III AGOSTINA

***

52

Ya en la carretera volví a llamar a Sarrazin y le confirmé mis hallazgos. La inscripción en la corteza, el asesinato de Salvatore Gedda. Ahora se trataba de un toma y daca: una investigación a dos, compartiendo las informaciones. El gendarme estaba de acuerdo. Para él, la pista italiana se había parado en seco. Solo había conseguido algunos datos sobre Agostina Gedda gracias a un conocido de la Interpol, pero nunca había podido continuar la investigación más allá de los Alpes.

Atravesé la frontera suiza a las once y pasé por Lausana alrededor de medianoche. La autopista E62 bordeaba el lago Lemán. A pesar de la tensión, del agotamiento, aprecié la belleza de la ribera en medio de la noche. Las ciudades -Vevey, Montreux, Lausana- semejaban fragmentos de la Vía Láctea que hubieran caído sobre las colinas.

Había llamado varias veces a Foucault. Siempre saltaba el contestador. Lo imaginé pasando una agradable noche de domingo con su mujer y su hijo, delante de la televisión. En contraste, el frío y la hostilidad de la noche me parecían más violentos aún. Pensaba en mis tres votos: obediencia, pobreza y castidad. Estaba de buen humor. Sin olvidar el voto adicional, el que siempre me pisaba los talones: la soledad.

Doce y media de la noche. Foucault me llamó. Le pedí que a primera hora de la mañana ampliara la investigación sobre los asesinatos con insectos, que peinara a escala europea, contactara a la Interpol, a los servicios de policía de las capitales. Foucault prometió hacer todo lo posible a pesar de que la investigación todavía no tenía carácter oficial y Dumayet iba a pedirle cuentas de los casos pendientes en la Brigada.

Le prometí que llamaría a la comisaria (se suponía que debía fichar en el despacho en unas horas) y colgué. Después de la ciudad de Aigle, las luces desaparecieron. En el horizonte solo se distinguían las masas sombrías de los Alpes. El camino, envuelto en tinieblas, estaba desierto. Excepto por dos faros muy blancos que centelleaban desde hacía un momento en el retrovisor.

Una de la mañana. Martigny, Sion. La muralla montañosa se acercaba. Entré en el túnel de Sierre. Conduciendo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, dejé atrás varios coches; vi cómo sus faros se alejaban y luego temblaban en mi retrovisor antes de ir a reunirse con los filamentos del alumbrado. En cambio, los dos faros blancuzcos no me soltaban. Ciento sesenta, ciento setenta… Los ojos seguían ahí. Los faros de xenón, que perforaban la noche como dos agujas.

Los túneles se sucedían. Bocazas en arco de círculo cavadas en la montaña, galerías perforadas, pegadas a la ladera, tubos de vidrio suspendidos del flanco de la montaña. Por fin, los faros desaparecieron. Experimenté un oscuro alivio. Tal vez era una paranoia pero la inscripción del confesionario no me abandonaba: te esperaba. Ni tampoco la de la corteza: yo protejo a los sin luz. La posibilidad de que hubiera un asesino obsesivo siguiendo mis pasos no era absurda.

Una nacional con dos carriles. En cada ciudad, hacía el esfuerzo de disminuir la velocidad. Visp. Brig. El centro de Valais. El paisaje se modificó otra vez. La carretera se estrechó, la oscuridad se hizo más profunda. No había ni farolas, ni un solo panel de señalización. Reduje la velocidad. Penetré en el puerto de montaña del Simplon.

La carretera se elevó brutalmente. La nieve apareció. Los acantilados, de un blanco fosforescente, como si alguien hubiera esparcido Luminol, se revelaron a ambos lados de la calzada. Una nube de espinas secas revoloteaba bajo las ruedas; los pinos se espaciaban. Nadie a la vista.

El Audi se bamboleaba con el viento. El frío ya se insinuaba en el interior del coche. Tenía prisa por pasar el puerto e iniciar la bajada. Los túneles se multiplicaban, desnudos, salvajes. Anillos de piedra hundidos en la pared, rampa de hormigón injertada en la ladera, columnatas deslizándose bajo un torrente furioso…

Empecé a tener visiones. Los copos de nieve se convertían en pájaros, arabescos, símbolos chinos, diseminándose delante del parabrisas. Renuncié a poner las largas; la nieve formaba una pantalla reflejante.

La fatiga se atenuaba, anestesiaba mis reflejos, volvía pesados mis párpados. ¿Cuánto hacía que no había dormido bien? El cambio de altura me oprimía los tímpanos, entorpeciéndome aún más.

Decidí parar una vez pasado el puerto, en la frontera italiana, para dormir algunas horas. A fin de cuentas, tenía tiempo de sobra. Podía retomar el camino hacia las siete para llegar a Milán a las diez.

De repente, el cristal posterior del coche se iluminó.

Los faros de xenón.

Aceleré y eché una mirada al retrovisor. No vi nada excepto el halo blanco. Mi perseguidor había graduado la luz de sus faros al máximo. Volví a la carretera; tampoco veía nada, la nevada se recrudecía. Y la luz estallaba en mi retrovisor. Lo bajé y me concentré en los ventisqueros que el viento formaba en el borde de la carretera, únicas referencias para seguir la cinta de asfalto.

Logré distanciarme de los faros. Un viraje y el coche desapareció. Con el miedo en el cuerpo me pregunté: ¿quién es ese? ¿El asesino de Sartuis? ¿Cualquier otro implicado en la investigación? ¿O un simple conductor agresivo?

Me respondió un silbido.

Una bala acababa de rozar el techo de mi coche.

53

Aceleré. El pánico aumentaba, bloqueando mis sentidos, mis pensamientos, mis reflejos. Al peligro de las balas se añadía el de la carretera helada, con sus curvas demasiado cerradas.

Muy a mi pesar, reduje la velocidad. La luz saturó nuevamente la ventanilla posterior. Durante un segundo, me dije que había soñado; el silbido no era el de una bala. Un conductor con la atención puesta en esa carretera no podía dispararme al mismo tiempo. A guisa de respuesta, otra bala impactó en el coche, haciendo vibrar toda la carrocería. De modo que eran dos. Un conductor y un tirador. Un tándem perfecto para ir a la caza del hombre.

Volví a acelerar. Solo podía pensar en que no tenía ninguna posibilidad. Su coche parecía más potente que el mío. Y yo estaba solo. Absolutamente solo. Mi futuro se parecía a la carretera, una huida a ciegas hacia delante, en la que yo corría hacia mi final.

Conducía agachado con la cabeza entre los hombros y los dedos aferrados al volante. Buscaba en mí, en lo más recóndito de mi angustia, algún asomo de esperanza. Me repetía: «No hay nada roto… No estoy herido… No…».

La luna de la ventanilla posterior se hizo añicos.

El frío y la luz surgieron en el habitáculo. En el mismo segundo, las ruedas patinaron. El motor rugió. La parte posterior dio un bandazo a la izquierda; luego volví a tomar contacto con el asfalto por la derecha. Otra bala se perdió en la tempestad. Un volantazo; luego otro, hasta que recuperé el control del vehículo.

Un túnel vino en mi ayuda. El alumbrado y la carretera en línea recta cambiaban la situación. Regulé el retrovisor y observé a mis enemigos. Un BMW. Una berlina con los cristales tintados, con la carrocería negra que brillaba como la de un tanque esmaltado. Los deslumbrantes faros me impedían descifrar la matrícula. Tampoco podía ver al conductor, pero el pasajero, con pasamontañas, tenía medio cuerpo fuera y sujetaba un fusil de precisión equipado con visor y silenciador.

La clara imagen de mi muerte. Durante una fracción de segundo me quedé subyugado por la belleza de aquella visión: las luces que pasaban volando sobre la chapa refulgente, los faros irisándose en líneas rosas sobre el arco de la bóveda, el asesino apoyado sobre su arma… Una perfecta máquina de guerra, lisa, precisa, implacable.

Esta vez, aceleré a fondo.

Audi contra BMW: el duelo estaba servido.

Me aferré al asfalto, al hormigón, a las luces. El desfile de lámparas adquiría una rapidez hipnótica. Sin embargo, en mi retrovisor el BMW seguía acercándose. Era ahora o nunca. Debía responder. Arranqué el velero de la funda y saqué el arma.

Me volví y apunté con mi 9 mm Parabellum. Reduje la velocidad. La parrilla del radiador se aproximó. Lancé un alarido y apreté el gatillo. Por la fuerza del retroceso, el arma casi se me escapó, pero en un parpadeo vi que el BMW frenaba repentinamente y patinaba desviándose hacia atrás con un chirrido envuelto en el humo de los neumáticos. Casi una victoria.

El cielo, la nieve; luego un nuevo túnel a la vista.

El modelo con columnas construido sobre la pendiente de la roca.

Intuitivamente, esperé justo hasta el momento de entrar y luego hice un giro a la derecha, para tomar el camino lateral de las obras viales que subía por el flanco del acantilado. El coche rebotó en el pedregal e inmediatamente me encontré sobre el techo del túnel. La berlina había penetrado en la boca de sombras detrás de mí. Un nuevo respiro. Duraría poco. El BMW estaría esperándome a la salida.

En ese momento, estuve tentado de abandonarlo todo y huir a pie. Pero ¿para ir adónde? ¿A perderme en plena montaña? Mis perseguidores debían de estar equipados con detectores térmicos. La caza del hombre se parecería aún más a una batida.

Puse primera y conduje lentamente, con los faros apagados. Me bamboleé sobre un sendero de piedras, buscando una idea, una salida. La nieve arreciaba y los bordes de la calzada se perdían en las tinieblas.

Por fin, el camino volvió a bajar para alcanzar la carretera. No había encontrado ninguna solución. Pero la calma que me rodeaba renovó mis esperanzas. Al borde de la calzada, me detuve, al acecho; no había ni el menor ruido de motor, ni señal de ningún faro. Una vez más puse primera, y lentamente, muy lentamente, volví a la carretera. Ningún coche. ¿Habían abandonado la persecución? ¿Habían continuado su camino porque renunciaban a eliminarme?

Empujé la palanca de cambios y de pronto todo se tornó blanco. Los faros. El xenón. No delante de mí ni detrás de mí. ¡Encima! Me acurruqué en el asiento y giré el retrovisor buscando las luces. Los hombres estaban apostados sobre el techo del túnel.

Supuse lo que había sucedido. En el interior de la galería, habían encontrado otro acceso al camino lateral de las obras viales. Ellos también habían subido siguiéndome, con los faros apagados, hasta el final del sendero. Luego se habían situado en el promontorio en posición de tiro.

Empezaron a llover las balas. Mi parabrisas estalló, las lunas explotaron mientras derrapaba tratando de arrancar. Las ruedas mordieron el asfalto. En mi retrovisor sucedió lo imposible: los dos faros volaron como dos bolas de fuego luminiscentes en medio de la noche. Los asesinos habían caído al vacío. Su chasis se estrelló en medio de un estallido de nieve y de chispas; luego, saltó hacia delante. El estrépito parecía provenir del suelo. Pisé a fondo y volví a encender los faros. La persecución se reanudaba.

Pinos descarnados, pared rocosa, cúmulos de nieve. La tempestad se calmaba. Recuperé la visibilidad. Traté de poner en orden mis ideas. No tenía ninguna. Nada, aparte de huir hacia la frontera y los aduaneros. ¿Cuántos kilómetros tendría que resistir? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Setenta?

Otra ojeada al retrovisor. Los dos ojos blancos estaban siempre ahí, surgiendo intermitentemente, al ritmo de los virajes. De pronto, apareció una curva muy cerrada. Frené. Demasiado tarde. Las ruedas se bloquearon pero el Audi siguió adelante por su propio impulso. Giré el volante otra vez, pero el coche siguió, inmanejable.

El talud que crece, la nieve que se desliza. La colisión, brutal, en seco y el motor que se para. Luego el silencio. Sin aliento, con el volante clavado en las costillas. Aturdido, encontré la llave de contacto. El motor resopló y luego arrancó. Marcha atrás, salí a duras penas del montón de nieve y maniobré sobre la calzada.

A pesar del contratiempo, mis perseguidores no me habían alcanzado. Un destello de optimismo, traicionado inmediatamente por un fallo debajo del pie. El acelerador no funcionaba. Ojeada al cuadro de mando. El indicador de la temperatura del agua había entrado en la zona roja. ¿Qué coño pasaba ahora?

Mirada hacia atrás; los faros de xenón ya estaban solo a una curva de distancia. Rabioso, pisé el pedal a fondo. Nada, ninguna reacción. Golpeé el volante, aullé. En el momento del choque, la nieve debía de haberse acumulado debajo del radiador, obturando el circuito de ventilación. El motor se había calentado. Y el humo ya escapaba por el capó. Esta vez, estaba jodido.

En ese instante, apareció un panel de señalización: simplon dorf. Sin reflexionar, apagué los faros y tomé ese enlace en el preciso momento en el que el BMW aparecía por detrás. Los asesinos me vieron demasiado tarde; seguían por la carretera principal. A mi espalda, escuché un frenazo. Aunque apenas controlaba el coche, acababa de ganar algunos segundos.

Un claro, lleno de excavadoras, bulldozers y materiales de construcción. De un volantazo, tomé esa dirección gracias a la inercia del coche.

Me vi frente a un montón de tablones llenos de nieve. Cerré los ojos y dejé que el coche siguiera. Otra vez, un golpe. De nuevo, el eco de la colisión en mi cuerpo. Abrí la puerta empujándola con el hombro, tosí y me propulsé hacia fuera.

El frío del suelo fue la primera sensación que noté. Me levanté apoyándome sobre una rodilla y me metí detrás de una cantidad de piedras sillares. Libertad condicional. Tomé conciencia de la noche, del silencio. Ya no nevaba; la temperatura había bajado considerablemente bajo cero.

Las puertas de un coche se cerraron de golpe.

Arriesgué una mirada; nadie. ¿Huir a través de los bosques? ¿Alcanzar el pueblo? ¿Qué posibilidades tenía de despertar a alguien antes de que me encontraran? El miedo volvió a apoderarse de mí. Empecé a tiritar. En mis cejas y en mis cabellos se formaban cristales blancos. Me estaba helando, inmovilizado. Tanteé mis bolsillos y encontré un par de guantes de látex que me puse torpemente.

Los conocimientos acerca del proceso de muerte por congelación acudían a mi memoria. Los misioneros del Gran Norte, unos oblatos que conocí en el seminario de Roma, me lo habían descrito varias veces. Primero, tiritabas: era una buena señal, el cuerpo respondía, trataba de calentarse. Luego eras incapaz de luchar contra el frío. A partir de entonces perdías un grado cada tres minutos. Ya no tiritabas. El corazón latía más lentamente y no irrigaba la superficie de la piel ni las extremidades. La muerte blanca rondaba. Una vez que perdías once grados de temperatura, el corazón cesaba de latir pero ya estabas en coma.

¿Cuánto tiempo me quedaba?

Otra ojeada. Esta vez los vi. Caminaban con precaución, fusil en mano. Llevaban largos abrigos de piel negra. Una nube cristalina se escapaba de sus labios. Uno de ellos se golpeó contra el ángulo de un bulldozer. Pareció no reaccionar, anestesiado por el frío. También ellos se estaban helando. Los tres habíamos caído en la misma trampa. Prisioneros de la noche y pronto petrificados como estatuas.

Debía moverme. Hacer cualquier cosa para entrar en calor. Incliné el torso de atrás hacia delante y, repitiendo ese movimiento varias veces, me dejé caer con los codos en la nieve, en silencio. Reptar hasta los pinos para, al menos, protegerme del viento. Unos pasos muy cercanos. Rodé sobre mí mismo y traté de coger la automática. Tuve que agarrar la culata con las dos manos; mis dedos ya no respondían.

De pronto, el surco granate de una mira telescópica. Levanté la cabeza; el asesino estaba ahí, fusil en mano. De su pasamontañas salía un vaho, formando una aureola azulada.

Cerré los ojos e hice lo que cualquier hombre hace en tales circunstancias, ya sea o no cristiano: recé. Llamé con todas mis fuerzas al Señor en mi ayuda.

Una voz se elevó.

Wer da?

Volví la cabeza. Percibí, con lágrimas en los ojos, las linternas, los galones plateados. ¡Una patrulla de aduaneros suizos! Miré otra vez hacia delante; el asesino había desaparecido.

Oí pasos rápidos ahogados. Palabras en alemán. Ruidos de motor. La persecución seguía, pero esta vez, con los cazadores en el papel de la presa. Los aduaneros no habían visto mi coche bajo los tablones.

Conseguí deslizar mi automática en el bolsillo y luego colocarme boca abajo. Apoyando los codos en la nieve, con las piernas muertas, repté hasta el coche. Ya no sentía ni mi cuerpo ni el frío. Por fin, la portezuela. De espaldas al chasis, subí al coche como un paralítico que ya no puede valerse de sus miembros inferiores. Instalado en el asiento, palpé el espacio debajo del volante buscando la llave de contacto. Con las dos manos la hice girar y ocurrió otro milagro: el ruido del motor. El impacto de la colisión debía de haber hecho saltar el hielo del radiador.

La calefacción se puso en marcha. De un codazo, la puse al máximo. Acurrucado cerca de las rejillas, con las manos estiradas, esperé que llegara el calor y activara la sangre bajo mi piel. Poco a poco, tomaba conciencia del silencio a mi alrededor. El bosque abandonado. Y, sin duda, la frontera a pocos kilómetros.

Cuando por fin pude mover los dedos de las manos y de los pies, puse la marcha atrás y logré salir del montón de maderas. Las otras patrullas no tardarían en aparecer. Di media vuelta, puse primera y me largué de la zona de obras.

Unos minutos más tarde, conducía hacia Italia. El motor no tenía mucha fuerza, pero funcionaba. ¡Y estaba vivo, indemne!

Aunque en un callejón sin salida.

No tenía ninguna posibilidad de cruzar la frontera con un coche en semejante estado.

Atravesé un pueblo llamado Gondo y vi un sendero que descendía en diagonal; sin duda hacia un río o un sotobosque. Seguí bajo los pinos y sentí que el viento se calmaba: había encontrado un abrigo.

Me detuve, dejé el motor funcionando con la calefacción al máximo. Salí con pasos torpes y cogí del maletero mi bolsa de viaje. Me quité la parka, me puse dos jerséis, y encima el chubasquero. Un gorro, guantes -de verdad- y varios pares de calcetines. Me senté en el asiento delantero, lo más cerca posible de las rejillas de ventilación, que soltaban un aire caliente que apestaba a aceite de motor.

Cuando entré en calor, cogí mi móvil del fondo del bolsillo y marqué el número de Giovanni Callacciura. En italiano, murmuré a su contestador:

– Llámame en cuanto escuches este mensaje. ¡Es urgente!

Luego me acurruqué en el asiento, frente al débil chorro de aire caliente. No pensaba. Solo experimentaba una sensación: la vida. Con eso tenía más que suficiente. Me quedé dormido, abrazando el móvil como si fuera una almohada minúscula.

54

La luz del día me despertó. Me enderecé con los ojos medio abiertos. La vista era deslumbrante. Entre las montañas, el disco solar despuntaba como una herida sangrante. En lo alto, las nubes cortaban las crestas. A mi alrededor la nieve había desaparecido, reemplazada por pendientes de hierba alfombradas de hojas muertas.

Miré el reloj: las siete y media de la mañana. Había dormido cuatro horas. Callacciura no me había devuelto la llamada. Marqué otra vez su número. De ahí en adelante el teléfono funcionaba con una red italiana.

Pronto?

– Soy Mathieu. Te dejé un mensaje anoche.

– Acabo de despertarme. ¿Ya estás en Milán?

Le relaté mi aventura e hice un resumen de la situación: mi coche acribillado a balazos, mi aspecto de vagabundo, la imposibilidad de cruzar la frontera.

– ¿Dónde estás, exactamente?

– A la salida de un pueblo, Gondo. Hay un sendero a la derecha. Estoy al final.

– Te llamo dentro de unos minutos. Capito?

En el fondo del bolsillo encontré mi paquete de Camel. Encendí uno con delectación. Recuperé la lucidez y con ella, las preguntas que me acosaban. ¿Quiénes eran mis agresores? ¿Por qué me atacaban? Solo tenía una certeza: mis perseguidores no tenían nada que ver con el asesino de Sylvie Simonis. Por un lado, dos profesionales. Por el otro, un homicida en serie, prisionero de su locura.

Mi móvil vibró.

– Sigue mis indicaciones al pie de la letra -dijo Callacciura-. Vuelve a la carretera principal, la E62, y conduce durante un kilómetro. Allí verás un aljibe sobre el que está escrito contozzo. Aparca detrás y espera. Dos maderos de civil irán a buscarte dentro de una hora.

– ¿Por qué unos maderos?

– Te escoltarán hasta Milán. Sigue en pie nuestra cita a las once.

– ¿Y mi coche?

– Se ocuparán de él. Coge tus bártulos sin mirar hacia atrás.

– Gracias, Giovanni.

– De nada. Esta noche he recibido otros datos relativos a tu caso. Tengo que hablar contigo.

Colgué. Otro cigarrillo. A pesar de las borrascas, que penetraban en el habitáculo, el motor seguía funcionando; y con él, la calefacción. Salí del coche para orinar. Mi cuerpo estaba paralizado por las agujetas pero la vida seguía su curso.

Tomé por un camino y noté que la sangre y los músculos se calentaban. Sentí vértigo. El hambre. Vi un río, más abajo. Bebí largos tragos helados, disfrutando del desayuno más puro del mundo.

Arranqué el coche nuevamente y salí hacia el lugar de la cita. Me aposté al pie del aljibe y dejé que el motor roncara, una vez más. Una hora y tres cigarrillos se consumieron. Ni aduaneros ni granjeros curiosos a la vista. Pero reflexiones, a espuertas.

Todo se agolpaba en mi cabeza. La culpabilidad de Sylvie Simonis. La doble identidad de Sarrazin-Longhini. El asesinato de Sylvie. La aparición de un crimen idéntico en suelo italiano, firmado por una culpable que había confesado. Y ahora esos asesinos… Un auténtico caos donde cada respuesta planteaba una nueva pregunta.

Un detalle me llamó la atención. En un impulso repentino, marqué el número de Marilyne Rosarías, directora de la fundación Bienfaisance. Ocho menos cuarto. La filipina debía de salir de sus oraciones matinales.

– ¿Quién habla?

Desconfianza y hostilidad, un manojo de nervios.

– Mathieu Durey -dije aclarándome la voz-. El madero. El especialista.

– Menuda voz. ¿Sigue todavía por aquí?

– Tuve que marcharme. Usted no me lo contó todo la última vez.

– ¿Me acusa de mentirle?

– Por omisión. No me dijo que Sylvie Simonis había ido a buscar consuelo en Bienfaisance después de la muerte de su hija en 1988.

– Tenemos la obligación de respetar la intimidad.

– ¿Cuánto tiempo permaneció en la fundación?

– Tres meses. Venía por la noche. Por la mañana se iba a su trabajo.

– ¿En Suiza?

– ¿Qué es lo que busca aún?

De pronto, una convicción: Marilyne estaba al corriente del infanticidio. Fuera porque había escuchado las confidencias de Sylvie o porque había adivinado la verdad. Tanteé el terreno.

– Quizá Sylvie trataba de olvidar sus faltas.

Silencio. Cuando Marilyne volvió a tomar la palabra, su voz era más grave.

– Sylvie fue perdonada.

– ¿A qué se refiere?

– Hiciera lo que hiciese, imploró perdón al Señor y fue escuchada.

– ¿Trabaja usted en las oficinas del purgatorio?

– No se ría. Sylvie fue perdonada. Tengo la prueba de lo que afirmo, ¿comprende?

Vi aparecer a quinientos metros un coche patrulla gris, marca Fiat, sin mampara divisoria; estaba en un estado solo algo mejor que mi coche. Mi escolta.

– Volveré a visitarla -la previne.

– No tengo nada más que decirle. Pero rezaré por usted. Tiene demasiada ira en su interior para poder comprender esta historia. Debe estar totalmente purificado para enfrentarse al enemigo que lo espera.

– ¿Qué enemigo?

– Lo sabe perfectamente.

Colgó. El Fiat había llegado. La conversación con los maderos italianos se redujo al mínimo. Los dos hombres debían de haber recibido instrucciones. Ni una palabra sobre el estado de mi coche. Ni sobre mi situación de francés errante, perdido a unos kilómetros de la frontera. Cogí mi bolsa y dije adiós a mi cacharro, acompañado de un emotivo sentimiento de pesar hacia mi aseguradora. Declararía que me lo habían robado, sin entrar en detalles.

Cruzamos el puesto fronterizo italiano sin problemas. Repanchigado en el asiento de atrás, contemplaba el paisaje. El mismo que en el lado suizo, pero tenía la impresión de haber atravesado un espejo, de hundirme en el reflejo italiano de las montañas que había admirado al alba. Los torrentes me saludaban y los puentes, cada vez más numerosos, reemplazaban a los túneles. Elevadas estructuras suspendidas por cables. Colosos de hormigón hundidos en el agua, arcos de fibra de formas afiladas. Ya no pensaba. Solo sentía los latidos sordos de mi cuerpo magullado. No tardé en quedarme dormido.

Cuando desperté habíamos dejado atrás Várese. Ya no había torrentes ni pinos. Avanzábamos velozmente por la autopista A8. La enorme llanura de Lombardía parecía correr en línea recta hasta Milán.

A las diez y media, llegamos a las inmediaciones de la ciudad industrial. Tráfico intenso. Mis acompañantes no conectaron la sirena. Tranquilos, silenciosos, impenetrables, me recordaban a los guardaespaldas con los que me había cruzado en Milán, los que protegían a los jueces de la operación Marti pulite.

Milán era fiel a mis recuerdos.

Ciudad plana, rectilínea, oscura y luminosa al mismo tiempo. Una leve melancolía planeaba a lo largo de las avenidas, pero no estaba dedicada al amor o a alguna edad romántica, sino a una pasada era industrial. Allí no se echaban de menos la quietud del lago, los amores atormentados, sino el desarrollo de los años sesenta, el ruido de las máquinas, los tiempos de los imperios Fiat y Pirelli. En ese valle, donde el viento estaba siempre ausente, flotaba aún aquel viejo sueño del patrón capitalista, aislado en su mansión moderna, acariciando el proyecto de construir un mundo nuevo, lleno de engranajes, de humo y de liras.

Corso Porta Vittoria.

El palacio de justicia era un templo macizo, con esbeltas columnas de base cuadrada. Toda la plaza parecía seguir esa estricta geometría. Las cabinas telefónicas, colocadas en ángulo recto entre los adoquines; los rieles de los tranvías naranja, perpendiculares a las líneas del palacio.

Las once en punto. Salí del coche y franqueé el umbral del New Boston, justo enfrente del palacio, en la esquina de la calle Carlo Freguglia.

Cada paso que daba me parecía un milagro.

55

– Se te ve en plena forma.

Giovanni Callacciura practicaba ese humor absurdo que se expresa en un tono normal, sin mover ni una pestaña. Era un italiano del norte, lleno de vigor y salud; frente grande y bigote fino posado sobre una boca enfurruñada. Vestido de Prada de pies a cabeza, era más delgado de lo que su rostro redondo hacía suponer. Ese día llevaba un pantalón recto de lana gris, un jersey de cachemira marrón con cuello redondo y una chaqueta guateada azul marino. Parecía salido de un escaparate del Corso Europa.

Le señalé la silla frente a mí. El ayudante del fiscal se sentó mientras pedía un café. El New Boston era una gelateria típica: larga barra de cinc, olores mezclados de café y mermelada, paninis y cruasanes colocados en hondas fuentes cromadas. Los asientos eran color cereza y los manteles rosa. Las mesas redondas parecían unas pastillas tamaño gigante para la garganta.

– Cuéntame tu noche de locura -dijo quitándose las gafas de sol.

– Tú primero. ¿Sabes si esos tipos han sido detenidos?

– Han desaparecido.

– ¿Desaparecido? ¿A unos kilómetros de la frontera?

– Que yo sepa, tú lograste esconderte en el fondo de un sotobosque.

Bebí un sorbo de café. Puro extracto de tierra quemada. Observé el cruasán de chocolate que había pedido y que de momento no había tocado.

– ¿Se puede fumar aquí? -pregunté.

– Por ahora, sí.

Callacciura cogió un purito, luego empujó el paquete de Davidoff hacia mí. También me serví uno. Las advertencias continuaban de este lado de la frontera: fumare uccide. El magistrado observó mis dedos amoratados por el frío.

– ¿Quieres ver a un médico?

– Estoy bien.

– ¿Qué pasó anoche?

Le hice un resumen del trayecto persecución, añadiendo detalles significativos: la profesionalidad de los asesinos, el fusil de asalto… Nada que ver con los atracadores de fronteras. Sin darme un segundo para tomar aliento, Giovanni ordenó:

– Háblame de tu investigación. La que te ha traído hasta aquí.

Le conté el asesinato de Sylvie Simonis, el infanticidio catorce años atrás, el vínculo misterioso que unía los dos crímenes. Mencioné también mi asociación con Sarrazin-Longhini, el gendarme vengador del que solo me fiaba a medias. Para no aumentar su confusión, omití el punto de partida de la pesadilla: Luc Soubeyras y su intento de suicidio.

Callacciura guardó silencio durante un buen minuto. Abría y cerraba las patillas de sus gafas de sol, con el purito en la boca.

– Parece difícil hacer coincidir todo eso -dijo por fin.

Me masajeé la nuca, dolorida todavía por la colisión.

– Sobre todo cuando me agacho.

No se tomó la molestia de sonreír. Hundió la mano en su maletín y colocó sobre la mesa un portafolios rojo bastante delgado.

– Es todo lo que tengo. Milán está lejos de Sicilia. Ayer, cuando me hablaste de tu historia, no caí en la cuenta. En realidad, el asesinato tuvo bastante repercusión hace dos años. Al principio se pensó que se trataba de uno de esos crímenes salvajes propios de Sicilia. Pero todo cambió al descubrir la personalidad de la asesina.

– ¿Es decir?

– Es una larga historia. Una historia italiana. La descubrirás tú mismo. En Catania no tendrás ninguna dificultad para enterarte de todos los detalles.

– Hazme un resumen de los hechos.

El italiano terminó su café de un sorbo.

– Agostina Gedda era una enfermera normal y corriente que vivía en Paterno, en la periferia de Catania. Se había casado con Salvatore, un amigo de la infancia, instalador de cables eléctricos. Nada extraño. De repente, el año pasado, ella lo mató. Con extrema crueldad.

– ¿Su móvil?

– Nunca ha querido explicarse.

– ¿Estás seguro de que se encuentran los mismos elementos que en mi caso?

– Segurísimo. Las descomposiciones. Los insectos. Las mordeduras. La lengua cortada. Se menciona hasta el liquen bajo la caja torácica. ¿Te suena?

Asentí. ¿Cómo era posible que dos asesinatos tan similares hubieran sido cometidos por dos personas distintas? Había muchos detalles que no encajaban. Proseguí:

– Un asesinato de ese tipo exige conocimientos específicos, materiales de difícil acceso.

– Agostina era enfermera. Tenía acceso a las sustancias ácidas. En cuanto a los insectos, ella pretende haberlos recogido de la carroña de los animales, en los basureros. Es difícil de verificar.

Tendí los dedos hacia el expediente. Callacciura puso su mano encima.

– También debo prevenirte.

– ¿De qué?

– En el fondo de este caso hay un elemento… místico.

En su lugar, yo habría dicho maléfico.

– La pasma no es la única que está en el asunto -continuó-. El poder religioso se interesa en el caso de Agostina.

– ¿Qué poder religioso?

– El único: el Vaticano. La Santa Sede se hizo cargo de la defensa de Agostina. Envió a sus abogados.

– ¿Por qué?

El ayudante del fiscal sonrió veladamente.

– Lo verás tú mismo.

Sacó un papel doblado de su bolsillo. Un billete electrónico de avión para Catania.

– Te he reservado un billete en clase business. Lo pagarás en el aeropuerto. Tienes medios, si mal no recuerdo.

– ¿Te preocupas por mi comodidad?

– Me preocupa tu aspecto. Podrás acceder al Caravaggio Lounge, el salón vip. Tiene duchas. Todo lo necesario para ponerte de punta en blanco.

Un sobre se materializó entre sus manos.

– Aquí tienes una carta para Michele Geppu, el jefe de la Questura de Catania. Él te abrirá todas las puertas.

Iba a darle las gracias pero Giovanni levantó la mano.

– Dejemos las efusiones a un lado. Ahora, ve a los aseos. Uno de mis hombres te espera. Le entregarás tu arma.

– Pero…

– No abuses de mi gentileza. Conoces las normas: un solo milagro a la vez.

Con estas palabras, se puso de pie y me guiñó un ojo.

– Quiero un informe detallado tan pronto como tengas novedades. -Simuló un escalofrío-. Soy un funcionario. ¡Tus historias de asesinatos me excitan!

56

Incluso bajo la ducha con el agua ardiendo no conseguía entrar en calor. Era como esos platos congelados que a veces trataba de cocinar: calientes por fuera pero helados por dentro.

En la sauna del salón Caravaggio, me afeité y me cambié de traje. Por fin tuve la suficiente lucidez para pensar en mi hipótesis del día: el asesinato de Sylvie Simonis abría la puerta a otra realidad, que superaba al asesinato ritual. Un saber prohibido, una lógica superior que exigía que se asesinara para preservarla. Esa era la razón por la cual habían intentado eliminarme. Luc había dicho: «He encontrado la garganta». Ahora iba camino de la garganta. No sabía qué significaba, pero mis perseguidores de aquella noche sí lo sabían.

En el avión, hojeé el expediente de Callacciura. Nada, aparte de lo que ya me había contado de viva voz. El cuerpo de Salvatore había sido descubierto al norte de Catania, en una obra abandonada. Agostina Gedda había sido detenida en su casa unas horas más tarde. No opuso ninguna resistencia y lo confesó todo ese mismo día. Pretendía haber robado los ácidos en el hospital y haber practicado las torturas en el mismo lugar donde se había descubierto el cuerpo. Los investigadores encontraron los frascos, las correas, los residuos orgánicos. Agostina no dio explicación alguna sobre las huellas de mordeduras, el liquen o la lengua cortada pero conocía esos elementos. No era posible que fabulara. ¿Por qué ese asesinato? ¿Por qué tanta atrocidad? ¿Tanta complejidad? La enfermera permaneció muda.

El portafolios también contenía las fotos de los protagonistas. Salvatore Gedda era un hombre joven de expresión dulce, con ojos claros y largas pesuñas. Agostina tenía un rostro delgado y bien proporcionado, con los cabellos negros y cortos. Unos ojos oscuros, brillando como el fondo de un tintero, una nariz respingona, la boca en forma de corazón. Su retrato era una foto antropométrica. Sin embargo, por encima de la placa que llevaba su nombre, la mujer resplandecía con una luminosidad y una inocencia que contrastaban violentamente con el contexto.

El avión empezó a bajar. Casi las seis de la tarde. La noche caía sobre Sicilia. Varios viajeros que ocupaban la fila de asientos opuesta a la mía, se inclinaban sobre las ventanillas. Algunos filmaban; otros tomaban fotos. Su entusiasmo me sorprendía. En la oscuridad, Catania no debía de ofrecer una vista extraordinaria, ya que era una ciudad construida con lava negra.

Después del aterrizaje, pasé la aduana y busqué las agencias de alquiler de coches. Nuevamente, la actividad del aeropuerto me pareció extraña. Unos equipos de televisión reunían su material. Unas patrullas de soldados atravesaban el vestíbulo a toda prisa. ¿Se me había escapado algo?

Escogí el único stand que no había sido asaltado por los reporteros. Opté por un modelo discreto, un Fiat Punto clase C, y firmé los formularios que me presentó el vendedor.

– ¿Conoce un buen hotel en Catania? -pregunté.

– No hay problema.

El hombre metió la mano bajo el mostrador y cogió un plano.

– ¿Periodista?

– ¿Por qué periodista?

– ¿No viene por la erupción?

– ¿La erupción?

El hombre se echó a reír.

– El Etna despertó ayer. Es una suerte que haya podido aterrizar. Mañana, la pista estará cubierta de cenizas. Sin duda, será el último vuelo en bastante tiempo.

– Usted no parece inquietarse.

– ¿Inquietarme? En absoluto. ¡Estamos acostumbrados!

Sin embargo, se había declarado el estado de emergencia.

Sobre la carretera, los carabinieri habían establecido controles para impedir que los vehículos tomaran la dirección del volcán. Encendí la radio y encontré una emisora de informativos. La erupción de ese 28 de octubre no era común. Hacía diez años que el volcán no alcanzaba tal intensidad. Se habían producido fisuras en dos laderas a la vez. Una primera erupción en la cara norte, hacia las dos de la mañana, había asolado la zona turística de Piano Provenzana, a dos mil quinientos metros de altura. Luego, otra fisura se había producido en la ladera sur, cerca de otro refugio situado por encima del pueblo de Sapienza. Ahora se hablaba de fallas gigantescas, que se abrían sobre dos kilómetros de anchura.

Apagué la radio. Me pareció escuchar un rugido sordo, acentuado por deflagraciones. Me detuve sobre el arcén lateral y agucé el oído. Sí, eran truenos breves, compactos. Las detonaciones del Etna en las tinieblas. Podía sentir las ondas sísmicas bajo la alfombra del coche.

Arranqué de nuevo, más fascinado que asustado. Según el plano, circulaba por el lado sur del volcán. Distinguí el resplandor rojo de una de las fallas, así como las fuentes y los ríos de lava en fusión que dibujaban regueros en medio de la noche.

Cuando el Etna estuvo a la vista, me detuve nuevamente. La carretera estaba llena de vehículos que circulaban a gran velocidad en los dos sentidos, con luces giratorias encendidas, sirenas que aullaban, en una atmósfera apocalíptica.

El volcán nevado estaba cubierto por un intenso halo naranja, que recordaba la yema de un gigantesco huevo aplastado. Por todas partes a su alrededor, los destellos agrietaban el cielo; partículas de fuego, salpicaduras de fusión, como lanzadas desde una catapulta. La lava fluía por las laderas; lenta, poderosa, insoslayable.

Yo estaba hipnotizado. Imposible no ver un presagio en esa erupción. El aliento del diablo me recibía. Pensé en el pasaje del Apocalipsis de san Juan:


El segundo ángel tocó la trompeta, y fue arrojada en el mar como una gran montaña ardiendo…


Entre las humaredas negras que se escapaban del cráter, se dibujaba un rostro: la faz deformada de Pazuzu, morro respingón, ojos inyectados. En los borbotones de vapores, el Ángel negro gesticulaba y me sacaba la lengua. Una lengua negra de carbón, agrietada, que lamía las llamas del volcán y me invitaba a acercarme hasta perderme en el fondo del cráter.

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Al despertar a la mañana siguiente, encendí la televisión. No tuve que buscar mucho para encontrar noticias sobre el volcán. La lava seguía su avance. El flujo de la ladera norte había descendido hasta mil quinientos metros de altura y tenía un frente de cuatrocientos metros. El pinar de Linguaglossa estaba en llamas, mientras que unos hidroaviones Canadair lanzaban agua sobre los árboles para tratar de frenar el desastre. En el sur, la amplitud de la lava superaba un kilómetro. La lluvia de ceniza había obligado a evacuar Sapienza. En ambos lados, los bulldozers levantaban diques de tierra para frenar el flujo de lava, mientras se rociaban los bordes, transformándolos en dos murallas frías.

Imágenes asombrosas. Los ríos incandescentes corrían sobre las pendientes, recorriendo varios metros por segundo. El magma en fusión chisporroteaba, rodaba, avanzaba, como una serpiente gigantesca, con un crujido de vidrio machacado; a veces explotaba y lanzaba géiseres de lava en medio de las tinieblas.

Eran las siete de la mañana. Todavía estaba oscuro. Encendí la lámpara de la mesilla de noche y observé mi habitación. Un espacio exiguo, que se estrechaba aún más por el efecto de los motivos del papel pintado. La cama tocaba el televisor, que a su vez rozaba las cortinas de la puerta que llevaba al baño.

Salí a la terraza. Mi cuartucho estaba en el cuarto piso. Vista magnífica sobre los tejados de Catania, que se entreveían bajo el azul de la aurora. Las antenas y las cúpulas semejaban lanzas y escudos de un ejército en marcha. Las ventanas, ya iluminadas, evocaban las ventanitas cobrizas de un calendario de adviento.

Encendí un Camel -me había abastecido en el aeropuerto-. Sonreí ante la belleza de aquella vista. No conocía Catania; en cambio había estado en Palermo. Sabía que Sicilia no es un fragmento desprendido de Italia, pero sí un mundo aparte, ancestral, cargado de gravedad y de silencio. Un mundo con sabor a piedra, salvaje, autónomo, quemado por el sol y la violencia.

Decidí desayunar fuera del hotel para familiarizarme con la ciudad. Antes de salir, monté las piezas de mi segunda automática, una Glock que había tenido que desmontar para pasar discretamente por el aeropuerto; los controles de metal no detectaban esta arma, hecha de polímeros. La guardé en su funda negra.

En el vestíbulo de la pensión, los equipos de reporteros ya estaban en pie de guerra. Los fotógrafos comprobaban su equipo. Unos cámaras metían baterías en sus bolsillos como si de municiones se tratara. Unos periodistas discutían, por teléfono, para conseguir pases.

Fuera, por el contrario, todo estaba tranquilo. En la oscuridad, los ornamentos de las fachadas, de los portales, de los balcones, sobrecargaban las estrechas calles. A esa decoración abigarrada se sumaban los coches aparcados, parachoque contra parachoque, subidos a las aceras, bordeando los muros, asediando los carteles que prohibían aparcar.

Localicé una trattoria con cristales de colores en las ventanas. Un café solo stretto y un cruasán relleno de mermelada me despejaron la mente. Mi prioridad: correr a la Questura. Esperaba que Michele Gepu me daría detalles sobre el caso Gedda y apoyaría mi solicitud para entrevistar a Agostina en la cárcel de Malaspina. A continuación, iría a husmear en los archivos de los periódicos para buscar artículos sobre el asesinato y el pasado de la siciliana. Callacciura había mencionado una «personalidad» y una «historia italiana». Me esperaba cualquier cosa.

Media hora, por lo menos, para encontrar mi coche en el caos de carrocerías y el laberinto de calles. Encontrar un Fiat Punto con la matrícula cubierta de polvo volcánico en una calle de Sicilia era una auténtica proeza.

Finalmente, hacia las ocho y media me puse en camino.

Ya había amanecido. En Catania, ciudad disuelta en el negro, no se distinguía ninguna diferencia entre los muros, las aceras y las calzadas. Se avanzaba por un mundo mineral, con relieves sordos, amortiguados, casi apagados. Únicamente, de vez en cuando surgía un jardín reverdecido detrás de un portal o una madona con la pintura descascarillada dentro de una hornacina. Pensé en lo que había leído sobre la ciudad antaño, cuando vivía en Roma, en II Corriere della Sera o en La Repubblica. Catania era la primera ciudad de Italia en cuanto a violencia; por tanto, es la primera de Europa. La mafia, con sus conflictos, sus actos, su carrera hacia el poder, reinaba como dueña y señora. Incluso una mañana, se había encontrado en la plaza Garibaldi, al pie de la estatua del héroe, la cabeza cortada de un hombre honrado que ya no gozaba de sus simpatías.

La circulación empezaba a volverse densa. Bajo un cielo de nubes bajas, reinaba una mezcla de pánico e indiferencia. Delante de cada iglesia los fíeles se agrupaban, se organizaban procesiones, se rezaba por la salvación de la ciudad. Por otra parte, los comerciantes, que barrían tranquilamente la ceniza acumulada en la puerta de sus tiendas, parecían estar tranquilos. En los terrados de los inmuebles las mujeres realizaban la misma maniobra mientras se lanzaban diatribas de una azotea a otra.

A las nueve, encontré la Questura. Los furgones salían a gran velocidad. Los carabinieri se daban prisa en el patio principal, con sus fusiles revestidos con una pintura ignífuga, color caqui. Pedí a un centinela que me indicara el camino y me señaló la oficina de prensa, para conseguir la autorización. Le mostré mi identificación; quería ver al jefe de policía en persona. Señaló el edificio al fondo del patio.

En la escalera, la misma agitación. Unos hombres bajaban los peldaños. Unas voces resonaban bajo los elevados techos. Una televisión berreaba aún con mayor fuerza. En el aire se percibía una tensión, una corriente de adrenalina que dominaba a todo el mundo.

En el último piso, encontré el despacho del jefe de policía. Pasé inadvertido por el despacho de la secretaria y me escabullí por la puerta siguiente; entré en una estancia tan amplia como un gimnasio, salpicada de amplias ventanas. Al fondo, muy al fondo, el jefe de policía leía sentado a su escritorio.

Sin darle tiempo de que notara mi presencia, atravesé la sala a grandes zancadas y saqué mi identificación tricolor. El policía alzó los ojos.

– ¿Quién es usted? -preguntó-. ¿De dónde sale?

Acento del sur. Las palabras rodaban por su garganta. Saqué la carta de recomendación. Mientras la leía, examiné con atención al hombrecillo. Ancho de hombros, llevaba un traje de color azul pavo real que parecía un uniforme de almirante. Tenía la cabeza calva, oscura, con una solidez casi agresiva y unos ojos negros que, bajo la franja continua de sus espesas cejas, brillaban como dos aceitunas. Después de haber leído la carta, colocó sus manos peludas sobre el escritorio.

– ¿Quiere ver a Agostina Gedda? ¿Por qué?

– Trabajo en Francia en un caso que podría estar relacionado con este.

– Agostina Gedda…

Repitió el nombre varias veces, como si acabaran de recordarle otra catástrofe ocurrida en la ciudad. Bajo sus cejas, los ojos volvieron a escrutarme.

– ¿Tiene algún tipo de autorización para investigar en Sicilia?

– Nada, excepto esta carta.

– ¿Y es urgente?

– Urgentísimo.

Se pasó la mano por el rostro y suspiró.

– Usted no parece estar al corriente, pero el Etna se nos está cayendo encima.

– No había previsto estas… circunstancias externas.

La puerta se abrió detrás de mí. El jefe de policía hizo un gesto de impaciencia. La puerta se cerró de inmediato.

– Agostina Gedda… -Su mirada sombría no cesaba de posarse sobre la carta-. El expediente está en Palermo. Las diligencias se llevan a cabo allí.

– Solo quiero verla.

– Este asunto no me gusta nada.

– No es un caso muy apasionante.

Dijo «no» con su frente mineral.

– Ahí hay algún misterio. Algo que no se ha resuelto.

– Puedo verla, ¿sí o no?

El policía no respondió. Seguía con los ojos fijos en la carta. Durante esos pocos segundos, se había vuelto a sumergir en el caso Gedda. Y era un baño que no parecía agradarle. Por fin, alzó las cejas y cogió una pluma.

– Veré qué puedo hacer.

– ¿Cree usted que tengo alguna posibilidad de verla… pronto?

Garabateó algo en el margen de mi carta.

– Conozco a la directora de Malaspina. Pero no hay que olvidar a los abogados de Agostina.

– ¿Son varios?

Posó en mí su mirada negra. Capté un brillo indulgente.

– Parece que conoce el expediente tan bien como yo.

– Acabo de llegar a Catania.

– Esa joven está protegida por los mejores abogados de Italia. Los abogados del Vaticano.

– ¿Por qué la Curia romana protegería a una asesina?

Suspiró nuevamente y colocó la carta a su derecha, al alcance de la mano. Detrás de mí la puerta volvió a abrirse. Esta vez, el jefe de policía se puso de pie.

– Estudie el expediente antes de ir a ver a ese fenómeno.

Atravesó la estancia a paso rápido. Unos oficiales lo esperaban en el umbral.

Volvió la cabeza y lanzó en mi honor:

– Déjeme sus señas. Lo llamaré hoy. Como muy tarde, mañana por la mañana.

58

Las nubes habían desaparecido. El cielo azul hacía que resaltara la zona, muy negra, del volcán. Me dispuse a ir a tomar un café cerca del cuartel general de los carabinieri. No sabía muy bien qué pensar de las promesas del jefe de policía. Existe un axioma universal: el rigor y la fiabilidad disminuyen a medida que se baja hacia el sur, como si esos dos valores se fundieran bajo el sol.

Llamé a información telefónica para conseguir la dirección del principal periódico de Sicilia, L’Ora. Luego volví al coche y descubrí la ciudad bajo el sol. Estábamos en pleno otoño pero era un otoño resplandeciente, cubierto por un polen luminoso. Sobre la ciudad oscura, esas finas partículas evocaban el azúcar glas sobre un pastel de chocolate. Catania, ciudad en blanco y negro donde la lava y el sol no cesaban de enfrentarse, de oponerse, pero también de responderse, produciendo reflejos perpetuos, salpicaduras incandescentes.

La circulación no mejoraba. Los controles policiales cerraban las vías de acceso al norte; los camiones de mantenimiento circulaban lentamente, retirando las cenizas de la calzada. Los atascos se acercaban a una commedia dell’arte: los automovilistas se asomaban por las ventanillas para insultar a los carabinieri, que les respondían con un corte de mangas.

Encontré los locales del periódico, en la via Santa Maria delle Salette. Tenían más en común con la arquitectura gubernamental, senado o palacio de justicia, que con una moderna redacción. Aparqué en cualquier sitio, para estar a tono, y franqueé el alto portal. Los archivos estaban en el sótano. Me dirigí hacia los ascensores, sorteando a varios grupos de periodistas que salían apresuradamente.

Todo lo contrario de lo que sucedía un piso más abajo. Calma total. La sala acristalada estaba tapizada de casilleros metálicos con ficheros abarrotados de sobres de papel manila. En el centro había un mostrador con mesas escasamente iluminadas y ordenadores. Volví a encontrar allí, en esa estancia en penumbra, la atmósfera que había visto a menudo en otros archivos donde me habían llevado mis investigaciones policiales o las relacionadas con mis misiones humanitarias. Provocaba la misma sensación de secretos dormidos, de panteón polvoriento, donde aún latía, muy débilmente, el corazón de los sucesos. Los arcanos del alma humana.

Un archivero me ayudó. Sobre cada pantalla, podía buscar por tema, por nombre, por fecha. El programa me indicaría el casillero que debería consultar. A partir de ahí, se trataba de sumergirse en montañas de papel.

Tecleé el nombre de Agostina Gedda. Apareció una entrada con fecha del año 2000. Unos segundos más tarde, el ordenador mostró otro año: 1996. Luego otro más: 1984. ¿Qué podía haberle sucedido a Agostina, con solo doce años de edad, para que le dedicaran diversos artículos en L’Ora?

Empecé por orden cronológico. Encontré en los compartimientos el sobre de 1984. Lo llevé hasta el mostrador y luego, con un ademán, le pregunté al dueño y señor del lugar, sentado detrás de su escritorio, si podía fumar. Inesperadamente, el hombre me contestó con una amplia sonrisa.

Con un cigarrillo en los labios, abrí el sobre. Contenía varios artículos recortados y fotos de una niña más bien enclenque. Algunas fotos la mostraban en una cama de hospital. En cuanto leí los títulos comprendí las alusiones de Callacciura y del jefe de policía. La asesina no era una mujer como las demás.

Agostina Gedda se había curado gracias a un milagro.

Un milagro de Lourdes.


L’Ora, 16 de septiembre de 1984


milagro en catania

¡Con doce años, en una noche se cura de una gangrena mortal!


Nuestra ciudad está acostumbrada a historias originales, a personajes extraordinarios, que hacen de Catania uno de los florones de Sicilia. La historia de Agostina Gedda es un nuevo ejemplo. Sí. ¡Suceden cosas maravillosas en nuestra ciudad!

En principio, Agostina Gedda es una muchacha como las demás. Hija de un carpintero de Paterno, en el extrarradio de Catania, es una niña dulce, aplicada, que saca buenas notas.

Sin embargo, un domingo de febrero de 1984, todo se tambalea. Cuando está jugando con amigos de su edad mientras sus padres están en la playa de Taormina, Agostina sufre una caída de diez metros y pierde el conocimiento. La niña es hospitalizada inmediatamente en la Clínica Ortopédica de la Universidad de Catania. Presenta facturas en las dos piernas, pero ninguna de sus heridas es mortal.

Agostina pasa cinco días en el hospital y luego vuelve a su casa, enyesada. Al cabo de dos semanas, empieza a sentir dolores. El pus supura en sus piernas. Vuelta al hospital. Los médicos le quitan inmediatamente el yeso. Las heridas no han cicatrizado; tiene gangrena.

Los especialistas ya hablan de amputación. Sophia, la madre de Agostina, se derrumba. El padre, al contrario, exige explicaciones. Los médicos no pueden pronunciarse. En realidad, saben que Agostina está condenada. Su muerte es cuestión de semanas. Incluso la amputación es una operación inútil…

En Paterno se crea un movimiento de solidaridad. De puerta en puerta, se organiza una colecta para regalar a Agostina un viaje que podría ser su última oportunidad: una peregrinación a Lourdes. Una conocida asociación italiana, la unita16, organiza periplos a la ciudad mariana. Si los Gedda aceptan, podrían incluir a Agostina en el próximo viaje…

El 5 de mayo, Agostina parte, por fin, acompañada por sus padres. Durante el viaje, la niña está contenta. ¡Es la primera vez que toma un barco y un tren! Todos se muestran amables con ella; le regalan golosinas, la colman de atenciones…

Pero en Lourdes, Agustina siente pánico. Todos esos enfermos, esos lisiados que recorren las calles, esas vitrinas llenas de estatuillas, esas enfermeras con velos azules. No comprende. ¿Por qué está allí? ¿La abandonarán en medio de esos discapacitados? Cuando la llevan a las piscinas, rechaza el baño, si bien luego la convencen y acepta. En contacto con el agua helada en esos estanques en los que la temperatura no pasa de los doce grados, Agostina lanza alaridos. No se baña más de un minuto.

De regreso a Paterno, la niña no mejora. Su peso no supera los diecisiete kilos. Cada día, la gangrena gana terreno. En julio, la familia festeja su cumpleaños. Agostina tiene doce años. Solo le quedan unas semanas de vida. Su madre ya confecciona la ropa que la acompañará a la tumba.

El 5 de agosto, a las ocho de la tarde, Agostina entra en coma. La sangre ya no circula por su cuerpo, lo que le provoca una anoxia cerebral. Sophia llama inmediatamente al médico. Cuando el hombre llega, se encuentra con una gran sorpresa: Agostina aparece de pie, apoyándose en el marco de la puerta. Ha conseguido caminar hasta la cocina. Su expresión ya no tiene la pálida gravedad de la enfermedad.

El médico ausculta a la niña. No hay duda: la gangrena remite. Durante los días siguientes, se la examina en Catania. El mismo diagnóstico. Agostina se está curando. Incluso muestra señales de cicatrización. ¡En una sola noche la pequeña se ha restablecido de un mal incurable sin mediar tratamiento alguno!

Para los habitantes de Paterno esta historia es muy conocida. La noticia del milagro se difunde como el sonido de las campanas a través de la ciudad. En Catania se comenta el prodigio mientras que los medios de comunicación de Italia ya se hacen eco de la noticia.

Sin embargo, monseñor Paolo Corsi, de la diócesis de Catania, se ha expresado con prudencia durante una conferencia de prensa: «Nos alegramos de la curación de Agostina. Es una magnífica historia de fe y de esperanza. Pero es necesario que pase tiempo, mucho tiempo, para que la Iglesia apostólica y romana se pronuncie sobre la realidad de un milagro».

Agostina ha reanudado una vida normal. Incluso ha vuelto al colegio a principios de septiembre como cualquier niño de su edad. Pero nadie ha olvidado que lleva el sello de una vivencia única. Cualquiera de nosotros, sea católico o no, está obligado a reconocer que una curación inexplicable se ha producido unas semanas después de la peregrinación a Lourdes. ¡Hasta los escépticos deben sacar conclusiones!


Encendí un cigarrillo y observé nuevamente las fotografías. Agostina, once años y medio, en la cama del hospital. Agostina sobre una silla de ruedas, rodeada por el comité de apoyo de Paterno. Agostina en Lourdes, formando parte de un gran cortejo de discapacitados.

Decididamente, la enfermera era un buen reclamo para los periodistas de L’Ora. Objeto de un milagro a los doce años, asesina a los treinta; una situación que no tenía nada de trivial. Mientras exhalaba una larga bocanada de humo, reflexioné. Presentía una lógica interna detrás de la contradicción de los hechos. Era imposible que acontecimientos tan antitéticos fueran solo fruto del azar.

Pasé al segundo sobre: abril de 1996.


L’Ora, 12 de abril de 1996


¡el milagro de agostina por fin reconocido!


Después de doce años de investigación, la diócesis de Catania y la Santa Sede reconocen que Agostina Gedda fue objeto de un auténtico milagro.


Una noticia que se esperaba desde hace casi doce años. En Sicilia, nadie ha olvidado la historia de Agostina Gedda, curada de una gangrena mortal en el espacio de una noche después de su peregrinación a Lourdes. Todo el mundo en Catania creía en el milagro, pero los miembros de la Iglesia católica expresaban sus reservas. Monseñor Corsi, arzobispo de Catania, había advertido: «Debemos ser muy prudentes. La Iglesia no desea dar falsas esperanzas a los creyentes. Y la medicina no es el terreno de la Iglesia. Para pronunciarnos, debemos llamar a otros especialistas, y sus exámenes llevarán años».

Doce años, nada menos, es lo que se ha necesitado para que un comité de expertos internacionales designado por la Santa Sede y, más tarde, una comisión del Vaticano, decidan finalmente sobre el milagro. En primer lugar, la curación ha sido ratificada no solo por un hospital de Catania sino también por la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes.

El doctor Ducholz, director de la Oficina, explica: «Antes de proclamar una “curación súbita e inexplicable”, debemos estar seguros del carácter incurable de la enfermedad y de la ausencia de tratamiento durante el proceso. Cuando la persona parece curada, esperamos varios años, de modo que podamos tener la seguridad de que la recuperación es definitiva. Solo entonces, en colaboración con la Iglesia, sometemos el expediente al Comité Médico Internacional, que reúne a una treintena de médicos, neurólogos y psiquiatras de todas las nacionalidades, sean católicos o no. Al término de un estudio en profundidad, esos especialistas aceptan o no el carácter inexplicable de la curación».

Una vez que los médicos han aceptado los hechos, la Santa Sede ha retomado el expediente y se ha encargado de la parte espiritual del mismo. Monseñor Perrier, obispo de Lourdes, comenta: «Para la Iglesia, la curación física es solo uno de los aspectos del milagro. Es el signo exterior de una curación más profunda sobre el plano espiritual. Es por ello por lo que siempre seguimos la evolución psicológica de la persona curada. Por ejemplo, rechazaríamos el caso de una persona que quisiera sacar dinero de su experiencia o que no manifestara ninguna fe después de su curación. En la mayoría de los casos, los que han sido objeto de un milagro tienen un itinerario espiritual sin fisuras, lo que demuestra que también han accedido a un estado superior».

Agostina Gedda responde a ese perfil. A lo largo de los años, la niña se ha convertido en enfermera y nunca ha dejado de ir a Lourdes para ayudar a los enfermos y a los peregrinos. Según la opinión general, Agostina es un ser lleno de dulzura, que no cesa de ayudar al prójimo.

Cuando la conoces te quedas asombrado por su discreción y su humildad. Hoy en día, con veinticuatro años, irradia una verdadera luz interior. Afincada en Paterno, comparte su vida con Salvatore, su marido, que trabaja de electricista. Ambos llevan una vida sencilla; viven de alquiler en un apartamento del CEP (Conzorzio Edilizia Popolare), una de las urbanizaciones de viviendas sociales de Paterno.

Hoy que su milagro ha sido reconocido oficialmente, ¿cómo vive Agostina sabiendo que es una elegida de Dios? Ella sonríe, algo confundida: «Mi curación no es una casualidad, pero al mismo tiempo, nada puede explicar esta intervención divina. Yo era una niña como cualquier otra. Apenas rezaba y tenía una visión muy ingenua de la religión. Después he pensado mucho en este misterio. Creo que, finalmente, mi historia es coherente con las Sagradas Escrituras. Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido. Una niña ha sido salvada, eso es todo».


La mujer de dos caras. Un título perfecto para una película. Mitad ángel, mitad demonio. ¿Cómo explicar que Agostina, elegida por Dios, se convirtiera en la zumbada torturadora de su marido? Otra vez, esa sensación extraña. Por un lado, los dos hechos no encajaban: eran completamente contradictorios. Por el otro, debía de existir un vínculo, todavía inconcebible, entre el milagro y el asesinato.

Por el momento, solo advertí un atisbo de respuesta a una pregunta pendiente: la unita16. ¿Por qué se interesaba Luc en esta asociación de peregrinaciones? Porque Agostina había viajado con la fundación. Hasta se había convertido en voluntaria asidua. ¿Qué buscaba Luc en el seno de esa organización?

Pasé a las fotos del sobre. Agostina a los quince o dieciséis años, haciendo una reverencia al papa Juan Pablo II. Agostina a los veinte años, empujando una silla de ruedas entre la multitud de Lourdes, llevando el velo azul de los voluntarios de la ciudad mariana. Finalmente, Agostina en su trabajo: tímida sonrisa y bata blanca. Una santa. Un ejemplo de humildad, que paseaba su bondad y su compasión por una vida cotidiana sin historia.


La una del mediodía.

Todavía sin novedades de Michele Geppu, el jefe de policía. Estaba solo en aquella gran sala, escondido en el pasado, al abrigo del presente: de la erupción, del estado de emergencia que chisporroteaba sobre mi cabeza.

Volví a los casilleros y di con el sobre «2000» de Agostina. Nada nuevo. El cuerpo de Salvatore encontrado en una obra. Agostina detenida en su casa. Su confesión completa pero sin una palabra sobre el móvil. Semejante sumario debería haberse concluido rápidamente. Sin embargo, Agostina seguía esperando el juicio. El procedimiento se dilataba. Intuí que sus defensores, los famosos abogados de la Santa Sede, habían puesto su grano de arena.

Había todavía más fotos del cuerpo tal como se había descubierto. Conocía las de Sylvie Simonis pero esas tampoco estaban nada mal. Miembros roídos hasta el hueso. Un hormiguero de larvas. Torso destrozado por las heridas. Crucifijo en la boca. Los equipos técnicos, todos con mascarilla, parecían titubear ante el cuerpo hediondo.

Alcé la vista; el archivero seguía la evolución del Etna, pegado a un pequeño televisor. Discretamente, deslicé las fotos bajo mi abrigo. En la guerra, como en la guerra. Una foto del cuerpo torturado, la foto antropométrica de Agostina y otra con su velo azul, en la que tenía un aire angelical. Clasifiqué los sobres nuevamente por orden cronológico y los coloqué sobre el mostrador. Saludé con la mano al amo del sótano.

Ahora quería ir a Paterno.

Necesitaba respirar el escenario de los hechos.

59

El CEP era un barrio de inmuebles de protección oficial, agrupados en bloques de cuatro. Ese tipo de urbanización había surgido en toda Italia durante los años cincuenta. Aquella masificación urbana me hacía pensar en una erupción volcánica que lo solidifica todo a su paso, como en Pompeya. El hormigón había petrificado la miseria, el paro, el aislamiento de las clases desfavorecidas.

No faltaba ni un solo detalle. Fachadas con el revestimiento sucio, parques que parecían terrenos baldíos, árboles descarnados enmarcando las vetustas áreas de recreo, huertos que, anejos a los aparcamientos, se convertían en el lugar donde iban a morir los chasis de los coches. Seguí mi camino, pasando al lado de farolas rotas y campos de fútbol sin hierba. No era un barrio dejado de la mano de Dios y carente de porvenir. Era un mundo en el que la muerte se había instalado a perpetuidad. El único futuro.

Divisé una capilla prefabricada, con el tejado de chapa ondulada, que lindaba con un vertedero. Imaginé a los habitantes del barrio rezando por la recuperación de Agostina y contribuyendo para el viaje a Lourdes. La imagen fue como una revelación. El recuerdo de las palabras de Agostina en su entrevista: «Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido». Del mismo modo, no existía un barrio más apropiado para acoger la historia de Agostina. Porque nada, absolutamente nada, caracterizaba a Paterno.

Allí se rozaba la esencia de la tradición católica: la del nacimiento en el establo, la de la limosna y los pies desnudos. La que proclama que «los que tienen hambre serán saciados», «los que lloran serán consolados», que la miseria en la tierra daría paso a la felicidad celestial.

Encontré el inmueble de Agostina: palazzina D, scala A. Su dirección estaba escrita debajo de su foto de identidad judicial. Bajé del coche. Había ido a respirar el lugar; sin embargo, comprendí inmediatamente que era la última cosa que podría hacer allí. La atmósfera era sofocante. El violento olor a azufre se había transformado en tempestad.

Un hombre surgió del inmueble, con el rostro envuelto en su bufanda. Me tapé la boca con el cuello de mi abrigo y corrí hacia él. Le pregunté qué pasaba. El hombre me respondió sin quitarse la bufanda.

– ¡Son las salittellas! Los montes de barro salino que rodean nuestro barrio. Cuando hay erupciones, los gases salen por todas partes. ¡Son nuestros pequeños volcanes particulares! ¡Todos los conocen en el barrio!

Tomé algunas fotos rápidamente y volví al coche, en busca de un rincón al abrigo de las emanaciones. Me detuve cerca de un área de juegos desierta, a algunas manzanas de distancia, donde el olor era más soportable. Un pórtico sostenía unos viejos columpios. Perfecto para una meditación solitaria.

Volví a mis pensamientos bajo un sonido de cadenas rechinando en el viento. El milagro de Agostina: no estaba seguro de creérmelo. Desconfiaba por instinto de las manifestaciones divinas espectaculares. Después de Ruanda, era un adepto a una fe estricta y sin concesiones, solitaria, responsable. Dios no intervenía en la tierra. Había dejado los medios a nuestra disposición. Había entregado Su mensaje, así como la libertad de caminar hacia Él. Resistir a las tentaciones, salir de la oscuridad, era asunto nuestro. En resumen, teníamos que apañarnos. Esa era toda nuestra grandeza: la posibilidad de «co-crearnos».

Por esa razón, desconfiaba de las intervenciones sobrenaturales. ¿El Señor escogía de repente a un elegido y realizaba un prodigio? Eso no tenía sentido en la doctrina cristiana. El único milagro que podía ocurrir, en lo cotidiano, era que el ser mortal se elevara hacia el Señor. Solo la fe podía superar nuestra condición. Por otra parte, era lo que ocurría en ese tipo de curaciones. El espíritu humano es más fuerte que la materia; con eso basta.

Agostina planteaba un problema distinto. El asesinato que había cometido y que pretendía haber cometido, lo cambiaba todo. Un milagro era siempre la historia de la salvación de un alma. Intuía la razón por la que el Vaticano había confiado el caso a sus abogados. No lo hacía para demostrar su inocencia, pues Agostina se declaraba culpable, sino para limitar los daños. El revuelo a su alrededor. La Santa Sede había cometido un error garrafal declarando oficialmente que semejante monstruo había sido objeto de un milagro. Era necesario tapar el escándalo.

Caía la noche. En la oscuridad, el césped se volvía resbaladizo, la ciudad se desdibujaba. Las cinco de la tarde. Y todavía sin noticias de Michele Geppu. Helado de la cabeza a los pies, decidí volver al coche y hacer varias llamadas.

Para empezar, Foucault.

– ¿Alguna novedad? -ataqué.

– No, Por el momento, la búsqueda internacional sobre los asesinatos no ha dado ningún resultado. Hay que esperar.

– ¿Y los entomólogos del Jura?

– Ni rastro.

– Olvídate del Jura. -Pensé en Sarrazin y en su susceptibilidad-. ¿Has averiguado si existía alguna relación entre la unita16 y Notre-Dame-de-Bienfaisance?

– Sí. Y no he hallado nada.

– Sigue buscando en la fundación. Sus peregrinaciones. Sus seminarios.

– ¿Qué busco?

– Ni idea. Encuentra la lista de viajes, la frecuencia, los precios. Hurga. ¡Qué sé yo!

Había hablado sin entusiasmo y Foucault debía de haberlo percibido.

– En el despacho -proseguí-, ¿todo bien? ¿El mar está en calma?

– Según cómo se mire. Dumayet me ha tirado de la lengua con respecto a ti.

La noche anterior había enviado a la comisaria un escueto SMS anunciándole que prolongaba mis «vacaciones». Semejante mensaje exigía explicaciones de viva voz. Pero ese día no había tenido ánimos.

– ¿Qué le has dicho? -pregunté.

– La verdad. Que no tenía ni puñetera idea de qué hacías.

Me despedí de mi adjunto y llamé a Svendsen, para que me informara de las novedades sobre el liquen, el escarabajo y también, sobre la búsqueda de otros cuerpos en estado de descomposición. El forense no había dado señales de vida. Por ello no me sorprendió que me dijera que los botánicos seguían trabajando, aunque sin lograr resultados. Consultaban inmensos catálogos de esencias y de cepas. En cuanto al escarabajo, los expertos habían confirmado la opinión de Plinkh y habían dado la lista de los criaderos. Ninguno de ellos estaba cerca del valle del Jura.

En cuanto a los cuerpos, el sueco había realizado varias llamadas. En vano. Había hecho circular un mensaje interno dirigido a todos los institutos forenses. Las respuestas no habían llegado aún. Le pregunté si era posible llevar a cabo una búsqueda semejante a escala europea. Svendsen refunfuñó, reticente, pero su «no» fue poco categórico. Sabía que se desviviría por lograrlo.

Finalmente, llamé a Facturator. Malas noticias. El titular de la cuenta suiza iba a buscar personalmente el dinero en efectivo. Nunca había hecho transferencias nominales a otra cuenta.

¿Quién era el beneficiario de esas sumas? En las circunstancias actuales, mi hipótesis del detective ya no se sostenía. ¿A quién enviaba Sylvie esas sumas desde hacía trece años? ¿Le hacían chantaje? ¿Hacía donativos para tranquilizar su conciencia? En mi situación, ya no me quedaban medios de saberlo.

Ultima llamada: Sarrazin. Ya llevaba un día de retraso según nuestro arreglo. El gendarme me había dejado dos mensajes durante el día.

– ¿Qué significa todo esto? -chilló-. ¿Has metido a otro madero en el ajo?

Era la primera vez que me tuteaba. Le respondí del mismo modo.

– ¿A qué te refieres?

– A los entomólogos. Me he enterado de que un madero parisino también anda husmeando. Cuidado, Durey. Juega limpio conmigo; de lo contrario, yo…

Corté su rabieta explicándole que, en efecto, uno de mis adjuntos redactaba una lista de los entomólogos del Jura. Esas investigaciones eran anteriores a nuestro acuerdo. Hoy mismo le había dado orden de pararlo todo. Sarrazin se calmó.

– Y tú, ¿tienes algo nuevo al respecto? -pregunté, devolviéndole la pelota.

– Nada. He vuelto a empezar desde cero. Pero tampoco he conseguido gran cosa. Solo aficionados de la región. Jubilados, estudiantes. Nada que encaje con el perfil.

La cosa se encallaba aún más. Sin embargo, las palabras de Plinkh seguían dándome vueltas en la cabeza: «Está aquí. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles». Había que seguir buscando.

Sarrazin me preguntó si tenía novedades. Fui evasivo. En el fondo, no quería compartir mis informaciones con el gendarme. Me frenaba una desconfianza inexplicable. Quizá la ecuación de Chopard: la ley del treinta por ciento. Prometí volver a llamarlo al día siguiente.

Recorrí la ciudad hasta la hora de la cena. De noche, las arterias de lava adquirían una apariencia fúnebre e imperial. Las callejuelas se abrían como fallas en la roca, revelando su misterio, sus tesoros. Catania, la ciudad negra, se mostraba bajo las farolas, vibrante, esmaltada, luminosa, como un noctámbulo que está en plena forma a la hora en la que todos los demás se van a dormir.

Busqué en vano un restaurante japonés: arroz, té verde, palillos. Finalmente cené en una pizzería, solo con mi móvil, que se negaba a sonar. Erguido en mi silla, haciendo oídos sordos a los ruidos de cuchillos y tenedores a mi alrededor, me concentré en otras sensaciones. Aromas de anchoa, de tomate, de albahaca. Arquitectura de madera oscura, decorada con caracoles, conchas y veleros dentro de botellas, evocando la gruta de un marino encallado. Mujeres vestidas de ante y terciopelo, con variaciones de tonos marrones como si fueran deliciosas castañas confitadas.

Salí del restaurante a las ocho. Geppu no llamaba. La impaciencia por conocer a Agostina me crispaba los nervios. Una clave me esperaba en la cárcel de Malaspina, lo presentía. O por lo menos, lo esperaba. Una revelación, una luz oblicua en ese laberinto incomprensible.

Regreso al hotel. Televisión. El Etna siempre en el punto de mira. Las fuentes de lava seguían brotando tanto en el norte como en el sur y la gente empezaba a sentir pánico, sobre todo en las ciudades del sur: Giarre, Santa Venerina, Zafferana Etneo… Miles de personas eran evacuadas, en medio de procesiones y oraciones.

Un especialista invitado al plato explicaba que la erupción tenía tres estadios: primero las ondas sísmicas; luego las explosiones de lava, de las que nadie podía prever su duración, y finalmente, las lluvias de ceniza. Las escorias que los ciudadanos habían limpiado hasta el momento no eran nada. Pronto, la región estaría cubierta por un espeso polvo negro. El hombre concluía, con una sonrisa: «Pero ¡en Caunia estamos acostumbrados!».

Era la palabra clave. Sin embargo, la violencia de esa erupción superaba todo lo que esos «acostumbrados» habían conocido. ¿Había que asustarse? ¿Temer la cólera del volcán? Una vez más, veía un presagio en esa atmósfera. El diablo me esperaba en alguna parte, en la estela del cráter.

Saqué el ordenador, el cable y la batería. Quería anotar mis últimas reflexiones de la urde y digitalizar las fotos que había cogido.

Por fin, el móvil vibró. Lo cogí de inmediato.

Pronto?

– Soy Geppu. Será mañana. Lo esperan en Malaspina a las diez.

– ¿No necesito una autorización firmada?

– Nada de autorización. Usted va por su cuenta.

– ¿No ha avisado a los abogados?

– ¿Quiere esperar un mes?

– Muchas gracias.

– De nada. Agostina le caerá bien. ¡Buena suerte!

El hombre iba a colgar cuando dije:

– Quería preguntarle un último punto. ¿Sabe si existían pruebas materiales contra Agostina?

Geppu se echó a reír. Más leña al fuego.

– ¿Bromea? ¡Sus huellas dactilares se encontraban por todas partes en el escenario del crimen!

60

Los reflejos del pavimento de piedra bajo el sol, como los de un espejo movido por dos manos invisibles. La acumulación de piedras dibujando pálidos tótems. Las llanuras estériles violadas por el resplandor insufrible del cielo. Cien metros más abajo, al pie del acantilado, el mar resplandecía con un millón de lágrimas que herían la retina con violencia. Todo el paisaje temblaba. Se diría que era el calor lo que desencajaba de ese modo el horizonte, pero la temperatura apenas superaba el cero. El polvo nublaba la vista.

Bajé la visera y traté de ver el extremo del camino que se perdía en la bruma. Eran más de las nueve. Había perdido tiempo a la salida de Catania. Otra noche había caído en la noche. La famosa lluvia negra del tercer estadio. Las calles estaban cubiertas por una espesa capa de ceniza. Los bulldozers trataban de despejar las calles y bloqueaban la circulación. Fuera de la ciudad era peor. Había que conducir con el limpiaparabrisas en marcha. La calzada estaba tan resbaladiza como una pista de patinaje y los controles se multiplicaban. A cuarenta kilómetros de Catania, había salido por fin de ese infierno, como un avión que se aleja de un cielo tormentoso.

Llevaba retraso. Según el mapa, todavía tenía que seguir la costa veinte kilómetros y luego tomar en dirección noroeste. Encontré cabañas, casas en ruinas incrustadas en las lomas; a veces aldeas, gris sobre gris, perdidas entre los recovecos de piedra. Más allá, urbanizaciones en construcción, abandonadas, que ya semejaban unas ruinas. Italia del Sur se había especializado en esas obras que nacían muertas, pretexto para todo tipo de especulaciones inmobiliarias.

Giré a la izquierda y me adentré en los campos. Ninguna señalización que mencionara la cárcel de Malaspina. El paisaje se modificaba. El desierto daba paso a una llanura apagada, erizada de juncos, de hierbas amarillas que recordaban un pantano desecado. Esas lenguas de tierra evocaban un agotamiento, un abandono que pasaba bajo mis párpados hasta hipnotizarme. Empezaban a picarme los ojos cuando, por fin, apareció el nombre de Malaspina.

Otra recta y siempre ese paisaje de planicies quemadas. De repente, la calzada se transformó en un camino sin asfaltar. Me pregunté si había pasado por una curva o una señalización sin darme cuenta.

Otra vez el desierto. El paisaje se elevaba nuevamente. Los picos rocosos se erguían como esculturas rotas; las colinas mordían el horizonte, devoradas por una luz demasiado intensa. Aún no eran las once de la mañana y las sombras ya caían, densas, sobre la tierra estéril. Todo se volvía lunar, árido, resquebrajado.

Empezaba a dudar seriamente de haber escogido bien la carretera cuando apareció, apenas visible, la cárcel. Un rectángulo de tres pisos, como aplastado al pie de las laderas. La carretera continuaba recta y terminaba en el presidio. Ningún otro camino ni para entrar ni para salir.

Dejé el coche en el aparcamiento. Fuera, el viento y el polvo me abofetearon. El calor del sol y las ráfagas invernales se anulaban entre sí para ofrecer una temperatura neutra: ni cálida ni fría. Sabor a ceniza en el gaznate. Arbustos arrancados de raíz que se enredaban en mis piernas. Me puse las gafas de sol.

Lancé una mirada alrededor y me detuve sobre un punto fijo. No podía creer lo que veía. Encima de una cornisa se recortaban tres siluetas negras. Aunque se trataba más bien de siluetas entrevistas, perdidas en el aire blanco. En pleno desierto, esos hombres me observaban. ¿Centinelas? Usé mi mano de visera y entrecerré los párpados. Mi sorpresa se volvió opresiva: sacerdotes. Tres alzacuellos, tres sotanas restallando en el viento, coronadas por caras pálidas, sin edad, habitadas por la muerte. ¿Quiénes eran esos espantapájaros?

Con un ruido de chatarra, el portal de la cárcel pivotó. Me volví y vi una sombra triangular abriéndose hacia mí. Eché una última ojeada a los religiosos; habían desaparecido. ¿Había sido un espejismo? Corrí hacia la puerta temiendo que la cerraran antes de que pudiera entrar.

Todos los presidios se parecen. Una muralla ciega, perforada con troneras, miradores coronados por centinelas, frisos de alambradas de espino o de cristales rotos en el remate de los muros. La penitenciaría de Malaspina era fiel a las normas, con la opresión añadida del desierto. Huir es siempre ir a alguna parte. Aquí, literalmente se estaba en «ninguna parte».

Dije mi nombre en la recepción y pasé varios controles, recorrí pasillos indistintos, crucé despachos. La única nota diferenciadora eran los colores de los barrotes, las rejas, las puertas. Amarillo, rojo, azul, siempre deslucidos, siempre desconchados, que intentaban alegrar el sitio pero maquillaban mal la monotonía y el desgaste que saltaban a la vista.

Me hicieron esperar en un vestíbulo, cerca de un patio protegido por una doble reja. A través de los barrotes divisaba a las reclusas que caminaban del brazo, sin duda hacia el comedor; se acercaba el mediodía. Vestidas con chándal, tenían ese aire relajado de un día de domingo en casa; un domingo que duraba años. Con el rostro ladeado, repitiendo las mismas reflexiones, las mismas confidencias que el día anterior y el siguiente. También el cuadrado de cielo tenía rejas. En las prisiones, el patio no es una abertura sino una manera de poner las cosas en su sitio. Simplemente, se te recuerda lo que has perdido.

Pasos. Una mujer venía hacia mí, ataviada con un uniforme verde oliva, con un gran juego de llaves en la cintura. Caminaba todavía cuando me soltó:

– Llega con retraso.

Luego se presentó, pero no entendí ni su nombre ni su grado. Estaba demasiado impresionado por su sensualidad. Una mujer con el cabello castaño oscuro, rostro mate, boca carnosa, cejas espesas, que desprendía verdaderas ondas magnéticas. Quizá eran sus formas encerradas en el tabú del uniforme o su rostro de una belleza dura y mirada cobriza, pero me había provocado vértigo.

Esas cejas, esos rasgos agrestes, eran como promesas; el preámbulo de un pubis amplio y frondoso. Imaginaba su cuerpo color tabaco rubio, con las negras areolas de los senos y el triángulo oscuro del sexo. Lo suficiente para partirme el alma.

– Perdone, ¿qué decía?

– Soy la directora. Lo recibo porque conozco a Michele Geppu y confío en él.

– ¿Agostina Gedda está de acuerdo en verme?

– Ella siempre está de acuerdo. Le encanta exhibirse.

– ¿Cuánto tiempo me concede usted?

– Diez minutos.

– Es poco.

– Más que suficiente para que se haga una idea del personaje.

– ¿Cómo es?

La directora sonrió. Una punzada dolorosa se hundía en mi bajo vientre. Un deseo de una violencia extraña. Por encima de esa sensación, despuntó una idea: la llanura árida, los tres sacerdotes, esa mujer excitante. Una «tentación del desierto» representada en tres actos, solo para mí.

La directora respondió, con esa voz grave tan frecuente en las italianas:

– Solo puedo darle un consejo.

– ¿Cuál?

– No escuche sus respuestas. Nunca hay que escucharla.

Su consejo era absurdo: estaba allí para interrogar a Agostina.

– Es un mentiroso. El demonio es un mentiroso -añadió.

61

El locutorio. Una gran habitación con las paredes desnudas y algunas pequeñas mesas y sillas de escuela esparcidas aquí y allá, también descoloridas. Unas claraboyas en lo alto, abiertas hacia la luz del mediodía. La decoración se limitaba a una cruz colgada en la pared que tenía enfrente, un reloj y un cartel que rezaba prohibido fumar. La sala estaba vacía.

La guardiana cerró la puerta con llave detrás de mí. Me quedé solo; di algunos pasos mientras esperaba. Sentía una suavidad muelle y blanda bajo los pies. El suelo estaba tapizado de arena. Noté las finas capas acumuladas en los ángulos de las ventanas y en los rincones de la estancia. El polvo entraba en la habitación a través de las ranuras de otra puerta cerrada, que probablemente daba directamente al desierto.

Ruido de cerrojos. Pasos. Muy a mi pesar, apreté los puños. No debía perder la sangre fría. Conté hasta cinco antes de volverme.

La carcelera ya estaba echando la llave. Agostina se sentó, serena y erguida. Llevaba una blusa azul cielo. No sabía exactamente qué me esperaba, pero ciertamente no era esa fuerza, ese poder deslumbrador.

Agostina resplandecía como una santa.

Me acerqué y experimenté una calidez reconfortante. Como si Agostina hubiera sido tocada por una fuente indecible de la que aún se percibía su impronta. ¿La huella del milagro que la había salvado? Luché contra esa impresión. Estaba allí para interrogar a la asesina de Salvatore Gedda, no a una elegida de Dios.

Retiré una de las sillas y me senté. Un recuerdo acudió a mi mente: los comentarios de los escépticos en la época de las visiones de Bernadette Soubirous. Los alguaciles, los policías que se negaban a creer en las revelaciones reverenciaron a la joven mujer cuando la conocieron: «Su rostro es como el signo exterior de su encuentro divino, un reflejo».

Estábamos frente a frente. Agostina Gedda sonreía. Parecía más joven que en las fotos; no más de veinticinco años. Pequeña, menuda, transmitía involuntariamente cierta fragilidad. En cambio, su fisonomía estaba claramente dibujada. Iris negros, centelleantes, a la sombra de unas cejas altas. La nariz respingona, traviesa. La boca roja, claramente delineada, pequeño fruto posado en una copa de azúcar glas. Su piel pálida parecía acentuada por los cabellos negros y cortos que enmarcaban esa delicada imagen.

Abrí la boca pero Agostina se me adelantó.

– ¿Cómo se llama?

La voz era débil, suave, pero desagradable. Le respondí en italiano.

– Me llamo Mathieu Durey. Soy policía de la Brigada Criminal de París.

– Es un cambio -dijo, en tono seco y haciendo un pequeño mohín divertido-. Aquí, solo vienen a verme los curas.

Le puse delante la foto de Luc. Primero quería cerciorarme.

– No soy el primer policía francés que conoce. Este vino a verla, ¿verdad?

– Él no era como usted. Yo no le interesaba.

– ¿Qué es lo que le interesaba?

– Lo sabe perfectamente.

Unas imágenes pasaron delante de mis ojos. Pazuzu y su morro de murciélago. Un ángel con cabeza de fauno y grandes alas rotas. El hombre de levita y sombrero de copa con los ojos inyectados. Los perros aullando, las abejas rugiendo como una banda de sonido. Me aclaré la voz y reanudé la conversación.

– ¿Me permite unas preguntas?

– Eso depende de lo que quiera saber.

– Sobre el caso de abril de 2000.

– Ya se lo conté todo a la policía, a los abogados.

– Hagamos una cosa: yo la interrogo y usted responde solo si quiere, ¿de acuerdo?

Ligero asentimiento de cabeza. El viento ululaba a nuestro alrededor. Un lamento largo, lúgubre, animal. Imaginaba el polvo bajo la puerta, penetrando en la habitación para enterrarnos vivos.

– Su marido fue asesinado en condiciones singulares. ¿Lo hizo usted?

– Deje las obviedades de lado, ganaremos tiempo.

– ¿Qué es lo que la empujó a confesar el crimen?

– No tenía nada que ocultar.

Agostina parecía sentirse cómoda. Sus respuestas desprendían serenidad. Opté por interrogarla con más dureza. Como si fuera el primer interrogatorio tras su detención.

– Este es un asesinato peculiar. No hablo ni de moral ni de móvil. Hablo del método. Personalmente, no creo que posea usted los conocimientos necesarios ni los medios técnicos para llevar a cabo semejante sacrificio.

– Eso no es una pregunta.

– ¿De dónde sacó los ácidos?

– Del hospital. Está todo en el expediente.

– ¿Y los insectos?

– Recogí los huevos, los bichos, de la carroña. De los cadáveres de animales que encontraba en los vertederos de Paterno y Adrano.

– Bajo la caja torácica de la víctima había liquen. ¿Dónde lo encontró?

– En las grutas de los acantilados, cerca de Acireale. Es habitual en nuestra región.

Mentía. El producto era mucho más raro que un simple hongo. También estaba el escarabajo africano. Decidí no mencionarlo. También tendría una respuesta preparada.

– El cuerpo presentaba diversos estados de descomposición, lo que conlleva sistemas de conservación diferentes y complejos. ¿Cómo lo hizo?

– Estábamos en abril. En la obra hacía frío. Bastaba con calentar algunas partes del cuerpo y dejar las otras expuestas a la temperatura exterior.

Agostina no dejaba de sonreír.

– ¿Por qué escoger unas técnicas tan complicadas?

– Siguiente pregunta.

– ¿No quiere contestar?

– Así lo hemos establecido. Siguiente pregunta.

Miré sus manos; tenían la misma blancura que su rostro. Unas finas venas azules corrían bajo la piel fina. No podía imaginar aquellos dedos hundiéndose en el cuerpo de Salvatore ni cortándole la lengua.

– ¿Por qué ese asesinato? ¿Cuál era el móvil?

– ¿Por qué le daría una respuesta? -preguntó con desenvoltura-. Nunca le he dicho nada a nadie sobre esa cuestión. Ni a los policías ni a los jueces. Ni siquiera a mis abogados.

El viento seguía gimiendo. Pensé en Luc y me eché un farol.

– No tiene elección. He encontrado la garganta.

Se rió. Una risa sardónica, que terminó con una especie de ronquido.

– Mientes. Si fuese cierto, no estarías aquí con tus preguntas de madero de tres al cuarto.

A pesar del sarcasmo y del tuteo, sentía que había logrado un punto. Agostina sabía que yo avanzaba a tientas pero la palabra «garganta» era la prueba de que seguía una pista distinta de la de los maderos de Catania. La única pista válida, la que yo aún no llegaba a comprender.

– Lo hice porque tenía que vengarme -murmuró.

– ¿De quién? ¿De Salvatore?

Ella cabeceó varias veces, con entusiasmo, como hacen los niños cuando aceptan una golosina.

– ¿Qué le hizo?

– Me asesinó.

Salvatore, un marido violento. Salvatore, golpeando a Agostina hasta la muerte. Agostina jurando vengarse y asesinar a su marido. No había leído ni una palabra, ni una sola alusión a tales hechos. Además, cuando alguien se venga de su marido, escoge un método más expeditivo.

– Cuéntemelo.

Agostina me observaba con sus ojos intensos. Los granos de arena se arremolinaban en el aire pegándose a mi rostro impregnado de sudor. Repetí:

– Cuéntemelo.

– Me asesinó cuando yo tenía once años.

– ¿Cuando se cayó usted del acantilado?

– Él me empujó.

Salvatore como un niño asesino. Un crío tirando a otro al vacío, a sangre fría. Imposible. Agostina añadió:

– Salvatore era brutal… nervioso… imprevisible. Jugábamos al borde del precipicio. De pronto, me empujó. Solo por curiosidad.

– Después del accidente nunca mencionó ese detalle.

– No me acordaba.

– ¿Y aun así se casó con Salvatore?

– Ya le he dicho que no me acordaba.

– ¿Quién le hizo recuperar la memoria?

– ¿Me lo preguntas tú, ragazzo?

Nuevamente, el morro aplastado del demonio. Un ángel caído, maligno, solapado, aportando esta revelación a la joven mujer para inspirarle mejor la respuesta. No me quedaba mucho tiempo. Tres minutos según el reloj.

Cuando miré nuevamente a Agostina, su boca se torcía formando una sonrisa atroz, depravada. Las comisuras de sus labios se doblaban en sentido opuesto, una hacia arriba y la otra hacia abajo.

Tosí y decidí seguirle el juego.

– El diablo le ha contado la verdad, ¿es así?

– Me ha visitado. Sí, en el fondo de mi espíritu.

Deslizó la mano bajo su blusa y se acarició los senos. Tuve la sensación de que un frío horrible invadía la habitación.

– ¿Es él quien la inspira?

El frío y también un olor sordo, nauseabundo, podrido.

Bajó la mano y se la pasó entre las piernas.

– Fue en sueños -murmuró-. Me dio una orden, sí, pero su orden era una caricia… Un goce. ¿Cuánto hace que no follas, ragazzo?

– ¿Fue también él quien le inspiró el método?

De pronto, Agostina contuvo el aliento; luego suspiró lentamente, como si tocara un punto sensible en lo más hondo de su intimidad. Sus ojos se estiraron como los de un zorro. Siguió masturbándose.

La temperatura parecía seguir bajando. Y la hediondez aumentaba. Olor a agua estancada, a huevos podridos, pero también a herrumbre. Algo intermedio entre los excrementos y el metal. Solo dos minutos.

– Usted fue objeto de un milagro -dije entre dientes-. Su recuperación fue reconocida por la Iglesia apostólica y romana. ¿Por qué actuaría inspirada por Satán?

Agostina no contestó. El olor era sofocante. Intenté luchar contra esa sensación: la de una presencia allí, con nosotros, en la sala. Agostina se inclinó sobre la mesa. Tenía la mirada velada.

– Encontraste la garganta, ¿verdad?

Se levantó de golpe y me agarró la nuca. Me lamió la oreja y rió, dentro de mi tímpano. Su lengua era dura como un dardo.

– Tú tranquilo, cabrón, la garganta te encontrará, ya verás…

La rechacé con firmeza. Experimentaba la misma repulsión que en Notre-Dame-de-Bienfaisance, cuando había sentido que una mirada misteriosa me ensuciaba. Ahora, todo giraba en la habitación: el frío, el viento, la hediondez y «el otro».

– ¿Quieres que te la chupe? -cuchicheó ella-. Ya estoy cansada de tortilleras y de coños.

– ¿Ha oído hablar de Manon Simonis?

Sacó la mano de debajo de la mesa y se la llevó a la nariz.

– No.

– ¿Y de Sylvie Simonis?

– No -dijo, lamiéndose los dedos.

– Sylvie mató a su hija, Manon, porque creía que la niña estaba poseída.

– Nadie puede matarnos -dijo con una risita-. Él nos protege, ¿entiendes?

– ¿Qué tiene usted que hacer para él?

– Contamino, infecto. Soy una enfermedad.

Su timbre de voz había bajado varios tonos. Su inflexión era barriobajera, ronca, malsana. Al mismo tiempo, un pitido discordante parecía escapar de las últimas sílabas de cada palabra.

La provoqué:

– ¿Aquí en la cárcel?

– Soy un símbolo, ragazzo. Mi poder atraviesa los muros. Torturo a los maricones del Vaticano. ¡Os doy a todos por saco!

– Los abogados de la Santa Sede la defienden.

Agostina se echó a reír; una risa grave, viscosa, con las manos crispadas entre las piernas. Con voz lasciva, murmuró:

– Tío, en mi vida he visto un madero más gilipollas. ¿De verdad crees que esos cabrones me defienden? Me observan. Me huelen el culo, como los perros en celo.

Decía la verdad. Las autoridades pontificias querían limitar los daños, pero sobre todo, querían ponerse en contacto con «su» chica milagrosa. Simplemente para comprender el fenómeno que se desarrollaba en el cuerpo y en el espíritu de Agostina.

Se encogió de hombros con fuerza, como si acabara de tener un orgasmo violento, un placer que la había sacudido hasta el tuétano. Graznó con una voz irreconocible:

– Él me había dicho que vendrías.

– ¿Quién? ¿Luc Soubeyras? ¿El policía de la foto?

– Él me había dicho que vendrías.

Sentía terror en el vientre. Agostina hablaba del demonio, por supuesto: de una presencia real en su interior. Una presencia que yo percibía allí, entre nosotros. Ella sonrió nuevamente, hacia arriba y hacia abajo. Al mismo tiempo. Su cara parecía desgarrada como un papel sucio. Me quedaba un minuto.

– ¿Sabes cómo conseguí los insectos? -cloqueó, mordaz-. Es fácil. Solo tengo que tocarme. Me mojo y mi sexo se abre, como la carroña. Entonces vienen las moscas… ¿No lo notas, ragazzo? Las llamo con mi sexo. Vendrán…

Bajó la cabeza y empezó a salmodiar. Acompasaba las rimas con rapidez balanceándose de delante hacia atrás. De pronto, se quedó con los ojos absolutamente en blanco. Me incliné y presté oído.

Agostina hablaba en latín.

Una a una, discernía las palabras que no cesaba de repetir: «.lex est quod facimus lex est quod facimus lex est quod facimus lex est quod facimus…». la ley es lo que hacemos.

¿Por qué esas palabras?

¿Qué significaban en su boca?

Ahora gruñía, como un cerdo. Su jadeo iba acompañado por un silbido atroz, como una reverberación disonante. De golpe, sus pupilas reaparecieron. Amarillentas. Me escupió a la cara y aulló, con un estertor que le salía de la garganta:

– ¡comerás tu mierda en el infierno!

A mis espaldas, se abrió el cerrojo.

Los diez minutos habían pasado.

62

En los suburbios de Catania, la nube de cenizas era más sombría aún. Ni siquiera se veían los letreros que anunciaban: sabbia vulcanica (cenizas volcánicas). El limpiaparabrisas chirriaba, frenado por las partículas. Conducía lentamente, con la mano fuera para aclarar el cristal delantero.

El volcán también había cambiado. Dos inmensos penachos se elevaban desde sus laderas. Uno era pigmentado, grisáceo; trombas de cenizas pulverizadas a una presión alucinante. El otro, nublado y tembloroso, compuesto únicamente por vapor de agua. Se podían escuchar sus monstruosos bramidos, que ahogaban las detonaciones. En el cielo, unos helicópteros daban la escala de esas humaredas: varios kilómetros de altura.

Entre los dos cráteres abiertos, unas venas rojizas surcaban las pendientes y estallaban en chorros incandescentes. La montaña se modificaba, geológicamente. Unos conos de erupción surgían, unos relieves se elevaban, como una alfombra sacudida sobre el horizonte. Estaba asistiendo a fenómenos que, normalmente, atribuimos a tiempos inmemoriales. La superficie del planeta se resquebrajaba, se ablandaba, se dilataba para revelar su naturaleza viva, su cuerpo en fusión. La montaña se transformaba y yo también. Mi presente se desencajaba, se abría, se inclinaba hasta hacerme caer en la noche primigenia del mundo.

En torno a Catania, los cordones policiales se estrechaban. Los oficiales de la Guardia di Finanza controlaban identidades y pases, con mascarillas de cirujano en la frente. Los automovilistas, con los coches parados, leían tranquilamente el periódico. Era el fin del mundo y a nadie le importaba.


Tres de la tarde, vía Etnea

Quería escuchar, personalmente, al arzobispo de Catania, monseñor Paolo Corsi. Quería conocer la verdadera opinión de la Iglesia sobre el caso de Agostina Gedda y el escándalo que representaba.

La ciudad estaba hundida en las sombras, y en el arzobispado parecían haber hecho promesa de no utilizar la electricidad. Había el mismo clima de emergencia que en la jefatura de policía o en la redacción de L'Ora, en versión oscura. Los sacerdotes corrían por los pasillos, mientras se colocaban la casulla ceremonial o transportaban cruces e incensarios.

Detuve a uno de ellos y le pregunté por el despacho de monseñor Corsi. Abrió los ojos como platos, sin contestar. Lo abandoné y subí la escalera, abriéndome paso a codazos en medio del caos reinante. Terminé por encontrar, en el último piso, la madriguera del arzobispo. Llamé, para guardar las formas, y entré.

En la penumbra, un anciano con sotana negra escribía, sentado a un escritorio. Una amplia ventana, a su espalda, iluminaba débilmente su cabeza calva. Alzó sus pesados ojos sin mover el macizo cuerpo.

– ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado permiso para entrar?

Enarbolé mi identificación y me presenté. Inmediatamente, puse mis cartas sobre la mesa: Agostina Gedda. Ya no tenía tiempo para andar con formalidades. El hombre de la sotana bajó la mirada sobre sus escritos. Tenía un rostro de bulldog, imperturbable.

– Salga de aquí -dijo con calma-. No tengo nada que decirle.

Cerré la puerta y caminé hacia el escritorio. A nuestro alrededor, los cuadros parecían monocromáticamente negros.

– Por el contrario, creo que tiene muchas cosas que decirme. No saldré de aquí hasta que no las haya escuchado.

El arzobispo se incorporó lentamente, apoyando sus puños sobre la mesa. Toda su masa desprendía una fuerza espectacular. Un coloso de unos sesenta años que todavía podía cargar una cruz de roble en una procesión. O tirarme por la ventana.

– ¿Qué maneras son esas? -Dio un golpe en el escritorio, con repentina furia-. ¡No permito que nadie me hable así!

– Siempre hay una primera vez.

El eclesiástico entrecerró los ojos, como para verme mejor. Sobre su torso, la cruz de oro, gastada, brillaba apenas. En tono más suave y meneando la cabeza, dijo:

– Está usted loco. ¿No se ha enterado de que el mundo se derrumba a nuestro alrededor?

– Esperará hasta que yo sepa la verdad.

– Usted está loco.

El arzobispo volvió a sentarse pesadamente y concedió:

– Cinco minutos. ¿Qué es lo que quiere saber?

– Su opinión como hombre de la Iglesia. ¿Cómo explica el crimen de Agostina Gedda?

– Esa mujer es un monstruo.

– Agostina Gedda es una elegida de Dios. Salvada por un milagro reconocido oficialmente. Por su diócesis. Por su comité de expertos y de eclesiásticos. Por la Curia romana. Usted ha ratificado su remisión física y espiritual. ¿Cómo ha podido cambiar tan… radicalmente? O mejor todavía: ¿cómo ha podido usted equivocarse hasta ese punto? ¿Cómo no vio la locura que estaba latente en ella?

El arzobispo seguía con los párpados bajos. Observaba sus manos, anchas, grises, inmóviles en la oscuridad.

– Me había prometido no volver a hablar de ello -farfulló.

– ¡Respóndame!

Alzó los párpados. Su mirada clara tenía una intensidad, una fuerza excepcional. Debía de llegar al alma de sus feligreses cuando subía al púlpito y los miraba directamente.

– Nos equivocamos, pero no del modo que usted cree.

– ¿Qué es lo que creo?

– No equivocamos de bando. Eso es todo.

– No entiendo.

– Agostina no es un milagro de Dios. Es un milagro del diablo.

Me quedé paralizado en la misma posición en la que sus palabras me habían golpeado.

– ¿Un… milagro del diablo?

– Agostina fue salvada por el demonio. Ahora tenemos la certeza. Nos ha engañado a todos. Con sus oraciones, sus peregrinaciones, su oficio de enfermera. Todo eso era una impostura. Agostina está poseída desde su despertar. Fue salvada por Satán. Representó un papel para insultarnos mejor. El diablo es mentiroso. Vuelva a leer a san Juan: «Cuando habla de mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira».

Estaba en pleno vértigo pero retenía, en mi caída, un hecho crucial: monseñor Paolo Corsi, y sin duda con él toda su diócesis y las autoridades pontificias, concedía al demonio el don de curar. Es decir, de existir en tanto que instancia superior -o inferior, si se quería especular con las palabras.

¿Satán, considerado como una fuerza física y sobrenatural?

– ¿Cómo puede usted decir algo así? ¡Ya no estamos en la Edad Media!

El hombre cogió una hoja de papel con el membrete del arzobispado. Garabateó un nombre, una dirección y luego concluyó en voz baja:

– Sus cinco minutos han pasado. Si quiere saber más, vaya a ver a los especialistas de la Santa Sede. Tal vez el cardenal Van Dieterling acceda a recibirlo. -Empujó la hoja hacia mí-. Estas son sus señas.

– ¿Es un exorcista?

Corsi sacudió su morro de bulldog. Sonreía abiertamente en las tinieblas:

– ¿Un exorcista? Esta vez es usted quien está en la Edad Media.

63

Fuera, era noche cerrada.

El fenómeno era prodigioso: las cenizas revoloteaban por el aire, dibujando grandes formas que se desvanecían inmediatamente, como los estorninos en el momento de las migraciones. A dos pasos, el Duomo, la catedral de Catania, apenas se veía. Los habitantes habían abierto sus paraguas, los automóviles hacían funcionar los parabrisas, pero no había ninguna señal de pánico a la vista.

Subí por la via Etnea y encontré el coche antes de que quedara sepultado completamente. Alcé los ojos maquinalmente hacia la avenida. En la acera de enfrente, a unos cincuenta metros, una silueta, borrosa a causa de la escoria, me recordó algo. Un hombre delgado, envuelto en un largo abrigo de cuero. No alcanzaba a ver su rostro, pero destacaba la blancura de su calva. De pronto, lo supe: uno de los dos asesinos de los Alpes. Había divisado su silueta en aquel terreno en obras nevado; el mismo abrigo, la misma delgadez, la misma rigidez en la actitud.

Sin pensar, atravesé la avenida cruzando la tromba de arena. Los granos se me metían en los ojos, en las fosas nasales, en la boca. Me sentía fuerte. La multitud estaba conmigo, la tempestad estaba conmigo. El asesino no podía intentar nada. Además, algo sordo, duro, se me había quedado atravesado en la garganta: la humillación de la persecución, dos noches atrás. Todavía me veía acurrucado contra las piedras, como una bestia acorralada. Tenía una deuda de honor. Hacia mí mismo.

El hombre retrocedió y luego dio media vuelta. Aceleré el paso. Esquivé los paraguas, las escobas, las masas de hollín que caían de golpe para luego remontar hacia el cielo. Zigzagueaba entre los peatones, a ratos corría y luego me alzaba sobre la punta de los pies para localizar a mi presa.

La lluvia de cenizas no cesaba. Las fachadas, los escaparates, las aceras: el menor elemento de la avenida bombardeado, ennegrecido como la tinta fresca de un periódico. Imperceptible, todo parecía desprenderse, desmaterializarse ante mis ojos agredidos.

La sombra había desaparecido. Puse mis dos manos formando una visera, para protegerme los ojos. Nadie. Entonces eché a correr desesperado, sin rumbo fijo, tragando cada vez más escorias volcánicas. Respiración abrasadora, pulmones a punto de explotar. Una callejuela a la derecha. La tomé instintivamente, dándome cuenta en algún lugar en el fondo de mi conciencia, de que me alejaba de la multitud y no iba armado.

Cincuenta metros hasta darme cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Cien metros para saber que estaba cayendo en una trampa. Nadie en la callejuela, ningún comerciante a la vista. Los cubos de basura y los coches aparcados eran los únicos testigos. Me detuve, con todos los sentidos alerta.

En cuanto retrocedí, el asesino salió de un portal. Los faldones de su abrigo de piel dibujaban dos líneas oblicuas con respecto al suelo. Me volví. Frente a mí, el segundo asesino me cortaba el paso. Tan grande, tan ancho que sus brazos abiertos parecían tocar los muros de los dos lados del callejón. Llevaba el mismo abrigo negro que el otro, pero de tamaño gigante. Ninguno de los dos tenía rostro. Eran dos manchas informes grises y pigmentadas, cubiertas de polvo. Acudían a mi mente semblantes atormentados, monstruosas muecas de arcilla, máscaras hormigueantes de gusanos. Y lejos, muy lejos, en algún lugar de mi mente, una voz me decía: «Conozco a estos dos hombres. Los he visto, en algún sitio, alguna vez».

Miré nuevamente hacia atrás. En la mano enguantada del asesino calvo había aparecido una automática mitad de hierro, mitad de acero, provista de un silenciador. Antes de que intentara reaccionar, el hombre apretó el gatillo. No pasó nada. Ni una chispa, ni una detonación, ni desplazamiento de la corredera, nada.

Las cenizas. ¡Habían encasquillado el arma! Me giré y golpeé a ciegas con los dos puños. El obeso también había desenfundado el arma. El golpe la hizo saltar. Lo empujé dándole un golpe en el hombro y corrí hacia el contorno indeciso de la avenida.

Estaba aterrorizado, pero no tanto como para perder el sentido de la orientación. En pocos segundos había llegado a mi coche. Mando a distancia; sin resultado. El polvo también había obturado el receptor de la señal. Una blasfemia ahogada; boca terrosa. Probé con la llave; no hubo manera de meterla. Otra vez el hollín. Los segundos volaban. Encontrando en mí un poco de sangre fría, me arrodillé y soplé la cerradura suavemente, muy suavemente.

La llave se introdujo en ella. Subí al Fiat Punto. Contacto. Derrapé y luego me lancé de lleno a la circulación. Dos virajes y ya estaba lejos.

En realidad no estaba en ningún sitio concreto, pero estaba vivo.

Una vez más.

El aeropuerto de Catania estaba cerrado desde el día anterior. Para volar a Roma tenía que salir de otra gran ciudad. Ojeada al mapa. Podía llegar a Palermo en dos horas. Con un poco de suerte, de allí despegaría algún vuelo.

Orientándome hacia la salida de la ciudad, llamé al aeropuerto de Palermo; a las siete menos veinte salía un vuelo a Roma. Eran las tres y media. Reservé una plaza; luego colgué, limpiándome los ojos, expectorando por la nariz y la boca. Tenía la impresión de estar tapizado de partículas incluso dentro de mi cuerpo.

Conduje. Y conduje. Sin parar. Dejé atrás Enna a las cuatro y media; luego Catanissetta, Resuttano, Caltavuturo. A las cinco, bordeé el mar Tirreno y atravesé Bagheria. A las seis llegué al aeropuerto Palermo Punta Raisi. Respetar las normas. Devolví el coche a la agencia y corrí hacia el mostrador de facturación. A las seis y media, le entregaba la tarjeta de embarque a la azafata. Parecía un espantapájaros; cada pliegue de mi abrigo encerraba ríos de polvo, pero seguía en circulación, con la bolsa en la mano y el expediente pegado al corazón.

Solo entonces, sentado en primera mientras el auxiliar de vuelo me ofrecía una copa de champán, me relajé. Consideré, objetivamente, una evidencia: por alguna razón desconocida, era un hombre sentenciado. Investigaba un expediente por el que se me debía eliminar, para impedirme progresar. ¿De qué expediente se trataba? ¿El de Sylvie Simonis o el Agostina Gedda? ¿Eran uno solo? ¿No habría en juego algo de mayor envergadura detrás de esos asesinatos?

Pensé en mi visita a Malaspina. Ya me había hecho una opinión sobre el estado mental de Agostina. Una esquizofrénica, candidata al manicomio. Yo no era ni psiquiatra ni demonólogo, pero la joven sufría un desdoblamiento de personalidad y necesitaba tratamiento urgentemente. ¿Por qué no estaba hospitalizada? ¿Los abogados de la Curia preferían mantenerla en observación en Malaspina?

Los expertos eclesiásticos no tenían interés en su salud mental. Tampoco intentaban defenderla ante la justicia italiana. Nadie en el Vaticano se preocupaba de la ley secular. Simplemente, querían comprender cómo una persona salvada por un milagro de Dios podía acabar bajo las garras del Maligno. O, para hablar claro, determinar si podía existir un milagro de ese tipo realizado por el diablo. Lo que significaba probar, físicamente, la existencia de Satán.

Era cierto que durante mi visita habían ocurrido hechos inexplicables. El olor fétido, el frío repentino. Había sentido la presencia del Otro… Pero también podía haberse tratado de una jugarreta de mi imaginación.

Después de todo, el olor podía proceder de la misma Agostina. Su funcionamiento fisiológico, gobernado por una mente tan retorcida, podía estar seriamente perturbado. En cuanto al frío, me había sentido tan vulnerable en ese locutorio que no debía sorprenderme que hubiera perdido mi capacidad para entrar en calor.

Sacudí la cabeza. No, no había existido ninguna presencia exterior en la celda de arena. El Príncipe de las Tinieblas no se había presentado en el interrogatorio. Tenía un solo enemigo, siempre el mismo: la superstición. Debía luchar contra esas creencias enterradas que, a mi pesar, remontaban a la superficie. Satán no pertenecía al dogma y yo no creía en él. Punto y aparte.

Dejé vagar la mirada sobre las nubes. Una frase resonaba en mis oídos, lex est quod facimus. La ley es lo que hacemos. ¿Qué había querido decir Agostina? ¿Qué era ese «nosotros» que ella se permitía? ¿La legión de los posesos? Y, ¿en qué consistía esa «ley»? Podría ser una evocación de la norma del diablo, que conduce justamente a la libertad absoluta, la ley es lo que hacemos.

Me repetía esas sílabas sin cesar, como si de un sura se tratase, para que la letanía me librara su secreto. En realidad, perdí la conciencia; ni siquiera escuché cómo el tren de aterrizaje se metía bajo el fuselaje.

64

Roma.

Por fin un territorio conocido.

Las ocho de la tarde. Le di al taxista la dirección de mi hotel y le indiqué un itinerario preciso. Quería que pasara por el Coliseo, que luego subiera por la via dei Fori Imperiali hasta la piazza Venezia. A continuación, venía el laberinto de callejuelas y de iglesias hasta el Panteón, donde estaba el hotel, cerca del seminario francés de Roma. Con ese trayecto no tenía la intención de ganar tiempo; solo quería encontrar mis puntos de referencia.

Roma, mis mejores años.

Los únicos que transcurrieran bajo un relativo sosiego.

Roma era mi ciudad, tal vez más aún que París. Una ciudad en la que el espacio y el tiempo se superponían hasta tal punto que cambiando de calle se cambiaba de siglo, y volviendo la mirada se invertía el curso del tiempo. Ruinas antiguas, esculturas renacentistas, frescos barrocos, monumentos musolinianos.

– Es aquí.

Salté del taxi casi sorprendido de que la sotana no obstaculizara mis pasos. Ese hábito que solo había vestido unos meses en mi vida. Ahora, yo era un experto en vicios humanos y podía dar en el blanco a cien metros de distancia, en posición de ataque y de contraataque. Otra escuela.

Mi hotel era una pensión muy sencilla. Había estado allí varias veces, durante mis primeras investigaciones en la biblioteca vaticana, antes del seminario. Había escogido ese lugar para poder moverme discretamente. Los asesinos no me habían seguido hasta Catania; me habían precedido. Por alguna razón desconocida, lograban anticipar mis desplazamientos. Quizá ya estaban en Roma.

Un mostrador de madera barnizada, un paragüero lacado, unas luces anémicas; el vestíbulo de la pensión ya daba una idea de lo que podía esperarse. Era el lenguaje universal de la comodidad burguesa y de la simplicidad bienintencionada. Subí a mi habitación.

Tenía varios conocidos en la Curia romana. Uno de ellos era un amigo del seminario. Todavía manteníamos una relación esporádica con e-mails y SMS. Gian-Maria Sandrini, un prodigio que se había graduado primero de la clase en la Academia Pontificia. Ocupaba un cargo importante en la Secretaría de Estado, sección Asuntos Generales. Marqué su número.

– Soy Mathieu -dije en francés-. Mathieu Durey.

El sacerdote respondió en el mismo idioma.

– ¿Mathieu? ¿Te apetecía escuchar mi voz?

– Estoy en Roma por una investigación. Tengo que ver a un cardenal.

– ¿A quién?

– Casimir Van Dieterling.

Breve silencio. Van Dieterling no parecía ser un ilustre desconocido.

– ¿De qué investigación se trata?

– Es demasiado largo para explicártelo. ¿Puedes ayudarme?

– Es un pez gordo. No sé si tendrá tiempo para…

– Cuando sepa el motivo de mi investigación me recibirá, puedes estar seguro. ¿Podrías entregarle una carta?

– No hay ningún inconveniente.

– ¿Esta tarde?

Otro silencio. Debía representar con contundencia mi papel de pájaro de mal agüero.

– Si te llamo con tanta urgencia es porque se trata de algo importante.

– ¿Sigues en la Brigada Criminal?

– Sí.

– No veo lo que la Curia puede…

– Van Dieterling lo verá, seguro.

– Te mando un diácono. Me apetecería pasar personalmente, pero esta tarde tengo una reunión y…

– Olvídalo. Nos veremos con tranquilidad en otro momento.

Le di las señas de mi hotel y luego me puse a trabajar, después de conseguir papel y sobres en la recepción. Escribí en italiano. Empecé relatando el caso de Agostina, para luego describir el caso Simonis con todo detalle, poniendo en evidencia los puntos comunes entre ambos asesinatos. Exageré un poco al mencionar mi condición de madero internacional enviado por la Interpol, con la misión de establecer los vínculos existentes entre esos dos casos específicos.

A modo de conclusión, le agradecía de antemano que me concediera una entrevista inmediatamente y adjuntaba las señas de la pensión y mi número de móvil. Releí el texto, esperando haber insistido lo suficiente en la urgencia de mi solicitud.

Traté de relajarme bajo la ducha, una cabina de plástico que parecía una cámara de desinfección, y luego pasé el secador de pelo por la ropa para eliminar toda la ceniza. Estaba terminando de asearme cuando sonó el teléfono. Me esperaban abajo.

El diácono iba y venía por el vestíbulo. Su sotana hacía juego con las alfombras raídas y los grandes llaveros de latón de la recepción. La escena habría podido desarrollarse en el siglo XIX, o incluso en el XVIII. El hombre deslizó la carta dentro de su sotana y se fue inmediatamente.

Las nueve de la noche. Seguía sin tener hambre. No sentía mi estómago ni mi cuerpo. Mi cansancio era tal que se transformaba en una especie de ebriedad que anulaba cualquier otra sensación. Una vez en mi habitación miré los mensajes del móvil. Un SMS firmado Foucault: llámame, urgente. Su número en la memoria. Mi adjunto no me dio tiempo para hablar.

– Tengo otro.

– ¿Qué?

– Otro asesinato en el que se han utilizado ácidos, inyecciones de insectos y toda la parafernalia.

Me desplomé en la cama.

– ¿Dónde?

– En Tallinn, Estonia. El crimen data de 1999.

– ¿Estás seguro de los puntos comunes?

– Completamente.

– ¿Cómo lo encontraste?

– Svendsen. Ha llamado a todos los forenses europeos que conoce. Hay uno en Tallinn que ha recordado una historia similar. Lo he comprobado personalmente. Dentro del marco de cooperación europea, los servicios de policía han mandado algunos de los expedientes más candentes a la oficina central de Bruselas, a fin de constituir el SALVAC. Hay un caso en Estonia que se parece al de tu cadáver del Jura. De hecho, es exactamente el mismo crimen.

– Dame los detalles. Los hechos. El contexto.

– El culpable está identificado: un hombre llamado Raïmo Rihiimäki. Intérprete de un grupo de música gótica, veintitrés años. La víctima es su padre. Sucedió en el mes de mayo de 1999. La investigación no presentó dificultades. Las huellas de Raïmo estaban en el cuerpo y en la caseta de pescador donde el viejo fue torturado.

– ¿Y el tal Raïmo confesó?

– No tuvo tiempo. Después de matar a su padre, hizo una especie de gira asesina por todo el país. Los maderos lo encontraron en noviembre. Raïmo iba armado. Fue abatido durante la operación.

Tres asesinatos similares repartidos por Europa. 1999, Estonia; 2000, Italia; 2002, Francia. La pesadilla se extendía por el mapa de la Comunidad Europea. Y sabía que eso era solo el principio.

– ¿Has hablado con los maderos estonios? -pregunté.

– Sí y no.

– ¿Y eso?

– Quiero decir que hemos hablado en inglés. Y yo, el inglés…

– ¿Te envían el expediente?

– Lo estoy esperando. Tienen una versión inglesa.

Intuitivamente le pregunté:

– Dime, antes del asesinato, ¿ese estonio había sufrido un accidente o una enfermedad grave?

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuéntame.

– Dos meses antes de los hechos, Raïmo Rihiimäki se peleó con su padre. Dos borrachos sin remedio. La pelea tuvo lugar en el barco del viejo. Era pescador. Raïmo se cayó al agua. Cuando lo rescataron se había ahogado. O más bien, congelado. Consiguieron reanimarlo en el principal hospital de Tallinn. Gracias al efecto del agua helada, o algo así. No lo entendí muy bien.

– ¿Y a continuación?

– Cuando despertó, era otra persona.

– ¿En qué sentido?

– Agresivo, cerrado, violento. Antes del accidente era un bajo inofensivo. Tocaba en un grupo de neometal satánico. Dark Age, y…

Ya no escuchaba, había quedado atrapado en las semejanzas con el caso de Agostina. Igual que ella, el estonio había escapado a una tentativa de homicidio. Como ella, había entrado en coma. Como ella, había regresado de la muerte y se había vengado del que había intentado matarlo. No era solo el mismo asesinato. Era el mismo caso, del principio al final. ¿Era también él un «milagro del diablo»?

Di las gracias a Foucault y le pedí que me enviara el informe por e-mail en cuanto lo recibiera. No quise preguntarle sobre los otros frentes de la investigación. Ya había tenido bastante para esa noche.

Cerré el móvil.

Fue como la claqueta de una nueva toma.

Ciertamente, investigaba una serie.

Pero no una serie de asesinatos; una serie de asesinos.

65

No era una piscina sino un gran estanque al aire libre. Su forma era rectangular con los bordes de hormigón. Yo estaba en la cima de la colina que lo dominaba y sentía que la hierba me azotaba los tobillos. Como siempre en los sueños, los detalles eran incoherentes. Yo era el Mathieu de treinta y cinco años, que llevaba puesta una gabardina fina y una 9 mm en la cintura, pero al mismo tiempo era un niño, vestido con un short, calzado con sandalias, con una toalla de baño al hombro.

Estaba entusiasmado con la idea de zambullirme en el estanque pero también experimentaba cierto malestar. El color del agua, bronce o acero, evocaba el frío y también el hundimiento. Los bañistas eran todos niños: endebles, frágiles, enfermos. Sus cuerpos blancos brillaban bajo el sol. Una amenaza rondaba. Dejé la cuesta atraído por la visión del agua, transformada en un imán gigantesco.

En ese momento, observé que todas las toallas extendidas sobre el hormigón eran de color naranja. Era una señal. Una señal de peligro. Tal vez eran enormes compresas empapadas en una solución antiséptica. Ahora percibía las risas de los niños, el murmullo del agua. Todo era alegre, vivo y sin embargo, esos ruidos eran como estallidos en mi piel, como señales de alerta. Solo yo sabía la verdad. Solo yo distinguía a la muerte que rondaba.

En ese instante, volví la cabeza. La toalla en mi hombro también era naranja. La enfermedad ya me había corrompido. Todo estaba escrito. Mi muerte, mi sufrimiento, mi…

El timbre del teléfono me arrancó de los sollozos.

– Dígame.

– Soy Gian-Maria. ¿Estabas durmiendo?

– Sí, más bien…

– Son las siete -rió el sacerdote-. ¿Has olvidado nuestros horarios?

Me enderecé y me atusé los cabellos. Acababa de repetirse un sueño muy antiguo, un sueño recurrente desde mi juventud. ¿Por qué volvía ahora?

– Levántate -dijo el hombre de Iglesia-. Tienes cita dentro de una hora.

– ¿Con el cardenal?

– No. Con el prefecto de la biblioteca vaticana.

– Pero…

– El prefecto es un intermediario. Te acompañará a ver al cardenal.

– ¿Un prefecto intermediario?

Un prefecto del Vaticano era el equivalente de un ministro en el seno de un gobierno laico. Gian-Maria rió nuevamente.

– Tú mismo lo has dicho: es un caso importante. A juzgar por la rapidez de su reacción, debe de serlo mucho, en efecto. El cardenal ha pedido que lleves el expediente de la investigación. Completo. El prefecto te esperará en los jardines de la biblioteca. Se llama Rutherford. Pasa por la porta Angelica. Un diácono te escoltará. Buena suerte. ¡Y no olvides el expediente!

Me quedé atontado unos minutos, todavía con fragmentos del sueño debajo de los párpados. ¿Cuánto hacía que no lo tenía? Durante mi infancia y adolescencia, acechaba todas mis noches.

Me preparé y luego me concedí algunos minutos para tomar café en el comedor de la pensión. Jarras de acero inoxidable, vasos de pyrex, tostadas gruesas. Cada detalle, cada contacto me recordaba el seminario. En esa sala sin ventanas, percibía el aire de Roma.

Apreté el paso hasta la plaza de San Pedro con el expediente bajo el brazo. Aunque no se quiera, aunque no se resida en Roma, siempre se vive el mismo éxtasis. La basílica soberana, las columnas de Bernini, la plaza espejeante, las palomas sobre las fuentes de piedra esperando a los turistas. El mismo cielo luminoso parecía ser cómplice de esa grandeza.

Me eché a reír de mí mismo. ¡Estaba de vuelta al redil! En ese mundo de sotanas de seda y mocasines de charol bajo la vestimenta. El mundo de la autoridad apostólica y romana, de los congresos pontificios, de los seminarios eucarísticos. El mundo de la fe y de la teología, pero también el del poder y el dinero.

Había vivido tres años a la sombra de la ciudad del Papa. Entonces quería la privación absoluta; un eterno voto de pobreza. Rechazaba los francos que vinieran de mis padres. Sin embargo, me gustaba percibir, a unas calles de distancia, el poder financiero del Vaticano. La Santa Sede siempre me había parecido una especie de Mónaco eclesiástico, desprovisto de la futilidad y de los tejemanejes propios del principado. Una increíble concentración de riqueza que acumulaba bienes y privilegios heredados durante siglos. Como la mayor propietaria de bienes inmuebles del mundo, la ciudad pontificia, con su banco, hacía alarde de unos activos brutos superiores al millar de dólares y unos beneficios anuales que superaban los cien millones de dólares.

Esas cifras deberían haberle dado asco a alguien como yo, apóstol de la miseria y de la caridad, pero veía en ellas el símbolo del poder de la Iglesia. De nuestro poder. En un mundo donde lo único que cuenta es el dinero, en una Europa en la que la fe católica agoniza, esas cifras me tranquilizaban. Demostraban que todavía era necesario tener en cuenta al imperio católico.

Pasé al lado de la cola de turistas que esperaban para visitar la basílica de San Pedro. En la plaza habían instalado tarimas y gradas. Probablemente estaba previsto que el día siguiente, 1 de noviembre, el Papa celebrara una misa pública.

Las campanas repicaron y las palomas alzaron el vuelo. Eran las ocho de la mañana. Aceleré el paso y pasé bajo las columnas de Bernini. Subí la via di Porta Angelica. Me crucé con los scrittori (secretarios) y a los minutanti (redactores) de la Curia, con alzacuellos y chaquetas negras, que se apresuraban para llegar a tiempo a sus despachos. A la pregunta de «¿Cuántas personas trabajan en el Vaticano?», el papa Juan XXIII había respondido un día: «No más de un tercio». Estaba de un ánimo alegre. Revivía esa atmósfera de hormiguero católico. El horror de Agostina me parecía lejano y casi no recordaba que era un hombre sentenciado.

En la porta Angelica, enseñé mi pasaporte a la guardia suiza. Inmediatamente, me entregaron un pase. Los agentes, con uniformes del Renacimiento, se apartaron y crucé las altas rejas de hierro forjado negro.

Penetraba en el sanctasanctórum.

Un diácono me guió a través de los laberintos de edificios y jardines. A paso rápido. Eran las ocho y cinco y mi retraso no se ajustaba al gran orden clerical. Quedé abandonado en un patio, al pie de una fachada rosa y amarilla, salpicada de ánforas antiguas. Unos parterres de césped rodeaban una fuente circular. De los surtidores brotaban remolinos con un fresco vapor irisado. Unos macizos de flores, unas plantas tropicales frente a dos planos inclinados que subían hacia pequeñas puertas misteriosas. Aquel lugar olía a sol y a terracota.

No tuve que esperar mucho rato. Un hombre vestido con un traje negro surgió de una de las puertas y bajó rápidamente por la pendiente de la izquierda, como si resbalara por encima del parapeto. En la cuarentena, su cabeza, rodeada de cabellos rojo ceniza y con unas finas gafas de carey, armonizaba con el ocre claro de las ánforas y de los pilones.

– Soy el prefecto Rutherford -dijo en perfecto francés-. Dirijo la biblioteca apostólica del Vaticano.

Me dio un cálido apretón de manos.

– No puede decirse que su visita llegue en un momento muy oportuno. -En tono jovial añadió-: Mañana nuestro Soberano Pontífice hablará en la plaza de San Pedro. Y ordenará a un nuevo cardenal. ¡Un día de locos!

– Lo lamento -dije, inclinándome-. Pero es una urgencia.

Cortó mis disculpas con un gesto condescendiente.

– Acompáñeme. Su Eminencia desea recibirlo en la biblioteca.

Atravesamos el patio para acceder al edificio que teníamos enfrente. En el umbral, Rutherford se apartó.

Prego.

La sombra y el frescor del mármol nos acogieron. Rutherford corrió el cerrojo de una puerta y se deslizó por un pasillo blanco y gris. Le seguí. El sol se filtraba por las ventanas. Estábamos solos. Esperaba escuchar el ruido de los zapatos lustrados de mi guía pero caminaba en absoluto silencio. Una ojeada; llevaba zapatos Todd’s de ante flexible, del mismo color de su pelo.

Como san Pedro, Rutherford poseía las llaves del paraíso. En cada puerta, manipulaba su juego de llaves y abría la cerradura. Aventuré una pregunta:

– ¿Cuál es la función exacta de Su Eminencia?

– ¿La ignora y solicita usted una entrevista?

– Monseñor Corsi, de Catania, simplemente me ha dado su nombre. Me ha asegurado que Su Eminencia podría ayudarme en mi investigación.

– El cardenal Van Dieterling es una de las principales autoridades de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Era el nuevo nombre del Santo Oficio a partir del Concilio Vaticano II. Los herederos de los tribunales de la Inquisición y de las hogueras en serie. Los censores de la fe y de las costumbres. Los que deciden, cada día, cuál es la frontera entre el Bien y el Mal, entre la ortodoxia y la herejía. Los que persiguen las desviaciones y las anomalías con respecto a la línea católica oficial. En términos de anomalía, era el lugar donde se consideraba el caso de Agostina.

Más llaves, más salas en cuyas paredes se extendían grandes frescos policromos, que representaban fuentes, pérgolas con flores, figuras santas. Los tonos suaves de esas pinturas recordaban los mosaicos de las villas de la antigua Roma.

– ¿De dónde es originario Casimir Van Dieterling? -pregunté.

– No cabe duda de que es usted policía -sonrió el prefecto-. Quiere saberlo todo. Su Eminencia es de origen flamenco. Debemos subir y pasar por la Capilla Sixtina, para eludir a los lectores.

– ¿Hay lectores a esta hora?

– Algunos seminaristas. Tienen una autorización.

Hizo sonar de nuevo su juego de llaves. Una escalera. Un giro de llave y el Salón Sixto V, llamado también la «gran sala Sixtina», se abrió sobre sus seis pilares pintados y sus dos naves inmensas y doradas bajo el sol matinal. Los frescos de los muros agotaban la mirada a fuerza de frisos, de detalles, de personajes. El cielo raso no ofrecía un solo milímetro virgen. El azul de sus bóvedas resaltaba en la estancia cobriza.

– Conoce usted esta sala, ¿verdad?

Asentí. Habría podido citar de memoria cada lugar, cada escena representada en las pinturas. Las antiguas bibliotecas que habían precedido a la Vaticana desde la Antigüedad, los concilios ecuménicos, los episodios del pontificado de Sixto V. Y, sobre cada pilastra, los inventores de la escritura, reales o míticos. Había pasado por ese lugar cientos de veces para dirigirme a la sala de estudios.

Atravesamos la estancia desierta, cruzándonos en el centro con unos jarrones gigantes de porcelana con el fondo azul y oro, unos crucifijos y unos candelabros de bronce, unas pilas de piedra pulida. Divisé el patio del Belvedere a través de las grandes ventanas de la izquierda.

Al fondo de la sala, Rutherford abrió otra puerta.

– Bajaremos otra vez.

Todas esas precauciones olían a entrevista secreta. En el piso inferior, se abrió un nuevo espacio presidido por ficheros con pequeños cajones etiquetados. Rutherford rodeó uno de esos muebles y luego se abrochó la chaqueta delante de una puerta cerrada. Cuando levantó la mano para llamar, le hice una última pregunta:

– ¿Sabe usted por qué Su Eminencia ha aceptado recibirme tan rápidamente?

Llamó sonriendo. Con la mirada indicó el expediente que tenía entre mis manos.

– Posee usted algo que a él le interesa.

66

El cardenal Casimir Van Dieterling estaba de pie cerca de la ventana, en un amplio despacho atestado de fotocopiadoras y de plantas. Una de las mesas estaba llena de expedientes, de fichas, de libros. Sin duda, era el despacho del prefecto Rutherford. Ese lugar confirmaba mis suposiciones: la entrevista se desarrollaba clandestinamente.

El hombre vestía el atuendo que suele llevarse en la ciudad vaticana cuando no se realizan celebraciones litúrgicas o de protocolo. Hábito negro con botones rojos bajo una esclavina orlada de escarlata, fajín rojo, solideo de seda en la cabeza, también rojo. Incluso con este atuendo «de calle», el eclesiástico no tenía el aspecto tosco del arzobispo de Catania. Me encontraba con la aristocracia de la fe.

Pasados algunos segundos, el cardenal se dignó volverse hacia mí. Era un gigante, casi tan alto como yo. Me resultó imposible calcular su edad; entre cincuenta y setenta años. Un rostro alargado, imperioso, como curtido por el viento de mar adentro. Parecía irlandés: mirada clara bajo los párpados caídos, unas espaldas que podían levantar toneles en las callejuelas de Cork.

– Se me ha informado que empezó usted el seminario.

Pillé el mensaje. Debía respetar las reglas del juego. Me acerqué y posé la rodilla en el suelo.

– Laudeatur Jesus Christus, eminencia.

Besé el anillo cardenalicio, que sobresalía en la mano que el hombre de Iglesia me tendía. Él trazó una señal de la cruz sobre mi cabeza y luego preguntó:

– ¿Qué seminario?

– El seminario francés de Roma -dije, irguiéndome.

– ¿Por qué no terminó usted su formación?

Hablaba francés con un leve acento flamenco. Su voz era grave, sosegada, pero articulaba con precisión. Las sílabas tenían su propio ritmo, laborioso, como el de quien trata de comer aceitunas con palillos chinos.

– Quería hacer trabajo de campo -contesté respetuosamente.

– ¿Qué campo?

– La calle, la noche. Allí donde reinan el vicio y la violencia. Allí donde el silencio de Dios es casi absoluto.

El cardenal estaba de lado. El sol salpicaba sus hombros y hacía resplandecer su nuca escarlata. Sus ojos azul turquesa taladraban el contraluz.

– Me temo que el silencio de Dios está en el interior del hombre. Es ahí donde debemos actuar.

Me incliné en señal de asentimiento. Sin embargo, repliqué:

– Quería trabajar allí donde ese silencio engendra la acción. Quería moverme allí donde el silencio de Nuestro Señor deja el campo libre al mal.

El cardenal se volvió nuevamente hacia la ventana. Con sus largas falanges tamborileaba sobre el marco.

– He recabado información sobre usted, Mathieu. Se hace usted el humilde pero apunta al acto supremo: el sacrificio. Se ha violentado a sí mismo. Ha ido usted hasta las antípodas de lo que realmente es. Y con ello ha experimentado una secreta satisfacción. -Cortó los rayos de luz con sus largos dedos-. ¡Ese papel de mártir es un pecado de orgullo!

La entrevista empezaba a parecer un juicio. No estaba dispuesto a ceder.

– Hago mi trabajo de madero lo mejor que puedo, eso es todo.

El cardenal hizo un gesto que significaba «dejémoslo correr». Se volvió hacia mí. Llevaba la cruz pectoral como todos los dignatarios de la Santa Sede: suspendida de una cadena, pero fijada a uno de los botones de terciopelo, trazando sobre el hábito negro dos asas flexibles. Solo ese crucifijo ya era toda una ceremonia en sí.

– En su carta, habla usted de un expediente…

Le pasé mi carpeta. Sin decir una palabra, la hojeó. Se tomó tiempo para leer ciertos pasajes, para estudiar las fotos. Ninguna expresión en su rostro. Solo el caso Simonis pareció interesarle. Al fin, colocando los documentos sobre el escritorio, dijo:

– Tenga usted la bondad de sentarse.

Una orden más que una invitación. Obedecí mientras que él mismo se instalaba detrás del escritorio. Juntó las manos.

– Ha hecho un excelente trabajo, Mathieu. Aquí carecemos de inspectores de su talento. Estamos demasiado ocupados investigándonos los unos a los otros.

Cogió la carpeta y se la pasó al prefecto, apostado a mi lado. Le pidió, en italiano, que fotocopiara los documentos. Agregó que había de hacerlo allí mismo. «Nadie debe ver esto.» Sus ojos claros volvieron a posarse sobre mí.

– He sabido que ayer por la mañana conoció usted a Agostina Gedda.

Pensé en los tres sacerdotes demacrados que observé en el desierto y en la vigilancia clerical de la que me había hablado Agostina.

– ¿Cuál es su opinión? -preguntó el cardenal.

– Me pareció muy… perturbada.

– ¿Qué le parece su historia? El milagro y luego el asesinato.

– No estoy seguro de creer ni en lo uno ni en lo otro.

– La curación inexplicable de Agostina Gedda fue reconocida oficialmente por la Santa Sede.

Debía sopesar cada una de mis palabras.

– No pongo en tela de juicio la recuperación física, eminencia. Pero su espíritu no es el de una persona que ha sido salvada por un milagro…

– … de Dios. Por supuesto. Sin embargo, existe otra hipótesis.

– Me la han mencionado. Pero no creo en el diablo.

El cardenal sonrió con suficiencia, descubriendo unos dientes irregulares, biselados. Detrás de nosotros la fotocopiadora se había puesto en marcha.

– Es usted un cristiano moderno.

– Creo que lo que Agostina necesita es un psiquiatra.

– Los expertos hicieron una primera evaluación y posteriormente se realizó una contraevaluación. Desde el punto de vista de los especialistas, no padece ninguna enfermedad mental. Hábleme del crimen. ¿Cuáles son sus reservas?

– Eminencia, trabajo en la Brigada Criminal de París. Los asesinatos son el pan de cada día. Mi especialidad. Agostina no tenía ni los medios técnicos ni los conocimientos necesarios para cometer un crimen tan… retorcido.

– ¿Cuál es su opinión?

– Un solo asesino. Tanto para Salvatore como para Sylvie Simonis. Mi caso en el Jura.

El hombre de Iglesia arqueó las cejas.

– ¿Por qué Agostina Gedda habría confesado un asesinato que no cometió?

– Es lo que trato de descubrir.

– Según la policía de Catania, ella confesó detalles que solo el culpable podía conocer.

– Mi intuición es difícil de explicar, eminencia, pero creo que esta mujer conoce al asesino. Él le proporcionó esos detalles y ella lo cubre, por una razón que desconozco. Esa es mi hipótesis. Pero no tengo absolutamente nada que la pruebe.

El cardenal se puso de pie. Hice ademán de imitarlo pero con un gesto me ordenó que siguiera sentado. Dio unos pasos en torno al escritorio y luego declaró:

– Puede usted ir lejos con esta investigación. Y sernos muy, muy útil. -Levantó el índice, levemente curvado-. Puede usted ir muy lejos, siempre que esté orientado…

El prefecto había terminado de hacer las fotocopias. Las colocó sobre el escritorio y me devolvió el expediente. Con una señal de la cabeza, Van Dieterling le dio las gracias. El prefecto retrocedió, sin hacer el menor ruido. Las pupilas turquesa cayeron de nuevo sobre mí.

– En el fondo, usted y yo estamos de acuerdo -murmuró el cardenal-. Agostina no es quien asesinó a Salvatore. Nosotros conocemos la identidad del asesino.

– Ustedes…

– Un momento. Primero debo explicarle algunas cosas. Y usted, a su vez, debe abandonar sus certezas… racionales. No son dignas de su inteligencia. Es usted cristiano, Mathieu. Por lo tanto, sabe que la razón nunca ha tenido nada que ver con la fe. Incluso es uno de sus peores enemigos.

No comprendía adónde quería llegar, pero tenía una certeza: estaba a punto de escuchar revelaciones de capital importancia. Van Dieterling volvió a apostarse frente a la ventana.

– En primer lugar, debe olvidar la curación de Agostina. Me refiero a su recuperación física. Ni usted ni yo tenemos los medios para juzgar su carácter milagroso. En cambio, podemos interesarnos en su alma. ¡Es nuestra especialidad! Nuestro territorio.

– Eminencia, le pido disculpas, pero no sigo muy bien…

– Ataquemos directamente el problema fundamental. Quiero hablar en nombre de la autoridad que represento, la Santa Congregación para la Doctrina de la Fe. Tenemos la profunda convicción de que el espíritu de Agostina ha sido el escenario de un fenómeno sobrenatural. Una visita.

– ¿Una visita?

– ¿Sabe qué es una experiencia de muerte inminente? En inglés, la expresión consagrada es NDE: Near Death Experience. A veces, también se habla de «muerte temporal».

Un recuerdo acudió a mi memoria. Las informaciones que había recogido en internet con respecto a esa cuestión cuando buscaba datos sobre el coma. Recapitulé:

– Sé que encontrándose cerca de la muerte, algunas personas sufren una alucinación. Siempre la misma.

– ¿Conoce usted las etapas de esa «alucinación»?

– Primero, la persona inanimada tiene la sensación de abandonar su cuerpo. Por ejemplo, puede ver al equipo de sanitarios atareado en torno a su cadáver.

– ¿Y a continuación?

– La persona experimenta la sensación de penetrar en un túnel oscuro. A veces, vislumbra en el interior a familiares o allegados fallecidos. Al final del túnel, una luz crece y se apodera del sujeto, sin cegarlo.

– Sus recuerdos son bastante precisos.

– He leído sobre ello hace poco tiempo. Pero no veo lo que eso…

– Prosiga.

– Según los testimonios, esa luz posee un poder. La persona se siente colmada de un sentimiento indecible de amor y de compasión. A veces, ese sentimiento es tan agradable, tan embriagador, que el sujeto acepta morir. Por lo general, es en ese momento cuando una voz le advierte que aún no es el momento de marcharse. Entonces, el paciente recupera la conciencia.

Van Dieterling había vuelto a sentarse. Su gesto era huraño, pero le brillaban los ojos.

– ¿Qué más sabe?

– Al despertar, el superviviente recuerda perfectamente el viaje. Su concepción del mundo se modifica. Primero, ya no tiene miedo a la muerte. Luego, percibe su entorno con más amor, generosidad, profundidad.

– Excelente. Veo que domina usted la cuestión. Pero no debe dejar a un lado la dimensión mística de esa experiencia.

Tenía la sensación de estar pasando un importante examen oral. Aunque no conseguía entender qué estaba en juego.

– Los componentes son los mismos en todos los testimonios -proseguí-, pero las connotaciones religiosas difieren según el origen y la cultura del individuo. En Occidente, esa luz se suele relacionar con Jesucristo, el ser luminoso y compasivo por excelencia. Pero esta experiencia también está descrita en El libro tibetano de los muertos. Del mismo modo, existe, creo, una evocación de la vida después de la muerte en la República de Platón, que recupera las características de ese viaje.

El sol avanzaba en el interior del despacho. Dibujaba en el suelo figuras geométricas, blancas y brillantes. El cardenal mantenía la mirada fija en su anillo pastoral. El rubí palpitaba bajo la luz. Alzó la vista.

– Tiene usted razón -dijo-. Esas experiencias se viven en todo el mundo y el número no cesa de crecer, gracias, particularmente, a las técnicas de reanimación que permiten arrancar de la muerte a miles de personas cada año. ¿Sabe que de cinco víctimas de infarto que provoca un coma momentáneo, por lo menos una experimenta una NDE?

Me acordaba de la cifra. El cardenal movió suavemente la cabeza. Dosificaba el suspense. Por fin, murmuró:

– Creemos que Agostina sufrió una experiencia de ese tipo, exactamente antes de curarse, cuando entró en coma después de regresar de Lourdes.

– ¿Es lo que llaman ustedes una «visita»?

– Creemos que esa experiencia fue de un tipo particular.

– ¿En qué sentido?

– Negativo. Una experiencia de muerte inminente negativa.

Nunca había oído hablar de eso. Van Dieterling se puso nuevamente de pie y recogió su hábito con un gesto nervioso.

– Existen estados de coma, aunque mucho menos habituales, en los que el sujeto experimenta una fuerte angustia. Sus visiones son espantosas, la inminencia de la muerte lo aterroriza y vuelve de su travesía deprimido, atemorizado. Entre esas experiencias, un reducido grupo vive incluso la inversión absoluta de la NDE clásica. El sujeto tiene la impresión de abandonar su cuerpo pero al final del túnel no hay luz. Solo tinieblas rojizas. Los rostros que ve no son los de allegados colmándolo de solicitud sino imágenes de martirizados gimiendo, torturados. En cuanto al amor y la compasión, son sustituidos por la angustia y el odio. Cuando el paciente despierta, su personalidad cambia de forma diametralmente opuesta. Inquieta, agresiva, peligrosa.

El cardenal hablaba bajando el rostro mientras caminaba. Su sotana de lana negra atravesaba las salpicaduras del sol. Cada palabra parecía suscitar en él una cólera sorda.

– No es necesario que le explique el significado metafísico de semejante experiencia -prosiguió-. Los supervivientes no creen haber contemplado la luz de Cristo, sino todo lo contrario.

– Quiere decir que creen haberse encontrado…

– Con el diablo, sí. En el fondo del limbo.

Pasados unos segundos, susurré:

– Es la primera vez que oigo hablar de ese fenómeno.

– Eso significa que hacemos un buen trabajo. La Santa Sede hace todo lo posible, desde hace siglos, por ocultar ese tipo de visiones. Sería dar una nueva credibilidad al demonio.

– ¿A lo largo de los siglos? ¿Quiere decir que existen testimonios antiguos?

Van Dieterling volvió a sonreír con dureza.

– Ya es hora de que conozca usted a los Sin Luz.

– ¿Qué nombre ha dicho?

– Desde la Antigüedad esos reanimados negativos tienen un nombre. Los Sin Luz. Sine Luce, en latín. Los supervivientes del limbo. Hemos reunido sus testimonios aquí, en nuestra biblioteca. Acompáñeme. Le hemos preparado una selección.

No me puse de pie inmediatamente. Murmuré para mí mismo:

– En la escena del crimen donde se encontró el cuerpo de Sylvie Simonis, había una leyenda tallada en la corteza de un árbol: Yo protejo a los sin luz…

La voz ronca de Van Dieterling se elevó sobre mí.

– Es hora de que comprenda, Mathieu. Esos asesinatos forman todo. Pertenecen al mismo círculo. Un círculo infernal.

Me volví hacia el eclesiástico.

– ¿Agostina ha vivido una experiencia negativa? ¿Es una Sin Luz?

El cardenal hizo una seña al prefecto, que abrió la puerta. Luc me respondió.

– La peor de todas.

67

Otra vez los pasillos.

Otra vez, el prefecto y sus llaves de san Pedro.

Éramos los viajeros clandestinos del Vaticano.

Pero ya no estábamos solos; dos sacerdotes con espalda de culturista nos escoltaban. El cardenal, que superaba en tamaño a sus guardaespaldas, caminaba sujetando su hábito, con paso rápido y enérgico. Su cruz pectoral llevaba un rosario que hasta entonces no había visto y que tintineaba al ritmo de su andar.

Otra escalera. Rutherford abrió una puerta. Ahora avanzábamos por los sótanos. Según mis cálculos, debíamos de caminar bajo el patio de la Piña. Había oído hablar de esos archivos secretos del Vaticano. Los verdaderos, no los que estaban a disposición de los investigadores. El depósito que guardaba la memoria oculta de la Santa Sede.

Ya no había pinturas ni cincelados. Los techos, de hormigón visto, estaban desnudos. La iluminación se limitaba a bombillas protegidas con alambre. Se sucedían las salas donde se alineaban expedientes de color amarillo o beige, apretujados sobre estructuras de acero. Podríamos estar en los archivos de cualquier organismo administrativo. El olor a papel y a polvo era asfixiante. Ni Van Dieterling ni Rutherford se dignaban comentar la visita.

Otra puerta, otra vuelta de llave.

Apareció un espacio a escala humana, hundido en la penumbra. Sobre las paredes, las estanterías albergaban centenares de libros. Se sentía que la calidad del aire estaba protegida, estudiada, que había sido objeto de un riguroso cuidado. Rutherford lo confirmó.

– Aquí la temperatura no supera nunca los dieciocho grados. Y la humedad está controlada; como máximo es del cincuenta por ciento.

Me acerqué a los libros con encuadernaciones grises y lomos en los que había letras doradas grabadas. Todos tenían el mismo título, inferno 1223, inferno 1224, inferno 1225… La voz de Van Dieterling resonó detrás de mí.

– Usted sabe lo que se conoce como «infierno» en ciertas bibliotecas, ¿verdad?

– Por supuesto -dije sin apartar los ojos de los lomos numerados-. Es el lugar donde se guardan los textos prohibidos: libros eróticos, obras violentas, todos los temas sometidos a la censura.

Se acercó y pasó sus dedos sobre la fila de volúmenes apretujados.

– Todos los policías deberían ser intelectuales. Todos los policías deberían haber pasado por el seminario. En el Vaticano, estamos obligados a hacer gala de una mayor especificidad. Aquí poseemos un «infierno en el infierno», donde están catalogados todos los libros que tratan sobre el diablo.

– ¿Todas estas obras hablan del demonio?

– Una materia fecunda, que siempre nos ha interesado.

Señaló una abertura que yo no había observado, al final de la estancia.

– Adelante.

Descubrí otra habitación más pequeña aún. Un escritorio en el centro, con un ordenador; una lámpara de trabajo presidía el espacio: una sala de lectura.

– En este infierno -continuó el dignatario- hemos creado un «subinfierno» consagrado exclusivamente a los Sin Luz.

Los libros grises sobre las estanterías. Las mismas incrustaciones doradas: inferno…

– Hemos reunido aquí todos los testimonios que conciernen a las NDE negativas. Textos pero también pinturas, dibujos, todo tipo de evocaciones. Es una experiencia poco habitual, pero que se ha repetido a través de los siglos; encontramos huellas de ella en las civilizaciones más antiguas. Las palabras cambian, las creencias también, pero siempre es la misma historia. Salir del propio cuerpo, el túnel, la angustia, el demonio…

– ¿Por qué lo ocultan?

– Ya se lo he dicho. No queremos dar ningún crédito al Maligno. Imagine que los medios de comunicación se adueñaran de semejante secreto. Un viaje psíquico que permite entrar en contacto con el diablo. No oiríamos hablar de otra cosa durante meses. El satanismo ya conoce un interés renovado. Solo en Italia, actualmente estimamos en tres mil el número de sectas satánicas. No tenemos necesidad de agravar el problema.

El cardenal colocó la silla delante del escritorio.

– Siéntese. Le hemos preparado algunos textos significativos.

Antes de que pudiera sentarme, Van Dieterling se puso las gafas y tecleó un código en el ordenador. Vi aparecer las armas de la Santa Sede: la tiara y las dos llaves cruzadas de san Pedro.

– No podemos darle acceso a los documentos originales. Nadie los ha tocado desde hace años.

Cogió el ratón que activa el puntero.

– Lea y memorice -dijo, haciendo clic sobre un icono-. No le permitiremos que se lleve ningún documento. Ni una sola línea puede franquear el umbral de esta sala.

Me senté. El programa ya estaba en marcha.

– Lo dejo con esta legión terrible, Mathieu. La legión de los malditos. Que sean perdonados. Lux aeterna luceat eis, Domine.

68

El primer texto digitalizado databa del siglo VII antes de nuestra era. Según los datos introductorios, era un fragmento de una tablilla de arcilla descubierta entre las ruinas del templo de Nínive, antigua ciudad de Asiría, hoy situada en Irak. Una versión tardía de un episodio de la epopeya de Gilgamesh, héroe sumerio, rey de Uruk. El programa ofrecía una imagen escaneada del fragmento escrito en cuneiforme y una transcripción en italiano moderno.

En dicho episodio, Gilgamesh viajaba fuera de su cuerpo para caer en un abismo oscuro, en el fondo del cual brillaba una luz roja, poblada de rostros y de moscas zumbando. Un demonio lo esperaba en esas tinieblas. El fragmento de arcilla finalizaba en el momento en el que Gilgamesh dialogaba con la criatura.

Hice clic sobre el segundo nombre de la lista. La fotografía de un fresco. Según la leyenda, esa serie de dibujos decoraban la cámara funeraria de una reina de Napata, ciudad sagrada del norte de Sudán, situada en la ribera del Nilo. La civilización kush se había desarrollado a la sombra de los egipcios alrededor del siglo vi antes de nuestra era. El comentario precisaba que esas dinastías de reyes, llamados los «faraones negros», todavía no se conocían bien. Pero el fresco, desde el punto de vista de los Sin Luz, no ofrecía ninguna ambigüedad.

Se observaba a una mujer negra echada, de la cual emergía otra mujer más pequeña. Símbolo evidente: la salida del cuerpo. La segunda silueta se encaminaba por un pasillo oscuro en el que estaban dibujados los rostros con trazos más claros. Al final del pasaje, un remolino rojo, una especie de sifón, daba a un ojo negro.

Pasé al tercer documento, pero ya sabía que los testimonios de los Sin Luz habían aparecido con el arte de la escritura. Quizá un día se encontraría una pintura rupestre evocando la funesta experiencia. El nuevo texto era un palimpsesto; el texto en griego había sido borrado para ser sustituido por un extracto de la epístola de san Pablo a los romanos, redactada en latín. Recuperadas, las líneas iniciales databan del siglo I de nuestra era.

Primero intenté leer el fragmento en la lengua original pero mis conocimientos de griego antiguo eran demasiado limitados. Opté por leer la traducción al italiano moderno. El texto narraba la historia de un hombre que, tomado por muerto, estuvo a punto de ser enterrado en Tiro; sin embargo, despertó en el último momento. El hombre describía su experiencia vivida en la nada:


Ya no veía ninguno de los objetos que estaba acostumbrado a ver, sino un valle de una profundidad prodigiosa. En el fondo, distinguía los rostros y los gritos…


No podía abrir todos los documentos; la lista era larga y el tiempo corría deprisa. Bajé el puntero e hice clic sobre la décima línea, saltándome varios siglos de un plumazo. La reproducción de un fresco sobre madera de la capilla de los Monjes, en Sercis-la-Ville, Saône-et-Loire, que databa del siglo X. Varias imágenes representaban el milagro de san Teófilo. Conocía la leyenda, muy popular durante la Edad Media. La historia de un ecónomo de Asia Menor que había vendido su alma al diablo. Perseguido por el remordimiento, el hombre rezó a la Virgen. Ella le arrancó el contrato a Satán, y se lo devolvió al pecador arrepentido, que luego alcanzaría la santidad.

Sobre ese fresco, la escena del diálogo con Satán no representaba a Teófilo escribiendo la carta con su sangre, como en el relato habitual. Teófilo volaba por los aires con los ojos cerrados, por un pasillo tapizado de rostros. En el fondo, se distinguía una cara desfigurada por una mueca; sus rasgos fugaces afloraban a la superficie de un torbellino. No cabía duda: el artista se había inspirado en una experiencia de muerte inminente negativa, vivida o transmitida por otra persona.

Una vez más, pasé de largo varios fragmentos y me detuve en un poema del siglo XIV, firmado por un tal Villeneuve, discípulo de Guillaume de Machaut. Poeta e intelectual en la corte de Carlos V, y después de Carlos VI -señalaba el comentario-.Villeneuve había estado a punto de ser enterrado vivo después de caer de un caballo. Se había despertado el día de sus funerales y no había querido comentar su experiencia. Sin embargo, en uno de sus poemas, podía leerse el pasaje siguiente, traducido del francés antiguo al italiano antiguo por los escribas del Vaticano:


…sé de lugares tenebrosos

sin claridad ni luz

ni cielo ni limbo ni infierno

mi alma del cuerpo se separa

y vuela sin fin en la oscuridad…


Había una nota adjunta. Los anales jurídicos de Reims daban fe de que en 1356, once años después del accidente, Villeneuve había sido colgado por haber asesinado a tres prostitutas. La confirmación de lo expuesto por Van Dieterling: aquellos que vivían una inversión de la experiencia se convertían en seres violentos y crueles.

Otro ejemplo, sacado de los Archivos del Santo Oficio de Lisboa, daba fe de ello. El fragmento, de 1541, reproducía el interrogatorio de un tal Diogo Corvelho. Yo había estudiado ese período. En el siglo XVI, la Inquisición había vuelto a cobrar fuerza en el imperio de Carlos V. Ya no se trataba de perseguir a los posesos sino a otro tipo de herejes: los judíos convertidos al catolicismo, sospechosos de practicar en secreto su culto de origen.

Sin embargo, el fragmento narraba el interrogatorio de un auténtico poseso: un nativo de Lisboa, acusado de comerciar con el diablo pero también de mutilar y asesinar a niños. Uno de los pasajes estaba traducido al italiano.

Diogo Corvelho recordaba una «herida en el cuerpo… por la que su alma se había escapado». Hablaba de un «pozo de tinieblas animadas» y de un «demonio, prisionero de hielos rojizos». Los inquisidores habían insistido en ese punto. Estaban acostumbrados a confesiones más estereotipadas, del tipo «llamas del infierno» y «bestia con ojos encendidos». Pero Corvelho repitió lo dicho, aunque variando algunos términos; incluía palabras como «hielo», «escarcha», «corteza». También describía, detrás de aquella pared, un «rostro herido, lechoso, atravesado por relámpagos y recubierto por una membrana…».

Mientras leía, advertí que todas esas palabras se encontraban en los textos apócrifos de los primeros siglos cristianos que describían el infierno. ¿Serían también fruto de la influencia de las visiones de los Sin Luz?

Corvelho fue ejecutado en 1542 durante el segundo auto de fe de Lisboa, junto a centenares de judíos acusados de herejía. Se mandó una nota sobre él a la Santa Sede. Ya entonces, el Palacio Apostólico agrupaba a los autores de esos testimonios bajo el nombre de «Sin Luz». También se los llamaba los «pasajeros del limbo».

Miré el reloj: casi las dos del mediodía. Debía darme prisa. Recorrí rápidamente los testimonios de los siglos XVII y XVIII. A partir de entonces, los hombres del Santo Oficio siempre trataban de conocer los actos posteriores del testigo. Siempre se repetía la misma caída. Violaciones, torturas, asesinatos. Carne de horca o de cadalso.

Los pasajeros del limbo.

Un ejército de asesinos a través de la historia.

Me detuve al azar en una cita más larga, que databa del siglo XIX. En el año 1870, Simon Boucherie, un médico forense francés, había reunido los testimonios de numerosos asesinos que estaban en prisión. Esperaba crear un archivo sobre sus desviaciones y descubrir las causas de la pulsión criminal. Boucherie identificó dos causas principales, aparentemente contradictorias. El factor social: «no se nace criminal; alguien se convierte en criminal por culpa de la sociedad y de la educación», y el factor hereditario: «se nace criminal; una alteración de la sangre conduce a la violencia».

Conocía a ese forense y sus teorías confusas. Lo que ignoraba era que ese hombre, al final de su vida, se había dedicado a una tercera vía: la de la «visita».

Su caso de estudio era Paul Ribes, encarcelado en 1882 en la cárcel de Saint-Paul de Lyon. Asesino reincidente, Ribes había sido detenido por el asesinato de Emilie Nobécourt. Apuñaló a su víctima, la descuartizó y luego la cortó en doce partes. Una vez entre rejas, el hombre confesó otros ocho asesinatos, perpetrados siempre en el barrio de la Villette de Lyon.

Cuando Boucherie le pidió que escribiera sobre su experiencia criminal, Ribes insistió en lo que llamaba «la fuente de su desgracia»: una pérdida prolongada de conocimiento después de un traumatismo craneal a la edad de veinte años. Los investigadores pontificios se habían procurado el original del testimonio. El expediente incluía una copia escaneada del texto manuscrito. Escogí leer el texto escrito por la mano torpe del asesino lionés.

[…] Mientras estaba sin conciencia, he soñado. Los doctores me dicen que es imposible, pero lo juro, he soñado. […] He salido fuera de mi cuerpo. Cuando escribo esto, yo mismo no puedo explicarlo pero ya no estaba en mi cuerpo. Flotaba en la sala del dispensario. Me acercaba al techo y sentía un miedo que me rodeaba como una niebla… Lo recuerdo: escuchaba el siseo de las lámparas de gas, sentía su olor…

[…] Luego he atravesado el techo. Ya no sabía dónde estaba. Todo era negro. Al cabo de cierto tiempo, localicé un orificio, un pozo, precisamente encima de mí. Podía ver las piedras de las paredes. Eran rostros. Gentes que gritaban en silencio. Era horroroso. Al mirar al fondo del pozo he sentido vértigo y he caído…

Quería gritar pero la velocidad me lo impedía; de todas maneras, yo ya no tenía ni rostro, ni boca, ni nada… Y luego, poco a poco, los gemidos me han acunado, los rostros con su sufrimiento me han serenado… Esas cabezas que sangraban (estaban heridas) se convertían en vestiduras cálidas, suaves, reconfortantes…

Entonces lo he visto. Bajo una corteza roja, estaba allí, rodando, girando, muy cerca de la pared… Me ha hablado. No podría decir qué lenguaje ha utilizado pero lo he comprendido. Oh sí, lo he comprendido en el fondo de mí mismo. Mi vida entera desde mi nacimiento se ha vuelto pura, transparente y más aún lo que viviría, lo que haría… No puedo decir nada más pero suplico a los que me leerán que me crean. Sea lo que sea, lo hice porque no tenía elección. Nunca he vuelto a tener elección…

Paul Ribes fue trasladado a Riom en mayo de 1883. De allí, pasó a la cárcel de Saint-Martin-de-Ré, en la isla de Ré, y luego fue enviado al presidio de Cayena. Murió de malaria cinco años más tarde, en agosto de 1888. Según el informe del médico del presidio, Ribes dijo durante su agonía: «No temo la muerte. De ella vengo».

Los investigadores de la Santa Sede habían adjuntado una segunda nota. El doctor Boucherie fue asesinado en 1891, mientras seguía trabajando sobre la «tercera vía», buscando nuevos testimonios a través del mundo. Lo apuñalaron en los alrededores de la cárcel peruana de Piedras Negras, cerca de Lima.

Pensé en Luc. Habría apreciado esos testimonios. Una evidencia empezaba a tomar forma. Un giro crucial para mi investigación. «He encontrado la garganta», le había dicho a Laure. Hablaba de esta experiencia de muerte inminente negativa. También podría haber dicho: «He encontrado el pozo» o «el abismo», uno de los términos utilizados por esas personas salvadas milagrosamente. Sí,

Luc había descubierto el rastro de los Sin Luz. ¿Había estado allí? ¿Había llegado a un acuerdo con Van Dieterling? No. En tal caso, el cardenal no habría tenido interés en mi expediente. ¿Qué camino había tomado? ¿Cómo había descubierto el ejército del limbo?

Miré por encima los expedientes que seguían. Entre ellos había un resumen de la obra inglesa Phantasms of the Living (1906), que reproducía un pasaje del diario del capellán de la cárcel de Birminghan en las West Midlands. El religioso, aterrorizado, evocaba el caso de un poseso preso en esa institución, «un hombre que había viajado fuera de su cuerpo y había conocido al demonio». Solicitaba para el recluso una cama en el Manchester Royal Lunatic Hospital, un importante establecimiento psiquiátrico de la época.

Me detuve en un caso similar, mencionado treinta años más tarde por una pareja de investigadores estadounidenses, Joseph Banks y Louisa Rhine, pioneros de la parapsicología científica. Estos investigadores de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, habían recopilado miles de declaraciones sobre esas experiencias inexplicables. En sus archivos citaban el caso de Martha Battle, declarada muerta y reanimada posteriormente, en 1927, en Mineápolis, Minnesota. Según sus familiares, al despertar, la mujer había perdido el juicio. Pretendía haber viajado por un «valle oscuro» donde «Satán la esperaba para hacerle el amor». Martha fue detenida dos años más tarde después de haber envenenado a siete niños. Finalmente, la colgaron en la horca en el estado de Missouri.

Esperaba que la puerta se abriera de un momento a otro. No obstante, leí otro testimonio. Un fragmento de los apuntes personales de John Goldblum, psiquiatra estadounidense que, en el tribunal militar de Nuremberg, en enero de 1946, había interrogado a los jefes nazis a fin de llevar a cabo exámenes psiquiátricos.

Entre los oficiales interrogados, el médico Karl Lierbermann, que había hecho estragos en los campos de Sachsenhausen y Auschwitz, respondía al típico perfil de los Sin Luz. Los censores del Santo Oficio habían traducido un pasaje del interrogatorio de Goldblum.


– No trabajaba para el Führer, ni para el Tercer Reich.

– ¿Para quién trabajaba, entonces?

– Todo lo que he hecho, ha sido siguiendo sus órdenes.

– ¿A quién se refiere?

– En mi juventud, antes de la guerra, viví una experiencia.

– ¿Qué experiencia?

– Un accidente cerebral. Estuve muerto y resucité.

– ¿Qué relación tiene eso con sus… trabajos?

– Mientras estaba muerto, él entró en contacto conmigo.

– ¿Quién es «él»?

– Satán. La Bestia. El Tentador. El Malo. Llámelo como le plazca. Cada nombre solo será una mentira más. Un intento fallido de caracterizarlo.

(Silencio.)

– ¿Eso es todo lo que ha encontrado como estrategia de defensa?

– No tengo nada de que defenderme.

(Silencio.)

– Ese diablo, ¿cómo era?

– No tiene aspecto. No lo necesita. Está en nosotros.

– ¿Qué le ha dicho ese diablo?

– No se ha expresado. No en el sentido en el que usted lo entiende.

– ¿Qué quería? ¿Cómo describiría lo que quería?

– ¿Quiere conocer su voluntad? Mire lo que he hecho en los campos. Mire lo que mis manos han inyectado. Antes de mi muerte cerebral, mi vida era un interrogante. Después, mi vida ha sido la respuesta.


La conclusión del expediente precisaba:


Karl Lierbermann fue condenado a muerte y ejecutado en marzo de 1947, principalmente por su responsabilidad en los experimentos realizados en humanos con el gas mortal iperita en Sachsenhausen en 1940, y en segundo lugar, por su contribución a las experiencias sobre las bajas temperaturas y su participación en el programa de esterilización, incluidas la castración y la exposición a los rayos X, en el campo de Auschwitz.


Los pasajeros del limbo. La legión de las tinieblas. No solo unos asesinos, sino torturadores, sádicos, manipuladores, que actuaban en todos los registros del mal. A la manera de ángeles negros que multiplicaran los rostros.

Me aferraba a la idea de que esos hombres y mujeres simplemente habían sufrido un trauma psíquico. Pero la tentación de afirmar que se habían encontrado con el diablo, el verdadero, entre la vida y la muerte, era grande. Un diablo que acechaba a sus víctimas en los confines de la conciencia humana. Un poder negativo que esperaba que la puerta se abriera para atrapar las almas, tal como los agujeros negros absorben la luz en su campo cósmico.


Cuatro de la tarde

Todavía quedaban numerosos testimonios, las fechas se acercaban las unas a las otras cada vez más. Miré algunos por encima. Una mujer chipriota que en el servicio de reanimación había tenido la sensación de convertirse en un bloque de hielo mientras que sus manos ardían, hasta el momento en el que había visto surgir una «luz rosa». Un hombre que, tras sufrir un infarto, creía haberse convertido en las bolsas de perfusión suspendidas a su lado en ganchos de carnicero. Después de salir de su cuerpo, había penetrado en un túnel donde una voz le había advertido: «Morirás». Solo entonces, recuperó el sosiego y vio aparecer una forma zoomórfica detrás de una corteza rojiza.

Hice clic al azar sobre un informe de la policía federal de Saint Louis, Missouri, con fecha 2 de mayo de 1992, firmado por el detective Sam Hill. Dicho informe se refería al fallecimiento de Andy Knighdey, de dieciséis años, a quien habían disparado a quemarropa a la una de la mañana en el Distrito 7.°. «El último», me dije.

Andy había sido encontrado muerto, con una bala en el pecho disparada por un fusil de percusión calibre 12. La nota precisaba que se trataba de un gueto de Saint Louis, de población negra, donde se enfrentaban dos bandas, los Crips y los Bloods. Por lo tanto, Andy Knighdey era un afroamericano de pura cepa.

La continuación del texto era sorprendente. Los servicios de urgencia consiguieron reanimar a Andy; el detective Hill lo llamaba «deadmatt». Al sexto electrochoque el corazón empezó a latir nuevamente. Conectado a la respiración asistida y a la perfusión, Andy fue trasladado al servicio de reanimación del hospital bautista de Saint Louis. Diez días más tarde, el gamberro, esposado a su cama de hospital, era interrogado por Sam Hill.

El expediente informático iba acompañado de un audio con una grabación sonora enviada por los servicios policiales de Saint Louis. No obstante, un comentario advertía sobre el acento afroamericano del joven gangsta, así como de una particularidad de su banda: Andy Knighdey, en tanto que miembro de los Crips, tenía prohibido pronunciar palabras que empezaran con la letra «B», la letra del enemigo: los Bloods. De modo que siempre las evitaba.

Probé fortuna con la grabación. No podía resistir la tentación de escuchar un testimonio de viva voz.

Puse la grabación en avance rápido hasta llegar al pasaje clave.


– Tío, he notado que me iba.

– ¿Has sentido que morías?

– No, tío. He salido de mi cuerpo.

– ¿Cómo?

– No puedo explicarlo. Pero ya no estaba en mi cuerpo. Volaba sobre la calle mientras los maderos llegaban en sus cochazos. Podía ver sus luces girando y todo mi distrito. Un verdadero viaje, tío; como en un helicóptero.

– ¿Estabas despierto?

(Risita sarcástica.)

– Tío, estaba muerto. Lo sabía, pero me tenía sin cuidado. El faro me llamaba.

– ¿Qué faro?

– El faro rojo en el fondo del agujero.

– Habías tomado drogas.

– Estaba muerto y el faro estaba en el fondo del agujero. ¿Lo pillas?

– Sigue.

– Flotaba ahí adentro. Como en un cañón, con las paredes que se movían. Y había voces que lloraban.

– ¿Qué voces?

– Rostros. Era oscuro, pero podía verlas a pesar de todo. Era como una tele mal sintonizada.

– ¿Qué decían esos… rostros?

– Lloraban, nada más. He reconocido a muchos… Hasta estaba mi madre.

– ¿Lloraban porque habías muerto?

(Risa sarcástica.)

– No creo que mi madre llore el día de mi muerte.

– ¿Por qué lloraban?

– Se sentían mal. Tenían miedo.

– ¿De qué?

– Del faro. La luz roja se acercaba. Como un ojo.

– ¿Un ojo?

– Sí, tío. Un ojo que sangraba, que respiraba. Y me decía cosas…

– ¿Qué cosas?

– Imposible decírtelas.

– ¿No las comprendías?

– Las comprendía. Pero es un secreto.

– ¿Quién te hablaba? ¿Una presencia… divina?

(Carcajadas.)

– Tío, no has entendido nada. El que me hablaba era Lucifer.

– ¿El diablo?

– Sí, el ojo, la sangre y la voz. He comprendido el mensaje perfectamente.

– ¿Qué mensaje?

– Tío, estoy en el buen camino. No hay nada más que debas saber.


El pasaje terminaba con esta conclusión en forma de profecía. Y en efecto: una nota precisaba que Andy había sido abatido el año siguiente por los hombres del SLPD (Saint Louis Police Department), después de haber matado a once personas en una iglesia de su misma confesión. Según los testigos, Andy gritaba que había Bloods por todas partes; sin embargo la parroquia, en plena misa, solo estaba llena de mujeres y de niños.

Ya tenía bastante. Cogí mi libreta. Van Dieterling no podía impedir que tomara notas. Escribí a toda prisa los puntos comunes de esos testimonios. Resumí en pocas palabras cada etapa: «salida del cuerpo», «abismo, pozo, valle, túnel, orificio, cañón, caverna», «rostros, gemidos», «angustia, bienestar», «luz roja, faro, ojo», «hielo, escarcha, lava, sangre», «diablo, maligno, “él”, Lucifer»…

Levanté mi pluma, golpeado por una verdad contundente.

Al descubrir «la garganta» de los Sin Luz, Luc no había sentido terror, como yo. Y mucho menos, escepticismo. A sus ojos, esa experiencia era un medio perfecto para entrar en contacto con el diablo. Una prueba física del poder oscuro en el que él siempre había creído.

¿Qué debía de haber descubierto a continuación, para llegar a renunciar a su investigación y a su vida? Me sequé el sudor de la frente con la manga de la chaqueta. Estaba guardando la libreta en mi bolsillo cuando la voz del cardenal resonó detrás de mí:

– ¿Convencido?

69

La pregunta no necesitaba respuesta. Volví la cabeza. El cardenal Van Dieterling se acercó. Parecía que resbalara suavemente sobre el suelo.

– ¿De modo que Agostina Gedda pertenece a esta serie? -pregunté.

– Ella nos ha hecho partícipes de su experiencia, sí. Supongo que se la contó.

– Más bien evocó un sueño. El diablo le habría inspirado su venganza. Según ella, o más exactamente según «él», fue Salvatore quien la empujó por el acantilado cuando ella tenía once años.

– Es la verdad. Lo hemos verificado. Hemos hablado con los demás niños que estaban presentes.

– Quizá se acordó ella sola, ¿no cree?

– Deje de negar la evidencia. Ganará tiempo.

Agostina me había dicho exactamente lo mismo. Me puse de pie para estar a la altura del religioso. Detrás de mí, Rutherford ya apagaba el ordenador. Ataqué de frente al hombre de negro y púrpura.

– Eminencia, ¿cuál es su opinión? ¿Cree usted realmente que el demonio se le apareció a Agostina? ¿Que pudo aparecer a todos esos reanimados? Quiero decir: ¿un diablo real? ¿Una potencia inspiradora y destructora?

Van Dieterling no contestó. Volví a tomar conciencia de la humedad y el frío de la estancia. Por fin, pasando la mano por los lomos desteñidos y dorados de los volúmenes, respondió:

– Poco importa lo que yo crea. Agostina vivió una experiencia psíquica transformadora. Esa modificación fue lenta. Transcurrieron dieciocho años. Pero al final del proceso, la mujer de Paterno salvada por un milagro se había convertido en una asesina. Abyssum abyssus invocat.

«El abismo llama al abismo.» Cogí su argumentación al vuelo.

– Precisamente. Yo sería partidario de creer en un simple trauma psíquico. Una alucinación que habría modificado su personalidad. Pero hay una curación física. Hace un momento, usted ha pasado de puntillas sobre esta curación. Ese prodigio podría ser una prueba concreta de la existencia del demonio. Habría salvado a la niña y se le habría aparecido en el mismo momento. Y sin duda otras veces, mucho más tarde.

El eclesiástico esbozó una sonrisa de suficiencia.

– Pero usted no cree en Satán…

– Hago de abogado del diablo. Todos estos testimonios citan una presencia detrás de una luz roja. Un ser de las tinieblas que les ha hablado. Y he observado que todos ellos se niegan a hablar de ese intercambio.

– El Juramento del Limbo.

– ¿Qué?

– El pacto con el Maligno. Una tradición muy antigua le ha dado ese nombre: el Juramento del Limbo.

– ¿Y qué significa?

– El diablo no da nada gratuitamente. En el mismo instante en el que el sujeto muere, Satán propone el trato. Salvar la vida a cambio de una sumisión total. La promesa de hacer el mal. A esa «transacción» se la denomina el Juramento del Limbo. El pacto faustiano, pero en versión psíquica. La famosa cédula, la declaración de vasallaje firmada con la sangre del hereje. Aquí, el juramento se lleva a cabo en el terreno del espíritu. No hay ninguna necesidad de sangre ni de ceremonial. «Lex est quod facimus.» El poseso escribirá la nueva ley con sus crímenes.

Las palabras de Agostina. Unos pinchazos me aguijoneaban la nuca. Todo cobraba sentido. Los hechos tomaban un giro demasiado convincente, demasiado… indiscutible.

– Pero usted -dije, bruscamente-, ¿usted lo cree?

– Deje de preocuparse por lo que yo creo. Debemos trabajar juntos.

– Ya tiene mi expediente.

– Queremos la continuación. Queremos estar informados de cada nuevo elemento.

Dio un paso hacia mí. Su hábito negro olía a incienso y a vetiver.

– Usted y yo pensamos igual: un único asesino. Usted cree en un asesino de carne y hueso. Yo creo en un supraasesino que se esconde en los repliegues del coma. Llámelo como quiera, diablo, bestia, ángel de las tinieblas, pero este «inspirador» da sus órdenes desde el fondo del limbo. Debemos desenmascararlo. Juntos.

– No puedo ayudarlo. No comparto sus convicciones. Yo…

– Cállese. Todo está cambiando y usted está en el corazón de esta mutación.

– ¿Qué mutación?

– El estilo del inspirador. Hasta ahora, se contentaba con ordenar a los posesos que utilizaran la violencia, la tortura, el asesinato. Poco importaba la forma. Ahora, les dicta un ritual concreto. Los insectos, el liquen, las mordeduras, la lengua cortada. Él es quien propone esos detalles a sus criaturas. Usted tiene el expediente Simonis. Nosotros, el expediente Gedda. Pero hay otros.

Pensé en Raïmo Rihiimäki, el estonio. ¿Cuántos más habría, en todo el planeta? Van Dieterling tenía razón, y yo también lo había comprendido: no se trataba de una serie de asesinatos, sino de una serie de asesinos. Los asesinos que, según esa lógica, se convertían en indicios que señalaban a un asesino trascendente, metafísico. El que tiraba de los hilos en el fondo de la «garganta».

– ¿Cómo saben que hay otros? -pregunté.

– Lo sabemos. Lo intuimos. Y ahora, necesitamos a un investigador con experiencia. Un verdadero madero. Sin fronteras ni principios. Un hombre como usted, que se complace en la violencia y la mentira. Dispuesto a todo para conseguir sus fines.

Encajé el insulto. Después de todo, no estaba tan lejos de la verdad. El prelado continuó:

– Debe usted encontrar a todos aquellos a los que el diablo salvó con un milagro. -Alzó la voz-. Una nueva raza de asesinos está emergiendo. ¡Debemos comprender por qué el demonio salva a esos hombres, a esas mujeres y los empuja a vengarse de una manera tan precisa!

Le ofrecí una pobre respuesta.

– Ni siquiera tengo un sospechoso en el caso Simonis.

– Lo encontrará. Siempre sucede lo mismo. Un mortal es asesinado; luego, es salvado por el diablo. A continuación se venga, a veces mucho más tarde, utilizando ácidos, insectos, liquen y no sé qué más. Queremos la lista de esos asesinatos. Queremos comprender por qué ahora, a través de sus emisarios, el demonio actúa como un asesino en serie, con sus obsesiones, su método, su firma. Pensamos que hay un mensaje oculto que debemos descifrar. Una profecía.

De modo que era eso. Los nombres de la Bestia sobre el cuerpo de la víctima. Las mutilaciones que retomaban las armas de la muerte. Un mensaje. La palabra de Lucifer.

Vértigo. Mi investigación no se desarrollaba en un plano terrenal, sino escatológico. Detrás de los asesinatos no había simples asesinos, sino Satán en persona. Un demonio que aullaba y actuaba a través de sus espíritus vengadores.

Una vez más pensé en Luc. ¿Había llegado tan lejos en su investigación? ¿Había descubierto la profecía del Maligno? Busqué en el fondo de mis bolsillos y encontré su foto arrugada.

– ¿Conoce a este hombre?

Los labios del cardenal se arquearon en un gesto de indiferencia.

– No. ¿Quién es?

– Uno de mis amigos. También madero. Trabajaba en este caso.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– Ha intentado suicidarse.

– Entonces, ha fracasado. No fracase, Mathieu Durey. ¡No me decepcione!

Se volvió. Su hábito restalló. Una advertencia negra y roja. La Inquisición estaba de vuelta, gracias a una misteriosa fractura de los siglos.

70

– Aquí lo dejo. Solo tiene que seguir el mismo recorrido que antes. Al final de la sala, gire a la derecha, por la galería. Al fondo encontrará la salida.

El tono dulzón de Rutherford contrastaba con la voz admonitoria de Van Dieterling. Habíamos salido a la superficie. Por el resquicio de la puerta pude divisar la Capilla Sixtina.

– Ningún problema -dije, con voz ausente.

Me despedí de Rutherford y me puse en camino. Me detuvo cogiéndome del brazo.

– Nuestras señas -señaló, metiendo una hoja doblada en el bolsillo de mi chaqueta-. En caso de que las haya perdido.

Seguía sonriendo, pero su mano era firme. Bajo la seda, apretaba las clavijas. Me escabullí entre los visitantes que avanzaban ahora en grupos por la Sixtina. Con la gabardina bajo el brazo, sujetaba mi carpeta como si fuera un turista que ha ido a tomar notas.

Estaba atontado, después de pasar unas horas en soledad y llenas de revelaciones. No era consciente ni de la multitud ni del bullicio que me rodeaban. Solo veía las pinturas. Sixto V tendía el brazo hacia los planos de la nueva biblioteca que le estaban enseñando. El emperador Augusto, fundador de la Biblioteca Palatina, caminaba entre hombres de letras que parecían ermitaños, barbudos y desnudos. Unos prelados presidían el Concilio de Constantinopla mientras que unos soldados los señalaban con el dedo.

Las mitras blancas, los cascos cobrizos, los hábitos de color rojo y azafrán, todo me ponía frenético. Cada detalle me provocaba una sensación física tan concreta como un trago de té ardiendo o una salpicadura de agua helada. El rumor de las voces, el calor de los cuerpos parecían abatirse sobre mi malestar. Estaba en pleno síndrome de Stendhal.

De pronto, sentí que me desvanecía. Me apoyé en una espalda, pero solo recibí un empujón acompañado de protestas en lengua escandinava. Debía salir de allí cuanto antes. Me perdí en la marea de visitantes.

Las pinturas desfilaban. Un Cristo blandió delante de mí una tabla donde estaba escrito: ego sum. Las letras se inscribieron como hierro candente en mi cerebro. Por fin, pude acceder a la galería.

No sentí ningún alivio; el espacio estaba sobrecargado de frescos, esculturas, objetos antiguos y de astronomía. Tomé a la derecha y me abrí paso entre la marea humana, pasando al lado de las ventanas que daban a los jardines del Vaticano y a sus pinos piñoneros. La vista se me nublaba, mi piel se erizaba como la de una gallina, tupida y gélida.

De pronto, un malestar en el malestar.

Una sensación aguda, diferente.

Me seguían. No era un hombre de Van Dieterling ni la mirada abstracta de Pazuzu. Era otra cosa. En una fracción de segundo lo supe: los asesinos. Miré a mi alrededor. Nada. Excepto los turistas que caminaban a paso lento, admirando las pinturas, los mapamundis, los globos celestes. Sin embargo, me sentía localizado, espiado, amenazado. Y esa multitud era el lugar ideal para una ejecución discreta con arma blanca. El gentío me llevaría hasta la salida con la navaja en el vientre.

Me abrí paso susurrando «prego», «pardon» y «sorry», aunque la única respuesta que recibía eran gruñidos y codazos. Por fin, dejé atrás a los guardianes que vigilaban a la manada, me escondí en un rincón contra una puerta acristalada y recuperé el aliento.

Frente a mí, un vitral de María y el divino niño, azul y rojo, me miraba con autoridad. Esa mirada me ordenaba que siguiera mi camino, sin temor. Experimenté una sensación de consuelo. Me puse en manos del Señor y me perdí nuevamente en la multitud.

El final de la galería. La masa de turistas parecía más densa aún, como si se tratara de un río alimentado por mil afluentes. Para salir de los museos había que pasar la última prueba: la gran escalera de caracol con la balaustrada de bronce, obra de Giuseppe Momo. Una suave pendiente que, con sus amplias curvas, evoca una estructura que fuga en el infinito.

«Prego, pardon, sorry.» Me deslicé entre los grupos. Las curvas se sucedían como obsesivos serpenteos. Una idea me asaltó: esa pendiente en caracol creaba un eco con la estructura profunda del ser humano. Existía un acuerdo secreto entre esa forma en espiral y la arquitectura interna del hombre. Estaba pensando en la hélice de nuestro ADN, cuando un hombre fornido se apoyó en la balaustrada y me cortó el paso. Era tan ancho de hombros que parecía ocupar todo el espacio. Choqué contra su brazo y pronuncié más fuerte: «Prego!». El tipo no se movió. Al contrario, sus dedos se aferraron a la baranda de bronce.

Entonces comprendí, pero ya era tarde. Me lancé contra la pared al tiempo que una navaja relucía delante de mí. La hoja fue a parar al antebrazo del paquidermo. Me volví, pero no vi nada. Solo unos turistas que empezaban a tropezar entre sí porque yo no avanzaba. Me volví otra vez; el brazo herido también había desaparecido.

La acción había sido tan rápida que me pregunté si no la habría soñado. Pero en ese instante, una mano me cogió. Un hombre sin rostro visible, cubierto por la visera de su gorra de béisbol, me levantó y me empujó por encima de la balaustrada. Me resistí agarrándome a la barandilla, por lo que dejé caer la trenca y el expediente. El desorden se convirtió en caos. Los turistas chocaban entre sí. La balaustrada contra mi vientre, el vacío frente a mí.

Me aplasté contra el parapeto con todo el peso de mi cuerpo para no perder el equilibrio y caer. Las manos seguían tirando de mí. Ahora, la multitud de visitantes se apartaba para pasar, sin hacer caso de nuestra lucha. Nadie parecía darse cuenta de que intentaban matarme.

Lancé un puñetazo. El golpe se perdió en el aire pero el hombre me soltó. Quedé tendido en el suelo, cruzado en la rampa. Un clamor se elevó desde la elipse. Rodé varios metros, arrastrado por una maraña de pies. Todo el mundo corría hacia la barandilla. ¿Qué pasaba? Me puse de pie y comprendí. En el forcejeo, el asesino se había balanceado hacia atrás. Debí de arrollarle las piernas y provocar su caída.

Me puse de pie y recogí mis cosas. Conmocionado, bajé corriendo la escalera. Nadie me cogió por el brazo gritando «assassino!». Fui arrastrado con los demás hasta la planta baja.

Un círculo se había formado alrededor del cuerpo, en el centro de la estructura. Unos guardias gritaban para dispersar a la gente. Me colé entre ellos.

El cuerpo yacía en una postura inconcebible. La pierna izquierda estaba torcida hasta tal punto que el pie tocaba la cadera. El brazo derecho, detrás de la espalda, estaba roto. El hueso había atravesado el hombro de la camisa. La gorra había salido proyectada a un metro de distancia y el cráneo había estallado contra el mármol claro. Una gran aureola oscura se esparcía en torno al rostro creando un contraste que lo volvía aún más pálido.

La visión de un cadáver siempre es chocante, pero tenía otra razón para estar estupefacto: conocía a ese hombre. Patrick Cazeviel, el segundo sospechoso del asesinato de Manon Simonis. El ex convicto, tatuado de la cintura hasta los hombros, el prisionero de los ángeles y los demonios.

Un detalle en su clavícula izquierda me llamó la atención.

Un tatuaje que destacaba sobre el resto de surcos y arabescos azulados. Un dibujo que tenía la precisión del número de un campo de concentración o de una cicatriz, pero que yo no había detectado durante nuestro primer encuentro. Una especie de picota o un collar de hierro, unido a una cadena, como las que solían llevar antiguamente los prisioneros.

Ya había visto ese símbolo. Pero ¿dónde?

71

– Fiumicino. International Airport.

Me hundí en el taxi. Una sola urgencia: huir de Roma. Tomar el primer avión y poner el máximo de kilómetros de distancia entre esa muerte violenta y yo. «Un accidente», murmuré. Las palabras temblaban en mi boca.«Un accidente…»

Via de Lungara. Me acordé de la bolsa de viaje que había dejado en la pensión.

– ¡Panteón! -grité-. ¡Via del Seminario!

El coche giró bruscamente y atravesó el Tibor por el puente Mazzini. Traté, una vez más, de poner en orden mis ideas, recuperar la serenidad y el control. Imposible. Mis dedos tamborileaban sobre el vidrio de la ventanilla; mi cuello estaba empapado de sudor. Por vez primera sentía un deseo visceral de dejarlo todo. Volver a París y hacer el papel del buen madero en su covacha, quai des Orfèvres.

El taxi se detuvo. Corrí a mi habitación, hice el equipaje, pagué la cuenta y salté dentro del coche. En el camino hacia el aeropuerto de Roma constaté una estúpida evidencia: no tenía ningún sitio adonde ir.

El caso Gedda estaba cerrado. El de Raïmo Rihiimäki, el estonio identificado por Foucault, también. En cuanto al caso de Sylvie Simonis, había puesto la ciudad patas arriba sin encontrar nada. Ninguna noticia de Sarrazin, de Foucault, de Svendsen. Ninguna de las pistas que había seguido me habían dado resultado: el escarabajo, el liquen, la unita16, la relación entre los casos… Punto muerto absoluto.

Conseguí, por fin, estructurar mis ideas.

En adelante, la trama estaría constituida por tres estratos distintos.

El primero era el asesinato de Sylvie Simonis. Un homicida en Sartuis. El que había torturado a la relojera y vengado a Manon. El que había grabado en la corteza yo protejo a los sin luz y te esperaba en el confesionario. ¿Era también alguien rescatado de la muerte como Agostina, como Raïmo?

El segundo estrato era la teoría de Van Dieterling. No se trataba de un único asesino sino de una serie de asesinos. Había que considerar a los nuevos Sin Luz en su conjunto, descifrar el significado de su ritual y averiguar qué se escondía detrás. «Una mutación», había dicho. Mutación y profecía.

El paisaje desfilaba. ¿Qué hacer? ¿Seguir buscando otros casos en todo el mundo? ¿Con qué objetivo? ¿Enriquecer la lista de los asesinos que habían confesado? ¿Completar los archivos del prelado? ¿Identificar, como él decía, al «supraasesino» que estaba detrás de la serie? Si se trataba del diablo en persona, no sería precisamente fácil ponerle las esposas.

Pero, sobre todo, esta teoría implicaba aceptar la existencia del demonio. Y de eso, ni hablar. Debía concentrarme en el único interrogante concreto, el único enigma que incumbía a un madero de la Criminal: ¿quién había matado a Sylvie Simonis? De vuelta a la casilla de salida.

Faltaba el tercer estrato. Los asesinos me estaban pisando los talones. Ellos también me llevaban de nuevo al caso Simonis. Uno de ellos era Cazeviel. ¿Quién era el otro? ¿Por qué querían eliminarme? ¿Eran los asesinos de Sylvie? No. Esos mercenarios protegían un secreto. ¿La existencia de los Sin Luz? ¿Su reciente mutación? ¿O quizá había otro secreto detrás del expediente Simonis? Por ese lado tampoco había posibilidades. A menos que el segundo asesino tratara nuevamente de matarme y yo pudiera interrogarlo. Una perspectiva que no me entusiasmaba demasiado.


Seis de la tarde

El aeropuerto de Fiumicino a la vista.

La noche caía sobre el extrarradio de Roma. Nubes violeta, cielo amarillento. En mi interior, llamé a Luc para que acudiera en mi ayuda. En esa etapa de la investigación, ¿qué habría hecho él? ¿Cómo habría avanzado? Existía una diferencia fundamental entre él y yo. Luc creía en Satán; yo no. El mayor obstáculo en mi camino era mi mente cartesiana. Era el hombre menos indicado para seguir adelante con ese expediente.

Luc debía de haber seguido el camino de los Sin Luz, profundizando en sus signos, acercándose al núcleo maléfico.

Una idea: comprobar, de una vez por todas, si el demonio existía.

Saber a qué atenerse.

En el fondo, el único elemento sobrenatural del caso Gedda era la recuperación física de Agostina. El único hecho inexplicable. La niña podía haber sufrido una alucinación durante el coma. Una NDE infernal. Podía haberse traumatizado por esa experiencia y a causa de ello haberse convertido en una asesina. Desde un punto de vista metafísico eso no probaba nada.

En cambio, el milagro de su curación era harina de otro costal.

Curarse de una gangrena en pocos días: eso era algo muy concreto. El taxi se detuvo. Habíamos llegado a Fiumicino. Pagué al taxista. La terminal. El mostrador de la recepción. Un solo lugar en el mundo donde podría comprender lo que había ocurrido en el cuerpo de Agostina, una noche de agosto de 1994.

La azafata de tierra me sonrió.

– ¿Destino?

– Lourdes.

Desde Roma, los vuelos hacia la ciudad mariana eran frecuentes, pero la temporada alta había terminado y esa noche no salía ninguno. El próximo despegaría a la mañana siguiente a las seis y cuarto. Compré un billete en clase business y salí a buscar un hotel.

Encontré una especie de fábrica de durmientes en el mismo aeropuerto, a unos pasos de la zona donde estacionaban los aviones. Pasillos, habitaciones ciegas. El único mobiliario: una cama y un reloj. Una cabina de ducha en un rincón. Allí se fabricaba reposo, como en otras empresas pegamento o circuitos electrónicos.

Cerré la puerta con llave y luego me eché sobre la cama, completamente vestido. Mi ropa estaba pegajosa por el sudor, arrugada, hecha jirones. Cerré los ojos. El bramido de los aviones que sobrevolaban el edificio penetraba por los muros y se metía en mi cabeza.

La hoja de una navaja se abrió paso entre la muchedumbre en la escalera de Giuseppe Momo. Se hundió en un brazo carnoso, exactamente delante de mí. Me sobresalté al ver que la sangre salpicaba. Parpadeé. ¿A quién pertenecía ese brazo? ¿Quién era el obeso, cómplice de Cazeviel, que ya se había cruzado dos veces en mi camino, en Catania y en el Vaticano? ¿Adivinaría dónde estaba? Consideré la posibilidad de un nuevo ataque.

Por un reflejo condicionado, apreté la Glock. Mi cuerpo se relajó. Duermevela. La voz de Luc: «He encontrado la garganta». «Yo también -le contesté mentalmente-, la he encontrado.» Por lo menos, conocía su existencia. Pero ¿cómo llegar hasta ella?

Mi conciencia se replegaba. Ahora, flotaba en un pasillo en tinieblas. Un laberinto serpenteaba bajo la tierra. Un farol rojo brillaba débilmente. Tendí la mano. Una voz se escapó. Era la voz, suave y viciosa, de Agostina Gedda.

Lex est quod facimus.

la ley es lo que hacemos.

72

Comparada con la leyenda en torno a ella, Lourdes no parecía gran cosa.

Rodeada de colinas, construida alrededor de rocas prominentes, la ciudad mariana era minúscula. Todo estaba concentrado en la ribera de un río que parecía más bien un riachuelo. A pesar de la basílica superior en la que sobresalía su elevado campanario, a pesar de las iglesias y las capillas, modernas y macizas, la ciudad no parecía dar la talla con respecto a lo que representaba. Allí se habían acumulado santuarios sin ampliar la superficie construible. Lourdes era como la rana de la fábula, la que quiso ser buey.


Nueve de la mañana

Ya había estado en Lourdes de adolescente, de visita con mi clase: Sèze estaba solo a unos kilómetros de distancia. No había vuelto desde entonces. Despreciaba esos sitios rimbombantes donde la superstición lucha con las mismas armas que la fe. Dejaba las ciudades milagrosas a los pardillos, a los cristianos ingenuos, a los desesperados. Nunca habría expresado tal juicio en voz alta, pero ante esos lugares de peregrinaje, mi posición era la del cinéfilo frente a las películas comerciales.

Era el primero de noviembre. En los aparcamientos a la entrada de la ciudad estaban estacionados decenas de coches que llevaban matrículas de toda Europa. En la fiesta de Todos los Santos se celebraba la última ceremonia antes del cierre de la temporada. El canto del cisne.

Aparqué el coche de alquiler, otro Audi, y empecé la ascensión. Las calles no cesaban de dar vueltas revelando una ciudad con una forma extravagante, atravesada por corrientes de aire. Las fuentes y los surtidores surgían por todas partes como en una estación termal, pero también los altares y las estatuas. Era imposible olvidar la naturaleza consagrada de la ciudad.

Los escaparates de las tiendas rebosaban de souvenirs. Estatuas de la Virgen; efigies de Bernadette con su cinturón azul y las dos rosas amarillas en los pies; cristos con los ojos que se abrían y se cerraban a medida que uno se acercaba o se alejaba. Y por supuesto, todos los sucedáneos de la fuente. Botellas conteniendo agua de Lourdes, caramelos con agua de Lourdes, frascos de agua con la figura de María.

De la parte alta de la ciudad se elevaba un rumor. Los cantos. La ceremonia había comenzado. Seguí subiendo hacia la gran basílica y la gruta Massabielle. El arzobispado no debía de estar lejos. Primer objetivo: interrogar a monseñor Perrier, el obispo de Lourdes. A continuación iría a la Oficina de Constataciones Médicas para hablar con el médico que había tratado el caso de Agostina.

Dejé atrás a los rezagados. Familias agrupadas alrededor de una silla de ruedas, enfermeras que apretaban el paso, sacerdotes que jadeaban con la sotana flotando al viento. Al final de la última calle, recorrí con la mirada el lugar donde se celebraba la ceremonia. Bruscamente, me emocioné hasta las lágrimas.

Al pie de la gigantesca basílica miles de fieles estaban inmóviles, con los ojos vueltos hacia la gruta de las apariciones, sumergida bajo las hiedras y los cirios. Los estandartes y gallardetes ondeaban y restallaban al aire. «Peregrinos de un día», «Pilger für einen Tag», «Polka missa katolik». Los paraguas azules y las mantas de viaje del mismo color que daban calor a los enfermos formaban innumerables manchas en la multitud.

Localicé también las diversas órdenes y congregaciones: los hábitos negros de los benedictinos, las sotanas color crudo de los cistercienses, las cabezas afeitadas de los padres cartujos, la cruz roja y azul de los trinitarios. También había mujeres. Velos blancos con rayas azul cielo para las pequeñas guerreras de la Madre Teresa o, mucho más raro, el abrigo negro con la cruz roja en el hombro de las Damas del Santo Sepulcro de Jerusalén, a las que se apodaba «centinelas de lo invisible».

La multitud cantaba a coro el Ave María. Esa muestra de fervor se hundía en mí como la hoja de un cuchillo, a la vez dolorosa y benefactora. Adoraba esas grandes concentraciones donde se revelaba una fe universal. Misas de medianoche, alocuciones del Papa en la plaza de San Pedro, congresos de verano en Taizé…

Un hombre con sotana y aspecto atareado pasó delante de mí. Daba la espalda a la ceremonia. Sin duda, era un sacerdote local. Le hice señas.

– Por favor, busco la residencia del obispo.

– ¿Monseñor Perrier?

– Debo verlo lo antes posible.

Lanzó una ojeada por encima de su hombro hacia la plaza.

– Hoy será difícil. Es día de celebración.

Saqué mi identificación de madero.

– Es una emergencia.

El sacerdote frunció la frente. Por lo visto no había utilizado el tono adecuado.

– Tendrá que esperar hasta que termine la misa.

– ¿Dónde está su residencia?

– En la cima de la colina, un poco más arriba.

– Lo esperaré allí.

– La residencia episcopal está indicada. Al fondo de un parque. Me dirijo a la gruta. Le diré que usted lo espera.

Retomé mi camino. Sobre la calzada húmeda, el cielo gris desplegaba reflejos duros y cambiantes. En aquellas calles mortecinas, con las fachadas de granito pegadas las unas a las otras, había algo desgarrador, algo infinitamente triste y al mismo tiempo muy fuerte, indestructible.

Franqueé la reja del parque, aunque sabía que no tendría paciencia para esperar. ¿Dirigirme corriendo inmediatamente hacia la Oficina de Constataciones Médicas? Atravesé el jardín y descubrí la residencia: una rectoría a escala industrial.

Entré en el vestíbulo. Paredes de yeso, una cruz suspendida frente al umbral, un banco de madera. Me senté y encendí un pitillo.

Un portazo en el fondo del pasillo.

Un sacerdote apareció gritando por un teléfono móvil.

– Los expertos estarán allí dentro de dos horas. Yo mismo iré a buscar el expediente del paciente, puesto que usted no es capaz de hacérmelo llegar. La oficina está abierta, ¿no?

Me aparté para dejarle pasar. En un segundo adiviné que estaba hablando con la Oficina de Constataciones Médicas. Lo seguí hasta fuera y lo interpelé mientras cerraba el móvil.

El hombre se detuvo, con expresión hostil. Parecía salir directamente de una novela de Bernanos. Las mejillas hundidas, la mirada fanática, el hábito que brillaba debido a su desgaste. Le pregunté si la Oficina estaba abierta. Me lo confirmó. Añadí:

– Va usted hacia allí, ¿verdad?

Me miró de arriba abajo despectivamente.

– Y usted, ¿quién es?

– Soy policía. Trabajo en el caso de un milagro ratificado.

– ¿Cuál?

– El de Agostina Gedda. Agosto de 1984.

– No encontrará a nadie que le hable de Agostina.

– Al contrario, pienso conseguir el expediente completo. Interrogar a monseñor Perrier y al médico que llevó el caso.

En su rostro se dibujó un rictus. Sus huesos se movían bajo la piel.

– Nadie le dirá lo esencial.

– ¿Ni siquiera usted?

El hombre se acercó. Su sotana apestaba a moho.

– Satán. Agostina fue salvada por Satán.

Otro aficionado a lo diabólico. Precisamente lo que necesitaba. Utilicé un tono irónico.

– ¿El diablo en Lourdes? Hay un pequeño conflicto de intereses, ¿no cree?

El sacerdote meneó la cabeza lentamente. Su sonrisa se amplió, con un gesto a medio camino entre el desprecio y la consternación.

– Al contrario. El diablo viene aquí a reclutar. La debilidad, la desesperación: ese es su terreno predilecto. Lourdes es el mercado de los milagros. Aquí las gentes están dispuestas a creer cualquier cosa.

– ¿Quién trató el caso de Agostina?

– El doctor Pierre Bucholz.

– ¿Sigue trabajando en la Oficina?

– No. Está jubilado. Lo han jubilado.

– ¿Por qué?

– Para ser un madero, parece usted un poco lerdo. Estaba en la primera fila, ¿comprende? Resultaba molesto.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– En la carretera de Tarbes. Tome la D507. Justo antes de la aldea de Mirel, verá una gran casa de madera negra.

– Muchas gracias.

Me volví para irme. Me cogió del brazo.

– Tenga cuidado. Usted no está solo en este camino.

– ¿Qué quiere decir?

– Ellos también vienen aquí.

– ¿Quiénes?

– Buscan a aquellos a quienes el diablo ha salvado milagrosamente. Son mucho más peligrosos de lo que puede usted imaginar. Tienen normas, cumplen órdenes.

– ¿Quién acecha? ¿Quién cumple órdenes?

– En las tinieblas hay varios frentes. Ellos tienen una misión.

– ¿Qué misión?

– Deben recoger su palabra. No tienen libro, ¿comprende?

– No, no entiendo ni una palabra de lo que me ha dicho. ¡Joder! ¿De qué está hablando?

Su mirada se llenó de piedad.

– Usted no sabe nada. Camina a ciegas.

Ese cuervo empezaba a sacarme de quicio.

– Gracias por darme ánimos.

– Abandone. ¡Camina usted por su territorio!

Con esas palabras, se lanzó por el sendero dejándome atrás y perdiéndose bajo la sombra de los árboles. Me quedé algunos segundos observando cómo la sotana grisácea desaparecía. No había comprendido la advertencia pero estaba seguro de una cosa: el desconocido acababa de referirse, sin saberlo, a mis asesinos.

Los hombres que también buscaban a los Sin Luz y que estaban dispuestos a matar a cualquier competidor que les saliera al paso.

73

El sacerdote no había mentido.

Trescientos metros antes de Mirel apareció la casa de madera. Apartada del camino, no desentonaba con aquel paisaje lúgubre. Construida al pie de colinas peladas, a caballo sobre el horizonte, la casa estaba rodeada de árboles desnudos y campos negruzcos.

Aparqué delante del portal y tiré de la campanilla del jardín. Un perro se puso a ladrar y luego todo volvió a quedar en silencio. La empalizada de madera era más alta que yo; no veía nada. Empezaba a resignarme cuando oí el ruido de una cristalera que se abría.

Los pasos sobre las piedras, los jadeos del perro. La puerta se abrió. Inmediatamente, presentí que el doctor Pierre Bucholz iba a ocupar el primer puesto en la dilatada lista de lunáticos que había conocido hasta entonces. Alto, fornido, llevaba una chaqueta de patas de gallo con coderas y un pantalón negro de lana. En la sesentena, un rostro de frente alta, despejada, que le daba el aspecto de una gran piedra gris; lucía una austera barba. Sus rasgos crispados estaban coronados por unos ojos de zumbado, penetrantes, brillantes. La mirada de un inquisidor contemplando las crepitantes hogueras.

– ¿Qué quiere? -gritó.

Hablaba como si me encontrara a una decena de metros de él. En realidad, estaba tan cerca que acababa de recibir una lluvia de saliva. Le expliqué el motivo de mi visita. Se agarró al marco del portal con un movimiento teatral; luego, masajeándose el corazón con la otra mano, murmuró:

– Agostina… Esa tragedia…

Esquivé al perro, un moloso de pelo corto, y seguí al médico hasta su antro. La casa negra estaba horadada por ventanales con las juntas desencajadas. El conjunto tenía más de mobil home que de wooden house de arquitecto.

Bucholz se detuvo para quitarse los zapatos y ponerse unas pantuflas. Le propuse descalzarme. La idea pareció agradarle, pero finalmente cambió de idea y solo cogió mi gabardina. El vestíbulo contaba con un paragüero, un perchero y todo lo necesario para el perfecto cazador: botas, impermeable, sombrero de fieltro. El fusil de perdigones no debía de andar lejos.

El médico hizo un gesto señalando el salón. Descubrí una decoración sobrecargada. Madera negra, de nuevo, pero sobre todo innumerables chismes, efigies de la Virgen, de Cristo, de santos. Rosarios expuestos en una vitrina. Sobre cada mueble, cruces, vasos de metal, cirios. Un olor a humo frío provenía de la chimenea apagada.

– Siéntese.

La invitación no admitía ninguna discusión. El perro nos había seguido. Plácido, parecía acostumbrado al megáfono que hacía las veces de amo. Atravesé con cuidado la proliferación de objetos y me instalé en el canapé, mirando hacia la puerta cristalera. Bucholz se inclinó sobre una mesa con ruedas, en la que tintinearon las botellas.

– ¿Quiere beber algo? Tengo chartreuse, licor de cerezas fabricado por los dominicos, calvados de los padres de la capilla de Mondigeon, un excelente aguardiente de la abadía de…

– Se lo agradezco. Para mí es un poco temprano.

Observé un catecismo de 1992 sobre la mesa baja, señal de que no estaba en casa de un cristiano de la nueva tendencia; no era alguien que militara por el matrimonio de los sacerdotes precisamente. Se hundió en un sofá frente a mí y colocó las manos sobre las rodillas.

– ¿Qué desea saber?

Opté por no ir directamente al grano.

– Primero, me gustaría conocer su opinión.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el fenómeno del milagro en general. ¿Cómo lo explica?

Su suspiro estuvo a punto de hacer vibrar los cristales.

– Me pide usted que le resuma veinticinco años de mi vida. ¡Y cincuenta de fe!

– Pero ¿existe alguna explicación científica?

– Como médico, créame, mi mayor interés es llegar a comprender el proceso interno de la curación. He visto tantas…

Busqué un cenicero con la mirada. En vano. No merecía la pena preguntarle si podía fumar. Bajo el olor de la chimenea, de los efluvios de cera y de los productos con lejía, se adivinaba un maníaco de la limpieza. Bucholz prosiguió:

– Se habla siempre de la sesentena de milagros reconocidos por la Iglesia pero… ¡Eso es solo una parte de las curaciones registradas por la Oficina de Constataciones Médicas! Según usted, ¿cuántos milagros se han registrado desde las apariciones de la Virgen?

– No sé.

– Diga una cifra.

– Sinceramente, no tengo la menor idea. ¿Quinientos?

– Seis mil. Seis mil casos de remisión espontánea, sin la menor explicación.

– ¿Es un efecto del agua?

Negó con violencia. A través de sus gestos se manifestaba una especie de rencor agresivo. Me hacía pensar en un sacerdote que ha colgado los hábitos o en un militar degradado.

– El agua no tiene ningún poder -dijo-. Ha sido analizada. Nada.

– ¿La influencia espiritual del sitio? ¿Un proceso psicológico?

Barrió el aire con su gran mano moteada de manchas:

– No. Cerramos el caso a la menor sospecha de histeria o de enfermedad psicosomática.

– ¿Entonces?

– Después de veinticinco años de experiencia -dijo en voz más baja-, me he formado una opinión.

– Lo escucho.

– Es un problema de llamada y de energía. Detrás de cada milagro, antes que Lourdes, antes que el agua, hay una llamada. Una plegaria. Una esperanza. A veces, la de una familia. Otras, la de toda una aldea. Esa gente concentra una formidable fuerza de amor, que actúa como un imán. Esa fuerza atrae a un poder superior, de orden cósmico, pero de la misma naturaleza. Ese poder bienhechor es lo que los cura. Es otra manera de decir que Dios ha escuchado la llamada.

Nada nuevo bajo el sol. Subrayé:

– Detrás de cada peregrino existe siempre una plegaria, una esperanza.

– Estoy de acuerdo. Y no puedo explicar la selección divina. ¿Por qué un sujeto y no otro? Pero de vez en cuando, el imán funciona. La plegaria desencadena el… magnetismo divino.

– ¿El agua de la fuente no cumple ninguna función?

– Quizá la de un conductor -admitió-. La energía a la que me refiero sería comparable a una electricidad transmitida por el agua de Lourdes. ¿Es usted cristiano?

– Practicante.

– Muy bien. Entonces sin duda comprende a qué me refiero. Esa fuerza no es un prodigio, una energía sobrenatural. Hoy en día, hasta los astrofísicos de mayor relevancia han llegado a esta conclusión. ¿Qué hay detrás de los átomos? ¿Quién los orienta, los ordena? Conocemos las cuatro fuerzas elementales que han presidido la creación del universo: las dos fuerzas nucleares, esto es, la «fuerte» y la «débil»; la fuerza de gravedad y la fuerza electromagnética. Podría ser que existiera una quinta fuerza: el espíritu. Cada vez con más frecuencia, los científicos formulan la hipótesis de que semejante poder actúa detrás de la organización de la materia. Para mí, ese espíritu es el amor. ¿Qué tiene de increíble imaginar que cada tanto esa fuerza reconoce a uno de nosotros, se focaliza para prestar ayuda a un simple mortal?

Era hora de entrar en el meollo de la cuestión.

– ¿Es eso lo que sucedió con Agostina?

Se incorporó bruscamente:

– En absoluto. No es ese el poder que salvó a la pequeña.

– ¿Existiría otro, además?

Una sonrisa infundió calidez a su semblante de iluminado.

– Una versión corrupta. Una fuerza negativa. El mal. Agostina Gedda fue salvada por el diablo. -Blandió un dedo amenazador-. ¡Lo supe siempre! No tuve que esperar que ella matara a su marido para reconocer su naturaleza maléfica.

No dije nada. Solo tenía que esperar que prosiguiera. Bucholz se pasó la mano por la frente.

– Su visita a Lourdes no había dado resultado. Era evidente. Cuando hay curación, es espontánea. O tiene lugar pocos días después de la inmersión. En el caso de Agostina no pasó nada. La gangrena continuó su progresión.

– ¿Usted hizo un seguimiento del caso?

– Apreciaba a esa niña. Antes de pasar por las piscinas, es obligatoria una visita a la Oficina Médica. Una niña de once años en silla de ruedas, que se estaba pudriendo a ojos vista; me conmovió. Al mes siguiente, en julio, yo mismo hice el viaje para confirmar el diagnóstico. No había esperanzas.

– Sin embargo, Agostina se curó unas semanas más tarde.

– El diablo actuó cuando la pequeña se hundió en el coma.

– ¿Cómo lo sabe?

Nuevo silencio. Otro gesto sobre la frente.

– Tenía mis sospechas desde el principio.

– ¿Qué sospechas?

Suspiró como si tuviera que iniciar una explicación muy compleja.

– Se lo repito: dirigí la Oficina durante veinticinco años. Conozco los engranajes de la ciudad, las redes que la gobiernan. Las asociaciones que organizan las peregrinaciones. Algunas de ellas tienen mala reputación.

Mencioné la unita16. Al oír ese nombre, Bucholz asintió.

– Había rumores. Se murmuraba que en esa organización a veces se consolaban las ilusiones perdidas de una manera un poco particular. Pasado cierto umbral de desesperación, el ser humano está dispuesto a escucharlo todo. A probarlo todo.

– ¿Tanto como llamar al diablo?

– Unos elementos podridos, absolutamente podridos de la unita16 se aprovechaban de ciertas miserias para proponer ese recurso. Misas negras, invocaciones, no lo sé con exactitud.

La advertencia del enigmático sacerdote: «En las tinieblas hay varios frentes». Por el momento, yo contaba tres. Los Sin Luz y sus asesinatos por influencia externa. Mis asesinos, que parecían proteger la puerta del limbo. Y ahora los que estafaban con el más allá, comerciantes de milagros negros.

– ¿Cree que los padres de Agostina se dejaron convencer?

– La madre; el padre, no. Él no creía en nada. Ella creía en todo.

– ¿Ella pagó una misa negra?

– Estoy seguro.

– ¿Y esa vez la llamada fue escuchada?

Abrió las manos y luego las cerró, como el telón de un teatro.

– Es posible imaginar, frente al espíritu de amor, una antifuerza; del mismo modo que existe una antimateria en el universo. Ese poder a contracorriente es el que actuó sobre Agostina. Una superestructura de odio, de vicio, de violencia, que hizo retroceder la enfermedad y la salvó. A eso se le puede llamar el «diablo». Se le puede dar cualquier nombre. El ángel caído, malvado, que acosa a nuestra civilización cristiana, es solo el símbolo de esa energía viciada.

– Cuando Agostina despertó del coma, nada en ella indicaba que estuviera poseída.

– Es cierto. Pero yo sabía que Lourdes y Nuestro Señor no tenían nada que ver. Me olía la conjura. Desconfiaba de la personalidad de la madre, ignorante, supersticiosa. También estaba la unita16, que olía a azufre.

– ¿Interrogó usted a la niña?

– No. Pero vi crecer a Agostina. Vi cómo la serpiente alcanzaba la plenitud.

– ¿De qué manera?

– Por algunos detalles de su conducta. Ciertas palabras. Determinadas miradas. Agostina parecía un ángel. Rezaba. Acompañaba a los enfermos a Lourdes. Pero todo era falso. Una cortina de humo. El diablo estaba en ella. Se desarrollaba como un cáncer.

El doctor Bucholz me parecía un loco de remate.

– ¿Ha oído usted hablar de los Sin Luz?

Soltó una carcajada grave.

– ¡El secreto mejor guardado del Vaticano!

– Pero ha oído hablar de ellos.

– ¿Veinticinco años en Lourdes le dicen algo? Soy un viejo centinela. Los Sin Luz, el Juramento del Limbo…

– ¿Cree usted que Agostina hizo un pacto con el demonio?

Abrió nuevamente las manos.

– Tiene que comprender un principio básico. El diablo espera hasta el último momento para aparecerse a sus víctimas. Espera la muerte. Solo en ese instante las rescata. Todo sucede en el limbo, cuando la vida ya no está presente pero la muerte todavía no ha cumplido con su tarea. Ahora bien, cuanto más tiempo se mantiene al sujeto entre las dos orillas, más profundo e intenso será su intercambio con el diablo. En el caso de las NDE positivas el principió es el mismo. Cuanto más larga sea la experiencia, más precisos serán los recuerdos. Y mayor la conmoción de la vida de ahí en adelante.

– ¿Agostina sufrió una muerte clínica?

– Sí. La última noche, pasó de la vida al óbito.

– ¿Cómo lo sabe?

– Su madre me llamó.

– ¿Lo llamó a usted, que estaba a mil kilómetros?

– Confiaba en mí. Era el único médico que había ido a verlos a su casa, en Paterno. Escúcheme. -Juntó las palmas-. Agostina había muerto. Según mis informaciones, su corazón debió de dejar de latir durante por lo menos treinta minutos. Eso es excepcional. El diablo la marcó en ese momento. Profundamente.

– Pero ella no le dijo nunca nada.

– Nunca.

Había ido hasta allí para aclarar el milagro maléfico de Agostina. Estaba bien servido. A su manera, el hombre seguía una lógica impecable.

– ¿Comentó con alguien esas conclusiones? -pregunté.

– Con todo el mundo. La resurrección de Agostina no es un milagro. Es un escándalo en el sentido etimológico del término. Del griego skandalon: un obstáculo. Una abominación. Agostina, por sí misma, es un obstáculo para el amor. ¡La prueba física de la existencia del diablo! Se lo dije a todo aquel que quiso escucharme. De ahí mi jubilación anticipada. Incluso entre los cristianos, las verdades no siempre caen bien.

Su razonamiento era irreprochable, pero Bucholz era un personaje extravagante que había terminado por convencerse de sus propias hipótesis. Observándome por el rabillo del ojo, pareció intuir mi escepticismo.

– Conozco otro caso -añadió-. Una pequeña que estuvo todavía más tiempo en el fondo del limbo.

Contuve el aliento.

– Una historia aterradora -prosiguió-. ¡La niña estuvo más de una hora sin dar señales de vida!

Saqué mi libreta.

– ¿Su nombre?

Pierre Bucholz abrió la boca pero se calló. Acababan de dar un golpe en el cristal.

Se quedó inmóvil durante un segundo y luego se derrumbó encima de la mesa baja.

La espalda empapada de sangre.

Eché una mirada hacia la cristalera. Vi la marca de un disparo en forma de diana. Me tiré al suelo. Un nuevo plop sonó. La cabeza del perro estalló. Su cerebro se desparramó sobre el canapé. Al mismo tiempo, el cuerpo de Bucholz cayó al suelo, junto con la colección de jarras de cerveza de Fátima posadas sobre la mesa baja.

Los licores de los monjes explotaron salpicándolo todo. Las estatuillas de la Virgen y de Bernadette quedaron reducidas a polvo. Las velas, los vasos de metal, estallaron. Pegado al suelo, me arrastré bajo la mesa. La casa se hundía, sin huellas de ninguna deflagración. Las cristaleras se hicieron añicos. Los sofás, el canapé, los cojines, salieron despedidos y luego rebotaron, destripándose. Las cómodas y los armarios cedieron, reventándose y dispersando su contenido.

Pensé: «Un francotirador. Silencioso. Mi segundo asesino». Por fin íbamos a poder saldar cuentas. Esa idea me infundió una energía inesperada. Me aventuré a asomar la cabeza mirando la cristalera hecha añicos, para deducir el ángulo de tiro del agresor. Estaba situado en la cima de la colina desde la que se divisaba la casa. Me maldije; una vez más, no llevaba mi pipa. Y no podía arriesgarme a caminar al descubierto hasta el coche.

Arrastrándome bajo las balas, salí de mi escondite y pasé a la cocina, que estaba a mi izquierda. Cogí el cuchillo más grande que pude encontrar y localicé la puerta trasera.

Salí de la casa por el lado de los campos, listo para el duelo.

Un duelo irrisorio.

Un tirador de élite contra un matarife.

Un fusil de asalto contra un cuchillo de cocina.

74

Repté por el jardín y observé la ladera. No había manera de divisar al hombre camuflado, ni siquiera de ver el reflejo de la mirilla del fusil -hoy en día las miras ópticas están fabricadas con polímeros y el vidrio de precisión está tintado-. Sin embargo, buscaba una señal, un indicio, observando cada monte bajo, cada matorral en lo alto de la colina.

Nada.

Al abrigo de una quebrada, agachado entre las hierbas, inicié el ascenso. Cada cincuenta pasos me asomaba por el flanco del abismo y miraba con la mano en visera. Seguía sin ver nada. Sin duda, el tirador estaba agazapado bajo una alfombra de ramas y de hojas, vestido con un traje de camuflaje. Quizá incluso había construido pacientemente un puesto de tiro, al estilo de los francotiradores de Sarajevo.

Seguí trepando. Por encima, el viento estremecía los cipreses. De pronto, mientras echaba una mirada, distinguí un destello. Furtivo, ínfimo. Un relámpago de metal brillando al sol. Un anillo, una pulsera, una joya. Apreté el paso, levantando bien los pies para amortiguar el ruido de mis zancadas. Ya no pensaba, ya no analizaba. Corría abiertamente hacia el combate concentrado en mi blanco, situado a doscientos metros según una línea oblicua de treinta grados.

Por fin, el punto más elevado de la loma.

Un paso más; mi campo de visión se abrió ciento ochenta grados.

Estaba allí, al pie de un árbol.

Enorme, camuflado, invisible desde abajo.

Llevaba un poncho caqui y una capucha en la cabeza. Con una rodilla apoyada en el suelo, estaba desmontando su arma, o quizá cargándola de nuevo. Un coloso. Bajo la capa, más de ciento cincuenta kilos de carne. El obeso que ya me había bloqueado el paso dos veces. En un callejón sin salida en Catania. En la escalera de los museos del Vaticano.

Hice un amplio rodeo y me acerqué a él por detrás. Ya estaba solo a diez metros. Él estaba desmontando el silenciador de su fusil. El tubo debía de estar ardiendo. No cesaba de cogerlo y soltarlo, como cuando uno quiere coger un objeto demasiado caliente.

Tres metros. Un metro… En ese instante, movido por un sexto sentido, volvió la cabeza. No dejé que terminara el gesto. Me lancé sobre él rodeándole el cuello con el brazo izquierdo y poniéndole el cuchillo bajo el mentón.

– Suelta el fusil -jadée-. De lo contrario te aseguro que acabaré contigo.

Se quedó inmóvil, todavía de rodillas. Arqueado sobre su espalda, tenía la impresión de estrangular a un buey. Clavé el cuchillo un centímetro. Su grasa se hundió bajo la presión sin sangrar.

– Suéltalo, joder… ¡No bromeo!

Dudó unos instantes; luego, arrojó el arma a un metro delante de sí. No era distancia de seguridad. Susurré:

– Ahora, date la vuelta muy despacio y…

Un destello en su mano, un movimiento en arco hacia la derecha. Lo esquivé moviéndome a un lado. El cuchillo de comando silbó en el vacío. Le planté la rodilla en los riñones, obligándolo a agacharse. Volvió a bajar la hoja para alcanzarme por la izquierda. Eludí otra vez el golpe con las piernas dobladas y los talones plantados en el suelo.

Trató de volverse. Su fuerza era alucinante. Otro golpe, por arriba. Esta vez, me hizo un rasguño en la espalda. Gemí y con un movimiento reflejo, le clavé mi arma debajo de la oreja derecha. Hasta el mango. El chorro de sangre de una arteria rayó el cielo.

El mastodonte se inclinó hacia delante, osciló sobre sus rodillas. Seguí el movimiento sin soltar el cuchillo, con un gesto preciso de vaivén, exactamente como un carnicero que está cortando la cabeza de un buey. La sangre formaba pegotes en mis dedos, calentando todavía más mi piel ya ardiente. Sus carnes apretaban mi puño en un abrazo abominable, una violencia de molusco submarino.

En un arranque, apoyó un talón en el suelo y consiguió levantarse, antes de volver a caer hacia atrás. Sus ciento cincuenta kilos se abalanzaron sobre mí. Mi respiración se bloqueó en seco.

Perdí la conciencia un segundo; desperté. No había soltado mi arma. El peso pesado me hundía en el barro, luchando con las manos y los brazos, como un pulpo gigante. Su sangre seguía manando y me ahogaba.

Me asfixiaba. En unos segundos, estaría atontado y sería el final, también para mí. No había logrado alcanzar mi jodido objetivo: que el cuchillo alcanzara la oreja izquierda. Cogí el mango con las dos manos para darle el golpe de gracia.

Luego, empujé con los hombros, con los codos, haciendo un último esfuerzo para liberarme. Por fin, el gordo osciló sobre el costado. Alzó el brazo para alcanzarme una vez más, pero su mano ya no sostenía nada. Giró dos veces sobre sí mismo y cayó rodando por la pendiente varios metros, envuelto en su sangre y en los pliegues del chubasquero.

Salí del barro y me apoyé en el árbol para recuperar el aliento. Pulmones cerrados, garganta bloqueada, cabeza llena de estrellas. De repente, sentí un violento espasmo que subía desde mis tripas. Me volví y vomité al pie del tronco. La sangre latía con virulencia en mi sien. Mi rostro parecía estar cubierto con un barniz helado; un barniz de muerte.

Seguí postrado de rodillas unos minutos. Ausente de todo. Por fin, me levanté y me enfrenté al cadáver. Estaba de espaldas, con los brazos en cruz, cinco metros más abajo. La capucha se había bajado y revelaba una cara gorda rodeada de una barba corta. La herida en el cuello le dibujaba un segundo collar, negro y atroz. En la caída, mi cuchillo se había roto.

Entre los latidos de mis sienes, un pensamiento surgió lentamente.

A ese también lo conocía.

Richard Moraz, primer sospechoso del caso Manon Simonis.

El hombre de los crucigramas. «Hasta pronto, colega», le había dicho en la taberna bávara. Promesa cumplida. Anillos en todos los dedos. Los que me habían enviado señales bajo el sol.

Observé que en el dedo medio de la mano izquierda llevaba un anillo especial.

De repente, todo se aclaró: era en ese dedo donde había visto el símbolo de Cazeviel. La argolla de presidiario ligada a una cadena, cruzada por una varilla horizontal. Me acerqué y observé el anillo. Exactamente el mismo dibujo con relieves de oro.

Levanté la manga derecha del cadáver solo para comprobarlo; el brazo estaba vendado. Arranqué la venda; la herida era limpia, longitudinal, de unos diez centímetros. Era el obeso quien había recibido la cuchillada de Cazeviel en el barullo de los museos del Vaticano.

Acababa de arreglar la segunda parte del problema.

El que había empezado en el puerto de Simplon.

75

Paisaje quemado por el invierno. Árboles desnudos, calcinados. Campos de tierra negra, removidos como tumbas. Cielo blanco que irradiaba una luz punzante, radiactiva.

Sobre este marco de fondo siniestro, retrocedí y contemplé el árbol en la cumbre de la ladera, que se erguía en completa soledad. Prisionero de la tierra, alzándose hacia el cielo, petrificado de frío. Pensé en mi situación. Un muerto en el suelo, la verdad encima de mí y yo entre ambos.

Ya hacía un tiempo que no dirigía la investigación.

Era ella la que me dirigía y me enviaba directo al infierno.

Decidí rezar. Por Moraz, sin duda relacionado con el secreto de los Sin Luz y con el caso de Manon Simonis, y por Bucholz, víctima inocente cuya maldición, hasta el final, se había llamado Agostina Gedda.

Bajé la cuesta con paso inseguro. El desierto que me rodeaba tenía una ventaja: no había un solo testigo a la vista. Entré en la casa de Bucholz y cogí mi gabardina, que estaba en el vestíbulo. A mi pesar, eché un vistazo a la estancia arrasada, donde estaba tendido el cadáver del médico. Reconstruí mentalmente mis desplazamientos por la casa, para asegurarme de que no había dejado ninguna huella dactilar.

Cerré la puerta de entrada; la mano en la manga.

Me alejé veinte kilómetros del lugar del crimen y luego me detuve en un sotobosque. Allí, cogí una camisa limpia de mi bolsa y me cambié. Sentía punzadas en el hombro pero la herida era superficial. Apilé la camisa, la corbata y la chaqueta con pegotes de hemoglobina, y el cuchillo roto que había recuperado y lo quemé todo. El fuego ardía con dificultad. Aproveché para fumar un Camel. Cuando solo quedaban cenizas y los restos del cuchillo, hice un agujero y enterré las pruebas de mi crimen.

Volví al coche y miré el reloj: las cinco de la tarde. Decidí buscar un hotel en Pau. Dormir y olvidar; mi único objetivo a corto plazo.

Pisé a fondo hacia Lourdes; luego me dirigí hacia el norte por la D940 y tomé la autopista, la Pyrénéenne. De camino, llamé a los gendarmes desde una cabina telefónica, para que pusieran al día sus estadísticas necrológicas.

Al volante de mi coche, murmuré una oración. Esta vez, para mí. El Miserere, salmo 51 de David. Mi mente, destrozada, tenía más agujeros que un queso gruyer y no conseguía recordar el texto completo. Pero muy pronto, la investigación, con sus muertos, sus interrogantes, sus grietas, volvió a atraparme. Pensé en Stéphane Sarrazin. No me había puesto en contacto con él desde Catania y me había dejado tres mensajes el día anterior.

Debía haberlo llamado en cuanto descubrí la identidad de Cazeviel. ¿No era el más indicado para exhumar el pasado del criminal? Con Moraz, el gendarme ya tenía trabajo para rato. Marqué su número. Contestador. No dejé mensaje, movido por un reflejo de prudencia, y volví a mis elucubraciones.

Seguía por la autopista. Decidí, una vez más, revisar la situación de mis tres expedientes criminales y compararlos.

Mayo de 1999.

Raïmo Rihiimäki mata a su padre según el método llamado de los «insectos».

Una venganza en caliente, inspirada por el diablo.

Abril de 2000.

Agostina Gedda mata a su esposo, Salvatore, con el mismo método.

Una venganza a sangre fría, también inspirada por el demonio.

Junio de 2000.

Sylvie Simonis es sacrificada según el mismo ritual.

Una venganza más.

La del homicidio de una niña poseída, catorce años atrás.

El único problema era que la niña estaba muerta y enterrada desde hacía catorce años.

No podía haber cometido el crimen.

¿Quién era el Sin Luz del caso Simonis?

¿Quién era el homicida que volvía del limbo, inspirado por Satán?

Frené en seco en plena autopista y me metí en el arcén. Apagué el motor y, a mi pesar, me agarré la cabeza. La respuesta era obvia pero tan demencial, tan desmesurada, que nunca se me habría ocurrido aventurar semejante hipótesis.

Ahora, una pequeña voz me susurraba que probara, solo por intentarlo.

En Sartuis, había algo que nunca había visto y que, precisamente por su ausencia, debería haberme sorprendido.

En ningún momento había tenido en mis manos una prueba tangible de la muerte de Manon Simonis. Censura de los magistrados, discreción de los investigadores, desconocimiento de los periodistas. En todo caso, nunca había visto ni la sombra de un certificado de defunción o de un informe de autopsia.

¿Y si Manon Simonis no hubiera muerto?

Puse primera y aceleré, las ruedas derraparon, dejando restos de caucho sobre el asfalto. Diez kilómetros más adelante, encontré la salida a Pau. Pagué el peaje y di media vuelta en medio de un chirrido de los neumáticos.

Dirección Toulouse.

Primera etapa para cruzar Francia.

Una carrera nocturna para llegar a Sartuis.

76

A medianoche estaba en Lyon. A las dos, en Besançon. A las tres entraba nuevamente en Sartuis, la ciudad de los relojes parados. Cerca de los valles del Jura, había caído un aguacero sobre la carretera. Ahora, el agua corría sobre los tejados, hinchaba los canalones, formaba torrentes a lo largo de las aceras. La arteria principal parecía ladearse, tambalearse en el vacío de la noche como si fuera una cuba.

Encontré la plaza principal y, con ella, el ayuntamiento. Edificio moderno sin alma ni pasado que se hundía en el barro de la tormenta. Hice el camino a pie, arrastrando hojas muertas y pisando charcos de agua hasta la casa del portero.

Golpeé a la ventana enrejada. Los ladridos de un perro resonaron. Al cabo de dos largos minutos, la puerta se entreabrió. Un hombre me lanzó una mirada estupefacta. En medio del estrépito de la lluvia grité:

– ¿Es usted el conserje del ayuntamiento?

El hombre no contestó.

– Usted es el portero, ¿sí o no?

El perro no cesaba de ladrar. Me alegré de que ese tipo no hubiera abierto la puerta completamente.

– ¿No ha visto qué hora es? -gruñó por fin-. ¿Qué pasa?

– ¡Joder! Tiene usted las llaves del ayuntamiento, ¿sí o no?

– ¡Si sigue hablándome así soltaré al perro! Soy funcionario del ayuntamiento. Hago dos rondas por noche y se acabó.

– Coja las llaves. Es hora de salir a dar una vuelta.

– ¿A santo de qué?

Le puse mi identificación debajo de la nariz.

– Yo también soy funcionario.

Cinco minutos más tarde, el hombre estaba a mi lado vestido con una enorme parka con capucha. Llevaba una linterna en la mano.

– He dejado el perro dentro. ¿Lo necesita?

– No. Solo debo consultar unos ficheros. Dentro de una hora volverá a estar en la cama.

Al cabo de unos segundos ya estábamos en el corazón del edificio. Avanzamos por los pasillos como por la cala de un buque, con los tímpanos a punto de estallar por el fragor del viento y la lluvia.

– ¿Qué busca, exactamente?

– El registro civil. Defunciones.

– Habrá que subir al primero.

Una escalera, otro pasillo; luego, el hombre dirigió el haz de luz hacia una puerta. Una llave y accedimos a una sala grande, atravesada por los relámpagos oblicuos de la tormenta.

Accionó el interruptor. La estancia parecía una biblioteca. Unas estanterías de metal formaban varios pasillos donde se alineaban unos expedientes amarillentos. A la izquierda, un único escritorio presidía el lugar. Encima, un ordenador nuevo y flamante.

– ¿Sabe usarlo? -pregunté.

– No. Tengo un perro. Hago las rondas y se acabó.

Me volví hacia las estanterías.

– ¿Estos son los archivos?

– ¿Y a usted qué le parece? ¿La cafetería?

– Me refiero a si se conservan todavía las copias en papel de cada certificado.

– Ni idea. Todo lo que puedo decirle es que esos capullos se pasan la vida enterrados en sus papelajos y…

Recorrí algunos pasillos y observé los expedientes. Nacimientos, matrimonios, defunciones; allí estaba todo. Una pared estaba dedicada a los desaparecidos; desde el período de la posguerra hasta la fecha. Rápidamente, encontré los años ochenta.

Cogí la carpeta «1988» y hojeé las fichas hasta noviembre. Ningún certificado a nombre de Manon Simonis. Mis manos temblaban. Estaba sudando. Mes de diciembre. Nada. Volví a colocarlo todo en su lugar.

Un ruido blanco resonó en mi interior.

Comprobar otro detalle.

Por la noche, Le Locle parecía más salvaje aún que Sartuis. Una gran avenida tipo ciudad del Far West, con edificios búnker azotados por la lluvia. Y la voz del padre Mariotte, en el fondo de mi mente, explicándome que Manon había sido enterrada al otro lado de la frontera.

– Su madre quiso evitar los medios de comunicación, el escándalo.

El cementerio se situaba al final de la ciudad. Aparqué el coche, cogí mi linterna y tomé el sendero de pinos. Escalé la reja y caí en un charco, del otro lado.

La muerte hace iguales a los hombres. Los cementerios también. Las lápidas, las cruces; cerrojos de piedra que lo sellan todo: las vidas, los destinos, los nombres. Avancé y consideré la tarea: seis calles que daban por ambos lados a varias decenas de tumbas. Calculando por lo bajo, tendría que revisar trescientas o cuatrocientas lápidas.

Cogí el primer sendero, linterna en mano. La lluvia caía tan fuerte que parecía un torrente. El viento golpeaba por ráfagas, por delante, por detrás, por los lados, con la violencia de un boxeador que se encarniza con un contrincante que está contra las cuerdas, sin la menor posibilidad de ganar.

Primera calle: ninguna Manon Simonis.

Segunda calle: ninguna Manon Simonis.

Tercera, cuarta, quinta: Manon no aparecía.

La luz de la linterna se deslizaba sobre las cruces, sobre los nombres; era como una cuenta atrás que me llevaba hacia una verdad alucinante. ¿Cuánto hacía que lo había comprendido? ¿Cuántos segundos habían pasado desde que mi hipótesis se había transformado en una certeza absoluta?

Al final de la sexta calle, caí de rodillas sobre la grava.

La niña no había muerto en 1988.

Era una buena y una mala noticia.

Buena: Manon había sobrevivido a su asesinato.

Mala: había sido gracias al diablo.

Era una Sin Luz y había matado a su madre.

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