– Ahora, cierre los ojos.
Luc estaba sentado en un sillón reclinable con el torso desnudo. Un centenar de electrodos saturaban su cabeza afeitada, controlando el ritmo de sus ondas cerebrales. Una constelación de parches medía los latidos cardíacos, la tensión muscular, la respuesta galvánica de su piel: «GSR», que según me informaron, en inglés era Galvanic Skin Response, es decir, las microcorrientes eléctricas emitidas por la epidermis.
– Relájese. Tome conciencia, lentamente, de todo su cuerpo.
En el bíceps izquierdo llevaba un brazalete que medía su tensión arterial. Una pinza infrarroja alrededor de los dedos detectaba su respuesta a la saturación de oxígeno. Estos instrumentos debían no solo registrar sus evoluciones psicológicas durante la experiencia, sino también anticipar el peligro; Luc salía del coma y su estado general seguía siendo precario.
– Sus miembros se distienden. Sus músculos se relajan. Ya no experimenta ninguna tensión.
Unos días después de mi visita, Luc había exigido revivir su viaje psíquico bajo hipnosis y delante de testigos. Llegar una vez más, por medio de la memoria, a «la otra orilla» y que cada detalle quedara registrado por escrito.
Eric Thuillier, el neurólogo que lo trataba en el Hôtel-Dieu, se había negado a hacerlo; era demasiado arriesgado. Pero Luc había insistido y un psiquiatra llamado Pascal Zucca, jefe de psiquiatría en el hospital de Villejuif, había accedido. Según él, la sesión podía incluso ser saludable: esa catarsis permitiría que Luc superara su trauma. Finalmente, Thuillier había aceptado, con la condición de que todo se llevara a cabo en el Hôtel-Dieu, en su servicio y bajo su supervisión.
– Ahora siente pesadez en las manos, en los pies…
Era el jueves 14 de noviembre. Desde la cabina de control, observaba a través del cristal a mi mejor amigo, blanco como la pared, perdido entre parches y cables. Una aberración más.
Estaba sentado en el centro de una sala vacía, con las paredes revestidas con metal pulido y el suelo cubierto de placas insonorizadas de linóleo claro. A su izquierda, jeringas, ampollas y un desfibrilador eléctrico estaban colocados sobre una mesa con ruedas. Frente a él, Pascal Zucca, bata blanca y hombros anchos, nos daba la espalda. Encorvado en su silla, parecía un entrenador de boxeo, susurrando los últimos consejos a su campeón. Varias cámaras filmaban la sesión.
Me volví hacia mis acompañantes, que formaban una fila inmóvil en la cabina. La juez Corine Magnan se había trasladado desde Besançon, gracias a un exhorto dictado por ella misma. A su lado, Eric Thuillier observaba los monitores. Un poco más lejos, un psiquiatra cuyo nombre no había entendido, había sido nombrado por la magistrada en tanto que experto. ¿Experto en qué? Aquella sesión era una mascarada.
Detrás de ellos, estaba Levain-Pahut, comisario de división de Estupefacientes, que estaba allí para asegurarse de que no se torturara a uno de sus mejores hombres. Sentado en un rincón, el secretario de Magnan tomaba notas a mano mientras las enfermeras se afanaban con los monitores y los teclados de los ordenadores.
Pero lo mejor era, en un extremo, a la derecha, el invitado especial de Luc. Se había presentado: padre Katz, sacerdote exorcista del Arzobispado de París, representante de la Iglesia católica, apostólica y romana. El hombre de negro estaba aferrado a un pequeño libro rojo, el Ritual romano. No podía creer que Luc hubiera conseguido reunimos a todos en torno a su delirio.
– Sus pies se hunden en el suelo. Sus dedos se entumecen…
Tenía ganas de soltar una carcajada, pero no era el momento. La presencia de Magnan y de su secretario demostraba que la magistrada budista se tomaba en serio aquel testimonio. El caso Simonis había caído en las manos de la única juez de instrucción con tendencias esotéricas. La única que podía dar un mínimo de credibilidad a las alucinaciones de Luc Soubeyras.
Me había informado; nunca en Francia se había aceptado un testimonio bajo hipnosis. Según la ley francesa, un testigo debe expresarse siempre con «consentimiento libre y conocimiento de causa», lo que excluye recurrir a un método de sugestión o a cualquier tipo de suero de la verdad. Sin embargo, Corine Magnan estaba allí y su secretario no perdía detalle.
Zucca, cuya voz llegaba a la cabina por medio de altavoces invisibles, murmuró:
– Nota ese peso en todo el interior de su cuerpo… Llega a cada uno de sus miembros, a cada uno de sus músculos…
Luc parecía hundirse en su sillón, más vulnerable que nunca. Su piel salpicada de motas rojizas era prácticamente transparente; casi creía ver cómo palpitaban sus órganos. Pensé en el monstruo del Planty con su corazón a la vista pero ahuyenté inmediatamente aquella imagen.
– El peso se vuelve luz… Una luz que inunda su mente y su cuerpo… No siente nada más… El peso, la luz lo invaden completamente…
Luc respiraba lentamente, con los ojos cerrados. Parecía sosegado.
– La luz es azul. ¿La ve?
– Sí.
– La luz azul es una pantalla sobre la que usted ve surgir las imágenes, los recuerdos… Las imágenes fluirán mientras mi voz siga sonando. ¿Está de acuerdo?
– Sí.
El psiquiatra dejó que pasaran unos segundos y luego prosiguió:
– ¿Ve las imágenes?
Luc no respondió. El psiquiatra se volvió hacia el cristal e hizo un gesto de interrogación dirigido a Thuillier, quien a su vez se dirigió a las enfermeras. Luego el neurólogo cuchicheó en un micrófono incrustado en la consola. Zucca también llevaba puesto un auricular.
– Listo.
El psiquiatra asintió manteniendo el rostro bajado; luego, levantó el mentón.
– Luc, ¿están ahí las imágenes?
Luc meneó la cabeza, lentamente.
– Usted seguirá mi voz y describirá esas imágenes. ¿De acuerdo? Otro «sí» con la cabeza.
– ¿Qué ve?
– Agua.
– ¿Agua?
En la cabina, hubo miradas de desconcierto, luego todos comprendieron.
El río.
El viaje empezaba.
– Sea más preciso.
– Estoy a la orilla del río.
– ¿Qué está haciendo?
– Camino. Noto un peso.
– ¿Qué peso?
– El peso de las piedras. En mi cinturón. Entro en el agua.
Experimentaba cada sensación. El frío se convertía en una sonda en el fondo de mis huesos. Pero era el fanatismo de Luc lo que me dejaba completamente atónito. Volvía a verlo metido en su coche, en diciembre de 2000, después del flagrante delito de Lilas, citando a Teresa de Ávila: «Muero porque no muero». Luc solo había vivido para esa investigación. El último sacrificio. Su cita con el diablo.
– ¿Qué sensaciones experimenta?
– Ninguna.
– ¿Por qué?
– El frío lo anula todo.
– Prosiga.
– Mi cuerpo se disuelve en el río. Me estoy muriendo.
– Siga mi voz, Luc. Describa la escena.
Después de un breve silencio, Luc murmuró:
– No… No siento nada.
– Hable más fuerte.
– El río viene hacia mí. Me roza la boca. Yo…
Luc se mordió los labios como para impedir que el agua penetrara en su garganta. Otro silencio. En la cabina, la tensión aumentaba. Cada uno de nosotros se sumergía con él.
– Luc, ¿está aquí con nosotros?
Silencio.
– ¿Luc?
Ya no se movía. Bajo los cables, sus facciones se hundían, se endurecían como el yeso. Zucca se dirigió a Thuillier por el micrófono del auricular.
– ¿A cuánto estamos?
– A treinta y ocho. Si su ritmo cardíaco no arranca de nuevo, lo paramos todo.
Zucca lo intentó otra vez.
– Luc, ¡contésteme!
Thuillier se inclinó sobre el micrófono de la consola.
– Estamos a treinta y dos. Paramos. Se… ¡Joder!
El neurólogo corrió hacia la puerta y entró en la sala. Todas las miradas se volvieron hacia el monitor; la onda era una línea recta y se oía un pitido constante. Luc había vivido mentalmente su muerte, hasta el punto de morir una vez más.
Las enfermeras ya estaban detrás de Thuillier. Todas se afanaban junto a la mesa con ruedas. El neurólogo reclinó el sillón y ordenó:
– Adrenalina. Doscientos miligramos.
De pie, Zucca estaba inclinado sobre Luc. Repetía:
– Contésteme, Luc. ¡Siga mi voz!
En la cabina, el electrocardiograma pitaba como un hervidor. El sonido del roce de las batas llegaba hasta nosotros amplificado por los micrófonos. También nos movíamos, sin saber qué hacer.
Zucca gritó:
– ¡Luc! ¡Contésteme!
Thuillier lo apartó de un golpe en el hombro.
– Apártate. ¡Dios mío! ¡Se nos va! ¡Rápido, la inyección!
Una enfermera colocó la jeringa en la mano del médico; luego, este la hundió en el torso de Luc, que parecía un duro como el tocón de un árbol. Otra mujer blandía los electrodos del desfibrilador. Los suspiros de inquietud se mezclaban con la estridencia del monitor. Thuillier blasfemaba:
– ¡Me cago en Dios! Lo estamos perdiendo.
Zucca seguía inclinado sobre Luc, aferrado a sus puños.
– ¡Luc! ¡contésteme!
– Estoy aquí.
Todos se quedaron paralizados. Zucca, apoyado en el cuerpo; Thuillier, con la jeringa en el aire; las enfermeras, con sus gestos en suspenso. En la cabina, el bip del electrocardiograma había vuelto a un ritmo punteado, muy lento. El hipnotizador jadeó:
– Luc, me… ¿me escucha?
No respondió de inmediato. Su cabeza había caído hacia atrás. No la veíamos. Se intuían sus ojos cerrados, sus pesuñas pelirrojas, la parte inferior de su rostro mineralizado. Solo quedaba un rastro de Luc. El verdadero ser humano estaba ausente. Una voz ronca dijo:
– Lo escucho.
Zucca hizo señas a Thuillier para que volviera a la cabina. El neurólogo retrocedió a regañadientes. En silencio, las enfermeras dejaron el material y lo imitaron. Cada uno volvió a su puesto en la cabina. El círculo de hipnosis se había formado nuevamente.
Suavemente, el psiquiatra enderezó el respaldo de Luc y volvió a sentarse.
– ¿Dónde está, Luc? ¿Dónde está… ahora?
– He abandonado mi cuerpo.
El timbre era lejano, siniestro. Zucca esperó en silencio. Seguramente ponía sus ideas en orden e incluso sacaba las mismas conclusiones que nosotros. La experiencia de muerte inminente empezaba.
– ¿Qué ve?
– Me veo a mí mismo. En el fondo del agua. Voy a la deriva hacia un peñasco.
– ¿Cuáles son sus sensaciones? Las sensaciones del que ha abandonado su cuerpo.
– Floto. Estoy en estado de ingravidez. Veo una luz.
– Descríbala.
– Blanca. Ancha. Inmensa.
Una sensación de alivio se extendió por la cabina. La luz: señal de una alucinación «clásica». Íbamos a librarnos de la pesadilla.
Pero Luc rectificó:
– Desaparece… Yo… -Prosiguió en voz baja-: Ahora es solo un punto… La cabeza de un alfiler… Al final de un túnel… Creo que soy yo el que se aleja a toda velocidad… Yo…
Luc emitió una especie de estertor. Su voz era amarga.
– Me alejo… Todo está negro… Yo… No, un momento…
Tragó saliva con dificultad. Girando el rostro de derecha a izquierda, intentaba respirar, dando bocanadas breves, dolorosas.
– La luz vuelve… Es roja.
– Mire bien. Describa esa luz.
– Es apagada… incierta… Tiene vida.
– ¿Por qué?
– Parpadea…
– ¿Como un faro, como una señal?
– No… Late… Como un corazón…
El silencio en la cabina era cada vez más profundo. Nuestra fascinación saturaba la estancia. Una presión acumulada, capaz de hacer explotar el vidrio. Bajé la mirada hacia la luz rubí alrededor del dedo de Luc; era la materialización de la fuente luminosa de la que hablaba.
– Me llama… La luz me llama…
– ¿Qué hace usted?
– Voy hacia ella. Floto en un pasillo.
– El pasillo. Descríbamelo.
– Sus paredes están vivas.
– ¿Por qué?
Luc se rió, sarcástico, luego se dobló como si sufriera un fuerte dolor en la espalda.
– Los muros… Están formados por rostros… Unos rostros escondidos en las sombras, dispuestos a abalanzarse… Sufren…
– ¿Escucha sus gritos?
– No. Gimen… Se sienten mal… No tienen boca. En su lugar, hay heridas…
Pensé en los versos de Dante: el «valle del abismo doloroso» que «acoge un fragor de lamentos infinitos…». Pensé en los testimonios del Vaticano. Luc había conseguido su objetivo: vivir una NDE infernal. Se había convertido en un Sin Luz.
– ¿Sigue viendo la luz roja? -insistió Zucca.
– Se acerca.
– ¿Y ahora?
Luc no contestó. Gotas de sudor perlaban su frente. Parecía descender al fondo de sí mismo, atravesar capas internas físicas y mentales.
– Luc, ¿qué ve?
Tuve la sensación de que un olor se extendía por la cabina. Un olor acre, medicamentoso, mezclado con alcanfor y excrementos. Lo reconocí inmediatamente: el olor de Agostina en Malaspina. Luc se echó a reír. El psiquiatra subió el tono de voz.
– ¿Qué ve?
Luc tendió la mano, como si tratara de tocar algo. Su voz se debilitó hasta convertirse en un hilo apenas perceptible.
– La luz roja… Es una pared. Escarcha… O lava. No lo sé. Unas formas se mueven detrás…
– ¿Qué formas?
– Van y vienen, muy cerca del muro. Se diría… Se diría que nadan… en agua helada. Al mismo tiempo, puedo sentirlo, es ardiente ahí abajo, como un cráter…
Una corteza glacial que preservaba el dolor en estado puro. Un magma candente que albergaba la agonía de las almas. El «cráter» de Luc aparecía como una puerta abierta hacia un mundo en constante crecimiento, infinito, intemporal. ¿El infierno?
– Descríbame lo que ve. Aunque solo sean fragmentos. Detalles.
– Veo… un rostro… Arde. Siento su calor. Yo…
– Describa ese rostro, Luc. ¡Concéntrese!
– No puedo. Siento el calor y el frío. Yo…
– Siga mi voz y mire fijamente lo que ve…
Luc se retorcía en el sillón. Los cables que rodeaban su cabeza vibraban. Su cara se alteraba por los tics, por los sobresaltos de terror.
– ¡Siga mi voz, Luc!
– Unos ojos… unos ojos inyectados en sangre detrás de la escarcha… -Luc estaba al borde de las lágrimas-. El rostro… Está herido… Veo la sangre… los labios arrancados… los pómulos hundidos… Yo…
– Continúe. Siga mi voz.
Su cabeza cayó, inerte sobre el torso.
– ¿Luc?
Tenía los ojos abiertos. Las lágrimas caían por sus mejillas. Al mismo tiempo sonreía. Ya no parecía que sufriera, ni siquiera que tuviera miedo. Sus facciones estaban relajadas. Se parecía a los retratos de los santos del Renacimiento, aureolados por una luz celestial.
– ¿Qué ocurre?
La sonrisa se desfiguró, maléfica.
– Él está aquí.
Algo inexpresable penetró en la estancia. Me pareció que el olor a podredumbre se intensificaba. Miré a los demás. Corine Magnan temblaba. Levain-Pahut se rascaba la nuca. Katz, el exorcista, manipulaba su Ritual romano, listo para abrirlo.
– Luc, ¿quién está ahí? ¿A quién se refiere?
– Nada de preguntas de este tipo.
La voz de Luc había vuelto a cambiar. Era una especie de rugido autoritario.
El psiquiatra no se dejó intimidar.
– Descríbame lo que ve.
– Ya se lo he dicho: nada de preguntas de este tipo.
Zucca se inclinó otra vez. Empezaba el verdadero combate.
– Usted no tiene elección, Luc. Siga mi voz y descríbame al que está detrás de la pared de escarcha. O de lava.
Luc contrajo las facciones, con expresión de descontento. Su rostro era ahora repugnante, frío, malvado. Una expresión malintencionada se había fijado en sus facciones.
– Ya no hay escarcha -susurró.
– ¿Qué más?
– El pasillo. Solo el pasillo. Oscuro. Desnudo.
– ¿Hay algo en el interior?
– Un hombre.
– ¿Cómo es?
Luc murmuró dulcemente:
– Es un anciano.
Zucca echó una ojeada hacia el cristal. Su rostro traicionaba el asombro. Nosotros mismos no comprendíamos nada. Todos esperábamos la imagen tradicional del diablo: cuernos, perilla, cola en horquilla.
– ¿Cómo va vestido?
– De negro. Lleva un traje negro. Se confunde con la oscuridad. Aparte de unos filamentos.
– ¿Unos filamentos?
– Brillan. Encima de su cabeza. Tiene cabellos fosforescentes, eléctricos.
El malestar aumentaba en la cabina. El olor a excrementos era cada vez más fuerte, imponente, transportado por una corriente espesa, helada.
– Describa su rostro.
– Su piel es blanca. Pálida. Es albino.
– Sus rasgos, ¿a qué se parecen?
– Un rictus. Su rostro es solo un rictus. Sus labios… Se abren sobre las encías. Encías blancas. Su piel no conoce la luz.
Luc hablaba ahora con voz mecánica. Daba un informe frío y objetivo.
– Sus ojos. ¿Cómo son sus ojos?
– Helados. Crueles. Rodeados de sangre o de brasas, no lo sé.
– ¿Qué hace? ¿Está inmóvil?
Luc hizo una mueca. Su expresión era como la sombra que arrojaba el hombre del pasillo. El reflejo del intruso en el fondo de su mente.
– Baila… Baila en la oscuridad. Y sus cabellos brillan por encima de su cabeza…
– ¿Sus manos? ¿Ve sus manos?
– Ganchudas. Enroscadas sobre su vientre. Se parecen a su rictus, a su boca torcida. Todo en él está atrofiado. -Luc sonrió-. Pero baila… Sí, baila en silencio… Es el mal que se mueve… En la sangre universal…
– ¿Le está hablando a usted?
Luc no contestó. El cuerpo arqueado, el cuello erguido, parecía estar a la escucha. No oía a Zucca sino al anciano en el fondo de la garganta.
– ¿Qué le dice? Repita lo que le dice.
Luc murmuró algunas palabras ininteligibles. Zucca levantó la voz:
– Repita. ¡Es una orden!
Luc levantó la cabeza como si estuviera bajo el efecto de un violento dolor. Su rostro era solo una convulsión. Su voz se rompió.
– Dina hou be’ovadâna. -Gritó-: ¡dina hou be’ovadâna!
En la cabina, todo quedó paralizado. El hedor. El frío. Nadie se movía. Cada uno de los presentes podía sentir, yo lo sabía, una presencia. Algo.
– ¿Qué significa eso? -intentó todavía Zucca-. Esa frase: ¿qué quiere decir?
Luc soltó una risa demencial, sorda, hundida, para su goce personal. Luego su cabeza volvió a caer y perdió el sentido. El hipnotizador volvió a llamarlo. Ninguna respuesta. La sesión había terminado; la «visión» de Luc había acabado con esas palabras incomprensibles.
Zucca tocó el micrófono.
– Se ha desvanecido. Vamos a retirarle todos esos cables y lo trasladamos a la sala de reanimación.
Sin una palabra, Thuillier y las enfermeras pasaron a la sala. Los demás permanecían todavía inmóviles. Me pareció que el olor y el frío disminuían. Un rumor ocupó su lugar. Se intercambiaron algunas palabras, para tranquilizarse, para compartir cierta calidez.
Y sobre todo, para volver, urgentemente, a la realidad.
Bajo las voces, percibí un murmullo difuso. Volví la cabeza. El padre Katz, con los ojos fijos y su Ritual en las manos, musitaba: «… Deus et Pater Domini nostri Jesu Christi invoco nomen sanctum tuum et clementiam tuam supplex exposco…».
Con pequeños gestos, roció la consola y las máquinas de la cabina con agua.
Agua bendita, por supuesto.
El sacerdote exorcista hacía limpieza después de que hubiera pasado el diablo.
– Es ridículo.
– Solo te cuento lo que ha pasado.
– Sois unos payasos.
Manon parecía acatarrada, su voz era nasal. Acababa de contarle la escena del Hôtel-Dieu. Estaba sentada con las piernas cruzadas y los pies desnudos, sobre la cama. Había ordenado el cuarto perfectamente. El edredón no tenía ni una sola arruga. En unos días había encontrado su sitio en mi piso y no cesaba de sacarle brillo.
– Allí estaban todos muy serios.
– He pasado mi vida rodeada de locos. Mi madre y sus rezos, Beltreïn y sus máquinas… ¡Y ahora resulta que vosotros, los maderos, sois todavía peores!
Ella me relacionaba adrede con los agresores. Lo dejé correr. Manon se mecía en la cama con las manos apretando sus piernas dobladas. La media luz me ofrecía fragmentos de su rostro para luego ocultarlos: la curva de la mejilla, la banda de la frente, la mirada oscura. Fuera, una lluvia tenebrosa caía silenciosamente.
– De todas maneras -prosiguió-, el delirio de Luc no prueba que yo haya vivido lo mismo.
– En absoluto. Pero el homicidio de tu madre nos lleva nuevamente a esa experiencia negativa. Quizá el criminal actuó bajo los efectos de algún trauma psicológico de ese tipo y…
– ¿Yo?
No contesté. Con el pie, empujé una caja que estaba junto a la pared, la coloqué frente a Manon y me senté en ella.
– La juez considerará todas las posibilidades -proseguí en tono tranquilizador-. Parece sensible a ese tipo de…
– Sois una panda de zumbados.
– Ella no tiene nada, ¿comprendes? Ni un solo indicio, ni rastro de un móvil.
– Siempre os queda la huerfanita.
– No tienes por qué inquietarte. Magnan ya te interrogó. Sarrazin levantó el acta. Todo el mundo está convencido de tu buena fe.
Meneó la cabeza, sin convicción. Sus cabellos estaban perfectamente separados en dos ríos lisos. Una ilustración de cuento.
– Y Luc, ¿por qué hace todo esto?
– Quiere llegar hasta el final de su investigación. Es evidente que la muerte de tu madre pertenece al ciclo de los Sin Luz.
– Y él cree que formo parte de esa pandilla de tarados. Cree que soy la asesina.
No era una pregunta. Añadió:
– Así que para convencer a todo el mundo tendría que hacer lo mismo que él, ¿no? ¿Describir mis recuerdos bajo hipnosis?
– Aún es demasiado pronto para plantearse este procedimiento.
Un segundo más tarde, comprendí que Manon me había tendido una trampa. Ella solo quería saber si yo había pensado en esa posibilidad o si, por el contrario, la idea me sorprendería. Había mordido el anzuelo, dándola por sentada.
– Idos a la mierda -murmuró-. Nunca me prestaré a vuestros delirios.
Se dejó caer hacia atrás, sobre la cama, y luego se cubrió el rostro con una almohada. Con ese movimiento, se le había subido el jersey dejando ver el ombligo. Me estremecí. A pesar de la tensión, mi deseo afluía, pleno, intacto, omnipresente. Pero ya no había lugar para eso entre nosotros. Me había convertido en un enemigo más.
De repente, se irguió y apartó la almohada. Su mirada estaba llena de lágrimas.
– ¡Vete a la mierda!
En dirección al 36.
En mi nuevo coche de alquiler, puse en orden mis ideas. Desde mi regreso a París, había investigado la formación universitaria de Manon y su falta de coartada para el homicidio. Zamorski decía la verdad. Nadie la había visto durante el supuesto período del asesinato: casi una semana. Había llamado por teléfono al madero helvético que la había interrogado antes de declarar ante Magnan. Manon, a la que hallaron en su piso el 29 de junio, dos días después del descubrimiento del cuerpo, había sido incapaz de precisar en qué había empleado el tiempo aquellos días.
En cuanto a su formación universitaria, el polaco también estaba en lo cierto. Había pedido por fax su expediente académico completo. Un máster en biología, conservación y evolución al que se adjuntaban tres certificados de estudios complementarios en toxicología, botánica y entomología. Igualmente, estaba licenciada en farmacia. Eso no probaba nada, salvo que Manon poseía los conocimientos suficientes para torturar un cuerpo humano tal como se había torturado el de su madre.
Corine Magnan debía de saber todo eso, pero no existía ninguna prueba directa contra Manon. Probablemente, la magistrada había decidido abandonar esa pista. Debía de estar a punto de archivar el caso. Pero ahora, la intervención de Luc reavivaba las dudas. ¿Había visto «algo» Manon durante su NDE de 1988? ¿Esa antigua experiencia la había transformado del mismo modo que a Agostina? ¿Le había provocado una esquizofrenia que ocultaría otra personalidad, violenta, cruel, vengativa?
Entré en mi despacho y deposité sobre la mesa el montón de papeles que había encontrado en mi casillero. En el contestador había varios mensajes; entre otros, dos de Nathalie Dumayet. Quería tener noticias sobre lo sucedido en la sesión de aquella mañana. Desde mi regreso, la comisaria me ponía mala cara. No le había gustado en absoluto mi desaparición, y mucho menos las explicaciones lacónicas que le había dado al regresar.
Salí inmediatamente del despacho.
Lo mejor era deshacerse cuanto antes de esa carga.
En pocas palabras, resumí la experiencia de aquella mañana. Para terminar, le propuse que llamara a Levain-Pahut para que completara la información. Ya estaba saliendo cuando me propuso tomar un té. No acepté.
– Cierre la puerta.
Lo dijo con una sonrisa, pero en un tono que no admitía discusión.
– Siéntese.
Me instalé en el asiento frente a ella. Me lanzó su habitual mirada inequívoca.
– ¿Qué opina de todo esto?
– Es asunto de los psiquiatras. Hay que saber si saldrá adelante sin secuelas y…
– Precisamente, de esas secuelas se trata. ¿Cree que Luc saldrá indemne de esta experiencia?
Gesto vago por mi parte. A mi regreso, solo le había contado las grandes líneas de mi investigación. Los expedientes Simonis, Gedda, Rihiimäki, reducidos a sus puntos en común. Había mencionado los homicidios satánicos pero no a los Sin Luz ni a los Siervos de Satán. Sin embargo, ella prosiguió:
– No creo en el diablo. E incluso, menos que usted, porque ni siquiera creo en Dios. Pero es posible suponer que una alucinación semejante transforme al que la vive y lo lleve a cometer un crimen… singular.
No contesté.
– Solo repito sus propias conclusiones.
– No le he dado conclusiones.
– Implícitamente sí. Usted ha sacado a la luz tres asesinatos en distintos rincones de Europa; en todos ellos el método es idéntico. Por lo menos en dos casos conocemos a los asesinos. Sujetos que han vivido una NDE negativa. ¿No es así?
Una pausa. Continuó:
– Sin embargo, Luc ahora está en esa situación. En plena… mutación.
– Nada indica que vaya a transformarse.
– A mí me parece que va por buen camino.
– Su análisis es muy elemental.
– ¿Tiene otra hipótesis?
– Es muy pronto para exponerla.
– ¿Muy pronto? Yo diría que es algo tarde. Hay otros asuntos pendientes aquí. Debe volver al trabajo.
– Me había dicho…
– Absolutamente nada. Ya le he dado una semana de vacaciones. Ha desaparecido diez días y desde que volvió no se ha dedicado seriamente a su trabajo. Sigue tratando de averiguar la razón del intento de suicidio de Luc. Sabemos cuál es la situación actual. El caso está archivado.
Tomé la palabra:
– Deme unos días más. Yo…
– ¿Cómo está su protegida?
– ¿Mi protegida?
– Manon Simonis. Principal sospechosa del homicidio de su madre.
– Usted no conoce el expediente -dije, resistiéndome-. Manon no es sospechosa. No hay ni pruebas ni móvil.
– ¿Y si hubiera vivido esa experiencia negativa como la italiana o como el estonio? En esta historia, el móvil se reduce a un trauma psíquico.
Seguí callado.
– No intento hundirla, Mathieu. Simplemente, quiero que esté prevenido. Corine Magnan ha recurrido a los maderos de la DPJ. Me han llamado. Está dispuesta a interrogar nuevamente a Manon Simonis.
– ¿Por qué motivo?
– La aventura de Luc ha sembrado la confusión.
– ¿Por qué declararía ella algo que difiera de la primera vez?
– Pregúnteselo a Magnan.
– ¿Quieren hipnotizarla? ¿Inyectarle un fármaco?
– Le repito que no sé nada. Pero la juez ha mencionado un examen psiquiátrico.
Me mordí los labios. Dumayet añadió:
– No se fie de ella, Mathieu.
– ¿Sabe usted algo?
– Se ha puesto en contacto con la fiscalía de Colmar. Quiere conseguir el expediente de David Oberdorf.
– ¿Quién es ese?
– Un tipo que mató a un sacerdote en diciembre de 1996. Un caso de posesión.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
– Eso es absurdo. Esa juez es una zumbada.
– Mathieu, espere.
Me detuve en el umbral.
– A pesar de todo tengo una buena noticia. Condenceau, el tío de asuntos internos, ha cerrado el caso Soubeyras.
– ¿Cuál es su conclusión?
– Intento de suicidio. Eso simplifica las cosas, ¿no cree? Luc saldrá del paso con algunas visitas al psicólogo.
– ¿Y Doudou y los demás?
– No iniciarán nada contra ellos. Levain-Pahut barrerá delante de su puerta.
Estaba girando el pomo cuando Dumayet agregó:
– A propósito, usted ha trabajado en el asesinato de Massine Larfaoui, ¿verdad?
– ¿Y?
– ¿No ha descubierto nada?
– No más de lo que descubrieron Luc y sus hombres.
– ¿Seguro?
O bien Dumayet tenía sus fuentes o bien me leía el pensamiento. No le había hablado de la iboga ni del papel de esta droga en el caso. Hice una concesión.
– Quizá haya un vínculo con el caso Simonis. En fin, con la serie de homicidios.
– ¿Qué vínculo?
– Necesito tiempo.
– Magnan actuará sea como sea. Llene los vacíos de su expediente antes de que lo haga ella. Con los silencios de su joven querida.
Una del mediodía
Me encerré con llave en mi ratonera. Quería aclarar un detalle que me atormentaba desde la mañana. Marqué el número directo del prefecto Rutherford en la Ciudad del Vaticano. A pesar de que el día era gris, no había encendido las luces de mi despacho.
Un minuto más tarde, hablaba con el director de la biblioteca. No parecía estar dispuesto a pasarme al cardenal Van Dieterling. Tuve que aludir a «revelaciones de primer orden» para que, por fin, mi comunicación tomara el camino del despacho de Su Eminencia.
– ¿Qué quiere, Mathieu?
La voz ronca del flamenco. Nada de preámbulos, nada de fórmulas de cortesía. Lo prefería así.
– Sigo con mi investigación, eminencia. Quería hacerle una consulta.
– Para empezar, ¿no debería comunicarme algunas informaciones?
Desde mi visita al Vaticano, no había dado señales de vida. El cardenal prosiguió:
– ¿No será que ha cambiado de bando? ¿Que se ha aliado con otros?
Alusión transparente a mi estancia en Polonia.
– No hago alianzas con nadie -respondí en tono firme-. Sigo mi propio camino, nada más. Cuando sepa la verdad, se la revelaré a todos ustedes.
– ¿Qué ha averiguado?
– Deme unos días más.
– ¿Por qué confiaría en usted otra vez?
– Eminencia, me permito insistir. Estoy a punto de hacer un descubrimiento crucial. Un nuevo caso de los Sin Luz está en el centro de mi investigación.
– ¿Su nombre?
– Deme unos días.
El cardenal carraspeó aunque sonó como una risita.
– Seguiré confiando en usted, Mathieu. Aunque no sé por qué. ¿Qué necesita saber?
– ¿Usted interrogó a Agostina Gedda sobre su experiencia de muerte inminente?
– Naturalmente. Mis especialistas han tenido varias entrevistas con ella.
– ¿Le habló del personaje que vio al fondo del «pasillo»?
Noté que dudaba.
– ¿Qué desea saber? Vaya al grano.
– ¿A quién se parecía el visitante de Agostina?
– Ella mencionó a un hombre pálido, muy grande. Según dijo, flotaba en el túnel. Como un ángel. Un ángel -repitió con cierta consternación-. Fueron sus propias palabras.
– ¿No mencionó a un anciano?
– No.
– ¿Ni unos cabellos electrizados, luminiscentes?
– En absoluto. ¿Esa es la descripción que le ha dado el Sin Luz?
Eludí la pregunta.
– Ese ángel, ¿tenía un aspecto aterrador? ¿Algún detalle maléfico?
– Querrá usted decir que era un monstruo. Según Agostina, no tenía párpados y llevaba un separador dental. Su boca estaba abierta y mostraba unos dientes agudos, afilados como hojas de afeitar. Había algo más, ahora que lo recuerdo… Ostentaba una especie de falso sexo, enorme, de aluminio… O una monstruosa funda para el pene, no quedó muy claro. Usted vio a Agostina; conoce los deseos malsanos que la dominan.
– ¿Eso es todo? ¿Ningún otro detalle horrible?
– ¿Le parece poco? Su descripción era muy precisa. Lo cual ya es en sí mismo un hecho novedoso.
– ¿Novedoso?
– Recuerde que hasta hace poco, los Sin Luz eran incapaces de describir a su demonio. Sin embargo, ahora sus recuerdos son muy exactos. Eso forma parte de la mutación.
Siempre con su teoría de la evolución. Los Sin Luz tenían un perfil nuevo, que se caracterizaba por el ritual de ácidos e insectos. Pero también un recuerdo muy preciso de su NDE. Reflexioné en voz alta:
– Según su opinión, ¿por qué cada uno de esos posesos ve a un diablo distinto? ¿Una criatura que no tiene nada que ver con la imagen convencional del demonio, con cuernos y cola de macho cabrío?
– «Me llamo Legión, porque somos muchos.» A Satán le gusta adoptar apariencias variadas. Pero siempre obra el mismo poder.
– Cada Sin Luz ve un ser distinto, casi… personal.
– ¿A qué se refiere?
– Ese «visitante» podría estar inspirado por alguien que actuó sobre ellos en el pasado. Sería una especie de construcción psíquica, basada en los recuerdos.
– Lo hemos considerado. Y hemos buscado en la historia de Agostina. Pero no hemos hallado ni la menor señal de un ángel de tez pálida. Ninguna huella de separador dental ni de dientes de vampiro. ¿Qué sentido tienen sus preguntas, Mathieu? Usted es policía. Se supone que debe investigar sobre el terreno.
– Estamos de lleno en eso, eminencia. Lo llamaré cuanto antes.
Busqué en mis notas. Foucault me había dado las señas del psiquiatra de Raïmo Rihiimäki: Juha Valtonen. El hombre que lo había interrogado cuando despertó del coma. Marqué las diez cifras, con el prefijo del país incluido. Era el número de un teléfono móvil; lo encontraría en cualquier lugar donde estuviera.
El timbre sonó. ¿Nevaba ya en Tallinn? No sabía nada de Estonia, aparte de que era el más septentrional de los países bálticos. Imaginé las costas grises, los peñascos negros, un mar sombrío y helado.
– Hallo?
Me presenté en inglés. El hombre prosiguió en el mismo idioma, sin problemas. Ya había hablado con Foucault. Estaba al corriente de nuestra investigación y dispuesto a ayudarme. La cobertura era perfecta, cristalina, como pulida por el viento de mar adentro. Inmediatamente orienté mis preguntas hacia la NDE de Raïmo.
– Tenía algunos recuerdos -confirmó el psiquiatra.
– ¿Le describió a su visitante?
– Raïmo hablaba de un niño.
– ¿Un niño?
– Más bien un adolescente. Un personaje bastante joven, regordete, que flotaba en la oscuridad.
– ¿Le describió el rostro?
– Sí, lo recuerdo. Un rostro aplastado. O despellejado. Raïmo hablaba de jirones de carne. Un morro de bulldog que sangraba.
Nueva escena de horror. Pero nada que ver con el anciano de Luc ni con el ángel de Agostina. Un demonio específico para cada Sin Luz.
Le hablé de mi hipótesis.
– ¿Cree que esta criatura podría haberle sido inspirada por alguien de su entorno?
– ¿De qué modo?
– Como un personaje de su pasado que habría vuelto, deformado por la alucinación.
– No. Investigué su historia y su entorno. Que yo sepa, nadie a su alrededor se parecía a una criatura así. De hecho, ¿quién podría parecerse a semejante pesadilla?
Mi pista psicoanalítica era un callejón sin salida. Valtonen prosiguió:
– ¿Tiene otros testimonios de ese tipo?
– Algunos, sí.
– Me interesaría leerlos. ¿Los tiene en versión inglesa?
– Sí, pero en este momento estamos trabajando a contrarreloj. En cuanto tenga un poco de tiempo le enviaré toda la documentación. Se lo prometo.
– Gracias. Otra pregunta.
– Dígame.
– Sus otros testigos, ¿se han convertido todos en homicidas?
Pensé en Luc. Y a mi pesar, en Manon. Respondí en tono seco:
– No, no todos.
– Mejor. De lo contrario, esto parecería una epidemia de rabia.
Le di nuevamente las gracias y colgué.
Dos del mediodía
Era hora de ir a pescar.
De volver a la investigación que me había precedido y concluir todos sus capítulos.
Era el momento de interrogar a Luc.
De momento, Luc estaría ingresado en el Centro Hospitalario Especializado Paul-Guiraud, en Villejuif. El término «especializado» era un eufemismo utilizado para referirse a un manicomio. Luc había firmado voluntariamente su orden de ingreso en «régimen abierto», de modo que podía salir siempre que le apeteciera.
Tres de la tarde.
Llegué al centro hospitalario al atardecer. Un enorme recinto negro que cortaba en dos un suburbio de viviendas unifamiliares. Pascal Zucca, el psiquiatra hipnotizador, me había explicado dónde podía encontrar a Luc. Crucé el portal, giré a la izquierda y bordeé la alameda jalonada de edificios de dos plantas. Todos los pabellones parecían hangares: muros color beige y tejado abombado.
Encontré el pabellón 21. En la recepción, una auxiliar cogió su manojo de llaves y me guió por el edificio. Un espacio alargado, interrumpido por puertas con ojos de buey, que recordaba el interior de un submarino. Había que atravesar cada estancia para alcanzar la siguiente: comedor, sala de televisión, taller de ergoterapia… Todo estaba remodelado: paredes amarillas, puertas rojas, techos blancos con tubos de iluminación. Caminamos sobre el linóleo color pizarra sin hacer ruido.
En cada umbral, la mujer sacaba una llave. Me cruzaba con pacientes que contrastaban con la arquitectura moderna del lugar. Ellos no habían sido remodelados. La mayoría se quedaban mirándome fijamente, boquiabiertos; rostros inexpresivos y miradas vacías.
Un hombre tenía un lado del rostro estirado, como si lo hubiera tensado un anzuelo. Otro, doblado en dos, me observaba con mirada torva, de pie con la frente alta, mientras que un tercero estaba agachado. Caminé evitando mirar a esos pacientes. Los más aterradores eran los que no tenían nada que los distinguiera. Personajes grises, apagados, cuyo absceso parecía escondido en su interior. Invisible.
Uno de ellos me hizo una señal levantando la mano por encima de unos pliegues de papel. La mujer murmuró un comentario mientras abría otra puerta.
– Es un dentista. Está aquí desde hace seis meses. Se pasa el día doblando esos papeles. Lo llaman «origami». Mató a su mujer y a sus tres hijos.
En el siguiente pasillo, observé:
– No veo ningún timbre de alarma. ¿No hay un sistema de ese tipo?
La mujer enarboló su juego de llaves.
– La alarma salta en cuanto alguien toca con una de estas llaves cualquier objeto metálico.
Habíamos llegado al sector de los dormitorios. Conté seis ojos de buey que se abrían a otras tantas celdas antes de que la auxiliar se detuviera delante de una puerta.
– Es aquí.
Volvió a manipular su manojo de llaves.
– ¿Está encerrado?
– Así lo ha pedido él.
Entré en la habitación. La auxiliar volvió a cerrar la puerta con llave. Luc estaba allí, rodeado por cuatro paredes blancas y desnudas. Cinco metros cuadrados de superficie, una ventana sobre los jardines y una cama sencilla. Nada diferenciaba esa habitación de las otras del hospital. Solo noté que la ventana no podía abrirse.
Luc, con un jersey de lana y un pantalón de pijama azul cielo, estaba escribiendo sobre una mesita encajada en un rincón, a la derecha.
– ¿Trabajas? -pregunté con calidez.
Se volvió a medias, sin levantarse. Su ancha espalda estaba completamente encorvada sobre su pluma. Su cabeza rapada semejaba un astro apagado, perdido en medio de vientos solares.
– Tomo nota de todo por escrito -susurró-. Es importante.
Cogí el único sillón y me senté a un metro de él. La sombra del anochecer entraba en la estancia inundándola lentamente.
– ¿Cómo estás?
– Agotado, desquiciado.
– ¿Te medican?
Me dedicó una sonrisa forzada.
– Sí, me dan alguna cosa.
Miró atentamente el capuchón de su estilográfica. Maquinalmente, empecé a buscar en mis bolsillos. Luc adivinó mi intención y dijo:
– Puedes fumar, pero abre la ventana. Me han dado un chisme para la falleba.
Me lanzó una varilla cuadrada que se insertaba en un agujero y permitía abrir las hojas. Después de ponerme un Camel en la boca, le pasé el paquete. Dijo «no» con la cabeza.
– Desde que me desperté no he fumado ni uno.
– Qué bien -dije, por decir algo.
Hice chasquear mi Zippo. Inhalé el humo profundamente, echando la cabeza hacia atrás, luego espiré la abrasadora bocanada a contracorriente del aire helado de la habitación. A mis espaldas, murmuró:
– Gracias, Mat.
– ¿Por qué?
– Por lo que has hecho. Por Laure, por mí, la investigación.
– Era lo que esperabas, ¿no?
Soltó una risa breve.
– Es cierto. Estaba seguro de que no aceptarías que me había suicidado. Podía morir tranquilo. Tú dirías la verdad a todo el mundo.
– ¿No habría sido más sencillo pasarme antes un expediente completo, como hiciste con Zamorski?
– No. Debías investigarlo personalmente. De otro modo, no lo habrías creído. Nadie lo habría creído.
– Todavía no estoy muy seguro de creerlo.
– Tiempo al tiempo.
Me volví hacia él y me apoyé en la ventana.
– Luc, he venido a hacer un balance de la situación contigo. Necesito poner todas las piezas en su lugar.
– Ya has hecho ese trabajo.
– Necesito conocer el camino que seguiste. Entre los dos podremos ver más claro.
Cerró su libreta con precaución y luego me resumió su historia. No dijo nada que yo no supiera. Todo había empezado el mes de junio, con el asesinato de Sylvie Simonis. Luc vigilaba esa región conocida por sus actividades satánicas. Había investigado, al igual que yo, salvo que desde el principio había formado equipo con Sarrazin. Poco a poco, había seguido la pista de los Sin Luz, de Agostina Gedda, luego la de Zamorski y Manon.
– ¿Y Massine Larfaoui?
– La guinda del pastel. Ocurrió en septiembre, cuando ya estaba trabajando en el caso. Conocía a los Siervos de Satán. Conocía la iboga. No me costó demasiado unir las piezas del puzle.
– ¿Sabes quién lo mató?
– No. Es uno de los enigmas del expediente.
– ¿Y la unita16?
Sonrió a medias.
– Simples estafadores. Nada interesante.
– ¿Por qué te pusiste en contacto con ellos precisamente antes de desaparecer?
– Una de las piedrecitas que te dejé en el camino. Era para ti, eso es todo.
– ¿Como la medalla de san Miguel?
– Sí, entre otras cosas.
No sabía si debía sentir compasión por mi amigo o simplemente rabia. Le pregunté:
– ¿Y en qué andabas con la pista de los Siervos de Satán?
– Los Siervos de Satán no tienen ningún interés. Únicamente se dedican a ritos satánicos, solo que quizá más crueles que otros. Eso es todo. Por ese lado, el único elemento importante era la iboga.
– ¿En qué sentido?
– Ahí se podía intentar algo.
– Es decir…
– Que hice ese viaje, sí. Varias veces. A mi manera; inyectándomela. Pedí ayuda a algún farmacéutico.
Recordé inmediatamente los misteriosos rastros de pinchazos en el brazo de Luc. Había tenido esa experiencia varias semanas antes de dar el gran salto.
– ¿Y? -pregunté con una voz neutra.
– Nada. Solo me puse enfermo. Pero no vi lo que esperaba.
– ¿Dónde encontraste la planta?
– En casa de Larfaoui. Tenía iboga negra almacenada. Su asesino no la tocó.
De modo que las incógnitas persistían. ¿Por qué el asesino no había registrado el chalet del cabileño? ¿No buscaba droga? ¿No estaba relacionado con los Siervos de Satán? ¿O quizá la presencia de la prostituta había sido un obstáculo?
Luc prosiguió, en tono soñador:
– La iboga tuvo una sola virtud: confirmar mi decisión. Comprendí que para ver al diablo había que arriesgar, realmente, el pellejo. Al demonio no le gustan las medias tintas, Mat. Quiere que uno reviente. Quiere decidir por su cuenta la salvación y el modo de manifestarse.
Hice caso omiso de esas palabras de iluminado.
– ¿Qué sentido tenía correr tantos riesgos?
– Era la única solución. La experiencia negativa es el meollo de la investigación. La fuente oscura de la que nacen los asesinos homicidas. Los Sin Luz.
– ¿Crees que Manon es una Sin Luz?
– No me cabe duda.
– ¿Crees que se vengó de su asesina, de su madre?
– No, no lo creo. Lo sé, eso es todo.
Luc clavó sus ojos en los míos.
– Escucha, Mat. No lo repetiré. Me he hundido en las tinieblas por amor a Manon. He visitado los Infiernos como Orfeo. He arriesgado el pellejo. Y mi alma. Todo eso, lo he hecho por ella. Y contrariamente a lo que podrías creer, he rezado con fervor pidiendo no encontrar nada en el fondo del abismo. Para exculparla. Pero ha sucedido lo peor. He visto al diablo, sin lugar a dudas, y ahora sé la verdad. Manon vivió lo mismo que yo acabo de vivir y es una asesina.
Arrojé la colilla por la ventana. No quería discutir.
– ¿Así que tú también eres un Sin Luz?
– Voy camino de serlo.
– ¿Has invocado al diablo con tres baratijas, te has zambullido en agua helada y ya está?
– No tengo intención de convencerte.
– ¿Has escuchado el Juramento del Limbo?
– No puedo responder a esa pregunta.
Levanté la voz, a mi pesar.
– ¿De quién te vengarás? ¿De ti mismo? ¿O simplemente cometerás una serie de asesinatos gratuitos?
– Comprendo tus dudas. Me has acompañado hasta determinado punto. No esperaba que fueras más lejos.
Recobró el aliento y luego señaló su libreta.
– Escribo siempre que puedo. Tomo nota de todos los detalles de mi evolución. Pronto no habrá nada que hacer. Habré pasado al otro lado. Ya no tendrán que escucharme ni que creerme. Simplemente… encerrarme.
Ya tenía suficiente. Puse mi mano en su hombro.
– Debes descansar. Volveré mañana.
Cogió mi brazo.
– Espera. Quiero decirte algo más. ¿Nunca te has preguntado por qué estaba obsesionado con el diablo?
– Cada día. Desde que te conozco.
– Todo viene de mi infancia.
Suspiré. ¿Con qué iba a salir ahora? De pronto pensé que quizá recordaría a un anciano que encontró cuando era un niño. Un anciano que se parecería a su visión, pero me dijo:
– ¿Te acuerdas de mi padre?
Volví a ver la foto en su escritorio: Nicolas Soubeyras, el conquistador de abismos, vestido con un mono y con el casco con luz frontal en la cabeza. Sin esperar respuesta añadió:
– El mayor cabronazo que he conocido.
– Creía que lo admirabas.
– A los once años siempre se admira al padre. Aunque sea un hijo de puta.
Esperé a ver cómo seguía.
– Un cabronazo que pegaba a mi madre, que nos imponía una disciplina de hierro, obsesionado con sus récords, sus hazañas. En aquella época, yo sufría una lesión del nervio trigémino. Una dolencia muy poco habitual en los niños, que provoca un dolor atroz. Mi padre escondía los analgésicos, los antiinflamatorios, para curtirme. ¿Te haces una idea?
Lo que yo no veía era la relación entre esa historia y la obsesión con el diablo. ¿Acaso Luc había tomado a su padre por un demonio?
– ¿Sabes cómo murió? -continuó.
– Se mató durante una expedición espeleológica, ¿no?
– La sima de Genderer en los Pirineos, en abril de 1978. Cerca de Saint-Michel-en-Sèze. Descendió a mil metros de profundidad. Su objetivo era quedarse sesenta días bajo tierra, sin ningún parámetro temporal ni ningún contacto con la superficie, para estudiar su reloj interno. Nunca volvió. Un desprendimiento lo enterró en una gruta. Murió asfixiado, bloqueado por las rocas.
Guardé silencio. Seguía sin ver la relación con Satán.
– Cerca del cuerpo, el equipo de salvamento descubrió una libreta de bocetos. Cuando vi esos dibujos, supe que mi vida ya nunca volvería a ser la misma.
– ¿Qué representaban?
– Las tinieblas.
– No entiendo.
– Encerrado en la gruta, mi padre había dibujado lo que le rodeaba, cada día, a la luz de su linterna. Las estalactitas, los contornos de la cavidad, las sombras.
– ¿El dibujo era siempre el mismo?
– Precisamente, no. Con el paso de los días, los peñascos se transformaban. Las estalactitas se deformaban. Se convertían en garras que se acercaban para llevárselo.
Imaginé la escena: Nicolas Soubeyras, emparedado vivo, agonizando, acosado por visiones. Empeñado en dibujar a la luz mortecina de su linterna, había visto cómo se modificaba su entorno poco a poco. El último escalofrío antes de sacar el billete para el otro barrio.
Con una voz que parecía provenir de aquella sima, Luc susurró:
– En los últimos dibujos, la bóveda se había transformado en unas alas de murciélago; las estalactitas en nervaduras negras. El fondo de sombras revelaba el rostro.
– ¿Qué rostro?
– El que mi padre vio antes de morir.
Sentí pavor. Jugando nerviosamente con el capuchón de su estilográfica, Luc prosiguió:
– El diablo. Mi padre vio a Satán antes de exhalar el último suspiro. El ángel de las tinieblas, surgido del fondo de la tierra para llevárselo. Nunca olvidaré ese rostro. Esa libreta de bocetos ha sido mi biblia negra.
Luc siempre me había contado que había visto a Dios reflejado en la pared de un acantilado durante una excursión de senderismo con su padre. Comprendí que también había visto al diablo, dibujado por Nicolas Soubeyras en el interior de esas mismas montañas.
– Tienes que descansar.
– ¡No me hables como si fuera un enfermo! No estoy loco. Todavía no. Te diré algo más. He llamado por teléfono a Corine Magnan. Quiero verla.
– ¿Qué le dirás?
– Debe observarme. Mi transformación es la pieza clave del caso. Hay que estudiarme, analizar mi metamorfosis, para descubrir la verdadera personalidad de Manon.
Me estremecí.
– Está poseída, Mat -continuó-. Lo sé, porque estoy del mismo lado que ella. No cesa de mentir, de seducir, de manipular en nombre del mal. Como haré yo, muy pronto.
Yo estaba de pie con la trenca en la mano y, por fin, comprendí la situación. El cisma estaba consumado: en adelante sería él o Manon.
Puse mi mano en su hombro una vez más y murmuré entre dientes:
– Todavía no estás en condiciones de salir de aquí.
– ¿Está el profesor Zucca?
Quería aprovechar que estaba en el instituto para hablar con el psiquiatra. La secretaria me respondió con una sonrisa:
– Es su hora de jogging.
– ¿Ya se ha ido?
– No, corre por el parque. Aquí mismo.
Abandoné el vestíbulo amarillo y rojo y di la vuelta al pabellón 21. Ya casi era de noche. Me senté sobre los escalones de la entrada lateral, que daba a una de las alamedas del recinto. Zucca debía de dar la vuelta a los edificios varias veces: estaba seguro de que pasaría por allí antes de que finalizara su entrenamiento.
Cogí un Camel y le di unos golpecitos contra el escalón. Llamé al móvil de Corine Magnan. Contestador. Dejé un mensaje, pidiéndole que me llamara cuanto antes. A continuación marqué el número del móvil de Manon. Me atendió con menos hostilidad de la que me temía. La había despertado. Desde nuestra llegada a París, Manon había pasado muchas horas durmiendo. Su sueño era pesado, profundo, algo aletargado. De fondo, se oían las voces de la televisión. Le prometí regresar a la hora de la cena. Colgó con un «Adiós, un beso» apagado, trivial, que no significaba nada.
Encendí el cigarrillo e hice lo posible por serenarme, observando el paisaje que se extendía delante de mí. Superficies de césped cortado, hojas muertas, bosquecillos de carpes. Ni un alma en el sendero, nadie sobre los campos de deporte que estaban frente a los pabellones, ni el menor indicio de un coche. Pensé en Manon, prisionera en mi piso desde hacía una semana. ¿Adónde íbamos nosotros dos?
Zucca apareció al cabo de unos minutos. Corría dando pequeñas zancadas. Iba vestido con ropa K-way de la cabeza a los pies. Me levanté y tiré el cigarrillo. Cuando el psiquiatra me vio, trotó hacia mí con la boca entreabierta, como un perro de caza jadeante. Tenía la tez enrojecida por el esfuerzo.
– ¿Ha venido a ver a su colega? -me preguntó entre jadeos.
– También quería hablar con usted.
Señaló con la cabeza el Camel que acababa de tirar al suelo.
– ¿Tiene uno para mí?
– ¿Corre y fuma?
– Puedo hacer varias cosas al mismo tiempo.
Cogió un cigarrillo de mi paquete. No paraba de dar pequeños pasos sobre el mismo sitio. Se inclinó sobre mi mechero. En su rostro, unas manchas rojas parecían protegerlo de cualquier expresión. Un rostro blindado, dotado de cortafuegos ardientes. Hizo una mueca mientras inhalaba la primera calada.
– ¿Qué quiere saber?
– Su opinión sobre Luc. Sobre su estado psíquico. ¿Empeorará?
– Es muy pronto para saberlo.
– Escuche. Luc Soubeyras es mi mejor amigo y…
Me interrumpió con un ademán.
– Hagámoslo fácil. Usted me ahorra el discurso sentimental y yo, por mi parte, evito el rollo científico. Los dos ganaremos tiempo. Estoy seguro de que tiene preguntas precisas en mente. Alguna teoría personal.
Volvió al camino asfaltado sin dejar de mover las piernas. Por la mañana me había hecho pensar en un entrenador de boxeo. Ahora, por la noche, me parecía que él era el boxeador.
– No creo en la experiencia negativa de Luc -empecé-. Creo que es víctima de sus convicciones. Se adentró voluntariamente en la nada para «ver» al demonio. Y ahora está convencido de haberlo logrado. Pero quizá solo se deja llevar por su… imaginación.
– No estoy de acuerdo.
Zucca miró su Camel con el extremo incandescente al viento y prosiguió:
– Durante la sesión controlamos gran cantidad de parámetros físicos y psíquicos. Parámetros emparentados con las técnicas del detector de mentiras. Luc Soubeyras no mentía. Recordaba. Las máquinas han sido explícitas.
– Tal vez era sincero. Quizá ha creído ver esos…
– No. Los electrodos nos permitieron ver con todo detalle las ondas emitidas por su cerebro. Sería algo complicado explicárselo, pero Luc estaba recordando. No cabe ninguna duda al respecto. Sin contar con que la técnica de la hipnosis es muy fiable. No se puede jugar con ella. Luc ha liberado su memoria. Revivía una NDE.
Pensaba encontrar un aliado. Craso error. Encendí otro pitillo.
– ¿De modo que habría visto al diablo?
– En todo caso ha visto a esa extraña criatura, al anciano.
– Desde un punto de vista psiquiátrico, ¿cómo se explica semejante visión?
El médico se detuvo, frunciendo las cejas.
– ¿Esas informaciones son de alguna importancia para su investigación? ¿No se ocupa usted más bien de los hechos concretos, de las pruebas?
– En este caso, no hay una línea divisoria clara entre lo concreto y la abstracción mental, entre lo real y lo trascendente. Deseo comprender lo que ha sucedido en la mente de Luc.
Zucca retomó un paso normal. El ritmo de su respiración disminuía.
– Desde un punto de vista psíquico, las NDE son triviales.
– Las negativas son muy poco frecuentes.
– Exacto. Pero ya sean negativas o positivas, es un proceso que conocemos.
Recordé los comentarios científicos de Beltreïn. Zucca repitió más o menos lo mismo: sobrecalentamiento de las neuronas y secreciones químicas. En realidad, no me interesaba la explicación «mecánica» de la manifestación.
– ¿Y las visiones en sí? -insistí-. ¿Cómo explica esos fantasmas? ¿Por qué, durante la experiencia negativa, se ve siempre a un demonio?
– El sobrecalentamiento al que me refiero quizá estimula que salgan a la superficie imágenes pertenecientes a nuestro inconsciente colectivo. Figuras ancestrales de nuestra cultura, hondamente arraigadas.
– Precisamente. Ahí está el problema. La criatura que perciben los sujetos debería responder a un arquetipo. Tener, por ejemplo, el aspecto tradicional del diablo. Cuernos, perilla, un rabo en punta.
– Estoy de acuerdo.
– Sin embargo, no es el caso. Lo hemos comprobado esta mañana. Y según mis informaciones, cada superviviente «ve» a un personaje distinto. Cada uno se encuentra con su propio diablo. ¿Cómo interpretaría usted esta singularidad?
– No la interpreto. Eso es lo que me hiela la sangre.
– ¿Por qué?
– Es como si Luc Soubeyras hubiera recordado algo que le ha ocurrido realmente. No se trata de un espejismo ni de una ilusión estereotipada, sino de un encuentro verdadero. Un encuentro con una criatura singular, una encarnación del mal que nadie más habría podido imaginar y que lo ha atrapado en el fondo del limbo.
Era el momento de proponer mi teoría psicoanalítica.
– Yo había pensado en una explicación para esos «encuentros».
– Adelante. -Sonrió-. Estoy seguro de que está impaciente por comentármela.
– Quizá el sujeto otorga a su visitante el rostro o la apariencia de un ser que pertenece a su pasado. Un personaje que detesta o teme.
– Prosiga.
– Ese intruso sería solo un recuerdo reciclado. La deformación de una persona cercana que le habría hecho daño o que lo habría aterrorizado durante su infancia. La NDE provocaría una construcción individual, en parte recuerdo, en parte alucinación.
Zucca asentía, pero de un modo irónico.
– Está pensando en la figura del padre, ¿no?
– Sí. Pero ya me he informado sobre los casos que conozco; ni el padre, ni la madre, ni siquiera un miembro del entorno de los testigos se parece a sus «diablos».
– ¿Tiene otro pitillo?
La llama de mi Zippo revoloteó en la oscuridad. Zucca lanzó una bocanada, hizo una pausa y luego confesó:
– Creo que la verdad es más sencilla. Más sencilla y más aterradora.
Con su cigarrillo, señaló el pabellón 21; habíamos dado una vuelta entera a los edificios.
– En cierta medida, estoy de acuerdo con usted. El aspecto del diablo de esas visiones está relacionado con el pasado de los sujetos. Hay algo oculto, secreto que aflora; es evidente. Es una representación individual del mal. Una escenificación personal de una figura del pasado. Pero no estoy de acuerdo en cuanto a la naturaleza del director de escena.
– ¿Qué significa eso?
– Para usted, se trataría simplemente de una representación del inconsciente. Una ilusión de la mente, un círculo cerrado. Para mí, en cambio, interviene un agente externo.
Me estremecí. El frío, la noche… y el miedo.
– ¿Usted cree en una intervención sobrenatural?
– Sí.
– Es algo insólito viniendo de un psiquiatra.
– Un psiquiatra no es un ingeniero que reduce el funcionamiento cerebral a las secreciones químicas o a un conjunto de estructuras mentales. Nuestro cerebro es un receptor. Una especie de radio. Capta las señales.
Mi intención era buscar un soporte racional. Decididamente, me había equivocado. Cambiando de tono, continuó:
– Mi idea es que el sobrecalentamiento de las neuronas reactiva una percepción primitiva. Digamos que abre una puerta a una realidad paralela. Para ser breve diría: al más allá.
Me sentía cada vez más incómodo. Por supuesto que yo también creía en esa puerta. Era una de las claves de la fe cristiana. El éxtasis de san Pablo en el camino de Damasco, las apariciones de san Francisco de Asís, las visiones de Teresa de Ávila eran solo destellos trascendentes surgidos a través de esa abertura.
Zucca prosiguió:
– Luc se ha acercado al final, ¿verdad? ¿Por qué no pensar que su cerebro ha estado «hiperreceptivo» y que ha entrevisto la otra orilla?
Las palabras penetraron en mi mente y adquirieron todo su sentido. Empezaba a entrever una verdad peor que todas las demás.
– Por tanto, si comprendo bien -repliqué-, ¿habría un demonio que nos esperaría del otro lado de la vida? O mejor dicho, ¿figuras detestables de nuestra existencia terrenal que nos acecharían en la muerte para hacernos sufrir… eternamente?
– Sí, eso es lo que se desprendería de la sesión de esta mañana.
– ¿Sabe de qué está hablando?
Me observó fríamente, parapetado detrás de sus manchas rojas.
– Por supuesto.
– Usted está hablando del infierno.
– Desde el comienzo, nadie habla de otra cosa.
La nave de los locos.
Navegaba a bordo de un barco de zumbados y ya no había modo de desembarcar. Desde la juez budista hasta el psiquiatra visionario, pasando por el madero poseído. Me sentía solo en ese círculo de dementes, aferrándome desesperadamente a la razón como a la borda de un navío en plena tempestad.
Sin embargo, la tentación de lo sobrenatural me presionaba cada vez con mayor intensidad. Zucca tenía razón. En cierto sentido, era la solución más sencilla. Un anciano con los cabellos luminiscentes. Un ángel con colmillos agresivos. Un niño con las carnes desgarradas. Sí, ante semejantes criaturas era difícil no ceder a la tentación. El diablo y su ejército constituían la explicación más aceptable.
Pero seguía resistiéndome. Debía encontrar una explicación racional para ese caos. Fui a toda velocidad hacia el centro de París, con la sirena aullando y las manos crispadas sobre el volante. En las inmediaciones de Notre-Dame, en la orilla izquierda, giré para tomar el puente de Saint-Michel y dirigirme al quai des Orfèvres. De repente, se me ocurrió otra idea. Aquella mañana, el padre Katz, el sacerdote exorcista, me había dado su tarjeta. Su despacho, en el centro diocesano de exorcismo de París, estaba a cincuenta metros, en la rue Gît-le-Cœur.
Otro golpe de volante.
Seguí por la orilla izquierda hacia esa dirección.
Volvía a ver al hombrecito negro lanzando disimuladamente los chorritos de agua bendita.
Ya puestos, podía acabar el día completando la lista de iluminados.
– El diablo es el adversario -dijo el padre Katz con el índice señalando al techo-. El obstáculo. El nombre de Satán proviene de la raíz hebraica «stn»: «el opositor», «el que obstaculiza». Luego fue traducido al griego como «diabolos», del verbo «diaballein»: «obstaculizar».
Asentí con la cabeza educadamente, contemplando la celda del exorcista. Estrecha, alargada, en el extremo había una ventana en forma de media luna, el detalle que faltaba para completar la semejanza con una cabina de galeón pirata. Sin embargo, era la casa de un soldado de Dios. No faltaba nada: los viejos libros esotéricos, los papeles amarillentos, la cruz en la pared y sobre el escritorio, un cuadrito representando un Descendimiento de la Cruz.
Katz seguía con su conferencia magistral:
– No se comenta con frecuencia, pero la presencia del diablo es casi inexistente en el Antiguo Testamento. Está ausente porque Dios. Yahvé, todavía no es completamente bueno. Asume el mal que ha hecho. No necesita alguien que se responsabilice de sus malas obras. Recuerde a Isaías: «Dios hace el bien, Él crea también el mal». Satán aparece en el Nuevo Testamento. Es incluso omnipresente. ¡Se le cita por lo menos ciento ochenta y ocho veces! Esta vez, Dios es perfecto, por lo que hay que encontrar algún culpable del mal que reina en la tierra. Existe otra razón. Hoy en día se diría que es un problema de casting. Si el hijo de Dios desciende a la tierra, no es para enfrentarse a naderías. Necesita un adversario de su calibre. Un ser sobrenatural, poderoso, corruptor, que intenta imponer su ley. Será el Príncipe de las Tinieblas. ¡No olvidemos que Jesús era un exorcista! A lo largo de las páginas del Evangelio, no cesa de extraer los malos espíritus de los cuerpos de los poseídos que encuentra.
Esa exposición no me enseñaba nada nuevo, pero era el precio por las respuestas precisas que esperaba. En todo caso, sentado en un sofá de piel gastada, reconsideré mi opinión sobre el cura. Aquella mañana me había parecido exaltado, obsesionado, peligroso. Por la noche, su aspecto era sonriente y bonachón. Un apasionado que hablaba con Satán como Don Camilo hablaba con Jesús.
Lo más característico del anciano era su nariz, enorme. Todas las facciones se agrupaban en su base como una aldea en torno a un campanario. Era una curva convexa que partía abruptamente de la frente para surcar el rostro gris, hasta enroscarse sobre los labios secos.
Era hora de ir al grano.
– Pero, usted -dije, señalándolo con el dedo-, ¿qué opina de la sesión de esta mañana?
Me miró en silencio, con una ligera sonrisa. Su titilante iris le iluminaba el rostro.
– Hemos conseguido ser testigos de un flagrante delito. ¡Un flagrante delito de existencia!
– ¿Del diablo?
Se inclinó encima del escritorio.
– Actualmente se piensa que Lucifer nunca ha existido. En un mundo donde Dios apenas logra sobrevivir, el demonio queda reducido a una superstición. Un cliché de otra época. En cuanto a los casos de posesión, todos entran en el campo de la alienación mental.
– Eso es un progreso, ¿no?
– No. Hay que separar el grano de la paja. Que exista la histeria no significa que el diablo ya no exista. Y el hecho de que nuestras sociedades industrializadas hayan enterrado ese miedo ancestral no significa que el objeto del mismo haya desaparecido. En realidad, muchos religiosos opinan que en el siglo XX, el Anticristo ha triunfado. Ha logrado hacernos olvidar su presencia. Ha penetrado suavemente en los mecanismos de nuestra sociedad. Está en todos los sitios, que es lo mismo que decir en ninguno. Diluido, integrado, invisible. ¡Se mueve sin ruido y sin rostro pero nunca ha sido tan poderoso!
Katz parecía subyugado con sus propias palabras. Volví a lo que me interesaba.
– ¿De modo que la experiencia de Luc ha sido una especie de ventana hacia un ser real?
– Una ventana con vistas a un patio interior -rió con sarcasmo-. Sí. El diablo, el verdadero, se nos ha aparecido esta mañana. Un ser maligno, hostil, cruel, un maestro de la apostasía que se activa en el fondo de todas las almas. «La bestia inmunda agazapada en el fondo de nuestras entrañas.» Al morir, Luc Soubeyras ha establecido contacto con él. Lo ha visto y lo ha escuchado. Ahora está impregnado de esa presencia. Poseído en el sentido profundo del término.
– Pero ¿qué opina de la criatura que se le ha aparecido? Ese anciano de cabellos luminiscentes. ¿Por qué esa apariencia?
– El diablo es mentira, espejismo, ilusión. Multiplica los rostros para confundirnos más. No debemos quedarnos con lo que ven nuestros ojos, con lo que escuchan nuestros oídos. San Pablo nos exhorta: «Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las astucias del demonio».
No había manera de escapar de ese pozo de citas. Tomé aliento y formulé la única pregunta que, en el fondo, me importaba en ese momento.
– Al final de la sesión, cuando Luc ha gritado, lo ha hecho en arameo, ¿verdad?
Katz volvió a sonreír. Una sonrisa que irradiaba juventud.
– Por supuesto. Arameo bíblico. El arameo de los manuscritos del mar Muerto. El idioma de Satán, cuando se dirigió a Jesús en el desierto. El hecho de que su amigo lo haya utilizado podría considerarse un síntoma oficial de posesión, en la medida en que él no domina ese idioma.
– Lo domina. Luc Soubeyras estudió en el Instituto Católico de París. Hizo cursos de varias lenguas antiguas.
– En ese caso, estamos ante un caso mucho más grave. Una posesión invisible, sin síntoma, sin signo exterior, absolutamente… ¡integrada!
– ¿Comprendió usted el significado de lo que decía?
– «Dina hou be’ovadâna.» La traducción literal sería: «La ley está en nuestros actos».
– «La ley es lo que hacemos» ¿sería similar?
– Sí, pero en el arameo no existe el tiempo presente. Digamos que sería un presente universal.
La frase de Agostina. La frase del Juramento del Limbo, la ley es lo que hacemos. La libertad absoluta del mal, erigida en ley. ¿Por qué Luc repetía esas palabras? ¿Cómo había llegado a conocerlas? ¿Las había escuchado realmente en el fondo de la nada? Cada elemento reforzaba la lógica de lo imposible.
– Permítame una última pregunta -dije, concentrándome en mis palabras-. ¿Usted había hablado con Luc antes de la experiencia de esta mañana?
– Sí, me había llamado.
– ¿Le pidió que lo exorcizara?
Hizo un gesto de negación.
– No, todo lo contrario.
– ¿Lo contrario?
– Parecía casi satisfecho con su estado. Se observa a sí mismo, por así decir. Es el teatro de una experiencia. El protagonista de su propia condena. Lux aeterna luceat eis, Domine!
En la calle escuché el buzón de voz. No había mensajes. Mierda. Me dirigí hacia el coche y decidí ir directamente a casa. En el camino, no podía cambiar de velocidad sin que el cambio crujiera. Frenaba en seco y volvía a acelerar. Cada vez que giraba el volante, sentía dolor en el hombro. Necesitaba dormir bien una noche.
En casa, otra decepción. Manon aún dormía. Me desembaracé de la pistola y de la funda y fui a la cocina. Ella había preparado una comida a mi gusto. Brotes de bambú, judías verdes, aceite de soja, arroz blanco y semillas de sésamo. Había un termo de té lleno. Contemplé el servicio y los cubiertos, cuidadosamente dispuestos sobre la barra: el cuenco de madera de azufaifo, los palillos laqueados, las pequeñas copas, la taza. A mi pesar, vi un mensaje oculto tras esas delicadas atenciones. Siempre el mismo: «Vete a la mierda».
Comí de pie, sin apetito. Las ideas sombrías no me abandonaban. Todo el día había andado entre chiflados, pero yo no valía más que ellos. ¿Por qué perder doce horas en hipótesis condenadas al fracaso? ¿Por qué pasar todo ese tiempo dando vueltas a las visiones de Luc, simples espejismos psíquicos? Y todo eso, en lugar de concentrarme en el aspecto concreto de la investigación: encontrar al asesino de Sylvie Simonis, porque era la única cuestión importante.
La que podía exculpar a Manon.
Desde mi regreso no había avanzado ni un paso en ese sentido. Era incapaz de guiar a mis hombres hacia pistas constructivas. En el Jura no había encontrado nada. La pista de Gabón tampoco había dado resultados. Y durante ese tiempo, llegaban nuevos casos a la Brigada. Los miembros de mi equipo volvían a los expedientes abiertos. Dumayet tenía razón: no era de mi incumbencia.
Interrumpí mi simulacro de cena, guardé la comida en la nevera y coloqué los platos, cuencos y palillos en el lavavajillas. Cogí la botella de vodka del fondo del congelador y llené la taza. La bebí de un trago. Quemaba como leña ardiendo. Cogí la botella y me desplomé en el sofá.
No había encendido las luces. Me quedé en la penumbra, observando las vigas negras del techo. Percibía el rumor de la lluvia y de la circulación detrás de los cristales. Encontrar nuevas vías de investigación. Olvidarme de las visiones de Luc y de la supuesta existencia del diablo. Agotar las soluciones posibles para avanzar en el Jura, con los insectos, el liquen, los ácidos. Tenía que acotar la investigación. Después de todo, tenía un culpable en Italia. Otro en Estonia. Debía concentrarme en el de Sartuis. Una vez detuviera a los asesinos ya tendría tiempo para dedicarme a las especulaciones metafísicas.
Llevé la taza a mis labios y me paré en seco. Una idea acababa de cruzar mi mente. Desde hacía mucho tiempo, desde que había descubierto la existencia de los Sin Luz, sospechaba que había un hombre en la sombra, una especie de «entrenador», que ayudaba y apoyaba a esos «visionarios». En el fondo, nunca había creído en la culpabilidad de Agostina, no más que en la de Raïmo. Ninguno de los dos poseía los conocimientos necesarios para llevar a cabo el sacrificio con los insectos.
Pero no había ido lo suficientemente lejos en mi razonamiento.
Un hombre oculto, sí, pero no solo eso.
Un verdadero criminal.
Un homicida que asesinaba en lugar de los Sin Luz y que conseguía, de algún modo, convencerlos de su culpabilidad.
Van Dieterling había mencionado un «supraasesino».
Zamorski, un «inspirador».
Pero ambos hablaban siempre del diablo en persona.
La verdad era otra: un hombre, un simple mortal, mataba a la sombra de los Sin Luz. Un demente que localizaba los casos de supervivientes en toda Europa y los vengaba. ¿Acaso la inscripción sobre la corteza, en Bienfaisance, no decía «yo protejo a los sin luz»?
No debía buscar un culpable del caso Sylvie Simonis.
Debía buscar un asesino para los tres casos. ¡Y sin duda otros más!
Un homicida que vivía en el Jura, de eso estaba seguro, y que actuaba en toda Europa. No solo un manipulador de ácidos que criaba insectos, sino también un hombre capaz de penetrar en la mente de los Sin Luz para hacerles creer que eran ellos quienes habían matado.
De repente, otra revelación. ¿Y si ese hombre incluso creara a los Sin Luz? ¿Y si conseguía penetrar en su inconsciente y grabar esas visiones negativas?
No un demonio, un demiurgo.
Un hombre que tiraba de los hilos de los tres crímenes.
Un hombre que orquestaba las visiones que parecían precederles.
Encontré un nombre para mi «supersospechoso».
El Visitante del Limbo.
Sí, tenía que poner los pies en la tierra y ubicar en ella ese teatro maléfico. El anciano luminiscente, el ángel carnicero, el niño despellejado; esas visiones componían el rostro de un solo hombre. Un loco que se caracterizaba, se disfrazaba y trituraba las conciencias. Un asesino que torturaba los cuerpos y dejaba en ellos las señales del diablo. ¡Un demente que se creía Satán y fabricaba sus propios Sin Luz!
Otro vaso de vodka.
Más reflexiones que quemaban.
¿Cómo lograba sugerir a los sujetos sus visiones? ¿Cómo se manifestaba? No había respuesta. Sin embargo, dejaba que se diluyera en mí esa nueva certeza; una oleada cálida, bienhechora.
El Visitante del Limbo.
Semejante cabrón existía y yo iba a echarle el guante.
Él había escrito «te esperaba» y luego «solo tú y yo». ¡Ese diablo esperaba a su san Miguel Arcángel para batirse en el gran duelo!
Me serví otro vaso a la salud de mi idea.
La vibración del móvil me sobresaltó.
Pensé en Corine Magnan. Era Svendsen.
– Creo que hay novedades.
– ¿Sobre qué?
– Las mordeduras.
Había vaciado la mitad de la botella de vodka y mi cabeza estaba llena de teorías; no entendía de qué hablaba mi amigo el forense. Hacía siglos que nadie mencionaba ese aspecto específico de los asesinatos: las marcas de dientes. Era fallo mío: siempre había dejado de lado ese indicio, por miedo a descubrir pruebas físicas de la existencia de Pazuzu, el diablo con la cabeza de murciélago.
El forense continuó:
– Creo que sé cómo opera.
– ¿Estás en la Rapée?
– ¿Dónde quieres que esté?
– Ahora mismo voy.
Me levanté con dificultad, volví a guardar la botella en el congelador y luego cogí mi gabardina y abroché la pistolera al cinturón. Contemplé la puerta del dormitorio. Escribí una nota, explicando que debía salir «por la investigación», y la dejé sobre la mesa baja del salón. Me escabullí sin hacer el menor ruido.
Crucé la calle y golpeé la ventanilla del coche de los tíos que hacían guardia delante de casa. Desde nuestra llegada a París, había reclutado a un equipo para vigilar mi edificio y los desplazamientos de Manon. El cristal bajó. Olor a McDonald’s y a café frío.
– Estaré de vuelta dentro de un par de horas. Permaneced atentos.
Un madero con tez de cartón piedra asintió sin ni siquiera tomarse el trabajo de abrir la boca.
Corrí hasta mi coche. Maquinalmente, alcé los ojos hacia las ventanas de mi piso. De pronto, me pareció distinguir una forma ágil, rápida que se deslizaba detrás de las cortinas del dormitorio. Observé los pliegues de la tela frunciendo las cejas. ¿Se habría despertado Manon o era un reflejo? ¿La luz de unos faros que se habían reflejado en la ventana?
Esperé un minuto largo. No pasó nada. Me puse en camino, sin ni siquiera estar ya seguro de lo que había visto.
Diez de la noche
Circulación fluida, calzada brillante. Encendí un cigarrillo. El gusto a vodka se evaporaba, mi lucidez volvía. Esa salida imprevista tenía visos de fiesta.
Sin embargo, cuando entré en el instituto forense, el malestar me invadió de golpe. Svendsen me esperaba con dos machetes colocados frente a él, sobre una mesa de autopsias. La imagen de Ruanda me llegó hasta la garganta. Sentí un ardor ácido, cargado de vodka y de terror. Me apoyé en una mesa con ruedas.
– ¿Qué es eso?
Tenía la voz alterada. El sueco sonrió.
– Tu solución. La demostración.
Cogió un bote de pegamento industrial y cubrió con él uno de los machetes. Luego, extendió un puñado de fragmentos de vidrio sobre el pegamento. Por fin, puso el segundo machete encima, como quien pone una rebanada de pan sobre el jamón de un bocadillo.
– Ahí lo tienes.
– ¿Qué tengo?
Envolvió los dos mangos con cinta adhesiva hasta formar una sola empuñadura. Luego se volvió hacia un bulto que había bajo una sábana. Sin titubear, desnudó el tronco de un anciano con las facciones hinchadas. Levantó su arma y la abatió violentamente sobre el torso. Me quedé pasmado. A veces, Svendsen no controlaba demasiado.
Con gran esfuerzo extirpó los colmillos de vidrio de la carne y luego me ordenó:
– Acércate.
Yo no me movía.
– Acércate, te digo. No te preocupes. Este cuerpo está aquí desde hace una semana. Un sin techo. Nadie nos demandará por daños y perjuicios.
A regañadientes, di un paso y observé la herida. Simulaba perfectamente las marcas de mordeduras. Por lo menos de «mis» mordeduras. Una hiena o una fiera, descargando su ira en el cadáver de Sylvie Simonis.
– ¿Lo comprendes ahora?
Blandía orgullosamente su doble lanza. A nuestro alrededor, las paredes de acero brillaban débilmente bajo las regletas de iluminación.
– De haber tenido tiempo para encontrar verdaderos dientes de fiera -prosiguió-, el efecto habría sido perfecto.
La pirámide de esquirlas de vidrio brillaba bajo la luz plateada. Ruanda se borró para dar paso a otros horrores. La doble hoja que se abatía sobre Sylvie Simonis. Los ruidos secos de los golpes. Los jadeos del homicida, sin aliento. Las carnes de Sylvie, llenas de heridas, despedazadas.
– ¿De dónde sacaste la idea?
– Un ajuste de cuentas entre negros, en la avenida République. La forma de las mutilaciones me ha llevado a hacer algunas llamadas. Matasanos que habían vivido los conflictos recientes de Ruanda, Sierra Leona, Sudán.
– Nadie utilizaba esa técnica en Ruanda.
Levantó la cabeza.
– Ah, es cierto. Sabes de qué hablo. De hecho, me refiero a Sierra Leona. Me he informado. Los años ochenta. Las milicias de Foday Sankoh. Ciertos grupos usaban este método para hacer creer a la población que contaban con la ayuda de animales salvajes. Ya has estado en esos lugares. No hace falta que te lo cuente.
Lo ignoraba todo de Sierra Leona, pero me acordaba de que los hombres de esas milicias solían llevar unas máscaras aterradoras. Imágenes conocidas: soldados cubiertos de cartucheras, blandiendo fusiles automáticos, con fisonomías y pelucas abominables.
Observé una vez más el doble machete de Svendsen. Esa arma abyecta me reconfortaba. Daba cuerpo a mis hipótesis pragmáticas.
Un solo y único asesino.
En Estonia, en Italia, en Francia, utilizando cada vez ese «trasto» chapucero.
También era un nuevo indicio que señalaba a África. Mi visitante había vivido allí. Había luchado en el continente negro. Había vivido los conflictos y había estudiado los insectos y la botánica de esos países.
Un hombre muy real se acercaba.
Y Pazuzu dejaba la escena.
Felicité a Svendsen y salí a toda prisa. Más que nunca, debía reemprender la investigación sobre bases concretas. El Visitante se había tomado mucho trabajo para parecerse al diablo y hacer creer en una existencia más allá de lo real. Pero los detalles de su técnica empezaban a desvelarse y yo iba a remontar esa pesadilla hasta la fuente.
Consulté el buzón de voz. Corine Magnan me había llamado. Por fin. Ya en el patio del instituto forense, bajo una suave llovizna, marqué su número.
– No he podido llamarlo antes -comenzó-, lo siento. En París los días se me pasan volando. ¿En qué puedo ayudarlo? Aunque me temo que no puedo hacer gran cosa. Ni siquiera estoy autorizada a hablar con usted.
El tono era propicio. Icé la bandera blanca.
– Quería ofrecerle ayuda.
– Durey, haga al favor de mantenerse al margen de todo esto. Ya hice la vista gorda cuando intervino en el Jura. ¡Le recuerdo que no tiene ninguna legitimidad en este caso!
La voz era seca, pero sentía que su actitud era defensiva. Sola en París, sin apoyos ni conocidos, rodeada por los tipos de la DPJ, Corine Magnan mostraba las uñas para sentirse más segura.
– Está bien -dije en tono conciliador-. Dígame solamente qué hacía esta mañana en el hospital. Usted instruye el sumario del homicidio de Sylvie Simonis. ¿Qué relación tiene con los delirios de Luc?
Hubo un breve silencio. Magnan seleccionaba la información: qué podía revelarme y qué no. Finalmente dijo:
– La experiencia de Soubeyras aporta un enfoque transversal a mi investigación.
– ¿De modo que cree en todas esas historias de visiones, de posesión?
– Lo que yo crea no tiene importancia. Lo que me interesa es la influencia de esos traumas en los protagonistas de mi caso.
– Hable claro. ¿Qué protagonistas?
– Mi principal sospechoso es Manon Simonis. Esa joven podría haber vivido la misma experiencia que Luc Soubeyras. En 1988, durante su coma.
– Manon no conserva ningún recuerdo de ese tipo.
– Eso no excluye que viviera una NDE negativa.
– Admitiendo que la viviera y que esa experiencia la transformara en una homicida, cosa que no es muy convincente, ¿cuál sería su móvil?
– La venganza.
Seguí haciéndome el tonto.
– ¿De qué?
– Durey, deje de jugar. Usted sabe tan bien como yo que fue su madre quien intentó matarla en 1988. A pesar de lo que afirma, Manon podría acordarse.
Un picor helado sobre el rostro. Corine Magnan sabía mucho más sobre el caso de lo que yo suponía. Proseguí en tono escéptico:
– Permítame recapitular. Manon habría vivido una NDE negativa cuando se ahogó. Esa experiencia límite la habría transformado progresivamente en un monstruo vengador. ¿Un monstruo que habría esperado catorce años para atacar?
– Es una hipótesis.
– ¿Y el único indicio que tiene es el estado de Luc Soubeyras?
– Sí, aparte de su evolución.
– Se necesitan pruebas concretas para detener a la gente.
– Por esa razón no detengo a nadie por el momento.
– ¿Quiere que Manon vuelva a prestar declaración?
– Sí. Quiero escucharla antes de regresar a Besançon.
– No lo soportará.
– No es de porcelana. -Su voz se había suavizado un poco más-. Durey, en esta historia usted es juez y parte. Y me da la sensación de que está muy nervioso. Si realmente quiere ayudar a Manon, manténgase al margen. Solo conseguirá agravar las cosas.
Mi rabia resurgió, y esta vez aumentada.
– ¿Cómo puede sacar alguna conclusión del testimonio de un hombre que acaba de salir del coma? Conozco a Luc desde hace veinte años. No se encuentra en su estado normal.
– Usted finge que no lo comprende. Es precisamente ese estado lo que me interesa. La influencia psíquica de una NDE infernal. Tengo que averiguar si un trauma semejante puede incitar realmente al crimen. Y si Manon tuvo una vivencia parecida durante su muerte temporal.
La situación era cada vez más clara. Mi mejor amigo como prueba de cargo contra la mujer que amaba. Un auténtico conflicto corneliano. Para rematarme, Corine Magnan agregó:
– Sé muchas más cosas de las que imagina. Agostina Gedda, Raïmo Rihiimäki. No sería la primera vez que una visión infernal precede a un homicidio de ese tipo.
– ¿Quién le ha hablado de esos casos?
– Luc Soubeyras no solo me ha dado su testimonio, también me ha dado el expediente de su investigación.
Me sentí al borde del abismo. Debía haberlo previsto. Balbuceé:
– Usted trabaja basándose únicamente en una trama de suposiciones sin fundamento. ¡No tiene nada contra Manon!
– En ese caso, no tiene por qué preocuparse -dijo, abofeteándome con sus palabras-. Inspector, es tarde. No vuelva a llamarme.
Jugando mi última carta, grité:
– ¡Un testimonio bajo hipnosis no es admisible jurídicamente! ¿Qué pasa con la «declaración libre y voluntaria» y la «plena capacidad» del testigo? ¡En materia penal, la prueba de cargo debe ser libre!
– Muy bien, veo que estudió derecho -se mofó ella-. Pero ¿quién habla de declaración? He grabado la sesión de hipnosis de Luc Soubeyras como prueba de un peritaje psiquiátrico. Luc es un testigo voluntario. Primero debo comprobar su estado mental. En ese contexto, la hipnosis no supone ningún problema. Infórmese; hay antecedentes.
Magnan ganaba. Repliqué, sin convicción:
– Su sumario es un castillo de naipes.
– Buenas noches, inspector.
El tono sonó en mi mano. Miré estúpidamente el móvil. Había perdido este asalto y estaba seguro de que Magnan no me lo había dicho todo. Marqué otro número. Foucault.
A pesar de que eran las doce y media de la noche, su voz era muy clara.
– Acabo de terminar la jornada -dijo riendo.
– ¿En qué trabajas?
– Un asunto en L’Isle-Adam. Un ahogado. De los que no tienen agua en los pulmones. ¿Y tú? ¿Qué coño haces? Hace una semana que…
– ¿Te apetecería ir de pesca?
– ¿Qué tipo de pesca?
– No por teléfono. Mejor hablamos en el despacho.
– Ya salía para casa.
– Te espero en la plaza Jean XXIII.
De un salto subí al coche y crucé el puente de Austerlitz. Tomé por la vía rápida hacia Notre-Dame; la plaza estaba al lado de la catedral. Aparqué en la orilla izquierda, cerca de la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre, luego atravesé nuevamente el Sena a pie, de incógnito, por el puente del Arzobispado.
Franqueé la verja. Foucault ya estaba allí, sentado sobre el respaldo de un banco. Su melena rizada destacaba sobre el muro gris de la catedral, detrás de los jardines.
– ¿De qué se trata? -preguntó, riendo con sarcasmo-. ¿De un complot?
– De un favor.
– Dime.
– Una magistrada de Besançon, que está actualmente en París.
– ¿La de tu caso?
– Sí, Corine Magnan.
– ¿Dónde se ha instalado?
– De eso se trata. La encontré esta mañana. Ha pedido a los tíos de la 1.ª DPJ que tomen cartas en el asunto, pero no estoy seguro de que le hayan dado un despacho.
– De acuerdo, se lo doy yo. ¿Y qué hago?
– Quiero saber qué tiene sobre Manon, la hija de Sylvie Simonis.
– ¿La que vive en tu casa?
Las noticias volaban. Para guardar la discreción había acudido a la BAC, la Brigada Anticrimen, para reclutar el equipo de guardaespaldas. Pero en la policía no hay secretos. Fingí no haber oído la pregunta y continué:
– Necesito el expediente.
– ¿Nada más? Debe de llevarlo siempre con ella. Día y noche.
– Salvo si pesa una tonelada.
– Si pesa una tonelada no podré sacarlo. Ni copiarlo.
– Apáñate. Escanea las partes que conciernan a Manon. Quiero saber qué tiene contra ella.
De un salto, Foucault pisó el suelo.
– Ahora mismo me pongo manos a la obra. Te llamaré mañana por la mañana.
– No, llámame cuando tengas alguna novedad.
– Sin falta.
Le cogí el brazo.
– Te lo agradezco.
Lo miré mientras desaparecía bajo los sauces llorones de la plaza; el viento y el olor del asfalto húmedo volvían a envolverme. Tiritaba; sin embargo, percibía en esas sensaciones una cálida familiaridad. París estaba allí, testigo de mis buenos recuerdos.
Me senté en el banco. La lluvia se había convertido en una llovizna muy fina, casi imperceptible, que vaporizaba la noche. Volví a mis reflexiones en el punto donde las había dejado dos horas atrás. La hipótesis de un solo asesino, capaz de corromper un cuerpo aún con vida y, al mismo tiempo, de penetrar en la conciencia del supuesto asesino. El Visitante del Limbo.
No faltaban interrogantes. ¿Cómo lograba impregnar las mentes? ¿Había llegado a reproducir una experiencia de muerte inminente? En ese caso, ¿por qué sus víctimas estaban convencidas de haber vivido ese «viaje» precisamente antes o después de su período de inconsciencia? ¿Había logrado sembrar la confusión también en sus recuerdos?
En todo caso, había que investigar los aspectos técnicos de esa alucinación: los productos químicos, las drogas o los métodos de sugestión que permitían inducir tales espejismos.
De pronto tuve una nueva revelación.
Una sola sustancia podría crear semejantes alucinaciones. La iboga negra. Gracias a ella, quizá el Visitante creaba su propio limbo para «aparecerse» a sus víctimas. Las mandaba a los confines de la muerte para surgir luego delante de ellas, en carne y hueso, confundiéndose en el trance.
Un nuevo giro en mi investigación.
La iboga, la planta que me había llevado a ocuparme del caso.
Por fin, un vínculo directo entre el homicidio de Massine Larfaoui, traficante de iboga, y los homicidios de Sylvie Simonis, de Arturas Rihiimäki, de Salvatore Gedda. Quizá el Visitante del Limbo le compraba la iboga negra a Larfaoui. De ahí a pensar que también era el asesino del cabileño solo había un paso.
Me levanté e inspiré profundamente.
Tenía que volver a enfrascarme en el caso Larfaoui.
Escarbar en la pista de la iboga.
Pero primero debía verificar si mi hipótesis era factible desde el punto de vista «médico».
Un nombre me vino a la mente de inmediato: Éric Thuillier. El neurólogo que trataba a Luc desde su traslado al Hôtel-Dieu.
Miré el reloj: la una y media de la mañana. Marqué el número del hospital y pregunté por él. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que estuviera de guardia.
Estaba allí, pero no podía ponerse al teléfono; un problema lo retenía en las habitaciones de los enfermos. Colgué sin dejar recado y me dirigí hacia el Hôtel-Dieu, situado a cincuenta metros.
Servicio de Reanimación, otra vez.
Me detuve frente al pasillo, detrás de las puertas de cristal. Luces verdosas, reflejos de acuario. Olor a alquitrán y a desinfectante. Me contenté con observar el panorama asfixiante a través de las puertas, acechando al neurólogo, que saldría de una de las habitaciones.
Una sombra surgió en el pasillo. Reconocí a mi fantasma, a pesar de la bata, la mascarilla y los zuecos. Saludé a Thuillier en cuanto cruzó la puerta. Se bajó la mascarilla y no pareció sorprendido de verme. Nada sorprendía a esa hora y en ese servicio. De pie en el vestíbulo, se quitó la bata.
– ¿Es urgente? -preguntó, haciendo una pelota con su ropa de papel.
– Para mí, sí.
Arrojó el bulto a la papelera atornillada a la pared.
– Solo quería comentarle una de mis teorías.
Sonrió.
– ¿Y no podía esperar hasta mañana?
Le devolví la sonrisa. Volvía a encontrarme con el empollón que había conocido al principio de la investigación. Cuello Oxford y gafas pequeñas, pantalón de pana demasiado corto.
– ¿Se puede fumar aquí?
– No -dijo Thuillier-. Pero deme uno.
Le tendí el paquete. El neurólogo silbó con admiración.
– ¿Sin filtro? Los compra de contrabando ¿o qué? -Sacó un cigarrillo-. Ni siquiera sabía que aún era posible encontrarlos.
Cogí uno también. Como madero, conocía la importancia de cómo entrar en materia. A menudo, un interrogatorio se decidía en el primer minuto. Esa noche, la empatía funcionaba. Estábamos en la misma longitud de onda. Thuillier señaló una puerta entreabierta a mi espalda.
– Vayamos por allí.
Le seguí. Llegamos a una sala sin ventanas ni mobiliario. Un sitio abandonado o, simplemente, la habitación reservada a los fumadores.
Thuillier se instaló en el único banco que estaba tirado por ahí y sacó de su bolsillo una caja de caramelos de los Vosges; el kit del perfecto enganchado al tabaco.
– Y bien, ¿cuál es esa teoría?
– Quería hablarle de la experiencia de Luc Soubeyras. La que nos ha contado esta mañana.
– Alucinante. Y eso que he visto de todo.
Asentí con la cabeza y empecé:
– Primero, un detalle cronológico. Luc ha relatado su viaje psíquico como si lo hubiera vivido en el momento de ahogarse. ¿Cree que, al contrario, podría haberlo vivido al despertar?
– Quizá. Es posible que confunda los dos períodos: pérdida de conciencia y reanimación. Es frecuente. Son zonas confusas, caracterizadas por un agujero negro.
– ¿Podría haber experimentado esta alucinación en los días siguientes, cuando su mente estaba aún… en la bruma?
– No entiendo adónde quiere llegar.
Me acerqué y cargué mis palabras con toda mi capacidad de persuasión.
– Me pregunto si su NDE no habrá sido provocada por un tercero.
– ¿Y cómo sería posible?
– Creo que se le ha «inyectado» una especie de… ilusión mental.
– ¿De qué manera?
– Dígame primero si sería factible.
El neurólogo aspiró una calada de tabaco rubio, tomándose tiempo para pensar. Parecía divertirse.
– Siempre se puede drogar a una persona. O utilizar alguna técnica de sugestión. Esta mañana, Zucca ha dado un buen ejemplo de ello. De hecho, tenía la mente de Luc en sus manos.
– Además, la conciencia de un hombre que sale del coma es particularmente influenciable, ¿no?
– Con toda seguridad. Durante varios días, el reanimado no distingue entre sueño y realidad. Y su memoria es imprecisa. Está como colgado.
– Entonces, ¿Luc sería una presa fácil para semejante manipulación?
– Quiero estar seguro de haberlo comprendido bien. ¿Un intruso habría entrado en su habitación y le habría administrado no sé qué cóctel alucinógeno?
– Eso es.
Thuillier puso cara de escepticismo.
– Desde un punto de vista práctico, me parece algo difícil. Nuestro servicio es un auténtico fortín, vigilado las veinticuatro horas del día. Nadie puede ver a un paciente sin firmar un formulario ni encontrarse con alguna enfermera.
– Nadie, excepto los médicos.
– ¿Lo dice en serio?
– Pienso en voz alta.
El neurólogo aplastó el cigarrillo en la cajita.
– Admitamos que es posible. ¿Cuál sería el objetivo de esa maniobra? Drogar o hipnotizar a un tipo que sale del coma es como empujar a un precipicio a una víctima de un accidente de tráfico que apenas se ha recuperado de sus heridas. Hay que ser un auténtico sádico.
– Pero, teóricamente, es posible.
Me lanzó una mirada de soslayo.
– ¿Solo tiene sospechas o se trata de algo más?
– Creo que esa persona podría haber utilizado una planta africana. La iboga.
– Veo que va a por todas. La iboga es un psicotrópico muy potente. ¿Su doctor Mabuse habría hecho ingerir esa sustancia a Luc cuando despertó, para hacerle creer que había sufrido una NDE?
– ¿Es posible o no?
– No creo, no. La iboga provoca efectos muy fuertes. Vómitos y convulsiones. Luc los recordaría. Luego está el problema de la ingestión. Ese hierbajo suele ingerirse en forma de pócima y…
– Me han hablado de un preparado inyectable.
– Para ello hay que ser un especialista. Aislar el principio activo. Tratar la molécula. Además, la iboga es una planta peligrosa, un verdadero veneno. Las víctimas en África son innumerables.
Levanté la mano.
– El problema no se plantea en esos términos. De todas maneras, el sospechoso que imagino es un asesino psicópata. Un hombre que se cree el diablo y actúa sin ninguna consideración moral.
– Empieza a ponerme los pelos de punta.
– Sigamos imaginando. ¿Es posible asociar la iboga a otros anestésicos?
– Sí, siempre que se trate de un experto.
Un químico. Un botánico. Un entomólogo. Y ahora un farmacéutico o un anestesista. Y también, un médico que tuviera acceso al servicio de reanimación del Hôtel-Dieu. El perfil se hacía cada vez más preciso.
Continué:
– Entonces, ¿está de acuerdo con mi hipótesis?
– Me parece cogida por los pelos. Es excesivamente complicada. Habría que mezclar varios productos: uno para aletargar al paciente, otro para prevenir los efectos secundarios de la iboga; luego la iboga en sí, diluida en un compuesto…
– Y también algo que facilite el poder de sugestión.
– ¿Y eso?
– Durante la operación, el manipulador se le aparece al superviviente, caracterizado, disfrazado como si fuera el diablo. Penetra en el trance, por así decir. Se integra en la alucinación, durante el ritual bioquímico.
– ¿Como el anciano del que ha hablado Luc?
– Exactamente. En el momento de la experiencia, cuando el sujeto tiene la impresión de salir de su cuerpo y divisa el túnel, el asesino surge, maquillado, disfrazado.
– ¿Qué pasa si el sujeto está inconsciente?
– No lo estaría del todo. Es cuestión de dosificar los productos, ¿no? Quizá mi aprendiz de brujo provoca un estado de semiinconsciencia.
Thuillier rió nerviosamente:
– ¿No le parece que está cargando un poco las tintas? ¿Para qué organizar semejante follón?
– Creo que tengo que vérmelas con un criminal genial, un homicida que juega con la patología de las víctimas. Un hombre que crea su propio universo maléfico, alejado de la especie humana. Sería como un asesino metafísico.
– ¿A Luc Soubeyras lo habrían drogado cuando despertó?
– Es lo que supongo.
– ¿En mi servicio?
– Comprendo que pueda chocarle. Además, no tengo ni el menor asomo de una prueba, ni siquiera un indicio. Excepto por la presencia de la iboga en mi investigación.
Thuillier parecía reflexionar.
– ¿Tiene otro pitillo? -preguntó por fin.
Le pasé el paquete arrugado y luego cogí uno a mi vez. La sala empezaba a parecer un hammam. A través de la primera nube azulada, murmuró:
– Se mueve usted en un mundo más bien… aterrador.
– Es el mundo de la persona que busco. No el mío.
Durante algunos segundos, expulsamos bocanadas de humo en silencio. Fui yo quien retomó el hilo de la conversación. Mis ideas se ordenaban.
– Si estoy en lo cierto, significa que el visitante se ha introducido en su servicio con algún pretexto. O quizá forma parte del equipo de especialistas que han tratado a Luc. ¿Podría ver la lista de médicos que lo han visitado?
– No tengo inconveniente. Pero puedo asegurarle que conozco a los matasanos que…
– Sea como sea, ese hombre ha sido informado del despertar de Luc. ¿Quién estaba al corriente?
Thuillier se pasó la mano por los cabellos.
– Habría que hacer una lista, de médicos pero también de los equipos de enfermeras, farmacéuticos, el personal administrativo. Una considerable cantidad de gente. Eso sin contar con internet. Es posible que la noticia se haya sabido de diversas maneras. Aunque solo sea a través de un pedido de determinados fármacos.
Apunté mentalmente las diferentes vías. Thuillier levantó la cabeza.
– Si he comprendido bien, ¿Luc sería una víctima entre otras?
– Sospecho que existe una serie, sí.
– ¿Y ese fulano estaría siempre a la cabecera del reanimado?
– No, no siempre. Creo que también condiciona a los supervivientes después de despertar. Se aprovecha de la fragilidad de sus mentes. Cuando el sujeto sufre la alucinación años más tarde, piensa que está rememorando una NDE que vivió en el momento del coma. Como si, de repente, se descorriera un velo en su memoria.
Mientras enunciaba mis suposiciones, notaba que mi corazón se aceleraba. Tenía la sensación de que mi sangre se largaba. Con mis palabras, con mis reflexiones, el Visitante del Limbo tomaba forma.
Un creador de Sin Luz.
Un diablo encarnado en la tierra, fabricando pacientemente su ejército.
El neurólogo se puso de pie y me palmeó amistosamente el hombro.
– Vayamos a tomar un café. Me parece que está bajo mucha presión. Le escribiré la lista. Y también le daré la documentación sobre la iboga. Uno de mis estudiantes investigó sobre ella el año pasado. ¡Siempre hay algún aficionado a estas historias psicodélicas!
La noche del viernes, la rue Myrrha hacía realidad todas sus promesas.
Bares destartalados, conciliábulos en las aceras, yonquis pegados a los muros, putas anglófonas congeladas bajo los portales… y patrullas de polis municipales. La lluvia nublaba la noche, pero nunca había visto las cosas tan claras. Tenía mi hilo conductor. La iboga. Como los Siervos de Satán, mi Visitante necesitaba esa planta.
De vuelta a la casilla de salida.
En casa de Foxy, la bruja.
La caja de escalera brillaba con mil luces minúsculas. Por los agujeros tapados, las puertas agrietadas, las fisuras del parquet, cada piso titilaba: bombillas desnudas, lámparas de gas, velas, creando un miserable mundo de magia. Trepé por esa espiral, enfrentándome a los olores a mandioca, a fritanga y a orina.
El energúmeno del piso de Foxy me reconoció. Se hizo a un lado para dejarme entrar en la vivienda okupa antes de seguir mis pasos. Atravesando el laberinto de habitaciones, vi a las chicas que se preparaban, de rodillas sobre sus esteras, como si fueran a rezar, mirándose en pequeños espejos o haciéndose la manicura con un esmero de artista.
Otro tipo, con el rostro tapado por las sombras. Mi acompañante le hizo una señal y pude pasar. Levanté la cortina de lona. Los bibelots acartonados, los baúles, las botellas, las lentas oleadas de humo; no faltaba ningún detalle. Un mundo rastrero y mágico donde las patas de bicharracos, los ramos de arbustos, los rosarios de conchas y caracolas parecían flotar amenazadoramente.
Foxy estaba sola. Sentada en el suelo, con la túnica abierta, manipulaba trozos de paneles de abejas que mordisqueaba como si fuesen galletas. Antes de que la saludara, escuché su risa ahogada.
– Honey, has vuelto a encontrar mi camino -dijo en inglés.
– Muchos caminos llevan hasta ti, Foxy.
– ¿Qué se te ofrece, rey mío?
– Siempre lo mismo. Información sobre Massine Larfaoui.
– Agua pasada.
– No me lo contaste todo la última vez. No me hablaste de la iboga negra.
Rompió los alveolos y la miel corrió entre sus dedos. Puse una rodilla en el suelo.
– Me importa un rábano que trafiques, Foxy. Vende lo que quieras a quien quieras.
– No vendo iboga negra. Es una planta sagrada. Peligrosa para el espíritu. No encontrarás a nadie que te la venda.
No mentía; sin duda, la iboga negra era tabú. Sin embargo, el producto había circulado por París. Zamorski me lo había asegurado y yo confiaba en sus fuentes.
– Larfaoui la conseguía. ¿Cómo lo hacía?
– Era un asunto muy feo. No quiero hablar de eso.
– Quedará entre nosotros.
Dejó sus nidos dorados y cogió mi mano. Sus dedos estaban pegajosos. En tono indolente, murmuró:
– ¿Te acuerdas de nuestro acuerdo?
Asentí. Sus cicatrices brillaban a la luz de las velas. Hizo chasquear su lengua rosada.
– Es por mis chicas.
– ¿Tus chicas?
Agitó la cabeza, imitando a una cría desconsolada.
– Larfaoui les pedía que la buscaran.
– ¿En tu casa?
– ¡Te repito que yo no toco eso! Además, esa raíz no crece en mi país. Ellas tenían otros contactos.
– ¿Gaboneses?
– Otras chicas, sí, que conocían a un brujo. Cosas de negras.
– ¿Cuándo descubriste el tráfico?
– Justo antes de la muerte de Larfaoui.
– ¿Cómo fue?
– El vendedor de cerveza vino a verme. Necesitaba a mamá.
– ¿Por qué?
– Buscaba iboga negra. Creía que yo podía ayudarlo. Se equivocaba.
– ¿Por qué te la pidió a ti? ¿Te habló del tráfico de tus chicas?
– Larfaoui lo desembuchó todo. Estaba muy nervioso. Necesitaba la planta. Para un cliente… especial.
La sangre hervía dentro de mis venas. Con o sin razón, sentía que me acercaba al Visitante del Limbo.
– ¿Qué te dijo sobre ese cliente?
– Nada. Salvo que siempre quería más. El cabileño tenía miedo.
– ¿Cuándo fue exactamente?
– Ya te lo he dicho, unas dos o tres semanas antes de su muerte.
– Y Larfaoui, ¿te pareció que temía por su vida?
Alzó sus grandes ojos lentos hacia mí. Me había soltado las manos para volver a su tejemaneje con los alveolos.
– Contéstame -insistí-. ¿Crees que ese cliente podría haberse cargado a Larfaoui?
– Todo lo que puedo decirte es que los que buscaban la iboga negra son peligrosos. Posesos. Satánicos. Larfaoui no encontró la planta. De eso, estoy segura.
Foxy se equivocaba. Sobre la escena del crimen, Luc había encontrado un alijo de iboga negra. Imaginé otra opción: el Visitante del Limbo y el asesino del sábado eran uno solo. Larfaoui había cumplido con el pedido, pero por alguna razón desconocida, el Visitante lo había asesinado y no se había llevado la iboga.
– Y Larfaoui -dije-, ¿no habló a tus chicas de su cliente? ¿No les dijo algo que me permita identificarlo?
Foxy hizo correr un líquido viscoso en la fuente: sangre roja conservada a la adecuada temperatura. Luego cogió una pila grande de bronce. Con su voz sepulcral, respondió:
– Sí. Larfaoui habló con las chicas. Estaba muerto de miedo. Decía que el hombre era… diferente.
– ¿En qué sentido diferente?
Su cabeza se balanceó sobre su largo cuello negro. La conversación la irritaba, o la inquietaba.
– Según Larfaoui, perseguía un objetivo.
– ¿Qué objetivo?
– Honey, no insistas. No está bien recordar todo eso.
– La primera vez, me dijiste que el asesino de Larfaoui era un sacerdote. ¿Crees que ese podría ser el cliente?
– Vete. Tengo que preparar protecciones para mis chicas.
Estaba chorreando. El humo del incienso hacía que me picaran los ojos. Todo parecía rojo, como si mis ojos inyectados en sangre tiñeran mi visión. A través de esa pantalla, el Visitante del Limbo se materializaba. Lo imaginé, sin rostro, comprando la iboga negra para preparar sus cócteles químicos, las inyecciones que administraba a los futuros Sin Luz.
Me puse de pie. Foxy seguía machacando lentamente, con los ojos fijos sobre la fuente. Tac-tac-tac.
– No nos pierde de vista. Nos tiene acorraladas -murmuró.
– ¿Quién?
– El que ha matado a mi chica. El que ha matado a Larfaoui.
Mi garganta ardía como si hubiera fumado un canuto de incienso.
– Soy yo quien lo tiene acorralado -la contradije.
La bruja se rió, socarrona. Subí el tono; mi voz era casi un graznido.
– No me subestimes. ¡Nadie ha ganado la batalla todavía!
– No sabes con quién te enfrentas -dijo, con una expresión de piedad burlona-. Honey, ¡no has entendido nada!
Cuatro de la mañana
Una llamada.
La voz de Foucault.
– He encontrado un sitio para tu amiga. Rue des Trois-Fontanots, en Nanterre.
La dirección de unas dependencias del Ministerio del Interior, que albergaban varias secretarías.
– ¿Irás?
– Vengo de allí. Asunto concluido.
– ¿Has hecho lo que te pedí?
– Todo el expediente está escaneado, colega. La parte que concierne a Manon.
– ¿Dónde estás?
– Llegando a casa. Me apetecería dormir unas horas, si no te molesta.
Foucault vivía en el Distrito 15.°, detrás del barrio de Beaugrenelle.
– Estoy en République -dije girando la llave de contacto-. ¿En la puerta de tu casa dentro de diez minutos?
– Te espero.
Aceleré por la vía rápida de la orilla izquierda. La lluvia había cesado. La atmósfera de un amanecer aún lejano flotaba sobre un París espejeante. Nadie en las calles ni el mundo consciente. Me gustaba esa sensación. La del ladrón solitario y libre. La del gamberro que vive a contracorriente de los demás hombres, sobre el eje del espacio y del tiempo.
Dejé atrás Beaugrenelle y giré a la izquierda por la avenida Émile Zola, hasta cruzar la rue du Théâtre. Localicé el Daewoo de Foucault con los faros apagados. En cuanto me vio, dio un salto y se reunió conmigo en el coche.
Apenas se sentó me pasó un USB.
– Aquí está todo. He copiado las actas de los interrogatorios y las he comprimido.
– ¿Es compatible con el Mac?
– Seguro. Te he adjuntado un programa para leer las transcripciones.
Miré el rectángulo plateado en el hueco de mi mano:
– ¿Cómo has logrado entrar en el despacho de Magnan?
– He mostrado la identificación. Lo más sencillo siempre funciona; me lo enseñaste tú. El guardia estaba medio dormido. Le he dicho que estaba en pleno interrogatorio y que necesitaba un expediente. Hasta le he mostrado el llavero de mi casa diciéndole que la juez me había dado las llaves de su despacho.
Debería haberlo felicitado, pero eso no formaba parte de nuestro ritual.
Prosiguió:
– He echado un vistazo a las transcripciones. No tienen nada contra ella.
– Gracias.
Foucault abrió la puerta. Lo detuve.
– Mañana por la mañana quiero veros a ti, a Meyer y a Malaspey. A las nueve.
– ¿En el despacho?
– En el Apsara.
– ¿Consejo de guerra? -preguntó sonriendo.
Le contesté con un guiño.
– Díselo a los demás.
Asintió y cerró la portezuela. Atravesé el Sena y tomé la vía rápida en sentido contrario. Diez minutos más tarde, estaba en la rue de Turenne. Me sentía cansado y aturdido, pero estaba impaciente por leer los elementos de Magnan.
Aparqué en el paso de cebra en la esquina de mi calle. Estaba tecleando el código de mi portal cuando divisé el coche de los guardaespaldas. Un sexto sentido me advirtió que estaban echándose un sueño: la inactividad en el coche, los vidrios empañados. Una especie de inercia indefinible. Golpeé la ventanilla. El hombre pegó un salto, dándose con la cabeza en el techo.
– ¿Esa es forma de vigilar el edificio?
– Lo lamento, yo…
No esperé sus explicaciones. Subí la escalera de cuatro en cuatro, presa de una repentina ansiedad. Abrí la puerta, atravesé el salón. Pasé al dormitorio conteniendo el aliento: Manon estaba allí, dormida.
Me apoyé en el marco y me relajé. Contemplé su silueta, que se insinuaba bajo el edredón. Una vez más sentí ese estado extraño, confuso, que no me abandonaba desde Polonia. Entre excitado y embotado. Una febrilidad en la punta de las extremidades, que a la vez me electrizaba y me anestesiaba.
Volví al vestíbulo, me quité la gabardina y dejé el arma. La lluvia golpeaba con furia el tejado, los cristales, las paredes; todo el espacio estaba sumido en una inmersión crepitante, cadenciosa.
Me instalé detrás del escritorio y enchufé el USB en mi Mac. Apareció el icono del expediente. Utilicé el programa que Foucault había adjuntado y abrí las páginas de la magistrada.
Foucault estaba en lo cierto. Corine Magnan no tenía nada.
Ni contra Manon ni contra nadie.
Leí. La declaración de Manon, hecha en Lausana el 29 de junio de 2002, dos días después del descubrimiento del cuerpo de su madre. Otros testimonios, recogidos por la juez en la ciudad suiza. El rector de la Universidad de Lausana. Los vecinos de Manon, los comerciantes de su barrio. Había un vacío en los horarios de Manon, pero la ausencia de coartada nunca ha señalado a un culpable. En cuanto a su formación universitaria, solo era una presunción más.
Cerré el ordenador, tranquilizado. Aunque la pelirroja perdiera el tiempo interrogando a Manon en París, no tendría más de lo que había conseguido en Lausana. Y el testimonio de Luc no cambiaría la situación.
Cinco y media de la mañana
Me estiré y me levanté para dirigirme hacia el baño. En ese instante, un crujido salió del dormitorio. Me acerqué y sonreí. Con el ruido de fondo del aguacero, Manon hablaba en sueños. Un rumor suave, un balbuceo de princesa dormida. Agucé el oído y, de repente, unas tenazas de acero me oprimieron el corazón.
Manon no hablaba en francés.
Hablaba en latín.
Tuve que aferrarme al bastidor de la ventana para no gritar.
El murmullo me taladraba la cabeza.
– Lex est quod facimus… lex est quod facimus… lex est quod facimus… lex est quod facimus…
Manon repetía la letanía del Juramento del Limbo.
Como Agostina.
Como Luc.
¡Como todos los Sin Luz!
Mi edificio se derrumbaba una vez más. Mis teorías, mis hipótesis, mis intentos de exculpar a Manon y de inventar, a cualquier precio, otro asesino.
De espaldas a la pared, me dejé caer de culo. Con la cabeza metida entre los brazos me puse a lloriquear como un crío. Estaba hundido en la desesperación. Luc tenía razón. Manon había sufrido una NDE negativa. En el fondo de sí misma guardaba ese recuerdo maléfico como un núcleo infeccioso. Pero de ahí a deducir que había matado a su madre…
Me enderecé. No. Era demasiado fácil. Todavía podía defender mi teoría. Si Manon había sido condicionada por el Visitante del Limbo, algunos fragmentos de aquella vivencia podían escapársele durante el sueño, pero eso no probaba su culpabilidad. ¡Era él, el demiurgo, el asesino en las sombras, el que había sacrificado a Sylvie Simonis y adoctrinado a Manon a su pesar!
Me puse de pie y me sequé las lágrimas.
Identificar al Visitante.
Era el único modo de salvar a Manon.
De ella misma y de los otros.
Ocho y media, viernes 15 de noviembre
No había pegado ojo en toda la noche.
Manon se levantó a las siete. Le preparé el desayuno: cruasanes y una pasta rellena de chocolate, comprados en la panadería. Luego pasé media hora tranquilizándola acerca del giro que tomaban los acontecimientos. No estaba convencida. Eso, sin contar con que sentía claustrofobia, encerrada en el piso. La besé, sin decir nada sobre sus palabras de la noche anterior, y le prometí volver a la hora de la comida.
Estaba en la rue Dante, en la orilla izquierda, justo frente a la catedral de Notre-Dame. A unos metros de la plaza de la noche anterior. Aparqué en doble fila delante del lugar donde tenía la reunión.
El Apsara era un salón de té, mitad indo, mitad indonesio. Allí citaba a mis maderos cuando se imponía una reunión secreta; a nadie se le ocurriría buscar a unos tíos de la Criminal en un lugar donde solo se podía beber té de jengibre y lassi de mango.
A aquella hora el salón estaba cerrado. Pero gracias a la amabilidad del dueño podíamos ir tan temprano. La decoración recordaba el interior de una hoja de palma: paredes empapeladas de verde esmeralda, manteles verde brillante, servilletas de papel verde claro. Todo el mobiliario era de mimbre.
El escondrijo perfecto.
Un solo problema: estaba prohibido fumar.
Fui el primero en llegar. Cerré el móvil y pedí un té negro. Bebí el keemun a sorbitos mientras daba vueltas a mi estrategia de emergencia. Era hora de poner a mis hombres al corriente de los detalles. Ya había perdido demasiado tiempo: una semana, desde mi regreso de Polonia. Ahora tenía que explicarles el caso y asignarles tareas precisas para los dos días siguientes. ¡No era posible que no consiguiéramos ni un indicio, ni uno solo, sobre el Visitante del Limbo!
Foucault, Meyer y Malaspey llegaron, poniendo en peligro la decoración con su sola presencia. A la vista de sus respectivas envergaduras, parkas forradas de piel con las mangas vueltas, se temía por las figuras de porcelana y otros delicados objetos del restaurante.
En cuanto se sentaron, empecé mi exposición.
Capítulo uno: el asesinato de Massine Larfaoui. Capítulo dos: el caso Sylvie Simonis en el Jura. Capítulo tres: los otros asesinatos siguiendo el mismo ritual. Luego hablé de las Near Death Experience y de los Sin Luz. Les ofrecí, con las claves a la vista, el enfoque metafísico del caso: la experiencia negativa, la intervención del diablo, el Juramento del Limbo.
Los tíos no salían de su asombro.
Por fin, expuse mi hipótesis racional. Había un hombre, y solo uno, detrás de aquella pesadilla. Un demente que se creía Satán, creaba sus propios Sin Luz y los vengaba utilizando ácidos e insectos.
Dejé que digirieran la información y luego proseguí:
– En resumen, busco a un solo asesino. Y estoy seguro de que vive en el Jura. Es él quien despachó a Sylvie Simonis; a Salvatore, el marido de Agostina Gedda, y al padre de Raïmo Rihiimäki. Es él quien condiciona a los salvados por un milagro, inculcándoles recuerdos satánicos. Cuanto más tiempo pasa, más me convenzo de que se trata de un médico que dispone de una sólida formación en otros campos: química, botánica, entomología, anestesia. En mi opinión, ha vivido en África central. Tiene medios para informarse sobre los casos espectaculares de pacientes reanimados y para estar en su cabecera. Y puede acceder de incógnito a un hospital.
Después de una pausa, lancé otra primicia:
– También creo que él manipuló la memoria de Luc cuando despertó del coma.
Nuevo silencio. Ninguno de ellos había tocado su taza de cerámica. Jamás habíamos visto un caso tan delirante. Por fin, Foucault tomó la palabra, algo incómodo, moviéndose en su asiento.
– ¿Qué podemos hacer?
– Reiniciar la investigación desde cero, concentrándose en los hechos concretos.
– He rastreado todo el valle, Mattos historias de escarabajos y de…
– Hay que volver a empezar. El hombre está allí, no me cabe duda. -Me volví hacia Meyer-.Tú, insiste en lo de los insectos, el liquen, los africanos del Jura. Foucault te lo explicará. Tengo la convicción de que si cruzamos las informaciones saldrá un hecho, un nombre. No cabe otra posibilidad.
Me dirigí a Malaspey:
– Tú, sigue la red de Larfaoui. Te concentras en la droga africana, la iboga negra, que es muy difícil de encontrar. Un producto que el cabileño vendía a algunos iniciados. Tengo un expediente sobre ello, te lo he traído. Trata de ver si existen otras redes que suministren la droga. Estoy seguro de que el asesino la buscará, para sus experimentos. Se pondrá en contacto con otros traficantes.
Malaspey tomaba notas, con la pipa entre los dientes. Podía confiar en él; había pasado varios años en los estupas. Foucault intervino:
– ¿Y yo?
– Según mi teoría, el asesino encuentra los casos de reanimación en toda Europa. Por lo tanto, tiene un medio de identificarlos. Esa es nuestra pista más sólida. De una manera u otra, localiza a los supervivientes. Hay que descubrir cómo lo hace.
– Concretando, ¿con quién tengo que ponerme en contacto?
– Con las asociaciones que llevan un registro de los casos de NDE o, simplemente, de pacientes que salen de su cuerpo. Por ejemplo, la IANDS: International Association for Near Death Studies.
– ¿Es estadounidense?
– Hay una oficina en Estados Unidos pero también en Francia y en varios países de Europa. Pregunta en todas las filiales. Probablemente se acuerden de si algún hombre se ha interesado en las experiencias negativas. O, simplemente, de un sujeto sospechoso. Como dominas tantos idiomas no tendrás el menor problema.
Foucault me sacó la lengua. Continué:
– Amplía la búsqueda a todos aquellos a los que han rescatado de forma espectacular, aunque no hayan experimentado visiones. Al fin y al cabo, si estoy en lo cierto, mi asesino se encarga de grabar cosas en su mente. Deben de existir asociaciones que se ocupan de los casos de supervivientes del coma.
Encendí un Camel. A la mierda el aire puro del local.
– Por mi parte -dije-, conseguiré las historias clínicas de Raïmo Rihiimäki, Agostina Gedda y Manon Simonis. Quizá surja un nombre común a las tres historias. Un médico, un experto, un especialista.
Meyer susurró:
– Joder, Mat, está muy bien salir con dos cojones, pero tenemos otros casos cocinándose.
– Dejadlo todo.
– ¿Y Dumayet? -preguntó Foucault.
– Yo me ocupo. Esta investigación tiene prioridad absoluta. Quiero veros a los tres metidos de cabeza en esto. De inmediato.
Silencio sepulcral. Solté una carcajada. Hice señas al camarero.
– Ahora, ocupémonos de cosas serias. Seguro que esta gente tendrá alguna botella escondida por ahí, ¿verdad?
Fuera me esperaba una bomba.
Un mensaje de Manon, de las nueve y diez.
– ¿Dónde estás? ¡Me están arrestando, Mat! ¡Me llevan en detención preventiva! No sé adónde. ¡Ven a buscarme!
La comunicación terminaba con un suspiro breve, jadeante, el de un animal aterrorizado. De modo que Magnan se había movido más rápido de lo previsto. Y había optado por la peor medida: la detención preventiva. Veinticuatro horas encerrado, prorrogables una vez, con cacheo y confiscación de cualquier objeto personal. ¿Quién la interrogaría? Pensé en los tíos de la 1.a DPJ, los más duros de todos.
Llamé a Manon. Contestador. Marqué el número de la magistratura. Contestador también. Me cago en… Hice dos llamadas más y me informaron que le estaban tomando declaración en la rue des Trois-Fontanots de Nanterre.
Conecté la sirena, puse la luz giratoria en el techo y salí en dirección a la Défense. Los destellos de luz saturaban mi habitáculo de un azul helado. Sin levantar el pie del acelerador me dije que, a pesar de todo, no debía olvidar mi investigación. Aparté de mi mente las imágenes de Manon en lágrimas, perdida, y volví a la otra prioridad: los expedientes de los que se habían salvado por un milagro.
Llamé a Valtonen, el psiquiatra de Raïmo Rihiimäki. Le expliqué mi urgente demanda gritando; debía enviarme cuanto antes la historia médica de Raïmo, incluidos los nombres de los médicos y especialistas que lo habían tratado.
Valtonen ya los tenía en el ordenador. Podía mandármelos por e-mail inmediatamente, pero no había encontrado la versión inglesa. Todo estaba redactado en estonio. No sería un problema: buscaba un nombre, no una disertación científica.
A pesar del estrépito de la sirena, me puse en contacto con la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes, para conseguir los nombres de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina Gedda. Me explicaron que esos documentos no estaban disponibles debido a una investigación criminal. Pierre Bucholz, el médico que había seguido a Agostina, acababa de ser asesinado.
Colgué sin más y sin dar mi nombre. Joder. Joder. Joder. Pensé en Van Dieterling. Él también tenía el expediente, pero era pedirle otro favor y no quería más negociaciones con el purpurado.
Quedaba la diócesis de Catania. Llamé a monseñor Corsi. Desactivé la sirena y hablé con dos sacerdotes antes de que el arzobispo me atendiera. Se acordaba de mí y no veía ningún problema en hacerme llegar el informe del peritaje de la Santa Sede. Pero quería enviarme las fotocopias por correo, lo que significaba que tardaría, como mínimo, una semana. Manteniendo la sangre fría, expliqué la urgencia de mi investigación y conseguí que uno de sus diáconos me enviara el expediente por fax aquella misma mañana. Me deshice en agradecimientos.
Sobre la marcha, marqué el número del hospital universitario de Lausana. También tenía que conseguir los documentos sobre el rescate y el tratamiento de Manon Simonis. El doctor Moritz Beltreïn estaba en un seminario y no regresaría hasta la tarde. Solo él sabía dónde estaba el expediente. ¿Quería dejarle un mensaje?
Pedí hablar con la becaria que había conocido la primera vez que había ido allí, me acordaba de su nombre: Julie Deleuze. Solo trabajaba los fines de semana y no empezaba hasta el viernes a última hora de la tarde, es decir, en unas horas. Me prometí llamar más tarde.
Porte Maillot.
Hice mis cálculos. Conseguiría los expedientes de Raïmo y de Agostina durante el día. Por otra parte, Éric Thuillier iba a hacerme llegar la lista de todos los que habían visitado a Luc Soubeyras después de que despertara. Solo me faltaría el informe de Manon, para comparar todos esos datos y ver si surgía un nombre.
Evité el túnel de Saint-Germain-en-Laye y tomé la avenida de circunvalación, que me condujo rápidamente a la salida «Nanterre-Parc», la vía más rápida para alcanzar el cuartel general de la pasma de Nanterre.
Unos guardias uniformados me prohibieron el acceso a las oficinas. No me había citado con nadie y ellos no me habían llamado. Estaba claro que tenía menos suerte que Foucault, que había entrado la noche anterior como Pedro por su casa. Pedí que avisaran de mi presencia a Corine Magnan.
Cinco minutos más tarde, la juez pelirroja apareció. Sus mejillas ya no tenían color de herrumbre sino de fuego. Ni siquiera me saludó.
– ¿Qué hace aquí? -soltó, cruzando el detector de metales.
El tono delataba su ira. La alarma del sistema hizo eco a sus palabras, sumándose a la agresión de la voz.
– Quiero hablar con Manon.
Se rió. Era una risa forzada, que se apagó de golpe. Di un paso hacia ella.
– ¿Pretende impedírmelo?
– No pretendo nada -dijo-. No puede verla. Lo sabe.
– ¡Soy inspector jefe de la Criminal!
– Tranquilícese.
Había gritado en un lugar lleno de maderos. Todas las miradas cayeron sobre mí. Me pasé la mano por el rostro, húmedo de sudor. Mis dedos temblaban. Magnan me cogió del brazo y, suavizando algo el tono, me propuso:
– Venga. Vayamos a mi despacho.
El control de seguridad y luego, a la derecha, un pasillo sembrado de puertas. Sala de reunión. Mesa blanca, hilera de sillas, paredes beige. Terreno neutral.
– Usted conoce la ley tan bien como yo -dijo la juez cerrando la puerta-. No haga el ridículo.
– ¡No tiene nada contra ella!
– Simplemente quiero interrogarla. No estaba segura de que aceptara venir sin medidas coercitivas.
– ¡Joder! ¿Para declarar sobre qué?
– Sobre su propia experiencia. Quiero buscar en sus recuerdos.
Caminé por detrás de las sillas sin sentarme, descontrolado.
– Manon no recuerda nada. Lo ha dicho una y otra vez. Joder, es usted sorda ¿o qué?
– Tranquilícese. Tengo que estar segura de que no ha vivido una experiencia similar a la de Luc, ¿comprende? Hay novedades.
– ¿Novedades?
– Vi a Luc Soubeyras anoche. Su estado empeora.
Palidecí.
– ¿Y ahora qué le pasa?
– Una especie de crisis. Pidió hablar conmigo, urgentemente.
– ¿Cómo estaba?
– Vaya a verlo. No puedo describirle lo que he visto.
Golpeé la mesa con las dos manos.
– ¿A eso llama una novedad? ¿A un hombre en pleno delirio?
– Ese delirio es un hecho. Luc pretende que Manon Simonis ha sufrido el mismo trauma. Dice que ella permanece bajo la influencia de aquella vieja vivencia. Una conmoción que podría haber liberado en ella instintos asesinos.
– ¿Y usted cree esas gilipolleces?
– Tengo un cadáver entre manos. Quiero interrogar a Manon.
– ¿Cree que está loca?
– Tengo que asegurarme de que es totalmente dueña de sí misma.
Comprendí otra verdad. Alcé la vista hacia el techo.
– ¿Hay un psiquiatra allá arriba?
– He designado a un experto, sí. Examinará a Manon después de que yo le haya tomado declaración.
Me hundí en una silla.
– No lo soportará. Joder, usted no se da cuenta.
Corine Magnan se acercó. Por encima de la fila de sillas, su mano rozó la mesa de reuniones.
– Actuaremos con mucho cuidado. No puedo descartar que la clave del caso se encuentre en esa zona oscura de su mente.
No contesté. Pensaba en las palabras que Manon había dicho en latín, unas horas antes. «Lex est quod facimus…» Ya no estaba seguro de nada.
Corine Magnan se sentó frente a mí.
– Seré sincera, Mathieu. En este caso, voy un poco a ciegas. Y quiero ir paso a paso. No puedo desechar ninguna hipótesis.
– Suponer que Manon esté poseída es cualquier cosa menos una hipótesis.
– Todo en el caso Simonis es anormal. El método del asesino. La personalidad de Sylvie, una fanática de la religión, sospechosa de infanticidio. Su hija, víctima de un asesinato, atravesando la muerte sin recordar nada. El hecho de que el homicidio que nos ocupa sea la copia exacta de otros asesinatos, igualmente retorcidos. ¡Y ahora Luc Soubeyras que se hunde voluntariamente en el coma hasta perder la razón!
– ¿Tan mal está?
– Vaya a verlo.
Observé su rostro de cerca; sus pecas me recordaban a las de Luc. Esa piel lechosa, seca, mineral, que encerraba cierta dulzura pero también un misterio. Magnan no era antipática, solo se sentía perdida con aquel expediente. Cambié de tono.
– ¿Cuánto tiempo durará el interrogatorio?
– Algunas horas. No más. Luego, la verá el psiquiatra. Al final de la tarde estará en libertad.
– No utilizará hipnosis o algo así, ¿verdad?
– El caso ya es bastante extraño. No lo compliquemos más.
Me levanté y caminé hasta la puerta, con los hombros caídos. La magistrada me acompañó hasta el vestíbulo. Allí, se volvió y me apretó el brazo amistosamente.
– Lo llamaré en cuanto hayamos terminado.
Cuando empujé las cristaleras del exterior, un rayo de luz me atravesó el corazón. Abandonaba a la mujer que amaba. Y ni siquiera sabía quién era verdaderamente.
Inmediatamente, tomé una decisión. Se me hizo un nudo en la garganta.
Tenía que darme prisa.
Pero primero debía hacer una visita.
Las doce y cuarto.
Me di una hora, ni un segundo más, para dar ese rodeo.
– Hemos tenido un problema.
– ¿Qué problema?
– Luc está actualmente en Ingreso Forzoso. Se ha vuelto peligroso.
– ¿Para quién?
– Para sí mismo. Para los demás. Lo hemos trasladado a una celda de aislamiento.
Pascal Zucca ya no estaba rojo, sino blanco. Y su actitud no tenía nada de aquella soltura de nuestro encuentro del día anterior. Se adivinaba una tensión latente bajo su semblante inexpresivo.
– ¿Qué ha pasado? -repetí.
– Luc ha sufrido una crisis. Muy violenta.
– ¿Ha atacado a alguien?
– A nadie. Ha destruido material sanitario. Ha arrancado un lavabo.
– ¿Un lavabo?
– Estamos acostumbrados a ese tipo de hazañas.
Sacó un cigarrillo de su bolsillo: un Marlboro Light. Le di fuego con mi Zippo. Después de una calada, murmuró:
– No me esperaba una evolución tan… rápida.
– ¿Puede ser una simulación?
– Si lo es está muy lograda.
– ¿Puedo verlo?
– Obviamente.
– ¿Por qué «obviamente»?
– Porque es a usted a quien quiere ver. Por eso se ha cargado todo eso en su habitación. Primero ha hablado con la magistrada, luego ha exigido que viniera usted. No he querido ceder a otro chantaje. Resultado: lo ha roto todo.
Recorrimos el pasillo de los ojos de buey sin decir palabra. Zucca caminaba de una manera mecánica, que no tenía nada que ver con el ágil corredor del día anterior. Me hizo entrar en un consultorio. Un despacho, una camilla, armarios para fármacos. Tiró de la cortina veneciana de una ventana interior que daba a otra estancia.
– Está ahí.
Miré entre los listones. Luc estaba desnudo, sentado en el suelo, envuelto en una manta blanca y gruesa que parecía un quimono de yudo. La habitación estaba vacía. Nada de mobiliario. Ninguna ventana. Ningún pomo. Las paredes, el techo y el suelo eran blancos y no había ningún enchufe.
– Por el momento está tranquilo -comentó Zucca-. Lo hemos medicado con Haldol, un antipsicótico que supuestamente permite al paciente diferenciar entre realidad y delirio. También le hemos inyectado un sedante. Las cifras en principio no le dirán nada, pero hemos tenido que alcanzar unas dosis impresionantes. No entiendo cómo ha podido suceder. Semejante degradación, en tan poco tiempo…
Observé a mi mejor amigo a través del cristal. Estaba postrado bajo la manta, inmóvil. Su piel lampiña, su cráneo afeitado, su rostro ausente, en ese espacio absolutamente vacío. Se diría que se trataba de una performance de arte contemporáneo. Una obra nihilista.
– ¿Me comprenderá?
– Creo que sí. No ha dicho ni una sola palabra en toda la mañana. Le abriré.
Salimos de la consulta. Mientras el médico deslizaba la llave en la puerta, le pregunté:
– ¿De verdad es peligroso?
– Ya no lo es. De cualquier manera, su presencia conseguirá apaciguarlo.
– ¿Por qué no me ha llamado más temprano?
– Le dejé un mensaje en su despacho, anoche. Yo no tenía su número de móvil y Luc no conseguía recordarlo.
Cogió el pomo y se volvió hacia mí.
– ¿Recuerda nuestra conversación de ayer? ¿Acerca de lo que Luc había visto en el fondo de su inconsciente?
– No es algo que se olvide fácilmente. Habló usted del infierno.
– Hoy, esas imágenes lo acosan. El anciano. Los muros llenos de rostros. Los gemidos del pasillo. Luc está aterrorizado. La fuerza que utilizó anoche se explica por ese terror. Un terror que, literalmente, lo supera.
– Entonces, ¿se trata de una crisis de pánico?
– No solo eso. Es agresivo, cruel, grosero. Le ahorro los detalles.
– ¿Me está diciendo que parece un… poseso?
– En otra época habría sido un firme candidato a la hoguera.
– ¿Cree que su estado empeorará?
– Ya se habla de internarlo en el Henri-Colin. Nuestro servicio para pacientes graves. Pero a mi modo de ver, no hay que apresurarse. Su estado podría mejorar.
Entré en la habitación mientras la puerta se cerraba detrás de mí. Cada detalle era como una bofetada. La blancura de la luz, integrada en el techo. El cubo rojo colocado en un rincón para hacer las necesidades. El colchón en el que Luc estaba sentado, que parecía una colchoneta de gimnasia.
– ¿Qué tal? -pregunté, en tono informal.
– En pelotas.
Soltó una breve risa socarrona; luego se metió debajo de la manta, como si tuviera frío. En realidad, el calor era sofocante. Me aflojé la corbata.
– ¿Querías verme?
Luc tuvo un espasmo, con la cabeza baja. Su pierna apareció entre dos pliegues de la tela. Se rascó con violencia. Poniendo una rodilla en el suelo, repetí:
– ¿Por qué querías verme? ¿Puedo ayudarte en algo?
Alzó los ojos. Bajo las cejas pelirrojas, las pupilas tenían un brillo amarillento, febril.
– Quiero que me hagas un favor.
– Dime.
– ¿Te acuerdas del pasaje de la prisión de Cristo?
Empezó a recitar, con los ojos dirigidos hacia el techo:
Dijo Jesús a los príncipes de los sacerdotes, oficiales del templo y ancianos que habían venido contra Él: «¿Cómo contra un ladrón habéis venido con espadas y garrotes? Estando yo cada día en el templo con vosotros, no extendisteis las manos en mí; pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas».
– No entiendo.
– Es la hora de las tinieblas, Mat. El mal ha triunfado. No habrá vuelta atrás.
– ¿De qué hablas?
– De mí.
Tiritó. El frío parecía haberse apoderado de él, contaminado, hasta los huesos. Como la materia que constituía su ser.
– Me he sacrificado, Mat. Me he matado a mí mismo, como cuando tomé las armas en Vukovar. Pero esta vez, no habrá redención, no habrá resurrección. Satán es el gran vencedor. Está invadiéndome. Pierdo el control.
Traté de sonreír pero no lo logré. No pude. Luc era un mártir total. No solo había sacrificado su vida, sino también su alma. No conocería la salvación en el cielo, dado que su martirio consistía, precisamente, en haber renunciado a ella.
Una carcajada desgarró su boca.
– En el fondo me siento liberado. Ya no experimento esa eterna exigencia del bien. He soltado el timón y siento que voy a la deriva.
– No puedes abandonarte.
– No has entendido nada, Mat. Soy un Sin Luz. Todo lo que puedo hacer es dar mi testimonio. -Posó el índice sobre su sien-. Describir lo que ocurre aquí, en mi mente.
Hizo una pausa, agachado, concentrado, como si estuviera examinando su ser interior con un microscopio.
– Una parte de mí todavía es consciente de mi caída. Una parte aterrorizada. Pero la otra, cada vez más grande, goza de esa liberación. Es como un tintero que va volcándose en mi cerebro. -Rió-. Soy un infiltrado, Mat. Me he infiltrado entre los condenados. Dentro de poco tiempo estaré perdido para la causa.
Sentí crecer la irritación en mí. Todo mi proceder se oponía a esa retórica, a esa posición. Quería dirigir la investigación desde lo racional, lo concreto, y Luc se dejaba llevar por supercherías.
– Me has dicho que querías pedirme un favor -dije, impaciente-. ¿De qué se trata?
– Protege a mi familia.
– ¿De quién?
– De mí. Dentro de un par de días, sembraré la violencia y el terror. Y empezaré por los míos.
Posé mi mano sobre su hombro.
– Luc, aquí te están tratando. No tienes nada que temer. Tu…
– Cierra el pico. No sabes nada. Muy pronto, esta habitación de aislamiento no me impedirá actuar. Muy pronto, todos confiaréis nuevamente en mí. Aparentemente, habré recuperado la salud mental. Pero será entonces cuando me volveré realmente peligroso.
Suspiré.
– ¿Qué quieres que haga, concretamente?
– Pon vigilancia delante de mi casa. Protege a Laure. Protege a las niñas.
– Es absurdo.
Me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera entrar en mi mente.
– No soy la única amenaza, Mat.
– ¿Cuál es la otra?
– Manon. Querrá vengarse.
Era demasiado delirante. Me levanté.
– Tienes que curarte.
– ¡Óyeme!
Durante un breve instante, el odio lo desfiguró. Durante un breve instante creí en el reino de Satán.
– ¿Crees que me perdonará por haber declarado en su contra? No la conoces. No sabes nada de su espíritu. No sabes nada de Aquel que habita en ella. Actuará tan pronto como le sea posible. Destruirá lo que más quiero. Su expresión inocente es una máscara. Está completamente saturada por el diablo. Y no puede perdonarme. Estoy traicionando su secreto, ¿lo entiendes? Querrá detenerme. ¡Y vengarse destruyendo a los míos!
– Estás delirando.
– Hazlo. En nombre de nuestra amistad.
Retrocedí un paso. Sabía que Zucca nos observaba a través de la cortina. Volvería para abrir la puerta. Mi intención era interrogar a Luc acerca de lo que recordaba después de despertar. Quería saber si recordaba a un médico en particular, que hubiera pasado a verlo varias veces. Un posible Visitante del Limbo.
Pero renuncié a preguntarle nada.
Con Haldol o sin, Luc ya no hacía ninguna distinción entre la realidad y su delirio.
La puerta se abrió a mis espaldas. Luc se enderezó en el colchón.
– Manda a unos hombres. Te lo suplico, por favor. No te cuesta nada, ¿no?
– De acuerdo. Cuenta conmigo.
De vuelta al despacho.
Los expedientes habían llegado por fax y por e-mail.
El informe de la comisión internacional de expertos sobre el caso de Agostina Gedda.
La historia clínica y psiquiátrica de Raïmo Rihiimäki.
La lista de todos los que habían estado en contacto con Luc en el Hôtel-Dieu.
Sin quitarme el abrigo, imprimí los dos últimos documentos recibidos por e-mail y empecé a leer el fax con la lista de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina. El famoso Comité Médico Internacional:
– Profesor Andreas Schmidt
Universität zu Köln
Albertus-Magnus-Platz
50923 KÖLN – DEUTSCHLAND
– Doctora Maria Spinelli
Policlinico Universitario
Viale A. Doria – 95125 CATANIA – ITALIA
– Doctor Giovanni Ponteviaggio
Ospedale dei bambini G. di Cristina
Piazza Porta Montalto – 8
90134 PALERMO – ITALIA
– Profesor Chris Hartley
King’s College London
Strand, London WC2R 2LS – ENGLAND, UNITED KINGDOM
– Doctor Martin Gens
Centre Hospitalier Psychiatrique de Liège
Site du Petit Bourgogne
Rue Professeur-Mahaim 84
4000 LIÈGE – BELGIQUE
– Profesor Moritz Beltreïn
Centre Hospitalier Universitaire Vaudois
Rue du Bugnon 46
1011 LAUSANNE – SUISSE
– Monseñor Filippo de Luca
Caritas Diocesana di Livorno
Via del Seminario, 59
57122 LIVORNO – ITALIA
– Pierre Bucholz
Bureau des Constatations Médicales
Les Sanctuaires
1, avenue Monseigneur-Théas
65108 LOURDES CEDEX FRANCE
Un nombre me saltó a la vista: Moritz Beltreïn. ¿Qué coño hacía en ese listado? Como especialista internacional en el coma, no era extraño que la Curia romana hubiera solicitado sus servicios para estudiar el caso de Agostina. Sin embargo, cuando le mostré el nombre de la mujer de Catania, pretendió no conocerla. ¿Por qué mentirme?
Cogí los folios relativos a Raïmo Rihiimäki, recién impresos. Con un rotulador fluorescente marqué los nombres propios en el texto estonio. Pasé el rotulador sobre cada uno de ellos, todos eran de origen báltico y no me decían nada.
Al final del documento, encontré un párrafo redactado en inglés. Un informe con las conclusiones de un especialista extranjero, que había viajado allí para corroborar la recuperación de Raïmo.
Estuve a punto de gritar.
La firma decía ¡Moritz Beltreïn!
Las líneas se confundieron delante de mis ojos. ¿Sería el suizo el Visitante del Limbo? ¿O al menos estaría relacionado con la serie de asesinatos? ¿Ese profesor con los pies puestos tan firmemente en la tierra, el mismo que se me había reído en la cara cuando le había hablado de milagros y de diablos?
Saqué de la impresora la lista de Eric Thuillier: los médicos, los especialistas y las enfermeras que habían estado en contacto con Luc después de que despertara. En total, una treintena de nombres.
Recorrí la lista de patronímicos con mi Stabilo. En la parte superior de la segunda página, cuatro sílabas me arrancaron un gemido: Moritz Beltreïn. ¡Estuvo presente en el servicio de reanimación del Hôtel-Dieu los días 5, 7 y 8 de noviembre!
Presente desde el primer día consciente de Luc Soubeyras.
Mis pensamientos seguían el ritmo de mi corazón.
Sacudidas y torrentes.
Moritz Beltreïn, el Visitante del Limbo.
El individuo indescifrable. El sosias de Elton John. ¿El verdadero creador de los Sin Luz? ¿El manipulador que se introducía subrepticiamente en el inconsciente de los rescatados y mataba según un ritual demoníaco?
Descolgué el teléfono y llamé a Thuillier. Lo abordé sin preámbulos:
– Quería hablarle de un médico suizo. Moritz Beltreïn.
– Sí. ¿Qué pasa?
– ¿Lo conoce?
– Por supuesto. Una eminencia.
– Por su lista, veo que estuvo en el Hôtel-Dieu cuando Luc salió del coma.
– Una casualidad. Estaba de paso por París. Entrevistó a Luc porque está escribiendo un libro sobre el coma. O un artículo, no recuerdo exactamente.
– ¿Qué opinión le merece?
– Es un genio. Con su trabajo ha revolucionado las técnicas de reanimación. Está al corriente de todo lo que sucede en este campo. Nada se le escapa.
Alternancia de latigazos ardientes y helados en mi rostro. Beltreïn encajaba perfectamente en el perfil del Visitante. Estaba informado de los casos de reanimación más espectaculares de todo el mundo. Contaba con una sólida red internacional. Estaba constantemente concentrado en esos confines indefinibles de la mente: el coma. La muerte. El despertar. Un hombre que, detrás de su apariencia de médico racionalista, debía de estar fascinado por el limbo de la inconsciencia.
– ¿Sabe si visitó varias veces a Luc?
– ¿A qué vienen esas preguntas?
– Trate de recordar.
– Sí, ha venido varias veces. Es amigo del director de nuestro servicio. Le repito que está escribiendo un libro.
Un especialista en reanimación. Un experto en anestesia. Un médico que podía jugar con las fronteras de la mente humana. De repente lo vi, de pie en la habitación, inyectando a Luc un compuesto de iboga, luego reapareciendo caracterizado, luminiscente, bailando en la oscuridad.
El diablo albino del pasillo.
– La primera vez -dije casi sin aliento-, usted mencionó unas marcas de pinchazos en los brazos de Luc.
– ¿Y?
– En estos últimos días, ¿ha observado si había otras más recientes?
Por fin, Thuillier comprendió adónde quería llegar.
– ¿Cree que Beltreïn es su doctor Mabuse?
– Había marcas recientes, ¿sí o no?
– Imposible afirmarlo. Un reanimado es un auténtico colador. Las perfusiones, los tratamientos, los…
– Gracias, doctor.
– Espere. Conozco a Beltreïn desde hace mucho tiempo y…
– Volveré a llamarlo.
Corté sin que mis sospechas disminuyeran. De una manera o de otra, Beltreïn estaba relacionado con los Sin Luz. Miré el reloj las tres menos veinte. Y seguía sin tener noticias de Manon.
En el hervidero de mi cabeza, un plan se concretaba. Tomar el primer TGV con destino a Lausana para interrogar a Beltreïn cuando regresara del seminario. Mejor aún: registrar su piso antes de que llegara.
Quizá era una manera estúpida de desperdiciar ocho horas del día.
Quizá, por el contrario, era el último capítulo de mi investigación.
Llamé a Foucault y le pedí que fuera a buscar a Manon cuando saliera de la detención preventiva y le hiciera compañía. Estaba seguro de que sabría ganarse su confianza. Foucault no había colgado aún y yo ya marcaba el número de la estación de Lyon.
TGV, en primera.
Un largo y confortable fuselaje, atravesando bosques, llanuras, colinas. Con la frente pegada a la ventana, imagino un serrucho monstruoso que corta el paisaje, que lo abre como si fuera un vientre. En mi piel, el bramido del viento, el deslizamiento sordo de los rieles, que refuerzan aún más la impresión de acorazado, de búnker lanzado a máxima velocidad.
A mi alrededor, hombres con corbata, los ojos entrecerrados sobre sus portátiles, los rostros inclinados sobre los móviles. Conversaciones telefónicas. El mismo tono grave, de entendidos, conciliador, con los mismos tratos comerciales, el mismo materialismo encarnizado. Todo eso, captado a través de mi pesadilla.
¿Quién podría creer que voy al encuentro de un brutal asesino?
Moritz Beltreïn, el Visitante del Limbo.
Por enésima vez, sopeso los argumentos a favor y en contra.
A favor. Su presencia junto a los cuatro sospechosos del caso. Sus mentiras con respecto a Agostina y a Raïmo durante nuestro primer encuentro. Sus conocimientos acerca del coma, de la reanimación, de la farmacología. Y su lugar de residencia, cerca de los valles del Jura, una región que siempre he percibido como la cuna del asesino.
En contra. Como especialista mundial en reanimación, Beltreïn puede haberse cruzado en el camino de los rescatados por razones profesionales. Sus características físicas: ¿cómo ese hombrecillo de gafas gruesas podría convertirse en un ángel filiforme, un anciano luminiscente, un niño con las carnes en jirones?
Una vez más, surge la duda. Después de todo, mi postulado inicial, el Visitante del Limbo, no tiene ninguna base. Quizá todo es solo un espejismo… Un delirio personal.
Meto la mano en el portafolio y saco la documentación sobre Beltreïn que he imprimido antes de salir. Una biografía completa, gracias a fragmentos encontrados en la página de internet del hospital universitario de Lausana y a artículos descargados de periódicos suizos.
Nacido en 1942, en el cantón de Lucerna. Estudios en Zurich. Facultad de medicina, cirugía cardiovascular, hasta 1969. Harvard (PBBH) [2] desde 1970 hasta 1972. A continuación, Francia, donde forma parte del equipo de cirugía del hospital de Bordeaux: 1973-1978. Finalmente, regreso a Suiza, al Hospital Universitario de Lausana, donde en 1981 es nombrado jefe del Servicio de Cirugía Cardiovascular.
Paso de largo la interminable lista de distinciones, las conferencias y seminarios en todo el mundo. Entre los artículos busco una sombra, un error entre líneas. Nada. Ni el menor asomo de creencia esotérica. Ni el menor problema en las instituciones donde ha trabajado. Ni la menor sospecha, la menor mancha en ningún terreno.
Soltero, sin hijos, es un hombre que está completamente dedicado a su oficio. Un genio de la investigación, un orgullo nacional, que salva vidas como otros van a fichar a la fábrica.
Contemplo las fotografías de los artículos. Rostro redondo, flequillo corto, gafas gruesas. Una cabeza de caniche peludo, con algo opaco, abstracto, disimulado. ¿El Visitante del Limbo?
Imposible lograr que se incline la balanza.
Ni hacia un lado ni hacia el otro.
Lausana.
En la primera agencia de automóviles de alquiler que veo, escojo un clase E, para pasar inadvertido entre las berlinas suizas. Consulto el buzón de voz antes de arrancar. Ningún mensaje. Ni noticias de Manon ni de mis hombres.
Arranco tragándome la rabia.
Si Corine Magnan la retiene esta noche, iré a buscarla personalmente.
Conduzco en dirección al CHUV, recorriendo las pendientes y las avenidas sobre las que están suspendidos los cables de los tranvías. Veo las dependencias de Champs-Pierres. Sus fachadas blancas, sus jardines zen, sus globos lunares y sus pequeños pinos.
Subo al servicio cardiovascular y encuentro a la estudiante, fiel en su puesto. Con su caja de Tic-Tac.
– ¡Hola! -exclama-. Me había prometido que no volvería.
– Lo que demuestra… -empiezo a decir estúpidamente-. Necesito imperiosamente ver al doctor Beltreïn.
– Pues se le ha escapado. Ha pasado por aquí un momento y ha vuelto a salir.
– ¿Tiene la dirección de su casa?
Se levanta, izando una deliciosa sonrisa en la cima de su silueta.
– Mejor aún. No se ha ido a su piso de Lausana. Está en su chalet. En Riederalp.
Saco del bolsillo el plano de la agencia de automóviles y lo abro sobre el mostrador.
– ¿Dónde queda?
La joven nota que mis manos tiemblan pero se abstiene de hacer comentarios. Posa el índice sobre el mapa.
– Aquí, pasado Bulle.
Cojo un bolígrafo y dibujo un círculo rodeando el nombre del pueblo.
– Una vez allí, ¿cómo encuentro el chalet?
– Es fácil -contesta, cogiendo mi pluma y trazando el camino-. Diríjase hacia Spiez. Al llegar a Wessenburg, coja por la izquierda. Parcossola, es el nombre del arquitecto que proyectó la casa. Es conocido en la región.
Me parece que la muchacha está bien informada. Durante un instante, me pregunto si no tiene una historia con Beltreïn los fines de semana. Su fresco aliento a Tic-Tac agudiza mis sentidos.
– ¿Volverá por aquí?
La balanza sigue oscilando en mi cabeza.
Beltreïn, el predador. ¿Pro o contra?
– Lo dudo mucho.
– Eso ya lo dijo la otra vez.
– Es cierto. Inshallah!
Salgo a toda prisa.
Sudor helado, sin aliento.
Rodeo el lago nuevamente y encuentro el paisaje de mi primer periplo. Las luces lejanas sobre las laderas de las colinas, titilando con suavidad, como brasas dispersas.
En Vevey, giro hacia Bulle y tomo la autopista E27; luego salgo de la vía rápida y subo hacia las cimas, en dirección a Spiez. Pienso en mi paso por el puerto de Simplon; parece que hayan transcurrido siglos desde la persecución por los túneles.
Wessenburg.
La información de Julie Deleuze es correcta: la dirección de la Villa Parcossola está indicada. Abandono la calzada brillante para tomar una carretera nevada. La expresión del paisaje cambia como la de un rostro. Los pinos, cada vez más densos, cada vez más negros. Los ventisqueros opacos, azulados, haciendo eco a las nubes aceradas, por encima de los montes.
Veo una señalización en un camino de pálida gravilla. Una vena blanca en el cuerpo negro del bosque. Me deslizo bajo las coníferas. Paso por una central eléctrica. Un bloque gris que emerge entre los matorrales y aumenta, misteriosamente, la soledad del lugar.
Después de una curva, los árboles se abren y revelan la villa.
Una estructura formada por varias terrazas de hormigón se apoya sobre las rocas, entre las que cae una cascada. Apago las luces y espero que la casa se perfile bajo la luz de la luna. Me recuerda una célebre obra de Frank Lloyd Wright, la Casa de la Cascada, concebida con el mismo principio. Suspendida sobre el agua.
Paro a unos cincuenta metros de la zona de aparcamiento. No hay ningún coche estacionado. Cojo la linterna eléctrica, los guantes de látex y salgo del coche de un salto.
Camino hacia la residencia, siguiendo siempre el costado más oscuro del sendero. El estrépito del torrente apaga el ruido de mis pasos sobre la gravilla.
Ahora abarco la villa con una sola mirada. Cada nivel, rematado por una terraza de hormigón, avanza sobre el torrente, desafiando las leyes de la física. La casa, maciza en la parte trasera, hace de contrapeso. Todo está oscuro. A la izquierda, dos torres cuadrangulares de ladrillo enmarcan un estrecho vestíbulo acristalado. El agua plateada y los pinos negros se reflejan en el cristal, creando la ilusión de que penetran en la casa.
Sigo avanzando y me fijo en un detalle. Las luces no están apagadas. Las ventanas están obturadas con persianas enrollables. ¿Está Beltreïn dentro? Camino bajo las terrazas y subo por una pasarela que discurre sobre el torrente. Las salpicaduras de agua vuelan por el aire y me azotan el rostro.
Paso bajo el cuerpo del edificio. Al final de la pasarela, una escalera de hormigón conduce a la planta baja, hacia un césped plateado. Avanzo y me vuelvo. La fachada principal de la residencia está allí. Con su portal, su timbre y su cámara de vigilancia. La grava brilla bajo la luna. Parece una escenografía.
Vuelvo a acercarme al edificio, bordeo el muro por la izquierda hasta el ángulo, buscando una puerta de servicio o un tragaluz que pueda forzar. Diviso otra escalera que arranca también desde las rocas. Movido por el instinto, empiezo a subirla y descubro, a medio camino, una puerta de hierro.
El acceso al sótano o a un garaje.
Hormigueo en el cuerpo. Desenfundo la Glock y quito el seguro. Tengo el abrigo pegado al cuerpo, empapado y helado a la vez. Con un gesto reflejo, palpo la X de acero que cierra el paso, imposible forzar semejante muralla. Giro el pomo, por si acaso. La puerta pivota sobre sus goznes. Está abierta.
¡Simplemente abierta!
Cargo la pistola y me escabullo entre las sombras.
Un pasillo.
Completamente negro.
Avanzo en las tinieblas, sin pensar en nada, dejando detrás de mí la puerta entreabierta sobre el ruido del torrente. Inmediatamente, sé que no estoy en un simple trastero, garaje o nave. Estoy en la antecámara de un santuario. Un lugar de hormigón y silencio, donde se esconden los peores secretos.
Mis ojos se adaptan a la oscuridad. Otra puerta, al fondo del pasadizo. A cada paso, siento cómo el corazón aprieta mis costillas. Un calor viene a mí. Una humedad que no tiene nada que ver con la estación del año ni con el frío del exterior. También noto un olor que reconozco al instante.
Carne cruda.
Carne en mal estado.
Por fin he llegado. Estoy en el antro del Visitante del Limbo. Sigo avanzando. Ni un ruido, excepto un zumbido que proviene de una caldera o de un sistema de ventilación. El calor aumenta. La puerta, frente a mí. La pesadilla me espera del otro lado. Esta evidencia -grito silencioso en mi cabeza- me anestesia de golpe. Con la mano en el pomo, estoy tranquilo, como desvinculado de la realidad.
La puerta se abre sin resistencia. Todo es demasiado fácil. Lejos, muy lejos en mi espíritu, una alarma suena, esa fluidez huele a trampa, a un anillo que me encerrará. Beltreïn está aquí y me espera. SOLO TÚ Y YO.
La habitación está sumida en la oscuridad. Cojo la linterna y la enciendo. Me esperaba un criadero de insectos, un invernadero lleno de líquenes. Es un simple laboratorio de fotografía digital. Procesadores, objetivos, escáneres, impresoras.
Me acerco a una mesa de dibujo apoyada sobre caballetes, las fotografías están amontonadas en desorden. Dejo la linterna sobre la mesa, enfundo el arma y me pongo los guantes de látex. Vuelvo a coger la Streamlight y la dirijo hacia las fotografías. Reencuentros. El rostro deformado de Sylvie Simonis. Su cuerpo roído por los gusanos y las moscas. Salvo que en estas imágenes la mujer todavía vive.
Dominando los escalofríos, paso a las otras fotos. Un hombre en estado de descomposición; su rostro se reduce a una boca que aúlla. Salvatore Gedda. Más fotos. Un anciano agonizando, verdoso, cuyas carnes se rompen por la presión de los gases. El padre de Raïmo, sin duda.
Otros rostros, otros cuerpos. Otras confirmaciones. Desde hace años, Beltreïn golpea en toda Europa guiado por su especialidad, condicionando a los reanimados, torturando, descomponiendo, asesinando a las víctimas declaradas culpables, vengando a los Sin Luz en nombre del diablo.
Querría que este momento fuera histórico.
Que el mundo entero lo supiera.
«Viernes 15 de noviembre de 2002, ocho de la tarde, el inspector jefe Mathieu Durey identifica, sobre la ladera del Gantrisch, a uno de los asesinos en serie más perversos de este siglo que empieza.»
Pero no.
Nadie sabe que estoy aquí.
Nadie sospecha siquiera la existencia de este asesino único.
Alzo los ojos. Delante de mí, otra puerta pintada de negro. La prolongación del infierno. Rodeo la mesa. El olor a carne muerta se vuelve cada vez más presente. Una película de sudor adhiere la ropa a mi piel. Los tengo por corbata. Los pulmones encogidos, del tamaño de dos manzanas. Y un pensamiento consume que me mantiene alerta: Beltreïn no anda lejos.
Es una puerta cortafuego, con burletes en las juntas. Inspiro una bocanada de aire y entro, sin dificultad. No hay duda. Camino hacia una trampa. Pero es demasiado tarde para retroceder. Estoy hipnotizado, aspirado por la inminencia de la verdad, del desenlace final.
El olor a carne podrida asciende como una ventisca. Respiro solo por la boca. Es una inmensa estancia rectangular, débilmente iluminada; las paredes laterales están cubiertas de jaulas upadas con gasas. Exactamente como en casa de Plinkh. El techo y la parte superior de las paredes están revestidos de papel manila reforzado con fibra de vidrio. El calor es sofocante, cargado de los efluvios de la carne en descomposición. En el suelo, unos enormes humidificadores ocupan los cuatro rincones de la habitación.
Las fotografías pegadas sobre el muro del fondo provienen de la colección de la sala precedente. Me acerco. Rostros roídos, carnes hormigueantes, heridas purulentas. Pero también hay imágenes de manuales de medicina forense, de libros de anatomía. Grabados, planchas de insectos depredadores, dibujados con pluma. Todo es exactamente como en casa de Plinkh. En versión bárbara y criminal.
En el centro de la habitación, sobre una mesa de laboratorio, hay frascos, acuarios; todos están cubiertos con tela o con bolsas de basura. No me atrevo a imaginar lo que esconden: el alimento de las legiones de Beltreïn.
Me concentro en mi papel de madero. Soy el inspector Durey. Estoy en una misión y debo proceder a un registro reglamentario. No puede ocurrirme nada.
Levanto las telas y contemplo el interior de los recipientes de vidrio. Un pene arrancado, ojos, todo en una suspensión de formaldehído. Un corazón y un hígado marrón oscuro apenas visibles dentro de un líquido fibroso.
Esos restos humanos no pertenecen a las víctimas, lo sé. El matasanos es también un ladrón de cadáveres. Un profanador de sepulturas. Gracias a los cargos que ocupa, tiene acceso a las listas de defunciones no solo de su hospital sino también de Lausana y su región. ¿Desentierra él mismo los cuerpos para alimentar a sus tropas? Pienso en las familias suizas que van a recogerse ante unas tumbas vacías.
– Podría alimentarlos con carroña de animales, pero no correspondería a la esencia de este lugar.
Me vuelvo. Moritz Beltreïn está en la entrada. Lleva una bata sucia, abierta sobre el polar, con las dos manos en los bolsillos de los vaqueros. Siempre con ese aire de doctorando con Adidas Stan Smith. Su cabeza parece más ridícula que nunca, con el flequillo de caniche y las gafas gruesas.
Apuntándolo con mi Glock, le ordeno:
– Saque las manos de los bolsillos, lentamente.
Lo hace, con cierta dejadez.
– ¿Por qué? -grito de repente lanzando una mirada desorbitada a mi alrededor-. ¿Por qué todo eso? ¿Esos muertos? ¿Esas torturas? ¿Esos insectos?
– Has llevado a cabo una investigación excepcional, Mathieu. La única que concierne a la cuestión primordial.
– ¿El diablo?
– La muerte. En el fondo, los maderos, los jueces, los abogados no hablan nunca del hecho principal, de lo esencial: los muertos. ¿Qué opinan ellos de los asesinatos de los que fueron víctimas? ¿Qué harían si pudieran vengarse?
En sus gafas empañadas se reflejan las jaulas verdes; es imposible ver sus ojos. Me tutea: después de todo, somos enemigos íntimos.
– Por vez primera -prosigue-, gracias a nuestro Amo, los muertos tienen la palabra. Una segunda oportunidad. Los ayudo a volver y a vengarse de la crueldad de los vivos.
Tengo ganas de gritar. Beltreïn sigue hablando como si los Sin Luz fueran los autores de esos crímenes. No voy a dejarme engatusar. Recupero el aliento y articulo, más tranquilo:
– Es usted quien ha matado a Sylvie Simonis, a Salvatore Gedda, a Arturas Rihiimäki. ¡Y a muchos más!
– No has entendido nada, Mathieu. Yo no he matado a nadie. -Abre las manos, con una expresión modesta-. No soy más que un abastecedor. Digamos que un intermediario. Solo proporciono la… materia prima.
No puedo creer lo que oigo. Por fin he encontrado al asesino, al demente, al Visitante del Limbo, y el muy tarado aún me suelta un rollo sobre la culpabilidad de los Sin Luz.
– Lo sé todo -digo apretando los dientes-. Sus intrusiones en la mente de los reanimados. Su método para recrear una NDE. La utilización de la sugestión, de la iboga y de no sé qué otras sustancias. Usted ha condicionado a esa gente. Usted les ha hecho creer que habían visto al diablo. Usted ha manipulado sus memorias. Usted los ha convencido de su culpabilidad. Pero es usted y solo usted el que tortura y mata. Usted fabrica a los Sin Luz. Usted organiza su venganza. ¡Usted siembra el mal y la muerte!
– Estoy decepcionado, Mathieu. Has llegado hasta mí y, sin embargo, todavía no comprendes gran parte de la verdad. Porque te niegas, incluso ahora mismo, a la evidencia: el poder de Satán. Él los salvó y, luego, ellos se vengaron. Un día se escribirá un libro acerca de los Sin Luz.
Yo sí que estoy decepcionado. No conseguiré ninguna argumentación racional por parte de este asesino. Beltreïn es prisionero de su locura. Listo para el psiquiátrico y para la absolución. Pienso en los cuerpos retorcidos por el sufrimiento, en el cadáver castrado de Sarrazin, en la locura sin remisión de Luc… y me preparo para disparar.
– Se acabó, Beltreïn. Soy el final de la historia.
– Nada se ha acabado, Mathieu. La cadena no se romperá. Esté yo o no.
Siento una vibración en la piel. El móvil. Me quedo paralizado. El médico sonríe.
– Contesta. Estoy seguro de que esta llamada te interesará.
Su voz confiada me aterroriza. Esa llamada parece formar parte de un plan elaborado durante mucho tiempo. Pienso en Manon. Palpando el bolsillo, encuentro el móvil. Foucault:
– ¿Dónde estás?
– En Suiza.
– ¿En Suiza? Pero ¿qué coño haces allí?
La voz de mi adjunto no es la de siempre. Algo ha ocurrido.
– ¿Qué pasa?
El madero no contesta. Su respiración en el móvil. Como si contuviera el llanto. No aparto los ojos de Beltreïn; sigo apuntándolo.
– ¡Joder! ¿Qué pasa?
– Laure ha muerto. Laure y sus dos hijas.
Todo a mi alrededor se tambalea. De golpe, se me hiela la sangre. Bajo el flequillo y las gafas, asoma la sonrisa inalterable de Beltreïn. Me apoyo en la mesa y toco un frasco. Saco inmediatamente los dedos.
– ¿Qué… qué quieres decir?
– Degolladas. Las tres. Estoy en el piso. Todo el mundo está aquí.
– ¿Cuándo ha ocurrido?
– Según los primeros datos, hace una hora.
Mis ojos se llenan de lágrimas. Mi visión se vuelve borrosa. No entiendo nada. Pero una evidencia palpita ya en el fondo de mi mente: el autor de la matanza no puede ser Beltreïn. Encuentro fuerzas para preguntar:
– ¿Estáis seguros?
– Totalmente. Los cuerpos todavía están calientes.
Ningún sospechoso para esta nueva carnicería. Ninguna explicación para este último horror. Luego, como un veneno, la voz de Luc: «Manon. Querrá vengarse». De pronto, me acuerdo. Luc me rogó que protegiera a su familia y yo no moví un dedo. No había vuelto a pensar más en su petición. Me tiembla la voz.
– ¿Dónde está Manon?
– Libre. La han soltado hace cinco horas.
– Joder, te había dicho que…
– No lo entiendes. Cuando me has llamado, ella ya había salido.
– ¿Y no sabes dónde está?
– Nadie lo sabe. Todos los maderos la buscan.
– ¿Por qué?
– Mat, no estás al día. Durante su detención, Manon se ha puesto histérica. Ha jurado que se vengaría de Luc. Que destruiría a su familia. Han encontrado sus huellas por todo el piso.
– ¿QUÉ?
– Por Dios, ¡espabila! ¡Ella las ha matado! A las tres. ¡Es un monstruo! ¡Un jodido monstruo en libertad!
Me siento en caída libre. Y ahí están Beltreïn y su sonrisa. Su silueta rechoncha a través de mis lágrimas. Una espiral me arrastra me aspira. El mal es la falta de luz. Y esa carencia me absorbe como un gigantesco agujero negro…
Me desvanezco. Una fracción de segundo. Pero inmediatamente me recupero. Beltreïn ya no está allí. Por un reflejo condicionado, guardo el móvil y apunto con mi arma. Detrás de mí resuena una voz:
– ¿Convencido por fin?
Media vuelta. Beltreïn está en la pared del fondo, entre las fotos del horror. En su mano, una enorme automática: una Colt 44.
No tiene importancia.
De ahora en adelante, ya nada tiene importancia.
Moriremos los dos.
– Manon las ha matado, ¿verdad? -pregunta con una voz suave-. Se ha vengado. Esperaba una llamada de ese tipo.
– Es imposible. Estaba en detención preventiva.
– No. Y lo sabes. Es hora de que mires la verdad cara a cara.
No sé qué contestar. Mi facultad de pensar está bloqueada, destruida.
– Ella es Su criatura -prosigue-. Nada la detendrá. Es libre. Intensamente libre. «La ley es lo que hacemos.»
Lanzo una especie de jadeo, a mitad de camino entre la risa y el sollozo.
– ¿Qué le ha hecho? ¿Qué le ha inyectado?
Su sonrisa se amplía, fraudulenta, maliciosa, bajo las gafas.
– No le he hecho absolutamente nada. Ni siquiera le he salvado la vida.
– ¿Y su máquina?
– Estás atrapado en tu lógica, Mathieu. Nunca has visto más allá de tu raciocinio. Manon ha sido salvada por el diablo. Si te hubieran dicho que había sido salvada por Dios, habrías cerrado los ojos y recitado un padrenuestro.
Quiero gritar «¡No!» pero no sale nada de mi garganta. Por fin tomo conciencia de nuestro fin inminente: arma contra arma, nos mataremos el uno al otro. Sin embargo, mi indiferencia ya empieza a desvanecerse: no debo morir. La investigación no ha terminado. Debo arrancar a Manon de esa pesadilla. Probar su inocencia. Debo reaccionar y neutralizar a ese cabronazo.
– Buscas a un asesino terrenal -prosigue-. Siempre has rechazado lo que estaba en juego en tu investigación. Tu único enemigo es nuestro Amo. Está aquí, oculto en nuestro interior. No importa quién ha matado o quién ha muerto. Lo que importa es Su poder en acción, que revela los engranajes secretos del universo. Los Sin Luz son los faros, Mathieu. Solo los ayudo. Los espero a la salida de la garganta. Ellos ni siquiera me interesan. Lo que me interesa es la luz oscura que titila en el fondo de sus almas. ¡Satán detrás de sus actos!
Ya no escucho su delirio. Si Beltreïn estaba en Suiza, ¿quién ha matado a Laure y a sus hijas? La historia no ha terminado. La investigación no está cerrada.
– Y no olvides esto, Mathieu: Manon Simonis es la peor de todos.
– ¡No quiero oír eso! -digo, avanzando-. ¡Tú eres el único asesino de este caso! ¡Tú los has matado! ¡A todos!
A guisa de respuesta, él levanta el brazo y aprieta el gatillo. Estoy casi encima de él. Mi hombro desvía el tiro. Un frasco estalla a mis espaldas. Los órganos caen a mis pies mientras hago fuego a mi vez. Beltreïn ya me ha cogido el puño lanzando un agudo alarido. Mi bala se pierde en las jaulas. Encajo la culata de mi pistola bajo su garganta, bloqueando con mi hombro derecho su brazo armado. El dolor de mi herida se despierta. Tropezamos contra la mesa de laboratorio. Los frascos ruedan por el suelo. Chapoteamos en el formol y en las carnes muertas. Beltreïn se aparta. Me agarro a él impidiéndole que retroceda y dispare. Giramos juntos hasta rebotar contra las jaulas y luego nuevamente contra el ángulo alicatado.
Beltreïn resbala y cae al suelo. Caigo con él. Sensación viscosa por el formol, los órganos, los fragmentos de frascos. Hace fuego dos veces, oblicuamente, apuntando a mi garganta. Falla. Una lluvia de vidrios, carnes y líquido frío se abate sobre nosotros. Lanzo un grito al contacto con los restos humanos que se me pegan en la nuca, pero no cedo; Beltreïn no deja de vociferar. Más detonaciones. Ni siquiera sé quién dispara. Estamos entrelazados, sacudiendo los brazos, las piernas, atascados en el inmundo charco.
Caigo de espaldas. Beltreïn se abalanza sobre mí con uñas y dientes. Sus gruesas gafas están torcidas, manchadas con rayas marrones. Lo empujo hacia atrás. Una jaula cae sobre nosotros. A través de la gasa y las moscas, Beltreïn me encañona con su arma.
Junto las piernas y golpeo con ellas con todas mis fuerzas sobre los restos de la jaula. El demente aprieta el gatillo; el armazón de madera desvía su mano. La bala se pierde una vez más. Beltreïn aparta los fragmentos, entre los insectos que zumban. Ruedo debajo de la mesa. Cientos de vidrios caen en mis manos, deslizándose por mis mangas.
El aliento de Beltreïn, muy cerca. Gruñendo, riendo, se agacha para localizarme. Desde debajo de la mesa solo veo sus piernas. He perdido mi arma. Veo un fragmento de botella. Lo cojo y lo hundo en la pantorrilla del asesino, hasta que toca el hueso. El monstruo lanza un alarido agudo. Abandono el fragmento en sus carnes y me deslizo del otro lado de la mesa de laboratorio.
Los gritos de Beltreïn invaden la sala. He perdido el sentido de la orientación. No veo nada, excepto la gasa, los órganos, los gusanos. Mi adversario, todavía gritando, rodea la mesa de laboratorio arrastrando su pierna ensangrentada. Ruedo otra vez debajo y trato de salir por el otro lado. Me levanto, apoyándome en las baldosas. Beltreïn está a unos metros de distancia. Ya no me busca. Se debate entre los insectos, agitando su pipa como un matamoscas.
Atravieso la nube y su zumbido, rodeo la mesa y cojo su cabezota. La golpeo varias veces contra el ángulo de la mesa. Sus gafas caen. Las moscas se introducen inmediatamente bajo sus párpados pero también se ceban conmigo. No veo absolutamente nada. Tengo su cabeza entre las manos y los chillidos del cabronazo resuenan en mi piel, vibrando en mis terminaciones nerviosas.
El demente sigue debatiéndose. Caemos juntos otra vez. Está sobre mí, con las facciones ensangrentadas, llenas de insectos. No sé por qué prodigio no ha perdido su arma. A tientas, encuentro un listón de madera que procede de una de las jaulas. Cierro los ojos, acosados por las moscas, levanto el brazo y palpo su rostro. Busco el punto sensible de su sien, allí donde el hueso conserva la fragilidad del recién nacido. Coloco el listón en ese lugar exacto y lo hundo hasta que la madera se rompe entre mis dedos. Retrocedo y abro los párpados. Las moscas se alejan de mí. Están pegadas al cerebro rosáceo de Beltreïn, una especie de tumor vivo que brota de su cabeza agujereada.
Bajé rápidamente la cuesta, tropezando y levantándome varias veces. Sin mirar hacia atrás. No quería volver a ver el búnker, la tumba del demonio. Enfundando la Glock, que había recuperado, llegué hasta el coche. Noté los ataques helados del viento, que me pegaban al cuerpo la ropa empapada de formol y de sangre. Esas sacudidas eran como las planchas de acero que se utilizan para una radiografía, tan frías que queman la piel. Me gustaba ese contacto. Barría las moscas, los gusanos, las partículas de órganos. Las huellas del loco sobre mi piel.
Detrás del volante, murmuré unas oraciones, meciéndome de delante hacia atrás, como si recitara un sura, intentando lo imposible: perdonar a Beltreïn. Salmodié, los ojos cerrados, el cuerpo tenso, pero de mala gana, sin entusiasmo. No sentía la menor compasión cristiana. Ni hacia él, ni hacia mí.
Arranqué. Imaginar las huellas de los neumáticos me hizo pensar en las que debía de haber dejado en la casa: miré mis manos. Tenía puestos los guantes de látex. Me los quité rápidamente y los metí en el bolsillo, aliviado.
Pisé el acelerador a fondo y bajé a toda velocidad por las curvas que me llevaban hasta el valle. Los faros. Había olvidado encender los faros. Cuando surgió la luz tuve la sensación de que los pinos, asustados, se apartaban al verme pasar. A pesar de mi lamentable estado, no podía apartar una idea de mi mente. La última antes del epílogo.
Un asesino circulaba aún por ahí.
El de Laure y las niñas.
Nada había terminado.
Al mismo tiempo, pensé en otra emergencia: Manon. Localizarla antes de que lo hicieran los maderos. Encontrar una explicación para que sus huellas estuvieran en la escena del crimen, y librarla así de toda sospecha.
Tomé un sendero y conduje por el bosque. Salí del coche, hundí mi rostro en las hojas, en las espinas, frotándome hasta sangrar. Me quité el abrigo, lo sacudí, lo golpeé. Me arranqué la camisa, la volví del revés, expulsé los últimos gusanos escondidos entre los pliegues empapados. Por fin, con la piel enrojecida por el frío, sacudida por los espasmos, caí de rodillas y esperé que el viento se llevara la muerte y mis pecados. Recé para que la tempestad purificara mi alma.
Atontamiento. Abolición del tiempo. Me helaba, inmovilizado allí, con el torso desnudo, sin que la menor sensación llegara en mi ayuda. Luego, lentamente, una imagen se dibujó en mi mente. Camille y Amandine, al despertarse, camisones de felpa, con sus peluches en la mano, echando copos de maíz en el cuenco. Estallé en sollozos, con el rostro pegado al suelo.
¿Cuánto tiempo pasó? Es imposible saberlo. Me levanté con dificultad. Con los dientes castañeteando, me arrastré hasta el coche. Giré la llave de contacto y puse la calefacción. Al cabo de una eternidad, cuando el calor empezó a reanimarme, llamé a Foucault.
– Soy yo -refunfuñé-. ¿Habéis encontrado a Manon?
– No.
– ¿Has pasado por mi casa?
– No está. Hay maderos por todos lados. ¡Joder! Todos los tipos uniformados de París la buscan.
Pensar en ella me hizo daño. Manon perdida en la ciudad, refugiándose en la sombra de los portales, ocultándose entre la multitud de un viernes por la noche. ¿Por qué no me llamaba? El aire caliente saturaba el habitáculo, pero yo seguía tiritando.
– ¿Y Luc?
– Cuando se entere, habrá que colocar rejas en su habitación.
– ¿Quién se lo dirá?
– No lo sé. Los matasanos. O Levain-Pahut.
Me tranquilizaba la idea de no tener que hacerlo yo. Pensé una vez más en las dos niñas. Dos gracias habían desaparecido de la tierra. Ahora reconocía mi desesperación. Su rostro particular.
El de Ruanda.
La desesperación de la ausencia de Dios.
– Y tú -prosiguió Foucault-, ¿dónde estás?
– Hay otro muerto.
– ¿En Suiza?
– Toma nota de la dirección. Avisa a los maderos de Lausana.
– ¿Quién es?
– Moritz Beltreïn, un matasanos.
– ¿Qué ha pasado?
– ¿Apuntas?
Le dicté las señas de la Villa Parcossola y precisé:
– Llama desde una cabina. De incógnito.
La imagen del médico devorado por las moscas volvía a dibujarse en mi mente.
– Y diles que se den prisa si quieren encontrar algún resto del cadáver.
– ¿Por qué?
– Ya lo verán ellos mismos.
– ¿Cuándo vuelves?
– Esta noche, conduciendo. Foucault, tienes que encontrar a Manon antes de que lo hagan otros.
Suspiró, traicionando el agotamiento y la resignación.
– Si la localizo la entregaré.
– No. ¡Escóndela hasta mi vuelta! La llevaremos juntos al juez. Foucault murmuró una despedida. Retomé el camino rumbo a Lausana. Mis venas recuperaban la calma. Una calma propia de la nada. Un estado postraumático. Me concentré en las luces de la autopista. Ese único esfuerzo ya era suficiente para ocupar mi conciencia.
En las cercanías de Vevey, sonó el móvil.
– Soy yo.
El corazón me dio un vuelco.
La voz de Manon.
– ¿Dónde estás?
– En casa de mi madre.
– ¿Dónde?
– En casa de mi madre, en Sartuis.
Traté de hallar alguna lógica en sus palabras. No la encontraba y recurrí a un detalle práctico.
– ¿Has tomado el tren?
– En la estación del Este.
– ¿A qué hora?
– No lo sé. Después de salir del despacho de la juez.
– ¿Has ido directamente a la estación?
– Sí.
– ¿No has ido a casa de Luc?
– No. ¿Por qué?
Pensé en las huellas dactilares del piso de la rue Changarnier.
– ¿Nunca has estado allí?
– ¡Te digo que no!
Una evidencia en sus respuestas: lo ignoraba todo sobre los asesinatos. Cálculo rápido. Eran las diez de la noche. Emplearía por lo menos cinco horas para llegar a Besançon y una hora más para llegar a Sartuis. Manon había sido liberada a eso de las tres, antes de mi llamada a Foucault para pedirle que fuera a buscarla. Eso significaba que había tomado el tren inmediatamente y que acababa de llegar a Sartuis. Este cálculo del tiempo le proporcionaba una coartada indiscutible para la matanza de la familia Soubeyras. Una onda cálida se difundió por mi cuerpo.
– ¿Alguien te ha visto? -pregunté.
– No.
– Y de Besançon a Sartuis. ¿Cómo has ido?
– En taxi.
Ese taxista podía atestiguar que la había recogido en Besançon. ¡A la hora del crimen de París! Esa misma noche, ponerse a buscar al conductor. Luego explicar la presencia de las huellas de Manon en la escena del crimen. Una maquinación.
Pero primero debía evitar que cayera en manos de la pasma.
– ¿Por qué has ido allí?
– Tenía miedo. Me han machacado durante horas, Mat.
– ¿Por qué no me has llamado?
– Creía que estabas de acuerdo con ellos. No quería volver a tu casa. Ni tampoco a la mía en Lausana.
Manon hablaba rápidamente, como una niña pequeña que susurra bajo las sábanas, en el corazón de la noche. Mi voz había vuelto a encontrar su vigor cuando dije:
– No te muevas de ahí. Ahora mismo voy para allá.
Dos horas más tarde cruzaba la frontera en Vallorbe. La E23 hasta Pontarlier y luego en dirección a Morteau, atravesando la región de Doubs. Una hora después tenía Sartuis a la vista. En el fondo de todo este sufrimiento, una luz palpitaba: iba a encontrarme con Manon y ponerla a salvo.
Mientras descendía hacia el valle, vi un furgón de la gendarmería que aceleraba hacia el barrio residencial de Sartuis, con las luces giratorias encendidas pero sin sirena. Cogí el móvil.
– ¿Foucault?
– La chica está en paradero desconocido. Mat.
– ¿No tienes ninguna pista?
– No.
– ¿Y los demás?
– Nada. Creemos que ha regresado al Jura.
– ¿Por qué?
– Es una idea de Luc.
– ¿Luc?
– Corine Magnan le ha comunicado lo sucedido. Lo ha encajado sin decir ni una palabra. Está cada día más loco. Simplemente, ha dicho que Manon las había matado y que había que buscarla en Sartuis. Ha dicho que volvería a sus orígenes. A la casa de su madre.
Luc era un verdadero vidente. Colgué y aceleré todavía más. Las luces azules de los gendarmes salpicaban las laderas de las montañas. Llegar antes que ellos. Rescatar a Manon. Pisé a fondo el acelerador.
A la entrada de la ciudad giré a la izquierda. Recordaba una carretera, a lo largo de la vía férrea, que no tenía semáforos en los cruces. Metí la cuarta y superé los ciento treinta kilómetros por hora. Mis faros parecían arrancar los árboles del borde de la carretera.
Cuatro minutos más tarde, circulaba por el barrio adinerado de Sartuis. Las luces del furgón surcaban el llano. Detrás de mí. Los había adelantado. Solo disponía de dos minutos para encontrar a Manon.
Localicé la casa piramidal. La fachada con el revoque blanco, la gran cristalera. La casa estaba oscura. Frené en seco en la parte trasera de la vivienda y llamé al móvil de Manon.
– He llegado. ¿Dónde estás?
– En el garaje.
Corrí hasta el garaje adosado a la casa. El destello azul del vehículo de los gendarmes seguía creciendo, como si iluminara todo el valle. Llamé a la puerta mecánica. Lenta, muy lentamente, el panel se abrió.
Cada segundo que pasaba sentía como si me arrancaran la piel a tiras.
Manon apareció en la oscuridad. El rostro claro, nublado por el vaho de los labios. Murmuró:
– No sé por qué he venido aquí. Me muero de miedo en este caserón. Yo…
– Ven.
Manon salió hasta el umbral. Sus gestos eran mecánicos y atemorizados, como los de quienes se salvan de una catástrofe. Los destellos del furgón la petrificaron.
– ¿Quién es? ¿La policía?
– Vamos, muévete -le dije.
– ¿Saben que estoy aquí?
– Hay novedades.
– ¿Qué?
Los gendarmes ya estaban solo a un centenar de metros.
– Laure, la mujer de Luc -susurré-. Ha sido asesinada. Con sus dos hijas.
Manon gimió. Sus ojos encendidos miraron hacia el furgón.
– ¿Creen que he sido yo quien lo ha hecho?
Sin responder, tomé su mano y di un paso hacia el coche. Se resistió. Me volví y grité:
– ¡Joder! ¡Ven!
Demasiado tarde. El furgón surgió por la curva de la alameda. Cogí a Manon, abrí la portezuela del coche y la empujé dentro, en el lado del conductor. Le puse las llaves en la mano. No iba a pasar otra noche rodeada de uniformes. Se escondería hasta el día siguiente, tiempo suficiente para encontrar al conductor del taxi y exculparla.
– Vete sin mí. Conduce.
– ¿Y tú?
– Me quedo aquí. Ganaré tiempo.
– No, yo…
Cerré sus dedos en las llaves.
– Vete a Suiza. Llámame en cuanto hayas pasado la frontera.
Arrancó, a regañadientes.
– ¡Corre! Y llámame -grité.
Me miró a través del cristal como si quisiera grabar en su memoria todos los detalles de mi rostro. Los destellos estroboscópicos del furgón ya arrojaban inquietas sombras sobre sus facciones. Un instante más tarde, Manon había puesto marcha atrás y hacía rugir el motor.
Me volví y caminé por la carretera. El furgón se detuvo. Unos gendarmes saltaron a la calzada y corrieron hacia mí, arma en mano. Uno de ellos gritó:
– ¿Qué está haciendo aquí?
Hice ademán de sacar mi identificación.
– ¡No se mueva!
Había cogido mi placa. La blandí bajo el haz de luz de los faros.
– Soy policía.
Los hombres caminaron más lentamente mientras un oficial, arrebujado en un anorak negro, se ponía a la cabeza del grupo.
– ¿Tu nombre?
– Mathieu Durey, Brigada Criminal de París.
El jefe cogió mi identificación de madero.
– ¿Qué coño haces aquí?
– Llevo a cabo una investigación. He…
– ¿A ochocientos kilómetros de tu casa?
– Ahora se lo explico.
– Más te vale, sí -dijo, metiéndose mi documento en el bolsillo y lanzando una mirada por encima de mi hombro hacia la puerta abierta del garaje-. Todo eso se parece mucho a un allanamiento.
Se dirigió a sus hombres.
– Vosotros, ¡registrad el caserón! -Se volvió hacia mí-. ¿Dónde tienes el coche?
– Tuve una avería en la carretera. Vine a pie.
El oficial me observaba en silencio. El abrigo empapado en formol, el rostro sangrando, el cuello abierto. El gendarme respiraba lentamente. A contraluz de los faros, no distinguía sus facciones. Su cuello de piel sintética centelleaba en la oscuridad de la noche.
– No lo veo claro, tío -masculló por fin-.Tendrás que contárnoslo con todo detalle.
– No tengo inconveniente.
Detrás de él, acudió un gendarme corriendo.
– Capitán, la chica no está aquí.
El jefe retrocedió un paso, como para calarme mejor. Sin quitarme los ojos de encima, preguntó al poli:
– ¿Y el garaje?
– Nada, capitán.
Dio una palmada, como animando a la tropa.
– De acuerdo. Volvemos a la gendarmería. Y nos llevamos a este señor. Tiene muchas cosas que contarnos. Cosas que conciernen a Manon Simonis.
Dio media vuelta y fue hacia un jeep azul marino en el que no había reparado. Abrió la portezuela del lado del acompañante y se inclinó hacia dentro. Habló por el radiotransmisor.
– Aquí Brugen. Volvemos. No, la chica no está aquí. -Me echó otra ojeada-. Pero algo me dice que no anda muy lejos.
Brugen. Me acordaba de ese nombre. El capitán de la gendarmería que había heredado los expedientes de Sarrazin y que dirigía la investigación sobre su homicidio. No sabía si era una buena o una mala noticia.
Dos gendarmes me acompañaron hasta el furgón. No gocé del privilegio de subir al jeep. Abrieron la doble puerta trasera. El olor a tabaco frío y a metal pringoso me asaltó. Escuché la voz del oficial, que hablaba por la radio.
– Quiero controles policiales en todas las carreteras generales. Besançon, Pontarlier, la frontera. Detened todos los vehículos. Exacto. Y no olvidéis que puede ir armada.
¿Qué posibilidades tenía Manon de eludir ese dispositivo? Rogaba por que ya estuviera cerca de la frontera. Entonces me llamaría, dormiría unas horas a salvo, refugiada en el coche, y cuando se despertara, yo estaría a su lado con todos los problemas resueltos.
– ¿Qué hacías en casa de Sylvie Simonis?
El tuteo, primera señal de humillación.
– Estoy llevando a cabo una investigación.
– ¿Qué investigación?
– El asesinato de Sylvie Simonis está relacionado con otros casos en los que trabajo en París.
– ¿Me tomas por gilipollas? ¿Crees que no conozco el expediente?
– Entonces sabe de qué hablo.
Seguía tratándolo de usted. Conocía las reglas: él usaba el desprecio; yo, la deferencia. El despacho de Brugen era angosto y frío. Paredes de contrachapado, muebles metálicos, restos de colillas. Casi era cómico encontrarse del otro lado de la mesa. Sin hacerme ilusiones, pregunté:
– ¿Puedo fumar?
– No.
Sacó un cigarrillo para él. Un Gitanes sin filtro. Lo encendió sin prisas, le dio una calada, luego me lanzó el humo a la cara. Para mi debut en el pellejo de un sospechoso, tenía derecho al repertorio completo.
– De cualquier modo -prosiguió-, este caso no es de tu incumbencia. Pero sé muy bien quién eres. La juez Magnan me ha llamado hace un rato. Me ha hablado de ti y de tu relación con Manon Simonis.
El capitán Brugen babeaba por las comisuras de los labios. El cigarrillo estaba pegado a ellos como una concha a las rocas. No se había quitado la parka con cuello de piel.
– Sarrazin upó tus enredos. Me pregunto por qué.
– Confiaba en mí.
– Según parece, eso no le trajo suerte.
Pensé en Manon. Mi móvil no sonaba. Debía de haber llegado a Le Locle, en el cantón de Neuchâtel. Me incliné sobre el escritorio y cambié de tono, utilizando mi habitual argumento.
– Este caso es complejo. La presencia de un madero más no puede hacerle daño a nadie. Conozco el expediente mejor que…
El gendarme soltó una carcajada.
– Desde que estás en nuestra región no has parado de armar follones. Los muertos se acumulan y no has conseguido ningún resultado.
Pensé en Moritz Beltreïn. La pasma helvética debía de estar en la Villa Parcossola en ese momento. Pero no había ninguna razón para que advirtieran a los gendarmes franceses. Brugen prosiguió:
– Ya no tienes protección, amigo. No nos dejaremos joder por un madero de París.
– Es en París donde se realiza la investigación.
– ¿Dónde está Manon Simonis?
– No lo sé.
– ¿Qué hacías en la casa de su madre?
– Se lo repito: seguir con la investigación.
– ¿Qué buscabas?
No respondí y él continuó:
– Has entrado por la fuerza en la casa de una víctima. Estás lejos de tu jurisdicción y no tienes ninguna autoridad, al nivel que sea. Por no hablar de tu aspecto que, francamente, deja mucho que desear. Podríamos analizar tu ropa. Estoy seguro de que encontraría más de una sorpresa. Estás con la mierda hasta el cuello, tío.
Echó hacia atrás su asiento hasta apoyarlo contra la pared y cruzó los brazos. Una actuación muy lograda. Prosiguió:
– Sin embargo, lo olvidaré todo si me dices qué buscabas en casa de Sylvie Simonis.
Cambié de táctica. Después de todo, no tenía importancia lo que ocurriera ahí. Siempre y cuando Manon estuviera en un lugar seguro, es decir, en Suiza.
– No puedo decir nada -dije con voz afligida-. Llame a mi comisaria de división, Nathalie Dumayet, de la Brigada Criminal. Nosotros…
– Lo primero que haré será meterte entre rejas.
– No lo haga.
Se quitó una partícula de tabaco del labio y dio otra calada.
– ¿Por qué no?
Ya no lo soportaba. Saqué mi móvil y comprobé la pantalla. Ningún mensaje.
– ¿Esperas una llamada?
Su tono sardónico me crispaba los nervios. Brugen volvió a reírse y se acodó sobre el escritorio. Podía sentir su aliento: ni rastro de alcohol. Con ese frío polar, era casi una hazaña.
– ¿Dónde está tu coche?
– Ya se lo he dicho. Tuve una avería.
– ¿Dónde?
– En la carretera.
– ¿De dónde venías?
– De Besançon.
– Mis hombres han buscado. No han encontrado ningún coche.
– No entiendo.
– ¿Y las manchas de tu abrigo?
– Me caí en la carretera.
– ¿En un charco de formol? -Rió, sarcástico-. Apestas a depósito de cadáveres, tío. Tú…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Brugen pareció acordarse de su cigarrillo. Lo aplastó lentamente en un cenicero de aluminio que estaba tirado por ahí, cogió el auricular, sin apresurarse.
– Dime.
De golpe, su sonrisa desapareció. Su tez rojiza viró al rosa pálido. Pasaron unos segundos. La expresión del gendarme se iba petrificando progresivamente.
– ¿Dónde, exactamente? -masculló.
La sangre abandonaba las venas de su rostro. Una sombra velaba ahora sus ojos. Concluyó, con un suspiro:
– Me reuniré con vosotros allí.
Colgó, miró durante un instante la superficie del escritorio y me miró.
– Una mala noticia.
Un sordo temor me traspasó el corazón. Bajando los párpados, murmuró:
– Manon Simonis ha muerto.
El gendarme abrió los brazos para expresar su sorpresa y su impotencia y luego me tendió su paquete de cigarrillos. Capté sus movimientos en cámara lenta. El instante parecía fracturarse.
Después, llegaron las palabras, por fin. Se produjo un desgarramiento en mi cráneo. La nada se abrió en mi interior. En una décima de segundo, me había convertido en un fósil. Un muerto calcificado.
– Ha querido saltarse un control, en la D437, en los suburbios de Morteau. Mis hombres han disparado. Se ha dado con la cabeza en el cuadro de mando. El coche se había estrellado contra un árbol. Yo… En fin… -Volvió a abrir las manos-.Todo ha terminado, es lo que hay… Vamos a…
No oí nada más. Acababa de desmayarme.
Santo Tomás de Aquino escribió: «Dios es bien conocido cuando es conocido como desconocido». La oración es unto más ferviente cuanto más lejos está Dios, cuando es oscuro, inaccesible. El creyente no reza para comprender al Señor. Reza para integrarse en Su misterio, Su grandeza. Poco importa que se haya superado el umbral de sufrimiento, que el sentimiento de abandono sea aplastante. Al contrario, cuanto menos conocemos los caminos del Señor, mejor Le rezamos. Esta incomprensión es en sí misma un acceso a Su misterio. Una forma de resolverse en Su enigma. De vencer la rebeldía, el orgullo, la voluntad. Incluso en Ruanda, cuando el rechinar de los machetes y los silbatos aullaban en el exterior, yo rezaba con intensidad. Sin esperanza. Como hoy.
Después de la madrugada del sábado, había recuperado la memoria de las palabras.
La memoria de la fe.
En realidad, ese credo era una actitud superficial. Un intento de embrutecerme para volver, precisamente, a una incomprensión, a una humildad que había perdido.
En realidad, ya no era un cristiano, ni siquiera un ser humano. Era solo un alarido. Una herida abierta que nunca encontraría el modo de cicatrizarse. Una existencia atrofiada, que se infectaba, se pudría más cada día. Por debajo de mi plegaria, de mis palabras, subyacía la gangrena.
Manon.
Por más que me dijera que para ella empezaba la verdadera vida, la eternidad, que volvería a encontrarla cuando llegara mi hora, no podía soportar lo que me habían robado: nuestras posibilidades en la tierra. Cuando pensaba en los años felices que habríamos podido vivir, experimentaba la sensación física de que me habían arrancado esa gracia. Como un órgano, un músculo, un trozo de carne, extraído sin anestesia.
La herida tenía sus variantes. A veces, pensaba en las pequeñas Camille y Amandine. O en Laure, a quien nunca había respetado y que ahora me torturaría en mis noches en vela.
La madrugada del sábado los gendarmes me habían liberado. Había tenido que mentir, pretender que Manon me había robado el coche de alquiler. Sentía un remordimiento añadido por haberla traicionado, pero debía proporcionar a los gendarmes una explicación aceptable.
De hecho, lo único que querían era librarse de mí. «Ignitas vanitatum et omnia vanitas…» Los gendarmes no conocían ni el Eclesiastés ni Bossuet pero podían percibir la vanidad de su interrogatorio, de su investigación, de su autoridad.
A las ocho de la mañana estaba en libertad.
El mismo día, había ido al depósito de cadáveres del hospital Jean-Minjoz para identificar el cuerpo. No conservaba ningún recuerdo de ese último encuentro. Solo había asimilado dos hechos prácticos, muy lejos, en el fondo de mi conciencia. Yo me haría cargo de las exequias de Manon. Eso significaba que no iría a las de la familia de Luc.
Antes de abandonar el depósito, había pedido a Guillaume Valleret, el forense del hospital, que me prescribiera una buena dosis de ansiolíticos y de antidepresivos. No se hizo de rogar. Estábamos hechos para comprendernos. Un especialista en muertos curando a un zombi.
A continuación, busqué refugio en Notre-Dame-de-Bienfaisance, la ermita de Marilyne Rosarías. El lugar ideal para derrumbarme, llorar a mis difuntos junto a otros cristianos en duelo, perderme en la meditación y en la oración.
Durante mi retiro no leí ningún periódico. No me preocupé ni de la investigación de la muerte de Beltreïn, ni de lo que debían de haber dicho para cerrar, o tratar de cerrar, el caso Simonis. Simplemente, seguí, a través de Foucault, la evolución del expediente Soubeyras. El autor de la matanza estaba en paradero desconocido. Lo que no tenía nada de sorprendente.
Captaba todo esto a través de las brumas químicas de mi mente y de la letanía de mis plegarias. Me había convertido en una concha vacía como las que van perdiendo el color en los arenales. Otro que no era yo había tomado el mando. Una especie de piloto automático ferviente, religioso, recluido. Yo le cedí el paso, impotente.
No obstante, una mañana de devoción, tuve una certeza. Debía escoger una orden monástica. Dejar este mundo de pecado y de blasfemia que me había vencido. Vivir en la penitencia, la humildad, la obediencia, al ritmo de los oficios. Volver a la soledad y al conocimiento más íntimo de mi alma para reconciliarme con Dios. San Agustín, una vez más y siempre: «No vayas fuera, entra en ti mismo».
A partir de ese momento, esa fue la única idea que me mantuvo en pie.
El entierro de Manon tuvo lugar en Sartuis el martes 19 de noviembre, en un cementerio desierto. Solo asistieron algunos periodistas. Chopard, el viejo reportero, hacía de comparsa. El padre Mariotte había aceptado bendecir el ataúd y pronunciar una oración fúnebre. Se lo debía a Manon.
Marilyne Rosarías me acompañaba. Cuando la sepultura quedó sellada, murmuró:
– Nada se acaba.
Volví la cabeza sin reaccionar. Mi cerebro funcionaba en primera.
– El diablo sigue vivo -continuó.
– No entiendo.
– Claro que lo entiendes. Esta carnicería, este desastre es obra suya. No permitas que triunfe.
Su voz apenas me alcanzaba. Mi pensamiento estaba obstruido por Manon. Un destino marcado por una estrella negra. Y algunos recuerdos, para mí tan siniestros como un puñado de huesos en la mano. Señalando la tumba, continuó:
– Lucha por ella. Que el demonio no se lleve su memoria. Prueba que no estaba presente y que solo él asesinó a las niñas. Encuéntralo. Destrúyelo.
Sin esperar respuesta, se volvió. Los bordes afilados de su esclavina dividieron en dos el aire gris. Miré cómo se alejaba. Acababa de decir en voz alta lo que una pequeña voz no cesaba de murmurarme, a pesar de mis votos monásticos.
La cosecha de terrores no había terminado.
Antes de abdicar debía actuar.
No podía permitir que el diablo dijera la última palabra.
Debía encontrarlo y enfrentarme a él.
Viernes 22 de noviembre. Regreso a Paris
La ciudad ya lucía los adornos de Navidad. Guirnaldas, bolas, estrellas, otra ofensa a mis tinieblas. Esas luces, esos destellos, que pugnaban por vencer al día gris, parecían una galaxia miserable en un cielo de cenizas. Ahora conducía un Saab, el nuevo coche alquilado.
Camino de Villejuif, me detuve primero en la porte Dorée. Quería pasar un momento de recogimiento ante las tumbas de Laure y sus niñas, enterradas en el cementerio sur de Saint-Mandé.
No tuve dificultades para encontrar la sepultura de granito, coronada por una lápida más clara. Tres retratos estaban dispuestos formando un triángulo, subrayado con las palabras:
No llores por los muertos. No son más que jaulas de las cuales los pájaros han partido.
Reconocí la cita. Muslah al-Din Saadi, poeta persa del siglo XIII. ¿Por qué un autor profano? ¿Por qué no había ningún símbolo católico? ¿Quién había elegido esa frase? ¿Estaba Luc en condiciones de tomar algún tipo de decisión?
Me arrodillé y recé. Estaba azorado, en un estado que rozaba la inconsciencia; ni siquiera comprendía qué significaban esos retratos sobre la piedra, pero murmuré las palabras:
De ti Señor,
de ti viene nuestra esperanza
cuando nuestros días se oscurecen
y nuestra existencia se desgarra…
Volví a la carretera de Villejuif. Luc Soubeyras. Después de la carnicería, no había hablado con él personalmente. Solo le había dejado un par de mensajes en el hospital, a los que no había respondido. Más que su angustia, temía su cólera, su locura.
A las once de la mañana, llegué al muro ciego del Instituto Paul-Guiraud, a los campos de deporte, a los pabellones en forma de hangares. Me detuve en el pabellón 21, con el temor de que Luc hubiera sido trasladado a Henri-Colin, la unidad para pacientes graves. Pero no. Estaba instalado nuevamente en una habitación normal del pabellón, En realidad, solo había pasado unas horas en Ingreso Forzoso.
– Siento mucho no haber podido asistir al entierro.
– ¿No estabas allí?
Luc parecía sinceramente sorprendido. Vestido con un chándal azul claro, estaba echado en la cama, con una actitud desenfadada. Parecía sumido en sus pensamientos, manipulando unos trozos de cuerda, seguramente del taller de ergoterapia.
– Tuve que encargarme de los funerales de Manon.
– Desde luego.
No apartaba los ojos de su labor con los nudos. Hablaba dulcemente, pero también con un matiz distante, irónico. Había preparado un discurso, una parrafada cristiana sobre el sentido oculto de los acontecimientos, pero lo mejor era abstenerse. No había protegido a su familia. No había prestado la menor atención a su petición. Me arriesgué.
– Luc, no sabes cuánto lo siento. Debí actuar con mayor rapidez. Debí mandar unos hombres, yo…
– No hablemos de ello.
Se levantó y se sentó en el borde de la cama, suspirando. Incapaz de contenerme, volví a mi obsesión.
– No fue ella, Luc. No estaba en París cuando Laure y las niñas fueron asesinadas.
Volvió la cabeza y me miró, sin verme. Sin embargo, sus pupilas doradas no estaban muertas. Temblaban, bajo los breves parpadeos.
Ante su silencio, añadí, casi agresivamente:
– ¡No fue ella y no es culpa mía!
Luc se tumbó de nuevo y cerró los ojos.
– Déjame. Debo descansar.
Eché una ojeada a mi alrededor: la celda blanca, la cama, la mesilla. Ni la libreta negra, ni un libro, ni televisión. Pregunté de un modo absurdo:
– ¿No necesitas nada?
– Tengo que descansar. Antes de llevar a cabo mi misión.
– ¿Qué misión?
Luc volvió a abrir los párpados y mantuvo fija la mirada. Sus pestañas parecían espolvoreadas con azúcar moreno.
Una sonrisa desgarró su rostro.
– Matarte.
De regreso a mi despacho del 36, cerré la puerta con llave y ordené el expediente de mi investigación. Todo lo que había encontrado desde el pasado o 21 de octubre, desde mis notas sobre el asesinato de Larfaoui hasta los recortes de prensa acerca de Moritz Beltreïn, pasando por los artículos de Chopard, el informe de la autopsia de Valleret, las notas tomadas en el Vaticano, los artículos y las fotos de Catania, el expediente de Callacciura, las historias clínicas de los Sin Luz, los informes de Foucault, de Svendsen…
Había una clave oculta entre esos documentos.
El veneno negro de la historia no había sido extraído completamente.
Una del mediodía
Me propuse no salir de allí hasta que encontrara una señal, un elemento que me diera un indicio para explicar cómo habían matado a la familia de Luc si el asesino del caso, Moritz Beltreïn, se encontraba a mil kilómetros del lugar del crimen.
Antes de tomar el tren hacia Besançon, fui a visitar a Corine Magnan. Ella había regresado a sus dominios dos días después de la muerte de Manon. Había cruzado la frontera inmediatamente para tomar declaración a los equipos encargados de las investigaciones en la mansión de Moritz Beltreïn. El asesinato de Sylvie Simonis era caso cerrado. Se había identificado al culpable. Todas las pruebas estaban en su casa: las fotografías, los insectos, el liquen, un alijo de iboga.
La magistrada había expuesto esos elementos durante una conferencia de prensa en Besançon, el martes 19 de noviembre. Yo no había asistido, pero ella me había resumido sus conclusiones. Moritz Beltreïn, especialista en reanimación, había vengado a sus «pupilos» matando a los responsables de que entraran en coma. Paralelamente, y gracias a un arsenal químico, había condicionado a los supervivientes convenciéndolos de que eran los autores del asesinato de sus víctimas. El demente también había eliminado a Stéphane Sarrazin, una amenaza, pues podía descubrirlo y demostrar su culpabilidad.
Corine Magnan no había mencionado a los Sin Luz. Nunca utilizaba ese nombre. Además, en la investigación eludía cualquier referencia a la dimensión metafísica: los milagros del diablo, la evolución maléfica de los «soldados» de Beltreïn, su posesión. Finalmente, la budista se había limitado a una visión cartesiana de los hechos.
Durante nuestra entrevista, tampoco me habló de los Siervos de Satán. Por una razón muy sencilla: ignoraba la existencia de dicha secta. En ese sentido, las desapariciones de Cazeviel y de Moraz no formaban parte del sumario. Dos víctimas caídas en el olvido, marginadas de un caso mal cerrado.
Pero persistía una pregunta: ¿quién era el asesino de Moritz Beltreïn?
Magnan no tenía ninguna respuesta. Por lo menos oficial. El estado del cadáver, medio devorado por los insectos, no había permitido determinar las circunstancias exactas de su muerte. No obstante, me parecía que la juez tenía una vaga idea de la identidad del culpable. Pero yo sabía, de un modo implícito, que jamás me molestarían. De hecho, una sola persona podía establecer una relación entre ese cadáver y yo: Julie Deleuze, la ayudante de Beltreïn. Y, evidentemente, la señorita Tic-Tac no había hablado.
Quedaba aún otro enigma.
¿Quién había asesinado a Laure Soubeyras y a sus dos hijas?
A Magnan no le preocupaba ese misterio, por lo menos en el plano profesional. El caso ya no le concernía, un juez de París estaba a cargo de la instrucción del sumario. Yo me había puesto en contacto con él cuando todavía estaba retirado en Bienfaisance. Le di la dirección del conductor del taxi que yo había identificado: el que condujo a Manon hasta Sartuis cerca de las ocho de la tarde del 15 de noviembre. Ya era oficial. Manon Simonis era inocente.
Magnan y yo nos despedimos con un largo silencio; ambos sabíamos que un elemento crucial se nos había escapado. Sin duda, era el epicentro de todo el caso. Un asesino seguía libre, a la sombra de Moritz Beltreïn. Tal vez fuera una ilusión pero había sentido que ella me pasaba, tácitamente, el relevo.
A mí me correspondía encontrarlo.
A mí me correspondía juzgarlo, de un modo u otro.
Ahora estaba frente a mi expediente, que también ofrecía una vaga coherencia. Pero esta coherencia era una ilusión. Había, entre esas páginas, esas líneas, esas fotos, un secreto, una entrada oculta.
Volví a repasar la cronología, ordenando cada documento. Lo apunté todo, tracé diagramas, relacioné cada hecho, cada fecha, cada lugar.
Luego empecé a hacer una lista de los detalles que no encajaban.
A las cuatro, ya tenía una serie de anomalías.
Los granos de arena que bloqueaban toda la máquina.
Primer grano de arena: el asesinato de Massine Larfaoui.
Según mi teoría, había sido Moritz Beltreïn, el cliente misterioso, quien había matado al cabileño tras un enfrentamiento del cual ignoraba el motivo. Quizá Larfaoui había hecho cantar a Beltreïn, creyendo que utilizaba la iboga negra con sus pacientes. Quizá había descubierto sus actividades criminales. Podía imaginar un móvil de este tipo pero quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué Gina, la prostituta, había tomado al asesino por un sacerdote? Ella había hablado de un tipo «muy alto y delgado». Nada que ver, físicamente, con Beltreïn.
El modus operandi también creaba un problema. El suizo era un asesino que usaba técnicas singulares, pero habría sido incapaz de manipular un arma automática de combate, no tenía ninguna formación militar. Por otra parte, no se había encontrado en su casa ningún material de ese tipo.
Segundo grano de arena: las apariciones psíquicas.
Siempre según mi teoría, Beltreïn drogaba a sus víctimas y luego se les aparecía con distintos disfraces: sus representaciones del «demonio». Pero incluso caracterizado, incluso en pleno trance, ¿cómo ese médico regordete había podido hacerse pasar por un anciano luminiscente, un ángel muy alto o un niño desfigurado?
Tercer grano de arena: la movilidad del asesino.
Había apuntado la fecha y el lugar de cada asesinato, no solo los de los «descompuestos», sino también los de Larfaoui y Sarrazin. Desde Arturas Rihiimäki, en 1999, hasta la muerte del capitán de gendarmería, la lista de asesinatos parecía demasiado extensa para atribuírselos a un solo hombre. Sin contar que había habido otras víctimas, las fotos encontradas en casa de Beltreïn así lo atestiguaban. ¿Eran compatibles con las responsabilidades del profesor todo; esos viajes, esos preparativos? Rozaba el don de la ubicuidad.
Cuarto grano de arena: la concentración de los hechos.
Que yo supiera, los crímenes del Visitante del Limbo habían empezado en 1999. Por lo tanto, Beltreïn había iniciado su actividad criminal a la edad de cincuenta y siete años. ¿Por qué tan tarde? Un asesino en serie suele revelar su naturaleza asesina entre los veinticinco y los treinta años. Jamás rayando los cincuenta. ¿Acaso Beltreïn había llevado a cabo desde los años ochenta una actividad criminal que ignorábamos? ¿O quizá no actuaba solo?
Quinto grano de arena: Beltreïn no había confesado.
Aunque se disponía a ejecutarme, el médico aún pretendía ser un «abastecedor», un «intermediario». Había dado a entender que él no hacía más que ayudar a los Sin Luz en su venganza. Mentía. Ni Agostina ni Raïmo habrían sido capaces de sacrificar a sus víctimas de esa manera. En cuanto a Manon, yo sabía que no había matado a su madre. Pero si no eran ni Beltreïn ni los salvados por un milagro, entonces, ¿quién era?
La idea de un cómplice iba tomando forma. Más que de un cómplice, del verdadero asesino. Quizá Beltreïn no había sido más que un comparsa. Ayudaba, sostenía, proveía al que se caracterizaba en ángel o en anciano. Al que torturaba a sus víctimas durante días enteros. Al que estaba en la treintena a finales de los años noventa.
Seis de la tarde
Había caído la noche. Solo tenía encendida la lámpara del escritorio, que proyectaba una luz rasante sobre mis notas, los informes, las fotos. Estaba completamente inmerso en mis reflexiones. Tenía la sensación visceral de la inminencia de un hallazgo capital, que obtendría solo gracias a la fuerza de mi concentración.
Pensé en un último grano de arena y descolgué el teléfono.
– ¿Svendsen? Soy Mathieu.
– ¿Dónde estabas? Habías vuelto a desaparecer.
– He regresado esta mañana.
– Nadie comprendió que estuvieras ausente en el entierro de…
– Tenía mis razones. No te llamo por eso.
– Dime.
– ¿Hiciste tú las autopsias de Laure y las pequeñas?
– No. No pude. Esas niñas habían jugado sobre mis rodillas, ¿comprendes?
No reconocía a mi Svendsen. Ese no era su estilo. Pero fuera cual fuese su estado de ánimo, necesitaba que me ayudara inmediatamente.
– El caso no está cerrado -dije con voz firme-. ¿Podrías…?
– La respuesta es no.
– Oye. Hay algo que no funciona en toda esta historia.
– No.
– Te comprendo, pero el tipo que mató a las pequeñas sigue en libertad. No puedo aceptarlo. Y tú tampoco.
Breve silencio. El sueco preguntó:
– ¿Qué buscas, exactamente?
– Por lo que sé, las niñas fueron degolladas. Si estos asesinatos forman parte de la misma historia, como dice Luc, tiene que haber otra cosa. Un símbolo satánico. O algún juego con la descomposición de los cuerpos.
– ¿Tú también crees que existe una relación con los otros?
– Creo que se trata del mismo asesino.
– ¿Y Beltreïn?
– Quizá Beltreïn no era el asesino de los insectos. O no actuaba solo. Criaba los bichos, preparaba los productos para otro: el tipo que degolló a la familia y que debió de dejar su firma.
Otro silencio. Svendsen reflexionaba. Aproveché la ventaja.
– Si tengo razón, y el asesino de las Soubeyras es también el del ritual de los insectos, entonces tuvo que colocar un secreto en sus cuerpos. Algún elemento que tenga que ver con la cronología. Una descomposición acelerada. Algo que represente su firma.
– No. Cuando las encontramos, sus cuerpos todavía estaban calientes. Nadaban en su propia sangre. No he oído nada con respecto a algún hecho que…
– Compruébalo. Quizá al forense se le escapó algún detalle.
– Los cuerpos están enterrados desde hace días. Si estás pensando en una exhumación, tu…
– Lo único que te pido es que eches una ojeada a los informes. Estúdialos desde el punto de vista de la descomposición. Las cifras, los análisis, cualquier elemento sobre el estado de los cadáveres en el momento del hallazgo. Verifica si no hay alguna señal que pudiera pertenecer al universo retorcido de los otros asesinatos.
Transcurrió la última pausa. Por fin, el sueco concedió:
– Te llamaré.
Fui a buscar un café a la máquina; caminé pegado a la pared, para evitar cualquier encuentro con los colegas. De vuelta al expediente. Otro capítulo para el análisis: el perfil de Moritz Beltreïn. Su vida, sus pasiones, sus relaciones. Ya lo había hecho a conciencia, pero ahora buscaba otra cosa. Un personaje recurrente en su entorno. Un hombre en la sombra.
Una vez más, me sumí en su biografía. El hombre había pasado su vida reanimando a los muertos. Había inventado una máquina excepcional para arrancarlos de la nada. Se había mantenido siempre dentro de estos límites, tendiendo la mano a los que podían ser rescatados. Había salvado decenas de vidas, prodigado el bien durante treinta años, compartido su saber en Estados Unidos, Francia, Suiza. Una vida intachable.
Sin embargo, seguí buscando un nombre que reconociera, una zona de sombra, un acontecimiento singular. Algo, cualquier cosa que pudiera explicar su psicosis o delatara a un socio criminal. Cada palabra parecía sacudir los minúsculos vasos sanguíneos de mi cerebro.
Pero no encontraba nada.
Y sin embargo lo sentía; algo había entre aquellas líneas. Un detalle, un fallo, que tenía delante de mis ojos y que no llegaba a identificar.
Ocho de la tarde
Otro café. Los pasillos de la Brigada Criminal estaban desiertos. Como en todas partes, el viernes por la noche se regresaba a casa más temprano.
De vuelta al despacho.
Retomé, por tercera vez, los datos desde el principio. Estudié detalladamente las circunstancias del primer rescate de Beltreïn, en 1983. Leí el incomprensible artículo, redactado en inglés, que el médico había publicado dos años más tarde en la revista científica Nature. Me tragué la lista de conferencias que el especialista había dado, país por país.
Pasó otra hora.
No encontraba nada.
Encendí un Camel, me masajeé los párpados y volví a empezar.
Las fechas. Los nombres. Los lugares.
Y de pronto, lo supe.
En cada biografía, se citaba la primera utilización de la máquina by-pass: una muchacha ahogada en el lago Lemán, en 1983. Sin embargo, recordé algo. Durante la primera entrevista en el hospital, Beltreïn me había dicho, para demostrar su dilatada experiencia, que había intentado aquella operación, por primera vez, en 1978 «con un niño muerto por asfixia».
1978.
¿Por qué los artículos nunca mencionaban esa intervención? ¿Por qué esos panegíricos señalaban el año 1983 como el del inicio de las actividades del matasanos? ¿Por qué el mismo Beltreïn había ocultado esta experiencia en sus entrevistas y en su currículo? ¿Y por qué, si tenía algo que esconder, me la había mencionado a mí?
Me conecté a internet y accedí a los archivos del Tribune de Genève. Las palabras clave para el año 1978: «Bertreïn», «rescate», «asfixia». Ningún resultado. Probé lo mismo con L'Illustré suisse, Le Temps, Le Matin. Nada. Ni rastro de una operación espectacular. Mierda.
Otro recuerdo acudió en mi ayuda. El año 1978 era el último que Beltreïn había pasado en Francia, en Burdeos. Hice la misma búsqueda en los archivos del Sud-Ouest.
El artículo fue como una bofetada en la cara: «Médico suizo realiza milagroso rescate». Se narraba detalladamente cómo Moritz Beltreïn había utilizado, por primera vez, una máquina de transfusión sanguínea para reanimar a un niño muerto por anoxia.
Fuego en las venas.
El crío fue encontrado en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos. Se le trasladó en helicóptero al CHU de Burdeos, donde Beltreïn propuso su método. Las líneas bailaban delante de mis ojos. Ya no comprendía nada.
Porque un nombre se imponía sobre todas las palabras creando oleadas de terror.
El nombre del niño reanimado.
Él último que yo había esperado.
Luc Soubeyras.
Sacudí la cabeza, murmurando: «No, es imposible», pero leí los detalles. En abril de 1978, Moritz Beltreïn había arrancado a Luc, entonces de once años de edad, de las garras de la muerte. La coincidencia era demasiado delirante. ¡Los caminos de estos dos hombres, Luc y Beltreïn, se habían cruzado veinte años antes de que todo empezara!
Me obligué a leer el artículo fríamente, distanciándome de las múltiples implicaciones del hallazgo. De entrada, un hecho que ignoraba: Luc estaba con su padre cuando el espeleólogo bajó a la cavidad de Genderer, en 1978. Sin duda, Nicolas Soubeyras quiso iniciar a su hijo en las sensaciones de esta disciplina. Y ponerlo a prueba una vez más.
Pero este descenso al abismo había acabado mal.
Un desprendimiento bloqueó la salida por la que padre e hijo habían bajado. Las piedras mataron a Nicolas Soubeyras inmediatamente. Luc sobrevivió, pero se asfixió lentamente debido a los gases de la descomposición del cadáver de su padre. Cuando los dos cuerpos fueron descubiertos, el chico acababa de morir. Beltreïn, en el hospital de Burdeos, probó, por primera vez, utilizar la máquina de enfriamiento invirtiendo el método. Logró que el niño volviera a la vida; un niño cuyo corazón dejó de latir por lo menos durante dos horas. El rescate más hermoso de Beltreïn, el primero, el que escondió en el fondo de su biografía.
Y ahora, las deducciones.
Durante este accidente, Luc había vivido una NDE negativa. A los once años había visto al diablo. Su «revelación» mística no era tal como me la había contado, en los acantilados de los Pirineos, con la luz dibujando el rostro de Dios. Había tenido lugar en el fondo de un abismo, en el momento en el que las tinieblas lo acorralaban mientras su padre se pudría a su lado.
Luc era un Sin Luz.
Él único verdadero poseído del caso.
Había que tomar los hechos en el sentido inverso.
Luc Soubeyras no había encontrado a Satán hacía tan solo unas semanas, al sumergirse en el río. Todo había sido simulado, calculado, amañado. Su ahogamiento, su visión, su despertar maléfico, todo era mentira. Durante la sesión de hipnosis, Luc simplemente había contado sus recuerdos infantiles, que se remontaban a Genderer.
Luc tiraba de los hilos desde aquella primera experiencia. El niño maldito se había convertido en el mentor de Beltreïn. Era él quien lo había montado todo, quien lo había inventado. «Solo soy un proveedor, un intermediario». Beltreïn había dicho la verdad. Desde el principio, estaba al servicio de una criatura diabólica, la que yo había conocido tres años más tarde en Saint-Michel-de-Sèze y que nunca había escondido su pasión por el diablo, pretendiendo que era necesario conocer al enemigo para enfrentarlo mejor.
Pero Luc solo tenía un enemigo: Dios mismo.
Era Luc, y solo Luc, quien mataba a sus víctimas siguiendo un ritual orgánico. Era él y solo él quien creaba a los Sin Luz y se les aparecía, detrás de una máscara, después de haberles inyectado la iboga negra. Marcado a fuego y para siempre por el doble trauma de la cueva y del coma, nunca había dejado de formar hombres y mujeres a su imagen: los Sin Luz. Él había matado reproduciendo los tormentos a los que tuvo que hacer frente en el fondo de la gruta: los caminos de la descomposición. Luc se creía el Príncipe de las Tinieblas o uno de sus emisarios y era un demonio obsesionado con la putrefacción, con la degeneración de la muerte.
Pero ¿por qué el montaje de ahogarse en el río? ¿Por qué esa segunda NDE negativa? ¿Por qué haberme puesto a mí sobre sus huellas? ¿Para sacar a la luz todas sus maniobras? ¿Para provocarme? ¿Para pisotear a Dios delante de mis ojos? solo tú y yo.
Vislumbraba el móvil de Luc. Su afición por lo teatral, por la representación. Si era un emisario de Satán, entonces era necesario que los mortales descubrieran su reino, la potencia de su fuerza dañina. Quería un testigo, un relevo para su obra. ¿Por qué no un católico, un amigo, al que nunca había dejado de pervertir? ¿Un corazón inocente, ingenuo, que a su pesar se convertiría en su escriba, su apóstol?
Cogí el teléfono fijo para llamar al hospital de Villejuif. En el mismo instante, sonó mi móvil.
– Soy Svendsen. Tenías razón. Hay una anomalía en el estado de los cuerpos.
Una úlcera fulgurante en el fondo de mis entrañas.
– ¿Cuál?
– Las conclusiones del primer médico son erróneas. Las víctimas no murieron cuando creíamos.
– ¿En qué te basas para afirmarlo?
– Los órganos internos están dilatados. Los vasos sanguíneos han estallado. Y ciertas lesiones de los tejidos podrían estar relacionadas con la aparición de cristales de hielo.
– ¿Y eso qué significa?
– Es completamente delirante.
– Suéltalo, ¡joder!
– Los cuerpos fueron congelados.
Un gran ruido blanco en mi cabeza. Svendsen prosiguió:
– Congelados y luego recalentados. Laure y las niñas fueron asesinadas antes de lo que se supone.
– ¿Cuándo?
– Es difícil determinarlo. La congelación lo ha embarullado todo. Pero diría que estuvieron congeladas, por lo menos, durante veinticuatro horas.
– ¿De modo que fueron asesinadas a la misma hora, pero el jueves?
– Más o menos, sí.
Hice cuentas. El jueves 14 de noviembre por la tarde, Manon estaba en casa. La había llamado por teléfono varias veces y dos policías la vigilaban constantemente. Era imposible que se hubiera desplazado hasta la rue Changamier, como tampoco habría podido congelar los cuerpos para luego volver a colocarlos al día siguiente en el apartamento. Con un suspiro, pregunté:
– ¿Estás seguro?
– Habría que exhumar los restos. Hacer más pruebas. Basándome en estos cálculos, podría tratar de hablar con el juez y…
Ya no lo escuchaba. Mis pensamientos se asomaban a otro abismo.
Otro sospechoso de los asesinatos.
¡El mismo Luc!
El jueves 14 de noviembre, todavía no estaba en la celda de aislamiento. Eso quería decir que pudo ir a París para matar a su propia familia y congelar los cuerpos, de algún modo que todavía teníamos que descubrir. A continuación, regresó al hospital y simuló su crisis, para que lo encerraran. Solo por algunas horas.
La tarde del viernes lo sacaron de allí. Entonces, volvió discretamente a la rue Changarnier, dispuso los cuerpos y regresó al redil. El calor del apartamento había completado el proceso. Los cadáveres habían «muerto» una segunda vez, mientras Luc cenaba con sus amigos, los locos de Villejuif.
Le di las gracias, o creí dárselas, a Svendsen; luego colgué.
Luc había preparado una coartada perfecta. Más aún. Gracias a este método, había sido coherente con su experimentación de violencia. ¡Una vez más, había jugado con la cronología de la muerte!
¿Cuál era la próxima etapa de su plan?
¿Matarme, como me había advertido?
Llamé al hospital Paul-Guiraud y pedí hablar con Zucca. Debía comprobar qué había hecho Luc desde el jueves al viernes. El psiquiatra confirmó mi hipótesis. Su paciente había salido de la celda de aislamiento el viernes a las cuatro de la tarde. Le habían dado sedantes y luego lo habían instalado en una habitación estándar para que durmiera hasta el día siguiente.
Como era de suponer, Luc no había tomado la medicación. Había salido hacia su domicilio para completar la puesta en escena. Ir al Distrito 12.° y volver no le había llevado más de tres horas.
Todavía faltaba el detalle principal: ¿cómo las había congelado?
Más tarde.
Me di cuenta de que Zucca seguía hablándome.
– ¿Qué decía?
– Le pedía que me explicara el motivo de esas preguntas.
– ¿Dónde está Luc en este momento? ¿Sigue en su habitación?
– No. Ha salido hoy. A mediodía.
– ¿Ha dejado que se largara?
– Esto no es una cárcel. Firmó su alta y punto.
– ¿Le ha dicho adónde iba?
– No. Solo le he dado la mano. Supongo que habrá ido a visitar las tumbas de su familia.
No conseguía aceptar la situación. Un expediente trampantojo. Errores acumulados. El culpable en libertad. Subí el tono.
– ¿Cómo es posible que le haya permitido salir? ¡Me había dicho que su estado empeoraba!
– Después de nuestra conversación, Luc se ha calmado. Ha recuperado la coherencia mental. El Haldol ha tenido un efecto positivo, según parece, yo…
Mis pensamientos ensordecían sus palabras. Luc nunca había estado loco. Por lo menos no de esa manera. Y nunca había tomado ni una sola pastilla.
Una idea me pasó por la cabeza.
– Usted se informa del historial psiquiátrico de cada paciente, ¿verdad?
– Eso intento, sí.
– ¿Ha realizado alguna investigación en el caso de Luc?
– Tiene gracia que me haga esa pregunta. Acabo de recibir el informe de un hospital, que se remonta a 1978. El Centro de Hospitalización de los Pirineos, cerca de Pau.
– ¿Qué dice el informe?
– Luc Soubeyras sufrió un accidente en abril de 1978. Coma. Conmoción. Conservaba secuelas de esa vivencia.
– ¿Qué tipo de secuelas?
– Trastornos mentales. El informe no es explícito -dijo Zucca prosiguiendo en un tono pensativo-. Es extraño, ¿no cree? Luc ya ha vivido toda esta historia una vez.
«Extraño», una palabra muy suave. Luc lo había escrito todo, lo había organizado todo, lo había dispuesto todo, para tener un «bis» del Apocalipsis.
Zucca añadió:
– En cierto sentido, esto cambia mi diagnóstico. Ahora diría que estamos ante una especie de reincidencia. Podría ser que Luc resulte más peligroso de lo que creíamos.
Por poco me echo a reír.
– Es posible, sí.
Luces azules en el techo, faros de coche, sirena estridente. Las sensaciones, en stacatto. Miedo. Nerviosismo. Ansiedad. Náusea. Aceleré hacia la rue Changarnier, esperando sorprender a Luc en su apartamento, preparando el último acto.
Tardé solo siete minutos en llegar al paseo de Vincennes. Apagué las luces de emergencia, me escabullí por el boulevard Soult, hasta alcanzar, a la izquierda, la calle del domicilio de Luc. Sentía como si los edificios de ladrillo me oprimieran cual anillo de sangre coagulada.
Mis dedos marcaron mecánicamente el código del primer portal. Patio de cemento, fuentes circulares, césped. Otro código para el bloque; luego, el ascensor enrejado. Desenfundé mi 45 y metí una bala en el cañón. A medida que los pisos pasaban, sentía que una tinta negra, un alquitrán, circulaba dentro de mí hasta obstruirme las venas y las arterias.
Pasillo, penumbra. No enciendo las luces. La puerta está precintada. Parece que nadie ha entrado ahí desde la visita de la policía científica.
Una oreja contra la puerta. Ni un solo ruido.
Arranco la cinta amarilla. Empujón hacia arriba, empujón hacia abajo. No hay cerrojo; solo la cerradura principal, que ni siquiera tiene la llave echada. El juego de llaves maestras, directamente en mi mano. La tercera es la buena. Hago girar el resorte con la mano izquierda, manteniendo la Glock en la derecha. Chasquido. Penetro en el apartamento.
Todas mis alertas están en rojo.
Muebles baratos, parquet flotante, bibelots baratos. Aquí todo es falso. Luc Soubeyras ha fingido vivir aquí, al igual que fingió ser madero, ser cristiano, ser mi amigo.
El salón; sin novedad. Me oriento hacia el despacho. Inconscientemente, evito el dormitorio de Laure, donde se encontraron los tres cuerpos. Los cajones están vacíos. Los armarios, que guardaban los expedientes marcados con la letra «D», también. A la luz de las farolas, las fachadas de ladrillos se reflejan en los cristales. El lugar tiene un aspecto sombrío. Experimento un delirio olfativo. Siento cómo flota el olor cobrizo de la hemoglobina.
De vuelta al pasillo.
Contengo la respiración y entro en la habitación del crimen. Parquet negro, muebles blancos. Lecho desnudo, sin sábanas ni colcha, como en suspenso, en la penumbra. Y a la derecha, agrietando la pared, las huellas de sangre. Los tres cuerpos. Primero apoyados en la pared; luego, resbalando hasta el suelo. El tembleque. Imagino a Laure y a sus hijas, abrazadas, muertas de miedo. Pregunto en voz alta:
– Luc, ¿por qué? ¿por qué?
A modo de respuesta, una luz toma forma a mi izquierda, mientras mis ojos se adaptan a la penumbra. Me vuelvo y mis temblores se transforman en un helado sobresalto.
En la pared opuesta, detrás de la cama, una frase en liquen fluorescente.
Allí donde empezó todo
De golpe, dos verdades se hacen evidentes.
La primera: que Luc nunca ha dejado de darme pistas, a lo largo de toda la investigación. Esa escritura retorcida, frenética, es la del confesionario, la del árbol de Bienfaisance, la del baño de Sarrazin. Luc es el asesino, solo él, el único.
¿Qué prodigio hizo posible que me escribiera mientras estaba en coma?
¿Actuaba a través de la mano de Beltreïn?
La otra verdad es más breve pero fulgurante.
Luc me está citando, allí donde empezó todo.
Saint-Michel-de-Sèze.
El internado donde nos conocimos.
Donde unimos nuestra pasión por Dios.
En realidad, allí donde se inició nuestro duelo.
Dios contra el diablo.
Bulevar periférico. Piso el acelerador a fondo.
Puedo llegar a Pau en seis o siete horas.
Plantarme en el internado cerca de las tres de la mañana. Autopista A6; luego la A10, dirección Burdeos.
Pongo en marcha mi velocímetro interno, lo fijo a doscientos kilómetros por hora. La carretera está desierta, abismo negro solo interrumpido por las líneas pintadas sobre el asfalto, que mi velocidad engulle.
Empalmo pitillo tras pitillo, sin permitirme pensar. Voy a toda velocidad hacia mi último enfrentamiento; eso es todo. Sin embargo, las visiones aparecen al margen de mi espíritu. Las marcas de sangre en la pared del dormitorio, dibujando las siluetas de las víctimas. El cuerpo de Manon, destrozado entre las chapas de mi propio coche. Sarrazin, en su bañera llena de vísceras. Esos fantasmas flotan conmigo en el coche: mis únicos compañeros.
Once de la noche
Me asalta el cansancio. Enciendo la radio, para seguir atento. France Info. Ya no se habla del triple asesinato de la rue Changarnier. Extraño sentimiento, el vértigo. Soy el único en el mundo que posee la clave del enigma.
Medianoche
Abro la ventanilla para que el viento me dé en la cara. No hay nada que hacer. Mis párpados se cierran solos, mis miembros se anquilosan. El sueño, con su peso de estrella muerta, se abate sobre mí. Entro en un área de descanso.
Apago el contacto y me duermo inmediatamente.
Cuando despierto, el reloj del salpicadero indica las tres menos cuarto. He dormido casi tres horas. Arranco y encuentro una gasolinera. Lleno el depósito. Un café. He hecho seiscientos kilómetros en cuatro horas. Estoy cerca de Burdeos. Después del puente de Arcins, solo me faltarán doscientos kilómetros hasta Pau. Al alba estaré en Saint-Michel-de-Sèze.
¿Verdaderamente me espera Luc allí? Un destello y vuelvo a vernos con catorce años, al pie de las estatuas de los apóstoles. Los mejores amigos del mundo, unidos por la fe y la pasión. Arrojo el vaso de cartón a la papelera; el café sabe a vómito. Retomo el camino.
Recorro los últimos doscientos kilómetros a velocidad media, con los ojos abiertos como platos. Cerca de las seis, la salida de Pau aparece a la derecha. Tomo primero la dirección de Tarbes por la A64-E80; luego la D940 hacia Lourdes, directo al sur.
De pronto, reconozco la carretera.
Quince kilómetros todavía y surge la colina familiar. Nada ha cambiado. El monasterio que sobresale en la cumbre. Su campanario en forma de lápiz de madera. Los edificios modernos, diseminados por la ladera. Si la cita es aquí, intuyo dónde, exactamente.
Subo por la carretera de curvas, bordeo el complejo y me detengo en el aparcamiento de la abadía. Me dirijo a pie hacia el portal del muro del recinto. Varios cientos de metros más abajo, al pie de la colina, el internado duerme. Atmósfera lunar. No siento el frío. Estoy tan frío yo mismo que el viento helado no produce en mí ningún efecto.
Escalo la reja y subo por el camino de piedra hasta el claustro. No tomo ninguna precaución. Otro muro. No hay problema, conozco el camino. Sigo por la derecha hasta encontrar la primera tronera, situada a un metro y medio del suelo. Me deslizo de costado y caigo al otro lado, sobre el césped húmedo de escarcha.
Esta vez me quedo a cubierto, a la sombra del muro. Durante más de cinco minutos, observo el monasterio. No se mueve ni una hoja. Me pongo en marcha. Oigo cómo cruje la hierba helada bajo mis pies. Las bocanadas de vaho que salen de mis labios. Los latidos de mi corazón, concentración de vida aislada sobre esta colina, entre el cielo y la tierra.
¿Está también él aquí?
¿Estamos los dos conteniendo el aliento?
En la esquina del claustro me detengo. Desenfundo nuevamente mi arma. Ni un ruido, ni un movimiento. Atravieso la galería y accedo al patio interior. Un cuadrado de hierba azulada, envuelto en silencio. A uno y otro lado, los arcos del claustro, sombríos. Y delante mismo, las estatuas. San Matías con su hachuela; Santiago el Mayor con su bordón de peregrino; san Juan, llevando su cáliz.
Estos santos eran nuestros modelos. Queríamos ser peregrinos, apóstoles, soldados. Solo este último voto no ha sido traicionado. A nuestra manera, nos hemos convertido en guerreros. No en aliados, como yo creía, sino en adversarios.
El frío comienza a entumecerme. Me doy todavía cinco minutos para ver si el enemigo está ahí. Al cabo de dos, mis sentidos se debilitan. Ya no tiemblo. El frío me envuelve, como si fuera anestesia.
Debo moverme, de lo contrario me congelaré, como en el puerto de Simplon. Entro bajo la bóveda. No estoy realmente en guardia, sé que Luc querrá hablar conmigo antes de matarme. Su declaración, su explicación es el obligado epílogo. La conclusión lógica de su maquinación. La verdadera victoria del mal sobre el bien, cuando Satán remata a su presa mediante la palabra.
Cuatro minutos.
Me he equivocado. Luc no está aquí. Bajo el arma, mi índice reposa sobre la protección del gatillo. Un callejón sin salida. Luc ha desaparecido y no tengo ni la menor pista. No he sabido entender su mensaje.
Entonces comprendo mi error, allí donde empezó todo.
La historia no empezó aquí, en este monasterio, sino mucho antes. El verdadero origen de la leyenda de Luc es su accidente. No me ha citado en la cuna de nuestra amistad y nuestra rivalidad, sino en el nacimiento de su experiencia fundadora.
En la sima de Genderer.
Allí donde recibió la revelación del diablo.
Según el artículo sobre el rescate de Luc, la cavidad se sitúa a treinta kilómetros al sur de Lourdes, en el parque nacional de los Pirineos occidentales. Rodeo la ciudad mariana y tomo la N21 a todo gas. Argelès-Gazost. Pierrefitte-Nestalas. Aparecen las montañas, más densas que la misma oscuridad. Cauterets. En el centro de la ciudad, un cartel señala la dirección de Genderer. La carretera sube. Ganar altura para hundirse mejor en los abismos.
Cinco kilómetros más adelante, consigo ver el lago de Gaube. Una carretera comarcal, a la derecha, se esconde bajo los árboles desnudos. Hago marcha atrás para seguir subiendo. Después de una curva y de algunas casas aisladas no queda nada más, solo una flecha: Genderer.
La carretera se termina bruscamente en un aparcamiento.
Cierro el coche y me dirijo hacia el edificio de la entrada. Una serie de arcos futuristas de acero, integrados en lo alto del acantilado. El frío ha cambiado. Ahora, es una mordedura seca, implacable, un grado más en la escala de dureza. La borrasca hace restallar mi abrigo. Me veo como un ángel redentor, camino de su última batalla.
Bajo las bóvedas, unos escaparates: venta de entradas, tienda de souvenirs, bar-restaurante. Cerrados con una única reja. Sin embargo, cerca de la taquilla, distingo una luz bajo una puerta. Y también, aguzando el oído, el rumor de una radio. Sacudo la reja hasta armar un enorme alboroto.
Un hombre aparece. Hirsuto, mal afeitado, boquiabierto; muy parecido al guardián del ayuntamiento de Sartuis.
– ¿Qué pasa? ¿Se ha vuelto loco?
Le meto mi identificación en la nariz a través de la reja de hierro. Se acerca; su aliento apesta a café.
– ¿Qué quiere?
– Bajar.
– ¿A esta hora?
– Abra.
Refunfuñando, el tipo acciona un sistema con el pie. La reja se abre. Paso por debajo y me pongo de pie frente a él. Su barba reluce como un estropajo metálico.
– Coja una lámpara y lléveme abajo.
– ¿Tiene algún documento, una orden, algo?
Lo empujo delante de mí.
– Vístase. Y no olvide la linterna.
El tío se vuelve y empieza a andar, caminando de lado. Lo sigo para estar seguro de que no llamará a los gendarmes o a quien sea. Desaparece en la portería y vuelve. En la mano lleva una linterna con un cordón en bandolera. Se ha puesto un chubasquero color caqui; me da otro.
– Esta debe de ser su talla. Abajo hay mucha humedad.
Me pongo el poncho; me queda como un sudario.
– He encendido las luces de abajo. Tenemos instalación eléctrica. ¡Todo el año es Navidad!
Da una vuelta a mi alrededor y toma el pasillo que se hunde en la gruta. Al final, aparecen los barrotes negros de otra reja. Un montacargas, como los de los mineros de antaño. Mi guía manipula su juego de llaves y corre el cerrojo de la puerta de hierro montada sobre raíles.
– Por aquí, la visita.
Penetro en la cabina. Mi botones me sigue y cierra la reja. Manipula el cuadro de mando con ayuda de otra llave. Nos llega un soplo de humedad que indica el abismo que tenemos bajo nuestros pies. La plataforma se tambalea y se inclina por el peso. Bajamos con un movimiento fluido, suave, suelto. Pasados los primeros metros, la roca, alisada por una malla metálica, desfila delante de nosotros. Tengo la sensación de hundirme no solo en las profundidades de la tierra, sino también en los estratos olvidados de los tiempos. Las edades glaciares del mundo.
El guardián suelta su discurso de viejo veterano.
– Bajamos a veinte kilómetros por hora. A ese ritmo, dentro de tres minutos llegaremos a una profundidad de mil metros y…
No lo escucho. Mi cuerpo me informa. Mis pulmones se vacían, mis tímpanos están a punto de romperse. La presión. La corteza rocosa sigue pasando, negra, chorreante, a una velocidad vertiginosa. Mi guía insiste:
– Sobre todo, no saque la mano. Ha habido accidentes. La fuerza de aspiración…
– ¿No ha oído algo esta noche?
– ¿Como qué?
– Un intruso. Un visitante.
Me mira con curiosidad. La plataforma ha llegado a la velocidad máxima de bajada. Experimento una especie de ebriedad. Descendemos en estado de ingravidez. Por fin, la máquina disminuye la marcha con un chirrido de cables. Mi cuerpo se comprime. Mis entrañas se retuercen y después vuelven a su sitio, dejándome un sabor nauseabundo en la garganta. El hombre abre.
– Menos mil metros. Fin del trayecto.
Sobre el umbral, vacilo. Un peso misterioso entorpece el ritmo de mi circulación sanguínea. Delante de mí, un cruce da acceso a varias galerías. Los fluorescentes están atornillados en la roca misma. En una de las aberturas hay un letrero: sentido de la visita. Me doy cuenta de que conozco el lugar exacto de la cita, allí DONDE EMPEZÓ TODO.
– ¿Le dice algo el nombre de Nicolas Soubeyras? -pregunto.
– ¿Quién?
– Nicolas Soubeyras. Un espeleólogo. Muerto en esta sima, en 1978.
– Yo ya curraba aquí -gesticula el hombre-. No hablamos de ello. Es mala publicidad.
– ¿Sabe usted qué pasó?
Golpea el suelo con el talón.
– Justo debajo de nosotros. En la sala de baile. Por lo menos quedan todavía quinientos metros.
– ¿Es accesible?
– No. Está reservada a los profesionales.
– ¿Hay alguna entrada?
Sacude la cabeza.
– A partir de aquí, las flechas indican el camino, que desciende doscientos metros. A mitad del trayecto, hay una escalera para el personal, que se hunde todavía cien metros más abajo. Pero de ahí en adelante, es solo para espeleólogos. Hay que pasar por sifones y chimeneas. Un auténtico laberinto.
– ¿Tengo alguna posibilidad de conseguirlo?
– ¿Ha practicado alguna vez espeleología?
– Nunca.
– Entonces, olvídelo. Incluso los profesionales tienen problemas. Un tío como usted, si llega al primer sifón, ahí se quedará.
Dos posibilidades. O me he equivocado y renuncio al primer obstáculo. O Luc me espera en el fondo y ha preparado el camino de una manera u otra. Tomo conciencia de dos sensaciones simultáneamente: la humedad intensa y el ruido de la ventilación artificial.
– Indíqueme el camino.
– ¿Qué?
– El camino para bajar a la sala de baile.
El guardián suspira.
– Al final de la galería, tome la escalera y siga los carteles. Está iluminado. Luego, vaya con cuidado. Encontrará una puerta de hierro a la izquierda. El pasaje del que le he hablado. Si todavía está en condiciones, pase al otro lado. Allí, encienda las lámparas con el interruptor. Y preste atención, porque enseguida topará con un pozo.
– ¿Podré bajar?
– Lo veo difícil. Los escalones están encastrados en la roca, como una via errata. Al fondo encontrará una gran sala; luego un primer sifón, donde el agua cae por todos lados. Después hay otro pozo, muy estrecho, que da a una segunda sala. Ni siquiera estoy seguro, porque nunca he estado. Si por milagro todavía está vivo, más le vale abandonar. Por el liquen.
– ¿Qué liquen?
– Una variedad que despide un gas tóxico. Un chisme luminiscente. Ese tipo de musgo que envenenaba a los egiptólogos y…
– Ya lo conozco. ¿Y después?
– No hay un después. No llegará hasta ahí.
– Digamos que lo consigo.
– Entonces, ya no estará lejos. En aquella época, el desprendimiento empujó a Soubeyras y a su crío dentro de una cámara cerrada. Fue ahí donde quedaron atrapados. Más tarde, se excavó un pasaje para acceder a la sala de baile. Es fantástico. Lo he visto en fotos.
Bajo el poncho, los temblores sacuden mi cuerpo. Terror o impaciencia. No lo sé. El liquen es el indicio. El último elemento que cierra el círculo. Luc me espera en esa sala, exactamente después de la antecámara de su primera muerte.
– Ha mencionado usted una puerta de hierro. ¿Está cerrada con llave?
– ¿Y a usted qué le parece?
– La llave.
El hombrecillo duda. De mala gana, saca su juego de llaves y extrae una. La cojo, así como la linterna; luego meto al guía de nuevo en la cabina del montacargas. Trata de protestar.
– ¡No puedo permitírselo! ¡Usted no está cubierto por el seguro!
– Nunca me cubro -digo, cerrando la reja-. Si no estoy de vuelta dentro de dos horas, llame a este número.
Garabateo las señas de Foucault sobre uno de los recibos de la autopista y se lo paso a través de la malla.
– Dígale que Durey tiene problemas. Durey, ¿entendido?
El hombre no deja de menear la cabeza.
– Si tiene la suerte de llegar al sifón, cuidado con el liquen. O bien pasa en menos de diez minutos o ahí se queda.
– Me acordaré.
– ¿Está seguro de lo que hace?
– Espéreme arriba.
Todavía duda. Finalmente, por fin se decide a accionar el cuadro de mando.
– Le mandaré de vuelta el ascensor. ¡Suerte!
La cabina desaparece en medio de un temblequeo de chatarra. El vacío se cierne sobre mí, impregnado del ruido de la ventilación y el goteo del agua. Me vuelvo, lámpara al hombro, y me pongo en marcha.
A cincuenta metros, una escalera en picado. Cientos de escalones, prácticamente en vertical. Me agarro a la baranda. Las gotas caen brillando sobre los muros; el agua hace centellear el techo; hay humedad por todas partes, una humedad penetrante, que empapa el aire como si fuera una esponja.
Abajo, otro letrero: sentido del recorrido. El ritmo regular de los fluorescentes, fijados en el techo, recuerda al túnel de un metro. Después de andar cien metros, localizo la puerta, a la izquierda. Uso la llave y busco el interruptor. Una serie de bombillas, unidas entre sí por un solo cable, se enciende débilmente. Cada vez más lúgubre, la galería es oscura, en suave pendiente. Dejo a un lado mi temor y sigo, sin ver realmente dónde pongo los pies. Mis hombros topan con las lamparillas, que oscilan a mi paso.
De pronto, la pendiente se quiebra en ángulo recto. El pozo. Enciendo la linterna y veo los peldaños de hierro en la pared opuesta. Pruebo con el tacón del zapato los primeros barrotes, apago la linterna, me la coloco en bandolera y luego empiezo a bajar mirando los escalones.
Un centenar de peldaños más abajo, piso suelo firme. No veo nada pero el aire fresco me dice que me encuentro en un gran espacio. «La primera sala.» Cojo la linterna y la enciendo nuevamente. Estoy en una galería. A mis pies, una cueva inmensa. Un valle circular, que recuerda un anfiteatro romano.
Los volúmenes de la roca dibujan miríadas de ornamentos. Los picos se elevan, las puntas se bajan, formando franjas, pilares, encajes. Es absurdo, pero vuelve a mi mente una vieja lección de Sèze. «Estalactitas: solidificaciones calcáreas que se forman en el techo de una cueva por evaporación de gotas de agua.» «Estalagmitas: solidificaciones que surgen en columnas desde el suelo.»
Me desplazo hacia la izquierda, de espaldas a la pared de roca. Sostengo la linterna delante de mí y tengo cuidado de no bajarla para no iluminar el vacío.
Otra galería. Avanzo, encorvado, a veces casi en cuclillas. Las piedras de los desprendimientos ruedan debajo de mis zapatos. Mis tobillos se tuercen en las salientes, se hunden en los charcos. Mi campo de visibilidad se limita al haz de mi linterna. Los ruidos de la corriente de agua me confirman que estoy en el buen camino. El guía ha mencionado un sifón.
Por fin, delante de mí, el torrente. Dudo un instante. Luego vuelvo a colocarme la linterna en el hombro, afianzo los pies en los lados de la galería, casi rozando el agua. Otro descenso. El agua está por todas partes. El agua es la sangre de la cueva. Sus galerías son sus venas, sus arterias. Y yo estoy en el corazón de esta circulación.
Por fin, una superficie plana. Enfoco con la linterna, una cámara de rocas negras. Los bloques cubren el suelo, las estalactitas lamen los muros, ninguna salida. Todavía algunos pasos. De repente, una boca. El segundo pozo que ha mencionado el guardián. Pero esta vez no hay ningún escalón, ningún amarre. Imposible bajar sin equipo.
En ese momento, percibo un destello. Dirijo el haz luminoso y descubro un arnés atado a una cuerda. La confirmación. Luc me ha preparado el camino. Está ahí, muy cerca, esperando el último enfrentamiento.
Me coloco el arnés enredándome con mi ropa mojada. No tengo ninguna experiencia en alpinismo, pero a pesar del miedo encuentro algunos restos de sentido práctico. Una vez amarrado, me dejo caer de espaldas al vacío. Primero no pasa nada. Me mantengo suspendido, girando sobre mí mismo, con las dos manos aferradas a la cuerda. Luego, empieza a desplazarse hundiéndome lentamente en la oscuridad. Ya no pienso en nada. Planeo con los ojos cerrados. Estoy cayendo, físicamente, en el infierno de Luc.
Mis pies pisan suelo firme. Me libero del arnés y enfoco con mi linterna. La segunda sala. El mismo arco de círculo, las mismas estalactitas. Pero el halo de mi lámpara adquiere una tonalidad verde. Con un gesto la apago. El resplandor verdoso continúa. Un olor fosfórico me produce picor en las fosas nasales. El liquen. Por todas partes a mi alrededor.
Semanas de análisis, de investigaciones, de conjeturas para establecer el origen de este musgo. Y ahí está. He llegado a la fuente del misterio, como los egiptólogos cuando descubrieron la tumba de Tutankamón, dejándose el pellejo.
Todavía algunos metros. No he vuelto a encender mi linterna. La noche vuelve a cambiar. Ahora distingo un halo rojizo. Pienso en las visiones de los Sin Luz. La escarcha incandescente. La linterna palpitando. ¿Se me aparecerá el diablo?
El resplandor proviene de una de las galerías. Sigo sin encender la linterna y avanzo a gatas hacia el interior. Mis palmas me envían una nueva señal: la piedra está caliente. Una lignita, algún otro mineral, que guarda el recuerdo del magma inmemorial. Tengo la sensación de acercarme al corazón incandescente de la tierra.
Otro nicho.
Una cavidad circular, de algunos metros cuadrados, muy baja.
Aquí se ha levantado un altar, rodeado de faros de espeleólogo.
Pero no es la puesta en escena lo que me fascina.
Son los dibujos sobre los muros.
Los pictogramas apretujados, como surgidos de la prehistoria.
Adivino que me encuentro delante de los bocetos que Luc mencionó: las figuras que supuestamente Nicolas Soubeyras bosquejó antes de morir. Ahora sé que estas obras son del mismo Luc. Nunca fueron dibujadas en una libreta, sino sobre las paredes de la cueva. Los dibujos de un Luc de once años de edad, muerto de miedo, emparedado vivo, asfixiándose cerca del cadáver de su padre.
Me acerco. Los motivos tienen reminiscencias de los de Lascaux o los de Cosquer. El niño utilizó rotuladores a los que les aplastó las puntas. Rojos, ocres, algunos negros. Los colores de los primeros artistas de la historia del hombre.
El fresco repite siempre la misma escena. Una silueta, dibujada con algunos trazos, una especie de Y. Una criatura. A su lado, otra figura, echada. El padre. Encima, una cúpula erizada de estalactitas. Las imágenes repiten siempre la misma escena: el niño, el padre, la bóveda.
El único elemento que cambia es la forma de las estalactitas que, poco a poco, se alargan, se distorsionan, se transforman en zarpas. En las últimas variantes, las garras de piedra forman un rostro: los rasgos de un anciano, acentuados con blanco y rojo. De modo que, incluso antes de hundirse en el coma, Luc ya había visto que el Príncipe de las Tinieblas venía a llevárselo.
Una voz detrás de mí.
– Es aquí donde nos encontró la muerte, a mi padre y a mí.
Me vuelvo. Luc está ahí, vestido con un mono azul de espeleólogo. El mismo que llevaba su padre en el exultante retrato de su escritorio. Sentado en el suelo, rodeado por las lámparas. No va armado. Nuestro combate se sitúa más allá de las armas, de la sangre, de la violencia.
Nuestro combate es escatológico.
Los dos estamos ya muertos.
Muertos y enterrados.
– ¿Qué te parece mi fresco? -me pregunta-. ¡La pasión según san Lucas!
La voz es ambigua. Sarcástica, desesperada. Reencuentro al adolescente contradictorio de Saint-Michel-de-Sèze. Frágil y dominante, febril y desencantado.
– Espero que hayas comprendido dónde estamos. Llegará un día en el que se hablará de esta gruta como se habla del jardín milanés de san Agustín o de Claudel y Notre-Dame. El escenario de una conversión. De hecho, la antecámara del misterio. Esta cueva solo fue el preámbulo de las verdaderas tinieblas -dijo, apuntándose a la sien con el índice-. Las del coma, allí donde Él vino a buscarme.
Luc contempló el fresco unos segundos, soñador, a mis espaldas. Prosiguió:
– Para empezar, imagínate el pánico que sentía cuando bajé aquí. -Breve risa sarcástica-.Yo era claustrofóbico. Mi padre lo sabía, pero aun así, me trajo a esta sima. ¡Para que me convirtiera en un hombre! ¿Te imaginas mi angustia, mi desamparo? Me sentía fatal. Sin embargo, la verdadera prueba empezó después del derrumbe. Cuando comprendí que estaba emparedado junto al cadáver de mi padre.
Ya no había ruido. Ni del murmullo del agua ni de corrientes subterráneas. Un nuevo ecosistema, en el que reinaba un calor suave pero a la vez desagradable, una sequía extraña.
– Ven -dijo, levantándose-. Se puede acceder a la gran sala.
Sigo sus pasos, agachado bajo la bóveda. Penetramos en una enorme gruta. La sala de baile. Sobre una pasarela natural, las lámparas siguen escalonándose e iluminan el lugar. Unas columnas gigantescas surgen de las tinieblas para sostener la bóveda. Unos grupos de estalactitas descienden, simulando arañas de cristal. Las paredes son negras, estriadas, carbonosas. Tengo la sensación de admirar una catedral maldita, perfectamente apropiada para el culto de Luc.
Avanzamos por la pasarela. Más abajo, sobre los salientes rocosos, hay objetos que traicionan la presencia humana. Una tienda, un macuto, un hornillo. Todo está preparado para una expedición espeleológica. Luc debe de volver aquí de vez en cuando; al origen.
– Ponte cómodo. Desde aquí, la visu es prodigiosa.
Me siento sobre el parapeto, evitando mirar el vacío bajo mis pies.
– ¿Sientes el calor? La lignita, Mat. El aliento de la tierra. Créeme, aquí el cuerpo de mi padre no tardó mucho tiempo en pudrirse. Esas carnes hinchadas, reventadas. Nunca me abandonaron. Cuando mi lámpara se apagó, me quedé con los olores, el gas, la muerte. Extinguirme fue un alivio. Es ahí, en el fondo de la inconsciencia, donde la iniciación tuvo lugar.
– ¿Qué viste?
– Empiezas a hacerte cierta idea de lo ocurrido, ¿no?
– ¿Es lo que contaste bajo hipnosis?
– Me inspiré en mis verdaderos recuerdos, sí.
– Ese anciano, esos cabellos luminosos, ¿por qué?
– Mat, hemos llegado al final del camino y sigues sin entender nada.
– Contesta mi pregunta ¿Quién es ese anciano?
– No hay respuesta. Ante un misterio hay que inclinarse. Piensa en tu fe. ¿Serías capaz de describirla en términos racionales? ¿Serías capaz de explicarla? Y sin embargo, nunca has dudado de la existencia de Dios.
– ¿Y el Juramento del Limbo?
Luc sonrió.
– Intraducible. Ni en palabras ni en ideas. Sin duda, tú imaginas un pacto, un trato, todas esas gilipolleces estilo Fausto. Pero el Juramento del Limbo es una experiencia que no se puede describir. Un poder que te colma hasta el punto de convertirse en tu único impulso vital. Cuando Satán me salvó, no salvó al que yo era. Dio origen a un nuevo ser.
Opté por la ironía.
– ¿De modo que no eres más que otro Sin Luz?
– Soy mucho más que eso y tú lo sabes. Un mensajero. Un emisario. Penetro en las conciencias y difundo Su palabra. Creo mis propios posesos. ¡Organizo mi legión!
Las preguntas pugnan por salir de mis labios. Necesito conocer toda la historia. Pero es Luc quien pregunta, en tono divertido:
– ¿Te acuerdas de Kurzef?
– ¿Nuestro profe de historia?
– Decía: «Se libran las primeras batallas por la patria o por la libertad. Las últimas por la leyenda». Es nuestra última batalla, Mat. La de nuestra leyenda negra. Cuando sepas la verdad, comprenderás que eres mi creación. Soy tu única razón de existir.
– Cuéntamelo todo. Y deja que juzgue por mí mismo.
En tono distante, casi ausente, relata su odisea.
Abril de 1978
Cuando el niño despierta del coma, Moritz Beltreïn está junto a él, conmocionado. Luc, de once años de edad, devuelto a la vida después de una muerte clínica; es su victoria. Su vacuna contra la rabia, su penicilina, su triterapia. La hazaña que quedará escrita en los manuales de historia de la medicina.
Durante dos años, Beltreïn aloja a Luc en su casa de Lausana, mientras paga una pensión a su madre alcohólica. Lo inscribe en la escuela, lo alimenta, lo educa. Pero, sobre todo, lo interroga.
Quiere saber lo que el niño ha visto en la otra orilla.
Desde hace años, Beltreïn esconde su juego. Soltero, sin vida privada ni otra pasión que su carrera, pasa por ser el sabio perfecto, entregado a su trabajo. En realidad es un maníaco, un pervertido obsesionado con el mal y su trascendencia. Cree que la experiencia del coma es una camera oscura donde se revelan imágenes que vienen de otro mundo, tanto positivo como negativo. Beltreïn está obsesionado por la vertiente negra del más allá. Quiere descubrir las fuerzas del mal en la conciencia humana. Quiere ser un pionero en las tierras de Satán.
Pero Luc no se acuerda de nada. En cambio, sus actos hablan por él. Torturas de animales. Sexualidad mórbida. Gusto por la soledad. Luc es un asesino en potencia. Un absceso a punto de reventar. Beltreïn sigue esa transformación con avidez y la alimenta, es la sombra proyectada desde las tinieblas, la fuerza oscura que regresa a la tierra para darle información.
Por fin, un día, Luc recuerda. El túnel. La luz roja. La escarcha abrasadora. El anciano albino. Beltreïn toma notas. Filma al crío. Lo estudia, escudriñándolo a fondo.
Luc es su cobaya.
Pero también su narrador, su navegante, su Homero.
Y pronto, su amo.
A los doce años, Luc mata al perro de Beltreïn como un juego, una provocación. El médico ya no alberga dudas: el chico es un mensajero del diablo. Le jura vasallaje. Está dispuesto a seguir sus órdenes, que son las voluntades de «abajo».
1981
Beltreïn decide adoptar legalmente a Luc; su madre acaba de ser internada por alcoholismo crónico. Luego cambia de idea. Presiente que el niño tendrá necesidad de una tapadera discreta, anónima. Habrá que protegerlo de las leyes, de la justicia, del estúpido sistema de los humanos.
Luc es un monstruo.
Un enviado del diablo.
Beltreïn será su sombra, su apóstol, su protector.
Inscribe al muchacho en Saint-Michel-de-Sèze.
Luc descubre su vocación católica. Se infiltra en los dominios del enemigo y le gusta. En ese momento, conoce a un joven creyente, ingenuo e idealista: yo. «Te convertiste en mi sujeto de observación -subraya Luc-. Mi sujeto de experimentación.»
El mal progresa en él. Matar animales ya no le basta, debe pasar al sacrificio humano. En cuanto puede, se escapa de Saint-Michel y merodea por los pueblos de los alrededores en busca de víctimas. Un día, conoce a Cécilia Bloch, de nueve años de edad. La lleva a un bosque y la quema viva pulverizándola con un aerosol inflamable.
Cécilia Bloch.
La niña que me ha obsesionado tanto.
El crimen que hostiga mis noches desde hace veinte años. Por tanto, Luc Soubeyras es el autor del asesinato fundador. Mentira absoluta que rige mi destino. Me siento arrastrado por un torrente de lodo y pierdo el hilo de su relato. Debo hacer un esfuerzo sobrehumano para concentrarme nuevamente en su voz.
Esa noche, después del auto de fe, Luc desaparece. El rector del colegio previene a Beltreïn. Desesperado, el médico viaja al lugar y peina los bosques vecinos, conoce la preferencia de Luc por los lugares salvajes, las tinieblas, la soledad. No lo encuentra. Finalmente baja a la sima de Genderer y descubre al niño, postrado en la gruta de los dibujos. Hambriento, perdido, Luc confiesa su crimen, pero es demasiado tarde para hacer limpieza. El cuerpo es descubierto. Por fortuna, no se sospecha de Luc. ¿Quién podría sospechar que un niño sea el autor de semejante asesinato?
Los años pasan. Luc continúa con sus homicidios. En cada ocasión, Beltreïn se hace cargo de los cuerpos y limpia la escena del crimen. Luc es a la vez su amo y su criatura.
Para el niño, cada crimen es un rito de pasaje.
Un nuevo anillo de serpiente, antes de la mutación total.
1986
Luc se establece en París. Tiene dieciocho años. Sigue matando esporádicamente. Sin coherencia ni hilo conductor. Todavía no ha captado la lógica interna de su destino.
Para su cumpleaños, Beltreïn le hace una terrible revelación. Luc no es el único caso. El médico suizo le habla de los Sin Luz, sobre los que ha realizado investigaciones. Luc comprende que tiene una «familia». También presiente que ha heredado una misión de mayor envergadura.
No solo hacer el mal sino engendrarlo, multiplicarlo.
Crear otros Sin Luz.
Convertirse en un polo de luz negativa.
1988
Beltreïn, jefe de servicio en el CHUV de Lausana, salva a otra criatura: Manon Simonis. Al día siguiente, su madre, conmocionada, le revela que la niña estaba poseída. Beltreïn la hace entrar en razón, pero se dice que, quizá, también Manon es una Sin Luz. Convence a Sylvie para que no revele que la niña ha sobrevivido. Inscribe a Manon en un pensionado suizo bajo un nombre falso y trata de reproducir la historia de Luc.
Pero la niña no muestra ninguna señal de posesión; no tiene pulsiones negativas. Beltreïn no acepta que haya podido equivocarse. Manon ha vuelto de entre los muertos. Está marcada por el diablo. Debe ser paciente, la pulsión maléfica se revelará más adelante. Entonces, sellará los esponsales del mal: Luc y Manon.
Durante ese tiempo, Luc prosigue su aprendizaje.
1991
Primero Sudán; luego, y sobre todo, Vukovar.
En la ciudad sitiada, la violencia está por todas partes. Mujeres embarazadas quemadas vivas, fetos arrancados a cuchillo de los vientres maternos, niños con los ojos reventados. Una letanía de horrores que Luc vive de forma exultante. Participa en esas orgías sangrientas, con una embriaguez y una alegría sin límites. ¡Satán es, efectivamente, el Amo del mundo!
Luc vuelve a África. Unos meses en Liberia, después del asesinato de Samuel K. Doe. Adquiere una nueva afición: el disfraz. Se confunde con los asesinos que se esconden detrás de máscaras grotescas. Él mismo lleva caretas de abuela o de zombi cuando mata, viola, roba.
«Me llamo Legión porque somos muchos…»
1992
Nueva metamorfosis. Luc se convierte en madero. Siembra el terror, la corrupción, la violencia con total impunidad. A veces, se hace cargo de la investigación de sus propios crímenes. Otras, acosa a sus competidores: los asesinos. Si son mediocres los detiene. Si poseen algún vicio particular, algo original, los deja libres. Es un período fastuoso. Luc tira de los hilos. Menoscaba el sistema judicial desde dentro. Está en primera fila para amañar, robar, matar y debilitar a la sociedad.
Es, al mismo tiempo, el espíritu del Maligno y su instrumento.
Luc se encarga también de casarse y de tener dos hijas. Otra máscara. Infalible. ¿Quién sospecharía de un honesto padre de familia, madero íntegro, católico practicante?
Pero Luc no ha olvidado su proyecto: crear sus propios Sin Luz.
A mediados de la década de los noventa, Beltreïn oye hablar de la iboga negra. Ya conoce las sustancias químicas que pueden reproducir estados cercanos a la muerte, pero nunca ha estudiado las propiedades de la planta africana. Beltreïn se informa en París. Conoce a Massine Larfaoui, que le proporciona la planta psicoactiva.
Sin vacilar, Luc se inyecta el veneno, pero solo consigue una decepción. La iboga negra es una impostura. Nada que ver con lo que él vivió en el fondo de la caverna. Sin embargo, la raíz puede permitirle «preparar» a sus Sin Luz, introduciendo algunos ajustes.
Abril de 1999
Beltreïn es llamado a la cabecera de un chico salvado milagrosamente en Estonia: Raïmo Rihiimäki. El caso es perfecto. Un joven intérprete de música gótica que ha mamado rock satánico, colocado hasta las cejas. Su padre, un borracho, ha intentado matarlo a bordo de su barco de pesca.
Luc se encuentra con Beltreïn en Tallinn. Raïmo está todavía ingresado en el hospital. Desde la primera noche, Beltreïn le inyecta el producto africano asociado a otras sustancias psicotrópicas. El estonio empieza su viaje. Abandona su cuerpo, ve el pasillo, las tinieblas con sus reflejos rojizos, pero permanece en un estado semiconsciente.
Luc aparece entonces en la habitación, de rodillas, disfrazado de niño. Se ha confeccionado un morro roído, lleno de tajos, que chorrea sangre. Raïmo está horrorizado, pero también subyugado. Luc le habla. Raïmo bebe sus palabras. El Juramento del Limbo según Luc Soubeyras.
Cuando sale del hospital, el músico está convencido de que actúa en nombre del diablo. De ahora en adelante, tiene que sembrar el mal y la destrucción. Paralelamente, Luc y Beltreïn se encargan del padre de Raïmo. Luc ha elaborado un protocolo. Obsesionado por la descomposición de los cuerpos, corrompe a voluntad el organismo de su víctima. Secundado por su padrino, le inyecta ácidos, insectos; disfruta contemplando el proceso de la degeneración a la luz del liquen con el que unta el abdomen de su víctima. Degrada sus carnes hasta el punto de desgarrarlas. Las corta con dentelladas de fiera. Secciona la lengua del anciano.
Luc es a la vez Satán, Belcebú, Lucifer.
Finalmente ha encontrado su método.
El modus operandi que lo hace gozar hasta el vértigo.
Abril de 2000
Beltreïn propone otros casos a Luc; entre ellos, el de Agostina. Las apariciones se multiplican, los asesinatos se refinan. Luc extiende su círculo de terror y de podredumbre sobre la tierra. Es Pazuzu, el que infecta la tierra.
Ha llegado la hora de unirse con su «prometida».
2002
Para hacer los honores al acontecimiento, Luc y Beltreïn deciden, primero, vengar a Manon. Luc procede al sacrificio en una granja del Jura. El martirio de Sylvie dura una semana. Luego, Luc se le aparece a Manon disfrazado como si estuviera desollado vivo. Pero nada resulta como estaba previsto. A pesar de las inyecciones, a pesar de los montajes de Luc, la joven no conserva ningún recuerdo de sus «visitas».
Decididamente, Manon no está dotada para los menesteres del diablo.
Nunca será una Sin Luz.
En esa resistencia, Luc ve una señal. Ha llegado la hora de consumar el primer ciclo de su obra. La hora de eliminar a Manon. La hora, también, de deshacerse de su primera piel: la de madero burgués, casado y padre de dos niñas. Luc decide matar a su familia y cargarle los asesinatos a Manon. Decide también revelarle la grandeza de su reino a su «apóstol», a su doble a la inversa.
– Tú siempre has sido mi san Miguel -murmuró Luc-. Yo, ángel del mal, debía encontrar un arcángel del bien.
– No te he servido para nada.
– Te equivocas. El mal solo existe verdaderamente cuando triunfa sobre el bien. Quería que te enfrentaras con la realidad del diablo, con su inteligencia. Has estado perfecto. Has seguido paso a paso mi plan, dándome la medida de mi fuerza. Yo he sido tu Apocalipsis y tú has sido mi victoria sobre Dios.
Las revelaciones de Luc confirman mis certezas. Luc Soubeyras y Moritz Beltreïn, dos dementes lanzados al abismo de la violencia, prisioneros de sus propios fantasmas.
Pero hay todavía detalles que me atormentan.
Sea cual sea el desenlace de estas confesiones, debo ponerlo todo en orden.
– Ese suicidio fue muy arriesgado, ¿no?
– Salvo por el hecho de que no intenté suicidarme. Beltreïn estaba conmigo en Vernay. Él me inyectó Pentotal para provocarme un coma artificial. A continuación, estuvo presente en el Hôtel-Dieu para arreglar el problema de las inyecciones. Y fue él quien me despertó, llegado el momento.
Es tan evidente que no me perdono, retrospectivamente, no haberlo imaginado. Un especialista como Beltreïn podía simular y organizarlo todo. Un falso suicidio y un coma reversible.
– ¿Y cómo sabías que había llegado el momento de despertar?
– Tú me diste la señal. El día que llamaste a la puerta de Beltreïn. Eso significaba que habías comprendido que Manon estaba viva. Casi habías recorrido todo el camino. Podía renacer para representar el último acto. Simular mi posesión y desviar las sospechas hacia Manon por el asesinato de su madre. Ella era de los nuestros. ¡Era culpable! Sabía que Manon terminaría por ser detenida. Que proclamaría a gritos su odio hacia mí. Solo tenía que eliminar a mi familia y luego cargarle la culpa del triple asesinato. El caso se cerraba por sí solo.
– ¿Cómo lo hiciste para congelar los cuerpos?
– Eres un buen poli, Mat. Sabía que también descubrirías eso. Hay un gran congelador en el sótano de mi casa. Había que desplazar los cuerpos, eso es todo. También pensé en la posibilidad de extraerles la sangre y congelarla, por aquello de la perfección del montaje. Pero de lo que me siento realmente orgulloso es de las huellas dactilares. Beltreïn había preparado un molde adhesivo de las huellas dactilares de Manon. No tenía más que aplicarlo por todas partes. Era la técnica que había utilizado para Agostina en la obra abandonada.
– Tú no perteneces al mundo de los hombres.
– Esa es la lección de tu investigación, Mat. ¡Ahora empiezas a medir las fuerzas que están en juego! ¡No pertenezco a vuestra lastimosa lógica! -De golpe se calmó y prosiguió-: La técnica de la congelación funcionaba a dos velocidades. Me daba una coartada pero también era mi firma. Satán siempre respeta sus propias reglas. Como cuando Beltreïn mató a Sarrazin. Había que manipular su cuerpo, pervertir su cronología natural.
En ese momento, me doy cuenta de un detalle fatal. Luc tiene una pistola automática en la mano. Volvemos al terreno de las fuerzas triviales. No tengo la menor posibilidad de desenfundar mi arma antes de que él apriete el gatillo. Cuando lo sepa todo, cuando haya podido admirar la grandeza de su «obra», Luc me matará.
Una última pregunta, no tanto para ganar tiempo como para hacer tabla rasa.
– ¿Y Larfaoui?
– Un daño colateral. Beltreïn le compraba cada vez más iboga. Esos pedidos intrigaban al cabileño. Siguió a Beltreïn hasta Lausana y descubrió que era médico. Creyó que utilizaba la iboga negra con sus pacientes para hacer experimentos prohibidos. Por supuesto que se equivocaba, pero no se podía dejar que semejante entrometido siguiera en circulación. Me vi obligado a eliminarlo, sin florituras.
– La noche de su ejecución, Larfaoui no estaba solo. Había una prostituta. Ella te vio. Siempre habló de un sacerdote.
– Me apetecía ponerme el alzacuello para hacer correr la sangre. Tuve que matarla un poco más tarde.
Luc quita el seguro de su arma. Un último intento.
– Si soy tu testigo, ¿para qué matarme? Nunca podré divulgar tu palabra.
– Cuando la imagen en el espejo es perfecta, es hora de romper el espejo.
– Pero ¡nadie conocerá jamás tu historia!
– Nuestro público pertenece a otra dimensión, Mat. Tú eres el representante de Dios. Yo, el del diablo. Ellos son nuestros únicos espectadores.
– ¿Qué harás después?
– Quiero continuar. Viajar por las mentes, aumentar el número de posesos. Me esperan otras identidades, otros métodos. El único viaje importante es el del limbo.
Luc se levanta y apunta. Solo entonces, me doy cuenta de que tiene mi 45 en la mano. ¿Cuándo me la ha cogido? Coloca el cañón sobre mi sien. Mathieu Durey se suicida con su arma reglamentaria. Después del fracaso de la investigación, de la muerte de Manon y de la matanza de la familia Soubeyras, ¿no es perfectamente lógico?
– Adiós, san Miguel.
La detonación me atraviesa de parte a parte. Un dolor violento; luego, el vacío. Pero no pasa nada. No hay sangre. No hay olor a pólvora. La Glock, a unos centímetros de mi rostro, no humea. Vuelvo la cabeza; oigo un zumbido atroz en los tímpanos.
El arcángel negro vacila, y suelta mi automática, que se queda en el borde de la pasarela. Antes de que pueda hacer el menor gesto, Luc tiende su brazo hacia mí, con incrédula estupefacción, y cae hacia atrás, al abismo.
Su caída deja a la vista una clara silueta negra unos metros más allá.
Incluso a contraluz, reconozco a mi salvador.
Zamorski, el nuncio justiciero de Cracovia.
Alzacuello y traje oscuro, listo para dar la extremaunción.
La primera impresión siempre es la buena.
La 9 mm humeante entre las manos le va como anillo al dedo.
El sol, el cielo, las montañas.
Una línea de luz al este, por encima de las crestas.
Se elevaba como una aureola, de un tono rosa oscuro. En el aparcamiento, dos Mercedes negros estaban aparcados, vigilados por un grupo de sacerdotes. Esperaban a su amo, a su general.
Me volví. Zamorski caminaba siguiendo mis pasos. Su rostro cuadrado se destacaba en el claroscuro. Nariz recta, cabeza plateada, rasgos inmutables. Era imposible sospechar que acababa de matar a un hombre a mil metros bajo tierra. Apenas tenía restos de salitre sobre los hombros.
Conseguí preguntarle:
– ¿Cómo me ha encontrado?
– Nunca os hemos perdido de vista. Ni a ti ni a Manon. Debíamos protegeros.
– No siempre han sido eficientes.
– ¿Por culpa de quién? Nunca has tenido en cuenta mis advertencias. Todo esto se podría haber evitado.
– No estoy tan seguro -respondí-. Y usted tampoco.
El polaco desvió la mirada. A su espalda, la boca negra de la gruta, bajo los arcos de acero. Pensé en Luc Soubeyras. Náufrago del silencio y de las tinieblas. Ni siquiera habíamos rezado una oración en su memoria, ni mencionado la posibilidad de rescatar el cuerpo. Habíamos subido sin decir palabra, acuciados por el deseo de terminar, y más aún de salir de allí.
– ¿Cómo está el asunto de los Siervos de Satán?
– Gracias a ti, hemos destruido un grupo en el Jura. Y otra facción en Cracovia; también, en parte, gracias a ti. Pero existen otros focos. En Francia. En Alemania. En Italia. Seguimos la huella de la iboga negra. Es nuestro hilo conductor. Como decíamos en la época de Solidarnosc: «Primero seguir, luego empezar».
Alcé los ojos. La línea de luz formaba un halo violeta, un charco de naturaleza desleída en el estuario del alba. Cerré los párpados saboreando el viento helado sobre mi rostro. Sentía cómo crecía en mí una sensación difusa de vida, de ser, y al mismo tiempo, una vibración liviana, exaltada, eléctrica, en la superficie de mi piel.
– Estoy decepcionado -susurró Zamorski-. Al final, el caso se limitaba a la locura de un solo hombre. Un impostor que jugaba a ser el demonio. Ni la sombra de una presencia sobrenatural, de una fuerza superior en esta historia. No nos hemos acercado, ni siquiera de lejos, al verdadero adversario.
Abrí los ojos. En la luz naciente, el polaco acusaba su edad.
– Olvida lo principal. El inspirador de Luc.
– ¿Beltreïn?
La interpretación equivocada de mis palabras revelaba el cansancio del nuncio.
– Beltreïn era solo un peón. Hablo de Satán. El que Luc vio en el fondo de la garganta. El anciano luminiscente.
– ¿De modo que te lo crees?
– Si ha habido un verdadero Sin Luz en este caso, ha sido Luc. No ha inventado nada. Sus actos correspondían a órdenes de una entidad superior. No hemos encontrado al diablo pero sí su sombra proyectada, a través de Luc.
Zamorski me palmeó la espalda.
– ¡Bravo! Yo no lo habría expresado mejor. ¡Estás maduro para formar parte de nuestro grupo! Oí decir que querías entrar en una orden religiosa. ¿Por qué no en la nuestra?
Señalé a los soldados vestidos de negro, entre las largas sombras de la aurora.
– Buscar a Dios es buscar la paz, Andrzej. No la guerra.
– El combate se desarrolla en tu interior -dijo él palmeándome el hombro-. Y somos los últimos caballeros de la fe.
Caminé por la explanada sin contestar. Por encima de las montañas, la curva de luz tomaba amplitud. Lento desgarramiento ocre, en un tornasolado azul oscuro. El disco solar no tardaría en romper la bóveda celeste.
Zamorski insistió:
– Piénsalo bien. Tu estado natural es la lucha. No la contemplación ni la soledad.
– Tiene usted razón -murmuré.
– ¿Te unirás a nosotros?
– No.
Sentía la culata de mi 45, que había recuperado, contra la cadera.
Sensación dura, reconfortante, como un asentimiento.
– Entonces, ¿qué harás?
Sonreí.
– Seguir. Simplemente, seguir.
Para ser fuerte, hay que escuchar siempre los consejos de los enemigos. Iba a seguir el único consejo útil de Luc, de la época de Lilas: «Debemos morir una vez más, Mat. Acabar con el cristiano que está en nosotros, para convertirnos en maderos».
Sí, seguiría recorriendo las calles, combatiendo el mal, ensuciándome las manos.
Hasta las últimas consecuencias.
Mathieu Durey, inspector jefe de la Criminal, sin ilusiones ni compasión.
De regreso de su tercera muerte.