Urgente y prioritario.
Ajuste de cuentas con Stéphane Sarrazin.
El gendarme siempre había sabido que Manon estaba viva. Al ser designado para llevar a cabo la investigación del caso Simonis, debió de consultar el expediente de 1988. Pretendía que dicho expediente ya no existía, pero mentía; ahora estaba seguro. También debió de ponerse en contacto con Setton, que para entonces ya era prefecto, y con los demás investigadores. Lo sabía todo. ¿Por qué no me había dicho lo esencial?
Crucé nuevamente la frontera, con la rabia en las tripas.
Y traté de reconstruir los hechos.
Noviembre de 1988
Temiendo el acoso de los medios de comunicación, la madre y los responsables de la investigación se ponen de acuerdo para mantener oculta a la niña, que ha sobrevivido. El juez De Witt, el inspector Lamberton, el comisario Setton y los abogados cierran la boca. En cuanto al fiscal, emite algunos comunicados sibilinos para lanzar falsas pistas y luego, nada más.
El sumario se mantiene en secreto.
Diciembre de 1988
Sylvie Simonis pasa por un período de intensa confusión. Acaba de matar a su propia hija para destruir el diablo que estaba en ella, pero la niña ha sobrevivido. ¿Qué puede pensar? Lo presiento: cristiana, Sylvie ve en esta resurrección una intervención de Dios. Es la historia de Abraham. Yahvé no ha querido que sacrifique a su hija. Sylvie da otra oportunidad a Manon. Sin duda, el milagro ha purificado su alma y ha expulsado a la Bestia.
Veía claramente la continuación, sobre un fondo de plegarias y escondrijos. Sylvie había criado a Manon en secreto, en algún lugar de los valles del Jura. O en otro sitio. En ese momento, un detalle cobraba sentido: las transferencias a una cuenta suiza durante catorce años. No iban destinadas ni a un chantajista ni a la misma Sylvie. ¡Eran para los tutores de su hija! ¿Quiénes eran? ¿Manon había vivido en Suiza? ¿Había conservado su verdadero nombre?
Sarrazin. Más le valía empezar a cantar.
Me había dado su dirección particular. No vivía en el cuartel de Trepillot sino en una vivienda aislada, en la salida sur de Besançon. La casa pertenecía a una aldea: Les Mulots. Sarrazin me había hablado de un chalet apartado. Rodeé el pueblo y localicé el cartel.
En la pequeña hondonada, a un lado de la carretera, el tejado de madera parecía flotar en la oscuridad.
Me detuve cincuenta metros antes de llegar, al abrigo de las miradas, y cogí mi bolsa. También cogí la pistolera, saqué las piezas de la Glock 21 y monté el arma tan rápido como me fue posible. Introduje un cargador de balas Arcane y dejé la pistola dispuesta para disparar. Sopesé el artilugio. Aunque estaba fabricada con polímeros, era más pesada que la 9 mm Parabellum. Una automática compacta, letal, que correspondía exactamente a mi estado de ánimo.
Eran las dos de la mañana; esperaba sorprender a Sarrazin durmiendo y poner las cosas en su sitio.
Salí del coche sin hacer ruido, con el arma en la mano. El chaparrón había cesado. La luna reaparecía, afilando sus reflejos sobre el asfalto mojado. Bajé hacia el chalet y me detuve en el umbral. La puerta de entrada estaba abierta: un charco de lluvia penetraba por el resquicio. Mal presagio. Evité el agua y me deslicé en el interior, en estado de alerta máxima. Después del vestíbulo, un salón rectangular con tres ventanas. Una voz interior me prevenía del desastre pero prefería no escucharla.
Llamé.
– ¿Sarrazin?
No hubo respuesta. Pasé por la cocina, por un dormitorio perfectamente ordenado y encontré la escalera. Tiritaba de pies a cabeza, con el agravante de que mi ropa estaba mojada.
– ¿Sarrazin?
Ya no esperaba respuesta. Aquel lugar apestaba a muerte.
Otro pasillo al final de los escalones. Una habitación. La de Sarrazin, seguramente. Eché un vistazo. Vacía, impecable. Recuperé la esperanza. ¿Tal vez el tipo se había marchado a alguna misión?
Me respondió un ruido.
Moscas, a mis espaldas. En cohortes.
Seguí a los insectos, que se agrupaban al final del pasillo, alrededor de una puerta entreabierta. El baño. Las moscas zumbaban aglutinándose en torno a los goznes. El olor a podredumbre era ahora claramente perceptible. Me acerqué. Desenfundé el arma, contuve el aliento y empujé la puerta con el codo.
La fetidez de la carne en descomposición me saltó a la cara. Stéphane Sarrazin estaba acurrucado dentro de la bañera llena de agua marrón y estancada. Su torso sobresalía de la superficie; la cabeza estaba echada hacia atrás en una forzada postura de dolor. Su brazo derecho pendía en el exterior, evocando La muerte de Marat de David. Encima del alicatado los regueros de sangre parecían formar un dibujo, pero los reflejos de la luz de la luna salpicaban la cerámica. Encontré el interruptor.
Luz cruda sobre el horror. Sarrazin no tenía rostro; estaba despellejado desde las cejas hasta el mentón. Los dedos de su mano estaban quemados. Su busto estaba abierto desde el esternón hasta el pubis, que en medio de la sombría marea se adivinaba profundamente hendido. Las vísceras caían sobre su costado y sus piernas dobladas; el agua parecía profundamente negra. Por encima, las moscas revoloteaban en los vapores que emanaban del cuerpo.
Retrocedí. Mis temblores se transformaron en espasmos y ya no hallaba en mí la necesaria concentración ni la agudeza para analizar la escena del crimen. Solo deseaba una cosa: largarme. Pero me obligué a seguir mirando.
Cerca de la bañera encontré un resto inequívoco: el sexo de Sarrazin. El asesino lo había castrado. Al haberme alejado pude ver mejor las manchas sobre la pared de azulejos. Componían una frase, con letras de sangre; el asesino había utilizado el sexo de la víctima como pincel.
En letras mayúsculas, había escrito:
solo tú y yo
La escritura era la misma del confesionario.
Y estaba seguro de que el mensaje, una vez más, iba dirigido a mí.
Me alejé de Besançon a toda velocidad. Una única idea en la mente: el asesino solo podría expiar sus crímenes con su sangre. En adelante, reinaba la ley del talión. Ojo por ojo. Sangre por sangre.
En un pueblo dormido, encontré una cabina telefónica. Me detuve y llamé al Centro Operativo de la Gendarmería de Besançon. Llamada anónima. Otro nombre para la necrología del expediente. Casi una rutina.
Luego, a fondo por la carretera.
Mis pensamientos viraban hacia la pura pesadilla. El diablo quería que yo siguiera su huella; únicamente yo. Y me esperaba en algún lugar del valle del Jura, yo protejo a los sin luz. Un diablo que velaba por sus criaturas y que las vengaba de la peor manera; había eliminado a Sarrazin, un investigador demasiado curioso.
Un hotel, urgente.
Una habitación, un lugar seguro donde rezar por la salvación del gendarme y quizá, dormir unas horas. Al borde de la carretera vi un edificio rematado por un neón apagado. Frené. Era efectivamente un hotel, anodino, engullido por la hiedra. Un dos estrellas para viajantes de comercio.
Desperté al hotelero, que me acompañó a mi habitación. Me desnudé, me metí bajo la ducha y luego, en calzoncillos, recé en la oscuridad. Recé una y otra vez por Sarrazin. Pero no conseguía borrar mis sospechas. A pesar de su agonía, a pesar de nuestro acuerdo, sospechaba todavía que había una vertiente oculta en el gendarme. El famoso treinta por ciento de culpabilidad.
Redoblé el fervor de mi oración hasta que mis rodillas, sobre la alfombra raída, empezaron a dolerme. Solo entonces, me metí bajo las sábanas. Apagué la luz y dejé que mi mente divagara, sin orden ni lógica.
Las preguntas surgían en mi conciencia como los vidrios de colores de un calidoscopio. A cada segundo, los motivos cambiaban y dibujaban verdades contradictorias, preguntas abismales, angustias que se multiplicaban.
Luego reapareció la cuestión de Manon y se amplificó, hasta el punto de ocupar completamente mi mente. Me concentré en ella, para apartarme del resto de los enigmas. Si en verdad no había muerto, ¿cómo había sido su vida?
Me hundí aún más en mis pensamientos; alejé a Manon para reunirme con Luc. ¿Había ido aún más lejos que yo? ¿Había encontrado a Manon, viva, con veintidós años? ¿Era ese descubrimiento lo que lo había empujado al suicidio?
Me desperté con la luz del día.
Las ocho y media de la mañana. Me vestí y metí las prendas del día anterior en el fondo de mi bolsa. Luego bajé a tomar un café en el restaurante vacío del hotel y eché un vistazo a los periódicos. Nada sobre los asesinatos de Bucholz y de Moraz; estábamos a casi mil kilómetros de Lourdes. Nada sobre el cuerpo de Sarrazin; era demasiado pronto.
Disponía de un día para poner en práctica mi estrategia.
Reconstruir la historia del rescate de Manon.
Treinta minutos más tarde, me detuve delante del cuartel de bomberos de Sartuis. El cielo era azul; las nubes blancas. Todo parecía tranquilo. La noticia de la muerte de Sarrazin seguía sin conocerse. Nadie charlaba en el patio, nadie escuchaba su móvil con ojos desorbitados.
Solo un sábado como cualquier otro.
Tiritando, recorrí la nave principal. En el ala derecha, un joven bombero con el pelo cortado a cepillo tiraba un chorro de agua sobre el suelo de cemento. Lo llamé. Paró la Kärcher, aunque tuvo que intentarlo varias veces antes de detener el diluvio; luego preguntó con una voz de falsete y los ojos clavados en mi identificación de madero:
– ¿Qué busca?
– Una vieja historia. Manon Simonis. Una pequeña que se ahogó en noviembre de 1988. Busco al equipo que rescató el cuerpo.
– Para eso tendría que hablar con el jefe, él…
– ¿Qué pasa aquí?
Un hombre corpulento apareció detrás del bombero. Cincuenta años, visibles en su rostro, cabellos peinados con rastrillo y una nariz de patata. Los galones plateados brillaban sobre las hombreras de su jersey.
– Inspector jefe Mathieu Durey -dije yo con voz marcial-. Investigo el asesinato de Manon Simonis.
– ¿A santo de qué? El delito prescribió hace mucho tiempo.
– Hay nuevos hechos.
– Fascinante. ¿Cuáles?
– No puedo proporcionarle datos.
Estaba a punto de quemarme, pero necesitaba la información a cualquier precio. El resto era accesorio. El oficial frunció las cejas a la luz de la claridad matinal. Mil arrugas convergieron alrededor de sus ojos. En un tono intrigado, preguntó:
– ¿Y para qué viene a vernos?
– Quería interrogar a los bomberos que sacaron del agua a la niña.
– Yo era del equipo. ¿Qué quiere saber?
– ¿Recuerda en qué estado se encontraba el cuerpo?
– No soy médico.
– ¿La pequeña estaba completamente muerta?
Sorprendido, el jefe miró de reojo al joven bombero.
– ¿Hay alguna posibilidad de que reanimaran a Manon? -insistí.
Parecía completamente decepcionado; estaba prestando su atención a un demente.
– La niña había pasado por lo menos una hora en el agua -respondió-. La temperatura corporal había descendido a menos de veinte grados.
– ¿El corazón ya no latía?
– Cuando la rescatamos, no presentaba el menor signo de actividad fisiológica. Cianosis de la piel, pupilas dilatadas. ¿Algo más?
No paraba de tiritar dentro de mi trenca. Hice otra pregunta:
– ¿Adónde fue trasladado el cuerpo?
– No lo sé.
– ¿No habló con el personal del servicio de urgencias?
Su mirada fue alternativamente de su acólito a mí. Luego admitió:
– Todo ocurrió muy rápidamente. El servicio de urgencias tenía un helicóptero.
Mentalmente, recordé la historia. Las imágenes y los hilos conductores desfilaron con extrema rapidez. 12 de noviembre de 1988. Siete de la tarde. Aguacero. Los gendarmes descubren el cuerpo en la planta de depuración. Los bomberos se sumergen de inmediato en el pozo. La camilla remonta bajo la luz de los proyectores y los faros giratorios. Entonces, el personal de urgencias decide utilizar un helicóptero. ¿Por qué? ¿Adónde llevaron a Manon?
– Tal vez la transportaron a Besançon. Para la autopsia -aventuró el bombero.
– El helicóptero de urgencias -pregunté-, ¿dónde tiene su base? ¿En Besançon?
El hombre me miró con insistencia, como si intentara develar el sentido oculto de mis preguntas. Sacudiendo la cabeza, declaró:
– Para este tipo de transporte solemos llamar a una empresa privada de Morteau.
– ¿El nombre?
– Codelia. Pero no estoy seguro de que fueran ellos los que…
Di las gracias a los bomberos con un gesto de la cabeza y corrí hacia el coche.
Un cuarto de hora más tarde, encontraba la capital de la salchicha, apretujada en el fondo de su pequeño valle. El helipuerto estaba situado a la salida de la ciudad, sobre la carretera de Pontarlier. Un almacén de chapa ondulada, que daba a una pista de aterrizaje con forma circular. Un solo helicóptero esperaba sobre la zona de estacionamiento.
Me paré cien metros antes de llegar y pensé. Era todo o nada. O bien los hombres de guardia eran de buena pasta y me permitían acceder a sus archivos o bien mi placa de madero no bastaba y mi pista se cerraba sobre sí misma: no podía correr ese riesgo.
Volví a arrancar, dejé atrás el helipuerto y aparqué bajo los árboles, pasada la primera curva. Regresé a pie y entré en el hangar por la parte trasera. Eché un vistazo. Tres hombres charlaban en la pista, cerca del helicóptero. Con un poco de suerte no habría nadie en las oficinas.
Caminé pegado al muro y penetré en el almacén. Un espacio diáfano de mil metros cuadrados. Dos helicópteros a medio desmontar, que parecían insectos con las alas cortadas. Nadie. Dominando la nave, a la izquierda, había un altillo con una sala acristalada. Tampoco allí se veía movimiento alguno.
Subí los peldaños y empujé la puerta de cristal. Un ordenador estaba encendido en el despacho principal. Pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó y mostró una serie de iconos. Estaba de suerte. Todo estaba allí, cuidadosamente ordenado: los desplazamientos, los clientes, los promedios de consumo de queroseno, los libros de mantenimiento, las facturas.
Ni contraseña, ni listados laberínticos, ni programas desconocidos. Menuda suerte. Hice clic sobre el archivo «Urgencias» y encontré los expedientes año por año.
Breve mirada por el ventanal; todo seguía igual, nadie a la vista. Abrí «1988» y avancé la lista hasta noviembre. Las misiones en la región no eran numerosas. Localicé la hoja de ruta que me interesaba:
f-bnfp
Jet-Ranger 04
18 de noviembre de 1988. 19.22 h. llamada xm 2454: samu/Hospital de Sartuis.
destino: Planta de depuración. Sartuis.
combustible: 70 %.
18 de noviembre de 1988. 19.44 h. traslado xm 2454: samu/Hospital Sartuis.
destino: champs-pierres, anejo dei. chu vaudaois (chuv), Lausana, Servicio de Cirugía Cardiovascular.
contacto: Moritz Beltreïn, jefe de servicio.
Combustible: 40 %.
Acusé el golpe. Manon no había sido trasladada a un hospital de Besançon. El helicóptero había cruzado la frontera suiza y se había dirigido directamente a Lausana. ¿Por qué allí? ¿Por qué un servicio de cirugía cardiovascular para acoger a una niña ahogada?
Las conexiones de mi cerebro funcionaban a la velocidad del sonido. Tenía que encontrar a la persona que había realizado el traslado de Manon Simonis. Solo de ella podía provenir la idea de llevarla a ese sitio.
– ¿Qué coño hace aquí?
Una sombra entró en mi campo de visión, por la izquierda.
– Permítame que se lo explique -dije, con una amplia sonrisa.
– Será difícil.
El hombre apretó los puños. Un metro noventa; al menos cien kilos. Piloto o técnico. Un coloso capaz de mover un helicóptero solo con las manos.
– Soy policía.
– Más vale que te inventes algo mejor, tío.
– Permítame que le enseñe mi identificación.
– Un movimiento y te destrozo. ¿Qué coño haces en nuestro despacho?
A pesar de la tensión solo pensaba en mi hallazgo. El CHUV de Lausana, cirugía cardiovascular. ¿Por qué ese destino? ¿Había en ese servicio un mago que pudiera reanimar a Manon?
El tipo se acercó al escritorio y cogió el teléfono.
– Si es cierto que eres madero, llamaremos a tus colegas de la gendarmería.
– No tengo inconveniente.
Pensé en la pérdida de tiempo: las explicaciones al cuartel general de Morteau, las llamadas a París, la noticia de la muerte de Sarrazin, que contribuiría aún más a la confusión. Por lo menos tres horas perdidas. Me tragué la rabia y sonreí.
Antes de que el tipo lo descolgara, sonó el teléfono. Se puso el auricular en la oreja. Su expresión cambió. Cogió un bloc, apuntó unas señas y luego masculló:
– Ahora vamos.
Colgó y posó sus ojos en mí.
– Me parece que tienes mucha potra. -Me señaló la puerta-. Piérdete.
Salvado por la campana. Una emergencia que me venía como anillo al dedo. Salí retrocediendo hacia el umbral y me metí en la escalera. A mitad de camino, el tipo se me adelantó. Dio un salto, luego se abalanzó hacia la pista con una hoja en la mano y moviendo el otro brazo sobre la cabeza. Inmediatamente, los otros tipos salieron corriendo hacia el helicóptero. Cuando las aspas empezaron a girar, yo ya estaba fuera del helipuerto.
El armatoste despegó mientras yo seguía caminando. Rozó las copas de los árboles, arrancándoles las últimas hojas coloradas. Alcé la vista; me pareció que el piloto, el coloso del despacho, me observaba a través del cristal de la cabina.
Arranqué, a mi vez, en medio del torbellino de hojas y pequeñas ramas propulsadas al aire.
Lausana.
Allí estaba la clave del caso.
El anejo de Champs-Pierres, una dependencia del Centro Hospitalario Universitario Vaudois, se situaba en los altos de Lausana, cerca de la rue Bugnon, no lejos del mismo CHUV. Era un pequeño inmueble de tres plantas, que se alzaba en medio de jardines japoneses. Piedras grises e hilera tupida de pinos.
Subí a pie la calle principal. Las coníferas estaban podadas como formando un seto y los globos de luz parecían suspendidos a ras de la grava. El conjunto era a la vez sereno, como un verdadero jardín zen, e inquietante, como el laberinto de El resplandor. El cielo estaba cubierto. La bruma que flotaba evocaba el polen de las flores de cerezo.
El servicio de cirugía cardiovascular se encontraba en el segundo piso. El nombre del médico que había recibido el cuerpo de Manon estaba grabado en mi memoria: Moritz Beltreïn. ¿Operaba todavía allí, catorce años más tarde? En la entrada del departamento encontré una minúscula zona de recepción. Detrás del mostrador, una joven, sin bata ni teléfono, se destacaba sobre el fondo de un póster de los valles suizos.
En tono amable, pedí ver al médico.
Me sonrió. Era bonita y su belleza hizo mella en mí, a pesar de todo. Ella me observaba bajo sus cabellos negros recogidos en una trenza, mientras mordisqueaba un Tic-Tac. Insistí:
– ¿Ya no trabaja aquí?
– Es el gran jefe -dijo, por fin-. Todavía no ha llegado pero pasará por aquí. Viene cada día, fines de semana incluidos. Durante el día.
– ¿Puedo esperarlo?
– Sólo si me da conversación.
Fingí seguirle el juego y adopté una expresión divertida. No sabía qué cara debía de poner, pero mis esfuerzos la hicieron estallar en carcajadas.
– Me llamo Julie. -Me dio un fuerte apretón de manos-. Julie Deleuze. Estoy aquí solo los fines de semana. Un trabajo de estudiante. En cuanto a la conversación, no está obligado…
Me senté y sonreí abiertamente. Le hice algunas preguntas personales: estudios, vida cotidiana, diversiones en Lausana. Tenía puesto el piloto automático. Cada pregunta me exigía tanto esfuerzo que no escuchaba las respuestas.
Un teléfono invisible sonó. Julie metió la mano bajo el mostrador y respondió. Me guiñó el ojo mientras cogía otro Tic-Tac. Llevaba su tez mate muy maquillada, como los pieles rojas de los westerns alemanes de los años sesenta.
– Era él -anunció al colgar-. Está en su despacho. Ya puede pasar.
– ¿No le ha dicho que estoy aquí?
– No merece la pena. Llame a la puerta. Entre. Es muy simpático. Buena suerte.
Retrocedí.
– ¿Volverá? -me preguntó.
Sus ojos se entrecerraron bajo las mechas sedosas y negras. Eran verdes, de un verde anisado y suave.
– Lo dudo mucho -dije-. Pero llevaré conmigo su sonrisa.
Era la única respuesta correcta. Lúcida y optimista. Ella rió, y luego precisó:
– Detrás de usted. El pasillo. La puerta del fondo.
Di media vuelta. Después de dar unos pasos ya había olvidado a la muchacha, sus ojos, todo. No era más que un puente hacia una nueva etapa.
Llamé a la puerta y enseguida obtuve respuesta. Al girar el pomo, recé una breve oración por Manon.
Una Manon viva.
El hombre estaba de pie en la habitación blanca, clasificando los expedientes de un armario metálico. Fornido, medía apenas un metro sesenta y cinco. Gafas gruesas, flequillo largo. El parecido con Elton John era impresionante, salvo que sus cabellos eran grises. Debía de tener unos cincuenta años, pero por su vestimenta -vaqueros desteñidos y jersey de lana- recordaba más bien a un estudiante de Berkeley. Calzaba unas Adidas Stan Smith.
– ¿Es usted Moritz Beltreïn? -pregunté.
Asintió y luego me indicó un asiento delante de su escritorio.
– Siéntese -ordenó sin dejar de mirar el expediente que tenía en la mano.
No me moví. Pasaron unos segundos. Seguí observándolo. Su silueta daba la sensación de una masa de una pesadez poco habitual. Como si su estructura ósea fuera particularmente densa, compacta. Por fin alzó la vista.
– ¿En qué puedo ayudarlo?
Me presenté. Nombre. Origen. Actividad. La expresión del cirujano, partida por la mitad por el flequillo y las gafas, era indescifrable.
– Le repito mi pregunta. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Quiero información sobre Manon Simonis.
Apareció una sonrisa. Sus anchos pómulos tocaron la enorme montura. Sus gafas brillaban pero los cristales eran opacos.
– ¿He dicho algo gracioso?
– Hace catorce años que espero a alguien como usted.
– ¿Como yo?
– Alguien ajeno al caso, que por fin hubiera comprendido la verdad. No sé qué camino ha tomado, pero ha llegado a su destino.
– Está viva, ¿verdad?
Hubo un silencio. Fue como un cambio de rumbo cósmico. Un eje sobre el que, lo presentía, iba a orientarse toda mi vida a partir de entonces. Según la respuesta que obtuviera, mi existencia y en cierto modo todo el universo tomarían una dirección decisiva.
– Está viva, ¿sí o no?
– Cuando conocí a Manon, estaba muerta. Pero no tanto como para que yo no pudiera reanimarla.
Me desplomé en el asiento. Conseguí decir:
– Cuénteme toda la historia. Es muy importante.
Mi tono suplicante me había traicionado. Preguntó, intrigado:
– ¿Para su investigación o personalmente?
– ¿Cuál es la diferencia?
– ¿Por dónde anda con su investigación?
– Se lo diré cuando me haya informado. Lo que me diga, determinará todo el resto.
Meneó suavemente la cabeza. Había tomado nota. Guardó la carpeta que tenía aún en la mano y luego lanzó un profundo suspiro, como si debiera cumplir un deber, escrito sobre las tablas de la ley. Se sentó frente a mí.
– Ya conoce usted el caso. Quiero decir, desde el punto de vista criminal. Ya sabe que una llamada anónima orientó la búsqueda hacia un pozo donde…
– Conozco el expediente de memoria.
– Por lo tanto, los gendarmes se dirigieron hacia los pozos más cercanos de la urbanización de Corolles. Iban acompañados por un equipo médico. Cuando el equipo de rescate encontró a la niña, certificó su muerte. Pupilas fijas, corazón detenido, temperatura veintitrés grados. Ninguna duda sobre el deceso. Sin embargo, el médico, un hombre apellidado Boroni, había trabajado en mi servicio el año anterior. Conocía mi especialidad.
– ¿Cuál es su especialidad, para ser precisos?
Desde el principio, no comprendía qué tenía que ver un cirujano cardiovascular con la reanimación.
– La hipotermia -respondió Beltreïn-. Desde hace unos treinta años me interesan los fenómenos fisiológicos provocados por el frío. Por ejemplo, cómo la irrigación sanguínea del cuerpo se ralentiza en tales circunstancias. Pero volvamos a Manon. Ese hombre, Boroni, sabía que en caso de mucho frío hay una esperanza, aunque ínfima, cuando se certifica la muerte. Por tanto, procedió como si la niña estuviera viva. Llamó al helicóptero que participaba en la busca y al CHUV, para contactar conmigo. Teniendo en cuenta el tiempo del trayecto, el cuerpo permanecería sin vida durante por lo menos sesenta minutos. Algo que reducía mis posibilidades a cero. Sin embargo, merecía la pena intentar aplicar mi método. ¿Sabe usted qué es una máquina by-pass?
El nombre despertaba en mí un vago recuerdo. Beltreïn prosiguió:
– En cada quirófano existe una máquina de circulación extracorporal que se utiliza para enfriar la sangre de los pacientes antes de someterlos a una intervención quirúrgica importante. El sistema consiste en extraer la sangre del enfermo, enfriarla algunos grados y luego volver a inyectársela. Esta operación se realiza varias veces, para crear una hipotermia superficial.
Mi recuerdo se concretó. Para salvar a Luc se había recurrido a esta misma máquina. Una ironía increíble de esa historia. Terminé su exposición:
– Usted quería utilizarla a la inversa, para recalentar la sangre de la niña.
– Exactamente. Ya lo había experimentado una vez en 1978, con un niño muerto por asfixia. El método había permitido reanimarlo. En los años ochenta, repetí la operación varias veces. Hoy en día es una técnica que se utiliza habitualmente en todo el mundo. -Se le escapó una sonrisa de orgullo-. Una técnica de mi invención.
Dejó pasar un momento para que yo midiera la grandeza de su genio y luego continuó:
– La sangre de Manon pasó una primera vez por la máquina y luego se la inyectamos de nuevo, a la misma temperatura pero oxigenada. A continuación intentamos un nuevo ciclo, esta vez a veintisiete grados, luego otro a veintinueve. Al llegar a los treinta y cinco, los monitores emitieron una señal. Después de ese ciclo, las oscilaciones de los monitores se reanudaron. A treinta y siete grados, los latidos cardíacos fueron regulares. Manon, después de haber estado clínicamente muerta durante casi una hora, había vuelto a la vida.
Las explicaciones de Beltreïn encajaban con mi mente cartesiana. Por primera vez, no se hablaba de milagro. Ni de Dios, ni del diablo. Solo de una hazaña médica. El matasanos pareció leerme el pensamiento.
– La recuperación de Manon parecía un prodigio. En realidad, se explicaba debido a la convergencia de tres factores favorables, todos relacionados con la edad de la niña.
– ¿Qué factores?
– Para empezar, las proporciones de su cuerpo. Manon era una niña enclenque. Su peso no llegaba a los quince kilos. Este peso favoreció el enfriamiento inmediato. Su cuerpo quedó en hibernación. El corazón empezó a latir más lentamente: de ochenta pulsaciones por minuto descendió a cuarenta pulsaciones. Las reacciones bioquímicas también se redujeron. El consumo de oxígeno de las células bajó considerablemente. Este fue un factor esencial. Permitió que el cerebro siguiera funcionando, con un ritmo mínimo, aunque no llegara a él la circulación sanguínea.
Beltreïn se había entusiasmado, pero lo interrumpí.
– Habla usted de un cuerpo que funcionaba lentamente, pero Manon ya se había ahogado, ¿no? Sus pulmones debían de estar saturados de agua.
– Precisamente, no. Es el segundo factor positivo. La niña se había asfixiado pero no se había ahogado. No había penetrado ni una gota de agua en su garganta.
– Explíquese.
– Los niños poseen un diving reflex. Piense en los bebés nadadores. En cuanto se sumergen, cierran instintivamente las cuerdas vocales para impedir que el agua penetre en sus pulmones. En el pozo, Manon se sustrajo al entorno y empezó a funcionar en circuito cerrado.
Tuve una visión fantasmagórica del interior del cuerpo de Manon. Los órganos rojos y negros, latiendo a un ritmo muy débil, preservando, en el agua helada, un mínimo rastro de vida. Beltreïn se acomodó las gafas.
– Existen algunas teorías con respecto a ese reflejo. Hay quien piensa que se trata de un vestigio arcaico, relacionado con nuestros orígenes acuáticos. Cuando un delfín o una ballena se sumerge, un mecanismo innato corta instantáneamente su respiración y concentra la sangre en los órganos vitales. Es exactamente lo que le ocurrió a Manon. Durante su inmersión se transformó en un pequeño delfín. Se refugió, por decirlo de algún modo, en el fondo de sí misma. Pero de ahí a hablar de una paleomemoria…
Beltreïn volvió a callarse dejando en el aire las resonancias de su argumentación. El prodigio de que hubiera sobrevivido era aún más espectacular de lo que él imaginaba. Una niña supuestamente poseída, asesinada por su madre, que había sobrevivido gracias a su memoria de delfín.
– En este punto, es necesario que comprenda usted un hecho esencial. No hubo lucha.
– ¿Quiere decir entre Manon y su asesino?
– No. Entre Manon y la muerte. Ella no luchó. El frío se apoderó de ella inmediatamente; la petrificó. Por ese motivo sobrevivió. El menor esfuerzo habría hecho que se ahogara. De alguna manera, la pequeña aceptó la muerte. Es uno de los secretos de mis investigaciones. Si se acepta la nada, si uno se deja llevar por ella, es posible mantenerse en suspenso en una especie de… mundo intermedio. Una media muerte, que también es una media vida.
Pensé en este paréntesis crucial en la existencia de la niña. ¿Qué había visto Manon durante ese «período de interrupción»? ¿El diablo, verdaderamente? Por el momento, me centré en los aspectos fisiológicos de su travesía.
– Ha mencionado usted tres factores.
– Me caen bien los policías. -Sonrió-. Son alumnos que prestan mucha atención.
Chasqueó los labios.
– El tercer factor concierne a la recuperación completa de Manon. A pesar de todo lo que le he explicado, se podía temer que quedaran graves secuelas. Ahora bien, al despertar, Manon tenía un dominio perfecto de sus funciones cognitivas. Ningún problema del habla. Ninguna dificultad de razonamiento. Solo su memoria mostraba una amnesia relativa. Pero su cerebro funcionaba de maravilla.
– ¿Cuál es la explicación?
– Su edad, una vez más. Cuanto más joven es un cerebro, más células posee. Lo que significa que dispone de un territorio mayor para distribuir sus funciones. Es evidente que el órgano de Manon sufrió lesiones pero sus capacidades mentales se desplazaron naturalmente hacia el lugar donde las neuronas todavía eran activas. Es lo que se llama movilidad cerebral. Suele verse en el caso de niños que han sufrido algún accidente: reagrupan toda su actividad mental en un solo hemisferio.
Esta alusión a la amnesia me inspiró otra pregunta de madero.
– Cuando despertó, ¿recordaba la escena del crimen? ¿Dijo algo acerca de su agresor?
Rechazó la idea con un gesto.
– No la interrogué acerca de los hechos. Esa era la tarea de los investigadores.
– ¿La interrogaron?
– Sí. Pero no recordaba nada de lo ocurrido en la planta depuradora. Un bloqueo. Es muy frecuente al salir del coma. La amnesia puede incluso ser voluntaria. De alguna manera, el cerebro aprovecha el traumatismo para ocultar un episodio que le resulta desagradable.
Manon había borrado aquella escena horrible, pero su madre debía de estar aún conmocionada. Probablemente, en la amnesia vio una segunda oportunidad para ella. Y para el futuro de ambas. Si Manon no recordaba nada, todo podía volver a empezar. El dedo de Dios, siempre presente.
Beltreïn prosiguió, echando por tierra mi razonamiento.
– Cuando le anuncié la noticia de la resurrección de Manon, su madre tomó una decisión extraña. No quiso revelarla a nadie. Tal vez temía que el asesino volviera a intentarlo. O la atención mediática, no lo sé. De modo que se llegó a un acuerdo con el juez, el ministerio fiscal y los investigadores para no comunicar el acontecimiento.
– He investigado en Sartuis. No he encontrado ningún rastro de su vida secreta.
– Y con razón. Manon permaneció aquí, en Suiza. Sus abuelos se mudaron a Lausana.
– ¿Se refiere a los padres de Frédéric, el padre de Manon?
– Sí. Creo que Sylvie, la madre, era huérfana.
Las transferencias bancarias en Suiza. Los abuelos, ricos industriales, no necesitaban ese dinero pero Sylvie había querido pagar, cada mes, una pensión. Uno a uno los hilos de la madeja se desenredaban.
– ¿Siguió usted en contacto con Manon?
– Nunca la he perdido de vista.
– ¿Qué ha sido de ella? Quiero decir, ¿cómo ha sido su vida?
– Totalmente corriente. Es una joven helvética, llena de alegría de vivir. Manon es la encarnación de la alegría.
– ¿Ha cursado estudios?
– Biología. En Lausana. Actualmente prepara la tesina.
Sentí una punzada en el pecho. Beltreïn hablaba de Manon Simonis en presente. Aquella joven vivía, respiraba, reía en alguna parte. Pero yo experimentaba un oscuro temor.
– Y en este momento, ¿dónde está?
El médico se puso de pie sin responder y se situó delante de la ventana. Con voz alterada, repetí:
– ¿Dónde está? ¿Puedo verla?
Beltreïn se acomodó las gafas con el índice y se volvió hacia mí.
– Ese es el problema. Manon ha desaparecido.
Salté de mi asiento.
– ¿Cuándo?
– Después de la muerte de su madre. En junio pasado, Manon fue interrogada por los gendarmes franceses y luego se esfumó.
Apenas aparecido, el fantasma se me escapaba nuevamente. Volví a desplomarme en mi asiento sin poder creerlo.
– ¿No ha sabido nada de ella?
– No. El asesinato de su madre despertó los terrores de su infancia. Huyó.
– Debo localizarla. Es imperativo. ¿Tiene usted alguna pista, un indicio?
– Nada. Todo lo que puedo hacer es darle su identidad suiza y su dirección en Lausana.
– ¿Cambió de nombre?
– Evidentemente. Después de su resurrección, su madre deseaba que partiera de cero. -Escribió en su bloc de recetas-. Desde hace catorce años, Manon se llama Manon Viatte. Pero estos datos no le servirán de nada. La conozco bien. Es lo suficientemente inteligente como para no dejarse sorprender.
Guardé las señas. El perfil de Manon no cuadraba con los retratos de los otros Sin Luz. En principio, esa muchacha no tenía nada de maléfico.
– ¿Tiene usted una foto de ella? ¿Una foto reciente?
– No. Nada de fotos. Aunque le he dicho que Manon llevaba una vida corriente, no es totalmente exacto. Ha vivido en el miedo, obsesionada con el asesino de su infancia. Siguió diversas psicoterapias aquí, en Lausana. Era frágil. Muy frágil. Su madre y sus abuelos la protegían. Al llegar a la mayoría de edad, Manon se independizó, pero siempre estaba en guardia. Para cualquier desplazamiento, tomaba precauciones exageradas. Su piso era un verdadero fortín. Y huía de las máquinas fotográficas como de la peste. No quería que su rostro quedara registrado en ninguna parte. No quería dejar huella alguna. Nunca. Es una pena. -Hizo una pausa teatral-. La echo terriblemente de menos.
De vuelta a la casilla de salida una vez más.
– ¿Por qué me ha contado todo esto? -pregunté, asombrado-. Ni siquiera le he mostrado mis credenciales.
– La confianza.
– ¿Por qué esa confianza?
– Debido a su amigo.
– ¿Qué amigo?
– El policía francés. Me había advertido que usted vendría.
De modo que Luc me había precedido también allí. Y estaba seguro de que seguiría sus huellas. ¿Había previsto su suicidio? Palpé mi abrigo. Todavía tenía en el bolsillo su foto arrugada.
– ¿Se refiere a este hombre?
– Luc Soubeyras, sí.
– ¿Le contó usted todo esto?
– No fue necesario. Él ya sabía bastante.
– ¿Sabía que Manon estaba viva?
– Sí. Estaba siguiéndole el rastro.
Un solo nombre explicaba sus progresos: Sarrazin. El gendarme le había hecho revelaciones. ¿Por qué a él y no a mí? ¿Poseía Luc una moneda de cambio? ¿O un medio de presión sobre el gendarme?
– ¿Qué más le dijo?
– Cosas delirantes. Estaba… cómo diría… desquiciado.
– ¿En qué sentido?
– Si me lo permite, tengo la impresión de que usted está muy nervioso, pero su amigo se encontraba al límite de la patología. Pretendía que Manon se había salvado por un milagro. ¡Y del diablo, además! Como otra joven, en Sicilia.
– Y usted, ¿qué opina?
Beltreïn lanzó una sonora risa sardónica.
– No quiero oír hablar de todo eso. He dedicado mi vida a un método único de reanimación. He puesto todo mi talento, todos mis conocimientos al servicio de esta investigación. ¡No deseo que se atribuyan mis resultados a supersticiones o a supuestos milagros!
– ¿Le mencionó Luc las experiencias de muerte inminente?
– Por supuesto. Según él, el diablo se había comunicado con Manon durante el coma.
– Como científico, ¿qué opina usted de esa hipótesis?
– Absurda. No se puede negar la existencia de las NDE. Pero no hay nada de sobrenatural o místico en esas experiencias. Es un fenómeno bioquímico banal. Una especie de deslumbramiento cerebral.
– Explíquese.
– Las NDE no están provocadas solo por la asfixia progresiva del cerebro. En el umbral de la muerte, el cerebro ya no tiene irrigación. Se produce entonces una liberación masiva de un neurotransmisor, el glutamato. Se supone que el cerebro, como reacción a esta saturación, libera otra sustancia que provoca el flash.
– ¿Qué sustancia?
– No lo sabemos. Pero los investigadores siguen esta pista. Un día u otro tendremos la respuesta. En todo caso, no se trata de una visita metafísica. ¡Ni de Dios, ni del diablo, ni de ningún espíritu burlón!
La versión de Beltreïn me tranquilizaba. Pero no podía suscribirla completamente. Todas las revelaciones místicas podían describirse del mismo modo: en términos de secreciones y fusiones químicas. Eso no menoscababa en absoluto ni su realidad ni su grandeza. El médico concluyó:
– Luc Soubeyras me había advertido que cuando usted viniera habrían ocurrido cosas graves. ¿Qué ha pasado?
Una confirmación más: Luc lo había planeado todo. Cuando visitó a Beltreïn, ya sabía que pondría fin a sus días. ¿O simplemente temía ser asesinado por aquellos que ahora intentaban matarme?
– Luc Soubeyras ha intentado suicidarse.
– ¿Ha salido adelante?
– Es increíble pero se ha salvado gracias a su método. Se ahogó cerca de Chartres. El servicio de urgencias lo trasladó a un hospital que poseía una máquina de transfusión sanguínea. Han aplicado su técnica. Actualmente está en coma.
Beltreïn se quitó las gafas. Se masajeó los párpados, por lo que no pude ver sus ojos. Cuando dejó caer la mano, las monturas ya estaban de nuevo en su sitio. Con voz ausente, murmuró:
– Extraordinario, en efecto. Estaba tan apasionado por la historia de Manon… Así que se ha salvado del mismo modo. Es una magnífica conclusión para su caso, ¿no cree?
Me puse de pie, sin responder. Pasé a las comprobaciones habituales.
– ¿Le dice algo el nombre de Agostina Gedda?
– No.
– ¿Raïmo Rihiimäki?
– No. ¿Quiénes son? ¿Sospechosos?
– Es muy pronto para responderle. Los crímenes se suceden. Los culpables también. Pero otra verdad se esconde tras esta serie.
– ¿Cree usted que Luc había descubierto esa verdad?
– Estoy seguro.
– ¿Sería esa la razón de su suicidio?
– Tampoco me cabe duda al respecto.
– ¿Y sigue usted el mismo camino?
– No tema. No soy un kamikaze.
Abrí la puerta. Beltreïn me alcanzó en el umbral. Me llegaba al hombro pero era dos veces más ancho que yo.
– Si encuentra a Manon, avíseme.
– Se lo prometo.
– Prométame otra cosa. Trátela con guante de seda. Es una joven muy… vulnerable.
– Se lo juro.
– Insisto. Su infancia la ha marcado para siempre.
Tanta solicitud empezaba a irritarme. Respondí secamente:
– Ya se lo he dicho: conozco su expediente.
– Pero no lo sabe todo.
– ¿Qué?
– Debo revelarle algo que nunca he dicho a nadie. Ni siquiera a su madre.
Solté el pomo de la puerta y volví al despacho, tratando de atrapar la mirada del médico por encima de su máscara de carey. Imposible.
– Cuando Manon ingresó en mi servicio procedimos a un examen minucioso.
– ¿Y?
– Ya no era virgen.
Se me heló la sangre. Los anillos de la serpiente se multiplicaban una vez más. Una nueva idea me dominó. Imaginé a Cazeviel y a Moraz en la piel de unos terribles corruptores. Eran ellos y solo ellos quienes habían pervertido a Manon. «El diablo encima» no era otro que esos dos cabrones. Habían ejercido su influencia sobre ella. Le habían dado objetos satánicos. Y la habían violado.
– Gracias por su confianza -dije, con voz monocorde.
Al atravesar los jardines zen, espejeantes de luz, me dejé llevar por otra especulación. Si Sylvie Simonis hubiera conocido ese hecho relativo a su hija, habría sospechado de otro culpable.
Satán en persona.
Registrar el piso de Manon Simonis. Estaba convencido de que no me aportaría nada, pero debía seguir esa pista hasta el final. Antes tenía que ocuparme de otro detalle. Aparte de Sarrazin, otra persona me había mentido. Alguien que siempre había sabido la verdad sobre Manon y que me había dejado avanzar en la oscuridad: Marilyne, la misionera de Notre-Dame-de-Bienfaisance. Escuché otra vez su voz: «Sylvie fue perdonada. Tengo la prueba de lo que afirmo, ¿comprende?».
Marilyne lo sabía todo. Había acompañado a Sylvie Simonis en su redención, durante su retiro en Bienfaisance. Marqué su número de teléfono. Después de tres tonos, su acento gangoso me golpeó los oídos.
– Dígame. ¿Quién habla?
Volví a ver los ojos de ostra y la esclavina negra.
– Soy Mathieu Durey.
– ¿Qué desea?
– Reconducir una situación. No me gusta que me mientan.
– Ya se lo he contado todo. Sylvie Simonis residió tres meses en la fundación. La muerte de su hijita…
– Usted y yo sabemos que Manon no está muerta.
Hubo un silencio. La respiración de la mujer resonaba en mi móvil. Prosiguió con voz cansada:
– Es un milagro, ¿comprende?
– Eso no borra el crimen de Sylvie.
– No estoy aquí para juzgar. Ella me lo contó todo. En aquella época, luchaba contra fuerzas… terribles.
– Yo también conozco la historia. Su versión de la historia.
– Manon estaba poseída. El acto mismo de Sylvie fue provocado, indirectamente, por el demonio. ¡Dios salvó a las dos!
– Cuando Manon despertó, ¿cómo estaba?
– Transfigurada. Ya no manifestaba ninguna señal satánica. Pero había que mantenerse en guardia. ¿Recuerda el libro de Job? Satán dice: «He dado la vuelta a la tierra y la he recorrido completamente». El diablo siempre está ahí. Rondando.
Llegaba la pregunta esencial.
– ¿Dónde está Manon, ahora?
– Vive en Lausana.
– No. Quiero decir, en este momento.
– ¿Ya no está allí?
No estaba fingiendo. Otro callejón sin salida. Cambié de rumbo.
– ¿Usted conoce bien a Manon?
– La vi algunas veces en Lausana. Se negaba a cruzar la frontera.
– ¿Iba alguna vez a otros sitios? ¿A una casa de campo? ¿A visitar amigos?
– Manon no viajaba. Manon tenía miedo de todo.
– ¿No tenía un novio?
– No lo sé.
Hice una pausa, anticipando la violencia de mi última pregunta.
– ¿Cree usted que ella sería capaz de matar a su madre?
– Usted conoce al culpable. Es Satán. Volvió para vengarse.
– ¿A través de Manon?
– No lo sé. No quiero saber nada. Es su tarea averiguarlo. Su tarea es destruir a la Bestia que está en el fondo de las almas.
– Volveré a llamarla.
Giré la llave de contacto y busqué la dirección donde se encontraba el piso de Manon, en el centro de la ciudad. Al cabo de unos minutos, mi móvil vibró. Consulté la pantalla. El número privado de Luc. No tuve tiempo de decir nada.
– Tengo que verte. Es urgente.
La voz de Laure, impaciente. Creí que había sucedido lo peor.
– ¿Qué pasa? ¿Luc ha…?
– No. Su estado sigue estacionario. Pero quiero mostrarte algo.
– Dime.
– Por teléfono, no. Tengo que verte. ¿Dónde estás?
– Estoy fuera de París.
– ¿A qué hora puedes estar en mi casa?
El tono no dejaba opción a negarse. Reflexioné. Manon no había dejado ningún indicio. El registro de su apartamento no aportaría nada. Consulté mi reloj: las tres menos veinte.
– Puedo estar en tu casa a eso de las ocho.
– Te estaré esperando.
Bajo el cielo nublado, fui rápidamente a la estación central y devolví el coche alquilado. Un TGV salía para París a las tres y veinte. Compré un billete y me refugié en primera clase. Temía ese viaje. Mis obsesiones volverían a asaltarme. Me acurruqué en el asiento y me concentré en las explicaciones de Beltreïn. Sí, el regreso a la vida de Manon era un milagro, pero su salvador no tenía nada de divino ni de maléfico. Usaba gafas opacas y Adidas de los ochenta.
A fuerza de darle vueltas al problema, acabé por dormirme. Cuando desperté estábamos solo a media hora de París. Mis angustias resurgieron de inmediato. Pensar en Manon me desgarraba. ¿Ángel o demonio? No podía dejar esa pregunta en el aire. Debía encontrarla, como fuera.
Estación de Lyon, siete de la tarde
Corrí a una empresa de alquiler de coches y elegí un Audi A3, para sentirme en casa. Dirección: rue Changarnier, cerca de la porte de Vincennes.
Hacía menos frío que en Lausana, pero un violento aguacero golpeaba el asfalto.
Cuando Laure me abrió, me quedé atónito. En ocho días, había perdido varios kilos. Su cuerpo parecía quemado, reducido bajo una piel de ceniza.
– Acabo de llevar a las niñas a la cama. Entra.
Carpinterías de madera clara, bibelots, libros; todo estaba en su sitio. El olor a cera y a desinfectante también. Me acomodé en el sofá. Laure había preparado café. Lo sirvió con gestos temblorosos. Apenas había terminado mi taza y Laure ya había desaparecido. A su regreso, tenía en la mano un gran sobre de papel manila que parecía contener algunos objetos. Lo colocó sobre la mesa baja y luego se sentó frente a mí.
– He decidido vender la casa de Vernay.
– ¿Puedo fumar? -pregunté.
– No. -Colocó las manos extendidas sobre la mesa-. Ayer volví allí. A poner orden. Hacía tiempo que quería hacerlo pero no tenía el valor para enfrentarme a esa casa, ¿comprendes?
– ¿Estás segura de que no puedo fumar?
Me fulminó con la mirada.
– Patas arriba toda la casa, desde el granero hasta el garaje. Mira lo que encontré en el granero.
Cogió el sobre y lo vació. Unos objetos rodaron sobre la mesa: una cruz invertida, un cáliz manchado de sangre, hostias cubiertas de materias marrones y blancuzcas, velas, figuritas negras que se parecían a los demonios de Asia Menor. Todo un surtido de accesorios satánicos. Me pregunté, en voz alta:
– ¿Qué significa todo esto?
– Lo sabes muy bien.
Cogí las hostias con la punta de los dedos. La materia que las mancillaba debía de ser mierda o esperma. En cuanto a las velas, una tradición satánica determinaba que, para las celebraciones sacrílegas, se elaboraran con grasa humana.
– Luc llevaba a cabo una investigación sobre el diablo -dije, con voz vacilante-. Esos chismes deben de ser piezas de…
– Basta. He encontrado rastros de sangre en el granero. Y también rastros de otra cosa. Luc practicaba ceremonias. Se masturbaba sobre estas hostias. ¡Se sodomizaba con el crucifijo! ¡Invocaba al diablo! ¡En nuestra propia casa!
– Luc investigaba a grupos satánicos y…
Laure golpeó la mesa con las dos palmas.
– Luc practicaba el satanismo desde hace meses.
Me quedé sin habla. Era absurdo. Luc no podía haber caído en semejantes ignominias. ¿Quizá quería comprobar algo? ¿Estaba bajo alguna influencia? Tal vez era otro paso hacia las razones de su intento de suicidio. Poco inspirado, pregunté:
– ¿Qué quieres que haga?
– Coge esas porquerías y desaparece.
Había hablado con rabia y agotamiento. Metí los objetos dentro del sobre, empujándolos con el antebrazo. Sentía una verdadera repulsión ante la idea de tocarlos. La voz de Laure sentenció:
– Todo eso estaba escrito. Y es también por tu culpa.
– ¿Qué quieres decir?
– Vuestra religión. Vuestros grandes discursos. Siempre creíais estar por encima de los demás. Por encima de la vida.
Cerré el sobre sin responder. Dejando caer sus lágrimas, prosiguió:
– Ese infame trabajo de madero siempre ha sido una excusa. Esta vez hay que aceptar la verdad. Luc ha perdido la razón. Para siempre. -Sacudió la cabeza, casi riendo entre lágrimas-. El satanismo…
– Luc era un verdadero cristiano, no puedes poner eso en tela de juicio. Nunca habría caído en semejantes prácticas.
Sonrió agriamente, entre dos sollozos.
– Vamos, Mathieu, piensa un poco. ¿Nunca has oído hablar de la teoría de los dos extremos?
En el blanco de sus ojos, observé unos pequeños vasos sanguíneos rotos. Su nariz goteaba pero ella no se preocupaba por sonarse.
– A fuerza de excesos, los extremos se unen. A fuerza de ser místico, Luc se ha convertido en satánico. El principio es conocido, ¿no? -Se sorbió los mocos-. Todas las religiones tienen un lado extremista, que termina por invertir sus valores fundamentales.
Sus palabras me sorprendían. No la imaginaba reflexionando sobre los límites del misticismo. Sin embargo, tenía razón. Yo mismo había estudiado esta inversión de polos en la religión católica. Las magníficas páginas de Huysmans a propósito de Gilles de Rais, compañero de Juana de Arco, místico apasionado convertido en asesino en serie. Huysmans analizaba cómo, alcanzado cierto límite, solo la violencia y el libertinaje cuentan y cómo se llega a atravesar el espejo a causa de ese vértigo.
– Dame tiempo -intenté todavía-. Encontraré una explicación.
– No -dijo poniéndose de pie-. No quiero volver a oír hablar más de investigaciones. Y no quiero que vayas al hospital. Si por fortuna Luc despierta, nunca más volverá a vuestra fe malsana ni a su trabajo de madero.
Me puse también de pie, con el sobre bajo el brazo, y me dirigí hacia la puerta.
– No me has dicho cómo está.
– Sin cambios.
Hizo una pausa, en el umbral. Sus ojos estaban otra vez secos. Ahora era la cólera lo que la consumía de pies a cabeza.
– Según los médicos, esto puede durar años. O terminar mañana. -Se secó las manos en la falda-. ¡Esa es la vida que llevo!
Yo me devanaba los sesos buscando una frase reconfortante. En vano. Balbuceé unas palabras de despedida y desaparecí por la escalera.
Me quedé delante del coche, bajo la lluvia. Había una hoja de papel doblada bajo uno de los limpiaparabrisas. Eché una mirada a mi alrededor; la calle estaba desierta. Cogí el documento.
Cita en la Misión Católica Polaca,
263 bis, rue Saint-Honoré. A las diez de la noche.
Leí varias veces la frase, analizándola lentamente. Una cita en una iglesia polaca. ¿Una trampa? Estudié la caligrafía: una escritura cuidada, con trazos gruesos, ligaduras y un grafismo firme y sereno. Nada que ver con los te esperaba y solo tú y yo de mi diablo.
Eran pasadas las ocho. Guardé la hoja en el bolsillo y subí al coche. Media hora más tarde ya estaba en mi piso. No había puesto los pies allí desde hacía una semana pero no sentí ninguna sensación reconfortante. La misma pregunta me daba vueltas: ¿quién había escrito esa nota? Pensé en Cazeviel, en Moraz. ¿Un tercer asesino?
Una vez duchado y afeitado, me puse un traje. Cuando me anudaba la corbata tuve una idea. Una idea que no venía de ninguna parte pero que de inmediato cobró la fuerza de una evidencia.
Manon Simonis, en persona, había concertado esa cita.
Ella me había localizado -incluso quizá seguido-, en Suiza o, tal vez, en otro sitio. Ahora quería verme. Esta idea, que no se basaba en nada, floreció de improviso en mi mente. Y me procuró una extraña calidez. A pesar de la pesadilla que se intensificaba progresivamente, a pesar de los cadáveres que se amontonaban y las sospechas que pesaban sobre la joven, estaba contento y, sobre todo, impaciente por conocerla.
Cogí mi arma. Comprobé que la recámara estuviera vacía -en posición de patrullar- y con el seguro puesto. Fijé la funda al cinturón a mi izquierda, con la culata hacia la derecha, como siempre, y me abroché la chaqueta. Apagué las luces y observé por la ventana la calle brillante, acariciada por las farolas.
Un Camel, una nube contra el vidrio.
Estaba impaciente.
Conocer a Manon Simonis, de veintidós años, superviviente del limbo.
En la rue Saint-Honoré, a la altura del 263, se acumulaban los comercios de lujo y los trabajos de mejora de la calzada. En ese batiburrillo, la iglesia polaca se defendía para imponer su dignidad, en la esquina de la rue Cambon.
Aparqué en un pasaje peatonal y luego corrí entre los trémulos charcos. Volvía a llover; esta vez con mayor intensidad. Salté los escalones que llevaban al umbral de la iglesia y me sacudí las gotas de lluvia. El edificio estaba oscuro y sucio. A su alrededor, los escaparates de lujo, centelleantes, coloridos, parecían mirarlo reprobadoramente, hundirlo aún más en su suciedad. El portal parecía un peristilo calcinado, rodeado de columnas torcidas. La lluvia penetraba entre las baldosas mal encajadas.
A pesar de la hora, reinaba cierta actividad. Hombres de aspecto inquietante y sospechoso gruñían en polaco, con las manos en los bolsillos y los gorros hundidos hasta los ojos; sin duda, polacos ilegales que buscaban un trabajo pagado en negro. Una religiosa, con un velo cremoso que flotaba en la oscuridad, colocaba cuidadosamente unos anuncios en el interior de una vitrina.
Empujé la puerta de madera.
Crucé el espacio hasta la siguiente puerta y la abrí.
La iglesia era circular. Y negra. La nave y el coro formaban un gran óvalo desde donde unas lámparas antiguas colgaban hasta muy abajo, coronadas por un hierro forjado del que pendían unas bombillas de vidrio tintado que difundían una luz anémica, de color ámbar. Los bancos estaban colocados en hileras oblicuas hasta llegar al altar mayor, que se limitaba a un espacio ligeramente elevado dominado por una cruz maciza, algunos cirios y un gran cuadro indescifrable. A la derecha, al fondo del ábside, la lamparilla roja del Santo Sacramento titubeaba. Todo parecía vago, impreciso, suspendido en las sombras por donde circulaba olor a incienso y a flores podridas.
Rocé el agua de la pila, me santigüé y di algunos pasos. A la luz de las lámparas, miré los cuadros colgados en los muros. Los santos, los ángeles, los mártires no tenían rostro, pero los marcos de oro viejo, iluminados por los cirios, parecían consumirse a fuego lento. En lo alto de la cúpula, los vitrales brillaban débilmente. La lluvia golpeaba los cristales y el plomo, destilando una sensación aplastante de humedad.
Nadie a la vista.
Ni un solo feligrés en los bancos, ni un solo peregrino al pie del altar. Pero sobre todo, ni rastro de Manon. Consulté mi reloj: las diez. ¿Qué aspecto tendría? Recordaba los retratos de su infancia. Muy rubia, con las pestañas y las cejas invisibles. ¿Seguiría teniendo ese aspecto de niña albina? No había ninguna imagen en mi mente. Pero una sorda expectación palpitaba en el fondo de mis venas.
A mi izquierda, un crujido de maderas.
Alguien se había movido en la primera fila. Distinguí unos cabellos canos, unos hombros prominentes y un alzacuello. Un sacerdote. Me acerqué, pero me detuve de inmediato, impresionado por la perfección de la imagen.
El hombre estaba arrodillado, con los hombros paralelos a los ángulos de los bancos; nuca plateada, inclinado como si fuera a ser armado caballero. Tuve la certeza de que no contemplaba solo a un religioso orando sino a un guerrero. Uno de esos sacerdotes y soldados polacos, herederos lejanos de las órdenes militares de las cruzadas. Un duro, un puro, procedente de tiempos inmemoriales.
Se puso de pie y, tras hacer la señal de la cruz, tomó el ala central. Bajo la luz parsimoniosa, descubrí su rostro y me eché hacia atrás, sorprendido. Yo conocía a ese hombre.
Era el sacerdote de civil que había visto en la misa de Luc.
El hombre al que Doudou había entregado la caja de madera negra.
El hombre que se había santiguado al revés.
Hice ademán de dar un paso para esconderme, pero él ya me había localizado. Sin vacilar, avanzó hacia mí. El rostro de sólidas mandíbulas encajaba con sus hombros de atleta, encorsetados en la chaqueta negra.
– Ha venido.
La voz era clara, clerical. Sin rastro de acento.
– ¿Me ha citado usted? -pregunté estúpidamente.
– ¿Y quién, si no?
Reaccioné con una lentitud espantosa.
– ¿Quién es usted?
– Andrzej Zamorski, nuncio apostólico del Vaticano. Asignado a diversos países, entre otros, Francia y Polonia. Un destino curioso el mío: embajador extranjero en mi propio país.
Escuchando mejor, afloraba un suave acento. Tan suave que no sabía decir si esa inflexión provenía de su lengua materna o de todas las que había hablado posteriormente. Señalé la nave a nuestro alrededor.
– ¿Por qué este encuentro? ¿Por qué aquí?
El prelado sonrió. Ahora vigilaba cada detalle de su rostro. Rasgos fuertes, acentuados por el color plateado de sus sienes. Pupilas claras, de un azul de hielo. La nariz no hacía juego con el resto: fina, recta, casi femenina, incongruente en ese rostro de instructor de comando.
– De hecho, nunca nos hemos alejado el uno del otro.
– ¿Me seguía?
– No tenía sentido. Recorremos el mismo camino.
– En este momento no tengo paciencia para jugar a las adivinanzas.
El hombre giró sobre sí mismo e hizo una breve genuflexión. Señaló una puerta lateral, con el perfil iluminado.
– Sígame.
Revestida de madera clara, la sacristía recordaba una sauna sueca. Olía a pino y a incienso. Aunque la analogía se acababa ahí, ya que hacía un frío de muerte.
– Deme su parka. La pondremos a secar.
Obedecí dócilmente.
– ¿Té? ¿Café?
Zamorski había colocado mi parka sobre un escuálido radiador eléctrico. Ya tenía un termo en la mano y desenroscó la tapa con un gesto rápido.
– Café, gracias.
– Solo tengo Nescafé.
– Perfecto.
Echó una cucharilla en un vaso de plástico y luego le agregó agua hirviendo.
– ¿Azúcar?
Negué con la cabeza y cogí con precaución el vaso que me tendía.
– ¿Puedo fumar?
– Por supuesto.
El polaco colocó un cenicero a mi lado. Esa cortesía, esos modales delicados entre dos desconocidos sobre un fondo de asesinatos y posesiones satánicas, era surrealista.
Encendí el Camel y me arrellané en una silla. Todavía no había digerido mi decepción: no era Manon, ni había ninguna secreta mujer bajo los vitrales. Pero este nuevo contacto sería fértil, lo presentía.
El hombre dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas cruzando los brazos sobre el respaldo. Sus puños relucían. Su actitud tenía algo de teatral, de estudiada distensión.
– Usted sabe qué es lo que me interesa, ¿no es así?
– No.
– Entonces ha avanzado menos de lo que suponía.
– Ayudarme está en sus manos. ¿Quién es usted? ¿Qué busca?
– ¿Le dicen algo las iniciales KUK?
– No.
– Un centro de intelectuales católicos creado en Cracovia, después de la Segunda Guerra Mundial. Juan Pablo II pertenecía a ese club cuando todavía se llamaba Karol Wojtyla. En la época de Solidarnosc, sus miembros contribuyeron a cambiar la situación. Por lo menos, tanto como Walesa y su pandilla.
– ¿Pertenece usted a ese grupo?
– Dirijo una rama específica, creada en los años sesenta. Una rama… operativa.
– Me ha dicho que es nuncio del Vaticano.
– También ejerzo funciones diplomáticas. Unas funciones que me permiten viajar y enriquecer, digamos, mi red.
Adiviné el resto. Un nuevo frente religioso que se ocupaba de los Sin Luz y sus crímenes. Pero sin duda, de una manera mucho más decidida que la del teórico Van Dieterling. La pasma eclesiástica.
– ¿Lo que le interesa es mi expediente?
– Seguimos su investigación con interés, sí. Para un policía acostumbrado a casos concretos y terrenales, ha demostrado tener un espíritu muy abierto.
– Soy católico.
– Precisamente. Podía usted haber tenido prejuicios propios de su edad. Considerar la psiquiatría el único referente y reducir los casos de posesión a una simple enfermedad mental. Esta actitud, supuestamente moderna, no tiene en cuenta el fondo del problema. El enemigo está ahí. Violento, omnipresente, atemporal. Cuando se trata del diablo, no hay modernidad ni evolución. La Bestia está en el origen y estará aquí hasta el final, créame. Solo tratamos de hacerla retroceder.
Ciertas palabras e imágenes desfilaban por mi mente: las predicciones de san Juan y su Apocalipsis, el infierno hirviente que se abría para el Juicio Final, los exorcistas a la cabecera de niños poseídos, luchando mano a mano contra los demonios en Brasil, en África… A mi pesar, estaba inmerso en el núcleo de una cruzada subterránea. En un tono que pretendía ser desenfadado, repliqué:
– No se puede decir que me haya ayudado mucho.
– Hay caminos que deben recorrerse en soledad. Cada paso forma parte de la meta.
– Pero habría ayudado a salvar vidas.
– No crea. En realidad, íbamos por delante de usted. Pero no de «él». Es imposible predecir dónde y cuándo golpeará.
Empezaba a hartarme de escuchar hablar del diablo como si fuera un personaje real y omnipotente. Volví a lo esencial.
– Si ya conoce las informaciones que poseo, ¿qué es lo que le interesa?
– En primer lugar, no sabemos con precisión en qué punto se encuentra. Además, ha avanzado por territorios a los que no tenemos acceso.
Van Dieterling y sus archivos. Los dos grupos debían de ser rivales. Zamorski no sabía nada o casi nada de Agostina Gedda. Tal vez tendría la oportunidad de «vender» dos veces mi expediente de la investigación y trabajar para dos entidades, como El servidor de dos amos, de Goldoni. Fingiendo un tono afligido, el polaco confirmó:
– En nuestras filas, la sinergia está lejos de ser lo que debiera. Sobre todo en materia de demonología. Los italianos del Vaticano creen que tienen el monopolio en este terreno y se niegan a cooperar.
No tenía la menor dificultad para imaginar a las dos facciones sacándose los ojos. Van Dieterling tenía su espécimen: Agostina. Y Zamorski debía de poseer sus propios expedientes.
– Si quiere usted mis informaciones -dije-, propóngame un intercambio.
El sacerdote se puso de pie. Su mirada de acero decía: «Cuidado por dónde camina». Pero afirmó en tono sereno:
– Tiene usted la inaudita suerte de estar aún con vida, Mathieu. Y sano de espíritu. Sin saberlo, se está metiendo en una verdadera guerra.
– ¿Se refiere a una «guerra interna» entre diferentes grupos religiosos?
– No. Nuestras rivalidades solo constituyen un epifenómeno. Le hablo de un verdadero conflicto, que opone la Iglesia a una secta satánica poderosa. Le hablo de un peligro inminente, que nos amenaza a todos. A nosotros, los soldados de Dios, pero también a todos los cristianos del planeta.
No estaba muy seguro de comprender.
– ¿Los Sin Luz?
Zamorski dio unos pasos con las manos en la espalda.
– No. Los Sin Luz son más bien la apuesta. Lo que está en juego en la batalla.
– No comprendo.
El nuncio se acercó a una vieja pizarra blanca destartalada que estaba detrás de los atriles que sostenían las partituras. Cogió un rotulador.
– ¿Conoce este signo?
Trazó un círculo, lo atravesó con una línea horizontal en su parte inferior y luego dibujó algunos eslabones. El tatuaje de Cazeviel y el ornamento del anillo de Moraz. De modo que ese era el símbolo de una secta satánica.
– Ya lo he visto dos veces.
– ¿Dónde?
– Tatuado en el torso de un hombre. Grabado en el anillo de otro.
– Los dos muertos, según mis informaciones.
– Si ya tiene las respuestas, ¿para qué hace las preguntas?
Zamorski sonrió y colocó el capuchón del rotulador.
– Patrick Cazeviel. Richard Moraz. El primero murió en la escalera del Vaticano el 31 de octubre. El segundo cerca de la casa del doctor Bucholz, en los alrededores de Lourdes al día siguiente. Usted los mató a los dos. Si quiere que lleguemos a un acuerdo, tiene que jugar limpio conmigo.
– ¿Quién ha hablado de un acuerdo?
Dio unos golpecitos a la pizarra.
– ¿No quiere saber qué significa ese dibujo?
– Si busco lo encontraré yo mismo.
– Por supuesto que sí. Pero podemos hacerle ganar tiempo.
El eclesiástico recorría la habitación con un andar pausado, paciente. Empecé a hartarme de sus rodeos.
– ¿Cómo se llama la secta?
– Los Siervos de Satán. Se consideran esclavos del demonio. De ahí su símbolo: el collar de hierro. También se les llama los Escribas. Las sectas satánicas son mi especialidad. Mi verdadero trabajo consiste en buscar y capturar a esos grupos en todo el mundo. Pero, de todos los que he conocido o estudiado, los Siervos constituyen el grupo más violento, el más peligroso. Y con creces.
– ¿Cuál es su culto?
Zamorski hizo un gesto amplio que anunciaba una digresión.
– En la mayoría de las sectas satánicas el diablo es solo un pretexto para entregarse a la depravación, a la droga, a diversas actividades más o menos ilícitas. A veces, esas prácticas van más lejos y alimentan las páginas de sucesos. Homicidios, sacrificios, incitaciones al suicidio. Pero diría que, en el fondo, esos clanes no son peligrosos y lo más habitual es que se limiten a profanar los cementerios. Una simple variante de la delincuencia. No hay trascendencia ni está en juego algo superior. Y cuando estos depravados tratan de ponerse en contacto con su «amo», es siempre a través de ceremonias más bien ridículas.
– Supongo que los Siervos no pertenecen a esa categoría.
– En absoluto. Los Siervos son verdaderos seres satánicos, que viven por y para el mal. Llevan una vida ascética, exigente, implacable. Asesinos, verdugos, violadores; practican el mal fríamente, con orden y rigor. Son el equivalente de nuestros monjes. Poderosos, numerosos e invisibles. Para ellos no se trata de fornicar en el altar de una iglesia o de besar el culo de un chivo. Son auténticos criminales que buscan la trascendencia a través del mal y de la destrucción. Su comunión es el homicidio, el sufrimiento, la depravación. Además, están firmemente unidos. Un proyecto secreto los hermana.
Encendí otro cigarrillo, aunque solo fuera para alimentar mi personal infierno íntimo.
– Un proyecto que consiste en…
– En recopilar los mandamientos del diablo. Cuando no matan, los Siervos buscan la palabra de Satán.
Zamorski tomó aliento. Seguía caminando de un lado al otro de la estancia. Más que nunca, su estampa marcial recordaba a un general durante una campaña. Continuó:
– Tenga en cuenta que el dogma satánico sufre una laguna fundamental: no hay libro sagrado. Ni rastro de un texto. En la historia del satanismo, encontrará infinidad de biblias negras, de volúmenes de demonología, de escrituras enigmáticas e indescifrables, de testimonios. Pero nunca una obra que pretenda transcribir la palabra del demonio en el sentido consagrado del término. Contrariamente a lo que se dice, el diablo es parco en palabras.
En un destello, volví a ver al sacerdote de Lourdes con su sotana raída: «No tienen libro, ¿comprende?». Aquel fanático hablaba de los Siervos.
– ¿Dónde se encuentra esa palabra? ¿Dónde está escrita? -pregunté.
Un reflejo ladino pasó por sus ojos.
– ¿Y usted me lo pregunta? -Abrió las manos-. ¡Estamos hablando precisamente del objeto de su investigación!
Debí imaginarlo. Los Sin Luz. Los únicos seres en el mundo que establecían, durante el coma, un contacto real con el demonio.
– ¿Los Siervos van detrás de los Sin Luz?
– Ese es el sentido de su búsqueda. Para los Siervos, esos seres que han vivido un milagro son depositarios de una palabra única. Una palabra que deben dejar escrita en su libro. Por eso también se les llama los Escribas. Escriben al dictado del diablo.
– Supongo que su prioridad es descifrar el Juramento del Limbo, ¿verdad?
Zamorski estuvo de acuerdo.
– Su proyecto se reduce a este objetivo: descifrar el Juramento. Las palabras que permiten esperar al Maligno y pactar con él.
– ¿Cazeviel y Moraz pertenecían a esta secta?
– Desde hace mucho tiempo.
– Eso significa: ¿antes de que Manon se ahogara?
– Por supuesto. Fueron ellos los que corrompieron a la niña. La condicionaron, le inspiraron los actos satánicos que ella cometía en aquella época. No sabemos con exactitud qué querían hacer. Sin duda, crear una especie de criatura malsana que llamara la atención del mismo Satán.
– ¿Cuándo se enteraron de que Manon estaba viva?
– En el momento de la muerte de Sylvie Simonis.
– ¿Sabe cómo llegaron a saberlo?
– Por Stéphane Sarrazin.
El nombre del gendarme me explotó en la cara.
– ¿Por qué él? ¿Por qué les habría avisado?
El nuncio contuvo una sonrisa.
– Porque era su cómplice. Stéphane Sarrazin, cuando todavía se llamaba Thomas Longhini, también era un Siervo. Formaba equipo con los otros dos, para corromper a la niña.
Otra verdad fallida. Siempre había percibido la complicidad de los tres hombres, pero sin poder probarla. El famoso axioma del treinta por ciento. Los tres, Moraz, Cazeviel y Longhini, habían provocado, indirectamente, la muerte de Manon. Pero yo todavía era escéptico.
– En 1988 -proseguí-.Thomas Longhini tenía trece años. Era un adolescente. Moraz era relojero. Cazeviel, chatarrero. ¿Cómo habrían podido conocerse?
– No ha buscado lo suficiente en su pasado. Richard Moraz no era solamente relojero. Era coleccionista e incluso encubridor. Así conoció a Cazeviel, que le vendía objetos robados.
– ¿Y Thomas?
– Thomas era un pervertido. Un vicioso. Lo que lo excitaba era penetrar en casa de la gente por la noche. Observarla. Sustraerle sus bibelots. Así conoció a Moraz. Le vendía las piezas hurtadas.
Moraz, Cazeviel, Longhini: tres aves nocturnas asociadas para el robo e intrusión. Más tarde habían descubierto otro interés común: el culto al diablo.
Imaginaba el resto. Con el paso de los meses, Thomas Longhini había debido de encariñarse con Manon y no quiso seguir descarriándola. Tuvo miedo. Habló con sus padres y luego con su psiquiatra, Ali Azoun, pero sin poder confesar toda la verdad. Únicamente insinuaba, pero lo esencial estaba allí. Longhini quería detener el maleficio de Manon. Lo que había empezado como un juego perverso -la corrupción de la niña- se estaba volviendo peligroso. Manon actuaba realmente como una posesa. Y su madre, que había perdido el control, estaba dispuesta a destruirla.
– Sí, comprendo -proseguí-. Los tres cómplices no descubrieron que Manon estaba viva hasta el verano pasado. Entonces, pensaron que podía ser una Sin Luz. Una criatura que el demonio había salvado. Por lo tanto, un ser que les interesaba extremadamente.
– Exacto. Salvo que, entretanto, Manon desapareció. O bien sintió la amenaza de esos fanáticos o bien temía al asesino de su madre.
Tomé nota de que Zamorski no consideraba la culpabilidad de Manon, lo cual me alivió, de una manera oscura, inexplicable. Ya no quería que Manon fuera culpable.
En cuanto al resto, mis datos encajaban con esos elementos. El trío buscaba a Manon, como yo. Moraz y Cazeviel habían decidido matarme para impedir que la encontrara antes que ellos. En cambio, Longhini, alias Sarrazin, había decidido asociarse conmigo. ¿Por qué? ¿Preveía matarme, una vez hubiera cumplido mi misión? ¿O contaba conmigo para que hiciera salir a la superficie a otros Sin Luz?
Volví al punto primordial. ¿Sabía Zamorski dónde se escondía Manon? La duda me consumía, pero primero quería sondear a mi posible asociado.
– ¿Por qué me cuenta todo esto?
– Ya se lo he dicho: me interesan sus informaciones.
– Parece usted saber mucho más que yo.
– Sobre la investigación Simonis es cierto. Pero hay otras ramificaciones en el expediente.
– ¿Agostina Gedda?
– Por ejemplo. Sabemos que usted la interrogó en Malaspina. Queremos una transcripción de ese testimonio.
– Entonces, ¿Van Dieterling no coopera con usted?
– Tenemos puntos de vista distintos sobre el problema, se lo repito. Él lo recibió a usted en la Curia romana. En la biblioteca apostólica del Vaticano se guardan archivos de la mayor importancia. Documentos que usted ha consultado.
El cardenal no me había dejado hacer nada pero decidí marcarme un farol.
– Es cierto que poseo textos que podrían enriquecer sus expedientes. ¿Y usted? ¿Qué tiene para mí? Revelarme la existencia de los Siervos no es suficiente. Tarde o temprano, lo habría descubierto.
– Esa era la parte gratuita de nuestro acuerdo. Algo necesario para convencerlo de que no avanzamos a ciegas.
– ¿Dispone de otra moneda de cambio?
– Una moneda irresistible.
– ¿Cuál?
– Manon Simonis.
– ¿Sabe dónde se encuentra?
– En realidad, la tenemos bajo nuestra protección.
La noticia me bloqueó la respiración, pero conseguí decir:
– ¿Dónde?
Zamorski cogió mi impermeable y me lo lanzó.
– ¿Le da miedo viajar en avión?
En el corazón de la noche, el aeropuerto de Bourget parecía como lo que era: un museo al aire libre. Un Louvre de la aeronáutica, donde las esculturas eran los Mirage, los Boeing, los cohetes Ariane. En la oscuridad lluviosa se presentían los aviones bajo las cubiertas de lona, los hangares llenos de máquinas voladoras, los fuselajes brillantes y las alas con escarapelas pintadas.
El Mercedes negro de Andrzej Zamorski se deslizaba por la avenida inundada. Admiraba, una vez más, el lujo del habitáculo: cristales tintados, asientos de piel, techo acolchado, puertas forradas con palo de rosa.
– Mi pequeño país tiene recursos -comentó el emisario del Vaticano-. Me proporcionan los medios necesarios cuando me envían a tierras hostiles.
– ¿Francia es territorio hostil?
– Aquí solo estoy de paso. Vamos. Hemos llegado.
El coche se detuvo delante de un edificio con la planta baja iluminada. Saqué mi bolsa del maletero. Zamorski había aceptado pasar por mi domicilio para permitirme recoger algunas cosas, entre ellas mi expediente.
En la sala, dos pilotos repasaban el plan de vuelo; unos auxiliares con aspecto de guardaespaldas nos invitaron a champán, café y a un tentempié. A la una de la mañana, hacían lo posible por mostrarse más frescos que una rosa.
Un Falcon 50EX maniobraba en la desierta zona de aparcamiento de los aviones, hiriendo la noche con sus luces. De pie delante de los cristales, reflexioné. Un prelado capaz de fletar un jet privado en plena noche; decididamente, Zamorski no era un religioso corriente. Pero ya nada me asombraba. Me dejaba llevar por los acontecimientos; me dejé acunar, incluso, por una sensación de irrealidad, observando las luces que se reflejaban sobre la pista mojada.
– Vamos. El piloto se impacienta.
– ¿No hay control de aduana?
– Pasaporte diplomático, querido amigo.
– ¿Adónde vamos?
– Se lo diré durante el vuelo.
A mi pesar, me rebelé.
– No pondré un pie a bordo sin saber adónde vamos.
El polaco cogió mi bolsa.
– Vamos a Cracovia. Manon está escondida allí. En un monasterio. Un lugar totalmente seguro.
Seguí al eclesiástico por la zona de estacionamiento. Su traje negro brillaba tanto como el asfalto húmedo. Observando su puño cerrado sobre el asa de mi bolsa, me dije que un arma automática en esa mano no quedaría fuera de lugar. Inmediatamente, asocié esa idea a la Glock que llevaba en el cinturón. Esa salida clandestina tenía una ventaja: nadie me había registrado.
La cabina del Falcon albergaba seis asientos de piel con brazos y mesitas de caoba barnizada. Las luces del techo, minúsculas, brillaban como pepitas doradas. Unas cestas de fruta nos esperaban, al lado de unas botellas de champán que se mantenían frescas en la cubitera. Seis butacas, seis privilegios por encima de las nubes.
– Acomódese donde desee.
Escogí el primer asiento a mi izquierda. Los dos sacerdotes que nos acompañaban desde la iglesia polaca se sentaron detrás de mí. Dos colosos que solo tenían de religiosos el alzacuello y que todavía no habían dicho ni una palabra. Zamorski se sentó frente a mí y luego se ajustó el cinturón. El chasquido fue como una señal; los motores bramaron inmediatamente.
El aparato alzó el vuelo, conservando la atmósfera de ensoñación y de fluidez. Contemplé por el ojo de buey los primeros velos de nubes. El cielo, entre ese algodón de plata, relumbraba con un azul oscuro. Un espejo sin contorno ni límite que atravesábamos con toda facilidad. Ya no era la noche; era el reverso del mundo.
– ¿Quiere beber algo?
Zamorski ya cogía hielo picado con la mano. Rechacé con un ademán. Lo que más me apetecía era un cigarrillo. Mi huésped adivinó mis deseos otra vez.
– Puede fumar. Es una de las ventajas de los vuelos privados: estamos como en casa.
Encendí un Camel, sintiendo otra vez desconfianza ante tantas atenciones. ¿Quién era exactamente ese prelado, escondido detrás de sus modales educados? ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Adónde me llevaba, exactamente? Tal vez había caído en una trampa cuyo señuelo se llamaba Manon. Después de una larga calada, ordené:
– Hábleme de Manon.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Cómo conoció su caso?
– De la manera más sencilla del mundo. Por el cura de su parroquia, el padre Mariotte. Después del intento de asesinato en 1988, se confió al sacerdote exorcista de Besançon. La información llegó hasta mí. Nuestras redes están muy estructuradas.
– En aquel momento, ¿sabía usted que Manon estaba viva?
– Una breve investigación nos lo confirmó, sí. A partir de entonces, siempre hemos estado atentos a ella.
– ¿Cree que Manon estaba poseída?
– Digamos que había una fuerte presunción de que así fuera.
– ¿Por qué?
– Recogimos varios testimonios sobre su actitud antes del asesinato. También estaban los sospechosos del caso: Cazeviel, Moraz, Longhini. A ellos ya los teníamos en nuestras listas. Este caso entraba de lleno en el satanismo.
– ¿Y a continuación?
Zamorski se encogió de hombros.
– La niña creció sin problemas ni desviaciones. Ni la menor señal de influencia demoníaca.
– Fue tratada por psicólogos.
– Nada que ver con el diablo. Simplemente, estaba traumatizada con toda esa historia. Lo que, por otra parte, es muy comprensible.
No tenía tiempo para andarme con rodeos.
– ¿Cree que ella mató a su madre?
– No.
– ¿Por qué esa certeza?
– Se aloja en nuestro monasterio desde hace tres meses. Es inocente. Ninguna mujer podría simular hasta ese punto. Manon es una verdadera… fuente de luz.
Agostina Gedda también había sido una fuente de luz. Para, finalmente, convertirse en un monstruo. Pero quería creer a Zamorski.
– De modo que, según usted, ¿la joven no vivió una experiencia negativa durante su coma?
– Manon no conserva ningún recuerdo de aquel paréntesis. En todo caso, cualquiera que fuera su vivencia durante el coma, esta no influye en su personalidad actual.
Asentí con la cabeza pero pensé en las advertencias que había recibido en Catania, a propósito de Agostina. En las admoniciones de Van Dieterling. En las instrucciones del Ritual romano: «Innumerables son los artificios y las traiciones del diablo para engañar a los hombres». ¿A quién podía creer en semejante situación?
Pasé a las generalidades.
– ¿Cree, de todo corazón, que los Sin Luz existen? Me refiero a los homicidas que actúan bajo una influencia demoníaca.
– La experiencia negativa existe. Y puede ser traumática.
– ¿Hasta el punto de transformar al que la sufre en un ser agresivo, en un asesino?
– En ciertos casos, sí.
– Pero ¿cree que el diablo está detrás de todo esto? ¿Que es una verdadera entidad negativa? ¿Un agente corruptor?
Zamorski sonrió. La intensidad de las luces de la cabina había bajado. Los sillones de cuero brillaban suavemente bajo las lámparas. De vez en cuando, las señales luminosas de la punta de las alas desgarraban las nubes e iluminaban nuestras siluetas a través de los ojos de buey.
– Estudiamos estos fenómenos desde hace años. Espere a que lleguemos a Cracovia, comprenderá mejor nuestra posición.
Entonces, volvamos a los casos específicos. ¿Agostina Gedda es una verdadera posesa?
– Según Van Dieterling, no hay duda alguna. Y por lo que sé, todo concuerda.
– ¿Sabe usted quién es Raïmo Rihiimäki?
– Por supuesto.
– ¿Un Sin Luz?
– Tuvo una experiencia negativa. Raïmo se confió a un psiquiatra. Le contó su visión. Esa prueba lo transformó en una máquina de matar.
– ¿De modo que Agostina y Raïmo son los autores de los asesinatos que se les imputan?
– Mathieu, está usted quemando las etapas. Una vez más, espere a estar en Cracovia. Nosotros…
– Estos privilegiados por un milagro son asesinos, ¿sí o no? ¿Han sido capaces de utilizar ácidos, inyectar insectos, colocar liquen en la caja torácica de su víctima, en definitiva, de actuar exactamente del mismo modo separados por miles de kilómetros?
Zamorski sostenía una copa de champán perlada de gotas. Bebió un trago y declaró:
– Con el correr de los años, mi grupo ha elaborado una hipótesis.
– ¿Cuál?
– Podría existir otro factor, unido a la experiencia negativa. Una circunstancia particular.
– Lo escucho.
– Un ser externo, que contactaría y ayudaría a estos asesinos… «revelados».
Zamorski expresaba la hipótesis que yo me planteaba desde el principio, aunque sin haber profundizado en ella. Un cómplice de los Sin Luz. Un inspirador de carne y hueso. El que había grabado en la corteza: yo protejo a los sin luz.
– ¿Un hombre los ayudaría a matar de ese modo?
– En todo caso, los incitaría.
– ¿Un hombre que se tomaría por el diablo?
– Que creería actuar en nombre del diablo, sí.
– ¿Tiene pruebas que apoyen esta hipótesis?
– Sólo algunos paralelismos. El modo operativo, para empezar. Según parece, hasta ahora los Sin Luz nunca habían utilizado ese método. Se podría deducir que un hombre, una presencia oculta, les dicta ahora esa técnica.
Van Dieterling hablaba de «mutación», de una profecía que había que descifrar a través de la repetición de estos asesinatos rituales. Mi instinto de madero hacía que me inclinara por la versión de Zamorski, más tangible: la intervención de un tercero, un socio en las sombras.
Zamorski continuó:
– En segundo lugar, la multiplicación de los casos. A lo largo de los siglos, los Sin Luz son muy escasos. Sin embargo, de repente, nos encontramos con tres ejemplos en cuatro años: 1999, 2000, 2002… Y, sin duda, hay otros. ¿Por qué esta aceleración? Quizá un hombre ha favorecido esta serie. Un criminal que no sería el asesino propiamente dicho, sino el inspirador de estos seres traumatizados. Una especie de emisario del demonio que los empujaría a pasar a la acción.
Mis suposiciones, que hasta ese momento flotaban en el vacío, encontraban un eco concreto en el nuncio. Ese vuelo nocturno iluminaba mi corazón a la manera de un fuego de artificio. Era hora de aclarar los enigmas que concernían directamente al sacerdote.
– Hace quince días, lo vi a usted en la capilla de Santa Bernadette. Se celebraba una misa por un madero que estaba en coma.
– Luc Soubeyras. Lo conozco bien. Trabajaba en la misma investigación que usted. O, para ser precisos, usted trabaja en la misma que él.
– Intentó suicidarse. ¿Sabe por qué?
– Luc estaba demasiado exaltado. Al borde de un ataque de nervios. Se dejó el pellejo en esta investigación.
– ¿Eso es todo?
– En este asunto, hay que estar dispuesto a traspasar ciertos límites. A visitar determinados confines. Pero sobre todo, hay que ser capaz de regresar. A pesar de su pasión, Luc no era lo suficientemente fuerte.
No respondí. Pensaba en los objetos satánicos descubiertos por Laure. ¿Luc había atravesado «la delgada línea roja»? Volví a Zamorski y le mencioné su conversación con Doudou en la capilla. El pequeño cofre que había pasado a sus manos. El estuche de madera oscura.
– El expediente de la investigación de Luc -dijo el polaco-. Enteramente digitalizado y guardado en un USB. Luc me había advertido. En caso de que surgiera un problema, su adjunto me entregaría los documentos. En cierto modo, éramos socios.
– Según Doudou, la contraseña era: «He encontrado la garganta». ¿Cuál es el sentido de esa frase?
– Luc estaba obsesionado por las NDE. El abismo, el pozo, la garganta…
– Es también lo que le dijo a su mujer antes de su intento de suicidio. ¿Por qué, según usted?
– Por la misma razón. Luc solo vivía para ese túnel. Era su obsesión. Ahora bien, esa puerta, esa famosa «garganta», seguía siéndole inaccesible. En el fondo, creo que ese intento de suicidio es la confesión de su fracaso.
Zamorski se equivocaba. Luc no se había intentado suicidar por simple desesperación. Por otra parte, no había fracasado sino que, al contrario, había llegado más lejos que yo, estaba seguro. ¿Quizá demasiado lejos?
– En la misa de Santa Bernadette, vi que se santiguaba al revés.
– Simple precaución -sonrió-. Esa señal de la cruz invertida me protegía contra los elementos satánicos del cofrecito. Sanar el mal con el mal, ¿comprende?
– No.
– No tiene importancia. Es solo un detalle.
Se agachó, observó por el ojo de buey y luego miró su reloj.
– Estamos llegando.
Sentí la presión en mis tímpanos. El avión iniciaba el descenso. Pero yo no soltaba al nuncio.
– En la Iglesia polaca, usted me ha dicho que su especialidad eran los Siervos. ¿Qué relación existe con los Sin Luz?
– Ya se lo he dicho: los Siervos los buscan, los acosan.
– ¿Y usted intenta colocarse entre los dos frentes?
– Siguiendo a los Sin Luz nos cruzamos en el camino de los Siervos, sí.
– ¿Cuáles son sus relaciones con los Sin Luz? ¿Los veneran?
– En cierto modo, sí. Los consideran unos elegidos. Pero su prioridad es arrancarles una confesión. Para conseguir sus fines no vacilan en raptarlos, drogarlos, torturarlos. Su obsesión es la palabra del Maligno. Todos los medios son buenos para descifrar esa voz.
– Cuando usted afirma que los Siervos constituyen una de las sectas más peligrosas, ¿qué quiere decir, concretamente?
Zamorski alzó las cejas, apoyando la evidencia:
– Ha tenido usted una demostración con Moraz y Cazeviel. Los Siervos están armados, entrenados. Matan, violan, destruyen. Respiran el mal como nosotros respiramos el aire que nos rodea. El vicio es su medio natural. Se automutilan, también se desfiguran. Sadismo y masoquismo son las dos caras de su modo de existencia.
– ¿Cómo poseen esos conocimientos sobre una secta tan secreta?
– Tenemos testimonios.
– ¿De arrepentidos?
– En su mundo no hay arrepentidos. Solo supervivientes.
Eché una ojeada a las nubes tornasoladas detrás de los ojos de buey. Mis tímpanos estaban a punto de reventar.
– ¿Hay Siervos de Satán allá donde vamos? ¿En Cracovia?
– Por desgracia, sí. El fenómeno es reciente. Sucesos que se multiplican en nuestra ciudad revelan su presencia. Vagabundos torturados, desmembrados, quemados vivos. Animales mutilados, sacrificados. Esa estela de sangre es su marca.
– ¿Saben que Manon está en Cracovia?
– Están allí por ella, Mathieu. A pesar de nuestras precauciones, la han localizado.
– Por lo tanto, ¿están convencidos de que ella es una Sin Luz?
Zamorski observaba las luces que centelleaban bajo el ala del Falcon.
– Estamos llegando.
– Contésteme. Para los Siervos, ¿Manon es una Sin Luz?
Su mirada se posó sobre mí, más dura que una sonda plantada en una capa de hielo en Siberia.
– Piensan que ella es el Anticristo en persona. Que ha regresado de las tinieblas para proclamar la profecía del diablo.
Cracovia, esculpida en las tinieblas. Sus muros estaban resquebrajados, sus carreteras agrietadas; velos de niebla se deshilachaban sobre sus torres y sus campanarios. Todo parecía listo para una Walpurgisnacht. Solo faltaban los lobos y las brujas. Viajaba en una limusina que me parecía un barco fantasma. Seguía prisionero de esa extraña sensación de confortable distanciamiento.
El coche se detuvo al pie de un gran edificio sombrío rodeado por un parque público, muy cerca de un área peatonal formada por callejuelas estrechas. Unos sacerdotes nos esperaban. Cogieron nuestros equipajes y abrieron las puertas. Sus alzacuellos cobraban vida en la noche como si de fuegos fatuos se tratara. Seguí sus pasos.
Dentro, distinguí un patio con jardines desbrozados, unas galerías con columnas, unas bóvedas negras. Subimos por una escalera exterior, a la derecha; los zuecos de los sacerdotes producían un ruido propio de una guerra. Era imposible no imaginar una fortaleza militar que recibía refuerzos nocturnos.
Me abrieron una celda. Muros de granito decorados con un crucifijo. Una cama, una mesilla de noche y un escritorio, todo tan negro como las paredes. En un rincón, detrás de un biombo de yute, un minúsculo cuarto de baño; la corriente de aire frío penetraba en la espalda.
Mis guías me dejaron solo. Me cepillé los dientes tratando de no mirarme en el espejo y luego me metí bajo las sábanas húmedas. Antes de que mi cuerpo entrara en calor, ya dormía; sin soñar, sin conciencia.
Cuando desperté, una línea de luz cargada de partículas inmóviles atravesaba la habitación. Busqué su origen: una ventanita con un parteluz, bañada de sol. Los cristales, moteados de burbujas translúcidas, amplificaban esta claridad a la manera de una lupa.
Miré el reloj: las once de la mañana.
Me levanté de un salto y me quedé paralizado por el frío de la habitación. Todo volvió a mi memoria. La cita con Zamorski. El viaje en jet privado. La llegada a esa ciudadela negra, en alguna parte de una ciudad desconocida.
Hundí la cabeza en el agua helada, me puse ropa limpia y salí de la celda. Un pasillo, con anchas tablas de parquet. Cuadros sombríos con reflejos cobrizos, santos atormentados tallados en madera, vírgenes alucinadas pulidas en el mármol. Caminé hasta una puerta alta con el marco esculpido. Unos ángeles desplegaban sus alas; unos mártires, atravesados por flechas o llevando su cabeza bajo el brazo, bendecían a sus verdugos. Pensé en Las puertas del infierno de Rodin.
Giré el pomo y me encontré en el exterior.
Cuatro edificios cerraban el patio, dividido en parterres de césped y bosquecillos de árboles despuntados. Un bastión de fe, que había resistido a los bombardeos nazis y a los asaltos socialistas. Cada bloque de dos pisos estaba calado por una serie de arcos con barandillas macizas. Me encontraba en la parte del fondo, en el primer piso. Caminé por la galería hacia una escalera. De cada bóveda pendían farolas y barras de hierro.
Todo estaba desierto. No había ninguna sotana a la vista. Apenas había pisado la grava del patio cuando las campanas empezaron a sonar. Sonreí e inspiré la luz blanca y fría. Quería colmarme de ese instante que de tan puro parecía un prodigio.
Los jardines evocaban el Renacimiento: los matorrales recortados formaban cuadrados y rectángulos, los cipreses se agrupaban en el centro en torno a una plaza circular. Los bancos estaban colocados a lo largo de las galerías y, en las bóvedas, los vitrales de las ventanas lanzaban sus reflejos. Atravesé el patio. Un bullicio sordo me alcanzó. Cambié de dirección y empujé una puerta.
El refectorio estaba bañado de luz, surcado por largas mesas. Las jarras de agua destellaban, los platos de acero humeaban como locomotoras. Sentados en grupos de ocho, los sacerdotes comían y bebían. Sus uniformes impecables, austeridad blanca y negra, contrastaban con sus carcajadas y con los ruidos del ágape. Reinaba un clima bonachón, de juventud y alegre convivencia. Se decía que durante la guerra fría los sacerdotes polacos fueron los únicos que comieron bien, gracias a sus huertos.
Un brazo se alzó entre los asistentes. Zamorski, sentado a una mesa aislada. Pasé entre los grupos y me uní a él. Los demás no me prestaron ninguna atención.
– ¿Has dormido bien?
El polaco me señaló la silla frente a él. Me senté, lamentando no haber fumado un cigarrillo en los jardines. Ahora era demasiado tarde. Bajé la vista hacia el desayuno. La mesa, puesta para dos, estaba cubierta con un mantel de damasco sobre el que brillaban copas de cristal y cubiertos de plata. Me pasé la mano por el rostro.
– Lo siento -dije, confuso-. No me he dado cuenta de la hora.
– Yo también acabo de levantarme. Nos hemos perdido la misa. Sírvete.
Me pareció bien que me tuteara. No sabía qué elegir. Era un menú eslavo. Pescados adobados cortados en finas láminas, masas compactas de caviar en forma de conos, pan negro y pan blanco, distintas clases de Malossol y diversos frutos rojos: moras, arándanos, frambuesas. Me pregunté de dónde sacaban los sacerdotes aquellos frutos en esa estación.
– ¿Vodka? ¿O es muy temprano aún?
– Preferiría café.
El nuncio hizo un ademán. Un sacerdote salió de la sombra y me sirvió con una discreción de espectro.
– ¿Dónde estamos?
– En el convento Scholastyka, en la ciudad vieja. El feudo de las benedictinas.
– ¿Las benedictinas?
Zamorski se inclinó. Su nariz fina brillaba al sol.
– Es la hora sexta -dijo, en tono de confidencia-. Mientras las hermanas rezan en la capilla, nosotros aprovechamos para desayunar.
– ¿Comparten ustedes el monasterio?
Con un golpe de cucharilla, abrió un huevo pasado por agua.
– Únicamente compartimos los espacios. No podemos llevar a cabo ninguna actividad conjunta.
– No es muy… ortodoxo.
Hundió la cucharilla en la clara del huevo que tenía entre dos dedos.
– Exactamente. ¿Quién buscaría religiosos, sobre todo de nuestro tipo, en un convento de benedictinas?
– ¿De qué tipo?
– Come. Lo que no mata engorda, como decimos aquí.
– ¿De qué tipo son?
El nuncio suspiró.
– Decididamente, eres un jansenista. No sabes gozar de la vida.
Comió el huevo en varias cucharadas y luego retiró la silla.
– Coge tu taza. Comerás más tarde.
Preferí beber el café de un sorbo. El ardor explotó en el fondo de mi garganta. Todavía estaba tratando de recuperarme de la quemadura cuando Zamorski ya cruzaba el umbral del comedor.
En la galería, los rayos de sol y las sombras de los pilares formaban un cuadro en blanco y negro. El frío, misteriosamente, realzaba esa bicromía. El prelado giró bajo un porche y tomó una escalera que parecía bajar directamente a la Edad Media.
– Hemos instalado nuestros despachos en el sótano.
Un túnel se abrió ante nosotros, iluminado de manera uniforme, sin que ninguna fuente de luz fuera visible. Los muros de piedra tenían la pátina de siglos. Sin embargo, se respiraba un aire de modernidad y de tecnología. Cuando Zamorski colocó su índice sobre una placa de análisis biométrico, no tuve ninguna duda. Había visto la piel de la fortaleza. Ahora iba a descubrir su corazón.
Una pared de acero se abrió sobre una gran estancia con techos abovedados; parecía la sala de redacción de un periódico. Las pantallas de los ordenadores lanzaban destellos, las impresoras zumbaban al pie de las columnas; teléfonos, faxes, teletipos sonaban y vibraban por todos lados. Los sacerdotes se movían febrilmente en mangas de camisa. Me hizo pensar en una dependencia de L’Osservatore romano, el órgano oficial de la ciudad pontificia, pero flotaba aquí un ambiente militar, del tipo secretos del Ministerio de Defensa.
– ¡La sala de vigilancia! -confirmó Zamorski.
– ¿Vigilancia de qué?
– De nuestro mundo. El universo católico no cesa de estar amenazado, agredido. Velamos, observamos, actuamos.
El prelado tomó el pasillo central. Podía sentir el calor de los ordenadores y las bocanadas de aire de los sistemas de ventilación. Unos hombres con alzacuello hablaban por teléfono en árabe. Zamorski me explicó:
– Nuestra fe se enfrenta a enemigos de todo tipo. No siempre es posible solucionar los problemas con la oración y la diplomacia.
– Explíquese, por favor.
– Por ejemplo, esos sacerdotes están en contacto permanente con las tropas rebeldes de Sudán. Son animistas, aunque espero que también sean algo cristianos. Les echamos una mano. Y no solo en forma de sacos de arroz. -Levantó el índice hacia el techo-. Hacer retroceder el islam: ¡todo lo demás no tiene importancia!
– Me parece un punto de vista simplista.
– Estamos en guerra. Y la guerra es un punto de vista simplista sobre el mundo.
El nuncio se expresaba sin acritud, con buen humor. La lucha de la que hablaba era obvia. Estaba dentro del orden natural de las cosas. A nuestra derecha, cuatro sacerdotes hablaban en castellano.
– Estos trabajan en zonas de América del Sur donde la situación es compleja. Allí, no podemos entrar en conflicto con los que detentan el poder, el de la droga, las armas, la corrupción. Debemos negociar, contemporizar y a veces hasta aliarnos con los peores golfos. Ad majorem Dei gloriam!
Se acercó a otro grupo que leía periódicos en lengua eslava.
– Un trabajo más sucio aún, en Croacia. Proteger a los torturadores, a los verdugos. Son cristianos y nos han llamado. El Señor nunca ha denegado ayuda, ¿verdad?
Los recortes de prensa volvían a mi memoria. Los jueces del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia sospechaban que el Vaticano y la Iglesia croata escondían en monasterios franceses a los generales acusados de crímenes contra la humanidad. De modo que era cierto. Zamorski contemporizó:
– No pongas esa cara. Después de todo, ambos hacemos el mismo trabajo, cada uno en su escala. No eres el único que tiene que ensuciarse las manos.
– ¿Quién le ha dicho que tengo las manos sucias?
– Tu amigo Luc me ha explicado vuestra teoría personal sobre el oficio de madero.
– No es más que una teoría.
– Pues bien, yo me adhiero a ese punto de vista. Hace falta que algunos lleven a cabo los trabajos sucios para que los demás, todos los demás, puedan vivir con un alma pura.
– ¿Puedo fumar?
– En ese caso salgamos.
Nos instalamos bajo las bóvedas negras a un tiro de piedra de los jardines. Olores a resina, a flores húmedas, a piedras caldeadas por el sol. Le di una buena calada al Camel y lancé el humo con placer. El primer pitillo del día. Un renacimiento intacto, cada vez.
– Ayer -proseguí- me habló del KUK. Me dijo que usted pertenecía a una rama especial. ¿Qué nombre tiene?
– No tiene nombre. La mejor manera de guardar un secreto es que no exista tal secreto. Somos monjes caballeros, herederos de las milites Christi que protegían Tierra Santa, pero no tenemos una orden establecida.
Las imágenes una vez más. Conventos fortaleza en la España de la Reconquista en el siglo XII, castillos construidos en los desiertos de Palestina, llenos de cruzados que seguían una regla monástica. El claustro donde me encontraba pertenecía a esa estirpe.
– ¿También se ocupan de los problemas relativos al satanismo?
– Nuestros enemigos son múltiples, Mathieu, pero el principal, el más peligroso, el más… permanente de todos, es el que ha logrado hacernos creer que ya no existía.
Guardé silencio. Pensaba en la famosa cita de Charles Baudelaire, de El spleen de París: «La astucia más bonita del diablo está en hacer creer que no existe». Pero Zamorski recitó otro texto:
– «El mal no es solo una carencia, es la obra de un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible, misteriosa y temible realidad.» ¿Sabes quién lo escribió?
– Pablo VI, en su audiencia pública del 15 de noviembre de 1972. Unas palabras que tuvieron gran repercusión en su momento.
– Exactamente. El Vaticano ya se tomaba en serio al diablo, pero con el advenimiento de Juan Pablo II, nuestra posición se reforzó aún más. ¿Sabías que el mismo Karol Wojtyla realizó exorcismos? -Sonrió levemente-. Todo lo que has visto abajo está financiado por él. Y la mayor parte de nuestros ingresos se dedican a la lucha contra el diablo. Porque, en definitiva, ese es el combate principal. El ojo del huracán.
Me situé en el umbral de la galería, de espaldas al sol. Zamorski se había sentado sobre un ángulo de piedra manchado de liquen. Desde mi llegada a ese búnker, una incógnita me atormentaba.
– ¿Luc Soubeyras estuvo aquí?
– Una vez.
– El lugar debió de gustarle.
– Luc era un verdadero soldado. Pero lo repito: le faltaba rigor, disciplina. Creía demasiado en el demonio para combatirlo eficazmente.
Pensé en los objetos satánicos que Laure había descubierto. El prelado prosiguió:
– Para luchar contra Satán, hay que saber mantenerlo a distancia. No creerle nunca y no escucharlo nunca. Es una paradoja, pero para enfrentarse contra él en toda su realidad, hay que tratarlo como si fuera una quimera, un espejismo.
Aplasté el cigarrillo sobre la piedra y me metí la colilla en el bolsillo. Zamorski estaba de pie contra una columna. Sus anchas espaldas, su alzacuello, su pelo gris al cepillo; todo en él destilaba pulcritud, la fuerza de un guerrero. En su presencia, se experimentaba una secreta fascinación. Y una extraña sensación de seguridad. Le pregunté:
– ¿Y cree usted en el diablo? ¿En su realidad física y espiritual?
Se rió a carcajadas.
– Para contestarte necesitaría el día entero. Y quizá incluso la noche. ¿Has leído El salario del miedo?
– Sí, hace mucho tiempo.
– ¿Te acuerdas de la cita del epígrafe?
– No.
– Georges Arnaud escribió: «La exactitud geográfica es siempre un engaño. Por ejemplo Guatemala, no existe. Lo sé: he vivido allí». Podría responder lo mismo sobre el diablo. «El Maligno no existe. Lo sé: hace cuarenta años que lucho contra él.»
– Usted especula con las palabras.
Zamorski se puso de pie y liberó sus pulmones con un largo suspiro, acentuando así su hastío.
– La realidad del demonio está por todas partes, Mathieu. En todas esas sectas donde hombres y mujeres corruptos encarnan los peores valores. En los psiquiátricos, donde los esquizofrénicos están convencidos de ser posesos. Pero sobre todo, en cada uno de nosotros, en cada pliegue del alma, cuando el deseo, la voluntad, el inconsciente, elige el abismo. ¿No podemos deducir por ello que una fuerza magnética real, una especie de agujero negro inmanente, aspira nuestras facultades?
– Entonces, ¿cree usted en una figura maléfica que existiría antes que el propio mundo? ¿Un poder no creado, trascendente, que sería la fuente del mal en el universo?
Zamorski sonrió de un modo discreto y furtivo, como para sí. Dio unos pasos y se volvió hacia mí.
– Creo que tenemos que ponernos manos a la obra. Ven. -Miró su reloj-. Tienes una cita.
– ¿Qué cita?
– A las cinco, Manon te esperará aquí mismo, en los jardines. En ese banco que ves allí.
Anochecía temprano en Polonia. O bien se acercaba una tormenta o bien mi percepción de la luz ya no era la misma. Cuando volví a los jardines del claustro a la hora señalada, me pareció que los árboles, los matorrales, los vitrales ya se hundían en la oscuridad. Solo los reflejos de mercurio persistían entre las hojas de los cipreses, las ramas de boj, los personajes con sus siluetas de plomo de las ventanas.
Caminé hacia el patio. De pronto, distinguí una mancha blanca al pie de una columna que sostenía a un san Estanislao. Divisé la cabellera clara, que parecía confundirse con el ángulo gris del banco. Era imposible no pensar en la ópera Manon de Massenet, que había escuchado tanto durante mi época de estudiante. Recordé una frase, cuando la heroína encuentra por primera vez al caballero Des Grieux: «¡Alguien! Rápido, a mi banco de piedra…».
Tres pasos más y la emoción me atravesó como una bala en el pecho.
Allí estaba Manon Simonis.
El fantasma al que perseguía desde hacía días sin saber que estaba, realmente, vivo. Apoyada en el pilar, tenía la cabeza inclinada sobre un libro. No había logrado imaginar cómo debía de ser en la actualidad, ya que guardaba en la memoria a aquella niña de cejas blancas. Sin embargo, en ningún caso, habría podido prever la silueta que se dibujaba delante de mí.
Manon seguía teniendo el cabello rubio, más bien castaño claro, pero su porte no tenía ninguna relación con la niña enclenque de las fotos. Se había convertido en una mujer fuerte, atlética, de espaldas anchas. Bajo un grueso jersey blanco, sus formas eran macizas y sus manos me parecieron enormes desde la distancia que nos separaba.
Avancé un poco más y distinguí su perfil. Solo entonces reconocí los rasgos perfectos de la niña de Sartuis. La nariz era un modelo de proporción. Recta, suave, dominada por los grandes ojos bajos. Manon leía. Su expresión era grave, realzada por cierta desconfianza en sus cejas, bajo sus cabellos peinados con raya al medio, estilo hippy.
Tosí. Ella levantó la cabeza y me sonrió. Entonces sucedió algo todavía más impresionante. Fue tan violento, que creí que me expulsaban de mí mismo. Un deslumbramiento. Pero ya no era yo quien lo experimentaba. Me había convertido en una conciencia exterior, un reflejo escindido de mí mismo que medía la amplitud del fenómeno que se desarrollaba en mi doble. Al mismo tiempo, una voz me decía: «Estabas maduro para esto. Toda tu investigación iba en busca de esta respuesta, esta conmoción».
– ¿Usted es el madero francés?
Sonrió y entre sus labios apareció un leve reflejo de incisivos. Manon se apartó para hacerme sirio en el banco. Ese movimiento hizo resaltar sus formas opulentas. La cría anémica recordaba ahora a las chicas blancas y rosadas de los calendarios de Playboy. Blandió el libro de upas amarillas.
– Aquí tienen algunos libros en francés. Solo cosas de religión. Me las sé de memoria.
Enumeró los títulos pero no la escuchaba. Todos mis sentidos estaban velados por la conmoción del encuentro. Era como cuando una detonación te ensordece los tímpanos o cuando una luz fuerte te ciega. Hice un esfuerzo para volver al momento presente.
– ¿Sabe por qué estoy aquí? -pregunté.
– Andrzej me lo ha explicado. Ha venido para interrogarme.
– No parece sorprendida de mi visita.
– Hace tres meses que estoy escondida. Esperaba que me encontraran. A la policía le encanta interrogarme.
¿Qué sabía ella exactamente de cómo se desarrollaba la investigación? ¿Estaba al corriente del intento de suicidio de Luc? ¿De la muerte de Stéphane Sarrazin? No. ¿Quién habría podido informarla entre esos muros austeros? Zamorski, seguramente no.
Me senté a mi vez. Un gusto de papel en la boca. Proseguí:
– No soy un investigador. No en el sentido en el que usted lo entiende. No cumplo ninguna misión oficial.
– Entonces, ¿qué hace aquí?
– Soy un amigo de Luc. Luc Soubeyras.
Su nuca se agitó con pequeños movimientos tensos. Su sonrisa se ocultaba bajo los mechones, muy lacios. En la penumbra, recordaba las fotos de David Hamilton o las imágenes del flower power de finales de los sesenta. Collares de semillas y flores en el pelo. Yo era demasiado joven para haber conocido aquella época, pero siempre la había imaginado como un tiempo feliz. Una era de idealismo, de rebelión, de explosión musical. Tenía delante de mí a una de esas hadas de antaño.
– ¿Cómo está? -preguntó, distraídamente.
– Muy bien -mentí-. Ha sido trasladado. Yo me encargo de la investigación, discretamente.
– Entonces ha hecho el viaje inútilmente.
– ¿Por qué?
– No puedo decirle nada. Soy solo «la muñeca que dice no».
Inclinó la cabeza hacia un lado y enumeró, con voz mecánica:
– ¿Se acuerda de lo que sucedió el 12 de noviembre de 1988? No. ¿Sabe quién intentó ahogarla en el pozo? No. ¿Tiene algún recuerdo del coma posterior? No. ¿Tiene alguna sospecha sobre el asesinato de su madre? No. Podría seguir mucho rato. Solo tengo una respuesta para todas las preguntas.
Cerré los ojos y respiré el olor a savia y a hojas, que cobraba mayor intensidad. Las sombras habían llamado a la humedad. Sí, se preparaba una tormenta, pero en una versión más fría, más opresiva que en el Jura. Una versión polaca. Por primera vez desde hacía una eternidad no me apetecía fumar. Observé la tapa del libro: La puerta estrecha de André Gide.
– ¿Le gusta? -pregunté, sin saber cómo proseguir.
Ella hizo un mohín de indecisión. Sus labios carnosos me hicieron pensar, como una delicada alusión, en las areolas de sus senos. ¿Cómo eran? ¿Muelles y rosadas como su boca? Una fuerza se elevaba en mí, lentamente. No era un deseo agudo, turbio, vergonzoso como el que había experimentado frente a la directora de Malaspina. Era un deseo pleno, abierto, desvinculado de todo pensamiento.
Insistí, centrándome en el libro:
– ¿No le gusta la historia?
– Me parece… insignificante.
– ¿No está de acuerdo con la búsqueda de la joven?
– Para mí, la religión es una gran ventana abierta. De ningún modo una cosa mezquina como en esta novela.
En mi época de adolescente, había leído una veintena de veces el libro de Gide. El destino de una joven que prefería a Dios en lugar de a su novio, el amor espiritual en lugar de una relación carnal. Ahora ya no recordaba nada, excepto los dos adolescentes que se expresaban con la gracia de una lápida.
Aventuré un comentario:
– Gide hablaba del sacrificio de uno mismo que exige la comunión con el Señor. Esa dificultad es incluso una puerta, un pasaje, un filtro. Al final, está la pureza que…
Ella rechazó mi reflexión con un gesto desenvuelto. Imaginé una vez más sus redondeces bajo el jersey, las pequeñas venas azules a través de su piel blanca. Sentía cómo el calor subía en mí. Irreprimible y familiar. Tuve una erección.
– ¿Qué sacrificio? -preguntó con voz más firme-. ¿Habría que destruirse para llegar a Dios? ¡Eso no es verdad! ¡Es todo lo contrario! Hay que ser uno mismo, escucharse para encontrar la salvación. Ese es el mensaje de Cristo: ¡el Señor está en nosotros!
– ¿Es usted católica?
– Si no lo fuera me habría convertido. ¿Qué otra cosa se puede hacer aquí?
Hojeó maquinalmente las páginas. Su expresión se tornó grave. Comprendí que la primera Manon era solo la antecámara de otra, más profunda. Ahora su rostro era duro, tenso, sombrío. La joven albergaba, como un secreto, a un segundo personaje: grave, severo, angustiado, de una belleza nocturna.
Me di cuenta de que ella seguía hablando.
– ¿Cómo? Perdóneme, me cuesta concentrarme…
Se echó a reír con una risa ronca, casi masculina. La luz volvió inmediatamente. Sus pequeños incisivos brillaban entre sus labios, tan vivos como un fragmento de nieve eterna.
– Podemos tutearnos, ¿no cree? Decía que no tengo muchas visitas aquí.
– Se… ¿te aburres?
– La verdad es que estoy hasta el gorro.
Nuestras réplicas parecían salidas de una película, salvo que no tenían ninguna lógica, ninguna coherencia; habíamos desordenado las páginas del guión.
– Antes -prosiguió Manon- era estudiante de biología. Tenía amigos, exámenes, iba a cafés que me gustaban. Me había curado de mis antiguos miedos, de mi estado de constante alerta.
Ahora tenía una pierna debajo del muslo y tiraba de los flecos de sus vaqueros.
– De repente, el verano pasado, todo cambió. Mi madre desapareció. Me encontré sola ante los maderos, amenazada por no sé qué y por no sé quién. La pesadilla volvió. Andrzej se presentó y me convenció para que viniera a refugiarme aquí. Es muy persuasivo. Ahora, ya no sé dónde estoy. Pero al menos me siento protegida.
La lluvia. Un nuevo frescor empezó a recorrer la galería. Guardé silencio. Mi expresión debía de ser siniestra. Manon rió nuevamente y me acarició la mejilla.
– ¡Espero que te quedes aquí! ¡Nos aburriremos como ostras pero al menos seremos dos!
El contacto con sus dedos me electrizó. Mi deseo desapareció y dejó lugar a una sensación más amplia, más universal. Una ebriedad que se parecía al letargo del amor. Había caído en la trampa. ¿Dónde estaba la Manon que había imaginado? ¿La pequeña posesa que había atravesado la muerte? ¿La mujer sospechosa de asesinato, de pactar con el diablo, de propagar ideas funestas?
– ¡Es la hora de Radio Vaticana! -gritó mirando su reloj-. La única distracción que hay aquí. ¿Puedes creer que ni siquiera se puede ver la tele?
Se puso de pie. La lluvia penetraba en la galería con un júbilo ruidoso, depositando gotitas de agua en nuestros rostros.
– Ven. ¡Luego nos prepararemos un buen borscht!
Esa noche, en mi habitación monacal, me enfrenté con mi enemigo más íntimo.
El desierto de mi vida afectiva.
En ese campo, había conocido dos períodos diferentes. La primera etapa había sido la del amor a Dios. Sin fallos ni corrupción. Hasta el seminario de Roma, no quise ni oír hablar de aventuras femeninas. No experimentaba ningún sufrimiento, ninguna carencia. Mi corazón estaba ocupado. ¿Para qué encender una cerilla en una iglesia llena de cirios?
La ilusión se sostenía. Claro que, a veces, las pulsiones torturaban mi conciencia, los sílex desgarraban mi bajo vientre. Entonces entraba en un agotador ciclo de masturbaciones, oraciones, penitencias. Una cámara de tortura privada.
En África todo cambió.
La tierra, la sangre, la carne me esperaban. La víspera del genocidio ruandés crucé la línea en un rincón de una cabaña de chapa ondulada. No tenía ningún recuerdo. O en todo caso, tanto como se recuerda una colisión en automóvil. Un impacto, una conmoción interior que anulaba cualquier circunstancia exterior. No había experimentado ningún goce, ningún sentimiento. Pero me había quedado una certeza: aquella mujer, de piel deslumbrante, estallido de risas, me había salvado la vida.
Sentí por ella un sordo agradecimiento, por esa deflagración, por esa liberación que se había producido en mí. Sin ese encuentro, en algún momento me habría vuelto loco. Sin embargo, aquella mañana huí furtivamente. Sin despedirme. Me marché como un ladrón, con los dientes apretados, y crucé la ciudad. En las calles de Kigali, la Radio de las Mil Colinas seguía difundiendo sus llamadas al odio.
Me refugié en una iglesia de Butamwa, al sur de Kigali. Pasé tres días rezando, sin dormir, implorando el perdón del cielo, sabiendo perfectamente que no podía borrar nada pero que, en cierto modo, a partir de entonces rezaría mejor, amaría mejor a Dios.
De ahí en adelante, era libre. Por fin había aceptado mi naturaleza: incapaz de resistir a la carne, a su violencia. No era un problema externo de tentación, sino interior: no poseía ese cerrojo, esa capacidad de superar el deseo. Por fin, era sincero conmigo mismo y accedía, de un modo contradictorio, a una mayor pureza de mi alma. Estaba sumido en esas reflexiones cuando llegaron los primeros refugiados.
Era el 9 de abril.
El avión del presidente Juvénal Habyarimana acababa de ser abatido.
Inmediatamente, pensé en la mujer; la había dejado sin ni siquiera mirarla, sin un beso. Ella era tutsi. Volví nuevamente a Kiga y la busqué en las iglesias, las escuelas, los edificios gubernamentales. Solo pensaba en una cosa: me había salvado la vida y yo no estaba con ella para salvarla de la muerte.
Seguí buscando día y noche, adentrándome poco a poco entre los cadáveres. A lo largo de las carreteras, de las fosas, cerca de los controles policiales; luego en los osarios, donde los muertos se apilaban, sangrantes, desmembrados, obscenos. Miraba, levantaba las cabezas, las túnicas. Mis manos apestaban a muerte. Mi cuerpo apestaba a muerte y el amor, el amor físico, me parecía igual que esas víctimas en descomposición. Un cadáver en el fondo de mí mismo. Nunca encontré a aquella mujer.
Las semanas siguientes anduve a la deriva. Las matanzas, las fosas abiertas, los autos de fe. En ese infierno, seguí buscando el amor. Tuve otras amantes en los campos humanitarios de Kibuye, en la frontera con Zaire. No dejaba de pensar en la desaparecida de Kigali. Los remordimientos, el asco me ahogaban. Sin embargo, entre las miasmas de cólera y de podredumbre, mientras las excavadoras sepultaban miles de cuerpos, continuaba haciendo el amor, al azar, encontrando compañeras bajo la oscuridad de las tiendas de campaña, ganando una noche, una hora contra la culpabilidad. Estaba traumatizado y, como todos los demás, invadido por el terror, el pánico, la desesperación.
La crisis que me paralizó acabó con todo ese frenesí sexual. Regreso a Francia. Traslado al hospital Sainte-Anne de París. Allí, el deseo murió con la depresión… y los medicamentos. Por fin estaba anestesiado. La bestia había muerto.
Una balsa de aceite durante años.
Ni la menor atracción hacia las mujeres.
Luego mi orgullo cristiano resurgió. De nuevo juré amar exclusivamente a Dios. Ni hablar de compartir mi corazón ni mi cuerpo, destinados únicamente al Señor. Me hundía en un nuevo callejón sin salida.
Ya no tenía la fuerza para ser sacerdote.
Ya no tenía el coraje para ser un hombre.
Mi oficio de madero me sacó del pozo. Capitán en la BRP, la antivicio; empecé a conocer a los únicos seres que podían ayudarme: las prostitutas. El amor sin amor: ese era mi camino. Aliviar mi cuerpo sin comprometer el alma. Esa era la solución tortuosa que había encontrado.
Conservé la apetencia por la piel negra: la impronta de la primera vez. Acumulaba los encuentros en el Keur Samba y en el Ruby’s. También me acerqué a las redes clandestinas de las agencias de prostitución francoasiática. Vietnamitas, chinas, tailandesas…
El exotismo, las lenguas desconocidas, representaban el papel de filtros, de barreras suplementarias. Era imposible enamorarse de una mujer de la que apenas se comprendía el nombre. Así me libré a mis fantasmas; exigí la humillación, la posesión, dominaba a mis compañeras, las reducía a simples objetos sexuales, deslizando mi corazón bajo una especie de abyecto caparazón protector. ¡Tendréis mi cuerpo, pero no mi alma!
La ilusión no duró mucho tiempo. Había renunciado al amor pero él no había renunciado a mí. Cuando recuperaba la lucidez, después de una sórdida sesión de sexo, me oprimía una tristeza cada vez más profunda. Otra vez había perdido algo. Y ese «algo» se quedaba atravesado en mi garganta.
Quizá estaba protegido por mi fe, por el exotismo, incluso por la carne, pero la carencia estaba allí, siempre más honda, más amarga. Peor. Mis simulacros eran sacrilegios. Pisoteaba el amor y, sin embargo, viciado, burlado, profanado, el amor volvía con toda su fuerza bajo la forma de una herida implacable.
Diez de la noche
Después de la sesión de radio en la biblioteca, me refugié en mi celda, sin asistir a la cena ni a la oración nocturna. A pesar de mis treinta y cinco años, experimentaba un miedo visceral ante Manon, que con dos sonrisas me había desarmado. Amenazaba con desmoronar, ella sola, toda mi estrategia de blindaje, frágil e ilusoria.
Decidí reanudar la investigación.
Con la trenca puesta, tiritando, me senté al pequeño escritorio donde, única concesión a los tiempos modernos, había un ordenador. Por internet consulté los periódicos que me interesaban. En la primera plana de La République des Pyrénées, y luego en la página 4, encontré un artículo sobre el hallazgo de dos cuerpos cerca de Mirel, en las cercanías de Lourdes. Después de presentar al doctor Pierre Bucholz, figura importante de la ciudad mariana, se describía el perfil del «asesino»: Richard Moraz, residente suizo, cincuenta y tres años, relojero. El artículo proseguía enumerando los enigmas del caso. Principalmente la identidad del asesino del tirador. ¿Quién había matado a Moraz? Pero también el móvil del asesinato de Bucholz. ¿Por qué un artesano helvético, a mil kilómetros de su casa, había puesto la mira en un médico jubilado especialista en milagros?
Pasé a Le Courrier du Jura, que dedicaba un extenso artículo a Stéphane Sarrazin, capitán de gendarmería, encontrado muerto en su baño. No se mencionaba la frase escrita encima de la bañera. No se mencionaban las mutilaciones. ¿Precaución de los gendarmes o del fiscal? Un capitán del servicio de búsqueda de Besançon había sido asignado al caso: Bernard Brugen. También se había nombrado al juez de instrucción: Corine Magnan, la juez del caso Simonis.
El artículo no se perdía en conjeturas: el crimen era simplemente inexplicable. Ningún móvil, ningún testigo, ningún sospechoso. El periodista ofrecía también un retrato de Sarrazin: oficial modelo, con una hoja de servicios impecable. Tomé nota: todavía no habían descubierto la verdadera identidad del gendarme, alias Thomas Longhini, implicado en la investigación Simonis de 1988.
No tardarían. Me imaginé la reacción en cadena. De Sarrazin pasarían al caso de Simonis madre. Luego al expediente de Simonis hija. De ahí a descubrir que Manon seguía con vida, solo había un paso. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que los medios de comunicación descubrieran el pastel? ¿Antes de que los gendarmes de Besançon se pusieran a buscar a Manon?
Cogí mi móvil. Tenía cobertura. Escuché los mensajes. Nada, excepto mi madre que me agradecía el «contacto» espiritual que le había facilitado. Se sentía mucho mejor, más «en armonía consigo misma» desde que hablaba con el padre Stéphane. Sonreí. Eran noticias que parecían llegar de otro planeta, pero lo cierto era que a mí tampoco me habría ido mal hacerle una visita al sacerdote.
Sin embargo, ninguna noticia de Foucault, de Malaspey, de Svendsen.
Tendría que meterles caña otra vez.
Marqué el número de Foucault. Al oír mi voz, mi adjunto gritó:
– Joder, Mat, ¿dónde estás?
– En Polonia. No tengo tiempo para explicártelo.
– Dumayer no deja de dar el coñazo y…
– La llamaré.
– Eso ya lo dijiste una vez. Esto es un follón.
– No me has dejado ningún mensaje. ¿No has adelantado nada?
– Toda la región del Jura está que arde. Un gendarme fue asesinado ayer y…
– Estoy al corriente.
– ¿Está relacionado con tu caso?
– Es mi caso.
– Ya que estamos, no me iría mal saber de qué se trata, exactamente.
– ¿Es todo? ¿Nada nuevo?
– Ha llamado Svendsen. No consigue comunicarse contigo. Los tíos del Jardin des Plantes han confirmado los datos de Mathias Plinkh. El escarabajo podría proceder de diversos países: el Congo, Benin, Gabón… Hemos revisado todos los criaderos del Jura. Pero nada.
Tenía muchas dificultades para seguir el hilo de la conversación. Esas viejas pistas me parecían estar a años luz del presente. Me concentré.
– Hemos rastreado las actividades de los coleccionistas -siguió el madero-. Es imposible determinar sus intercambios. Envían los huevos por correo. Eso, sin contar con los tíos que vuelven de África con los especímenes metidos en el revés de los pantalones. Tu escarabajo podría haber entrado por cualquier parte y de cualquier manera.
Ya estaba otra vez en la correcta longitud de onda.
– Y el liquen, ¿Svendsen tiene alguna novedad?
– Los botánicos han identificado la familia a la que pertenece. Una esencia africana. Una cosa que crece dentro de los grandes árboles tropicales, bajo la corteza, en el momento de su descomposición. Parece que también se puede encontrar en algunas cuevas europeas, si el calor y la humedad son los adecuados. Pero según los especialistas, la presencia de ese liquen es más frecuente en África central.
– ¿En los mismos países que el escarabajo?
– Prácticamente sí. Gabón, el Congo, África central.
Gabón. Ya me lo habían mencionado una vez durante la investigación pero no me acordaba de cuándo, dónde o cómo. De todos modos, los datos eran insuficientes para considerar a ese país un elemento recurrente. Pero en mi cabeza daba vueltas la hipótesis de un sospechoso que había vivido en África central.
– Trata de ver si hay un colectivo gabonés o centroafricano en los departamentos del Jura -dije-. Comprueba también si hay antiguos expatriados en esa región.
– Eso no será moco de pavo.
– Utiliza la red administrativa. El registro civil. La pasma. La seguridad social. Mira sobre todo en internet, utilizando esas palabras clave.
Foucault no tuvo tiempo para contestarme. Cambié de cuestión, con la cabeza ya en otra cosa.
– ¿Y Raïmo Rihiimäki? ¿Has recibido el expediente?
– Todavía no. Pero he vuelto a hablar con los maderos de Tallinn. Parece una historia gore. Que sepamos, Rihiimäki ha cometido por lo menos cinco crímenes, uno de ellos el de una mujer y su cría, de siete años, en un pueblo del norte. Sin contar con dos violaciones, tres asaltos a mano armada y un largo etcétera. Una especie de loco errante estilo Roberto Succo. No le dispararon a quemarropa, como creí entender en un principio. Fue acorralado por los maderos de una aldea con un nombre impronunciable y apaleado hasta la muerte. Hemorragias en el fondo del ojo, fractura de cráneo, traumatismos múltiples, ya te imaginas… Los maderos se desfogaron. El tío había aterrorizado ese lugar durante un mes.
– ¿Y el coma?
– ¿Qué pasa con el coma?
– El que sufrió después de ahogarse.
– Mat, nadie ha relacionado ese asunto con sus crímenes. Solo tú has…
– ¿Te sería posible conseguir su historia clínica?
– ¿En estonio? ¡Buena suerte, colega!
– ¿Puedes conseguirlo o no?
– Lo intentaré. ¡Con un poco de suerte estará redactado en ruso!
No me tomé la molestia de reírme.
– Tenme al corriente.
– ¿Cómo?
– El móvil. Tengo cobertura.
– ¿Y tú? ¿Qué tal si me dijeras algo más?
Ahora me tocaba echarle unas migajas a Foucault.
– El gendarme asesinado, en el Jura. Su nombre es Stéphane Sarrazin. Pero es falso. En realidad, se llama Thomas Longhini.
– ¿El crío que buscábamos?
– El mismo. Convertido en gendarme; adepto al satanismo en sus ratos libres. Su asesinato tiene relación con mi caso.
– ¿De qué modo?
– Todavía no lo sé. Llama al SPRJ de Besançon y pregúntales si tienen informes sobre las pruebas recogidas en casa de Sarrazin. Había una frase escrita con sangre.
– ¿Estabas allí?
– Yo descubrí el cuerpo.
– No se te puede dejar solo ni un minuto.
– Comprueba si han analizado la frase. Si había huellas u otros indicios. Pero no te pongas en contacto con los gendarmes, ¿entendido? No deben saber que este asunto nos interesa. Y mucho menos con la juez, una mujer llamada Corine Magnan.
– ¿Eso es todo, mi general?
– Sí. Ponte en contacto con el grupo especializado en sectas de los Servicios de Información de la Policía. Comprueba si tienen un expediente sobre un grupo satánico. Unos tíos que se hacen llamar los Siervos de Satán. O, a veces, los Escribas.
Silencio. Foucault tomaba nota. A modo de conclusión, dije:
– Sigue adelante con todo eso. Volveré pronto. Entonces te daré los detalles.
Colgué. Esos tanteos no conducían a nada pero me había vuelto a poner en marcha. Y mantenía la esperanza de que esos datos se cruzaran en alguna parte. Un punto de intersección que indicara quizá no un nombre, pero por lo menos una dirección que seguir.
Llamé a Svendsen. A pesar de que era tarde, su «dígame» era vivaz. Sin embargo, en cuanto reconoció mi voz, me echó la caballería encima.
– ¿Qué coño haces? ¡No hay modo de encontrarte! ¡Ni siquiera tienes buzón de voz!
– Estoy en Polonia.
– ¿En Polonia?
– Olvídalo. Necesito que hagas algo para mí.
– Tengo muchas novedades.
– Lo sé. Acabo de hablar con Foucault.
El sueco soltó un gruñido, decepcionado por no ser el primero en informar sobre sus hallazgos.
– Se ha cometido un asesinato en Besançon -dije-. Un gendarme.
– Lo he leído. En Le Monde de ayer por la tarde.
De modo que el asesinato había atraído la atención de algunos periódicos nacionales. Era una señal. El caso Simonis iba a estallar. En adelante, mi equipo tendría no solo que eludir a los gendarmes, sino también a los medios de comunicación. Proseguí:
– Habrá una autopsia. Quisiera que llamaras a Guillaume Valleret, el forense del hospital Jean-Minjoz de Besançon.
– No lo conozco.
– Sí. Acuérdate, te había pedido información sobre él.
– ¿El depresivo?
– El mismo. Pídele detalles sobre el cuerpo.
– ¿Por qué me los daría?
– Ya ha hablado conmigo acerca de Sylvie Simonis.
– ¿Es el mismo caso?
– El mismo asesino, a mi modo de ver. Juega con la degeneración de los cuerpos. Pregúntale a Valleret si ha observado algún trabajo de ese tipo en el gendarme.
– ¿El cuerpo ya estaba descompuesto?
El olor en las fosas de la nariz, la moscas a mi alrededor, la cerámica manchada de sangre.
– No tanto como el de Sylvie Simonis, pero el asesino ha acelerado el proceso.
– ¿Has visto el cadáver?
– Habla con Valleret. Interrógalo y llámame de vuelta.
– ¿Ese asesino es el tío que buscas desde el principio?
Sobre los azulejos del cuarto de baño: solo tú y yo. Sobre el panel del confesionario: te esperaba. Como si yo no lo buscara a él, sino él a mí. Alejé esos pensamientos y concluí:
– Habla con el forense. Eres tú quien debe conseguir las respuestas.
– Lo llamaré a primera hora de la mañana.
Corté la comunicación. Tumbado, observé los muros que me rodeaban. Negros, gruesos, indestructibles. Los mismos que protegían a Manon.
Inmediatamente, ella volvió a convertirse en el centro de mis pensamientos. Aureolada de pensamientos estremecedores, de febrilidad adolescente. «No», me dije, sacudiendo la cabeza. Había hablado en voz alta. Debía concentrarme exclusivamente en la investigación.
Interrogar a Manon Simonis.
Sondear su memoria e irme de Polonia. Antes de perder la objetividad sobre ella.
Miércoles, 6 de noviembre
Llevaba dos días deambulando por Cracovia, tratando de eludir a Manon. No había modo de enfrentarme a la princesa. Había contraído una enfermedad y aún me debatía, negándome a sucumbir a mis sentimientos. Se podía expresar de otro modo: estaba aterrorizado ante la idea de no agradarle, de fracasar.
Olvidé el caso y desperdicié esos días vagando por la ciudad, sin ni siquiera escuchar los mensajes. No obstante, al despertar aquella mañana, decidí volver a mi tarea. Me levanté y encendí el móvil. Escuché el buzón de voz. Foucault. Svendsen. Varias llamadas, cada vez más impacientes. Los llamé en el acto. Contestadores. Eran las siete de la mañana.
Me vestí sin ducharme; hacía demasiado frío. Encendí el ordenador. Mis e-mails. Ni rastro del expediente de Raïmo Rihiimäki en inglés. Ningún mensaje importante. Consulté los periódicos habituales. La République des Pyrénées. Le Courrier du Jura. L’Est républicain. Los artículos sobre los asesinatos de Bucholz y de Sarrazin perdían interés poco a poco. Ya no tenían sustancia.
Volví al presente. Desde la noche anterior, una idea me rondaba, sutilmente. Husmear un poco en el convento monasterio; sus actividades me parecían cada vez más oscuras, a pesar de la visita guiada de Zamorski.
Había tratado de volver al cuartel general subterráneo. Imposible. Sensores biométricos, cámaras, células fotoeléctricas. La zona estaba extremadamente protegida, más cerrada que una instalación militar. El resto de las habitaciones de la planta baja también tenían su parte de misterio. El día anterior había dibujado un plano del claustro. Los edificios en torno a la torre central formaban dos L; cada una de ellas correspondía a una orden: las benedictinas al nordeste, los sacerdotes al sudoeste. Cada zona poseía una capilla; no había ningún espacio común excepto el refectorio, donde hombres y mujeres comían alternativamente.
Me concentré en el sector sudoeste. Había sombreado con lápiz las partes ya visitadas. En la planta baja, los despachos administrativos. A continuación, una biblioteca. Unos seminaristas preparaban sus tesis sobre episodios de la historia religiosa de Polonia. Luego, la capilla y un espacio de recreo. Me faltaba conocer dos salas, en la intersección de los dos cuerpos de la L. Apostaba por el despacho privado de Zamorski y una sala de reuniones secreta.
Me puse la chaqueta y decidí dar un paseo matinal. Las benedictinas rezaban el ángelus y los sacerdotes desayunaban. Era la hora ideal.
Caminé por el paseo y bajé. Estaba amaneciendo. En el ángulo que formaban las dos galerías, me detuve frente a la puerta que correspondía a la habitación de mayor tamaño: supuestamente, la sala secreta. Saqué mi llave maestra. Frescor de la piedra. Olor de boj y de cipreses. El frío individualizaba cada sensación. Deslicé la primera llave y me di cuenta de que la puerta ni siquiera estaba cerrada.
Otra capilla.
Más larga, más estrecha, más misteriosa.
Por unas ventanas angostas se entreveía el azul del alba. Unas hileras de sillas frente a los pupitres con sus tapas cerradas se sucedían hasta el coro. El rosetón, en el vitral blanco del fondo, parecía arrugado como papel de plata.
Di algunos pasos. Lo impresionante de aquel lugar era la calidad excepcional del silencio y la pureza del frío. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Ahora distinguía los colores. Las columnas eran blancas, el suelo era de cerámica, de un ocre suave, el enlucido de los muros era verde pastel. En ese lugar no había nada que me interesara, pero una fuerza me impulsaba a permanecer allí.
De pronto, la estancia se iluminó.
– El blanco, el rojo y el verde. Los colores del príncipe Jabelowski, el fundador del monasterio.
Me volví. Zamorski estaba en el umbral de la sala, con la mano posada aún en el interruptor. Fingí desenvoltura.
– ¿Dónde estamos?
– En una biblioteca.
– No veo ningún libro.
Zamorski caminó por el pasillo central y abrió la tapa de un pupitre. Las encuadernaciones de piel brillaban como lingotes de oro sellado. Cogió un volumen. Sonó un chasquido; el ejemplar estaba atado con una cadena. Una varilla de hierro negro pasaba a lo largo de la madera donde se alineaban los anillos. Había oído hablar de ese tipo de bibliotecas que databan del Renacimiento. Lugares donde los libros eran prisioneros.
– La sala se construyó en el siglo XV -confirmó el nuncio-. Se ha conservado a pesar de las guerras, las invasiones, el nazismo, el comunismo. Un lugar simbólico que nos interesa en grado sumo.
– ¿Quieren ustedes hacer un museo? -pregunté en tono irónico.
Dejó el pesado volumen infolio produciendo un ruido lúgubre.
– Este lugar es emblemático de nuestra lucha, Mathieu. En 1450, después de la guerra husita que había destruido numerosos centros religiosos, el príncipe Jabelowski hizo construir este claustro. Tenía un proyecto. Fundar una congregación nueva, después de haber sufrido una experiencia mental digamos, particular.
– Quiere usted decir…
– Un Sin Luz, sí. Después de caer de un caballo, Jabelowski entró en coma. Cuando se despertó, pretendió haber visto al diablo. Debió de ser convincente, ya que numerosos monjes lo siguieron y cambiaron el hábito. Su monasterio tenía como misión recopilar la palabra del Maligno. En ese sentido, se puede considerar a Jabelowski el fundador de la secta de los Siervos de Satán.
Todo se relacionaba: un Sin Luz había fundado la orden de los Siervos. Y, ahora, estos últimos perseguían a los Sin Luz. Zamorski estaba a varios metros de mí. El frío de la nave se erigía entre los dos.
– Si es un monasterio maldito, ¿por qué se instalaron ustedes en él?
– Sin duda por la afición a las paradojas.
– Deje de jugar conmigo. A los ojos de los Siervos, Scholastyka debe de tener una enorme importancia, ¿no?
– ¡Es su basílica de San Pedro! Se supone que Jabelowski está enterrado bajo la estructura del edificio.
– ¿No tratan de comprarlo? ¿De visitarlo?
Zamorski hizo gala de una sonrisa elocuente. Por fin comprendí.
– Ustedes han transformado este lugar en un búnker porque los están esperando.
– Sí, podemos suponer que algún día intentarán penetrar aquí.
– Y ustedes los están esperando. Este monasterio es una trampa. Una trampa en la que han puesto un cebo: Manon.
El polaco soltó una carcajada.
– ¿Dónde crees que estás? ¿En Fort Alamo?
Por más que fingiera divertirse, sabía que había acertado. Los sacerdotes querían atraer a los satanistas a su bastión. Se avecinaba una batalla medieval. Di algunos pasos hacia él. Ahora estábamos frente a frente.
– Los Siervos también tienen otras actividades -susurró-. Principalmente, tratamos de obstaculizar su carrera.
– ¿Qué carrera?
– La carrera hacia el mal. Ciega, desenfrenada.
Abrió otro pupitre, no contenía incunables encadenados, sino carpetas con espirales de metal. Abrió una de ellas y me mostró una fotografía plastificada.
– ¿Conoces la cita: «No hay ideas, solo hay actos»?
Me pasó la carpeta. El rostro de un cadáver, con la boca abierta y un gancho hundido en la lengua. Pensé en los Apocalipsis, escritos apócrifos que describían el infierno: «Algunos de ellos pendían de sus lenguas».
El polaco volvió la página, con un chasquido de la hoja. Un tronco humano; sus cuatro miembros estaban desperdigados en un vertedero municipal. Otro chasquido. El cuerpo de un niño, minúsculo, desecado como una momia, hecho jirones, atado a una picota. Luego, un caballo con los ojos arrancados y los genitales cortados. La bestia parecía flotar sobre un inmenso charco negro.
Alcé la vista, apenas perturbado. Estaba anestesiado contra el horror.
– Este tipo de actos conciernen más bien al campo policial, ¿no cree?
– Por supuesto. Nosotros solo somos centinelas. Observadores. Acechamos sus crímenes. Tomamos nota de los sitios, de sus convergencias en el mapa de Europa. Por lo que sabemos, los Siervos se acantonan dentro de las fronteras del Viejo Mundo. Por ejemplo, no hemos observado nada en Estados Unidos.
– Concretamente, ¿qué hacen ustedes?
– Vigilamos. Localizamos sus guaridas. En el mejor de los casos, nos anticipamos y avisamos a las autoridades. Pero, en realidad, no nos prestan mucha atención. A los policías les trae sin cuidado curar y mucho menos prevenir.
– ¿Cómo pueden localizarlos antes de que actúen?
– Los Siervos tienen su talón de Aquiles. Una debilidad que nos permite localizarlos. Se drogan.
– ¿Qué tipo de droga?
– Una sustancia específica. Los Siervos no se conforman con buscar obstinadamente la palabra del diablo. Intentan hacer el viaje ellos mismos.
– No entiendo.
– El viaje al más allá. La muerte temporal. Se inducen voluntariamente el coma para tratar de hablar con el demonio.
– ¿Existen drogas capaces de producir ese estado?
– Una sola: la iboga. Una planta africana muy potente y muy peligrosa que se utiliza para ciertas ceremonias. Su nombre exacto es Tabernanthe iboga. Contiene ibogaína, un estimulante psicodélico que permite recrear la experiencia de la muerte inminente. También la llaman la «cocaína africana».
– Puedo imaginar una droga que provoque una NDE, pero ¿cómo cerciorarse de que dicha experiencia es negativa?
Zamorski sonrió.
– Me place charlar contigo, Mathieu. Tu rapidez mental nos hace ganar tiempo. Tienes razón. Existe una droga más específica aún, que garantiza un resultado negativo: la iboga negra. Su nombre la define con toda propiedad. Una variedad rara de la planta. Créeme, no es un producto que se encuentre fácilmente. Los Siervos están siempre buscando esta sustancia. Nosotros mismos estamos en el mercado. Acechamos a los traficantes y, a través de ellos, a los seres satánicos.
Una chispa en el fondo de mi mente. Como cuando se frota una cerilla. Esa pista africana, inesperada, encajaba con otros elementos de mi investigación. Específicamente, con el expediente que había dejado de lado: Massine Larfaoui. Traficante de drogas. Relacionado con la comunidad africana. Un asesino profesional lo había matado una noche de septiembre de 2002.
¿Sería posible que ese primer expediente también perteneciera al caso? Pero primero debía comprender el principio del viaje.
– Ese viaje -pregunté-, ¿es realmente un equivalente de la experiencia de los Sin Luz?
– Por supuesto que no. Nada puede reemplazar la muerte. La puerta a la nada. Pero, aun así, los Siervos intentan acercarse, a pesar de que corren el riesgo de perder la razón o incluso la vida. La iboga negra es un producto extremadamente peligroso.
– ¿Cómo funciona la droga? Quiero decir, ¿qué efectos provoca en el cerebro?
– No soy un especialista. La ibogaína es un alcaloide que bloquea ciertos receptores de las neuronas. En ese sentido, provoca sensaciones próximas a las que se viven en situación de asfixia. Pero una vez más, este trance artificial no tiene nada ver con una verdadera NDE negativa. Para ver al diablo hay que arriesgar el pellejo. Transitar por la muerte.
– ¿De dónde procede esa planta exactamente?
– De Gabón, como la iboga común. Allí, la iboga está en el núcleo del culto iniciático más popular: el bwiti fang.
Gabón, lugar de origen del escarabajo y del liquen. Un nuevo destello me atravesó. Ahora sabía dónde había oído hablar de Gabón. En el burdel de Saint-Denis. El bailarín en trance. El rostro risueño de Claude, colocado hasta las cejas: «Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país». El hombre había ingerido iboga.
No cabía duda, los hilos se conectaban. La primera investigación, el caso Larfaoui. La comunidad africana y sus drogas específicas. Los Siervos en busca del producto.
Puse las cartas sobre la mesa.
– Luc Soubeyras investigaba el caso del asesinato de un cervecero.
– Massine Larfaoui. Estamos al corriente.
– ¿Tenía Larfaoui alguna relación con la iboga negra?
– Desde luego. Era el proveedor oficial de la planta. El abastecedor de los Siervos. Créeme que no le quitábamos los ojos de encima.
– ¿Sabe quién lo asesinó?
– No. Es otro enigma. Quizá un Siervo. Quizá un cliente con mono. Siempre es peligroso frecuentar a esa gente.
– A Larfaoui no lo asesinó un aficionado. Lo hizo un profesional.
Zamorski hizo un gesto evasivo.
– En esa cuestión estamos en un callejón sin salida. Luc tampoco había avanzado sobre esa pista. Además, nada demuestra que el asesinato esté relacionado con la iboga.
Zamorski no planteaba otra posibilidad: que un miembro de su propia brigada hubiera eliminado al traficante por una razón u otra. Después de todo, Gina, la prostituta testigo del asesinato, había hablado de un sacerdote. Una vez más, imaginaba al nuncio con una automática en la mano. La imagen era cada vez más nítida.
Recapitulé:
– De modo que todo eso no es más que una pista adicional. Los Siervos se concentran sobre todo en los Sin Luz, ¿correcto?
– Correcto. Para ellos, nada puede reemplazar la confesión de aquel o aquella que ha «visto» al diablo.
– ¿Alguien como Manon?
Los ojos de acero de Zamorski se posaron sobre mí.
– Seguimos sin saber si Manon vivió una verdadera experiencia negativa -murmuró.
– Para saberlo, tendría que recuperar la memoria.
– O jugar limpio.
– ¿Cree que miente? ¿Que simula la amnesia?
– Eso tendrás que decírmelo tú. Se supone que ibas a interrogarla.
Su voz había cambiado. La autoridad se filtraba entre las palabras. Era la confirmación de una sospecha que albergaba desde mi llegada: a Zamorski, mi expediente le traía sin cuidado. Me había «importado» a Polonia solo para que tirara de la lengua a Manon. Para que me ganara una confianza que él nunca había podido conquistar.
– ¿A qué estás jugando con Manon? -preguntó, repentinamente irritado-. Hace dos días que la eludes.
– ¿Ha ordenado que me sigan?
– No hay secretos en este claustro. Repito mi pregunta. ¿A qué estás jugando? -Gritó de repente-. ¡La clave de la investigación se encuentra en el fondo de su memoria!
Retrocedí y miré fijamente el rosetón que dominaba el coro. El día gris hacía vibrar sus pétalos plateados.
– No se preocupe. Tengo mi estrategia.
En materia de estrategia, no había logrado vencer el miedo.
Y no había ningún cambio a la vista.
Fui a mi celda y escuché los mensajes de voz.
Dos mensajes. Foucault, Svendsen.
Llamé a mi adjunto.
– ¿En qué punto estás? -pregunté directamente.
– En el Jura no he conseguido ningún resultado. Los gendarmes están atascados con el caso Sarrazin. Los escarabajos siguen bien escondidos. Y los gaboneses no están precisamente haciendo cola esperándonos. En toda la región de Franche-Comté solo he encontrado siete. Todos inofensivos.
– ¿Y los exiliados?
– No es fácil localizarlos. Estamos en ello.
– ¿Has encontrado información sobre los Siervos?
– Nada. Nadie los conoce. Si se trata de una secta, es el grupo más secreto de…
Interrumpí a Foucault y le ordené que abandonara esa vía. Prefería atenerme a los datos de Zamorski, especialista en todas las ramas de ese sector.
A cambio, pregunté:
– ¿Sigues teniendo a mano el expediente de Larfaoui?
– ¿El caso de los estupas?
– Sí. Tal vez tiene alguna relación con nuestra historia.
– ¿«Nuestra»? Joder, no tengo la sensación de que compartas mucho conmigo, por el momento.
– Espera a que regrese. Vuelve a revisar el perfil de ese tipo, como traficante. Trata de hablar con los estupas para ver si saben quiénes eran sus proveedores, cómo hacían las entregas normalmente y quiénes eran sus clientes habituales. Comprueba también las últimas llamadas que Larfaoui hizo antes de morir. Sus cuentas. Todo. Y averigua si hay un sustituto en el mercado. Que te ayuden Meyer y Malaspey.
– ¿Qué hay que buscar?
– Una red específica. Algo que gira alrededor de una droga africana: la iboga.
– ¿Viene de Gabón?
– Desde luego, no se te puede ocultar nada. Ese país tiene algo que ver en el asunto, eso está claro. Pero todavía no sé hasta qué punto. Vuelve a llamarme esta noche.
Colgué y telefoneé a Svendsen.
– Hay novedades -dijo el sueco con voz apasionada-. Es increíble. Tenías razón. El cuerpo de Sarrazin ha sido trabajado.
– Cuéntame.
– Las vísceras del tío estaban gangrenadas. Seriamente descompuestas. Como si hubiera muerto un mes atrás, mientras que los hombros apenas presentaban rigor mortis.
– ¿Tienes alguna explicación?
– Una sola. El criminal le hizo beber ácido. Esperó a que las entrañas se pudrieran en el interior del abdomen. Luego le abrió el vientre de arriba abajo.
De modo que el homicida de Sarrazin también había jugado con la muerte. ¿Era también el asesino de Sylvie Simonis? ¿Un Sin Luz? ¿O era el inspirador de aquellos que se habían beneficiado de los milagros del diablo?
Volví a ver la corteza tallada del pino: yo protejo a los sin luz. Una sola certeza, y no era insignificante: Manon no había asesinado a Sarrazin. En esa fecha, ella ya estaba exiliada en Scholastyka.
Svendsen continuaba:
– El cabrón operó en carne viva. Con toda la paciencia del mundo, desenrolló los intestinos de su víctima en la bañera, mientras el tipo todavía estaba vivo… y consciente.
La conocida sensación de hielo en mis venas. Me acordaba de que el gendarme no tenía señales de ligaduras.
– Sarrazin no estaba atado.
– No. Pero los análisis toxicológicos revelan la presencia de poderosas sustancias paralizantes. No podía moverse mientras el otro lo despedazaba.
Volví a ver la escena del crimen. El cuerpo acurrucado, en posición fetal. La bañera llena de vísceras. Las moscas zumbando en el aire viciado.
– ¿Y los insectos?
– Se han encontrado huevos de las moscas Sarcophagidae y Piophilidae que no tenían por qué estar allí. Al menos, unas horas después de la muerte. Es tan delirante como el caso de tu relojera, Mat. No cabe duda alguna.
– Muchas gracias. ¿Te han enviado el informe?
– Valleret me lo manda por e-mail. Es simpático el hombre.
– Estudia todos los detalles. Es muy importante.
– ¿Qué tal si me contaras algo más?
– Más adelante. Todos esos hechos definen un método. -Dudé pero continué, aclarando mis ideas en voz alta-: Una especie de… método originario que un hombre desarrolla por medio de otros criminales.
– No entiendo nada -dijo Svendsen-, pero parece apasionante.
– Tan pronto como llegue a París te lo explicaré todo.
– Un trato es un trato, no lo olvides, colega.
Me sumergí de nuevo en mi expediente, tratando de encontrar una vez más los hechos implícitos, las convergencias entre todos esos datos.
Las campanas del monasterio daban las once cuando aparté los ojos de mis apuntes. El tiempo había pasado volando. La hora del almuerzo de las benedictinas. El momento preciso para escabullirme; no corría el menor riesgo de encontrarme con Manon, que comía con las hermanas. Me puse varios jerséis y luego me enfundé el abrigo.
Caminaba a paso rápido bajo la arcada cuando una voz me interpeló:
– Hola.
Manon estaba sentada al pie de una columna, arrebujada en una parka guateada. Una bufanda y un gorro completaban el atuendo. Tragué saliva con dificultad; de golpe, tenía seco el gaznate.
– ¿Y si me lo explicaras?
– Explicarte ¿qué?
– Por dónde andas. No te he visto el pelo desde tu llegada.
Me acerqué. Su rostro tiritaba en tonalidades rosadas. El frío había cristalizado su sangre, suave vaho bajo sus mejillas.
– ¿Debo rendirte cuentas?
Levantó las dos palmas en el aire como si mi agresividad fuera un arma que la apuntara.
– No, pero no te hagas ilusiones. Aquí nadie tiene libertad de movimiento.
– Eso es lo que tú crees. Lo que te conviene.
Se apartó de la columna y se estiró. Su nuca era gracia pura. Una revancha por todos los hombros encorvados, por todas las siluetas vulgares del universo.
Sonriendo, preguntó:
– ¿Qué quieres decir, podrías ser más explícito?
Estaba plantado delante de ella, con las piernas separadas y el cuerpo tenso. La parodia del madero haciendo de perdonavidas. Pero seguía teniendo la garganta seca y tuve que tragar saliva dos veces antes de poder hablar.
– Esta situación te conviene. Quedarte aquí, escondida en este convento, mientras en Francia se lleva a cabo la investigación por el homicidio de tu madre.
– ¿Estás diciendo que huyo de la pasma?
– Tal vez huyes de la verdad.
– No tengo la sensación de que la verdad esté a la vista. No podría hacer nada allí.
– ¿De modo que no quieres saber quién asesinó a tu madre?
– Es tu trabajo, ¿no?
Cuanto más acertadas eran sus respuestas, más me irritaban. Su sonrisa persistía. La encontré fea. Dos pliegues de amargura atravesaban sus mejillas haciendo que pareciera más dura, más mayor.
– Decididamente, no eres más que una estudiante estúpida.
– Encantador.
– ¡No tienes la menor conciencia de lo que realmente ocurre!
– Gracias a ti. No me has dicho ni la mitad de lo que sabes.
– ¡Por tu bien! Todos estamos protegiéndote.-Me di una palmada en la frente-. ¿Tienes serrín en la cabeza o qué?
Ella ya no sonreía. Sus mejillas se habían ruborizado. Se puso de pie y abrió la boca para responderme con el mismo tono. Pero, de pronto, se echó atrás y preguntó con voz dulce:
– No estarás ligando conmigo, ¿verdad?
Me quedé subyugado por la pregunta. Hubo un silencio, luego solté una carcajada.
– No lo he hecho tan mal, ¿no?
– Desde luego.
Cracovia -Krakow- constituía un mundo en sí misma, con sus colores, sus luces, sus materiales, sus matices. Un universo tan coherente y específico como el de un gran pintor. Los tonos estudiados de Gauguin, los claroscuros de Rembrandt… Un mundo de tonalidades de tierra, de barro, de ladrillo, en el que las hojas muertas parecían responder a los tejados de color sanguina y a los muros ennegrecidos por la suciedad.
Manon había deslizado su brazo bajo el mío. Caminábamos rápidamente, sin hablar. En la gran plaza del mercado, aminoramos el ritmo al pasar bajo la Sukiennice, el mercadillo de paños con arcadas amarillas y rojas, Renacimiento puro. Vuelo de palomas, ráfagas de frío. Una especie de intenso suspenso, de tensión inflamada planeaba en el aire.
A hurtadillas, observé el perfil de Manon. Bajo el arco de cabellos, la nariz exquisita, perfecta, compartía una complicidad misteriosa con la infancia. Y también con el reino marino. Un pequeño guijarro pulido por siglos de mareas. Y siempre esa ceja levantada en un gesto de asombro, que parecía interrogar al mundo, ponerlo frente a sus verdades. La realidad había dicho demasiado o no lo suficiente.
Volvimos a nuestra cadencia. Yo ya no prestaba atención a los puntos de referencia que había localizado los días anteriores. Recorríamos al azar las calles, las avenidas, las alamedas. Podrían habernos atacado en cualquier instante, pero estaba tranquilo; Manon no habría podido salir del monasterio sin la condición de que uno o varios de sus ángeles guardianes nos siguieran a distancia. No los buscaba pero sabía que estaban allí, velando por nosotros. Alzacuellos, músculos tensos.
Ahora charlábamos, tan rápidamente como caminábamos. Como para recuperar el tiempo pasado, esos días perdidos por mi culpa. Ese nerviosismo no llevaba a ninguna parte, porque el reloj se había detenido. Para nosotros, los minutos ya no se sucedían. La sensación era que el mismo instante se repetía, cada vez más fuerte, cada vez más denso. Como cuando una partícula roza la velocidad de la luz y empieza a hincharse, a acumular energía pero sin poder cruzar nunca esa frontera. Habíamos llegado a ese punto extremo. La excitación no cesaba de aumentar en nosotros, de amplificarse, sin que pudiéramos cruzar una especie de línea de felicidad indecible.
Manon me ametrallaba a preguntas.
– ¿Te gustan las novelas policíacas?
– No.
– ¿Por qué?
– Las palabras nunca tienen el mismo peso que la realidad.
– ¿Y los videojuegos?
Mi único contacto con esa actividad había sido una partida de programas robados, encontrada en casa de un homosexual asesinado. Siguiendo esa red, habíamos podido llegar hasta su cómplice, que también era su amante y su homicida. Inventé una respuesta esperando que la divirtiera.
– ¿Fumas porros?
Fuera cual fuese la pregunta de Manon, yo trataba de ser divertido, superficial, cómplice. Intentaba evitar mi gravedad natural. Mis esfuerzos eran vanos, lo sabía. No estaba dotado para la despreocupación. Pero la alegría de Manon bastaba para los dos y ese paseo parecía encantarle, más allá de mi presencia y de lo que pudiera decirle.
Nos detuvimos en la cima de una colina, cerca del castillo de Wawel. Estábamos frente al río Vístula, oscuro, inmóvil, sumergido en su propia masa. Experimentamos la sensación de descubrir de golpe la materia prima con la que toda la ciudad había sido modelada, esculpida, trabajada.
Caía la noche. Instante extraño, angustioso, que conocen todas las ciudades, en el momento en el que las sombras aparecen, antes de que las farolas tomen el relevo. Hora misteriosa en la que la verdadera noche recupera sus derechos, borrando siglos de civilización.
Más allá del río, la ciudad se hundía en las tinieblas. Las tonalidades de los muros adquirían un reflejo azulado y se apagaban en un gris violáceo. Las calzadas, las aceras, se acercaban a los morados, mientras que las placas de hielo arrojaban todavía resplandores rosáceos con los últimos fuegos del sol.
– ¿Regresamos? -preguntó Manon.
La miré, sin responder. El día se apagaba en sus ojos mientras que la penumbra, por contraste, hacía palidecer su rostro. Tiritaba dentro de su anorak perlado de gotitas. Estábamos sentados en un banco. Como no me movía, me tomó de la mano como una niña pequeña que atrae el mundo hacia ella, dándole forma según sus deseos.
– Ven.
Me resistí.
Pensé en Manon Simonis, asesinada por su madre porque estaba poseída. En la pequeña violada, que mataba animales y profería obscenidades. En la niña muerta que había resucitado gracias a Dios o al diablo. Toda la investigación de Sartuis se acumulaba en mi garganta. Entonces, sin comprender lo que hacía, atraje a Manon hacia mí y la besé apasionadamente.
Taberna cobriza, banquetas de escay, arañas de cristal de colores. Unos gitanos tocaban frenéticamente el violín y el címbalo sobre una tarima. Era el único refugio que habíamos encontrado en las callejuelas nocturnas. A pesar del bullicio, del humo, del tufo a grasa y a alcohol, nos sentíamos ligeros y solos en el mundo. Un diálogo íntimo exclusivo, secreto, subyugante.
Con cada observación, incluso en la manera de formularla, percibía una armonía, una complicidad única entre nosotros. Manon me robaba las palabras de la boca. Tenía una manera muy personal de levantar el mentón, de alzar la voz para tomar la palabra y expresar, en el mismo instante, lo que yo iba a decir. Esa fusión nos propulsaba hacia una felicidad inconsciente, que superaba nuestras diferencias: de edad, de nuestros destinos y de que acabábamos de conocernos.
Las horas volaron. Los platos pasaron. Nuestros ojos lloraban a causa del humo. Encendí un Camel con el postre, aunque solo fuera para hacer mi aportación al ambiente, y le pregunté por fin por su pasado.
Se puso rígida inmediatamente.
– ¿Tratas de tirarme de la lengua?
– No -contesté exhalando una bocanada que fue a reunirse con la bruma que flotaba en el techo-. Solo quería saber si hay alguien en tu vida.
Sonrió y se estiró con ese gesto suyo tan singular. Pareció recordar que, en adelante, no había espacio entre nosotros para la desconfianza y la resistencia. Entonces habló. Sin irse por las ramas ni eludir nada. Relató su traumática infancia; sus años en el internado, acosada por la amenaza de un asesino; las extrañas visitas de su madre, que no cesaba de rezar. Luego su adolescencia en Lausana, sus estudios en el instituto y en la facultad, donde se había hecho más fuerte. Tenía un grupo de amigos y lugares «seguros», y se apoyaba siempre en sus referentes familiares: su madre, que no había faltado ni un solo fin de semana desde su «renacimiento»; sus abuelos paternos, instalados en Vevey, y también el doctor Moritz Beltreïn, su salvador, que se había convertido en una especie de padrino benevolente.
Dieciocho años.
Había empezado a viajar, a dejar la puerta entreabierta, a no volverse constantemente para ver si la seguían. Iniciaba una nueva vida. Hasta la muerte de su madre. De repente, todo se derrumbó. La paz, la confianza, la esperanza. Los viejos terrores regresaron con mayor intensidad. Ese asesinato demostraba que todo era cierto. Un peligro se cernía sobre su familia. Un peligro que la había golpeado a ella, en 1988. Y que le había arrebatado a su madre en 2002.
Cuando Zamorski le propuso partir a Polonia, en espera de que el criminal fuera detenido, ella aceptó. Sin titubear ni un instante. Ahora, contaba los días esperando el desenlace de su propio misterio.
Todo eso yo lo sabía, o lo había adivinado. En cambio, lo que ella ignoraba, porque ya no lo recordaba, era que había sido corrompida por unos pervertidos y luego su propia madre había intentado asesinarla. No era yo quien se lo diría. Ni esa noche, ni al día siguiente. Sonreí, atontado por el vodka, y me di cuenta de que seguía sin obtener la información que me interesaba.
– Tienes a alguien en Lausana, ¿sí o no?
Soltó una carcajada. Los efluvios de grasa y frituras, el calor, la voz de la cantante, nada de aquello existía para ella. Ni tampoco para mí. Estaba como en el fondo del mar, sordo por la presión, pero distinguía ciertos ruidos con extraordinaria agudeza. Como cuando se perciben, en plena inmersión, los choques agudos o las resonancias graves que el agua transporta.
– Tuve un lío -confesó-. Uno de mis profes de la facultad. Un hombre casado. Fue un infierno interminable, con algunos instantes felices. Yo no tenía las cosas claras.
– ¿Qué quieres decir?
Ella vaciló y luego prosiguió con voz grave:
– En el fondo lo que amaba era ese secreto, ese dolor. Y la vergüenza. Esa especie de… envilecimiento. Como cuando se empina el codo, ¿sabes? Saboreas cada trago y al mismo tiempo sabes que estás destruyéndote, cayendo un poco más bajo con cada vaso.
Uniendo el hecho a la palabra, vació su vodka de un trago y continuó:
– Creo… En fin, ese sabor a muerte, a prohibido, era una reminiscencia de mi propia vida. Mi familiaridad con la nada, con el secreto. -Posó sus manos sobre las mías-. No estoy segura de ser capaz de vivir una historia pura, ángel mío. -Se rió nuevamente, con ligereza pero sin alegría-. ¡Estoy hecha para la basura! Tengo gustos de zombi.
Si buscaba un muerto viviente, yo era el hombre indicado. Yo mismo, después de Ruanda, pertenecía a la muerte. Ese injerto que no había prendido pero que estaba allí, en el fondo de mí mismo, infectando cada instante de mi existencia… El crepitar del hierro, la voz chisporroteante de las radios, los cuerpos que rebotaban bajo mis ruedas, como los latidos del corazón. Y la mujer que no había podido salvar…
Llené nuestras copas y brindé, más tranquilo. Ese episodio no alteraba la pureza de Manon. Por mucho que dijera, nada manchaba su inocencia. Aunque esa inocencia procediera de una infancia maléfica y de un suceso atroz. Aunque su único recuerdo amoroso fuera una aventura adúltera.
Sentía en ella una exigencia, un rigor que reconocía. Una forma de transparencia que no tenía nada que ver con la virginidad, pero que sacaba su fuerza de las pruebas vividas, del mancillamiento. Una aspiración, una llamada espiritual que se elevaba por encima de los abismos y que alimentaba su belleza en el combate.
De pronto, cogiendo su abrigo, dijo:
– ¿Nos vamos?
Caminamos bajo la niebla, flotando por encima de nuestros cuerpos. Toda la ciudad parecía inestable, irreal. Edificios, monumentos, calzadas, flotaban entre las brumas, como una inmensa nave espacial que despegara en una nube de humo.
No tenía la menor idea de qué hora era. Quizá medianoche. Quizá más tarde. Pero no estaba tan borracho como para olvidarme del peligro, siempre presente. Los Siervos, que rondaban por la ciudad buscando a Manon… No cesaba de volverme, de escrutar los callejones sin salida, los portales. Aquella noche llevaba conmigo la Glock, pero había descuidado bastante la vigilancia. Rogaba que los guardias de Zamorski siguieran aún nuestros pasos… y que hubieran bebido menos que yo.
El camino parecía interminable. La referencia era el Planty, el gran parque que rodea la ciudad antigua. Una vez que encontráramos los jardines, solo había que seguir por ellos y dejarse llevar hacia el centro.
Bajo el portal de la Scholastyka, Manon tocó la campanilla. Un hombre sin rostro ni alzacuello nos abrió. Al verlo nos reímos, tambaleándonos sobre nuestras inestables piernas.
Caminamos en silencio por la galena. Yo ya no reía. Angustiado, veía cómo se acercaba la intersección de las dos L. El momento de separarse, el momento de decir algo… Me devanaba los sesos tratando de encontrar las palabras adecuadas, un gesto que no fuera un acto sino una invitación.
Llegamos a la puerta mientras yo seguía rompiéndome la cabeza. Manon vivía en el sector de las benedictinas. Iba a balbucear unas palabras cuando ella posó sus dedos en mi nuca. Su lengua se deslizó en mi boca y pronunció otras palabras, las que yo nunca habría encontrado. Retrocedí hacia el muro. Sentí la piedra fría contra mi espalda mientras Manon seguía presionando mis labios hasta ahogarme.
Me desprendí del abrazo pero seguí a su lado. Sus ojos se habían vuelto tan negros como el cuarzo volcánico. Las bocanadas de vapor escapaban de sus labios anhelantes.
La sentí entre mis manos, ebria, despeinada, dispuesta; y adiviné en su rostro un esfuerzo por no desaparecer, no borrarse en la noche. Esta vez, tomé la iniciativa y me hundí de nuevo en su boca.
Pero me detuvo, murmurando:
– No. Ven.
Para empezar, el frío de su habitación. Luego la puerta, que se cierra a sus espaldas cuando la abrazo y la empujo con mis labios hacia la madera. Le quito el abrigo, ella arranca el mío. Nuestros gestos son torpes, difíciles. Nuestras bocas están pegadas la una con la otra. Y siempre, la inmensidad helada nos rodea.
Caemos en la cama. Le quito el jersey. Su respiración taladra mi oído. En la penumbra, su piel se desvela, aparece su sostén y yo siento un mal físico; mi deseo es un estallido, una fisura. Su rostro, nocturno, nunca me ha parecido tan puro, tan angelical, mientras su cuerpo despierta en mí un imperio, un mundo oculto que siempre he rechazado. Caigo y me alimento intensamente de esa caída.
La ropa todavía nos estorba; nos liamos con las mangas, los botones. Al cabo de un instante, Manon queda delimitada por las figuras geométricas de su ropa interior. Blanca, penetrante, implacable. Las puntas que me hieren y me atraen, me cortan y me fascinan. Estoy listo para explotar en el sentido orgánico: chorro de sangre y de fibras.
Caigo de espaldas. Encima de mí sus senos se revelan: pesados, tiernos, adorables. Un milagro de la gravedad que se libera creando su propio calor. Su estremecimiento me viola en lo más hondo. Me incorporo. Ella se pega nuevamente contra mis hombros, se hunde entre mis brazos. Pierdo definitivamente el control. Nada tiene ya sentido. Excepto que nos tenemos el uno al otro, asustados, inquietos por el deseo que nos atenaza.
Ella me acaricia, me guía, me manipula. Es como si me arrancara otras prendas: los estratos que se han acumulado durante tantos años, las decisiones que me han forjado, las mentiras que me han tranquilizado. Ese minuto es tan intenso que concentra en su violencia la dilatación de tiempos ya vividos, de años aún por vivir.
Siento flojera, debilidad, lentitud ante ese único objeto de atracción: senos hinchados, tan blancos, tan libres, coronados por areolas rosadas que tiemblan encima de mi rostro. Medio ardiendo medio helado, alzo la mano buscando ese contacto.
Pero ya no es el momento de caricias. Manon, en cuclillas sobre mi vientre, coloca sus manos en mi nuca. No comprendo qué ocurre. Es la lección vital más violenta de mi existencia. Ella se aferra a mi cuello, inclinada sobre mí y comienza una búsqueda extraña, obstinada, a golpes de cadera.
Busca su placer, lo alcanza, lo pierde, vuelve una vez más. Un acto amoroso a la vez brutal y delicado, preciso y bárbaro, del que estoy excluido. Me adapto a su balanceo y siento que sube en mí la misma búsqueda, el mismo empecinamiento. Nos acoplamos, solitarios en nuestro esfuerzo por robar lo que cada uno guarda para el otro.
Todo se acelera. Nuestros labios se atropellan, nuestros dedos se enganchan. El momento culminante está ahí, a un suspiro, en algún lugar bajo nuestros vientres. Carne contra carne, nos tambaleamos, nos buscamos, nos sondeamos. Ella sigue a horcajadas sobre mí, con los talones plantados en las sábanas, ajena al pudor, a la contención, y sé que es el único camino, el único medio de llegar al final. Nada cuenta salvo esta torsión volcánica, el frotamiento inquietante de nuestros abismos, el sílex de nuestros sexos.
De pronto, ella se arquea y grita. Entonces soy yo quien la coge por los cabellos y la vuelve hacia mí. Un poco más, un milímetro y seré feliz. Sus senos vuelven con fuerza, con tormento, con vértigo. De pronto, el destello se multiplica. El ardor se concentra, sube en mí. El goce recorre mis miembros como una corriente eléctrica, sin fuente ni límite. Una fracción de segundo aún. Echo atrás su torso y la devoro con los ojos por última vez: brazos en alto, senos desplegados, vientre tenso, papel de arroz, pubis negro.
El calor explota en mi sexo.
Durante ese segundo, todo en mí queda absuelto.
Un instante más tarde, soy yo otra vez. El trance está lejos. Pero me siento nuevo, puro, limpio. Me hundo en la desesperación. En la vergüenza. En la lucidez. Pienso en las mentiras de mis últimos quince años. El amor exclusivo a Dios. La compasión hacia los demás. El sexo reservado a las «amiguitas» exóticas. Bricolaje ilusorio. Mi deseo de hombre pésimamente ahogado en mi amor de cristiano. Me siento enfadado con Manon, por tantas verdades, tantas evidencias lanzadas a mi cara, a mi cuerpo con solo algunas caricias. Luego floto sobre una onda de calidez. Soy otra vez feliz.
– ¿Estás bien?
Su voz ronca estaba cargada de sosiego, de bondad. Sin responder, palpé mis ropas buscando un cigarrillo. Camel. Zippo. Calada. Me tumbé de espaldas cruzado sobre la cama. Manon recorrió mi rostro con su índice, siguiendo la línea de la frente, de la nariz. Así pasaron varios minutos. La habitación ya no era una nevera sino un horno. Los cristales estaban cubiertos de vaho. Vacíe el paquete de pitillos sobre la mesilla de noche para utilizarlo de cenicero.
– Te propongo un juego -susurró-. Dime qué es lo que más te gusta de mí.
No contesté. Había tenido un viaje, un chute de heroína pura. Solo sentía un inmenso aturdimiento, un entumecimiento infinito.
– Vamos -dijo, regañándome-. Dime qué amas de mí.
Me apoyé en el codo enderezándome y la contemplé. No era solo el cuerpo que estaba desnudo delante de mí, sino todo su ser. La noche arranca las máscaras y también los rostros. Solo quedan las voces. Y el alma. No hay más tics, ni convenciones sociales, ni las habituales mentiras con las que nos disfrazamos.
Podría haberle dicho que no era el amante quien estaba trastornado en ese instante, sino el cristiano ante su desnudez. Estábamos como después de una confesión. Liberados de toda falta, limpios de las falsas apariencias. Esa era la paradoja: salíamos del pecado de la carne, pero nunca habíamos sido tan inocentes.
Eso es lo que habría podido murmurarle. Sin embargo, en lugar de eso, farfullé algunas trivialidades acerca de sus ojos, sus labios, sus manos. Palabras tan usadas que habían perdido el significado. Ella rió en voz baja.
– Eres un torpe, pero no tiene importancia.
Se puso boca abajo y colocó el mentón entre las manos.
– Te diré lo que amo yo de ti.
Su voz estaba cargada de agradecimiento, no hacia mí sino hacia la vida, sus sorpresas, sus alegrías. Su respiración demostraba que siempre había creído en esas promesas y que aquella noche acababa de demostrarle que no estaba equivocada.
– Amo tus rizos -empezó, ensortijando mis cabellos con los dedos-. Siempre parecen húmedos, como pequeños recuerdos de lluvia. -Pasó su índice bajo mis ojos-. Amo tus ojeras, que parecen las sombras de tus pensamientos. Tu rostro, que se alarga interminablemente. Tus puños, tus clavículas, tus caderas, que hacen daño y a la vez son tan flexibles, tan suaves, tan serenas…
Tocaba cada parte como para cerciorarse de que todo estaba en su sitio.
– Amo tu cuerpo, Mathieu. Quiero decir, su vida, su movimiento. Esa manera que tienes de expresar tus sentimientos a través de los gestos. La forma como levantas bruscamente un hombro, en señal de incertidumbre. Cómo te coges el mentón con dos dedos para apoyar tus palabras. Cómo te sientas, agotado, dispuesto a dormirte y al mismo tiempo impaciente, en una tensión extrema. Amo cómo enciendes tus cigarrillos con ese gran mechero; el cigarrillo en la punta de tus dedos tan finos. Se diría que todo arde: la mano, el brazo, el rostro.
Mientras acariciaba mis sienes, prosiguió:
– Amo todos esos gestos, esas rupturas, esos estremecimientos. Se diría que siempre has tenido dificultades para encontrar tu lugar en este mundo. Entras violentamente, en el último momento, demasiado rápido, con excesiva dureza. Nunca estás seguro de tus recursos. No te ofendas, Mathieu, pero también tienes algo de femenino. Creo que por eso me has hecho gozar tanto esta noche. Conocías, por instinto, mis secretos, mis puntos sensibles. Para ti era un terreno conocido que poco a poco se ha revelado bajo tus dedos.
Se echó a reír tomándome la mano y leyéndola.
– ¡No pongas esa cara! ¡Son cumplidos!
Adoptó un tono confidencial.
– También siento una distancia, un respeto, casi cierto espanto hacia mí, que me procura un placer… irresistible. Eres todo un hombre, Mathieu; no cabe la menor duda. Pero tu complejidad me hace tiritar, de los pies a la cabeza. ¡Reúnes tantos contrarios! Caliente, frío, sólido, frágil, atrevido, tímido, masculino, femenino…
El frío volvía. Me costaba reconocerme en aquel extraño que ella describía. Pasó su brazo alrededor de mi cuello y me besó.
– Pero sobre todo, en el fondo hay algo que te corroe y te imprime una realidad, una presencia que no he visto en nadie.
– ¿Ni siquiera en Luc?
La pregunta se me había escapado. Ella se irguió:
– ¿Por qué me hablas de Luc?
– No lo sé. Lo conociste, ¿no? Estuvo aquí.
– Se quedó varios días. No se te parecía. Es mucho más frágil que tú.
– ¿Luc, más frágil?
– Parecía tener mucha determinación, pero no había en él ningún punto fuerte, ninguna base. Estaba en caída libre. Mientras que tú te sostienes, agarrado a no sé qué hilo.
– ¿Pasó algo entre vosotros?
Otra carcajada.
– ¡Qué cosas se te ocurren! En él no había lugar para el amor. No para este tipo de amor, en todo caso.
– Eso no es lo que te pregunto. Tú, ¿sentiste algo por Luc?
Me despeinó.
– ¿Estás celoso? -Escondió la cabeza en el hueco de mi hombro-. No. Nunca se me habría ocurrido. Luc vivía en otro planeta. Decía que me amaba pero sonaba vacío.
– ¿Decía eso?
– Constantemente. Hacía unas declaraciones brutales. Pero no le creía.
Una luz estalló en mi mente. Una posibilidad que nunca había surgido. Un suicidio por amor. Luc se había quedado prendado de Manon. ¡Y esa era la razón de su intento de suicidio! Se había querido quitar de en medio porque una muchacha inconsciente le había dicho «no». Luc había amado a Manon con la pasión de un fanático y ella lo había rechazado riéndose, arrojándolo a los infiernos.
– ¿Cómo puedes estar tan segura? -pregunté en tono seco-. Quizá Luc te amaba con locura.
– ¿Por qué hablas en pasado?
No contesté. Acababa de cometer un error. El que se espera del sospechoso, en plena noche, durante su detención. Manon me miró muy seria.
– ¿Qué pasa? Me has dicho que Luc había sido trasladado.
– Te he mentido.
– ¿Le ha ocurrido algo?
– Intentó suicidarse. Hace dos semanas. Salió adelante pero está en coma.
Manon se puso de rodillas frente a mí.
– ¿Cómo? ¿Cómo lo hizo?
Le conté los detalles. El ahogamiento, el cinturón con piedras, el rescate, la utilización de la máquina de transfusión. Igual que en su caso.
Se hizo el silencio. Luego Manon se puso de pie, desnuda, y contempló la noche por la ventana, con la frente apoyada en el cristal. Me daba la espalda cuando, con voz consternada, murmuró:
– Eres el madero más gilipollas que he conocido.
Agostina Gedda me había dicho lo mismo en otra ocasión. Iban a acabar convenciéndome. Pero algo no encajaba en esa reflexión. Me esperaba una bronca por no haber dicho la verdad. No ese tono de decepción.
– Debí decírtelo antes, pero… -contesté.
– Luc no intentó suicidarse. -Se volvió y vino hacia mí, con una mirada furiosa-.Joder, ¿cómo no te has dado cuenta?
– ¿De qué?
– No fue un intento de suicidio. ¡Repitió, exactamente, mi ahogamiento!
No pillaba lo que quería decir. Todavía de pie, me agarró del pelo, con las dos manos, violentamente.
– ¿No lo entiendes? ¡Entró en coma voluntariamente para ver lo que, supuestamente, yo vi hace años! ¡Intentó provocar una experiencia de muerte inminente, esperando que fuera negativa!
No dije nada, atento al ruido que hacían mis pensamientos ensamblándose en mi cabeza. En unos segundos, todo estuvo en su lugar. Manon estaba en lo cierto. Inclinada sobre mí, gritó:
– ¿Y tú pretendes conocerlo? ¿Pretendes que es tu mejor amigo? ¡Joder, has errado completamente el tiro! Luc es un fanático. Estaba dispuesto a todo para conseguir las respuestas a sus preguntas. ¡Quería proseguir su investigación en el más allá! ¡Quiso matarse para ver al diablo por sí mismo!
Cada palabra era un estallido de lava.
Cada idea, una estaca en el corazón.
No podía hablar y, de hecho, no había nada que decir. En una fracción de segundo, Manon había adivinado lo que yo había ignorado durante dos semanas. «He encontrado la garganta», había dicho Luc a Laure. Eso significaba que había encontrado el pasaje, el modo de entrar en contacto con el demonio. ¡Provocarse el coma para ir al limbo!
Luc había ido al encuentro del diablo, en el fondo del inconsciente.
Fuera volvía a llover. Observaba a través del parteluz los filamentos de luna que se derramaban adaptándose a las impurezas del cristal, rodeando las burbujas, resbalando como azúcar hilado. Otro cigarrillo. Caminaba mentalmente al borde del abismo pero, a medida que reflexionaba, la tierra se consolidaba bajo mis pies.
Los elementos se ordenaban.
Luc lo había organizado todo, lo había coordinado todo, para caer en coma. Había reproducido cada una de las circunstancias del ahogamiento de Manon, no para hundirse, sino para sobrevivir. Había colocado el lastre calculando su peso, a fin de sumergirse rápidamente y envolverse en el frío de inmediato. Había abierto la puerta de la esclusa para ser arrastrado hasta las rocas y quedarse atascado. Otra vez el frío. Pero había tomado la precaución de sumergirse cinco minutos antes de la llegada del jardinero. Justo el tiempo que necesitaba para morir.
Había otro detalle en su plan. El médico de Chartres me había comentado que, por casualidad, el servicio de urgencias estaba en la zona en ese momento. Una llamada falsa había desplazado hacia allí al equipo de rescate. Esa llamada provenía del mismo Luc. Para que lo llevaran al hospital lo más rápidamente posible. Y no a cualquier hospital: al Hôtel-Dieu de Chartres, que contaba con una máquina by-pass que podría calentar su sangre y salvarle la vida.
Exactamente como sucedió con Manon en 1988.
Otros detalles.
Luc no tenía ninguna seguridad de que lograría una experiencia de muerte inminente. Y mucho menos, negativa. Pero suponiendo que consiguiera atravesar la muerte, quería hacerlo por el plano inferior, el de la angustia, el de las tinieblas. Por eso tomó la precaución de invocar al diablo. Por eso Laure encontró en Vernay los objetos de un culto satánico. Luc había llevado a cabo el ritual precisamente antes de ahogarse. ¡Se había citado con el diablo en el fondo del limbo!
Sin embargo, y a pesar de su determinación, también debía de estar muerto de angustia. Quiso procurarse un arma. Aunque fuese simbólica. Eso explicaba que tuviera una medalla de san Miguel en su puño. Luc no temía ir al infierno, había escogido ese destino. Pero esperaba salir sin heridas, sin dañarse espiritualmente, gracias a la figura del Arcángel. Parecía ridículo, pero me sentía incapaz de juzgar un proyecto excepcionalmente anómalo como el de Luc.
Mi amigo pelirrojo había corrido un riesgo increíble. Físico, pero también psíquico. Lo que había sido posible para una niña ya no lo era para un adulto. Según Moritz Beltreïn, Manon había salido adelante sin secuelas gracias a su edad y a la capacidad de regenerarse de su cerebro. ¿Saldría indemne Luc a sus treinta y cinco años? ¿Llegaría tan siquiera a despertar algún día?
Su fanatismo era pasmoso. Pero su coherencia era lo que más me sorprendía. Siempre había querido ver al diablo; probar su existencia al mundo. Toda su vida se había encaminado hacia esa apuesta, esa experiencia: hundirse voluntariamente en los abismos. Y resurgir, con la prueba en la mano.
Otro pitillo.
Las cinco de la mañana.
Manon se había quedado dormida. A pesar de su enfado conmigo. A pesar de su desesperación por Luc. A pesar de su creciente angustia por ella misma.
Luc, desde su habitación del hospital, había echado leña al fuego. Si un hombre era capaz de semejante sacrificio, ¿no demostraba que existía una realidad que había que descubrir? ¿Que Manon había visto algo en el fondo de la «garganta»?
Esperé a las seis de la mañana para llamar a Laure. Había llegado la hora de las pesquisas. Viejo acto reflejo de madero. Hacía cuatro días que no la llamaba. Ahora, sentía una necesidad irrefrenable de informarme. No había ninguna razón para pensar que su estado hubiera evolucionado, pero la naturaleza del coma de Luc había cambiado. Debía hablar con Laure, con los médicos, con los especialistas.
Observaba las manecillas de mi reloj, mirando cómo pasaba cada minuto.
Las seis, por fin.
El teléfono sonó cinco veces. Oí una voz somnolienta.
– Laure. Soy Mathieu.
– ¿Dónde estás? -masculló-. Hace tres días que tratamos de localizarte.
– Lo siento. Tenía un problema con el móvil. Estoy en el extranjero, yo…
– Mat… -dijo, en un suspiro-. Es increíble. ¡Ha despertado!
Tardé un segundo en asimilar la noticia. Ni Foucault ni Svendsen estaban al corriente. De otro modo, me lo habrían dicho. Todo se precipitaba. Pero en lugar de alegrarme por su recuperación, experimenté un oscuro presentimiento, previendo lo peor. Lesiones irreversibles. Luc reducido a un estado vegetativo.
– ¿Cómo se encuentra? -pregunté con una voz neutra.
– Perfectamente.
– ¿No hay secuelas?
– No, no hay secuelas.
El tono de Laure expresaba alguna reticencia.
– ¿Cuál es el problema?
– Dice… En fin, ha visto algo. Durante el coma.
Podía sentir el hielo bajo mi piel, quemándome los nervios y paralizando mis miembros. Conocía el resto pero aventuré:
– ¿Qué?
– Ven. Quiere hablar contigo personalmente.
– Estaré allí esta noche.
Colgué y desperté a Manon suavemente. Le expliqué la situación. Como yo, no tuvo tiempo de alegrarse. Otra amenaza pesaba sobre Luc: la presencia del diablo en el fondo de su mente. Si creía haber visto el infierno, su conclusión sería que Manon había visto lo mismo en 1988. De golpe, ella se convertiría en una Sin Luz.
La sospechosa número uno del asesinato de su madre.
Manon encendió la lámpara y cogió su ropa. Observé un detalle: huellas de pinchazos en los brazos.
– ¿Qué son esas marcas?
– Nada.
Se puso las bragas y el sostén. La cogí del brazo y miré mejor.
– Son los matasanos -dijo, soltándose-. Me sacan sangre.
– ¿Hay médicos aquí?
– No. Vienen de fuera. Me auscultan todos los días.
– ¿Te han hecho otros análisis?
– He ido al hospital varias veces -contestó ella, poniéndose la camiseta.
– ¿Has pasado exámenes médicos?
– Giopsias, escáneres. No acabo de entenderlo -confesó, sonriendo-. Quieren que esté en buena forma.
Siempre hay que esperar lo peor, para evitar sorpresas. Lo que presentía desde mi llegada se confirmaba con el tiempo. Zamorski me había mentido. Él y su cuadrilla no protegían a Manon; la estudiaban como a una vulgar cobaya. Creían que estaba poseída. Una criatura maléfica, físicamente distinta del resto de los seres humanos.
Tuve ganas de vomitar. El nuncio, con su aire de entendido y sus peroratas de viejo guerrero, me había engañado. Era igual que Van Dieterling. Creía en los Sin Luz y en la presencia del demonio en el fondo del alma humana. Estaba seguro de que Manon era una de ellos. ¡Quizá hasta el Anticristo en persona!
Cogí el teléfono fijo que estaba sobre la mesilla de noche. Desmonté el auricular y encontré un micrófono. Levanté la lámpara de la mesilla y le di la vuelta: otro micro. Estuve a punto de echarme a reír; aquello era grotesco. Dirigí la luz hacia el techo. Enseguida localicé en un ángulo el ojo electrónico de una cámara infrarroja. Pensé en la noche de amor que acabábamos de pasar bajo la atenta mirada de los sacerdotes. De pura rabia, tiré la lámpara al suelo.
– ¿Qué coño haces?
Imposible responderle. Mi saliva se había quedado bloqueada en la garganta. Me puse la camisa, el pantalón y el jersey. En cuanto me calcé los Sebago salí a la galería. Corrí hasta mi celda. En el patio la lluvia golpeaba y golpeaba, rebotando sobre las baldosas, el tejado, los ángulos de piedra. Ni siquiera esas trombas podrían arrastrar la mierda que había allí.
Una vez en mi habitación, cogí la 45 y salí nuevamente. Adiviné dónde estaba el despacho del nuncio; a esa hora, había muchas probabilidades de que ya estuviera trabajando.
Al bajar un piso, percibí, a través del estrépito del chaparrón, el bullicio de un ajetreo en el ala opuesta. Las saludables y vivaces benedictinas ya estaban listas para el ángelus.
Entré sin llamar. Zamorski estaba en su escritorio, con el rostro inclinado sobre el ordenador y las gafas caladas sobre la nariz. A su alrededor, en las estanterías, abundaban los relicarios: cofres de plata sellada y ánforas de cobre.
– ¿Qué están haciendo con Manon?
El nuncio se quitó las gafas, sin manifestar la menor sorpresa.
– La protegemos.
– ¿Con escáneres y micrófonos?
– La protegemos contra ella misma.
Cerré la puerta dando un golpe con el talón y avancé un paso.
– Usted siempre ha creído que estaba poseída.
– Digamos que hay una duda razonable.
– ¡La ha convertido en un conejillo de Indias!
– Manon es un caso único.
La flema de Zamorski no tenía fisuras.
– Siéntate. Todavía tengo que explicarte algunas cosas.
No me moví. El nuncio habló en un tono hastiado, cuidadosamente calculado:
– Nos vemos obligados a mantener esta… vigilia psicológica.
Solté una carcajada amarga.
– ¿Qué es lo que busca? ¿Un «666» tatuado en su piel?
– Haces como si no lo comprendieras. Manon es la señal del diablo. Cada latido de su corazón es un acto del demonio. Cada segundo de su vida es un don de Satán. ¡En el mundo de Dios, Manon debería estar muerta! Es una aberración, según las leyes de Nuestro Señor.
Las palabras de Bucholz acerca de Agostina: «La prueba física de la existencia del diablo». Zamorski prosiguió:
– Manon se curó por un milagro del diablo. Entró en contacto con él durante el coma. Fue salvada por él y recibió sus órdenes.
– ¿Cree que ella mató a su madre?
– No me cabe la menor duda. Sin ayuda de nadie.
– Joder -dije casi riendo-. Pero ¡si me había hablado de un inspirador, de un hombre en las sombras!
– Para no asustarte. Solo hay un inspirador: el mismo diablo.
Sentí un inmenso agotamiento. Me hundí en la silla delante del escritorio, con mi arma entre las piernas. Saqué fuerzas para decir:
– Conozco el expediente a fondo. Manon no tiene los conocimientos necesarios para cometer semejante crimen. El criminal es un químico. Un entomólogo. Un botánico. Agostina tampoco tenía ese perfil y, a pesar de su confesión, su culpabilidad no se sostiene. Pero ¡la de Manon es aún más absurda!
La sonrisa del polaco volvió a aparecer. Una sonrisa que me daba asco. Apreté el puño sobre la culata de la Glock. Ese solo contacto me calmó los nervios.
El nuncio se puso de pie, rodeó el escritorio y habló en un tono compasivo.
– No conoces ese expediente tan bien como crees. Biología, química, entomología, botánica: esas eran las asignaturas de Manon en la facultad de Lausana. Parece que hubiera escogido la formación adecuada para ese asesinato.
Hechos nuevos que podían interesarme como madero. Pero el hastío me aplastaba hasta el punto de reblandecerme el cerebro. La voz del prelado me sonaba lejana, como amortiguada por una capa de algodón. En tono reconfortante, añadió:
– No tenemos ninguna certeza. Pero debemos vigilarla.
– ¿De modo que cree usted en el diablo? ¿En su realidad física?
– Por supuesto. Es la antifuerza, Mathieu. La vertiente negativa del universo. Crees ser un católico moderno pero tienes prejuicios del siglo pasado. ¡El siglo de las ciencias! Crees que los problemas pueden resolverse con un psiquiatra o con una camisa de fuerza «química». Solo ves la superficie. Acuérdate de Pablo VI: «El mal no es solo una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor». Sí, Mathieu, el diablo existe. Le ha devuelto la vida a Manon. La vida que Dios le había quitado.
– Pero ¿a qué vienen esas investigaciones? ¿Esos análisis, esas extracciones de sangre?
– Si el diablo es lo que la fe nos enseña, es decir, una infección, entonces Manon tiene los rastros de la enfermedad. Está completamente infectada.
– ¿Qué es lo que busca? -Reí otra vez, sarcástico-. ¿Una vacuna?
Posó su mano sobre mi hombro.
– No te lo tomes a broma. Manon, Agostina y Raïmo están en el punto de convergencia de dos mundos: el físico y el espiritual. Un espíritu acudió para salvar sus cuerpos. Y sus cuerpos llevan ahora la señal de ese espíritu. El espíritu negro de la Bestia. ¡En Manon vive una célula madre del mal!
Me puse de pie; ya había escuchado bastante. Me dirigí hacia la puerta.
– Se ha equivocado usted de siglo, Zamorski. Habría hecho estragos en la Inquisición.
Con una rapidez sorprendente, el nuncio dio la vuelta a mi alrededor y se me plantó delante:
– ¿Qué harás?
– Nos marchamos. Manon y yo. Volvemos a Francia. Y no intente retenernos.
– Manon sabe algo -dijo el polaco, palideciendo-. ¡Debe decírnoslo!
– Ella no sabe nada. No se acuerda de nada.
– El mensaje está en el fondo de ella misma.
– ¿Qué mensaje?
– El Juramento del Limbo.
– ¿De modo que también usted ha llegado hasta ese punto? ¿Busca lo mismo que los Siervos?
– El pacto existe -dijo, alzando la voz-. Debemos conocer el contenido. ¡Por todos los medios posibles!
– ¿Por eso me trajo usted aquí?
Una sonrisa. El nuncio recuperaba la sangre fría.
– Manon no ha confiado nunca en nosotros. Creímos que un joven procedente de Francia… -Se detuvo-.Y tuvimos razón. Después de esta noche…
Me ruboricé a mi pesar. Imaginé a los sacerdotes enfundados en sus sotanas, asistiendo a una escena erótica frente a los monitores de vigilancia. Giré el pomo.
– Manon confía en mí, es cierto. ¡Y utilizaré esa confianza para arrancarla de sus garras!
– Si cruzas ese umbral, no podré hacer nada por ti.
– Soy mayorcito para arreglármelas solo.
– No sabes nada. No imaginas el peligro que os espera fuera.
– Hemos pasado el día y la noche en la ciudad. No nos ha pasado nada.
Zamorski volvió a su escritorio y cogió un periódico polaco: la edición del día anterior de la Gazeta Wyborcza. En la portada, la foto de un cadáver sobre un charco de sangre en una acera.
– No leo polaco.
– «Nuevo asesinato ritual en Cracovia.» El quinto vagabundo muerto en menos de un mes. Devorado por los perros. Sobre la acera, con sus vísceras, alguien había trazado un pentagrama. Sin contar con los dos cuerpos de niños trisómicos encontrados la semana pasada río arriba en el Vístula. La autopsia ha revelado que los habían obligado a violarse el uno al otro.
– ¿Se supone que debo aterrorizarme?
– Están aquí, Mathieu. Han venido a buscar a Manon. Quizá son unos vagabundos que esperan fuera. O unos sacerdotes rezando en la iglesia de al lado. Están por todas partes. Esperan su momento.
– Probaré suerte. Nuestra suerte.
– No tienen nada que ver con los asesinos que persigues normalmente. Son soldados, ¿comprendes? Los herederos de siglos de abominaciones. La versión moderna de los demonios que acompañan a Satán en las fachadas de las catedrales.
Le mostré mi automática.
– Yo también tengo argumentos modernos.
– Te lo suplico. No salgas de aquí.
– Vuelvo a París. Con Manon. Y no trate de impedirlo. Podría ir a mi embajada y hablar de rapto, de secuestro, de abuso de poder. Seguiré con mi investigación. Es lo que quería, ¿no?
– ¿Y ella?
– Ella vivirá conmigo.
Zamorski cabeceó lentamente.
– Te has metido en un buen lío, Mathieu. Lo habías previsto todo para enfrentarte contra el diablo. Salvo el amor.
Abrí la puerta y le lancé una mirada dura.
– No permitiré que la utilice. La ha convertido en un objeto de investigación. En un cebo para los subyugados. Quizá, hasta para el mismo demonio. Según su lógica, espera que Satán se manifieste en el interior de su cuerpo. Está usted dispuesto a todo para provocar esa llegada. He conocido maderos de su calaña. Maderos capaces de lo peor, en nombre de lo mejor. Maderos que creían estar por encima de las leyes. Y en cierto modo, por encima de Dios.
– No blasfemes.
– Continuaré con mi trabajo, Zamorski. A mi manera. Sin mentiras ni manipulación.
El nuncio se apartó, de mala gana.
– Si fuera fiel a esos principios, me limitaría a rezar por ti y por Manon. Pero os protegeremos, a pesar vuestro.
– No necesito a nadie.
– En tiempos de paz, tal vez. Pero la guerra ha empezado.
Mediodía.
Y el día no despuntaba.
Una bruma espesa aplastaba la ciudad. Las calles ya no existían. Los edificios semejaban masas minerales; montañas que se elevaban más allá de las nubes, como en una pintura china. Algunas ramas bajas brillaban de humedad, pero sus contornos se perdían en el vapor nacarado. Todo estaba desierto. Cracovia estaba vacía. Solo algunos coches se deslizaban entre la niebla con los faros encendidos antes de desvanecerse como barcos fantasmas.
No había previsto eso. Salíamos de una opresión para caer en otra. El portal de Scholastyka se cerró pesadamente detrás de nosotros. Tomé la mano de Manon y caminamos por la acera. Ella había preparado una bolsa ligera, del mismo tamaño que la mía. Mirada a la izquierda; luego a la derecha. No se veía nada a tres metros. Di algunos pasos vacilantes. El mundo no solo había desaparecido; los vapores nos sumergían hasta borrarnos.
Creí recordar. Si bajábamos por la izquierda y tomábamos la calle Sienna, cruzaríamos la avenida Sw. Gertrudy. A pesar de esa nube blanca, allí encontraríamos un taxi. Nuestros pasos resonaban sobre la acera. La humedad les daba una especie de brillantez sonora; un taconeo húmedo que se elevaba en el aire tornasolado.
Avanzábamos en silencio. Como si una sola palabra pudiera despertar nuestro miedo. Los edificios parecían desarraigados. Avanzaban con nosotros, desgarrando las crestas de plata como si fueran rompehielos. Un coche pasó. Tuvimos el tiempo justo de dar un paso hacia el costado. Sin saberlo, caminábamos sobre la calzada. El vehículo nos dejó atrás, lentamente. Escuché cómo los parabrisas marcaban la cadencia, chac-chac-chac, y luego se desvanecía.
Reemprendimos el camino. El velo de gasa se abría con reticencia y se encerraba inmediatamente a nuestro paso. Ya no estaba seguro de que camináramos por la calle Sienna. Imposible leer las placas con los nombres. Nuestra única referencia era la línea de farolas. Algunas luces estaban encendidas en las ventanas, penetrando en la opacidad de los pisos. Imaginé los hogares cálidos, en los que la gente, atareada, se preparaba la comida de mediodía. El contraste con esa imagen acentuaba nuestra soledad.
Busqué en mi memoria. Íbamos a dejar atrás la calle Mikokajska que se abría en una gran curva a nuestra izquierda. Esperaba distinguir una hilera de luces que dieran la vuelta, con lo que se confirmaría que estábamos en el buen camino. Pero no ocurrió; por otra parte, era imposible ver más de dos farolas simultáneamente.
De repente, no distinguí absolutamente nada. ¿Habíamos salido de la calle? La neblina cambió. Más espesa, más fría. Del suelo subía un olor a tierra mojada, a podredumbre inmóvil. Mierda. Ya no estábamos en la calle Sienna. Quizá ni siquiera habíamos estado en ella. Intenté recordar una vez más, dibujando mentalmente un mapa del barrio.
Entonces comprendí.
El Planty.
El parque que circunda la ciudad antigua de Cracovia.
Había tomado la dirección equivocada desde el principio. Habíamos caminado de frente, volviendo la espalda al monasterio. A modo de confirmación, la gravilla crujió bajo mis pies. Los árboles aparecieron, dibujando líneas espectrales, suspendidas, sin raíces. Unos brazos, unas cabezas: las esculturas de los jardines. Tuve ganas de gritar. Estábamos solos, perdidos, completamente vulnerables.
– ¿Qué ocurre?
La voz de Manon, muy cerca de mi oído. No tuve valor para mentir.
– Estamos en el Planty. El parque.
– Pero ¿dónde, exactamente?
– No lo sé. Si lo atravesamos, probablemente llegaremos a la avenida Sw. Gertrudy.
– ¿Y si no sabemos ubicarla?
Le apreté la mano sin responder. Nuevas farolas flotaban en el aire. Una alameda. Intenté dar mayor solidez a mis pasos, para reconfortar a Manon, que temblaba bajo su anorak.
Sensación de nadar más que de caminar. No dejaba de estirar el cuello, de entrecerrar los ojos, sin resultado. Como reacción, mi oído parecía agudizarse. Me parecía percibir la condensación de las gotas, la longitud de las ramas, los chasquidos del hielo sobre las estatuas y, abajo, el crujido de la tierra helada bajo nuestros pies.
De repente, otro ruido mucho más presente.
Algo hacía crujir las piedras. Me detuve y tapé la boca de Manon con mis manos. El ruido cesó. Repetí el movimiento: dos pasos; luego detenerse. El ruido se produjo de nuevo y se apagó de inmediato. Era un eco, pero demasiado cercano para mi gusto.
Desenfundé mi 45. Solo había dos posibilidades. Los hombres de Zamorski o los Siervos. Despacio, muy despacio, quité el seguro de la Glock, apostando mentalmente por los seres satánicos. Acechaban en todas las salidas y entradas de «su» monasterio y acababan de conseguir el premio gordo: Manon, la presa que esperaban desde hacía semanas, sin protección, acompañada solo por un extranjero y extraviada en un parque sumergido en la bruma.
Mi arma temblaba en mi mano. Ya no encontraba la sangre fría que siempre me había salvado en las peores situaciones. Tal vez la fatiga. O la presencia de Manon. O esa ciudad extranjera e invisible. Mi cabeza era un caos. ¿Disparar a ciegas, hacia el lugar de donde procedían los pasos? Ni siquiera estaba seguro de dónde provenían. ¿Apuntar a las farolas para cerrar completamente la noche? Absurdo. Perderíamos la única posibilidad de orientarnos.
Los crujidos se reanudaron. Se acercaban. Imaginé criaturas sobrenaturales con los ojos ardiendo. Pupilas de azufre, capaces de ver en la bruma. Tomé la dirección que me parecía opuesta a sus pasos. Pero ya no estaba seguro de nada. ¿Seguíamos en la alameda? Una luz flotaba a lo lejos; inaccesible.
Apreté el paso, tratando no ya de utilizar mis ojos sino únicamente con la ayuda de mi mano extendida. Sensación de piedra fría. Metal de una barandilla. No recordaba haber visto ningún pretil en ese parque. Me agarré y lo seguí febrilmente. El farol me parecía igual de alejado.
La barandilla de hierro se interrumpió y me detuve. En un segundo, percibí los pasos de los otros, mucho más cercanos. Me volví, como si fuera capaz de ver algo. Pero el mundo seguía sumergido en la niebla. Sin embargo, una fisura se abrió de repente en la niebla y entonces los vi.
Unas sombras avanzaban, compactas, formando un frente.
Unas sombras sin rostro, confundidas con la neblina.
Mi corazón dio un vuelco. Por un momento, muy breve, pensé que todo estaba perdido. El pánico me había vencido. Ni siquiera físicamente, ya no tenía ninguna solidez. En ese instante nuestros agresores habrían podido ganar, pero fueron demasiado lentos.
Ya me había recuperado y preparaba un plan de ataque. No había ninguna razón para pensar que ellos veían mejor que nosotros. Solo se guiaban por el ruido de nuestros pasos. La única ventaja que podían tener era el número… y conocer mejor los jardines. Pero nuestra desventaja, la falta de visibilidad, era también la de ellos.
Debía privarlos de su única guía: los sonidos. Cogí con firmeza a Manon y saltamos a un lado. Al cabo de tres zancadas, noté las hojas de un matorral y luego un terreno distinto: césped o musgo. Una superficie suave, que absorbía el ruido.
Otra idea, de inmediato. Aprovechar el silencio y caminar hacia nuestros enemigos. Podían pensar que íbamos a escondernos entre matorrales o detrás de un árbol. Pero ¡nunca que caminaríamos a su encuentro!
Volví a subir por el césped, utilizando mi mano libre como una sonda, rozando los matorrales, palpando los troncos de los árboles. Los pasos, de nuevo. Estaban solo a unos metros a nuestra izquierda. Seguí avanzando. Mi mano encontró una corteza. Atraje a Manon hacia mí y la coloqué entre el tronco y mi cuerpo. Dejó de moverse, de respirar, y sentí que sus cabellos helados me rozaban el rostro. Los cabellos de una muerta.
Entonces sucedió algo.
Los jirones de niebla se abrieron y revelaron claramente a nuestros enemigos. Durante un segundo que me pareció una eternidad, pude observarlos. Llevaban unos abrigos de piel negra que parecían directamente salidos de la Werhmacht. De sus mangas surgían ganchos, navajas, agujas. Armas blancas como injertadas en sus carnes.
Parecían heridos de guerra que habían llegado de otra dimensión. Unos inválidos convertidos, a su vez, en máquinas de matar. Imaginé los miembros amputados, las manos mutiladas reemplazadas por mecanismos amenazadores, dispuestos a cortar, despellejar, arrancar.
Formaban una zarabanda, un carnaval de terror. Un hombre llevaba una máscara de gas, otro la de los médicos del siglo XIX que curaban a los apestados: un largo pico negro con dos agujeros encima. Un tercero caminaba a cara descubierta, desfigurada. Su piel, blanca como la porcelana de un retrete, estaba lacerada. Supe, sin dudar un segundo, que esas mutilaciones se las había hecho él mismo. Vivir para y por el mal. El sufrimiento infligido a los demás y a sí mismo.
Los dientes de Manon empezaron a castañear tan fuerte que le puse la mano en la boca. Abandoné cualquier estrategia. Huir. A cualquier sitio, lejos de esa pesadilla. Salí de nuestro escondite, aventuré una ojeada a mi alrededor y cogí la mano de Manon. Me retuvo y rozó mi mejilla. Me volví para reconfortarla con una mirada, pero no era ella la que me había tocado. En su lugar, un criminal apretaba mis dedos y me acariciaba lentamente el rostro con un gancho de metal, con un gesto casi tierno.
La fracción de segundo estalló en mil detalles superpuestos. Lo vi todo. Los cabellos largos. Las cicatrices. El aparato respiratorio que le atravesaba la cara; un agujero ocupaba el lugar de la nariz. Vi que su brazo se alzaba. En la punta, un gancho conectado a un dispositivo con cables.
La zarpa silbó en el vaho. Me sumergí en la nube para esquivar el golpe. Un dolor me atravesó desde el hombro hacia mis costillas. Solté la automática. Un sabor a hierro inundó mi boca.
La navaja se alzó nuevamente, erró y se perdió en el follaje. Sin saber lo que hacía, pues solo sentía dolor, arremetí contra el gancho y lo aplasté con mi hombro herido, arrastrando al criminal en mi caída. Sin tener en cuenta la quemadura y la sangre que torturaban mi cuerpo, cogí con las dos manos su puño, coloqué mi rodilla encima y le retorcí el hueso con un crujido.
Retrocedí inmediatamente, reptando de espaldas. El criminal se volvió hacia mí. Su abrigo estaba abierto. Debajo, tenía el torso desnudo. La piel de su pecho era tan delgada, estaba tan abrasada, que era translúcida. Vi su corazón latiendo a través de aquella piel de pescado. Me metí entre los matorrales y encontré la navaja automática. La cogí con las dos manos bien abiertas y me corté en la palma. Giré sobre mí mismo. El monstruo ya volvía al ataque blandiendo otro gancho en su mano izquierda.
Se lanzó sobre mí. Le di una patada en las piernas. Tropezó. Levantando mi arma, apunté al corazón y cerré los ojos. El hierro se hundió en la carne. Oí cómo el órgano se abría. La sangre se derramó sobre mí. Abrí los párpados y descubrí la cara de aquella criatura, a unos centímetros de mi rostro, con la máscara arrancada. Agujeros y grietas borboteaban por todos lados a la vez. El vapor de agua pigmentado de sangre se añadía al velo de niebla. Me mordí los labios para no gritar y rodé sobre el costado.
El monstruo se acurrucó, estremeciéndose en su agonía. En un recodo descubrí a Manon, acurrucada contra un árbol, con los ojos fuera de las órbitas. Corrí hacia ella y la abracé con todas mis fuerzas, sintiendo el dolor que me invadía en una arborescencia de fuego. A través de la sangre que presionaba mis sienes, escuché que el crujido de la grava se alejaba. Los Siervos no habían visto nada, no habían oído nada, ¡seguían su camino!
Mi Glock en el suelo. Palpé la hierba hasta que toqué la culata. Metí el arma en el bolsillo y eché una mirada a mi alrededor. Nadie. Habíamos ganado. No tuve tiempo de saborear esa victoria. Otros pasos retumbaban sobre las piedras. Percibí, como imprecisos fuegos fatuos, unos cuellos blancos que resaltaban en la niebla.
Los sacerdotes.
Los hombres de Zamorski, que nos buscaban por el parque.
Al mismo tiempo, un pincel luminoso nos barrió los pies. Los faros de un coche. De modo que estábamos a solo unos metros de una calle. ¡Una verdadera avenida con verdaderos vehículos!
Cogí a Manon del brazo y atravesé los matorrales que nos separaban del mundo humano y corriente. Las hojas se cerraron sobre nosotros mientras imaginaba el combate que se libraría en el Planty.
Seres satánicos contra soldados de Dios.
El Apocalipsis según Zamorski.
Vivir con sus muertos.
Aunque no cesaba de repetirme las palabras de Zamorski -«Se encuentra usted en medio de una verdadera guerra»-, no me servían de consuelo. ¿Quién me absolvería de toda esa sangre derramada? ¿Cuándo terminaría esa matanza?
Estábamos en la sala vip del aeropuerto de Cracovia. Un nombre muy rimbombante para aquel espacio más bien lúgubre: luces anémicas, asientos desvencijados, visión de la pista agrietada a través de los cristales sucios. Aun así, era reconfortante. Cualquier cosa habría sido reconfortante después de lo que acabábamos de vivir.
Un vuelo para Frankfurt despegaba cerca de las tres. Era posible hacer un enlace con París: llegada a Charles de Gaulle a las siete de la tarde. Cuando la azafata me dio esa información estuve a punto de abrazarla. Sus palabras tenían para mí otro significado: ¡conseguiríamos huir!
Acurrucada entre mis brazos, Manon permanecía postrada. Todavía estaba empapada de bruma, como yo. Esa humedad, que no nos abandonaba, materializaba nuestro desamparo. Cerré los ojos y me sentí extrañamente consolado, todavía bajo los efectos del anestésico en mis venas.
Durante el viaje en el taxi, habíamos hecho una parada para ver a un médico. Me curó la herida del hombro. La navaja había entrado hasta la clavícula, pero sin romperla y sin cortar ningún músculo. Después de una vacuna antitetánica, pues yo le dije que me había caído sobre una máquina agrícola, el médico cerró la herida con puntos de sutura y me envolvió el torso con una venda tan sólida como el yeso. Según él, no había que temer complicación alguna. Un solo consejo: reposo absoluto. Asentí, pensando en París y en la nueva situación.
La otra fuente de paz era esta convicción: el problema de los Siervos estaba liquidado. Evidentemente podían perseguirnos, pero habían perdido su oportunidad. En adelante, Manon estaría bajo mi protección. Y muy pronto en mi territorio. En París estaría vigilada las veinticuatro horas del día por mis hombres, unos maderos aguerridos capaces de enfrentarse a chiflados con prótesis asesinas e incluso, por qué no, de meterlos en chirona.
Mis pensamientos divagaron, pero volvieron, como siempre, a Luc. Su plan. Su maquiavelismo. Su locura. Yo había sido, sin saberlo, un peón en su juego. El madero de confianza que acumularía las pruebas y rastrearía su historia. Él sabía que yo no creería que hubiera intentado suicidarse y que proseguiría su investigación; repetiría, paso a paso, el camino que lo había conducido al sacrificio. Yo era su apóstol, su primer evangelista, que describiría su combate contra el diablo.
En ciertos detalles, mis conclusiones habían cambiado. Por ejemplo, la medalla de san Miguel Arcángel. Era un error. Luc no la había utilizado para protegerse del demonio. Quería que yo encontrara la garganta y comprendiera el objetivo de su acto. Luc no había llevado a cabo una investigación como tantas otras: ¡se había enfrentado al ángel de las tinieblas!
Lo único que importaba ahora era ¿qué contaría de su experiencia durante el coma? ¿Volvía sin el menor recuerdo o, por el contrario, había vivido una experiencia decisiva? Ya tenía la respuesta. Laure: «Ha visto algo».
– Señor, están anunciando su vuelo.
Seguimos a la azafata hasta la zona de embarque. Pasaporte, tarjeta de embarque. Hacíamos cada gesto con la vivacidad de un boxeador que va a quedar KO, hasta que nos derrumbamos en nuestros asientos de la cabina. Mientras la azafata explicaba las normas de seguridad, nos dormimos profundamente. Como dos trotamundos que no hubieran pisado un hotel desde hacía dos semanas.
En Frankfurt, deambulamos otra vez como fantasmas de paso. Esta vez, el salón First Class era flamante, lleno de hombres de negocios sumergidos en el International Herald Tribune. No hice caso de sus miradas de reojo, de desconfianza hacia nosotros. Instalé a Manon en un sofá y salí a buscar algo que comer. Coca-Cola, café, golosinas. No tocamos ni los dulces ni el café. Por el momento, carburábamos solo con Coca-Cola, probablemente para purificar nuestras tripas del horror acumulado.
Unas horas más tarde, sobrevolábamos las luces de París. Me incliné sobre la ventanilla y volví a encontrar la noche, el frío y el velo de polución de la capital. Incluso a través del vidrio, presentía que no se trataba del mismo frío que en Cracovia. En Polonia era una herida permanente, un estado de petrificación que sublimaba cada detalle, revelaba la esencia. En París era un manto triste, cenagoso, indiferente. Un sedimento limoso que con la misma atmósfera melancólica invadía las calles y las horas. Sin embargo, estaba contento de reencontrarme con esa monotonía. Ese hastío crónico era mi ecosistema natural.
Siete de la tarde, viernes
Autopista saturada. Chaparrón. Abrí la ventanilla del taxi y respiré a fondo. Olor a cemento mojado, a gas de los tubos de escape, ruido espoleante de los charcos. Y los conductores paralizados en el interior de sus coches, como imágenes captadas en un encuadre.
Cuando el taxi llegó a la rue Debelleyme, sentí la extraña angustia propia del recién casado. ¿Cómo reaccionaría Manon ante esa nueva vida? ¿Ante mi piso? Nunca había puesto los pies en París.
Hice los honores mostrándole mi famosa escalera al aire libre. La acogió con una discreta sonrisa. Seguía conmocionada. La violencia de Cracovia había despertado a la chiquilla aterrorizada de antaño. Yo mismo seguía conmocionado. Sin embargo, había otra sensación subyacente al miedo y a la atrocidad. Un estado febril, un entusiasmo sin objeto, asociado a una extraña torpeza. ¿El amor?
Manon se sentó en el canapé del salón. Le ofrecí un té. Lo rechazó. Un licor; tampoco. Petrificada, todavía llevaba puesta su parka guateada. Faltaba lo más difícil: explicarle que debía salir inmediatamente hacia el Hôtel-Dieu. Su reacción no me sorprendió.
– Te acompaño.
Era la primera vez, desde Cracovia, que articulaba más de tres palabras seguidas.
– Es imposible -dije, disuasivo-. Tengo que tomar algunas medidas en París. Protegerte.
– Ni siquiera sé dónde estoy.
De pronto, despertó en mí una profunda piedad, en el sentido literal del término. Comunión, empatía total con su pena. Su tristeza era mi tristeza. Su desarraigo, el mío. Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.
– Confía en mí.
Ella sonrió. Un calor me inundó. Una especie de hemorragia a la vez sorda y deliciosa. Una delicuescencia en el fondo de mí mismo con un gusto mortífero y azucarado. Murmuré:
– Déjame protegerte. Déjame…
No pude terminar la frase. Ella había cogido mi rostro llevando sus labios a mi boca. Toda mi voluntad se desmoronó. El calor se liberó a través de todo mi cuerpo. Mis fuerzas vitales me abandonaron, nunca había experimentado una sensación tan dulce.
Dos horas más tarde, conducía hacia el Hôtel-Dieu. Los recuerdos estaban aún vivos bajo mi piel. Manon. Sus manos sobre mi cuerpo. El ritmo de mi sangre. Los últimos instantes juntos. Ella tocaba en mí puntos desconocidos, superficies insospechadas. Liviana e inédita acupuntura del amor.
Luc Soubeyras había sido trasladado a otro servicio.
Ya no se trataba del limbo, de luces sórdidas, de batas de papel. En un gran pasillo blanco, los ventanales se abrían sobre habitaciones espaciosas donde los pacientes estaban aún conectados a grotescos tubos y aparatos, pero bajo la luz cruda de los fluorescentes.
Caminando por el pasillo, volví por fin al presente. Iba al encuentro de Luc, vivo y consciente. Cuando lo vi detrás del cristal, estuve a punto de gritar. Seguía con los tubos en la nariz y los electrodos en el cuello y las sienes; su delgadez se había acentuado. Pero sus ojos estaban abiertos.
Entré precipitadamente. En un impulso de entusiasmo, le cogí las dos manos.
– Amigo mío, estoy tan…
– Lo he visto.
Me quedé paralizado. Su voz apenas era un suspiro.
– Lo he visto, Mathieu. He visto al diablo -murmuró de nuevo.