batas blancas. Me deslicé entre dos furgones de la pasma y accedí al portal.

En ese momento, me volví, sintiéndome espiado.

Una serie de sillas de ruedas abandonadas estaban encadenadas las unas con las otras, como los carritos del supermercado. Sobre la última estaba Doudou.

Había bajado el respaldo del asiento al máximo, para convertirla en una tumbona. Sostenía un cigarrillo en su mano derecha y no me quitaba los ojos de encima. Le hice una vaga señal con la cabeza y crucé la puerta. Tenía la sensación de tener una mira en la espalda.

«Un secreto -me dije-. Los hombres de Luc tienen un jodido secreto.»

11

– No hagas ruido. Las niñas duermen.

Laure Soubeyras se hizo a un lado para dejarme pasar. Maquinalmente, miré el reloj: las ocho y media. Cerrando la puerta añadió:

– Están agotadas. Y mañana tienen que ir al colegio.

Asentí, sin tener la menor idea de la hora a la que los críos debían ir a dormir. Laure cogió mi abrigo y luego me hizo entrar en el salón.

– ¿Te apetece un té? ¿Un café? ¿Una copa?

– Un café, gracias.

Desapareció. Me senté en el canapé y observé la decoración. Los Soubeyras vivían en un modesto apartamento de tres habitaciones en porte de Vincennes, en uno de esos edificios de ladrillo subvencionados por el ayuntamiento de París. La pareja lo había comprado inmediatamente después de su boda, inaugurando una larga serie de créditos. Todo parecía una grosera imitación: parquet flotante, muebles de contrachapado, bibelots baratos… La televisión funcionaba en sordina.

Sobre este apartamento, Luc podría haber dicho lo mismo que acerca de las mujeres: «Solucionar el problema lo más rápido posible para olvidarlo cuanto antes». En realidad, le importaba muy poco el lugar donde vivía. De haber estado solo, su antro se habría parecido al mío: apenas muebles, ningún toque personal. Compartíamos la misma indiferencia con respecto al mundo material y sobre todo, al lujo burgués. Pero Luc había escogido participar en el juego, en apariencia. El nido parisiense, la casa de campo…

Laure reapareció llevando una bandeja cargada con una cafetera de vidrio y dos tazas de porcelana, un azucarero y un cuenco con galletas. Parecía agotada. Su rostro alargado, que sus rizos grises acentuaban aún más, estaba tenso y cansado.

Por enésima vez, di vueltas al mismo enigma: ¿por qué Luc se había casado con esta mujer de su pueblo natal, insignificante, más bien obtusa, amiga de la infancia? Ella era secretaria médica y su conversación se parecía un poco a un juego de Scrabble al que le faltaran letras. Recordaba una broma picante que Luc hacía a propósito de su mujer: «La posición del misionero y se acabó». Nauseabundo.

Se sentó frente a mí, en un taburete. La mesa baja nos separaba. Me pregunté cuáles serían, en adelante, los ingresos de Laure y las niñas. Debía informarme. ¿Qué pensión de viudedad cobraba la mujer de un madero que se había suicidado? No era el momento de hablar de problemas materiales. Después de comentar algunas trivialidades sobre el estado estacionario de Luc, Laure anunció:

– He organizado una misa para Luc.

– ¿Qué? Pero Luc no ha…

– No se trata de eso. He pensado…

Laure vaciló. Se frotaba las manos lentamente, palma contra palma.

– Quería reunir a sus amigos. Para recogernos. Para pedir ayuda…

– ¿Te refieres a pedir ayuda a Dios?

Laure no era creyente; otra diferencia con Luc. No me parecía bien recurrir a este último recurso, un SOS lanzado al cielo. En nuestros días, solo se recordaba a Dios en las grandes ocasiones: bautismos, bodas, fallecimientos… Un banco de datos en blanco y negro.

– No es solo por el aspecto religioso -continuó-. He leído cosas acerca del coma. Se dice que el entorno puede tener un papel importante. Hay personas que han despertado solo porque se les había hablado y estaban rodeadas de amor.

– ¿Y…?

– Quisiera reunir a sus amigos. Para crear una especie de concentración de energía, ¿entiendes? Una fuerza que Luc podría percibir.

La cosa derivaba hacia un proyecto New Age. Pregunté en tono seco:

– ¿En qué iglesia?

– Santa Bernadette. Está a dos pasos. Luc solía ir allí.

Conocía la capilla, situada en la avenida de la Porte-de-Vincennes. Una especie de búnker subterráneo dirigido por una comunidad tamil. Unos años atrás, me refugiaba allí de madrugada, cuando todavía pertenecía a la vieja Brigada Antivicio, después de haber limpiado los bulevares exteriores y su batallón de putas.

– El párroco nunca lo aceptará -objeté.

– ¿Por qué?

– El acto de Luc lo condena.

Ella sonrió con acritud.

– ¡Siempre con vuestros ridículos principios sin sentido! Pero tú mismo lo has dicho: Luc todavía no ha muerto.

– Eso no lo exime de su acto.

– ¿Quieres decir que está condenado?

– Un momento. La Iglesia sigue ciertas normas y…

– Acabo de hablar con el cura -me cortó-. Un indo. La ceremonia tendrá lugar pasado mañana por la mañana.

Busqué algún motivo para alegrarme por la noticia. Pero no había nada que hacer. Me veía como un cristiano integrista, cerrado y retrógrado. Recordé la medalla de Luc, que lo protegía contra el diablo. Laure tenía razón: nosotros, él y yo, vivíamos en la Edad Media.

– Y tú -dijo ella-, ¿qué te ha traído por aquí esta noche?

Su tono delataba desconfianza. Siempre me había considerado un enemigo, o por lo menos, un adversario. Representaba la parte opaca de Luc, su lado místico, esa profundidad que a ella se le escapaba. Y también, por supuesto, su oficio de madero. Todo aquello que, según ella, explicaría por qué había actuado de ese modo.

– Quería hacerte algunas preguntas.

– Claro. Es tu trabajo.

Me incliné hacia ella y le hablé en un tono más cálido:

– Quiero comprender qué pasaba por su cabeza.

Ella asintió, cogió el pañuelo de papel embutido en su manga y se sonó.

– ¿No ha dejado nada? ¿Una nota? ¿Un mensaje?

– Te lo habría dicho.

– ¿Has mirado en Vernay?

– He ido esta tarde. No hay nada -dijo haciendo una pausa-. Siempre con sus misterios. No quería que se supiera qué hacía.

– ¿Estaba enfermo?

– ¿A qué te refieres?

– No sé. ¿No se hizo análisis o visitó a algún médico?

– No, en absoluto.

– ¿Cómo estaba últimamente?

– Alegre, contento.

– ¿Contento?

Me echó una mirada de soslayo.

– Hablaba muy fuerte, estaba inquieto. Algo había cambiado en su vida.

– ¿Qué?

Después de un breve silencio, asestó el golpe.

– Creo que tenía una amante.

Casi me caí del sofá. Luc era un jansenista. No se situaba por encima de los placeres de la existencia, sino fuera de ellos. Era como sospechar que el Papa hubiera robado las reliquias del Vaticano para venderlas.

– ¿Tienes pruebas?

– Suposiciones. Un puñado de ellas. -Su mirada se volvió fría-. Es así como lo llamáis vosotros, ¿no?

– ¿Cuáles?

No respondió. Había bajado los ojos y rasgaba el pañuelo de papel con pequeños gestos nerviosos. Ya no era pena, era rabia.

– Su humor no era el mismo -prosiguió por fin-. Estaba entusiasmado. Las mujeres perciben ese tipo de cosas. Y además, desaparecía…

– ¿Adónde iba?

– No tengo la menor idea. Desde el pasado julio. Primero los fines de semana. Se suponía que por trabajo. Y después, en agosto, me dijo que se iba a Vernay. Dos semanas. Luego viajó por Europa. Una semana cada vez. Pretendía que era por una investigación. Pero a mí no me engañaba.

– ¿Cuándo dejó de hacer esos viajes?

– Siguieron hasta principios del mes de octubre.

Las sospechas de Laure eran grotescas. Luc le había dicho sencillamente la verdad: una investigación personal. Algo sobre lo que debía trabajar en secreto. Tal vez el caso que me preocupaba a mí.

– ¿De verdad no tienes alguna idea de adónde iba?

Volvió a sonreír, esta vez mostrando cierta fiereza.

– No. Pero hice algunas investigaciones. Registré sus bolsillos, leí su agenda…

– Registraste…

– Todas las mujeres lo hacen. Las mujeres heridas. Tú no sabes nada de eso. -El pañuelo estaba hecho trizas-. Solo encontré un indicio. Una vez. Un billete para Besançon.

– ¿Besançon? ¿Por qué?

– ¡Y yo qué sé! Su furcia debía de vivir allí.

– ¿Qué fecha tenía el billete?

– El 7 de julio. Esa vez se quedó por lo menos cuatro días. Europa… ¡Venga ya!

Laure me había dado una pista de oro. Una investigación había llevado a Luc hasta el Jura. Traté de hacerla entrar en razón.

– Creo que ves fantasmas. Conoces a Luc tan bien como yo. Aún mejor que yo. No era dado a flirtear.

– Vaya, no me había enterado -dijo con una risa sarcástica.

– Te dijo la verdad; llevaba a cabo una investigación y santas pascuas. Un asunto personal, fuera de sus horas de trabajo.

– No, había una mujer.

– ¿Cómo lo sabes?

– Había cambiado. Había cambiado físicamente.

– No comprendo.

– No me sorprende.-Tomó aliento para luego soltar con voz neutra-: Desde que nacieron las niñas no ha vuelto a tocarme.

Me moví, incómodo, en el sofá. No me apetecía escuchar ese tipo de confidencias.

– La historia de siempre -continuó-. Yo no insistía. El sexo nunca me ha interesado. Siempre con sus investigaciones, con sus rezos. Y de repente, este verano, todo cambió. Su apetito parecía… volver. Era incluso insaciable.

– Es precisamente una señal de que se interesaba por vuestro matrimonio, ¿no crees?

– Mi pobre Mathieu. Hacíais buena pareja vosotros dos…

Lo había dicho sin la menor ternura.

– Una de las señales de adulterio es justamente ese regreso a la pasión -prosiguió-. El marido recupera el gusto por el asunto, ¿comprendes? También está la culpa. Es una especie de compensación. Como se acuesta con otra, tu maridito te da una indemnización.

Me sentía francamente incómodo. Imaginar a los Soubeyras en la cama era como levantarle la sotana a un cura. Descubrir un secreto que nadie tiene deseos de conocer. Me puse de pie para interrumpir la conversación. Por fin, confesé la razón de mi visita:

– ¿Podría… puedo ver su despacho?

Ella se puso de pie a su vez, alisando su falda gris cubierta de pedacitos de pañuelo de papel.

– Te aviso que no encontrarás nada. Lo he registrado todo.

12

El despacho estaba impecable. El mismo orden artificial que en la oficina del 36. ¿Quién había limpiado? ¿Laure o Luc? Cerré la puerta, me quité la americana, me desabroché la pistolera. A priori, no había nada que descubrir. Pero nadie es infalible y yo tenía todo el tiempo del mundo.

Pasé por detrás del escritorio, donde estaba el iBook, para contemplar las fotos colocadas sobre un mueble debajo de la ventana. Amandine y Camille, en plena actividad: ponis, piscina, haciendo máscaras… Una tarjeta postal de Roma, firmada de mi puño y letra: «Conocíamos la fábrica. ¡He encontrado la empresa!». La «fábrica» -sobreentendía, de sacerdotes- era una alusión a Saint-Michel-de Sèze. «La empresa» se refería al seminario de Roma. Otra foto representaba a un hombre vestido con un mono de espeleólogo que llevaba un casco con lámpara frontal. Con gesto triunfante, enarbolaba las cuerdas y los mosquetones delante de la entrada de una gruta. Sin duda era Nicolas Soubeyras, el padre de Luc.

Luc siempre hablaba de él con admiración. Había fallecido en 1978, en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos, a menos dos mil metros. En aquel entonces yo tenía celos de ese padre, de su heroísmo, hasta de su desaparición; yo, que solo tenía un padre publicista, fallecido por un infarto unos años atrás en el Harry’s Bar de Venecia después de una cena regada con demasiado vino. Se cosecha lo que se siembra.

Me agaché y traté de abrir la puerta persiana del mueble empotrado: cerrada con llave. Probé con el armario: lo mismo. Me senté detrás del escritorio y encendí el ordenador. Tecleé un poco y me di cuenta de que no necesitaba contraseña para abrir los iconos. Nada interesante. Un ordenador doméstico lleno de cuentas, registros de vencimientos, fotos de vacaciones, juegos. Abrí el buzón de correo electrónico. Los e-mails personales tampoco tenían interés alguno: pedidos por correspondencia, publicidad, historietas humorísticas… Solo algunos mensajes me llamaron la atención. Siempre enviados al mismo destinatario, aunque habían sido borrados inmediatamente después de escribirlos. Únicamente quedaba una línea en la memoria, indicando cada envío. El último databa de la víspera del intento de suicidio de Luc. La dirección era: unita16.com.

Entré los datos en Google.

Existía un sitio: www.unita16.com. Doble clic. Un logotipo. La silueta de Bernadette Soubirous, con su pequeño cinturón azul y un paisaje de Lourdes de fondo. La imagen iba acompañada por un texto redactado en italiano. Yo dominaba perfectamente ese idioma desde mis tiempos en el seminario.

La unita16 era una asociación benéfica que organizaba peregrinaciones a Lourdes. ¿Por qué había contactado Luc con esa fundación? De nuevo, la sospecha de una enfermedad mortal… Pero Laure parecía estar muy segura al respecto y los médicos del Hôtel-Dieu habrían detectado inmediatamente un cáncer o una infección. ¿Ese sitio estaba vinculado con alguna investigación? ¿Por qué contactar con él precisamente antes de sacar el billete para el otro barrio?

Pasé la página de presentación y recorrí los capítulos. La unita16 desarrollaba otras actividades: seminarios, retiros en abadías italianas. Leí la lista de conferencias. La única que podría haber atraído a Luc era un coloquio sobre «el regreso del diablo», previsto para el 5 de noviembre en Padua. Me prometí llamar a los especialistas de la policía informática. Quizá sabrían recuperar los textos de los e-mails.

Dejé el ordenador y me concentré en el escritorio. En los cajones solo descubrí fragmentos de vida administrativa. Extractos bancarios, facturas de electricidad, recibos de seguros, recetas de la seguridad social… Podría haber estudiado esos documentos pero no estaba de humor para revisar cifras. En el último cajón había una agenda: nombres, números garabateados, iniciales. Algunos me resultaban familiares, otros no y otros eran directamente ilegibles. Me metí la libreta en el bolsillo del pantalón y seguí registrando; encontré un juego de minúsculas llaves. Alcé la vista; el armario, el mueble empotrado con puerta persiana…

La puerta persiana se abrió. Archivadores grises con funda de lona, atados con una cinta y colocados en vertical sobre un estante. En los lomos, la letra «D» coronada de fechas: 1990-1999, 1980-1989, 1970-1979… Seguía así hasta principios de siglo. Cogí la carpeta del extremo derecho, titulada «2000…», la coloqué en el suelo y desaté la cinta.

Dos subcarpetas tenían las fechas de 2000 y 2001 respectivamente. Abrí la de 2001 y me encontré con las imágenes del atentado del 11 de septiembre. Las torres ardiendo, humeantes, los cuerpos cayendo al vacío, personas despavoridas cubiertas de polvo corriendo sobre un puente. Luego aparecieron otras fotos. Cadáveres con las cuencas de los ojos vacías, torsos infantiles arrancados, bajo los escombros. El comentario precisaba: «Grosnia, Chechenia». Seguí hojeando: restos de esqueletos, un cráneo con los maxilares apretados sobre una braga. No era necesario leer el título. La escena era la exhumación de las víctimas de Émile Louis, en la región de Auxerre.

¿Por qué guardaba Luc esos horrores? Volví a poner el archivador en su lugar y abrí el de los años noventa; cogí ficheros al azar. 1993: víctimas degolladas en una callejuela de un pueblo argelino. 1995: cuerpos desmembrados entre charcos de sangre y chapas carbonizadas. «Atentado suicida, Ramat Ash Kol, Jerusalén, agosto de 1995.» Mis manos empezaron a temblar. Intuía que una de aquellas carpetas estaría dedicada a mi pesadilla personal. Cuerpos negros en el barro rojo, rostros cortados, osarios que se perdían de vista en el horizonte: «Ruanda, 1994».

Cerré la carpeta antes de que las imágenes me saltaran a la cara. Tuve que hacer esfuerzos para recuperarme. Un sudor helado caía por mi rostro. El miedo, otra vez, con toda la intensidad de las peores épocas. Me levanté y aparté los estores de la ventana, escudriñando el patio de ladrillos hundido en la oscuridad. Al cabo de unos segundos me sentí mejor. Pero estaba decepcionado, humillado una vez más, al comprobar hasta qué punto Ruanda seguía allí, en mi interior, a flor de piel.

Volví a Luc. De modo que era eso lo que le ocupaba las noches y los fines de semana. Buscar, recortar, clasificar las más siniestras hazañas humanas. Inclinándome nuevamente sobre las estanterías, escogí un archivador y lo dejé aparte: «1940-1944». Esperaba un repertorio de violencia nazi pero, para empezar, me encontré con imágenes asiáticas. La vivisección de una mujer llevada a cabo por unos japoneses vestidos con batas y mascarillas quirúrgicas. El título rezaba: «Violada y fecundada por el investigador de la unidad 731, llamado Koyabashi; el mismo que está extirpando el feto que ella lleva en su seno». Las manos enguantadas del investigador, el cuerpo sangrando, los hombres vestidos de civil en un segundo plano, también con mascarillas. Todo aquello pertenecía al terror en estado puro.

La siguiente subcarpeta era la que esperaba: el nazismo y sus abominaciones. Los campos de exterminio. Los cuerpos hambrientos, consumidos, destruidos. Cadáveres arrastrados por una excavadora. Mi mirada se detuvo en una foto. Escena cotidiana en el barracón 10 de Auschwitz, 1943: una ejecución en la que los condenados, desnudos, frente al muro de azulejos, esperaban que el oficial les disparara una bala en la cabeza. La mayoría eran mujeres y niños. Un detalle me dejó petrificado: las dos trenzas negras de una niña, acentuadas por el grano fotográfico, que se destacaban sobre su espalda blanca y endeble.

Lo guardé todo; ya tenía suficiente. La cronología sobre los demás estantes retrocedía en los siglos: XIX, XVIII… Podría haberme sumergido en el horror hasta el alba. Grabados, pinturas, textos, siempre sobre lo mismo: guerras, torturas, ejecuciones, asesinatos… Una antología del mal, una taxonomía de la crueldad. Pero ¿qué significaba esa «D» escrita en el lomo de cada archivador?

De pronto comprendí.

«D» de «diablo» o «demonio».

Pensé en Dancing with Mister D. de los Rolling Stones.

Las obras completas del diablo, o casi…

El timbre del móvil me sobresaltó.

– Soy Foucault. Acabo de cenar con Doudou.

Eran casi las once. Las imágenes atroces palpitaban bajo mis párpados.

– ¿Cómo ha ido?

– Me ha costado una comilona pero tengo el dato. Últimamente, Luc estaba interesado en un caso en particular.

– ¿Qué caso?

– El asesinato de Massine Larfaoui.

– ¿El cervecero?

– El mismo.

Conocía al cabileño desde la época de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo. Era uno de los principales proveedores de bebidas para los bares, restaurantes y discotecas de París. Ni siquiera sabía que había sido asesinado.

– ¿Cuándo se lo han cargado?

– A principios de septiembre. Una bala en la cabeza y dos en el corazón, a bocajarro. Un trabajo de profesional.

– ¿Por qué no nos han dado el caso?

– Los estupas ya seguían de cerca a Larfaoui. El tío estaba metido en varios tráficos: marihuana, cocaína, heroína. Para conseguirlo, hicieron un apaño con los de la Judicial de la región afectada.

– ¿Por dónde anda la investigación?

– No anda. No hay indicios, no hay testigos, no hay móvil. Un expediente vacío. El juez quería archivar el caso pero Luc se negaba a soltar el hueso.

Este crimen no alejaba la sospecha de corrupción. Al contrario, Larfaoui siempre había mantenido relaciones oscuras con los comisarios y prefectos, gracias a las cuales sus clientes gozaban de favores policiales. Conseguir un permiso de apertura, no cerrar un garito, protección contra posibles extorsiones… Los mejores guardaespaldas seguían siendo los maderos. ¿Había encontrado Luc, a raíz de ese asesinato, algún hueso que roer en el seno de la policía? ¿O por el contrario, encubría alguna cosa?

– En cuanto a Larfaoui -proseguí-, ¿tienes los pormenores? ¿Dónde lo liquidaron?

– En su casa. Un chalet en Aulnay-sous-Bois. El 8 de septiembre a eso de las once de la noche.

– ¿La bala, el arma?

– Doudou no ha querido soltar prenda. Pero parece una ejecución. Un ajuste de cuentas o una venganza. De entrada, podría ser cualquier profesional. -Mantuvo el suspense y siguió-: Incluso un madero.

– ¿Y qué opinaba Luc?

– Nadie lo sabe.

– ¿Doudou no te ha hablado de los viajes que últimamente hacía Luc?

– No.

– ¿Quién es el juez del caso Larfaoui?

– Gaudier-Martigue.

Mala noticia. Un capullo mezquino, testarudo, de ideas fijas. Ninguna posibilidad de conseguir información bajo cuerda. Y mucho menos de consultar el expediente.

– Vete a dormir -concluí-. Ya te daré mañana otras cosas que hacer.

Foucault se echó a reír. Completamente borracho. Colgué el teléfono. La información no era la que esperaba. Era imposible que la ejecución de un cervecero traficante hundiera a Luc en la desesperación.

Volví al mueble. En el estante inferior los expedientes llevaban letras minúsculas en orden alfabético bajo la D genérica. Abrí la primera carpeta y comprendí: asesinos en serie. Ahí estaban todos, a través de los siglos y de los continentes. Desde Gilles de Rais hasta Ted Bundy, desde Joseph Vacher hasta Fritz Haarmann, desde Jack el Destripador hasta Jeffrey Dahmer. Renuncié a leer esos documentos; conocía la mayoría de los casos y no me apetecía revolcarme en este nuevo fangal, del mismo modo que no quería consultar el último estante de abajo, visiblemente dedicado a la pornografía y a todas las bajezas que puede concebir la carne.

Me froté los ojos y me levanté. Era hora de atacar el armario grande. Abrí los dos batientes y descubrí nuevos archivos, también señalados con la inicial D. Pero esta vez, había un cambio de registro: se trataba de una extensa iconografía del diablo, de su representación a través de los siglos.

Cogí los expedientes de la izquierda y los abrí sobre el escritorio. La Antigüedad, con los primeros demonios de la historia, surgidos de las tradiciones sumerias y babilónicas. Me detuve en una de las principales criaturas de esa mitología: Pazuzu, de origen asirio, Señor de las Fiebres y de las Plagas.

Cuando estudiaba en la facultad, había hecho unos créditos de demonología. Conocía a ese monstruo de cuatro alas, cabeza de murciélago y cola de escorpión. Personificaba a los malos vientos, los que acarrean las enfermedades, la invalidez. Observé su morro respingón, sus dientes caóticos. Él solo había inspirado siglos de tradición diabólica. Y cuando se filmaba una película importante sobre el diablo, como El exorcista de William Friedkin, seguía siendo Pazuzu, el ángel negro de los cuatro vientos, el que desenterraban de las arenas de Irak.

Seguí hojeando. Seth, el demonio egipcio; Pan, dios griego del deseo sexual con su cara de macho cabrío y su cuerpo peludo; Lotan, «el que se retuerce», que más tarde inspiraría el Leviatán…

Continué con los demás ficheros. El arte paleocristiano, donde el mal, según el Génesis, tiene forma de serpiente. Luego la Edad Media, edad de oro de Satán. Unas veces, era un monstruo tricéfalo devorando a los condenados en el momento del juicio final. Otras, un ángel negro con las alas quebradas, y otras veces, gárgolas, esculturas y bajorrelieves que mostraban semblantes abyectos, hocicos roídos, dientes puntiagudos.

Llamaron suavemente a la puerta. Laure entró sin hacer ruido. Era medianoche. Echó una ojeada a los expedientes que estaban a mis pies.

– Lo dejaré todo tal como estaba -me apresuré a decir.

Hizo un gesto de hastío; no tenía importancia. Había llorado. Su maquillaje se había corrido, por lo que parecía que tuviera un morado en cada ojo. Pensé algo absurdo y cruel: mi madre nunca habría cometido semejante error. Podía verla en el coche que nos llevaba al entierro de mi padre, aplicándose en las pestañas maquillaje water proof, por si aparecían lágrimas intempestivas.

– Me voy a dormir -dijo Laure-. ¿Necesitas algo?

Tenía el gaznate seco pero dije que no con la cabeza. A una hora tan avanzada, esa repentina intimidad con Laure… No me sentía cómodo.

– ¿Te molesta si me quedo toda la noche trabajando aquí?

Posó de nuevo los ojos sobre las fotografías que estaban en el suelo. Su mirada consternada se detuvo sobre la máscara de un demonio tibetano que salía de una caja.

– Pasaba los fines de semana en su despacho, coleccionando estos horrores.

Su voz contenía una sorda reprobación. Se volvió y cogió el pomo de la puerta, pero luego cambió de parecer.

– Quería decirte algo. He recordado un detalle.

– ¿Qué?

Yo estaba cubierto de polvo. Automáticamente, me levanté y me limpié las manos en el pantalón.

– Un día, le pregunté qué coño hacía en esta leonera. Solo me dijo: «He encontrado la garganta».

– ¿La garganta? ¿No dijo nada más?

– No. Parecía un loco. Alucinado. -Se calló, atrapada de repente por sus recuerdos-. Cierra la puerta de golpe si decides irte durante la noche. Y no olvides la misa de pasado mañana.

«He encontrado la garganta.» ¿Qué había querido decir? ¿Era una garganta en el sentido fisiológico del término o en el mineral? ¿Se refería a la anatomía de una persona o de un cañón, de un pozo de piedra?

Las horas pasaron. Acompañado por los frescos diabólicos de Fra Angelico y del Giotto, de las pinturas maléficas de Grünewald y de Bruegel el Viejo, del diablo con cola de rata de El Bosco, del diablo puerco de Durero, de las brujas de Goya, del Leviatán de William Blake…

A las tres de la mañana ataqué el último estante. Al tacto, noté que las subcarpetas ya no contenían reproducciones, sino radiografías médicas. Escáneres, resonancias magnéticas que representaban cerebros. Leí los títulos. Enfermos mentales en plena crisis, particularmente esquizofrénicos violentos.

No hacía falta ser un genio para descubrir el modo de proceder de Luc. A sus ojos, las representaciones contemporáneas del diablo podían ser esas convulsiones cerebrales captadas en el interior mismo del órgano vivo. Todo participaba de la misma lógica: identificar el mal en todas sus formas.

Miré rápidamente esos archivos y guardé algunas fotos para mi expediente, así como otras para Svendsen. Agotado, me instalé detrás del escritorio; no tenía fuerzas para irme a esa hora. Mis pensamientos empezaban a perder nitidez y me sentía cada vez peor.

No era solo el cansancio. Un malestar me había acompañado desde el principio de mi registro: Ruanda. La proximidad de las imágenes de la matanza me había arruinado la noche. Dado mi estado de agotamiento, comprendí que no podría resistirlo.

Estaba en las mejores condiciones para hacer un viaje de ida al infierno.

Al pozo de mi memoria.

13

Cuando descubrí Ruanda, el país no existía. En todo caso, no para el resto del mundo.

Una de las naciones más pobres del planeta, pero sin guerra, ni hambruna, ni catástrofes naturales; nada que motivara la organización de un concierto de rock o que llamara la atención de los medios de comunicación.

En febrero de 1993, llego allí. Ya todo está escrito. Ruanda vive sumida en la energía que proporciona el odio, tal como un moribundo aguanta gracias a sus nervios. Un odio que enfrenta a la mayoría tutsi, gente esbelta, refinada, contra la población hutu, baja, regordeta, que son el noventa por ciento de los habitantes del país.

Empiezo mi trabajo humanitario con los oprimidos tutsis. Enfrente, los milicianos hutus están armados con fusiles, garrotes y ya empiezan con los machetes. De un confín al otro del territorio golpean, matan, queman las chozas de sus enemigos con absoluta impunidad. Con Tierras de Esperanza atravesamos el país llevando víveres, medicinas; nos vemos obligados a negociar en cada control hutu, por lo que siempre llegamos demasiado tarde. Todo eso sin contar las delicias del trabajo humanitario: errores de entrega, envíos que se retrasan, problemas administrativos…


Finales de 1993

En las calles de Kigali resuenan los mensajes de odio de la RTML: Radio-Televisión Libre de las Mil Colinas, organismo hutu que llama a la matanza de las «cucarachas». Esa voz me persigue hasta el dispensario donde duermo. Repercute en las calles, en los edificios, se infiltra en el enlucido de los muros, en el calor sofocante del aire.


1994


Las primeras manifestaciones del genocidio se multiplican. Se importan 500.000 machetes. El número de controles aumenta progresivamente. Extorsiones, violencia, humillaciones. Nada detiene al Hutu Power. Ni el gobierno, ni la ONU, que ha enviado unas fuerzas que demuestran ser impotentes. Y siempre la voz de las Mil Colinas: «Cuando la sangre se ha derramado, ya es posible recogerla. Pronto habrá novedades. ¡El verdadero ejército es el pueblo! ¡La fuerza es el pueblo!».

Cada mañana, cada noche, rezo. Sin esperanza. En ese país en el que la población es un noventa por ciento católica, Dios nos ha abandonado. Ese abandono está grabado en la tierra roja. Se manifiesta en la voz de la abominable radio: «Estos son los nombres de los traidores: Sebukiganda, hijo de Butete, que vive en Kidaho; Benakala, encargado del bar… Tutsis: ¡os acortaremos las piernas!».


Abril de 1994

El avión del presidente hutu Juvenal Habyarimana es derribado.

Nadie sabe quién es el autor. Quizá el frente rebelde tutsi en el exilio o los extremistas hutu, que opinan que el presidente es demasiado débil. O bien una fuerza extranjera, por intereses oscuros. En todo caso, es la señal para el inicio de la matanza. «Esta es la RTLM. Esta mañana me he fumado un petardito. Saludo a los tíos del control… ¡Que no se os escape ninguna cucaracha!»

En cada barricada se piden los documentos de identidad. Una vez identificados, los tutsis son asesinados y luego arrojados en las fosas recién abiertas. A los tres días, se cuentan varios miles de muertos en la capital. Los hutus se organizan. Tienen un objetivo: ¡mil muertos cada veinte minutos!

En Kigali se eleva un ruido que nunca olvidaré: el ruido de los machetes rascando la calzada en señal de amenaza, en señal de alegría. Las hojas rechinan contra el asfalto, antes de hundirse en los cuerpos. Las hojas ensangrentadas aúllan después de haber atacado.

Los residentes extranjeros son evacuados. En Tierras de Esperanza decidimos permanecer allí. Nos instalamos en el Centro de Intercambio Cultural Franco-ruandés, donde los soldados franceses han establecido su base. Los tutsis vienen a esconderse buscando protección, pero los soldados ya se retiran. Debo explicar a los refugiados que no hay nada que hacer. Debo explicarles que Dios ha muerto.

Consigo partir en misión de reconocimiento con los últimos cascos azules de Kigali. La ONU ha llamado al noventa por ciento de sus tropas. Solo entonces, descubro los osarios que bloquean las carreteras, los puentes formados por cadáveres con los pantalones por los tobillos. Siento en mis huesos las sacudidas de los cuerpos que rebotan bajo las ruedas. Veo aldeas exterminadas, donde corren ríos de sangre. Veo a mujeres encinta destripadas y a sus fetos aplastados contra los árboles. Veo a muchachas violadas; las eligen vírgenes, para no coger el sida. Primero se las fuerza por placer, luego con palos y con botellas que se rompen dentro de sus vaginas.

No puedo precisar la fecha de mi primer desfallecimiento.

Tal vez a finales del mes de mayo, durante las operaciones de limpieza, cuando se queman los cadáveres putrefactos con gasolina. O quizá más tarde, cuando empieza la Operación Turquesa, la primera iniciativa humanitaria de envergadura, organizada en Ruanda bajo bandera francesa. Una certeza: la crisis sobreviene en los campos de refugiados, allí donde la enfermedad y la podredumbre prolongan el genocidio.

Primero, la parálisis del brazo izquierdo. Se piensa en un infarto. Pero un miembro de Médicos sin Fronteras emite su veredicto: mis síntomas no responden a causas orgánicas. Dicho de otra manera, se trata de un problema psicológico. Repatriación. Dirección: Hospital Sainte-Anne de París.

No resisto más. No puedo hablar. Creía que había superado el horror, ver la sangre. Pensé que lo había integrado, como un hombre que consigue vivir con una bala dentro de la cabeza. Me he equivocado. El injerto es incompatible. El rechazo comienza. El rechazo es esa parálisis. Primera señal de una depresión que me va a corroer completamente.

En el Sainte-Anne trato de rezar. Pero cada vez me deshago en lágrimas. Lloro como no lo he hecho nunca. Todo el día. Con una sensación en la que se mezclan el sufrimiento y el alivio. La respuesta al dolor del alma es un sosiego físico. Casi animal.

Reemplazo la oración con comprimidos, aunque lo vivo como si consumara mi destrucción. Mi percepción del mundo es mi fe. Influir en esa percepción es como pretender engañar a mi conciencia, por lo tanto a Dios. Pero ¿tengo todavía fe? No siento en mí convicción alguna, ni freno, ni límite. Bastaría que alguien abriera una ventana delante de mí para que saltara.


Septiembre de 1994

Cambio de tratamiento.

Menos comprimidos, más loquero. Yo, que solo he revelado mis pecados a los sacerdotes, que nunca he compartido mis dudas con nadie que no fuera el Señor, tengo que soltárselo todo a un especialista de la indiferencia, que no representa a ninguna entidad superior; su silencio es el único espejo en el que mi conciencia debe contemplarse. La idea en sí me parece atroz, fundada en una visión del alma humana agnóstica, reductora, desesperada.


Noviembre de 1994

A mi pesar, a pesar de todo, aparecen signos de mejoría. Mi parálisis disminuye, mis crisis de llanto son más espaciadas, mi deseo de suicidarme se atenúa. De doce comprimidos al día paso a cinco. Vuelvo a rezar. Balbuceos, palabras desordenadas, saliva. Los antidepresivos me hacen babear en el sentido estricto de la palabra.

Vuelvo a encontrar el sendero de Dios. Y me alejo de esa idea de que soy yo quien debe perdonarlo por lo que he visto allí. Recuerdo una frase de uno de mis profesores, en Roma: «El verdadero secreto de la fe no es perdonar, sino pedir perdón al mundo tal como es, porque no hemos sabido cambiarlo».


Enero de 1995

Regreso al mundo real. Escribo varias cartas a fundaciones religiosas, lugares de retiro, monasterios, solicitando un puesto de trabajo, cualquier cosa, siempre que esté en compañía de otros hombres. Un centro de formación en teología en Drôme contesta favorablemente a mi petición a pesar de mi estado, pues no he ocultado nada sobre mi enfermedad.

Me asignan un trabajo de archivero. A pesar de mi brazo inválido, me muevo, ordeno, clasifico. En medio de los expedientes, del polvo, de los seminaristas que hacen cursillos, paso inadvertido. Gracias a un puñado de comprimidos al día y a dos visitas por semana a un loquero de Montélimar, mantengo la compostura. Y consigo ocultar mi estado depresivo que, particularmente aquí, provocaría incomodidad, malestar.

A veces me sobreviene una crisis. Mis manos tiemblan, mi cuerpo se agita, me invade una actividad febril inexplicable. Otras, al contrario, mi conciencia llega a pesar tanto como un planeta inerte. Me vuelvo apático. Imposible mover un dedo. Me quedo así, varias horas, aplastado por las ideas que me desbordan: la muerte, el más allá, lo desconocido… En esos momentos, Dios ha desaparecido nuevamente.

Pero los recuerdos, ellos, siempre están presentes. A pesar de mis precauciones siempre me cogen desprevenido. Por mucho que evite la proximidad con radios, televisiones y otros sonidos transmitidos, si por desgracia un ruido blanco, un chisporroteo, llega a mis tímpanos, experimento inmediatamente unas náuseas implacables, un seísmo en el fondo de mis tripas. «¡Que ninguna cucaracha se os escape!» Corro al retrete a vomitar mi bilis, mi miedo, mi cobardía, y termino, como siempre, en una crisis de llanto.

Otro ejemplo. He pedido que me permitan comer siempre solo, para evitar el ruido de tenedores, cualquier chirrido metálico. Pero solo escuchar la estridencia de una mesa arrastrada sobre el parquet me propulsa a la carretera principal de Kigali. Los asesinos gritan y silban, los cuerpos se acumulan en las fosas, cuerpos que ya no se cuentan, que no cuentan. Lanzo un grito antes de empezar a tener convulsiones. Me despierto en la enfermería, sedado. Y me doy cuenta, una vez más, de que no estoy curado, que nunca lo estaré. El injerto no ha funcionado y no hay manera de extraer el cuerpo extraño.


Enero de 1996

Dejo el centro de teología para dirigirme a un monasterio aislado en el departamento de Hautes-Pyrénnées. Experiencia interior. Conocimiento trascendente. Búsqueda del Verbo Divino. Entre los monjes cistercienses, recupero la fuerza, la esperanza, la vitalidad. Hasta el día en el que lo cotidiano ya no me parece suficiente.

Después de lo que he visto, me resulta imposible permanecer allí, de rodillas, hablando al cielo mientras el infierno se ha adueñado de la tierra. Los monjes que me rodean son novicios en materia de almas. He viajado hasta otros confines. He visto el verdadero rostro del hombre. Piel arrancada, músculos desnudos, nervios desgarrados. Su odio irreductible. Su violencia sin límite. Hay que sanar de su mal al ser humano y no es en el silencio del aislamiento donde podré hacerlo.

Entonces me acuerdo de Luc.

Dos años en los que casi me he olvidado de él. Su silueta y su voz vuelven con nueva claridad. Luc siempre estuvo un paso por delante de mí. Siempre presintió las verdades groseras, contradictorias, subterráneas de la realidad. Hoy comprendo una vez más que debo seguir su camino.


Septiembre de 1996

Me incorporo a la Isla de los Cuervos.

La ENSOP, Escuela Nacional Superior de Inspectores de Policía, situada en Cannes-Écluse, Seine-et-Marne, llamada así porque todos llevan uniforme. No me siento fuera de lugar. He conocido la sotana. Ahora luzco la guerrera azul marino. Pasado el primer obstáculo, en el que los oficiales encargados de la formación me miran con desconfianza, dado que con mis diplomas podría haberlo intentado en Saint-Cyr-au-Mont-d’Or, la «fábrica de comisarios», mis logros hablan por sí solos.

En todas las asignaturas obtengo las mejores notas. Derecho penal, derecho constitucional, derecho civil. Procedimientos. Ciencias humanas. Ninguna dificultad. Todo eso sin contar el deporte. Atletismo, tiro, lucha cuerpo a cuerpo… Mi vida de asceta, mi inclinación al rigor, hacen de mí un adversario temible.

Pero es al finalizar los estudios, durante las prácticas sobre el terreno, cuando mi mejor cualidad se revela: un sentido innato del mundo de la calle. Intuición de lugares, instinto de caza, psicología… Y sobre todo, el don del camuflaje. A pesar de mi silueta de espárrago y de mi formación de intelectual, me mimetizo en cualquier parte, adoptando el lenguaje de los golfos, haciendo amistad con la peor gentuza.


Junio de 1998

Soy el número uno de mi promoción. Tengo treinta y un años. Gracias a mi calificación, tengo prioridad para escoger destino entre los cargos vacantes. Unos días más tarde, el director de la escuela me convoca.

– ¿Ha solicitado la Brigada de Represión del Proxenetismo?

– ¿Y…?

– ¿No le interesaría un cargo en una oficina central? ¿El Ministerio del Interior?

– ¿Hay algún problema?

– Se dice… Es usted católico, ¿verdad?

– No veo la relación.

– Corre usted el riesgo de ver historias bastante curiosas en la BRP y…

El hombre duda; luego, me dedica una amplia sonrisa paternalista.

– He pasado diez años de mi vida en la BRP. Es un universo muy particular. No estoy seguro de que los depravados que se encuentran allí tengan necesidad de un policía de su valía.

Le devuelvo la sonrisa, inclinando mi metro noventa.

– Se equivoca. Soy yo quien tiene necesidad de ellos.


Septiembre de 1998

Me hundo en los arcanos del vicio. En pocos meses enriquezco mi vocabulario. Coprofilia: desviación sexual consistente en alimentarse con excrementos. Urofilia: práctica en la que el placer se obtiene por medio de la vista o el contacto con la orina. Zoofilia: echo la mano de un stock de vídeos. Obvio los comentarios. Necrofilia: organizo un memorable delito flagrante en plena noche, en el cementerio de Montparnasse.

Mis dotes para el camuflaje se confirman. Me infiltro en todas partes; hago amistad con los chulos, las putas, y descubro con una sonrisa las perversiones más retorcidas. Clubes de intercambio, clubes sadomasoquistas, veladas especiales… Sorprendo, observo, arresto. Sin problemas de conciencia y sin contemplaciones. Hago todas las guardias. De noche, para estar en el ajo. De día, para escuchar los testimonios de los querellantes, ser compasivo con las prostitutas, con las familias de las víctimas.

Con frecuencia, empalmo de un tirón veinticuatro horas de servicio. Guardo una muda de ropa en mi despacho. Mis colegas me consideran un adicto al trabajo, un «enganchado», un arribista. A este ritmo, ascenderé rápidamente a capitán, todo el mundo lo sabe. Pero nadie comprende mi verdadera motivación. Esta incursión en el terreno del sexo no es más que una etapa. El primer círculo del infierno. Quiero ahondar en el mal en todas sus facetas, para combatirlo mejor.

Además, se equivocan sobre mi estado de ánimo, como siempre. Soy feliz. Observo una norma dentro de la norma. Bajo mi pellejo de madero, mi vida se articula en función de los tres votos monásticos: obediencia, pobreza, castidad, a las que he añadido otra: soledad. Llevo esa disciplina como una cota de malla.

Cada día rezo en Notre-Dame. Cada día doy las gracias a Dios por mis logros en el trabajo y por el perdón que Él me concede, estoy seguro, por los métodos que utilizo. Violencia. Amenazas. Mentiras. También le agradezco la ayuda que ofrezco a las víctimas… y su perdón para los culpables.

Mi enfermedad no ha desaparecido. Incluso en pleno París, en el boulevard de Strasbourg o en Pigalle, todavía me sobresalto si oigo un ruido confuso de mi radio o el chirrido de una jaula metálica sobre la acera. Pero he encontrado una manera de sosegarme: ahogo la violencia del pasado en la violencia del presente.


Septiembre de 1999

Un año hundido en el fango, un año de experiencias escabrosas. Lo duro del trabajo no son los pervertidos sino los proxenetas, las redes. Días al acecho, días vigilando, siguiendo el rastro de mafiosos eslavos, de gamberros magrebíes, de productores corruptos, de políticos retorcidos. Noches mirando vídeos, navegando por internet, dividido entre el asco y la erección.

También tengo que cerrar los ojos ante los abusos en la oficina: los colegas que obligan a los travestís a hacerles felaciones, las becarias que roban las cintas de vídeo para su uso personal. El sexo está omnipresente, en ambos lados del espejo.

Un océano negro en el que practico la apnea.

A medida que pasan los meses observo un cambio. Mi personalidad suscita menos desconfianza. Los jueces, que solo veían en mí a un ambicioso, me firman las órdenes de registro que solicito. Mis colegas empiezan a acercarse, llegan incluso a apreciar mi capacidad de escuchar. Sus confidencias se convierten en confesiones y mido hasta qué punto la lucha contra el mal nos contamina, nos obliga cada día a transgredir los límites. Cada día que pasa hago más honor a mi sobrenombre: el Capellán.

Pienso en Luc. ¿Dónde está ahora? ¿Policía Judicial? ¿Brigada? ¿Ministerio? Desde Ruanda he perdido el contacto con él. Espero volver a verlo por los azares de una investigación, en un pasillo. Cierta entonación de voz en un despacho, una silueta en el fondo de un tribunal y creo encontrarlo. Corro hacia él; decepción.

Sin embargo, no quiero ponerme en contacto con él. Confío en nuestro camino; seguimos la misma ruta. Ya volveremos a vernos.

Otra figura del pasado me saca de vez en cuando del fango cotidiano. Mi madre. Con la edad y la desaparición de su marido se ha acercado a mí; dentro de los límites de lo razonable: un almuerzo semanal en un salón de té de la orilla izquierda.

– ¿Qué tal tu trabajo? -pregunta ella saboreando su tarta de queso.

Pienso en el pervertido que atrapé la víspera, acusado de violación de un adolescente, un enfermo que mojaba el churro en los meaderos de la estación del Este. O en el pirómano encontrado muerto por una hemorragia interna, esa misma mañana, después de hacerse sodomizar por su doberman. Bebo el té, con un dedo en el aire, y respondo lacónicamente:

– Bien.

Después, le pregunto sobre los nuevos trabajos de restauración de su casa de campo en Rambouillet y todo vuelve a su cauce.

El infierno funciona así, a fuego lento.

Hasta el mes de diciembre de 2000.

Hasta el caso de Lilas.

14

A veces vale más un fiasco que una victoria.

Una derrota es mejor, más rica en enseñanzas que un triunfo. Así, cuando interrogo a Brigitte Oppitz, de casada Coralin, mi primer caso de delito flagrante, no sospecho que unas horas más tarde solo descubriré un osario. Como tampoco adivino que esta frustrada operación me aportará, aparte de lamentarla eternamente, mi promoción a la Brigada Criminal.


12 de diciembre de 2000

Después de la denuncia de la mujer del sujeto que responde al nombre de Jean-Pierre Coralin, nuestra brigada se hace cargo del caso. La mujer acusa a su marido de haberla prostituido en el domicilio conyugal, donde la sometía a prácticas sádicas. El informe del médico lo confirma: cortes en la vagina, quemaduras de cigarrillo, marcas de flagelación, infección en el ano.

Según afirma la víctima, ella es solo un elemento secundario. En realidad, su esposo satisface a una clientela que solo está interesada en la prostitución infantil. A lo largo de cuatro años ha conmocionado a los colectivos nómadas de Seine-Saint-Denis secuestrando a seis niñas, a las que dejaría morir de hambre después de utilizarlas. En el momento de la denuncia, dos están aún vivas en su chalet de Lilas, donde sufren, cada noche, los abusos de los pedófilos.

Tomo nota de la denuncia y opto por una operación en solitario con mi equipo. A los treinta y tres años llevo a cabo mi primer «ataque por sorpresa». Elaboro mi estrategia y organizo la operación.

A las dos de la mañana, rodeamos el chalet de la rue du Tapis-Vert en Lilas. Pero no encuentro a nadie, excepto a Ingrid, la hija de los Coralin, de diez años, dormida en el salón. Los padres están en el sótano. Se han saltado la tapa de los sesos con una escopeta después de matar a sus prisioneras. En pocas horas la mujer había cambiado de opinión y había advertido a su marido.

Salgo del chalet conmocionado. Enciendo un pitillo; en el aire frío giran las luces de las ambulancias y de los furgones aparcados en batería. A nuestro alrededor las casas cobran vida. Los vecinos, en bata, salen a los umbrales. Un agente uniformado se lleva a la pequeña Ingrid. Otro viene hacia mí.

– Teniente, la Brigada Criminal está aquí.

– ¿Quién les ha avisado?

– No lo sé. El jefe del equipo lo espera. El Peugeot gris, al final de la calle.

Aturdido, camino hasta el coche, listo para recibir el primero de una larga serie de rapapolvos. Cuando llego a la altura del Peugeot veo que la ventanilla del conductor baja; Luc Soubeyras está dentro, arrebujado en una parka.

– ¿Satisfecho de tu hazaña?

No puedo contestar. La sorpresa me deja sin palabras. Luc no ha cambiado nada. Gafas finas, huesos a flor de piel, pecas; solo algunas arrugas alrededor de los ojos delatan el paso de los años.

– Ven, da la vuelta.

Tiro el cigarrillo y entro en el coche. Olor a pitillo, a café frío, a sudor y a orina. Cierro la portezuela y recupero el habla.

– ¿Qué coño haces aquí?

– Nos han llamado.

– Y una mierda. Nadie estaba al corriente.

Luc me concede una sonrisa.

– Te sigo de cerca desde hace un tiempo. Sabía que estabas en algo gordo.

– ¿Me vigilas?

Luc mira directamente hacia la calle. Los enfermeros de las ambulancias entran en el chalet, empujando camillas plegables. Los maderos con chubasqueros negros delimitan el perímetro de seguridad y alejan a los vecinos que se han despertado.

– ¿Cómo está la cosa allí dentro?

Enciendo otro Camel. El habitáculo se llena de azul mercurio al ritmo de las luces giratorias.

– Atroz -digo después de la primera calada-. Una carnicería.

– No podías preverlo.

– Sí, es cierto. La mujer se nos ha adelantado. No he bloqueado su…

– No, no has identificado lo que estaba en juego.

– ¿Qué quieres decir?

– Brigitte Coralin no ha hablado contigo porque tuviera remordimientos o porque quisiera salvar a las niñas. Ha actuado movida por los celos. Amaba a su cabronazo de marido. Ella lo amaba cuando la torturaba, cuando le hundía los pitillos en el coño. Y estaba celosa de las niñas. Del sufrimiento de las niñas.

– Celosa…

Luc coge un Gitane.

– Sí, colega. Has evaluado mal el círculo del mal. Siempre más amplio, más extenso de lo que se cree. Brigitte Coralin habría matado también a su propia hija en caso de que Coralin empezara a mirarla con otros ojos. -Expulsa una gran nube de humo, tomándose tiempo, con cinismo-. Deberías haberla empapelado.

– ¿Has venido a sermonearme?

Luc no contesta. Una sonrisa se congela en sus labios. Llegan los hombres de la policía científica, uniformados de blanco.

– Nunca te he quitado los ojos de encima. Hemos seguido el mismo camino. Vukovar para mí; Kigali para ti. La Judicial para mí, la BRP para ti.

– ¿Qué judicial?

– Louis-Blanc.

La División de la Policía Judicial de Louis-Blanc cubre los distritos más violentos de París: 18.°, 19.°, 20.°. La escuela de los duros.

– El mismo camino, Mat. Para llegar al mismo destino: la Criminal.

– ¿Y quién te dice que quiero formar parte de la Criminal?

– Ellas.

Luc señala a las niñas muertas que los enfermeros llevan hasta la ambulancia. Las mantas térmicas golpean las camillas y revelan parcialmente sus cuerpos con cada sacudida. Luc murmura:

– «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero.» ¿Te acuerdas?

El claustro de Saint-Michel. El olor a hierba cortada de los jardines. La caja de píldoras estomacales y sus pitillos. Teresa de Ávila. La esencia de la experiencia mística. La poetisa lamenta no estar muerta y ver por fin la grandeza del reino de Dios.

Pero hay otra lectura de esos versos. Con frecuencia la comentaba con Luc. La muerte, necesaria para el verdadero cristiano. Destruir en uno mismo al que vive sin Dios. Morir para sí mismo, para los otros y para todo valor material hasta renacer en la Memoria Dei. «Muero porque no muero.» San Agustín ya había proclamado esa verdad, cuatro siglos atrás.

– Aún hay otra muerte -añade Luc como si leyera mi pensamiento-. Tú y yo hemos abandonado el materialismo para vivir recorriendo el sendero de Dios. Pero esta vida espiritual también es una comodidad. Ahora, ha llegado el momento de abandonar esa fe que da sosiego. Debemos morir una vez más, Mat. Matar al cristiano en nosotros para convertirnos en maderos. Ensuciarnos las manos. Acorralar al diablo. Combatirlo. Comprenderlo. Aun a riesgo de olvidar a Dios.

– ¿Y ese combate se libra en la BC?

– Los crímenes de sangre: es la única vía. ¿Estás dispuesto o no? ¿Quieres arrancarte de ti mismo de una vez por todas?

No sé qué contestarle. Después del sexo y sus desviaciones, el círculo de sangre es la etapa que siempre he considerado la siguiente. Pero no quiero que me guíe otro. Luc tiende la mano hacia los luminosos haces azules que parpadean como estroboscopios.

– Esta noche, te has arriesgado. Y no tienes nada de que arrepentirte. Uno debe tomar riesgos. Los verdaderos cruzados tienen las manos manchadas de sangre.

Termino por sonreír ante ese sermón grandilocuente.

– Solicitaré el puesto.

Luc saca de su bolsillo un puñado de papeles.

– Aquí lo tienes. Firmado por el prefecto. Bienvenido a mi equipo.

Suelto una carcajada nerviosa.

– ¿Cuándo empezamos?

– El lunes. Treinta y tres años. ¡Una buena edad para renacer!

La cena de Nochevieja sella nuestra colaboración.

Seguirían doce meses de perfecta eficacia.

Nuestro equipo, que contaba con ocho policías, era sobre todo un tándem. Nuestro proceder difería y a la vez se complementaba. Yo representaba el papel del policía extremadamente riguroso: solicitaba una imputación únicamente cuando tenía en mano un expediente contundente; realizaba registros cuando ya estaba seguro de lo que encontraría. Luc se arriesgaba utilizando todo tipo de métodos para confundir a los sospechosos. Amenazas, violencia y… teatro. Sus técnicas preferidas eran: simular un cumpleaños en los despachos del 36 para engatusar a un detenido; hacerse el místico loco para aterrorizar a un imputado; echarse faroles sobre las pruebas que poseía hasta el punto de meter a un sospechoso en un furgón, rumbo a la prisión, y lograr que confesara en el camino.

Yo era un camaleón, discreto, preciso, que pasaba inadvertido. Luc era un actor, un farsante, un chulo. Mentía, manipulaba, golpeaba y les arrancaba la verdad. Disfrutaba con esa situación, ya que daba argumentos a su cinismo. Para lograr sus fines: traicionar siempre sus propios principios; utilizar las armas del enemigo; ¡convertirse en un demonio para el demonio! Le gustaba ese papel de mártir obligado a corromperse para servir a su Dios. Su absolución estaba en relación directa con la cantidad de éxitos de nuestro equipo: la mayor de la Brigada.

Por mi parte, yo ya no tenía ilusiones. Hacía mucho tiempo que mis pudores de católico ferviente habían desaparecido. Imposible hurgar en la mierda sin salpicarse. Imposible conseguir confesiones sin usar la violencia o la mentira. Pero en mi conducta nunca era complaciente conmigo mismo; esa ruptura de las normas no formaba parte de mis métodos prioritarios y siempre que recurría a ella lo hacía con remordimientos.

Entre esas dos posiciones habíamos encontrado un equilibrio. La balanza estaba calibrada al miligramo, gracias a nuestra amistad. Volvíamos a encontrarnos, ya adultos, tal como nos habíamos descubierto adolescentes. El mismo sentido del humor, la misma pasión por el trabajo, el mismo fervor religioso.

Los colegas habían llegado a apreciar la situación. Había que soportar las extravagancias de Luc. Sus subidones de adrenalina, sus lados sombríos, su extraña manera de expresarse. Hablaba de la influencia del diablo o del reino del demonio en lugar del índice de criminalidad o de la estadística de delitos. A veces llegaba a rezar en voz alta, en plena tarea, por lo que con frecuencia daba la impresión de estar trabajando con un exorcista.

Yo tampoco estaba mal dentro de mi estilo, con mi aversión a los ruidos metálicos y mi alergia a la radio -encendía la del coche siempre a regañadientes-. Me alimentaba exclusivamente de arroz y bebía té verde todo el día, en un mundo en el que los hombres comen carne y beben alcohol a palo seco.

Nuestros éxitos se acumulaban.

En un año, más de treinta detenciones. En los pasillos del 36 circulaba una broma: «¿Aumenta la criminalidad? No. ¡Los meapilas se han puesto manos a la obra!». Nos gustaba ese sobrenombre. Nos gustaba nuestra imagen, diferente y pasada de moda. Nos gustaba, sobre todo, trabajar en equipo. Aunque sabíamos que, al final, el precio del éxito sería, precisamente, la separación.


Principios de 2002

Luc Soubeyras y Mathieu Durey son promovidos oficialmente al grado de inspector jefe. Luc en la Brigada de Estupefacientes; yo en la Criminal. Sobre el papel, más responsabilidades y aumento de salario. En la práctica, un equipo de investigación para cada uno.

Apenas tuvimos tiempo de despedirnos, arrastrados por los casos que teníamos en mano. No obstante, nos propusimos seguir comiendo juntos y disfrutar de los fines de semana en Vernay.

Tres meses más tarde, nos cruzábamos en el patio del 36 sin vernos.

15

– Yo saco las pepitas de chocolate.

Cuando abrí los ojos, en mi mente todavía resonaba la risa de Luc en la Soleil d’Or, la cervecería más cercana al 36. Parpadeé y me encontré frente a un médico japonés de la Unidad 731 que estaba practicando una vivisección. La foto estaba colocada delante de mí, sobre el escritorio.

– ¡Mamá, ya lo hago yo!

¿A qué hora me había quedado dormido? Eché una ojeada a mi reloj: las ocho y cuarto.

– ¡No las toques! ¡Te las daré después!

La voz de la niña detrás de la pared quedaba amortiguada por el ruido de platos y el tintineo de cubiertos. Camille y Amandine. Un desayuno familiar con variedad de copos de maíz antes de salir hacia el colegio. Me froté la cara para aliviar mi malestar y recuperar la lucidez.

Me arrodillé y guardé fotos, radiografías, notas y documentos en sus respectivos legajos. Volví a colocar cada archivo en su sitio, siguiendo el orden cronológico.

Cuando salí del despacho, las colegialas estaban en el vestíbulo, con sus mochilas en la espalda. En el pasillo flotaba olor a dentífrico y a cacao.

– ¿Y mi bolsa para ir a la piscina?

– Está ahí, cariño. Delante de la puerta.

Las dos caritas se volvieron hacia mí. Inmediatamente, se lanzaron a mis brazos y me preguntaron si tenía algún regalo para ellas. Laure las condujo de nuevo hacia la puerta.

– Creía que te habías ido.

– Lo siento. Me he quedado dormido.

Esbocé una sonrisa, pero al ver a Laure sola con sus hijas se me hizo un nudo en la garganta. Volví al despacho, abroché la pistolera en el cinturón y me puse la gabardina.

Cuando regresé, Laure estaba inmóvil, de espaldas a la puerta cerrada. Parecía una ahogada que lleva un lastre de hormigón.

– ¿Quieres un café? -preguntó.

– No, gracias, se me hace tarde.

– No olvidarás lo de mañana por la mañana, ¿verdad?

– ¿Qué?

– La misa.

Le di un beso con mi habitual torpeza.

– Estaré allí. Cuenta conmigo.

Una hora más tarde, conducía hacia el Distrito 11.°, duchado, afeitado, peinado y con un traje limpio. Cogí el móvil. Era Foucault.

– Mat, estoy hecho una mierda.

– Ánimo, camarada. ¡Has cumplido con tu deber!

– Te lo juro, me rechinan los dientes.

– Al menos, ¿te acuerdas de Larfaoui?

– ¿El caso de Luc?

– Espabila, tienes trabajo. Tendrás que abrir varios flancos. Llama a balística, al depósito de cadáveres, a la comisaría de Aulnay, a todos los que puedan informarte, salvo al juez y a los estupas. Busca también el expediente del cabileño.

– ¿Es todo?

– No. Ponte en contacto con la SNCF. Luc fue a Besançon el pasado 7 de julio. Comprueba si viajó otras veces en tren por esas fechas. Compruébalo también en los aeropuertos. Luc se desplazó mucho estos últimos meses.

– De acuerdo.

– Llama también al Hôtel-Dieu, al servicio que hace la revisión anual de nuestra gente. Trata de averiguar si Luc tenía problemas de salud.

– ¿Tienes alguna pista?

– Todavía no puedo decir nada. Apunta también este sitio de internet: unita16.com.

– ¿Qué es?

– Una asociación italiana que organiza peregrinaciones. Escarba un poco.

– ¿En italiano?

– Apáñate. Quiero la lista de las peregrinaciones, de los seminarios para este año y de todas sus actividades. Quiero su organigrama, su estatuto, sus fuentes de financiación. Todo. Luego, como quien no quiere la cosa, los llamas.

– ¿En inglés?

Reprimí un suspiro. Tener una policía europea no se haría realidad en dos días.

– Luc les ha mandado por lo menos tres e-mails, justo antes de ahogarse. Los ha borrado. Trata de que te los den ellos.

– Carburaré con aspirinas.

– Carbura con lo que te apetezca, pero quiero noticias al mediodía.

Me dirigí hacia la Grappe d’Or, gran cervecería de la rue Oberkampf, regentada por dos hermanos, Saïd y Momo, que en otra época habían sido mis chivatos. Perfectos para hacer una evaluación de la situación del gremio. Estaba a punto de colocar la luz giratoria, debido a los atascos, cuando sonó el móvil.

– ¿Mat? Soy Malaspey.

– ¿Dónde estás?

– He hablado con un numismático. Ha identificado la medalla.

– ¿Qué ha dicho?

– El objeto no tiene valor en sí mismo. Es la reproducción en cobre de una medalla de bronce fundida a principios del siglo XIII, en Venecia. Tengo el nombre del taller que…

– Déjalo. ¿Para qué servía?

– Según este individuo, era un amuleto. Un chisme que protegía contra el diablo. Los monjes copistas la llevaban encima. Vivían aterrorizados por el demonio y esta medalla los inmunizaba. Los monjes eran unos neuróticos que estaban obsesionados con la vida de san Antonio y…

– Conozco la historia. ¿Sabes de dónde procede la reproducción?

– Todavía no. El tío me ha dado algunas pistas. Pero es solo una cosa sin…

– Llámame cuando tengas algo más concreto.

De repente pensé en la muerte de la joyera de Perreux.

– Y ponte en contacto con la pasma de Créteil para ver si tienen alguna novedad sobre los gitanos.

Colgué. De modo que estaba en lo cierto. Luc se había procurado un talismán antes de tirarse al agua. Un objeto que solo tenía un valor simbólico, que lo protegía contra Satán. ¿En qué contradicción debía hallarse si temía la vida y la muerte al mismo tiempo?

Rue Oberkampf. Estacioné a cien metros de la cervecería. Los ruidos de la circulación mezclados con los gases tóxicos me oprimían la cabeza. Encendí un pitillo, todavía en ayunas. Me subí el cuello de la gabardina y me metí en mi piel de madero. Y encima de esa piel, otra piel más: la del tío agotado después de una noche en vela, cliente fijo de las tabernas, capaz de meterse un calvados entre pecho y espalda de buena mañana.

Las diez. La cervecería estaba desierta. Me senté en el extremo de la barra, sobre un taburete en forma de T. Algunos tíos bebían parsimoniosamente delante del mostrador, listos para soltar alguna gilipollez. Más allá, unos estudiantes hacían novillos sentados a las mesas. Realmente era una hora de poca actividad.

Me relajé. Los hermanos habían reformado el local. Imitación madera, imitación cobre, imitación mármol; los únicos elementos verdaderos eran el olor viciado a restos de tabaco y el hedor a aguardiente. También respiré vagamente otro olor: a cerveza y a moho. La trampilla del sótano estaba abierta, sobre la derecha. Se estaban abasteciendo.

Momo apareció por el extremo de la barra, llevando un puñado de baguettes. Lo observé sin decir nada. Una montaña de arcilla con una camiseta blanca de tirantes. Un rostro pesado bajo una pelambrera crespa, en la que se destacaban dos grandes cejas en ángulo y un mentón de plomo. Era la sombra brutal y colosal de su hermano menor Saïd, enclenque y vicioso.

No sabría decir cuál de ellos era más peligroso pero con los dos había que andarse con ojo. En el 96, dos comandos del GIA habían atacado su aldea natal. Se decía que los dos hermanos se echaron al monte, encontraron a los asesinos, castraron a los jefes y obligaron al resto a comerse los órganos. Con este recuerdo en mente me dije: «Ándate con pies de plomo».

Momo acababa de verme.

– ¡Durey! -Una sonrisa onduló su mentón-. ¡Cuánto tiempo!

– Ponme un café.

El cabileño obedeció. Entre los chorros de vapor, parecía un submarinista en una sala de máquinas.

– ¿No tiene que currar a esta hora? -preguntó, deslizando sobre la barra una taza llena de espuma.

– Ahora salgo de allí. Estoy hasta los cojones de horas suplementarias.

Momo empujó el azucarero hacia mí y apoyó los codos sobre el mostrador de la barra.

– ¿Sus jefes le dan la tabarra?

– Me dan por saco, querrás decir. Ya no puedo ni sentarme.

– Haga como nosotros. Establézcase por cuenta propia. Se hace detective y asunto arreglado.

Soltó una estrepitosa carcajada; le parecía una buena idea.

– Siempre hay un jefe, Momo. Vosotros tenéis a los cerveceros.

El tabernero puso cara de pocos amigos.

– Los cerveceros no son los que cortan el bacalao. Nosotros tomamos todas las decisiones.

– No me hagas reír. Larfaoui os tiene cogidos por los huevos.

De repente, Momo puso la misma cara que un guardameta que no ha visto venir el balón. Saqué un Camel y le di unos golpecitos contra la barra para comprimir el tabaco.

– ¿No es él vuestro proveedor? -insistí.

– Larfaoui está muerto.

Encendí el pitillo y levanté la taza.

– Que en paz descanse. ¿Qué puedes contarme al respecto?

– Nada.

– El mundo sería mucho más sencillo si la gente fuera más conversadora. Por ejemplo, por ahí me han dicho que habíais abierto un nuevo bar en Bastille.

– ¿Y…?

Momo no quitaba la vista de la trampilla. Saïd estaba abajo. Tenía que darme prisa antes de que el hermano avispado subiera. Cambié de táctica.

– Todavía me quedan algunos amigos en las autoridades sanitarias. Podrían haceros una visita. La higiene, la salubridad, los permisos…

Momo se inclinó hacia mí; desprendía un olor nauseabundo a sudor y a incienso.

– No sé de dónde sale, porque los maderos ya no hacen esas cosas hoy en día.

– Vamos, Momo. Larfaoui. Cuéntame algo y me pierdo.

A guisa de respuesta, sonó un ruido de motor. El arco del montacargas emergió por la trampilla. Saïd apareció de pie sobre la pasarela; un auténtico almirante en medio de sus barriles metálicos. Mi primera tentativa se iba al traste.

– Buenos días, inspector. Es un placer verlo.

Esbocé una sonrisa, una vez más impresionado por el contraste con su hermano. Momo era el bloque sin esculpir; Saïd la obra terminada. De la espesa melena negra y lisa, surgía su rostro en punta. Sus facciones evocaban sentimientos encontrados: dulzura, desprecio, respeto, crueldad… Todo eso se vislumbraba en el fondo de sus ojos almendrados, en las comisuras de sus labios carnosos, sensuales.

Pasó por encima de los barriles y fue a sentarse en el taburete contiguo al mío. Se había acabado la fiesta.

– Le doy mi más sentido pésame.

Bajé la cabeza, pasándome la mano por los rizos, inquieto. Saïd ya estaba al corriente de la situación de Luc. Y debía de haberle relacionado con la investigación sobre Larfaoui. Hizo una señal discreta a su hermano, que le sirvió un café.

– Nosotros le teníamos mucho aprecio al inspector Soubeyras.

Su voz aguda era como todo el resto: aceitosa, despectiva. Y su acento, redondo, flotante, como si hablara con un puñado de aceitunas dentro de la boca.

– Luc no ha muerto, Saïd. No hables en pasado. Puede despertar en cualquier momento.

– Eso esperamos todos, inspector. Se lo juro.

Saïd echó un terrón de azúcar en la taza. Llevaba una chaqueta militar de faena y adornos de oro: cadena, pulsera, sortijas de sello.

– Comprendo su tristeza. Pero nosotros no sabemos nada. Y no serán sus preguntas las que hagan volver a la vida al inspector.

– Tranquilo, Saïd. Solo me intereso por las investigaciones que estaba llevando a cabo.

– ¿Ya no está usted en la Criminal?

Sonreí y saqué otro cigarrillo. Decididamente era más astuto que su hermano.

– Es un favor a un amigo. ¿Qué puedes decirme sobre el caso Larfaoui?

Saïd soltó una risita. Nunca miraba a su interlocutor a la cara. O bien bajaba los ojos, pestañeando rápidamente, o bien movía las pupilas hacia el costado, como si reflexionara intensamente. Todo eso era puro teatro; Saïd ya tenía las respuestas preparadas antes de escuchar las preguntas. Entretanto, seguía sin contestar a las mías.

– Luc os interrogó sobre ese asesinato. ¿Sí o no?

– Por supuesto que sí. Conocemos bien el barrio. Las gentes, las idas y venidas, todo. Pero no sabíamos nada del asesinato. Se lo juro, inspector. La muerte de Massine es un auténtico misterio.

Hice un gesto explícito a Momo: otro café. Saïd comenzaba a irritarme con su tono zalamero. Cuanto más educado era, más parecía reírse en mis barbas. Lo miré directamente a los ojos; la mejor estrategia era la «ausencia de estrategia». La franqueza.

– Oye, Saïd. Luc es mi mejor amigo, ¿lo entiendes?

Saïd endulzaba el café moviendo suavemente la cucharilla, en silencio.

– Nadie vio venir esta… desgracia. Ni siquiera yo. Pero quiero saber por qué lo ha hecho. En qué andaba en su trabajo, qué tenía en la cabeza. ¿Me recibes?

– Absolutamente, inspector.

– Investigaba por su cuenta a Larfaoui y, según parece, ese expediente lo tenía obsesionado. Mi teoría es que encontró algo en ese montón de mierda. Algo que influyó en su depre. Ahora, ¡ponte las pilas y desembucha!

Casi había gritado. Tosí y me serené. Imperturbable, Saïd negó moviendo su pelambrera en forma de casco.

– No sé nada de todo este asunto.

– ¿Larfaoui no tenía follones con los demás cerveceros?

– Nunca he oído nada al respecto.

– ¿Y con algún tabernero? ¿Algún tío endeudado que hubiera querido vengarse?

– Usted sabe muy bien que entre nosotros las cosas no se arreglan de esa manera.

Saïd tenía razón. A Larfaoui se lo había cargado un profesional.

Y estaba claro que ningún dueño de bareto podía permitirse contratar a un verdadero asesino.

– Larfaoui no era solamente cervecero. Traficaba.

– En eso no puedo ayudarlo. Nosotros no tocamos las drogas.

Cambié de táctica.

– Cuando Luc os interrogó, ¿tenía ya alguna idea sobre el asesinato?

– Es difícil decirlo.

– Piensa un poco de todos modos.

Lanzó su habitual mirada de soslayo, simulando reflexionar, y luego soltó:

– Vino dos veces. La primera en septiembre, cuando se cargaron a Larfaoui. Luego a principios de este mes. Parecía completamente colgado.

– No irás a decirme que se sinceró contigo.

– Cinco vodkas en menos de media hora dan para sincerarse, ¿no cree?

A Luc siempre le había gustado empinar el codo. No me sorprendía que en los últimos tiempos hubiera buscado refugio en la botella. Saïd se acercó. Todavía con los codos sobre la barra, solo estaba a unos centímetros de mí. Él también renunció a toda estrategia.

– Para serle franco, en el caso de Massine usted puede ir más lejos que el inspector.

– ¿Por qué?

– Porque usted es un verdadero creyente.

– Luc también era cristiano.

– No. Se había extraviado. Ya no era un verdadero practicante.

Tomé el café sintiendo ardor de estómago.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Larfaoui también era muy religioso.

– ¿Y…?

– Piense en la noche del asesinato.

– El 8 de septiembre.

– ¿Qué día de la semana era?

– Ni idea.

– Un sábado. ¿Qué hace un musulmán el sábado?

Pensé. No veía adónde quería llevarme Saïd.

– Se va de juerga -prosiguió-. Después de las oraciones del viernes, un verdadero creyente se relaja. La carne es débil, como dicen ustedes en Francia.

– ¿Me estás diciendo que aquella noche se había ido de picos pardos?

– Larfaoui tenía sus costumbres. Su familia estaba en Argelia.

– ¿Tenía una amante?

– Una amante no. Zorras.

Por fin las cosas empezaban a encajar. Larfaoui había sido asesinado en su casa, aproximadamente a las once. Seguramente no estaba solo. Nadie había hablado de un testigo o de un segundo cuerpo. Sin embargo, una chica había conseguido huir; lo había visto todo.

– ¿Conoces a la chica?

– No.

– Conmigo no te hagas el listillo.

– Confíe en mí. -Sonrió-. Usted tiene los medios necesarios para encontrarla.

Pensé en mi experiencia en la BRP. Conocía todas las redes. Pero buscar a una prostituta sin conocer las preferencias de su cliente era como buscar un casquillo después de un ataque de Hizbullah.

– Y sus gustos… ¿cómo eran?

– Piense, inspector. Hallará lo que busca.

Un recuerdo borroso flotaba en mi mente.

– ¿Se lo contaste a Luc?

– No. Él no buscaba las circunstancias sino los móviles. Por lo visto creía que era un ajuste de cuentas. Un problema… -Saïd titubeó-. Un problema relacionado con la misma policía. Un asunto interno…

– ¿Te lo dijo él?

– No me dijo nada, pero estaba nervioso. Realmente nervioso.

La sospecha de corrupción otra vez. Me levanté.

– Quizá unos hombres pasen por aquí. De la jefatura.

– ¿Los Bueyes?

– No les digas nada.

– ¡Ni visto ni oído, como se dice aquí en Francia!

Me dirigí hacia la puerta de cristal. La cervecería empezaba a llenarse. La hora del aperitivo. Me volví hacia Saïd.

– Una última cosa. ¿Larfaoui andaba metido en historias satánicas?

– ¿Qué?

– La gente que venera al diablo.

El cabileño soltó una carcajada.

– Nosotros hemos dejado nuestros demonios en casa.

– ¿Quiénes son vuestros demonios?

– Los djinn, los espíritus del desierto.

– ¿Y Larfaoui no tenía interés en ellos?

– Aquí nadie se interesa por los djinn. No han pasado la frontera, inspector. ¡Por suerte para Sarko!

16

Visité a los dueños de otros dos bares y luego a un cervecero amigo de Larfaoui. No averigüé nada nuevo. Ni sobre el asesinato del cabileño, ni sobre su posible amazona de aquella noche. Me detuve en un local de comida china preparada, comí una ración de arroz cantonés y pasé inmediatamente por el instituto médico forense para dar a Svendsen las radiografías que había encontrado en casa de Luc. Quería saber con exactitud qué lesiones cerebrales mostraban. Finalmente, volví al redil.

En cuanto me senté sonó el teléfono. Foucault, hecho un manojo de nervios.

– ¿Nunca contestas al móvil?

– Escucho los mensajes.

– ¡Y una mierda! Tengo novedades sobre el asesinato de Larfaoui.

– Dime.

– He hablado con uno de los tíos de balística. Recuerda que eran tres balas. La hipótesis de la ejecución se confirma.

– ¿Por qué?

– Según mi contacto, el arma utilizada es una MPKS.

La MPKS es una ametralladora ligera utilizada por las tropas de asalto francesas. Las había visto cuando hacía prácticas de balística. La mayoría de los modelos están fabricados con polímero, de modo que pueden burlar los radares. Un arma de ese tipo significaba que el ejecutor de Larfaoui era un militar de élite.

– ¿Qué más te ha dicho?

– El tío utilizó un silenciador. Las tres balas tenían unas estrías determinadas. Pero hay algo muy interesante. El técnico ha calculado la velocidad de las balas a partir del punto de impacto. No me preguntes cómo lo ha hecho, no he entendido nada. Según él, la velocidad era subsónica. La bala se desplazó a menor velocidad que la del sonido. Ahora bien, la MPKS es supersónica. Da en el blanco antes de que se escuche la detonación.

– Yo tampoco entiendo nada.

– ¡Quiere decir que el mismo asesino trucó el arma para reducir la velocidad de la bala!

– ¿Por qué?

– Cosa de profesionales. Para no estropear el arma. Con el tiempo, la onda supersónica deteriora el cañón y sobre todo el silenciador. Este tipo trata a su juguete con guante de seda. Por lo visto es muy propio de los soldados, los paramilitares, los mercenarios. Según el especialista, solo un militar o un experto podrían haberlo hecho.

¿Por qué alguien contrataría a un «experto» para eliminar a un cervecero? Mientras lo escuchaba, me di cuenta de que ya había dejado sobre mi escritorio el expediente de la prefectura sobre Larfaoui. Abrí la carpeta y observé una foto reciente del tío: un gran cabileño de aspecto hosco, mal afeitado y peinado con fijador. Había más hojas: el currículo completo de ese tipo. Volví a Foucault.

– ¿Has investigado lo de Besançon?

– Luc estuvo allí cinco veces. Te haré llegar las fechas.

– ¿Otros viajes?

– Catania, Sicilia, el 17 de agosto pasado. Cracovia, el 22 de septiembre.

No acababa de convencerme, pero la idea del lío de faldas ganaba puntos. Quizá Luc había hecho algunas escapadas de enamorado.

Sin embargo, no lo creía posible. Luc no podía tener una amante.

– ¿Y las otras informaciones? ¿Los extractos bancarios, las facturas de teléfono?

– Están en camino. Las tendré esta noche. Como muy tarde, mañana por la mañana.

– ¿El informe médico de Luc?

– Hablé con un matasanos. Estaba más fuerte que un toro.

– ¿Y el perfil psíquico?

– No hay modo de conseguirlo.

Pasé a otro asunto.

– ¿Y la unita16?

– Todo en orden. Organizan viajes a Lourdes para los disminuidos físicos y retiros en monasterios de toda Italia, a veces en Francia. También dan conferencias.

– Hay anunciada una sobre el diablo.

– Sí, en noviembre.

– ¿Podrías conseguirme la lista de conferenciantes, los temas que tratarán y demás?

– Por supuesto.

– ¿Qué hay de la financiación?

– Los peregrinos hacen donaciones. Parece que con eso les alcanza.

– ¿Y los e-mails?

– Hablé con el secretario. Jura que no ha recibido nada.

– Miente. Luc les ha enviado por lo menos tres correos. El 18 y el 20 de octubre.

– Ese tío no sabe nada.

– Sigue escarbando.

Felicité a Foucault por su trabajo. Él prosiguió:

– Matt, tengo problemas con los Bueyes.

– Ya lo sé. ¿Se han puesto en contacto contigo?

– Digamos que me han citado. Condenceau y otro tipo.

– ¿Qué les has dicho?

– Me los he quitado de encima. Les he dicho que Luc trabajaba con nosotros en un caso y que no había tenido tiempo de pasarnos la información.

– ¿Qué han dicho?

– Se han partido de risa. Ten por seguro que no nos dejarán en paz.

– Dumayet nos cubre durante cuarenta y ocho horas a partir de ayer.

– No es mucho.

– Razón de más para que espabiles.

Me metí de lleno en el expediente de Larfaoui. Las primeras líneas me refrescaron la memoria. Ya conocía a ese hombre.

Larfaoui, Massine Mohammed. Nació el 24 de febrero de 1944 en Orán. Demasiado joven para haber hecho el servicio militar durante las «operaciones francesas de mantenimiento del orden» en Argelia, pero lo bastante mayor para formar parte en secreto de las fuerzas del FLN, el Frente de Liberación Nacional. Sospechoso de haber puesto bombas en Argel. Diez años más tarde, con el dinero de la herencia de sus padres, tenderos, abrió un bar en Tamanrasset, a las puertas del Sáhara. En 1977, atravesó el desierto y construyó un hotel restaurante en Agadez, Nigeria. Años florecientes. El cabileño llegó a ser propietario de ocho cafeterías u hoteles en África negra. Su zona de influencia llegó hasta Brazzaville y Kinshasa…

Conocía esos detalles pero ahora volvían con precisión a mi memoria. En París, incluso cuando se convirtió en uno de los cerveceros más importantes le llamaban el Africano y era conocido por su afición a las mujeres africanas. Massine Larfaoui se empalmaba con los culos morenos.

Eso era lo que me había soplado Saïd.

Una puta, sí, pero una puta negra.

«Usted tiene los medios necesarios para encontrarla», había dicho el muy zorro. Alusión directa a mi conocimiento del colectivo africano y su red de prostitución. Seis de la tarde. Inútil usar el teléfono para introducirse en semejante jungla. Y tampoco era cuestión de acercarse en pleno día. Había que esperar hasta la noche.

Incluso, la noche cerrada.

Llamé a Malaspey.

– ¿Cómo va el caso de Perreux?

– Tienes olfato. Los calós empiezan a soltar la lengua. Suena un nombre en los campamentos de Grigny y de Champigny. Un rumano, un gitano de la etnia kalderash. Según parece, un enfermo mental. Violento, paranoico, místico. Los colegas de Créteil comprueban su coartada.

– Estupendo. Llama a Meyer y cuéntale todo eso. Que nos redacte un buen informe. Lo quiero mañana por la mañana en el despacho de Dumayet.

– Tiene familia; lo digo por si no lo recuerdas.

– Es una urgencia. ¿Y la medalla?

– Una reproducción estándar. Se diría una baratija para críos. Una fábrica de Vercors las fabrica en serie y…

– Quiero un informe completo para mañana.

– Mat…

– ¿Qué? ¿Tú también tienes familia?

– No, pero…

– Entonces, al tajo.

Apagué el móvil, desconecté la línea fija, cerré con llave la puerta de mi mesa de despacho. Incliné al máximo mi asiento, usé mi gabardina como manta y apagué la luz.

Ajusté la alarma de mi reloj para que sonara a medianoche.

La hora en la que ya era factible hacer una visita al continente negro.

17

La noche africana.

Era como cualquier noche, del otro lado de las tinieblas parisienses. Una tierra confusa donde podían captarse, a lo lejos, los braseros asfixiantes, el rumor sordo. Una ribera secreta, con ritmos musicales y un aroma de ron que escapaba por las puertas entreabiertas de las discotecas, las tiendas de comestibles que escondían burdeles clandestinos, las escaleras que daban a sótanos reformados.

Conocía esas luces. Desde las más brillantes hasta las sencillas lámparas de petróleo, en las puertas de París o en el extrarradio del norte. En mi época en la BRP, había adquirido una larga experiencia de estos lugares que siempre ofrecían, junto con música y alcohol, amor remunerado.

Empecé mi recorrido por la orilla izquierda. En Saint-Germain-des-Prés se hallaba la flor y nata de la prostitución africana. El Ruby’s, en la rue Dauphine. Mi discoteca preferida por su ambiente íntimo, su indolencia, su sorprendente emplazamiento: una puerta color rojo oscuro, estilo chino, al fondo de un patio adoquinado del siglo XVII, en pleno barrio de los escritores.

Allí volví a encontrarme con viejos conocidos: porteros, clientes habituales y otros adictos a la «barra fija». Me quedé unos minutos en el vestíbulo. El bar era el territorio de los machos negros; la pista y los sofás estaban reservados a las mujeres y a los puteros: los blancos. Abandoné esa fauna y me dirigí hacia los servicios, buscando a Cocotte.

Cocotte era una morena del Zaire que siempre había visto detrás de su mostrador. Un personaje ineludible del África by night.

– ¡Me alegro de verte. Cerilla! ¿Cómo van tus amores?

«Cerilla» era mi apodo entre los negros.

– En punto muerto. ¿Y tu Musculitos?

– Ni me hables. ¡Esta vez se acabó! ¡lo largo! ¡A él y a su pulido nabo!

Carcajadas. Cocotte estaba loca perdida por un culturista que abusaba de los productos dopantes, de los andrógenos que destruían su espermatogénesis y lo volvían estéril. Cocotte se ponía furiosa viendo ese montón de músculos atiborrados de testosterona administrada en pequeñas dosis. Ella, que soñaba con tener críos…

– ¿Qué te trae por aquí, mi amor?

– Busco a Claude.

– Aquí no lo encontrarás. Ha tenido una discusión con el dueño. Ve a Keur Samba.

Claude era uno de mis antiguos chivatos. Un marfileño que sin ser un verdadero chulo se había convertido en un consejero, en un intermediario entre las etnias, las redes, los clientes con pasta. Un hombre «indispensable» para la comunidad.

Cuatro besos y me dirigí hacia la puerta. De pronto, cambié de opinión. «Solo un vistazo», pensé. Volví sobre mis pasos y caminé hacia la sala. En la penumbra, me di de bruces con el estruendo de la música (zouk africano) y me quedé alucinado.

Ellas estaban sobre la pista, esbeltas, morenas, casi inmóviles, arqueándose siguiendo la música. Concentradas y al mismo tiempo distantes, desenvueltas. Parecían percibir lo que nadie captaba en ese momento: una fluidez, una languidez única en el ritmo. Cada una de ellas tenía una manera personal de expresarla. Círculos mágicos con las caderas, manos alzadas, como en un adiós a tierra firme, cinturas ondulantes, como si treparan a una pared invisible, cimbreando sincopadamente los riñones, todo con una discreción salvaje.

La emoción me contraía el bajo vientre. ¿Cómo había podido olvidar «eso»? ¿Cómo, desde que estaba en la Criminal, había resistido a la tentación, había renunciado a mis aventuras? Me marché disimuladamente, sin volverme, huyendo de la sombra de mis deseos.

Cogí nuevamente el coche y aceleré por la vía paralela al Sena, negro y lento, con sus luces dislocadas por los charcos. Tenía la impresión de remontar otro cauce que solo yo conocía, a lo largo del cual se levantaban los pontones de los ríos africanos. Al llegar al Grand Palais crucé el río en dirección al Distrito 8.°.

El Keur Samba. Más elegante que el Ruby’s pero menos familiar para mí. Lo que más me gustaba era la decoración. Muros de cristal retro con luces y motivos de jungla estilizados: leones, hojas de palmera, gacelas… Una verdadera pecera en tonos coñac con cierto aire a saloncito íntimo de la Belle Époque. Pasé por el bar rozando a criaturas de seda negra, tan altas como yo; luego entré en los servicios, donde me esperaba otra conocida.

Merline estaba detrás de un pupitre cubierto de cajetillas de cigarrillos y cajas de condones. Rostro afilado, coronado por una enorme melena negra brillante, que caía en mechones sobre las sienes. En cuanto me vio, lanzó una risa de cotorra, mientras me honraba haciendo la ola en solitario.

– ¡Hola, mi bello tubab!

– Hola, Merline.

«Tubab» era el término que se utilizaba en los países de África occidental para designar al hombre blanco. Cinco años atrás, había rescatado a Merline de la calle, cuando llegó de Bamako. En aquel momento, ya la hambreaban para que no vomitara durante sus primeras felaciones.

– No tengas miedo de tus viejas amigas, ven aquí.

Saludé a las mujeres que la rodeaban: cinco o seis flores de carbón lascivas, apoyadas en los muros de terciopelo violeta. Sus grandes ojos negros eran como una reminiscencia de la encantadora de serpientes del Aduanero Rousseau.

– ¿Te habías cansado de mí?

– No sé cómo he podido esperar tanto tiempo.

De su garganta salió un rugido. Con cada carcajada, sus dientes parecían tomar aire. Yo observaba a las «viejas amigas». Todas vestidas con telas tornasoladas y llenas de piercings: en los labios, las fosas nasales, el ombligo. Me fijé en particular en sus pelucas: rastas, mechas rosáceas, pelo cardado años sesenta, al estilo Diana Ross…

– Olvídalas. Están por cardado de tus posibilidades.

– No he venido para eso.

– Pues deberías. Te relajaría. ¿Qué quieres?

– Claude. Tengo que verlo.

– Búscalo en el Atlantis. Ahora mismo trabaja para las Antillas.

Me despedí de Merline y de su corte. Al salir del Keur Samba me di cuenta de que no había encontrado a ninguna de las personalidades famosas de la comunidad: ni músicos, ni hijos de embajadores, ni futbolistas. ¿Por dónde andaban esa noche?

El Atlantis estaba en el interior de una nave justo al lado del almacén de moquetas Saint-Maclou, en el quai d’Austerlitz. En el inmenso portal, unas vallas de hierro delimitaban la entrada de la discoteca. Había que pasar por un arco detector de metal y luego por un cacheo.

En cuanto me vio, uno de los seguratas, un coloso congolés a quien llamaban «el osito de peluche», gritó: «¡Agua va! ¡Llega la pasma!». Gran carcajada. A modo de disculpa me estampó en la mano una marca azul, que garantizaba una bebida gratis. Le di las gracias y entré en la nave. Salía de la alta costura para entrar en los grandes almacenes.

El Atlantis, el país donde el zouk es un océano. Noté la vibración de la música. Varios miles de metros cuadrados hundidos en la oscuridad, donde se habían instalado banquetas y mesas sin orden ni concierto. Me orienté con la vista pero también con las tripas. Era como un nadador que se deja llevar por la corriente.

Pasando entre los sofás, llegué a la barra, llena de botellas. Uno de los barman había sobrevivido a mis años de ausencia.

– ¿Está Claude? -grité.

– ¿Quién?

– ¡Claude!

– Seguro que está en lo de Pat. Hay una fiesta esta noche.

Por eso no había encontrado a ningún conocido. Todo el mundo estaba allí.

– ¿Pat? ¿Qué Pat?

– El tendero.

– ¿El de Saint-Denis?

El hombre asintió con la cabeza y se agachó para coger un puñado de cubitos de hielo. Su movimiento me permitió ver, en el espejo que tenía delante, una silueta que no encajaba allí. Un blanco con el rostro pálido, vestido de negro. Me volví; nadie. ¿Una alucinación? Di un billete al barman y salí a todo gas, intentando vencer mi cansancio.

18

Entré en el bulevar periférico por la porte de Bercy y tomé la autopista después de la porte de La Chapelle. Había hecho un kilómetro cuando vi aparecer, más abajo, las grandes extensiones centelleantes del extrarradio.


Tres de la mañana

Sobre los cuatro carriles elevados no había ni un solo coche. Pasé la señalización saint-denis centre-stade y entré en el enlace de salida saint-denis université-peyrefitte. Justo en ese momento, vi, o creí ver en el retrovisor el mismo rostro pálido que había divisado bajo las luces del Atlantis. Di un volantazo y luego volví a controlar el coche. Disminuí la velocidad y miré por el retrovisor: nadie. Ningún coche en mi camino.

Me metí bajo el puente de la autopista y tomé a la izquierda, siguiendo el eje de asfalto que corría por encima de mí. Muy rápido, los chalets y las urbanizaciones darían paso a los grandes muros de fábricas y almacenes desiertos. Leroy-Merlin, Gaz de France…

Giré a la derecha; luego otra vez a la derecha. Una callejuela con las luces opacas aterciopeladas, gente reunida delante de los portales. Apagué los faros y avancé, bamboleándome sobre la calzada llena de baches. Muros leprosos, vanos tapados con tablones, coches abandonados, sin ruedas y ni un solo parquímetro; los bajos fondos, los verdaderos.

Dejé atrás los primeros grupos de hombres; todos ellos negros. En la parte superior de los edificios la sombra de la autopista se dibujaba como un brazo amenazador. Amenazaba lluvia. Aparqué discretamente y caminé, más discretamente aún, sintiendo que de ahí en adelante entraba en el corazón del país negro; cien por cien africano, cien por cien inmunizado contra las leyes francesas.

Me colé entre los noctámbulos, dejé atrás la cortina metálica de la tienda de Pat y luego penetré en el edificio siguiente. Conocía el lugar; caminaba con seguridad. Llegué a un patio donde resonaban los murmullos y las carcajadas. En la escalera de entrada de la derecha, el portero me reconoció y me dejó pasar. Le di veinte euros por haberme ahorrado tiempo y saliva.

Tomé el pasillo y llegué a la trastienda, cerrada con una cortina de pequeñas conchas. El tenderete africano mejor provisto de París: mandioca, sorgo, mono, antílope… Hasta vendían plantas mágicas de las que se garantizaba su eficacia. En una sala aneja, Pat había abierto un chiringuito: un restaurante clandestino, donde tenías que lavarte las manos con detergente y cuyo sistema de ventilación dejaba mucho que desear.

Atravesé la trastienda. Los negros confabulaban sentados sobre racimos de plátanos macho y cajas de Flag, la cerveza africana. Por las miradas que me lanzaban comprendí que no era bienvenido. Hacía rato que había dejado atrás la zona turística.

Llegué a una escalera. El ritmo, que provenía del sótano, hacía temblar el suelo. Empecé a bajar sintiendo cómo subían el calor y la música en una bocanada aturdidora. Unas lámparas enrejadas iluminaban los peldaños. Abajo, un cerbero en chándal me cerró el paso, delante de una puerta de hierro montada sobre correderas. Le mostré mi placa. El hombre hizo deslizar el panel a regañadientes y me encontré ante un espectáculo alucinante. Una discoteca de reducidas dimensiones, oscura, vibrante, como moteada de luz -carne de gallina fosforescente sobre una piel negra.

Las paredes estaban pintadas de azul malva, con incrustaciones de estrellas fluorescentes; unas columnas sostenían un cielo raso que parecía hundido y estirado por algún peso. Entornando los ojos pude ver que de él pendían redes de pesca. En las puertas de París, a varios metros bajo tierra, se había creado una taberna marinera. Sobre las mesas, cubiertas con manteles de cuadros, había faroles antiguos, de barco. Al menos eso es lo que me parecía adivinar, porque el espacio estaba abarrotado por una marea humana que danzaba bajo las redes. Pensé en una pesca milagrosa de cráneos negros, de largas túnicas africanas, de vestidos tubo satinados.

Me abrí paso entre la jauría, buscando a Claude.

En el fondo, sobre un escenario en el que se proyectaban haces de luces rosas y verdes, un grupo cimbreaba, marcando un ritmo de acordes repetitivos, obsesivos. Era verdadera música africana, alegre, refinada, primitiva. Un destello iluminó a un guitarrista que giraba la cabeza como en torno a un eje; a su lado, un negro daba la espalda al público mientras arrancaba alaridos a su saxo. Aquí ya no era cuestión de R &B ni de zouk antillés. Esa música anulaba los sentidos, sacudía las entrañas, se subía a la cabeza como un encantamiento vudú.

Las parejas bailaban con sutil lentitud. Bañado en sudor seguí avanzando, como en el fondo de un denso estanque. Al pasar, localizaba rostros conocidos: los que en vano había buscado en otros lugares. El mánager de Femi Kuti, el hijo del presidente del Congo belga, diplomáticos, futbolistas, locutores de radio… Todos reunidos allí, sin distinción de raza o nacionalidad.

Por fin, Claude al fondo de un reservado, sentado a una mesa con otros tíos. Al acercarme, distinguí mejor el careto ambiguo de mi soplón. Una nariz achatada que le comía toda la cara, un ceño fruncido, que poblaba de arrugas la frente en un gesto de inquietud, y unos grandes ojos intranquilos que permanentemente parecían gritar: «¡Soy inocente!». Alzó los brazos.

– ¡Mat! ¡Mi amigo tubab! ¡Ven a sentarte con nosotros!

Me instalé saludando con la cabeza a los demás ocupantes de la mesa. Solo tipos bien plantados -gigantes, seguramente del Zaire- y colosos más robustos, del Congo francés. Me saludaron sin gran efusividad. Todos habían olido al madero. En señal de paz, cerré el abrigo cubriendo el arma.

– ¿Tomas algo?

Asentí, sin quitar los ojos de encima al resto de los comensales. Un canuto iba de mano en mano; el humo planeaba sobre las cabezas formando briznas azuladas. Me encontré con un whisky en la mano.

– ¿Conoces el cuento de Mamadou?

Sin esperar respuesta, Claude dio una calada al canuto y empezó:

– Una muchacha blanca va a casarse. Le presenta el novio a su padre. Mamadou, un negro de un metro noventa. El padre pone cara de asco. Le tira de la lengua al novio. Le pregunta por su trabajo, sus deudas, sus ingresos. El negro lo tiene todo en orden. El padre no puede más. Finalmente, le dice: «¡Quiero que mi hija sea feliz en la cama! ¡Solo se la daré a un hombre que la tenga de treinta centímetros!». Y el negro contesta, con una amplia sonrisa: «Ningún problema, jefe. Cuando Mamadou ama, Mamadou corta».

Claude soltó una carcajada mientras le pasaba el canuto a su vecino. Hice como que sonreía y bebí un trago de whisky. Había escuchado ese chiste una decena de veces. Para manifestar su alegría, Claude me palmeó la espalda y luego abrió su teléfono móvil; las luces de la pantalla se proyectaban sobre su rostro, coloreando el blanco de sus ojos. Cerró la tapa y preguntó:

– ¿Qué te trae por aquí, tubab?

– Larfaoui.

La risa de Claude se apagó.

– Jefe, no nos agües la fiesta.

– Cuando se lo cargaron, el cabileño no estaba solo. Busco a la chica.

Claude no contestó. Una vez más abrió el móvil y leyó un SMS. Sin duda un cliente. Pero su rostro inquieto no expresó nada. Era imposible adivinar si la llamada era importante o no. Cerró el teléfono.

– ¿Dónde está? -pregunté después de vaciar la copa-. ¿Dónde está la puta?

– No sé nada, tubab. Palabra. No sé nada de ese asunto.

– ¿No eras tú el proveedor de Larfaoui?

– No tenía el tipo de artículos que le interesaban.

Lo interrogué, temiéndome lo peor.

– ¿Con qué se empalmaba?

– Jovencitas. Para Larfaoui, pasados los catorce ya eras una anciana.

Casi me sentí aliviado. Esperaba que me hablara de animales o de comer mierda con cucharilla. Pero también era una mala noticia. El asunto viraba hacia otro mundo: el de los anglófonos. Solo esas regiones exportaban menores. En un país en guerra como Liberia o superpoblado como Nigeria, todo era posible cuando se trataba de ganar algunas divisas. Conocía mal ese ambiente, completamente cerrado. Las putas vivían en autarquía, no hablaban ni una palabra de francés y, a menudo, ni siquiera inglés.

– ¿Quién era su proveedor?

– No conozco esas redes.

Haciendo girar el vaso entre mis manos, observé a los demás negros. Mi abrigo se había abierto dejando ver la culata del 9 mm. El canuto seguía pasando de mano en mano.

– Mi querido Claude, algo me dice que te aguaré la fiesta.

El negro sudaba la gota gorda. Los proyectores de la pista reflejaban un chisporroteo coloreado sobre su rostro. Detuvo mi gesto circular cogiéndome la muñeca.

– Ve a ver a Foxy. Ella puede darte un soplo.

La prostitución africana tiene una particularidad: los proxenetas no son hombres, sino mujeres: las mammas. Normalmente se trata de putas viejas, que han subido en el escalafón. Mujeres enormes, insensibles, con rostros escarificados, que no salen nunca de su casa. Me había encontrado con Foxy una o dos veces. Procedía de Ghana. La alcahueta más poderosa de París.

– ¿Dónde para ahora?

– 56, rue Myrrha. Escalera A. Tercer piso.

Me levanté pero Claude me detuvo.

– Ándate con cuidado. Foxy es una mala bruja. Una devoradora de almas. ¡Mmuuuuy peligrosa!

Las alcahuetas africanas no retienen a sus chicas utilizando la violencia, sino la magia. En caso de desobediencia, las amenazan con echar un maleficio a sus familias en África o a ellas mismas. Las mammas siempre guardan trozos de uñas, vello púbico o lencería manchada pertenecientes a sus chicas. Para ellas, una amenaza semejante es más aterradora que cualquier maltrato físico.

De repente, pensé en la expresión de algunas máscaras africanas, con los ojos bordeados de rojo. La música, el calor, los efluvios de hierba se mezclaban en mi cabeza. Las estridencias del saxo empezaban a parecerse a los rasgueos de los machetes en la carretera, a los silbidos de los hutus sedientos de sangre.

Iba a perder el equilibrio cuando unos bailarines retrocedieron hacia el reservado y me empujaron contra la mesa. El whisky salió despedido de los vasos. Claude se quemó con el petardo.

– ¡Joder!

Con la manga empapada en alcohol, me volví hacia la pista; los hombres y las mujeres se apartaban como si una serpiente hubiera caído desde las redes. Me erguí sobre la punta de mis pies y vi, en el centro, a un negro en el suelo, sacudido por convulsiones. Con los ojos en blanco y los labios llenos de espuma. El hombre necesitaba que lo llevaran a urgencias, pero nadie se le acercaba.

La música continuaba. Se limitaba a un martilleo de pieles y a los desgarramientos del cobre. Los bailarines volvieron a sus giros, evitando rozar al tipo en trance; los demás batían palmas como si quisieran expulsar el mal del cuerpo del poseso. Me abrí paso a codazos para socorrerlo, pero Claude me detuvo.

– Déjalo, tubab. Ya se calmará. Es un gabonés. Esos tíos no saben comportarse.

– ¿Un gabonés?

Los gaboneses parisienses constituían un colectivo tranquilo. El país de Omar Bongo era rico en petróleo y sus residentes solían ser estudiantes correctos y discretos. Nada que ver con los congoleños o los marfileños.

– Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país.

– ¿Una droga?

Claude sonrió, con los ojos entornados. Ya se llevaban al alucinado, tieso como el tronco de un árbol.

– Pues parece muy eficaz -comenté.

Claude se rió, inclinando la cabeza hacia atrás.

– ¡En materia de colocones, los negros sabemos hacer bien las cosas!

19

Rue Myrrha, cinco de la mañana

Los servicios municipales limpiaban la acera echando grandes chorros de agua mientras que un furgón policial patrullaba lentamente. Bajo los portales, algunas prostitutas hacían el amor con las sombras, esperando el día para desaparecer.

Aquí se encontraba el lado deteriorado del barrio africano de París. Por más que hubieran abierto una comisaría en la rue de la Goutte-d’Or, una tienda de Virgin en el boulevard Barbès y por más que se hubiera renovado la mayor parte de los edificios, la rue Myrrha seguía teniendo un aspecto lamentable. Un viejo aire destartalado y a la vez amenazador.

Delante del 56, utilicé mi llave maestra, la de los carteros, y abrí la cerradura. Buzones destrozados, construcciones vetustas, letras de escaleras pintadas sobre las paredes. No exactamente una vivienda de okupas, pero sí un bloque dejado de la mano de Dios, listo para el asalto inmobiliario. Localicé la letra «A» y penetré en el interior.

Cada piso daba o bien a un montón de escombros o bien a un pasillo tapiado con tablones En el tercero, pasé por debajo de los cables eléctricos que colgaban del techo. Todo parecía dormir; hasta los olores.

Un negro gigantesco dormitaba sobre una silla. A guisa de salvoconducto, saqué una vez más mi identificación. Alzó las cejas como si le faltara una parte del mensaje. Murmuré «Foxy». Se irguió, apartando una manta piojosa que hacía las veces de puerta, y me precedió en otra cueva.

Dos piezas; cada una daba a un lado del pasillo. Un dormitorio común a la izquierda y otro a la derecha; sobre las esteras reposaban amazonas arrebujadas; la ropa interior se secaba a lo largo de las habitaciones. El olor despertaba como cuando se frota una hoja de menta, mezcla de especias, sudor, polvo y ese perfume característico de los trópicos: mijo tostado, carbón de madera, frutas podridas.

Otro marco de puerta, otra cortina. El coloso hizo ademán de golpear el marco. Le detuve.

– It’s O.K.

Antes de que pudiera reaccionar, yo ya me había escabullido bajo la colgadura.

La alucinación nocturna continuaba. Las paredes estaban tapizadas con tejidos oscuros a rayas plateadas; unas velas, unos cuencos de aceite, unas varillas de incienso quemaban sobre el parquet; encima de los baúles pintados a mano y dispuestos a lo largo de los muros descansaban objetos tradicionales: matamoscas de crin de caballo, abanicos de plumas, estatuillas votivas, máscaras. Por todas partes se alineaban frascos, tarros, botellas de Coca-Cola, cerrados con corcho o con cinta adhesiva. Biombos, tapices colgados segmentaban la habitación y multiplicaban las sombras vacilantes, que se sumaban al caos general.

Hi, Match, good to see you again.

La voz gruesa, inimitable. Me sorprendió y me halagó que Foxy se acordara de mí. Dejé atrás el panel que la ocultaba. Estaba flanqueada por otras dos brujas. A su izquierda, una especie de largo junco de rostro claro, con el pelo trenzado en rastas doradas que le daban el aspecto de una esfinge. A su derecha, una gorda rolliza de piel muy negra. Su amplia sonrisa revelaba unos dientes grandes y separados. Las tres estaban sentadas sobre esteras, con las piernas cruzadas.

Me acerqué. Foxy estaba envuelta en una túnica africana escarlata que parecía un telón de ópera. Su rostro, atravesado por escarificaciones, estaba envuelto en un pañuelo del mismo color. Al verla, me acordé de una teoría de ciertos farmacólogos, según la cual el organismo de los «expertos en calderos» se había modificado. A fuerza de ingerir sustancias, brujas y brujos eran capaces de desprender, a través del aliento o de los poros de la piel, venenos, sustancias alucinógenas. Seguí en inglés:

– ¿Te molesto, mi reina? ¿Estás ocupada?

Honey, eso depende de qué te traiga por aquí.

Hablaba alargando las palabras, con voz perezosa. Bajaba los párpados mientras machacaba polvos en un cuenco de madera con sus manos extrañamente delgadas. Encendió una rama gris.

– Es para mis chicas. Purifico la noche. Noche de vicio, noche de mancillamiento.

– ¿Quién tiene la culpa?

– Hummm… Ellas tienen que pagar sus deudas, Mat, lo sabes muy bien. Deudas enormes…

Colocó la rama incandescente entre los listones del parquet.

– ¿Sigues siendo cristiano?

Mi garganta estaba seca. Abrasada por el alcohol, los cigarrillos y ahora por la atmósfera de esa cloaca. Me aflojé la corbata.

– Como siempre.

– Tú y yo nos entendemos.

– No, no estamos del mismo lado.

Foxy suspiró; las otras dos mujeres la imitaron.

– Siempre con los mismos antagonismos…

Dentuda dijo en inglés, irónica:

– El creyente reza, el brujo manipula.

Rastas prosiguió en el mismo idioma:

– El cristiano venera el bien, el brujo venera el mal.

Foxy cogió una vasija roja en la que flotaba una cosa horrible: un mono o un feto.

Honey, el bien, el mal, la oración, el control, todo eso viene después.

– ¿Después de qué?

– Del poder. Es lo único que cuenta. La energía.

Ahora sostenía una especie de escalpelo con hoja de obsidiana. Con un golpe seco, partió el cráneo de la criatura en el fondo de la vasija.

– A partir de ahí lo que cada uno haga es un asunto personal.

– Para el cristiano, lo único importante es la salvación.

Foxy se echó a reír.

– Eres un sol. ¿Qué quieres? ¿Buscas una chica?

– Investigo el asesinato de Massine Larfaoui.

Las tres brujas repitieron al unísono:

– Investiga un asesinato.

Foxy colocó el fragmento de cráneo en el cuenco de madera y empezó a machacar otra vez.

– Antes dime por qué te interesa ese asesinato. No es tu brigada la que lo investiga.

Foxy no poseía dotes de adivina. Era simplemente una informadora que tenía contactos en la DPJ de Louis-Blanc, en la BRP y hasta en la Brigada de Estupas.

– Esta investigación la llevaba un amigo. Un gran amigo.

– ¿Ha muerto?

– Intentó suicidarse pero ha sobrevivido. Está en coma.

Hizo una mueca.

– Mal asunto. Doblemente malo. Suicidio y coma. Tu amigo flota entre dos mundos: el m’fa y el arun.

Foxy pertenecía a los yoruba, un numeroso grupo étnico que ocupa el golfo de Benin, cuna de la cultura vudú. Yo había estudiado ese culto. El m’fa es el «zócalo» y representa el mundo visible. El arun es el mundo superior de los dioses. Me arriesgué:

– ¿Quieres decir que flota en el m’dolí?

El m’dolí es el puente entre los dos mundos, una pasarela donde se activan los espíritus, el territorio de la magia. La bruja me dedicó una amplia sonrisa.

Honey, contigo sí que se puede hablar. No sé dónde se encuentra tu amigo, pero su alma está en peligro. No está ni muerto ni vivo. Su alma flota: es el momento ideal para robársela. Pero sigues sin contestarme, cariño. ¿Por qué te interesa esa investigación?

– Quiero comprender el acto de mi amigo.

– ¿Y qué tiene eso que ver con Larfaoui?

– Investigaba su asesinato. Tal vez ha tenido algo que ver con su… caída.

– ¿También es cristiano?

– Como yo. Crecimos juntos. Hemos rezado juntos.

– ¿Y por qué sabría yo algo de esa historia?

– A Larfaoui le gustaban las mujeres negras.

Ella soltó una carcajada, secundada por las otras dos.

– ¡Y que lo digas!

– Y tú se las conseguías.

Frunció el ceño.

– ¿Quién te ha dicho eso? ¿Claude?

– Qué más da.

– ¿Crees que sé algo sobre su muerte porque le presentaba a algunas chicas?

– Larfaoui fue asesinado el 8 de septiembre. Era un sábado. Larfaoui tenía sus costumbres. Cada sábado invitaba a una chica a su casa en Aulnay. Una de tus chicas. Se lo cargaron cerca de la medianoche. No estaba solo, de eso estoy seguro. Nadie ha hablado de otro cuerpo. Por lo tanto, la chica consiguió escapar y, en mi opinión, sabe algo.

Hice una pausa. Tenía la garganta más seca que un cortafuego.

– Creo que conoces a esa chica. Creo que la escondes.

– Siéntate. Toma un té caliente.

Me senté sobre la estera con las piernas cruzadas. Ella dejó a un lado la inmunda vasija y cogió una tetera azul. Servía el té al estilo tuareg, levantando bien el brazo. Foxy me ofreció el brebaje en un vaso Duralex.

– ¿Y por qué te lo diría?

No contesté de inmediato. Finalmente, opté una vez más por la sinceridad.

– Foxy, estoy en un túnel. No sé nada. Y oficialmente no me encargo de este caso. Pero mi colega está entre la vida y la muerte. ¡Quiero comprender por qué se hundió! ¡Quiero saber en qué trabajaba y qué verdad descubrió de repente! Todo lo que me digas quedará entre nosotros. Te lo juro. Dime, ¿había una chica o no?

– Esta noche no la olvidaremos ni tú ni yo.

– No la olvidaré, pero ya no estoy en la BRP.

– Estás en la Criminal, mi amor, y eso es mucho mejor.

Estaba pactando con el diablo. Ya me veía al cabo de un mes, echando tierra sobre un caso de homicidio por petición de la hechicera. Foxy tenía buena memoria.

– La recordaremos, ¿verdad? -repitió.

– Te doy mi palabra. ¿Había una chica aquella noche?

Foxy se tomó tiempo para beber un sorbo de té; luego colocó la taza sobre el parquet.

– Había una chica.

La atmósfera pareció calmarse, sentí una liberación. Y al mismo tiempo una nueva crispación. Mis venas, mis arterias se contraían, la pesadilla no hacía más que empezar.

– Tengo que verla. Tengo que interrogarla.

– Imposible.

– Foxy, tienes mi palabra, yo…

– Ha desaparecido.

– ¿Cuándo?

– Una semana después de la noche en cuestión.

– Cuéntame.

Hizo chasquear la lengua y me taladró con la mirada. Sus ojos estaban clavados en los míos.

– Aquella noche, cuando regresó, estaba aterrorizada.

– ¿Vio al asesino?

– No vio nada. Cuando se cargaron a Larfaoui ella estaba en el baño. Salió por la ventana y subió al tejado del chalet. Decía que el asesino no la había visto. Pero siete días más tarde desapareció.

– ¿Quién se encargó de ella?

– ¿Tú qué crees? El tío la ha buscado y la ha encontrado.

Otro indicio: el mercenario no solo utilizaba un arma automática sino que era capaz de introducirse subrepticiamente en la comunidad africana anglófona. ¿Un veterano de Liberia? Le tendí mi vaso vacío.

– ¿No tienes algo más fuerte?

– Foxy tiene todo lo que haga falta.

Sin descruzar las piernas giró el torso. Una botella apareció entre sus manos ganchudas. Llenó mi vaso con un líquido transparente que tenía la consistencia del aceite. Tomé un breve sorbo, con la impresión de beber éter, y le pregunté con voz ronca:

– ¿Era una cría?

– Se llamaba Gina. Tenía quince años.

– ¿Estás segura de que no vio nada?

La devoradora de almas alzó los ojos hacia el techo, repentinamente pensativa. Una tristeza teatral apareció en sus rasgos. Suspiró con los ojos húmedos.

– Pobre chiquilla…

Bebí otro sorbo y grité:

– ¡Joder! ¿Vio algo o no?

Sus ojos se posaron sobre mí. Sus labios se abrieron con indolencia.

– Cuando estaba en el tejado vio salir a un hombre.

– ¿Cómo era? ¿Grande? ¿Pequeño? ¿Robusto?

– Un hombre alto. Muy alto y delgado.

– ¿Cómo iba vestido?

Foxy se sirvió a su vez un vaso de aquel matarratas y se mojó los labios.

– Tú y yo estamos de acuerdo, ¿verdad? Esta noche quedas en deuda conmigo.

– De acuerdo, Foxy. Habla.

Bebió una vez más y luego dijo con una voz sepulcral:

– Llevaba un abrigo negro y cuello blanco.

– ¿Un cuello blanco?

Man, Gina dijo que era un sacerdote.

20

Poco faltó para que olvidara la misa de Luc.


Siete de la mañana

Tenía el tiempo justo para pasar por mi casa, ducharme y cambiarme de ropa. Apestaba a trópico y a brujería. Mientras conducía traté de recapitular.

Los elementos eran disparatados, fraccionados, sin el menor vínculo entre sí. Un suicidio protegido por san Miguel Arcángel. Una iconografía del diablo. Una asociación que organizaba peregrinaciones a Lourdes. Escapadas a la región del Jura, supuestamente adúlteras. Una frase enigmática: «He encontrado la garganta». El asesinato de un cervecero traficante.

Y sobre todo, el personaje del clérigo asesino, que batía todos los récords del absurdo. Un tirador con alzacuello, un profesional del gatillo, capaz de introducirse en los ambientes africanos más impenetrables. No tenía sentido, como tampoco lo tenían las sospechas de corrupción que planeaban sobre Luc en tanto que posible móvil del suicidio.

Si todos esos hechos formaban una sola red, era obvio que ya no tenía la clave de acceso, y que estaba lejos de conseguirla.


Nueve de la mañana

Empujé la puerta de la capilla de Sainte-Bernadette con los cabellos todavía húmedos. La iglesia, subterránea, parecía un refugio atómico. Techo bajo, columnas de hormigón, tragaluces de cristal rojo que parecían coagular la escasa luz diurna.

Rocé el agua bendita con la mano, me persigné y luego me escabullí por la izquierda. Allí estaban todos o casi todos. Rara vez había visto a tantos maderos por metro cuadrado. Por supuesto, la Brigada de Estupas en pleno, pero también los jefes de otras brigadas -BRP, Protección de Menores, Antiterrorismo-, peces gordos del ministerio, los comisarios de la DPJ… La mayoría llevaba uniforme negro: galones plateados y hojas de roble, lo que reforzaba aún más el tono marcial de la ceremonia. No era precisamente la reunión íntima que Laure había planeado.

Dudaba que Luc conociera personalmente a todos esos pesos pesados, pero tenían que estar presentes. Mostrar el compromiso de las autoridades, la solidaridad de todos hacia ese «acto desesperado». El prefecto de policía, Jean-Paul Proust, caminaba por la nave central junto a Martine Monteil, directora de la PJ. Los seguía Nathalie Dumayet, elegante con su abrigo oscuro; su cabeza sobrepasando la de los demás.

Semejante desfile me ponía los nervios de punta. Se enterraba a Luc antes de que hubiera exhalado su último suspiro. ¡Esa maldita ceremonia le daría mala suerte! Además, esos maderos constituían la mejor selección de ateos imaginable. No había ni uno solo que creyera en Dios. Luc vomitaría si viera semejante mascarada.

En las primeras filas, a la derecha, vi a los hombres de su equipo. Doudou, con la mirada ansiosa, la cabeza metida en su cazadora roja, Chevillat; tieso como un palo, un mechón sobre el ojo, hundido en su abrigo de piel; Jonca parecía un ángel del infierno, mal afeitado, con los bigotes caídos y los cabellos grasientos bajo una gorra de béisbol. Tres maderos del asfalto, duros, peligrosos, «limítrofes».

La iglesia seguía llenándose de gente; resonaban los murmullos, el siseo de los abrigos. Doudou abandonó su sitio. Lo seguí con la mirada. Fue al encuentro de un hombre que estaba cerca de un confesionario en el extremo derecho. Pequeño, robusto, con los cabellos canos cortados al cepillo. Sus anchos hombros estaban encorsetados en una gabardina tres cuartos, azul oscuro. Parecía que llevara un uniforme invisible, un uniforme que no era policial. De repente lo supe: un sacerdote. Un religioso vestido de civil.

Rodeé la primera fila de bancos y atravesé la nave. Ya estaba a solo diez metros de los dos hombres. En ese instante, Doudou deslizó un objeto en las manos del otro. Una suerte de estuche de lápices de madera barnizada.

Apreté el paso, pero una mano me cogió la manga.

Laure.

– ¿Qué haces? Tú te quedas a mi lado.

– Por supuesto -dije sonriendo-. ¿Dónde quieres sentarte?

La seguí, pero eché otro vistazo a los conspiradores. Doudou ya volvía a su sitio. Detrás de una columna, el hombre de azul se persignaba. Estupor. Un signo de la cruz invertido, empezando por abajo como hacen ciertos satanistas, reproduciendo el símbolo del Anticristo. Laure me había hecho una pregunta.

– Perdona, ¿qué decías?

– ¿Has elegido el texto?

– ¿Qué texto?

– Había previsto que leyeras un fragmento de la Epístola a los Corintios…

Otra mirada a la derecha; el hombre había desaparecido. Mierda. Murmuré:

– No… Si no te importa yo…

– Está bien -dijo Laure en tono seco-. La leeré yo.

– Perdona. Pero no he pegado ojo.

– ¿Acaso crees que yo he dormido bien?

Se volvió hacia el altar. Los remordimientos me crispaban el vientre. Era el único cristiano de todos los presentes y ¿no podía leer unas frases? Pero mis interrogantes lo borraban todo: ¿quién era ese hombre? ¿Qué le había entregado Doudou? ¿Por qué se había persignado al revés?

La ceremonia empezó. El sacerdote, vestido con una túnica blanca que llevaba estampado el cordero pascual, abrió los brazos. Un tamil puro. Fosas de la nariz anchas como monedas, ojos negros, húmedos, curiosamente alargados. Con su voz resonando casi como un pitido empezó:

– Queridos hermanos, estamos aquí reunidos…

Sentí de golpe que el cansancio me invadía otra vez. El oficiante hizo una señal explícita. Todo el mundo se sentó. La voz monocorde empezaba a alejarse. El crujido de los papeles me despertó. Todos buscaban en el texto de los cantos del día.

– Ahora cantaremos la tercera alabanza -dijo el sacerdote.

Quedarme dormido en la misa de mi mejor amigo… Eché un vistazo a Doudou. No se había movido.

– Este canto lleva por título «Que tus obras sean bellas». El fragmento empieza por: «Cada hombre es una historia sagrada / el hombre está hecho a imagen de Dios…».

Me produjeron cierta gracia aquellas palabras, teniendo en cuenta que la capilla estaba hasta los topes de maderos agnósticos y desencantados. Sin embargo, el público respondió a coro, en un zumbido vacilante.

– ¿Puedo sentarme en tus rodillas?

Amandine, con sus dos trenzas rubias bajo un gorro color chocolate, me tendía su folio.

– No sé leer.

La puse en mis rodillas y entoné: «Cada hombre es una historia…». Aspiré el olor del tejido limpio y del calor infantil. Mis pensamientos se perdieron por senderos difusos, indistintos, en los que Mathieu Durey, madero obsesivo, treinta y cinco años, sin mujer ni hijos, avanzaba hacia la nada.

Treinta minutos más tarde, interrumpidos a menudo por los timbrazos intempestivos de los móviles, el sacerdote, que no tenía demasiada idea de con quién se las veía, soltó un sermón interminable sobre la Eucaristía. Temí lo peor. ¿Iba a ofrecer la comunión a ese atajo de incrédulos? Eché una ojeada a Doudou; empezaba a inquietarse y a mirar desesperadamente hacia la puerta. Evidentemente tenía más prisa que los demás.

Me levanté, senté a Amandine en mi asiento y murmuré a Laure:

– Te espero fuera.

21

En la avenida de la Porte-de-Vincennes, divisé la moto de Doudou.

Una pieza de colección: una Yamaha 500, modelo trial. Me dirigí hacia el vehículo, sacando el móvil. Marqué el número de información horaria y luego calcé el teléfono entre el asiento de la moto y el guardabarros.

Esperé unos largos cinco minutos hasta que la multitud emergió de la cripta. Puse cara de circunstancias y fui hacia el tropel, buscando a Laure con la mirada. Estaba asediada por una infinidad de saludos y gestos benevolentes. Me deslicé entre los abrigos negros y le murmuré al oído:

– Te llamo luego.

Empecé a irme, pero agarré por la cazadora a Foucault cuando pasé por su lado.

– ¿Me prestas tu móvil?

Sin hacer preguntas, me lo pasó. Cerca de su moto, Doudou se puso el casco integral.

– Gracias, te lo devuelvo a mediodía, en el despacho.

– ¿A mediodía? Pero…

– Lo siento. Olvidé el mío.

Sin esperar respuesta corrí hacia mi Audi A3, aparcado a cincuenta metros de allí, en el lateral. Giré la llave de contacto mientras Doudou hundía su talón en el pedal. Puse primera mientras marcaba un número que conocía de memoria.

– Soy Durey, de la Brigada Criminal. ¿Quién está de guardia?

– Estreda.

Golpe de suerte: uno de los operadores que mejor conocía.

– Ponme con él.

Doudou desapareció entre la circulación. Salí de la fila y frené antes de meterme en el tráfico. Oí el acento de Estreda.

– Soy Durey.

– ¿Qué tal?

– Me han birlado el móvil.

– ¡Menudo policía estás hecho!

– ¿Podrás localizarlo?

– Si el tío está usándolo, no hay problema.

Desde hacía poco tiempo era posible rastrear un móvil siempre y cuando estuviera comunicándose. El principio era sencillo: se identificaba la celda del satélite solicitada por el teléfono. En las ciudades, esas celdas eran cada vez más numerosas y su radio de acción se limitaba a doscientos o trescientos metros.

Esa técnica la habían iniciado empresas privadas especializadas en fletes y en transportes por carretera, que la utilizaban para localizar sus vehículos. La policía francesa no poseía un sistema propio y recurría a esas compañías, las cuales, mediando una fianza, daban acceso a su servidor.

– Estás de suerte -dijo Estreda-. El tío comunica.

Me coloqué el móvil bajo el mentón y puse primera.

– Dime.

– ¿Tienes un ordenador?

– No, estoy en el coche. Tendrás que guiarme.

– Tu historia me huele a trapisonda.

– Empieza. Estoy conduciendo.

– No me estarás metiendo en una operación de seguimiento sin una orden, ¿verdad?

– ¿Confías en mí o no?

– No. Pero el tío acaba de entrar en el periférico. Porte-de-Vincennes.

Arranqué a toda pastilla.

– ¿Qué dirección?

– Periférico sur.

Atravesé la explanada a toda velocidad, obligando a los demás coches a frenar en seco. Los conductores se quejaron a gritos, pero ni hablar de utilizar la sirena. Entré en la rampa de acceso a más de ochenta kilómetros por hora.

– Va a toda mecha. ¿Está huyendo o qué?

No contesté, aunque acababa de descubrir una innovación: un nuevo programa permitía calcular, en tiempo real, la velocidad de kilómetro en kilómetro. Un auténtico videojuego.

– Ya ha pasado por la porte de Charenton.

Superé los cien kilómetros por hora y me cambié al carril rápido. La circulación era fluida. Estaba seguro de que Doudou no regresaba al 36. Estreda me confirmó que el motociclista había dejado atrás la porte de Bercy.

Porte de Bercy. Quai d’Ivry. Porte d’ltalie…

– Parece que disminuye de velocidad…

Hice un giro en diagonal para colocarme en el carril derecho.

– ¿Sale? ¿Dónde está?

– Espera, espera…

Estreda entraba en el juego. Suponía que le seguía los pasos al «ladrón» de mi móvil. Me lo imaginaba encorvado sobre la pantalla donde parpadeaba la señal correspondiente a mi teléfono.

– Ha cogido la A6. Dirección Orly.

¿El aeropuerto? ¿Doudou iba a tomar un avión arriesgando el todo por el todo? Esa dirección era también la del mercado de Rungis. Inmediatamente lo relacioné con el mundo de los cerveceros.

– ¿Dónde está?

Estreda no respondió; seguramente la señal aún no había cambiado de zona.

– ¡Joder! ¿Dónde está? ¿Ha salido en Orly o qué?

Delante de mí veía cómo se acercaba la bifurcación: a la izquierda, Orly; a la derecha, Rungis. Ya estaba a tan solo doscientos metros. A mi pesar, levanté el pie del acelerador tratando de retener los segundos. De pronto, el portugués gritó:

– ¡Acelera! Dirección Rungis.

Había acertado. Los almacenes de bebidas. Aceleré a fondo. La fluidez de la circulación parecía un milagro, teniendo en cuenta que en los carriles en sentido contrario estaban atascados.

– Va más despacio… -susurró Estreda-. Sale. ZA Delta. Hacia el mercado.

Conocía el camino; ya había estado en ese «mercado de interés nacional». Pasé el peaje y me encontré frente a una batería de paneles: horticultura, pescados, frutas y verduras… Frené en seco y cogí el móvil.

– ¿Dónde está? ¡Al menos dame la orientación!

– Estamos jodidos. Mi señal ya no se mueve.

– ¿Se ha parado?

– No. Pero hay varias señales de satélite en Rungis. Suelen saturarse.

– ¿Entonces?

– Entonces puede que el tío se mueva pero que su señal siga en el mismo sitio, porque las otras no pueden pillarla. Hay un sistema que envía las llamadas en caso de…

– ¡Mierda!

Golpeé el volante. Ya me veía recorriendo la inmensa zona comercial y sus pasajes, buscando la moto de Doudou.

– Está bien -susurré-. Ya me apañaré.

– ¿Estás seguro de…?

– Llámame si la señal se mueve.

– ¿Llamarte? Pero si es tu móvil el que…

– Me han prestado uno. El número debe de estar en tu pantalla.

– De acuerdo… Espera, ¡buenas noticias!

– Dime.

– La de la rotonda de los mercados, cerca de la porte de Thiais.

Estaba claro que Estreda conocía el lugar.

– Rungis es como nuestra casa, colega -me confirmó-. Nuestros camiones van allí todos los días.

– ¿Conoces un sector especializado en bebidas por aquí?

– Un sector no, pero ahí está la Compañía de la Cerveza. Un almacén de cerveceros, rue de la Tour.

Puse la primera y aceleré quemando los neumáticos, que rechinaron con estridencia.

22

La moto de Doudou estaba aparcada delante del almacén.

Paré a cincuenta metros, apagué el motor, esperé. A esa hora, las calles estaban desiertas. Cinco minutos más tarde, el madero apareció en el umbral, acompañado por un fulano gordo, vestido con un chándal Adidas. Reconocí al tipo: un cervecero cuyo nombre no recordaba, que distribuía importantes pedidos de cerveza en varios distritos de París.

Echó un vistazo a su alrededor con la frente fruncida; parecía tener prisa por deshacerse de su visitante. Doudou daba la impresión de estar alterado, a punto de explotar. El cervecero metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre abultado. Doudou lo guardó en su cazadora, echando una mirada a su alrededor.

Me hundí en el asiento esperando que terminaran con su trapicheo. Desenfundé, cargué el arma y luego cogí un par de esposas de la guantera. El gordo desapareció en el interior de la nave mientras que Doudou caminaba hacia su moto. Antes de que me diera la espalda para ponerse el casco, salté y corrí hacia él, con la pipa en la mano. Cuando levantó los brazos sosteniendo el casco en el aire, sobre su cabeza, le hundí el cañón de mi HK en la nuca.

– No te muevas, cabrón -murmuré-. Así es como me gustas.

Al reconocer mi voz, Doudou se rió, socarrón.

– No te atreverás.

De una patada le doblé las piernas. Doudou se estrelló en el suelo y su casco fue a parar al asfalto. Se volvió gritando. Le planté la automática en la garganta.

– ¿Qué te apuestas?

Le di un culatazo en la carótida. Dio un respingo y vomitó. Lo agarré por el cuello, sintiendo que su bilis me quemaba la mano y le estrellé la cara contra la acera. Su nariz se partió limpiamente. Una vez más, me metía en el papel que más odiaba: el del madero violento.

Registré la cazadora y encontré el sobre, empapado de vómito. Diez mil euros por lo bajo. Guardé la pasta en mi bolsillo y con un golpe de talón en los riñones puse al madero boca abajo. Ya tenía las esposas en la mano. Las cerré en su espalda. Masculló: «¡Maricón…!». Cogí su automática, la metí en mi cinturón y luego palpé las perneras de sus vaqueros. En el tobillo derecho, otra pistola. Una Glock 17, la más sencilla de la serie. Me la metí en el bolsillo.

– Es hora de ir al confesionario, amigo.

– ¡Que te follen!

Lo agarré por los pelos y lo puse de pie. De una patada en el culo lo empujé al interior del edificio. Una nave enorme, llena de canastos de plástico y toneles de acero. Los hombres que pilotaban las carretillas elevadoras se quedaron petrificados. Busqué nerviosamente mi identificación en el bolsillo.

– ¡Policía! Hora de descanso. ¡Largo de aquí! ¡Todos!

Los trabajadores no se hicieron de rogar. Todavía resonaban los últimos pasos en el umbral cuando murmuré a Doudou:

– Conoces las normas. O hablas y todo se acaba en dos minutos o haces el capullo y jugamos fuerte. Con lo que tengo en el bolsillo, no corro el riesgo de que vayas a llorar a los de la IGS.

Doudou me dijo en tono burlón, con el rostro ensangrentado:

– ¡Joder! ¿Sigues ahí? ¿No te había mandado a que te follaran?

Fui a cerrar la gran puerta.

– ¿Qué coño haces? -gimió Doudou.

Sin responder, bloqueé el panel y volví a su lado. Lo agarré por el cogote y le metí la cara entre dos toneles de acero. Di la vuelta a los toneles y me planté delante de él, al otro lado. Grité como si estuviera hablando con un sordo:

– ¿Qué tal? ¿Me oyes?

Doudou escupió sangre y eructó algunas palabras ininteligibles. Disparé una bala a quemarropa en el tonel de la derecha. La cerveza empezó a derramarse a mis pies mientras el tonel reverberaba.

– ¿Me oyes o no?

La cara del madero estaba deformada por el dolor. Apunté al barril de la izquierda y volví a disparar. Chorro dorado. Vibración superaguda. Los tímpanos de Doudou tal vez ya habían estallado. Me planté a unos centímetros de él.

– ¿Sigues sin oírme?

El madero no podía ni siquiera gritar. Su cara era un rictus de terror. Cogí su pelambrera y le levanté el rostro.

– ¡Vas a contestar a mis preguntas, de lo contrario, vaciaré el cargador en estos jodidos barriles!

Doudou sacudió la cabeza. Era imposible saber si se rendía o si seguía provocándome. Volví a la carga y saqué el sobre de mi bolsillo.

– ¿Esto qué es?

El madero abrió la boca. La sangre cayó en el charco espumoso. Tartamudeó:

– Tío, eso… -tartamudeó-, eso me acojona… tengo que… tengo que largarme.

– ¿Por qué?

Las lágrimas caían por sus mejillas. Me entraban ganas de vomitar pero los vapores de cerveza anestesiaban el asco.

– ¿Qué te acojona?

– Los Bueyes… Investigarán sobre Larfaoui… Descubrirán nuestros trapicheos…

– ¿Estás implicado en su muerte?

– ¡No! Joder… sácame la cabeza de aquí…

Aparté los barriles. Su cabeza hizo ¡splash! en el charco. Lo cogí por las esposas y tiré violentamente de él hacia atrás para sentarlo.

– Quiero toda la historia. Larfaoui. Su asesinato. El papel de Luc y el tuyo en este follón.

– Llegamos a un arreglo con Larfaoui…

– ¿Cómo que «llegamos»? ¿Quiénes?

– Yo, Jonca, Chevillat. Conseguíamos permisos para el moro. Pasábamos por las cafeterías, nos hacíamos los duros para hacerles ver que Larfaoui tenía a la pasma de su lado. Cerrábamos los ojos con los clandestinos…

– ¿Estáis implicados en el asesinato de Larfaoui?

– ¡Te digo que no! ¡No tenemos nada que ver con eso!

– Entonces, ¿se puede saber por qué tanto miedo?

– Los Bueyes mirarán con lupa las últimas acciones de Luc. ¡Estudiarán el expediente de Larfaoui! Y verán que algo huele mal…

– ¿Luc estaba al corriente de vuestros chanchullos?

– ¿Y tú qué crees, listillo?

– Mientes. Él nunca habría aceptado que…

– ¡Luc siempre ha cerrado los ojos!

Doudou se reía con socarronería a pesar de su sufrimiento. Lo empujé con todas mis fuerzas contra los barriles. Los efluvios de la cerveza empezaban a embriagarme.

– ¿Estás diciendo que Luc estaba pringado?

– Tu colega era todavía más vicioso. La pasta le traía sin cuidado. Nos dejaba hacer los chanchullos y luego los usaba contra nosotros, ¿te enteras?

– No.

– Nos tenía cogidos por los huevos, joder. Decía que le importaban una mierda nuestros chanchullos siempre y cuando nos comiéramos todos los marrones que él quisiera.

– ¿Qué marrones?

– Jornadas de veinticuatro horas. Registros sin orden judicial. Pruebas amañadas. Los métodos de Luc para poner a los sospechosos contra las cuerdas.

El deseo de condenar, más que nunca. Reconocía a Luc y su lógica retorcida. Encubrir un delito a condición de conseguir más fuerza para luchar contra otro. Hacer cantar a sus propios hombres para que se convirtieran en esclavos de su cruzada contra Satán.

– Háblame de la investigación sobre Larfaoui. ¿Cómo conseguisteis un caso que debía asignarse a la Criminal?

– Luc conocía al juez. Y también tenía un expediente sobre los tíos de la DPJ. Decía que era la única manera de tapar nuestros embrollos.

– ¿Y qué descubrió sobre el asesinato?

– Nada. Un misterio. Trabajo fino, de profesional. Y ni rastro de un móvil.

Intuía que Doudou era sincero. No obstante, insistí:

– ¿Por qué Luc estaba tan obsesionado con ese caso?

– No estaba obsesionado.

– ¿No era el caso lo que le volvía loco?

– No.

Mi vista se nublaba a través de la bruma del alcohol.

– ¿Luc trabajaba en otra cosa?

Doudou no contestó. Jadeaba con la cabeza colgando sobre el torso. Le levanté la cara con el cañón.

– ¡Habla, jodido inútil!

– Estás meando fuera del tiesto, tío.

– ¿Por qué?

– Besançon… -Doudou arrastraba las palabras como un borracho-.Trabajaba sobre un caso en Besançon…

Por fin un dato que tenía relación con otro. Los viajes de Luc. El billete de tren descubierto por Laure. Puse una rodilla en el suelo.

– ¿Qué sabes de eso?

– Quítame las esposas.

Tuve ganas de vaciar mi cargador en los cilindros de acero pero lo cogí por los hombros y le di la vuelta. Era hora de tirar lastre. Mi voluntad se estaba debilitando; los vapores de la cerveza… Le quité las esposas. Doudou se masajeó las muñecas; luego se palpó los tímpanos, alelado.

– ¿Y bien? ¿Esa investigación?

– Un asesinato en el Jura. El cuerpo de una mujer, en la frontera suiza.

– ¿Dónde, exactamente?

– No lo sé. El nombre del pueblucho es Sarty o Sartoux. Luc me habló de él una vez.

– ¿Cuándo ocurrió?

– El verano pasado. En junio, creo.

– ¿Qué sabes sobre ese asesinato?

– Un asunto horrible, según parece. Un crimen satánico. A Luc se le iba la olla con eso…

Un crimen satánico. Segunda revelación. Los elementos empezaban a ponerse en su sitio.

– ¿Qué más sabes?

– Nada, te lo juro. Luc trabajaba solo en ese asunto. Viajó allí en diversas ocasiones. A veces, ida y vuelta el mismo día. Pasaba horas estudiando sus notas y las fotos de la escena del crimen.

– ¿Dónde está ese expediente?

– Luc lo tenía en un archivo informático.

– ¿Tienes el documento?

– Si había algún problema tenía que entregárselo a un pavo.

Tercera conexión. La escena de la iglesia, dos horas atrás.

– ¿Es la caja que le has dado al tipo de la iglesia?

– Tienes ojo, cabrón. Sí, creo que es esa.

– ¿Quién es ese hombre?

– Ni idea.

– ¿Por qué se la has dado?

– Luc me había alertado. En caso de que se armara un berenjenal debía llamar a un número. Como respuesta, el tío me daría una contraseña.

– ¿Qué contraseña?

Doudou se rió, un gorjeo horrible que terminó en tos.

– «He encontrado la garganta.» Como contraseña parece una broma, ¿no?

Las informaciones por fin se articulaban, pero sin cobrar el menor sentido. Una investigación secreta. Un crimen satánico vinculado con un hombre que se persignaba al revés. Una frase que parecía una clave.

– Y esas palabras, ¿sabes qué quieren decir?

– Ni idea. Ayer, llamé. El tío me dijo que llevara la caja a la misa. Se la di. Asunto concluido.

– Ese hombre es un sacerdote, ¿verdad?

– ¿Por qué?

Doudou no comprendía de qué le hablaba. Me levanté y lancé el sobre con la pasta en el charco de cerveza.

– Toma, emborráchate a mi salud. Y no te muevas de París.

Doudou alzó la vista, despavorido.

– ¿Y los Bueyes?

– Yo me ocuparé. Hablaré con Dumayet. Ella llamará a Levain-Pahut. Ya encontrarán una solución.

– ¿Por qué haces esto?

– Por Luc. Vuestro equipo debe permanecer unido. Te devolveré la pipa en el 36.

– Pero si Luc…

– Luc despertará, ¿me has oído?

Abrí la puerta de la nave y me enfrenté a la luz matinal. Mientras caminaba a lo largo del muro traté de vomitar. Nada, solo una bilis ácida. Encendí un Camel para quemar el sabor a violencia de mi garganta.

Recuperé el móvil del asiento de la moto. Corté la comunicación con la información horaria y eché una ojeada a la pantalla.

Mi tarifa plana mensual acababa de agotarse.

23

De vuelta en mi piso, me cambié y luego cerré los postigos. En la oscuridad, me instalé frente al ordenador y empecé a buscar en Google. Tecleé: Sarty, Sartoux e incluso Sarpuits, asociándolo a cada departamento de Franche-Comté. Obtuve varias respuestas de las que la más plausible era «Sartuis», en Haut-Doubs. Una pequeña ciudad situada cerca de Morteau, en la frontera suiza.

Nueva búsqueda, nuevo comienzo.

Primero, las direcciones de los periódicos locales. LEst républicain, de Nancy, Le Courrier du Jura de Besançon, Le Progrès de Lyon en el centro, Le Pays de Mulhouse en el nordeste. Usé el buscador de L’Est républicain y escribí varias palabras clave: Sartuis, junio, 2002, cadáver, asesinato, mujer… Encontré un solo artículo en la edición del 28 de junio:


se descubre un cuerpo en

notre-dame-de-bienfaisance


El cuerpo de una mujer desnuda fue descubierto en la mañana de ayer a unos kilómetros de Sartuis (Haut-Doubs), en el parque natural de la fundación Notre-Dame-de-Bienfaisance. Según nuestras informaciones, el cuerpo fue descubierto por Marilyne Rosarias, directora de la fundación, sobre la meseta que domina el monasterio.

Probablemente, el cadáver, cubierto de musgo y en estado de avanzada descomposición, debía de hallarse desde hacía mucho tiempo en los bosques circundantes. Las cuantiosas lluvias de los últimos días favorecieron la acumulación de lodo en la pendiente, por lo que el cuerpo descendió hasta la llanura.

¿Cuál es la identidad de la muerta? ¿Cuándo falleció? ¿Cuál es la causa de su desaparición? Hasta el momento ni los servicios de rescate ni los de la gendarmería han podido aportar respuestas, pero la principal hipótesis es que se trata de un accidente. Una deportista, apasionada del senderismo, habría sufrido una caída y habría muerto, ya sea de inmediato, ya sea unos días más tarde, aislada en el bosque.

No obstante, resulta extraño que ni los guardabosques ni los residentes en la fundación, que se reúnen con frecuencia en esos bosques, descubrieran el cuerpo. Otra hipótesis toma cuerpo. La mujer habría sido asesinada y luego transportada al parque natural…

La autopsia, que tendrá lugar hoy, en el hospital Jean-Minjoz de Besançon, debería esclarecer lo sucedido. Además, los servicios científicos de la gendarmería recorren el lugar en busca de indicios. Por el momento, ni la juez de instrucción a cargo del caso, Corine Magnan, ni el fiscal general han hecho declaraciones. En cuanto al alcalde de Sartuis, el pueblo vecino, también guarda silencio. En la región todos esperan que este misterio se resuelva cuanto antes y que no dañe la temporada turística que ya ha comenzado en Doubs.


Me quedé perplejo. El lugar donde se había descubierto, una fundación a priori religiosa, podía coincidir con lo que buscaba, pero ni siquiera existía la certeza de que fuera un asesinato. Y no se mencionaba ninguna mutilación, ningún acto maléfico. Nada que confirmase el «asunto horrible» o «el crimen satánico» que había mencionado Doudou.

Seguí tecleando. Ningún otro artículo sobre ello durante los días siguientes. Ninguna noticia sobre la autopsia. Ninguna declaración del fiscal ni del juez. ¿Por qué ese silencio? ¿El caso había resultado tan insignificante que los periodistas no habían escrito nada? Extendí la búsqueda al mes de julio. Nada.

Visité la página de Le Courrier du Jura. Las mismas palabras clave. La misma búsqueda. Encontré un artículo del 29 de junio, que daba otras precisiones:


SARTUIS

LA MALDICIÓN DE UNA CIUDAD


El cadáver de la mujer descubierta anteayer por la mañana sobre la meseta del parque natural de Notre-Dame-de-Bienfaisance ha sido identificado. En realidad, los bomberos encargados de transportar el cuerpo ya la habían reconocido in situ. Se trata de Sylvie Simonis, cuarenta y dos años, artesana relojera de Sartuis.

Este nombre hace que revivan funestos recuerdos en los habitantes de Haut-Doubs. Sylvie Simonis no es otra que la madre de la pequeña Manon, ocho años, asesinada en noviembre del 88. Un caso siniestro que nunca se resolvió. El anuncio de esta nueva muerte y las circunstancias misteriosas que la rodean despiertan temores. E interrogantes.

En primer lugar, es imposible precisar la causa de la muerte y las razones de la presencia del cuerpo en el terreno del antiguo monasterio. ¿Accidente? ¿Asesinato? ¿Suicidio? Según los primeros testimonios, el estado del cadáver no permite pronunciarse al respecto y todavía no se conocen los resultados de la autopsia, efectuada en el hospital Jean-Minjoz de Besançon.

Según fuentes bien informadas, se sabe que Sylvie Simonis, virtuosa relojera que trabajaba por cuenta propia para los prestigiosos talleres de Locle, en Suiza, había desaparecido desde hacía una semana. Nadie había denunciado el hecho. Mujer discreta, por no decir enigmática, Sylvie Simonis iba y venía entre Suiza y Francia regularmente; a veces permanecía varias semanas en su casa de Sartuis montando sus relojes, sin dar señales de vida.

Si se trata de un caso criminal, ¿existe un vínculo entre este asesinato y el de Manon en 1988? Es muy pronto para arriesgar una hipótesis, pero en Sartuis e incluso en Besançon, los rumores aumentan.

Por su parte, el Servicio de Investigación de la gendarmería de Sartuis, así como Corine Magnan, la magistrada designada por el tribunal de Besançon, parecen dispuestos a mantener una absoluta discreción. En ese sentido, la juez de instrucción ya ha advertido a nuestro corresponsal: «Tenemos intención de trabajar en este caso con completa objetividad, al margen de polémicas y de indiscreciones. No toleraré ninguna injerencia de los medios de comunicación ni ningún tipo de presión».

Todos recuerdan que ya en 1988, la investigación del asesinato de la niña había sido llevada a cabo en el más estricto secreto, hasta el extremo de que fue imposible para nosotros, los periodistas informar sobre la evolución del caso. Las razones de esta censura informativa son conocidas: el revuelo causado por el caso Gregory, [1] a pocos kilómetros de nuestro departamento, donde la omnipresencia de los medios de comunicación perturbó el desarrollo de la investigación. Sin embargo, esperamos tener acceso a la información hoy, a fin de poder ofrecérsela a todos…


El artículo terminaba con una defensa del derecho de los periodistas a informar. Alcé los ojos y reflexioné. Quizá ese era el caso que buscaba. El «asunto horrible». La obsesión de Luc. Pero seguía sin haber ninguna alusión a Satán.

Y sobre todo, había un detalle que no encajaba.

Releí el artículo y luego volví al de L’Est républicain.

El texto del 28 de junio mencionaba un «cadáver cubierto de musgo y en estado de avanzada descomposición». En el del 29 se decía que la mujer había sido identificada inmediatamente por los bomberos. Era contradictorio. O bien el cuerpo estaba descompuesto y era irreconocible o bien estaba intacto y era identificable.

Extendí mi búsqueda al mes de julio en Le Courrier du Jura. Ni una sola línea. Ninguno de los dos rotativos había vuelto a mencionar el caso. Intenté localizar a los autores de los artículos. Ninguno de los dos estaba presente en el periódico y por teléfono era imposible conseguir sus señas.

Conseguí las de la oficina de la AFP, la Agence France-Presse, de Besançon. Me atendió una voz joven y dinámica. Sin duda un becario. Me presenté y abordé el caso Simonis.

– ¿Está investigándolo? -preguntó el periodista en tono entusiasta.

– Solo me informo. ¿Qué puede decirme al respecto?

– Yo redacté el primer artículo. Un auténtico petardo mojado. El descubrimiento de un cadáver cerca de un monasterio; parecía sabroso, ¿no es cierto? Sobre todo por la víctima: ¡Sylvie Simonis! Sin embargo, los gendarmes no nos dieron la menor información. Me puse en contacto con la juez, nada. El forense, ni pío. Incluso fui a Notre-Dame-de-Bienfaisance. No me dejaron entrar.

– ¿A qué se debía ese silencio?

– Querían hacernos creer que se trataba de un accidente de escalada. Que no había nada fuera de lo habitual. Para mí, ocurrió todo lo contrario. Callaron porque descubrieron algo.

– ¿Qué?

– Ni idea. Pero la hipótesis del accidente no se sostiene. Primero: Sylvie Simonis no era precisamente una deportista. Segundo: se pretendió que había desaparecido desde hacía una semana. En ese caso, ¿por qué estaba el cuerpo en esas condiciones?

– ¿El cuerpo estaba muy descompuesto?

– Parece ser que proliferaban los gusanos.

– ¿Usted lo vio?

– No. Pero pude hablar con los bomberos.

– Un artículo de Le Courrier du Jura dice que los del servicio de urgencias reconocieron su rostro.

Soltó una risa juvenil.

– ¡Eso es lo más alucinante! ¡El cuerpo estaba al mismo tiempo descompuesto e… intacto!

– ¿Y eso?

– Las partes inferiores estaban realmente podridas pero el torso parecía conservarse mejor. ¡Y el rostro intacto! Como si… -dijo titubeando-, como si la mujer hubiera muerto varias veces, ¿comprende? ¡En momentos distintos!

Lo que mi interlocutor describía era imposible. Y esa anomalía podía ser el punto de partida de Luc.

– ¿Se sabe al menos si fue un asesinato?

– No. En todo caso, no nos han dicho nada. Aunque comprendo que sean discretos. Sylvie Simonis es un tema tabú en la región.

– ¿Por el asesinato de la niña?

– ¡Evidentemente! ¡Es el caso Gregory del Jura! Catorce años más tarde, ni rastro del culpable y por las calles de Sartuis siguen circulando las hipótesis más demenciales.

– ¿Cree que los dos casos están relacionados?

– Seguro. Y más teniendo en cuenta que el papel de Sylvie en el caso de Manon no estaba muy claro.

– ¿Es decir?

– En cierto momento, ella misma fue sospechosa del asesinato. Pero fue exculpada. Tenía una coartada perfecta. Ahora, doce años más tarde, resulta que muere y las autoridades corren un tupido velo sobre la investigación. ¡Para mí que han descubierto un caso enorme!

Un cuerpo cerca de un monasterio. Una mujer muerta en varias etapas. Una niña asesinada. Un supuesto infanticidio. En una historia de ese calibre había sitio para el diablo. Volví sobre otro hecho que no encajaba:

– Si el caso le apasiona tanto, ¿por qué no ha escrito usted otros artículos? ¿Por qué nadie ha escrito ni una palabra al respecto?

– No teníamos la menor información.

– Semejante censura ya es una noticia. Un tema para un artículo.

– Nos dieron instrucciones.

– ¿Qué instrucciones?

– Puesto que no había nada que contar, era mejor no hurgar en la mierda. Sería perjudicial para la región. Sartuis está a siete kilómetros del salto de Doubs. Imagine qué sucedería si sale a relucir que hay cadáveres en el río. ¡Y en plena temporada turística!

Pasé al tuteo.

– ¿Cómo te llamas?

– Joël. Joël Shapiro.

– ¿Qué edad tienes?

– Veintidós años.

– Creo que iré a verte, Joël. Al fin y al cabo, la temporada turística se ha terminado.

24

En el 36, me esperaba el caos habitual en mi casillero. Actas, informes de escuchas, telegramas de la prefectura, comunicados de prensa… Cogí todo el papeleo y lo tiré sobre mi escritorio. Me senté, envolví en una piel de camello las dos automáticas de Doudou y las guardé bajo llave en uno de los cajones de mi escritorio.

Cogí el teléfono fijo. Antes que nada, llamé a Laure para disculparme por haberme marchado tan precipitadamente después de la misa. Tras las habituales fórmulas de cortesía, dudé un momento antes de susurrar:

– También quería decirte que he investigado los viajes de Luc.

– ¿Y?

– No había ninguna mujer. No en el sentido en el que tú lo decías.

– ¿Estás seguro?

– Completamente. Volveré a llamarte.

Colgué sin saber si había aliviado su orgullo de mujer o empeorado su dolor de esposa. Hojeé mis documentos y leí las notas de Malaspey sobre el medallón de Luc. Un chisme sin valor alguno. Decididamente, lo importante para Luc era el símbolo de san Miguel.

Encontré también el informe de Meyer acerca del sospechoso del caso Perreux. El gitano Kalderash. Lo miré rápidamente: buen trabajo. Lo suficiente para convencer a Dumayet de que la investigación avanzaba.

Hablé con Foucault para pedirle que viniera a buscar su móvil. También llamé a Svendsen. Quería saber si había estudiado los escáneres encontrados en casa de Luc. No me dejó terminar la frase.

– Son imágenes captadas por un tomógrafo PET. Una máquina que permite visualizar la actividad del cerebro humano en tiempo real. Estas resonancias proceden del departamento de medicina nuclear del Brookhaven National Laboratory, un importante centro de investigaciones que está en New Jersey.

– ¿De qué actividad cerebral se trata en este caso preciso?

– Según lo que me han dicho, de la de pacientes en plena crisis. Esquizofrénicos peligrosos.

– ¿Criminales?

– Por lo menos, violentos.

Exactamente lo que había supuesto. En la Edad Media, la presencia diabólica se expresaba en forma de una gárgola monstruosa En el siglo XXI, en la de una «fisura asesina» en el cerebro.

Svendsen proseguía:

– He hallado más informaciones. Estos pacientes presentan también deformidades físicas relacionadas con su esquizofrenia. Torso más ancho, rostro asimétrico, sistema piloso más desarrollado… Es como si la enfermedad mental transformara el cuerpo. Son como una especie de Mister Hyde…

Presentí lo que interesaba a Luc en esos casos de mutación. El mal «poseía» a esos seres hasta el punto de deformarlos. Los condenados de nuestra época. Me despedí de Svendsen mientras Foucault hacía acto de presencia en mi guarida.

– Gracias -le dije, devolviéndole su móvil.

– ¿Encontraste el tuyo?

– Todo en orden. ¿Resumiendo?

– He comprobado, para pasar el rato, si Larfaoui tenía contactos en la región de Besançon. Pero nada.

– ¿Y los extractos?

– Lo he recibido todo. Sin novedad. Ninguna irregularidad en las cuentas de Luc ni en las facturas de teléfono. Sus llamadas, incluso las de su propia casa, tienen que ver con el trabajo. Pero no hay ninguna a Besançon. En mi opinión, usaba otra línea. Es cada vez más común en el caso de los maridos infieles y…

– De acuerdo. Quiero que sigas investigando las actividades de Larfaoui. A ver en qué trapicheos andaba, aparte de la birra.

No perdía la esperanza de descubrir algún detalle que pudiera, de una manera o de otra, relacionarse con el conjunto. Después de todo, el asesino del cabileño era, supuestamente, un sacerdote. Algo que podía, a su vez, establecer un nexo de unión con el diablo.

– ¿Y los e-mails de la unita16?

– Los tipos de la asociación lo han devuelto todo. ¡Juran que no han recibido nada!

No lo había soñado; Luc había enviado esos mensajes. Decidí abandonar ese camino por el momento.

– ¿Y la lista de los tipos que participarán en la conferencia sobre el diablo?

– Aquí está.

Eché un vistazo a la lista: sacerdotes, psiquiatras, sociólogos, todos italianos. Ningún nombre me decía nada.

– Cojonudo -dije, dejando la hoja-. Algo más, me marcho esta noche.

– ¿Adónde?

– Asuntos privados. Entretanto, tú te haces cargo del chiringuito.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Unos días.

– ¿Estarás disponible en el móvil?

– No habrá problema.

– ¿Disponible de verdad?

– Escucharé los mensajes.

– ¿Has hablado con Dumayet sobre tu escapadita?

– Estoy en ello.

– ¿Y… Luc?

– Estacionario. No se puede hacer nada más.

Dudé y luego agregué:

– Pero allí donde voy estaré cerca de él.

Mi teniente se pasó la mano por los rizos dubitativamente. No comprendía.

– Te llamaré -dije sonriéndole.

Miré la puerta que se cerraba y luego cogí el informe de Meyer. Fui inmediatamente al despacho de Nathalie Dumayet.

– Ha hecho usted bien presentándose -dijo la comisaria cuando entraba-. Sus cuarenta y ocho horas han pasado.

Coloqué el informe delante de ella.

– Esto es lo de Le Perreux, para empezar.

– ¿Y el resto?

Cerré la puerta, me senté frente a ella en el escritorio y empecé a hablar. La muerte de Larfaoui. Los chanchullos del cabileño. Los nombres: Doudou, Jonca, Chevillat. Metidos hasta el cuello. Pero me callé lo de la tolerancia de Luc, su tendencia a la manipulación.

– Los estupas no tienen más que barrer delante de su puerta -concluyó-. Que cada uno se ocupe de su mierda.

– Le prometí a Doudou que usted intervendría.

– ¿A santo de qué?

– Me ha soplado otras informaciones… importantes.

– Lo que les ocurra a los estupas no es asunto nuestro.

– Usted podría llamar a Levain-Pahut. Ponerse en contacto con Condenceau. Orientar a los Bueyes sobre otra pista.

– ¿Qué pista?

– Luc trabajaba en el asesinato de Larfaoui. Podría enredarle hablándoles de una infiltración entre los cerveceros. Con un buen caso en vista.

Su mirada acuática me dejó helado.

– ¿Las informaciones de Doudou valen tanto?

– Quizá ahí esté el motivo del intento de suicidio de Luc. En todo caso, la investigación que lo ha obsesionado hasta el final.

– ¿Qué investigación?

– Un asesinato en la región del Jura. Hoy es jueves. Deme hasta el lunes.

– Ni hablar. Ya le he echado una mano, Durey. Ahora, vuelva al tajo.

– Permítame que me tome unos días libres.

– ¿Dónde cree que trabaja? ¿En Correos?

No contesté. Ella parecía estar pensándolo. Sus afilados dedos golpeteaban la carpeta de cuero. Desde mi llegada a la BC, nunca había hecho vacaciones.

– No quiero problemas -dijo por fin-. Sea donde sea donde vaya, no tiene ninguna jurisdicción.

– Seré discreto.

– ¿El lunes?

– Estaré en el despacho a las nueve de la mañana.

– ¿Quién más está en el ajo?

– Nadie, salvo usted.

Aprobó lentamente, sin mirarme.

– ¿Y los casos abiertos?

– Foucault se hace cargo del chiringuito. La tendrá al corriente.

– Téngame usted al corriente. Cada día. Buen fin de semana.

25

Una pistola automática Glock 21, calibre 45.

Tres cargadores de dieciséis balas con punta hueca.

Dos cajas de balas blindadas y semiblindadas.

Municiones Arcane, capaces de atravesar los chalecos antibalas. Una bomba de gas paralizante.

Un cuchillo de combate Randall con hoja biselada.

Un auténtico arsenal de guerra. Con o sin identificación de madero, con o sin jurisdicción, debía esperar lo peor. Coloqué las armas en sacos impermeables negros entre las camisas, los jerséis y los calcetines. En la funda para trajes colgué dos de invierno y varias corbatas cogidas al azar. Añadí guantes, un gorro y dos jerséis. Mejor ser precavido. No excluía la posibilidad de pasar más tiempo en la región del Jura.

Entre la ropa también puse mi ordenador portátil, una cámara digital, una linterna Streamlight y un kit de la policía científica, para extraer muestras orgánicas y tomar huellas dactilares.

Agregué documentación sobre la región que había sacado de internet y una fotografía reciente de Luc. Para terminar, una Biblia, las Confesiones de san Agustín y la Subida al monte Carmelo de san Juan de la Cruz. Cuando viajaba siempre me limitaba a estos tres libros, para no darle demasiadas vueltas y terminar llevándome la mitad de la biblioteca.


Siete de la tarde

El último café -un carajillo de ron- y en marcha.

No entré directamente en el bulevar periférico. Primero el Sena, el puente de la Cité, luego, por la orilla izquierda, la rue Saint-Jacques. La lluvia había vuelto. París relucía como una pintura recién barnizada. El halo azulado de las farolas desprendía una especie de inquietud, de agitación.

Justo después de la rue Gay-Lussac, aparqué a la izquierda en la rue de l’Abbé-de-L’Épée. Metí la bolsa en el maletero, lo cerré con llave y me dirigí hacia la iglesia de Saint-Jacques du Haut-Pas.

La parroquia daba directamente a la acera. Había reemplazado el asfalto por un pavimento de adoquines. Empujé la puerta lateral. Hice la señal de la cruz y volví a encontrar, intacta, inmutable, la suave claridad de aquel lugar. A esa hora, bajo las luces eléctricas, la nave surgía leve, horadada, tejida por el sol.

Pasos. Apareció el padre Stéphane, que apagaba los interruptores de todas las arañas. Cada noche cumplía el mismo rito. Lo había conocido en la Universidad Católica de París. Entonces era profesor de teología. Al llegar a la edad de jubilación le habían confiado esta iglesia, lo que le permitía seguir viviendo en el mismo barrio. Sintió mi presencia.

– ¿Hay alguien ahí?

Salí de detrás de una columna.

– Vengo a saludarte. O más bien a despedirme. Salgo de viaje.

El anciano me reconoció y sonrió. Tenía una cabeza redonda y unos ojos a juego con ella: enormes iris en unos ojos como platos, de crío sorprendido. Se acercó, apagando otra lámpara al pasar.

– ¿Vacaciones?

– ¿Tú qué crees?

Señaló los bancos y me invitó a que me sentara. Él cogió un reclinatorio y lo colocó fuera de la hilera, en diagonal, frente a mí. Su sonrisa infundía calidez a sus facciones grises.

– Y bien -dijo palmeando las manos-, ¿qué te trae por aquí?

– ¿Te acuerdas de Luc? ¿Luc Soubeyras?

– Por supuesto que sí.

– Se ha suicidado.

Su rostro se apagó. Sus ojos redondos se velaron.

– Mat, hijo mío, no puedo hacer nada por ti.

El sacerdote se equivocaba. Creía que pretendía pedirle unos funerales cristianos.

– No es eso -dije-. Luc no ha muerto. Ha intentado ahogarse pero está en coma. No se sabe si saldrá adelante. Las probabilidades son del cincuenta por ciento.

Sacudió la cabeza lentamente, con un matiz de reprobación.

– Era tan exaltado -murmuró-. Siempre extremo, en todas las cosas.

– Tenía fe.

– Todos tenemos fe. Pero Luc tenía ideas peligrosas. Dios excluye la cólera, el fanatismo.

– ¿No me preguntas por qué ha querido poner fin a sus días?

– ¿Qué se puede comprender de tales actos? Hasta nosotros, a menudo, no tenemos el brazo lo bastante largo para rescatar a estas almas.

– Creo que ha intentado matarse por culpa de una investigación.

– ¿Tiene relación con tu viaje?

– Quiero terminar su trabajo -repliqué-. Es la única manera de llegar a comprenderlo.

– No es la única razón.

Stéphane leía en mí como en un libro abierto. Después de una pausa, proseguí:

– Quiero seguir su rastro. Cerrar su caso. Pienso… En fin, creo que si descubro la verdad él despertará.

– ¿Te has vuelto supersticioso?

– Siento que puedo rescatarlo. Arrancarlo de las tinieblas.

– ¿Y quién te dice que él no ha terminado ya esta investigación? ¿Que precisamente es su conclusión lo que lo ha hundido en la desesperación?

– Puedo salvarlo -insistí en tono porfiado.

– Solo Nuestro Padre puede salvarlo.

– Por supuesto -dije y cambié de conversación-. ¿Crees en el diablo?

– No -contestó, sin vacilar-. Creo en un Dios todopoderoso. Un creador que no comparte su poder. El diablo no existe. Lo que existe es la libertad que el Señor nos ha otorgado y el modo en que la desperdiciamos.

Aprobé en silencio. Stéphane se agachó y adoptó el tono con el que se reprende a los niños.

– Tú finges interrogarme sobre tus dudas pero estás muy seguro. Quieres pedirme algo más, ¿verdad?

Me moví, inquieto, en el asiento.

– Querría confesarme.

– ¿Ahora?

– Ahora.

Saboreaba el olor del incienso, del mimbre tejido de los asientos, de la resonancia de nuestras palabras. Estábamos en el espacio de la confesión, de la redención.

– Ven conmigo.

– ¿No podemos quedarnos aquí?

Stéphane arqueó las cejas, sorprendido. Detrás de su aire bonachón, se escondía un tradicionalista, casi un reaccionario. Cuando impartía cursos de teología mencionaba siempre esa arquitectura invisible, esos puntos de referencia: los ritos, que deben estructurar nuestro camino. Sin embargo, esa noche, cerró los ojos y unió las manos, murmurando un padrenuestro. Lo imité.

Luego se inclinó hacia mí y susurró:

– Te escucho.

Hablé de Doudou, del episodio de Rungis, de las mentiras y las marranadas que jalonaban mi investigación. Hablé de las discotecas africanas, de las tentaciones que habían hecho nacer en mí. Hablé de Foxy, de la realidad inmunda que representaba y del pacto que había tenido que sellar con ella. Evoqué esa lógica de lo peor, que consiste en cerrar los ojos ante un mal para evitar otro, más grave aún.

Confesé mi cobardía hacia Luc: no había tenido el coraje de pasar por el hospital antes de marcharme. Y también mi desprecio hacia Laure, mi madre, todos esos maderos que había encontrado esa misma mañana en la capilla.

Stéphane escuchaba con los ojos cerrados. Comprendí, mientras hablaba, que seguía pecando. Mis remordimientos no eran sinceros: disfrutaba de ese momento compartido, un momento de sinceridad. Había placer allí donde debía existir contrición, penitencia.

– ¿Eso es todo? -preguntó por fin.

– ¿No te parece suficiente?

– Haces tu trabajo, ¿no?

– No es una disculpa.

– Podría ser una disculpa para dejarse llevar por la pereza del pecado, de la indiferencia. Pero me parece que estás lejos de eso.

– ¿De modo que estoy absuelto? -Chasqueé los dedos-. ¿Así, sin más?

– No seas irónico. Recemos una oración juntos.

– ¿Puedo elegirla?

– No es a la carta, hijo. -Sonrió-. ¿Qué oración querrías?

Murmuré:


Mi vida es solo un instante, una efímera hora.

Mi vida es solo un día,

que se evade y que huye.


– ¿Thérèse de Lisieux?

Cuando éramos adolescentes, con Luc, despreciábamos a las mujeres célebres de la historia cristiana: santa Teresa de Ávila: una histérica. Santa Teresa de Lisieux: una simplona. Hildegarde von Bingen: una iluminada… Pero con la edad, las había descubierto y me habían fascinado. Como la frescura de Teresa de Lisieux. Su inocencia era la quintaesencia. La pura simplicidad cristiana.

– No es muy ortodoxo -refunfuñó Stéphane-, pero si insistes…

Susurró:


Mi vida es solo un instante, una efímera hora.

Mi vida es un solo día,

que se evade y que huye.

lo sabes, oh mi Dios, para amarte en esta Tierra

no tengo más que un día: ¡solo el día de hoy!


Continué con él:


Oh, yo te amo, Jesús. Hacia ti mi alma aspira.

Por un día solamente para dulce apoyo.

En mi corazón ven y reina, dame hoy tu sonrisa.

¡Nada más que por hoy!


El contraste entre el rostro ajado, erosionado, del sacerdote y sus palabras palpitantes, impacientes, me emocionó hasta las lágrimas. Con las últimas palabras bajé la cabeza. El sacerdote hizo la señal de la cruz sobre mi frente.

– Ve en paz, hijo mío.

De pronto, comprendí lo que había ido a buscar. Una anticipación. Una absolución, no por mis faltas recientes, sino por las que vendrían.

Stéphane también lo había comprendido. Dijo, en tono campechano:

– Es todo lo que puedo hacer por ti. Buena suerte.

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