Me desperté en un área de descanso de la autopista.
Fuera del tiempo, fuera del espacio.
Medio dormido aún, consulté el reloj: cuatro y diez de la mañana. Debía de estar en algún sitio entre Avallon y Dijon. Cerca de la medianoche, había decidido parar un momento en un área de descanso. Resultado: cuatro horas en coma sin recuerdos.
Anquilosado, salí del coche. Los camiones dormían en el aparcamiento. Los árboles se arqueaban con violencia bajo el viento polar. Oriné rápidamente y luego volví al Audi, tiritando.
Encendí un cigarrillo. La primera calada me destrozó la garganta. La segunda me quemó la laringe. La tercera fue la buena. Unas luces a lo lejos. Una gasolinera. Giré la llave de contacto. Primero, llenar el depósito. Luego, un café, urgente.
Unos minutos más tarde estaba de nuevo en camino, revisando mentalmente todas las informaciones que había cosechado acerca del lugar al cual que me dirigía: el departamento de Doubs serpenteaba hasta mil quinientos metros de altura, a caballo entre Francia y Suiza. Sartuis se encontraba río arriba, en la cumbre de una zona formada por placas geológicas y hondonadas de pequeños valles. Mientras conducía, traté de imaginarme esos territorios, apenas franceses pero sin llegar a ser suizos. Una tierra de nadie.
Besançon, bajo las primeras luces del día.
La ciudad estaba construida en un meandro, sobre los restos de una fortaleza. A medida que me dirigía hacia el centro, solo veía murallas, fosos y almenas, alternándose con jardines. El conjunto evocaba un ejercicio de instrucción militar en el que hay que correr, trepar, ponerse a cubierto.
Me senté en un café, esperando que se hiciera completamente de día. Desplegué el plano de la ciudad para buscar el Juzgado de Primera Instancia. Por lo visto, era el edificio fortificado situado precisamente enfrente de donde yo estaba. Esa casualidad me pareció un buen augurio.
Me equivocaba: estaban remodelando el edificio. La fiscalía se había instalado provisionalmente en el otro extremo de la ciudad, sobre la colina de Brégille. Volví al coche y encontré el lugar después de errar media hora. El juzgado estaba emplazado en una vieja fábrica de relojes. Una nave industrial, hundida en los bosques de la colina.
Sobre las puertas de entrada, todavía podía verse el emblema de la antigua fábrica de relojes. En el interior, todo hacía pensar en su actividad industrial: las paredes de hormigón pintado, los pasillos lo bastante amplios como para que pasaran las carretillas elevadoras, el montacargas que hacía las veces de ascensor. Unos adhesivos indicaban el nuevo destino de cada estancia: juzgado de guardia, secretario judicial, juzgado de primera instancia. Subí por la escalera hasta la planta de los jueces de instrucción. Al pasar por el despacho del ayudante del fiscal, decidí dar una vuelta, para conocer el ambiente.
La puerta estaba abierta. Un hombre joven estaba sentado detrás de un escritorio, flanqueado por dos mujeres. Una tecleaba el ordenador. La otra hablaba por teléfono con el altavoz activado y tomaba notas.
– Un suicidio. ¿Estás seguro?
Hice una seña al hombre, que se puso de pie sonriendo. Me presenté con un nombre y una profesión falsos: periodista. El ayudante del fiscal me escuchó. Llevaba un pantalón ajustado de terciopelo verde y una camisa verde hoja que le daban un aire a Peter Pan. Cuando pronuncié el nombre de Sylvie Simonis, se quedó boquiabierto.
– No existe un caso Simonis.
Detrás de él, la secretaria del juzgado estaba inclinada sobre el teléfono.
– No lo entiendo. ¿Él mismo se asfixió?
Opté por recurrir a un farol.
– En junio recibimos varias noticias acerca del cuerpo de esa mujer, descubierto en el parque de un monasterio. Pero luego no hemos sabido nada más. ¿La investigación está cerrada?
Peter Pan parecía nervioso.
– No veo qué interés tiene esta historia para usted.
– Las informaciones que nos llegaron eran contradictorias.
– ¿Contradictorias?
– Por ejemplo: el cuerpo fue identificado por los bomberos. Por tanto, el rostro estaba intacto. Pero otra noticia hablaba de una descomposición avanzada. Nos parece contradictorio.
El ayudante del fiscal se rascó la nuca. A sus espaldas, la secretaria subía el tono.
– ¿Con una bolsa de plástico? ¿Se ha asfixiado usando una bolsa de plástico?
El hombre contestó, sin convicción:
– No me acuerdo de esos detalles.
– Pero al menos sabe quién es el juez del caso, ¿no?
– Por supuesto. Es la juez Corine Magnan.
La funcionaria empezó a gritar al teléfono:
– ¿Las otras? ¿Había otras bolsas de plástico?
A mi pesar, agucé el oído para escuchar por el altavoz la respuesta del gendarme.
– Hemos encontrado una docena -dijo con voz grave-. Todas cerradas con el mismo tipo de nudo.
Dirigiéndome a la secretaria por encima del hombro del ayudante del fiscal, le aconsejé:
– Pregúntele si la víctima tenía un pañuelo metido en la boca.
Me miró desconcertada. Antes de que reaccionara, el gendarme respondió:
– Tenía la boca llena de algodón. ¿Quién está ahí?
– No es un suicidio -dije-. Es un accidente.
– ¿Y usted cómo lo sabe? -preguntó la mujer mirándome fijamente.
– El hombre debía de estar masturbándose -proseguí-. La falta de oxígeno aumenta el placer sexual. Al menos, eso dicen. Es una técnica que ya aparece en Sade. Ese tipo debió de atarse la bolsa a la cabeza después de morder el algodón, para no ahogarse con el plástico. Por desgracia, no consiguió deshacer el nudo.
Un silencio acogió mis explicaciones. La voz del altavoz repitió:
– ¿Quién está a su lado? ¿Quién habla?
– Cuando hagan la autopsia -añadí-, estoy seguro de que comprobarán que los vasos capilares de su miembro estaban hinchados. El hombre tenía una erección. Un accidente. No es un suicidio. Es un accidente «erótico».
El ayudante del fiscal estaba boquiabierto.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
– Especialista en sucesos; en París ocurre continuamente. ¿Dónde está el despacho de Corine Magnan?
Me señaló la puerta del fondo del pasillo. Caminé hasta allí y llamé. Me dijeron que entrara. Me encontré con una mujer de unos cincuenta años, rodeada de cajas de pañuelos de papel y flanqueada por dos escritorios vacíos. Era pelirroja. Inmediatamente me sorprendió su parecido con Luc. Salvo por el color de su pelo, un rojo apagado en lugar de brillante, tenía la misma piel blanca y seca, la misma cantidad de pecas.
Insinuó una señal con la cabeza y luego se sonó.
– Discúlpeme -dijo sorbiéndose los mocos-. Hay una epidemia de gripe en mi servicio. Por eso hoy estoy sola. ¿Qué se le ofrece?
Avancé unos pasos y me presenté con la falsa identidad.
– ¿Periodista? -repitió ella-. ¿De París? ¿Y se presenta así, sin previo aviso?
– He corrido ese riesgo, sí.
– Qué atrevido. ¿Qué caso le interesa?
– El asesinato de Sylvie Simonis.
Su rostro se endureció. No era una expresión de sorpresa, como la del sustituto. Era más bien una actitud defensiva.
– ¿De qué asesinato me habla?
– Usted debe de saberlo. En París hemos recibido noticias de que…
– Ha hecho setecientos kilómetros para nada. Lo lamento. No conocemos las razones de la muerte de Sylvie Simonis.
– ¿Y la autopsia?
– No se encontró nada. Nada que pueda considerarse definitivo.
Ignoraba la valía de Corine Magnan en tanto que juez, pero como mentirosa era lamentable. Y lo peor era que ni siquiera se preocupaba por dar una imagen de credibilidad. Observé un mandala bordado colgado en la pared a sus espaldas. La representación simbólica del universo para los budistas tibetanos. También había un pequeño buda de bronce sobre un estante.
– Aparentemente -insistí-, el cuerpo presentaba diversos estados de descomposición.
– Ah, eso… Según nuestro forense no tiene nada de particular. La descomposición orgánica no responde a ninguna norma estricta. Todo es posible en ese campo.
Lamenté haberme hecho pasar por periodista. La magistrada nunca se habría atrevido a decir semejante gilipollez delante de un madero de la Criminal. Se sonó nuevamente y luego cogió una minúscula caja cilíndrica de metal. Hundió los dedos en ella y después se masajeó las sienes.
– Bálsamo de tigre -comentó-. Es lo único que me alivia.
– ¿De qué murió la mujer?
– Le repito que no se sabe nada. Accidente, suicidio. El cuerpo no permite establecerlo. Sylvie Simonis era una persona muy solitaria. Las declaraciones de los vecinos tampoco aportaron nada -dijo, haciendo una pausa seguida de una mirada escéptica-. No he comprendido. ¿En qué periódico trabaja usted, exactamente?
Con un ademán, me despedí. En el pasillo, las copas de los árboles fustigaban las ventanas. Me había preparado para una investigación difícil. Pero se presentaba mucho más dura de lo previsto.
Barrio de Trépillot, al oeste de la ciudad.
Detrás de la piscina municipal se encontraba la división central de la gendarmería. Penetré en la zona de aparcamiento sin dificultades; no había ni siquiera un guardia en la entrada. Estacioné entre dos Peugeot. Debería haber ido directamente a Sartuis, pero primero quería ver la cara de los que habían investigado ese cadáver tan bien protegido.
Escogí el edificio más imponente del cuartel, encontré una escalera y subí. Ni un solo uniforme a la vista. Me atreví a echar una ojeada al pasillo del primer piso y encontré un letrero: servicio de investigación. Nadie. En el segundo piso, otro letrero: cog: centro operativo de gendarmería.
La puerta estaba entreabierta. Dos gendarmes dormitaban delante de una centralita telefónica; detrás había un mapa de la región.
Me presenté utilizando mi falsa identidad y pedí ver al gendarme encargado del caso Simonis. Los dos hombres se miraron. Uno de los dos se eclipsó sin pronunciar palabra.
Cinco minutos más tarde, volvió para guiarme hasta una pequeña habitación más bien espartana en el tercer piso. Paredes blancas, sillas de madera, mesa de formica.
Apenas había tenido tiempo de echar una mirada por la ventana cuando un tipo filiforme apareció en el marco de la puerta, llevando un vaso de plástico en cada mano. El olor a café se extendió por la habitación. No llevaba ni quepis ni uniforme. Solo una camisa de cuello abierto azul cielo, con galones en los hombros. Sin decir una palabra, dejó un vaso de mi lado, en la punta de la mesa, y luego fue a sentarse en el otro extremo. Esta actitud era una orden: me senté sin rechistar.
El oficial me estudió. Yo lo observé a mi vez. Apenas treinta años; sin embargo, tenía la certeza de que era el responsable de la investigación Simonis. Toda su persona emanaba una voluntad de hierro. Sus cabellos, muy cortos, le envolvían la cabeza como un pasamontañas negro. Sus ojos oscuros, demasiado juntos, brillaban intensamente bajo las gruesas cejas.
– Capitán Stéphane Sarrazin -dijo, por fin-. Corine Magnan me ha llamado por teléfono.
Hablaba demasiado rápido, como rozando apenas las sílabas. Repetí mi identidad ficticia:
– Soy un periodista de París y…
– ¿A quién quiere hacerle creer eso?
Sentí cierta rigidez en la nuca.
– Pertenece usted a la Criminal, ¿verdad?
– No estoy en misión oficial -admití.
– Ya lo hemos comprobado. ¿Qué sabe sobre el caso Simonis?
Mi garganta se secaba de segundo en segundo.
– Nada. Solo he leído dos artículos. Uno en L’Est républicain y otro en Le Courrier du Jura.
– ¿Por qué le interesa ese caso?
– Interesaba a uno de mis colegas: Luc Soubeyras.
– No lo conozco.
– Ha intentado suicidarse. Actualmente está en coma. Era un amigo. Intento averiguar qué buscaba en el momento de su… decisión.
Saqué de mi bolsillo el retrato de Luc y lo deslicé sobre la mesa.
– No lo he visto nunca -dijo después de una breve mirada-. Se equivoca de sitio. Si su amigo hubiera venido a husmear el caso, se habría cruzado en mi camino. Dirijo el equipo de investigación.
Las pupilas negras eran duras, obstinadas, dispuestas a taladrar mi mente.
– ¿Por qué se habría interesado por esta historia? -prosiguió.
No me atreví a responder: «Porque tiene pasión por el diablo».
– Por el misterio.
– ¿Qué misterio?
– El origen de la muerte. La descomposición anormal.
– Miente. Usted no ha hecho este viaje por cuatro gusanos.
– Le juro que no sé nada más.
– ¿No sabe quién es Sylvie Simonis?
– Ni idea. Por eso estoy aquí.
El oficial cogió su vaso de plástico y sopló. Durante un breve instante creí que iba a darme la información, pero me equivocaba.
– Seré muy claro -dijo-. Por la matrícula de su coche, tengo su nombre y el de su comisaria de división. Si se marcha ahora, no usaré el teléfono. Si mañana me entero de que todavía sigue dando vueltas por aquí… ¡Prepárese!
Me tomé el tiempo de beber el café. No sabía a nada ni parecía real. A imagen de esa reunión: una superchería. Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. El gendarme repitió a mis espaldas:
– Tiene todo el día de hoy. Le dará tiempo para visitar el fuerte Vauban.
Volví rápidamente al centro de la ciudad, donde se encontraba el despacho de la AFP. Cerca de la plaza Pasteur dejé el coche para entrar en una zona peatonal. Di con la agencia: una buhardilla situada en lo alto de un edificio de arquitectura tradicional. Joël Shapiro saboreó mi relato.
– ¡Tendrían que haberlo atendido correctamente!
Era un muchacho joven, con unos pocos rizos en torno a una incipiente calva, que parecían una corona de laurel. A modo de reminiscencia, llevaba una perilla en el mentón. Opté por tutearlo.
– En tu opinión, ¿por qué esa actitud?
– Censura informativa. No quieren decir nada.
– Y tú, ¿no has descubierto nada estos últimos meses?
Metió las dos manos en una caja de copos de maíz; el desayuno de los campeones.
– Nada de nada. No sueltan prenda. Y no estoy en la mejor posición para hacer averiguaciones.
– ¿Por qué?
– No soy de aquí. En el Jura, la ropa sucia se lava en casa.
– ¿Hace mucho que estás aquí?
– Seis meses. Había pedido Irak. ¡Me dieron Bezak!
– ¿Bezak?
– Es como llaman aquí a Besançon.
– Magnan ha mencionado que la víctima, Sylvie Simonis, era muy introvertida.
– Aquí es la comidilla del lugar.
– ¿La historia del infanticidio?
– ¡Un momento, no se precipite! Nunca se encontraron pruebas definitivas. Es más, hubo otros tres sospechosos. Pero no se obtuvo nada.
– ¿Nunca identificaron al asesino?
– Nunca. Y mire por dónde, Sylvie Simonis muere en circunstancias misteriosas. ¿Se imagina que pasara lo mismo con Christine Villemin? ¿Que apareciera asesinada?
– Corine Magnan me ha dicho que ni siquiera se había confirmado que fuera un asesinato.
– ¡Y una mierda! Lo taparon todo y santas pascuas.
Observé, bajo el techo abuhardillado, las estanterías repletas de expedientes grises y de cajas con fotos.
– ¿Tienes artículos o fotos de aquella época? Me refiero a 1988.
– Nada. Todo lo que tiene más de diez años se envía a los archivos de la sede central en París.
– ¿Y no los hiciste traer en junio?
– Sí, pero lo devolví todo. En realidad, no había gran cosa.
– Volvamos a Sylvie Simonis. ¿Tienes fotos del cuerpo?
– Ni una.
– ¿Y qué sabes sobre las anomalías del cadáver?
– Rumores. Dicen que en algunas partes estaba podrido hasta el hueso. Pero en cambio, la cara estaba intacta.
– ¿Es todo lo que has averiguado?
– Interrogué a Valleret, el forense de Besançon. Según él, ese fenómeno no es raro. Me citó ejemplos de cuerpos incorruptos después de años, particularmente los de los santos canonizados.
– Puede suceder que un cadáver no se descomponga. Pero no que se descomponga a medias.
– Tendría que hablar con Valleret. Un fuera de serie. Es parisino, pero creo que allí tuvo algunas dificultades.
– ¿Qué tipo de dificultades?
– Ni idea.
Cambié de conversación.
– He oído decir que se trata de un crimen satánico. ¿Sabes algo al respecto?
– No. Nunca he oído nada parecido.
– ¿Y el monasterio?
– ¿Notre-Dame-de-Bienfaisance? Está cerrado. Es decir, ya no hay monjes ni monjas allí. Es una especie de albergue, de refugio. Los misioneros van a descansar. Las personas en duelo también.
Me puse de pie.
– Daré una vuelta por Sartuis.
– ¡Lo acompaño!
– Si quieres ayudar -dije-, ve al juzgado de primera instancia. Averigua si mi visita ha armado mucho revuelo.
Pareció decepcionado. Tuve un detalle con él.
– Te llamaré más tarde.
A modo de conclusión, le mostré la foto de Luc.
– ¿Has visto alguna vez a este hombre?
– No. ¿Quién es?
Parecía que Luc hubiera evitado pasar por Besançon. Sin contestar, me dirigí hacia la puerta.
– Otra cosa -dije, ya en el umbral-. ¿Conoces a los periodistas locales de Sartuis?
– Por supuesto. Jean-Claude Chopard, de Le Courrier du Jura. Un especialista en el primer caso. Incluso quería escribir un libro.
– ¿Crees que hablará?
– ¡Comparado con él, yo he hecho voto de silencio!
– ¿Un forense llamado Valleret? Ni idea.
Aceleré en dirección al sudoeste, hacia el barrio de Planoise, donde se sitúa el hospital Jean-Minjoz. Acababa de llamar a Svendsen. Él conocía a los mejores forenses de Francia e incluso de Europa. Era imposible que no hubiera oído hablar de un especialista, de un «fuera de serie» parisino. Shapiro también había mencionado ciertas «dificultades». ¿Quizá Valleret se dedicaba a otra especialidad en la capital? A veces, la medicina forense era un buen escondrijo para los que huían de los vivos.
– Trabaja en el Jean-Minjoz de Besançon. ¿Podrías informarte? Creo que ha tenido problemas en París.
– ¿Un cadáver en el armario, quizá?
– Muy divertido. ¿Lo investigarás o no? Es urgente.
Svendsen se rió sarcásticamente.
– Mantén el teléfono libre y espérame, guapetón.
Cerré el móvil y entré en el aparcamiento del edificio. El hospital era una lúgubre construcción de hormigón, seguramente de los años cincuenta, con hileras de estrechas ventanas. Del primer piso pendían carteles: «¡no a la asfixia!», «¡más subvenciones, menos presiones!».
Encendí un cigarrillo mientras tamborileaba en el volante. Conté los minutos. Tenía que darme prisa; el capitán Sarrazin no iba a perderme de vista. No solo contaba con que me siguiera el rastro sino también con que previera mis actos y mis gestos. Tal vez ya había llamado a Valleret. El timbre del móvil me sobresaltó.
– Oye, ese tío más vale que se limite a los cadáveres.
Miré el reloj. Svendsen había tardado menos de seis minutos en encontrarlo.
– De entrada, es un cirujano ortopédico. Un as, según parece. Pero tuvo una depresión. Perdió los papeles. Una operación terminó mal.
– ¿Es decir?
– Un chaval. Una infección. Valleret se quedó dormido con el bisturí en la mano y le cortó un músculo. Desde entonces, el chaval cojea.
– ¿Cómo es posible que se durmiera?
– Le daba a la botella y abusaba de los ansiolíticos. No es muy recomendable si tienes que operar.
– ¿Y qué pasó luego?
– Los padres lo denunciaron. La clínica le cubrió las espaldas pero tuvo que desaparecer. Hizo la especialidad de forense y ahí está de nuevo en Besançon. Divorciado, sin un céntimo, siempre empastillado. Uno más que ha escogido la medicina forense como purgatorio. Y sin embargo, la medicina forense es el arte más noble, porque cura el alma de los vivos y…
Corté su impulso lírico.
– ¿Cómo se llama la clínica? ¿Qué fecha?
– Clínica d’Albert. 1999. Les Ulis.
Di las gracias a Svendsen.
– Sobre todo, quiero un informe detallado del caso -replicó-. Estoy seguro de que vas detrás de algo diabólicamente genial. Valleret no debe de haber comprendido ni la mitad de lo que tiene ese cadáver. Para el lenguaje de los muertos se nace. Yo…
– Te llamaré.
Atravesé la explanada a paso rápido. Sobre el portal, un cartel advertía: «¡vuestra salud no es un rehén!». El depósito de cadáveres estaba en el nivel -3. Me dirigí hacia los ascensores, sin echar ni una mirada al grupo de enfermeras en huelga que hacían una sentada.
En el subterráneo, la temperatura bajó como mínimo una decena de grados. El pasillo estaba desierto y no había ninguna señalización. Por instinto me dirigí hacia la derecha. Por el cielo raso pasaba una tubería negra; unos paños de hormigón, desnudos y glaucos, se sucedían sobre los muros. El sistema de ventilación zumbaba.
Todavía algunos pasos; luego, a la izquierda, una pequeña sala anodina. Asientos, una mesa baja. Enfrente, dos puertas batientes con ojos de buey. Sobre una de las paredes, intentando animar el lugar, en vano, se veía una gran fotografía de una pradera. Flotaba allí una mezcla de olores a antisépticos, café y lejía. Pensé en los vestuarios de una piscina, en la que los cadáveres serían los bañistas.
Una camilla surgió por las puertas. Un enfermero corpulento estaba inclinado sobre ella; tenía el pelo como un vikingo, con cola de caballo, y llevaba puesto un delantal de plástico.
– ¿Qué se le ofrece, señor?
La voz era amable, en contraste con su aspecto de bárbaro. Un ayudante que estaba acostumbrado a hablar con familias en duelo.
– Querría ver al doctor Valleret.
– El doctor no recibe visitas. Yo…
Para poner los puntos sobre las íes, blandí mi identificación tricolor. Las puertas se batieron en sentido inverso, dejando la camilla abandonada. Unos segundos más tarde apareció un tipo grandote y encorvado, con un cigarrillo colgando de la boca. Su mirada estaba cargada de desconfianza.
– ¿Usted quién es? No lo conozco.
– Inspector jefe Durey, Brigada Criminal, París. Me interesa el caso Simonis.
Se apoyó en el canto de la puerta y paró el vaivén.
– ¿Los gendarmes están al corriente?
Me acerqué sin responder. Era casi tan alto como yo. Su bata abierta estaba manchada y tenía una extraña manera de coger el cigarrillo con la mano cerca de los labios, cubriéndose la mitad del rostro. Hasta entonces, las mentiras no me habían dado resultado. Opté por jugar limpio.
– Doctor, no tengo ninguna autoridad en este territorio. La juez Magnan me ha echado y del capitán Sarrazin solo he recibido amenazas. Sin embargo, no me iré de esta ciudad hasta que no conozca más detalles sobre el estado del cuerpo de Sylvie Simonis.
– ¿Por qué?
– Este caso apasionaba a uno de mis amigos. Un colega.
– ¿Cómo se llama?
– Luc Soubeyras.
– Nunca he oído ese nombre.
Valleret bajó la mano. Incluso con la cara descubierta, sus facciones eran huidizas, enmascaradas. Un rostro que se daba a la fuga, pensé.
– ¿Puedo hacerle algunas preguntas? -proseguí.
– Evidentemente, no. Váyase.
– Me he informado sobre usted. Clínica d’Albert. 1999.
– ¿Ah, sí? -dijo, sonriendo-. ¿Pretende atemorizar a mis pacientes?
– Besançon es una ciudad pequeña. Podría ser perjudicial para su imagen que…
Se echó a reír.
– ¿Mi imagen? -Aplastó el cigarrillo en el suelo-. Hace mucho tiempo que no me preocupa.
Una corazonada. Ese tipo se hacía el cínico desesperadamente, pero aún tenía lo sucedido a flor de piel. Tal vez la franqueza lo ablandaría, quebraría su resistencia.
– Luc Soubeyras es mi mejor amigo -dije alzando la voz-. En este momento está en coma, después de un intento de suicidio. Era católico y su acto es doblemente incomprensible. Estos últimos meses, investigaba el caso Simonis. Tal vez eso es lo que lo llevó a la desesperación.
– Sobrarían motivos.
Me estremecí. Era la primera vez que alguien daba crédito a mi referencia a «el caso que mata». Valleret se incorporó. Iba a hablar pero todavía tenía que empujarlo un poco; bastaba un capirotazo.
– Según usted, ¿Sylvie Simonis se suicidó?
– ¿Si se suicidó? -Me lanzó una mirada de reojo-. No. No creo que hubiera sido capaz de infligirse a sí misma tal sufrimiento.
– ¿De modo que fue un asesinato?
– El más demencial, el más refinado que se haya cometido jamás en el mundo.
Había diez fotografías sobre la superficie de acero pulido. Perpendiculares a la mesa de disección.
– Quiero que sepa de qué hablamos. Con exactitud -había dicho Valleret.
Yo ya no estaba tan seguro de querer saber. Las imágenes ilustraban, una tras otra, el proceso de una descomposición humana. La primera fotografía mostraba un plano de conjunto. Un claro en pendiente, rodeado de pinos que daban a un acantilado. Una mujer estaba de espaldas, encogida y de lado, como si durmiera. El cuerpo parecía un títere desarticulado, construido con fragmentos disparatados. La cabeza, hundida entre los hombros, y el busto arqueado mostraban proporciones normales, pero las caderas y las piernas iban disminuyendo de tamaño hasta llegar a los huesos de los pies, como si se tratara de la cola de una sirena de pesadilla.
La segunda imagen era un gran plano de tarsos y metatarsos unidos solamente por filamentos de carne ennegrecida. La tercera era una toma de los muslos, verdosos, apergaminados. En la cuarta, las caderas y el sexo eran un hervidero de gusanos, que levantaban placas de crisálidas y de fibras. Luego el vientre, pútrido, violáceo, hinchado, al cual también los profanadores daban vida.
Así, se subía hasta el busto, menos roído aunque horadado por el trabajo de las larvas y, hasta los hombros, solamente veteados. La cabeza, por fin, estaba intacta pero transmitía un sufrimiento aterrador. El rostro era solo una boca, horriblemente abierta, paralizada en un grito eterno.
– Todo lo que observa es obra del asesino -dijo Valleret, al otro lado de la mesa-. Este cadáver presenta todas las etapas de descomposición. Simultáneamente. De los pies a la cabeza, se puede reconstruir el proceso de putrefacción.
– ¿Cómo es posible?
– No es posible. El asesino llevó a cabo lo imposible.
«Como si la mujer hubiera muerto varias veces», había dicho Shapiro. Esa putrefacción por etapas era, por tanto, el fruto de un trabajo realizado con particular esmero.
– Al principio -prosiguió el matasanos-, cuando los bomberos y los tíos de urgencias descubrieron el cuerpo pensaron que las condiciones meteorológicas habían provocado estas diferencias. Es lo que yo también declaré, para calmar los ánimos. Pero como sin duda usted sabe, son gilipolleces. En condiciones normales, una descomposición se completa al cabo de tres años. ¿Cómo podía haberse degradado la mitad inferior hasta ese punto en menos de una semana? El asesino provocó ese fenómeno. Concibió y creó cada fase de la degeneración.
Bajé la vista para mirar una vez más las fotografías mientras que Valleret recitaba a media voz:
El sol brillaba sobre esa podredumbre
como si cocinarla bien quisiera,
devolviendo a la gran naturaleza
centuplicado aquello que antes uniera.
¡Un médico forense poeta! Hacía buena pareja con Svendsen. Conocía esos versos. «Una carroña», de Charles Baudelaire.
– En cuanto vi el cuerpo, pensé en esta estrofa -comentó-. Hay una dimensión artística en esa carnicería. Una toma de posición estética, un poco como esas telas cubistas que exponen, en un solo plano, todos los ángulos de un objeto.
– ¿Por qué? ¿Cómo lo hizo?
El médico rodeó la mesa y se colocó a mi lado.
– Desde el mes de junio no hago más que pensar en este cadáver. Trato de imaginar las técnicas del asesino. Creo que utilizó ácidos en las partes en las que la descomposición está más avanzada. Más arriba, inyectó productos químicos bajo la piel, en los músculos, para obtener ese aspecto apergaminado. Los diferentes estados de putrefacción implican también un tratamiento particular de la temperatura y de la luz. El calor acelera los procesos orgánicos.
– ¿De modo que el cuerpo fue trasladado posteriormente al claro?
– Por supuesto. Todo se llevó a cabo en un sitio cerrado. Quizá incluso en un laboratorio.
– ¿Cree que el asesino tiene una formación en química?
– No me cabe duda. Y acceso a productos muy peligrosos.
El forense cogió una foto y luego otra que colocó encima de la serie.
– Veamos unos ejemplos. Aquí, las caderas y el sexo en plena secreción: cuando la muerte se remonta a entre seis y doce meses, los humores aparecen mientras que las carnes se transforman en fluidos. Allí, la parte superior del abdomen está en estado gaseoso: fermentación amoniacal, evaporación de líquidos saniosos. Todo esto fue provocado, retenido, controlado. Ese demente es un auténtico director de orquesta.
Traté de imaginar al asesino manos a la obra. No vi nada. Una sombra quizá, con una máscara sobre el rostro, inclinado sobre su víctima en una sala de cirugía utilizando jeringas, aplicaciones, instrumentos desconocidos. Valleret seguía:
– En ese sentido, hay algo curioso. En la caja torácica hallé un liquen que no hacía nada allí. Quiero decir: nada que ver con la descomposición. Un elemento extraño inyectado bajo las costillas.
– ¿Qué tipo de liquen?
– No conozco su nombre, pero tiene una particularidad: es luminiscente. Cuando los de salvamento descubrieron el cuerpo, el interior del pecho aún brillaba. Según los tíos de urgencias, parecía una verdadera calabaza de Halloween, con una vela adentro.
Una pregunta me daba vueltas en la cabeza: ¿por qué? ¿Por qué semejante complejidad en la preparación del cuerpo?
– Otras partes son más «sencillas» -continuó el forense-. Los hombros y los brazos acababan de alcanzar el rigor mortis, que normalmente tarda en aparecer aproximadamente unas siete horas después del óbito y se disipa, según los casos, unos días más tarde. En cuanto a la cabeza…
– ¿La cabeza?
– Todavía estaba tibia.
– ¿Cómo pudo el asesino lograr ese prodigio?
– No es nada excepcional. Cuando se la descubrió, la mujer acababa de morir, eso es todo.
– Es decir que…
– Que Sylvie Simonis aún estaba viva cuando sufrió los demás tratamientos, sí. Murió de sufrimiento. No podría decir con certeza cuándo, pero seguramente al final del suplicio. El estado del rostro así lo atestigua. En los restos del hígado y del estómago descubrí rastros de lesiones de gastritis y de úlceras duodenales que demuestran un intenso estrés. Sylvie Simonis pasó varios días agonizando.
En mi cabeza sentía un zumbido y una opresión provocadas por la angustia. Valleret agregó:
– Me arriesgaría a decir que la asesinó… con los mismos instrumentos de la muerte. No olvidó nada. Ni siquiera los insectos.
– ¿Fue él quien colocó los bichos?
– Los inyectó en las heridas, bajo la piel. Escogió los especímenes necrófagos que correspondían a cada etapa. Moscas sarcófago, gusanos, ácaros, coleópteros, mariposas. Todo el batallón de la muerte estaba allí, escalonado según una cronología perfecta.
– ¿Eso significa que tiene un criadero de insectos?
– Sin la menor duda.
Bajo el rumor de mi cabeza, unos puntos precisos se dibujaban: un químico, un laboratorio, un criadero. Pistas reales para acorralar a ese cabronazo.
– En esta región vive uno de los mejores entomólogos de Europa, un especialista en esos insectos. Él me ayudó a hacer la autopsia.
Valleret escribió las señas en una de sus tarjetas. «Mathias Plinkh», seguido de todos los detalles de su dirección.
– ¿Él también tiene un criadero?
– Es su principal actividad.
– ¿Podría considerársele sospechoso?
– Usted nunca pierde el rumbo, ¿no? Vaya a visitarlo. Se hará una idea. A mi modo de ver, es extraño pero no peligroso. Su incubadora está cerca del monte de Uziers, en la carretera de Sartuis.
Bajé otra vez la vista sobre los primeros planos y me obligué a mirarlos en detalle. Carnes hinchadas por los gases. Heridas abiertas llenas de moscas. Gusanos blancos succionando los músculos rosados. A pesar del frío, sudaba a chorros.
– ¿Ha observado otras huellas de violencia? -pregunté.
– ¿No ha tenido ya suficiente?
– Me refiero a otro tipo de violencia. Por ejemplo, señales de golpes, de brutalidades cometidas durante el secuestro.
– Hay señales de ligaduras, lógicamente, pero sobre todo de mordeduras.
– ¿Mordeduras?
El médico titubeó. Me sequé los párpados, que me picaban por el sudor.
– Ni humanas, ni animales. Según mis observaciones, la «cosa» que le ha hecho eso dispone de numerosos dientes. Parecen colmillos, desordenados, invertidos. Como si… Como si los dientes no estuvieran colocados en el mismo sentido. Una especie de mandíbula surgida del caos.
Una imagen se dibujó en mi mente. Pazuzu, el demonio asirio de la iconografía de Luc. La criatura con cola de escorpión agitándose en la sala de cirugía, su morro de murciélago inclinado sobre el cuerpo. Podía oír sus gruñidos roncos. Los ruidos de succión, de carne desgarrada. El diablo. El diablo encarnado, en flagrante delito de asesinato.
Valleret acudió en mi ayuda.
– Todo lo que puedo imaginar es una porra forrada con dientes de animal. De una hiena o una fiera. En todo caso, es un arma que tiene un mango. Debió de golpear con eso el cuerpo de Sylvie Simonis en diferentes lugares: brazos, garganta, costados. Pero subsiste el problema de las marcas de mandíbulas, muy precisas. Y, ¿por qué esa tortura en particular? No tiene relación con el resto. Yo… -Me observó de repente-. ¿Se encuentra bien, muchacho? Tiene mal aspecto.
– Estoy bien.
– ¿Quiere que vayamos a tomar un café?
– No, no, muchas gracias.
Proseguí con las preguntas habituales de un madero: concretas, para recuperar la sangre fría.
– ¿Se encontraron huellas alrededor del cuerpo?
– No. Seguramente se depositó el cuerpo durante la noche, pero la lluvia matinal lo borró todo.
– ¿Conoce la ubicación de la escena del crimen con respecto al monasterio?
– Sí, he visto fotos. En lo alto de un acantilado, encima de la abadía. El cuerpo dominaba el claustro, como una afrenta. Una provocación.
– Me han hablado de un crimen satánico. ¿Había señales o símbolos sobre el cuerpo o cerca de él?
– No lo sé.
– En cuanto al asesino, ¿qué puede decirme?
– Técnicamente, su perfil es preciso. Un químico. Un botánico. Un entomólogo. Conoce bien el cuerpo humano. ¡Quizá hasta es forense! Es un embalsamador. Pero un embalsamador a la inversa. No preserva. Acelera la descomposición, la orquesta, juega con ella. Es un artista. Y un hombre que preparó el golpe durante años.
– ¿Dijo todo esto a los gendarmes?
– Por supuesto.
– ¿Están trabajando sobre pistas precisas?
– No tengo la impresión de que las cosas estén para tirar cohetes, pero la juez y el capitán de la gendarmería llevan el asunto con mucha discreción. Quizá tienen algo…
Volvía a ver a Corine Magnan con su bálsamo de tigre y al capitán Sarrazin comiéndose las palabras. ¿Qué podían hacer contra semejante crimen? Hice una pregunta en otra dirección:
– ¿Ve alguna relación con el asesinato de la hija de Simonis, en 1988?
– No conozco bien el primer caso. Pero no hay ningún punto en común. La pequeña Manon fue ahogada en un pozo. Es horrible, pero no tiene nada que ver con el refinamiento de la ejecución de Sylvie.
– ¿Por qué dice «ejecución»?
Se encogió de hombros sin responderme. Durante su exposición había subido el tono y adquirido cierta seguridad. Ahora, recuperaba su posición encorvada. Se metía nuevamente en su piel de fracasado.
– Según su opinión, ¿cuál era su objetivo? -insistí.
Hubo un largo silencio. Valleret buscaba las palabras.
– Es un príncipe de las tinieblas. Un orfebre del mal, que se mueve por amor al refinamiento. No estoy seguro de que experimente algún goce. Quiero decir, de tipo sexual. Se lo repito: un artista. Con pulsiones… abstractas.
No conseguiría nada más. Para terminar le pregunté:
– ¿Tiene a mano una copia de su informe de la autopsia?
– Espéreme aquí.
– ¿Ha conservado también muestras del liquen?
– Sí, tengo varias. Al vacío.
Desapareció por las puertas batientes. Unos segundos más tarde, dejaba en mis manos una carpeta de color beis.
– Aquí lo tiene -dijo-. Mi informe, las constataciones de los gendarmes, las fotos tomadas in situ, el informe meteorológico, todo. He adjuntado también dos sobres de liquen.
– Gracias.
– No me dé las gracias. Le paso la pelota, muchacho. Un regalo envenenado. Durante años he vivido obsesionado por el accidente que destrozó mi vida. Después de hacer esta autopsia, solo escucho los aullidos de la mujer roída por los gusanos. -Sonrió con amargura-. Un clavo saca otro clavo, sea cual sea la podredumbre de la madera.
Volví a la superficie del mundo con alivio. Cuando atravesaba la explanada del hospital, a la luz del mediodía, mi malestar disminuyó. Sin embargo, al accionar el mando a distancia del coche, me quedé paralizado.
La imagen del demonio acababa de surgir, destrozando a mordiscos las carnes de Sylvie Simonis, rodeada de una nube de moscas, con un fondo de perros aullando. Un recuerdo, heredado de los cursos de teología, surgió en mi mente.
Belcebú provenía del hebreo Beelzebul.
El mismo derivado del nombre filisteo Beel Zebub.
El Señor de las Moscas.
A la salida de la ciudad, entré en la atmósfera de efervescencia que creaban las hojas amarillas y ocres. Según las especies de los árboles, pasaba por charcos de té, hojas de oro, tostadas quemadas. Toda una paleta de tonalidades en sordina. Apagadas y sin embargo intensas.
Había comprado una guía y mapas de cada departamento de Franche-Comté. Entré en la nacional 57 y tomé dirección sur, la de Pontarlier-Lausanne, hacia la región de Haut-Doubs y la frontera suiza.
Ahora, con la altura, los tonos otoñales retrocedían y daban paso al profundo verde oscuro de los pinos. El paisaje parecía salido de un anuncio del chocolate Milka. Pendientes verdosas, aldeas con campanarios en forma de cebolla, graneros con fachadas con frontón y largos techos poligonales que recordaban pliegues de papel manila. El cuadro era perfecto. Hasta las vacas llevaban una campanilla de bronce.
Un panel de señalización: saint-gorgon-main. Abandoné la nacional para tomar la D41. Las cumbres del Jura se aproximaban. La carretera rectilínea, bordeada de pinos y de tierra roja, evocaba las interminables landas del sudoeste de Francia. Seguí esas paredes hasta tomar la dirección del calvario de Uziers. Según el plano, Mathias Plinkh, el entomólogo, vivía en las inmediaciones.
Pronto, las curvas fueron más seguidas, aunque a veces se abrían sobre las llanuras al fondo del valle. Por fin apareció un cruce de caminos. Luego, un letrero de madera anunció: granja plinkh, museo de entomología, peritaje de tanatología, cultivo de insectos.
La nueva carretera serpenteaba entre las colinas. De pronto, una vivienda surgió, como si resbalara entre las laderas oscuras. Una construcción moderna, de una sola planta en forma de L. La alternancia de madera y piedra evocaba ciertas villas de las Bahamas, muy planas, con los muros horadados por largos ventanales que daban a una galería. Las dos partes de la L tenían estilos diferentes: de un lado, numerosos ventanales; del otro, una fachada ciega en la que estaban desperdigadas algunas lucernas. El ala de vivienda y el ecomuseo.
Un viejo poli a quien al principio de mi carrera supuestamente yo debía seguir, pero al que en realidad había arrastrado como un trasto, decía siempre: «Una investigación es tan sencilla como un timbrazo». Ojalá fuera cierto. Aparqué y llamé al interfono. Un minuto más urde, sonó una voz grave con acento del norte. Me presenté abiertamente. «Entre en la primera sala; ahora mismo estoy con usted. ¡No se pierda las láminas!»
Al penetrar en el gran cuadrado blanco del vestíbulo comprendí que Plinkh hablaba de una serie de apuntes científicos pintados a mano que colgaban en las paredes. Moscas, coleópteros, mariposas; la precisión del trazo recordaba las acuarelas chinas o japonesas.
– Las primeras planchas de Pierre Mégnin sobre los insectos necrófagos. 1888. El inventor de la entomología criminal.
Me volví hacia la voz y descubrí un gigante metido en una chaqueta negra de cuello Mao. Cabellos canos, mirada verde, brazos cruzados: un gurú New Age. Le tendí la mano. Juntó las palmas a la manera budista. Luego cerró los ojos con una untuosidad casi felina. Su actitud olía a cálculo, a artificio. Volvió a abrir los párpados y señaló hacia la derecha.
– Tenga la bondad de pasar.
Otra habitación, igualmente blanca. Más cuadros colgados; esta vez contenían insectos clavados con alfileres. Batallones de una misma familia, ordenados por tamaños y colores de sus respectivos pedigrís.
– He reunido aquí los grupos principales. Los famosos «escuadrones de la muerte». Esta sala tiene mucho éxito. ¡A los críos les encanta! Hábleles de insectos y de ecosistema y bostezarán. ¡Hábleles de cadáveres y lo escucharán religiosamente!
Se acercó a un cuadro que contenía hileras de moscas azuladas.
– Las célebres Sarcophagidae. Se presentan a los tres meses, aproximadamente. Son capaces de detectar un cadáver a treinta kilómetros. Cuando estaba en Kosovo, en calidad de experto, con solo seguirlas encontrábamos los osarios.
– Señor Plinkh…
Se detuvo delante de una serie de bastidores más gruesos, cubiertos con papel de periódico.
– Aquí he agrupado algunos casos de manual. Sucesos en los que los insectos han permitido que se confunda al criminal. Observe el ardid: cada caja está decorada con los recortes de los periódicos que se ocupan del caso.
– Señor Plinkh…
Dio todavía un paso más.
– Aquí tiene los especímenes excepcionales, que se remontan a la prehistoria. Vestigios que hemos encontrado en los despojos congelados de los mamuts. ¿Sabía que el exoesqueleto de una mosca es absolutamente indestructible?
Levanté la voz.
– Señor, he venido a hablar de Sylvie Simonis.
Se detuvo en seco y bajó lentamente los párpados. Cuando tuvo los ojos cerrados, una sonrisa se dibujó en sus labios.
– Una obra maestra. -Juntó otra vez las palmas de las manos-. Una verdadera obra maestra.
– Se trata de una mujer que sufrió un martirio atroz. De un demente que la torturó durante una semana.
Abrió los ojos de golpe, girando la cabeza como un búho. Eran ojos de ruso, con el iris muy claro y la pupila muy negra. Parecía sinceramente sorprendido.
– No le hablo de eso. Le hablo de la distribución. La manera de repartir las especies sobre el cuerpo. ¡No faltaba ni un solo insecto! Las moscas Calliphoridae, que llegan justo después de la muerte; las Sarcophagidae, que se instalan a continuación, en el momento de la fermentación butírica; las moscas Piophilidae y los coleópteros Necrobia rufipes, que llegan ocho meses más urde, cuando los líquidos saniosos se evaporan. Todo era perfecto. Una obra maestra.
– Intento descubrir su método.
La cabeza cana pivotó. El efecto de rotación quedaba aún más acentuado por el cuello Mao.
– ¿Su método? -repitió-. Venga conmigo.
Seguí al gurú por un pasillo revestido de madera de pino. Después de atravesar una puerta cortafuego, con burletes de guata, penetramos en una gran sala diáfana, hundida en la penumbra, con los dos muros laterales llenos de jaulas cubiertas con velos de gasa. Reinaba una atmósfera de vivario. El calor era sofocante. Se percibía un olor a carne cruda y a productos químicos.
En el centro de la sala, sobre una mesa de laboratorio blanca había una caja rectangular disimulada bajo una sábana. Temí lo peor.
Plinkh se acercó a la mesa.
– El asesino es como yo. Alimenta a sus insectos. Da a cada uno de ellos el organismo en mutación que les conviene.
Levantó la tela de golpe. Apareció un acuario. Al principio solo distinguí una masa en medio de un torbellino de moscas. Luego creí ver una cabeza humana, en la que abundaban los gusanos. Me equivocaba: era simplemente un gran roedor, bastante devorado.
– Verá, no existen muchas alternativas. Hay que mantener el ecosistema de cada especie, es decir, el grado de putrefacción que les corresponde.
– ¿De… de dónde los saca?
– Es sencillo, de las granjas, de los cazadores. Normalmente compro conejos. Una vez que una especie se ha alimentado, solo tengo que dar la carroña a la familia siguiente, y así sucesivamente.
– ¿Puedo fumar? -pregunté.
– Preferiría que no.
Dejé el paquete en el fondo del bolsillo.
– Me preguntaba cómo transportó a Sylvie Simonis -proseguí-. Según su opinión, ¿cómo se llevó a cabo? ¿El traslado habría afectado al desarrollo de la escenificación?
– No. Seguramente el cadáver fue introducido en una funda de plástico para luego descargarlo en el promontorio.
– ¿Y los insectos? Deberían haber escapado o morir, ¿no?
Plinkh se echó a reír.
– Pero ¡el cadáver tenía reservas! Miles de huevos que seguían a determinado tiempo de incubación. Larvas que tenían un ciclo de vida preciso. En cuanto a las moscas, no cabe duda de que recuperaron la libertad, por supuesto, pero sin alejarse. Seguían teniendo hambre, ¿comprende? De todos modos, no está del todo equivocado; aquella mañana, el cuerpo no llevaba allí mucho tiempo. Es evidente.
– ¿Por qué?
– Esos depredadores no se llevan bien entre sí. Nunca conviven, porque les atraen etapas de descomposición distintas. Si coinciden, se devoran los unos a los otros. Teniendo en cuenta que todos estaban ahí, diría que el cadáver fue depositado en el sitio solo unas horas antes de que lo encontraran.
– ¿Eso significaría que el asesino vive en la región?
– Él vive en la región.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
– Tengo un indicio.
– ¿Qué indicio?
Plinkh sonrió. Parecía divertirse muchísimo. Ese fulano no tenía la cabeza muy en su sitio y yo tenía prisa por acabar.
– Cuando examiné el cuerpo extraje numerosas muestras. Había un insecto que no provenía de nuestra región. Me refiero a nuestros países de clima continental.
– ¿De dónde venía?
– De África. Un escarabajo de la familia Lipkanus silvus, pariente de nuestro Tenebrio. Coleópteros que se manifiestan durante la reducción esquelética para hacer la limpieza final.
Menudo indicio, efectivamente. Pero no veía en qué probaba la proximidad del asesino. Plinkh prosiguió:
– Permítame contarle una anécdota. Actualmente trabajo en la elaboración de un ecomuseo para la región, que albergará las diversas especies de nuestros valles. Para ello, pago a unos adolescentes que cazan para mí: abejorros, mariposas, ácaros, etcétera. No hace mucho tiempo, uno de ellos me trajo un espécimen muy particular. Un coleóptero que no era de aquí.
– ¿El escarabajo?
– Un Lipkanus silvus, sí. El crío lo había encontrado en los alrededores de Morteau. Semejante espécimen solo podía haber escapado de una colección particular. Busqué un criadero de las mismas características que el mío en las inmediaciones, pero no encontré nada. Incluso del lado suizo. Cuando descubrí el segundo espécimen sobre el cuerpo de Sylvie Simonis, lo comprendí inmediatamente. El primero provenía del mismo lugar: la granja del asesino.
– ¿Y eso cuándo fue?
– Durante el verano de 2001.
– ¿Comentó eso a los gendarmes?
– Hablé con el capitán Sarrazin, pero él tampoco encontró nada. Se habría puesto en contacto conmigo nuevamente.
– Según usted, ¿el asesino cría una especie tropical?
– O bien viajó y trajo, a pesar suyo, un espécimen que se introdujo en el criadero o bien desarrolla voluntariamente la cepa y por una razón misteriosa coloca los bichos en su víctima. Me inclino por esta última respuesta. Este escarabajo es una firma. Un símbolo que no podemos comprender.
– ¿Es posible ver el espécimen? ¿Lo guarda?
– Por supuesto. Es más, puedo dárselo. También le daré la ortografía exacta de su nombre.
La alusión a la firma me recordó otro elemento.
– ¿Le mencionaron lo del liquen en la caja torácica?
– Estuve presente en la autopsia.
– ¿Qué opina?
– Un símbolo más. O algo que tiene una razón específica.
– ¿Ese liquen también podría venir de África?
Su expresión era de desdén.
– Soy entomólogo, no botánico.
Me imaginé el lugar donde se preparaban esos delirios. Un criadero de insectos, un laboratorio, un invernadero. ¿Qué coño hacían los gendarmes? Era imposible no encontrar un sitio tan peculiar en los valles de la región.
– Está aquí -agregó Plinkh, como si leyera mis pensamientos-. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles. Su ejército, idéntico al mío, listo para un nuevo ataque. Son sus legiones, ¿comprende?
Eché una mirada a mi derecha, hacia las jaulas veladas con gasa. Todo me pareció aumentado con una lupa. Los ácaros trotando sobre una mecha de pelo, una mosca hinchada de sangre lamiendo la que brotaba de una herida, centenares de huevos; caviar grisáceo, en el fondo de una cavidad podrida.
– ¿Podemos volver a su despacho? -pregunté con una voz sorda.
Antes de ir a Sartuis quería dar una vuelta por Notre-Dame-de-Bienfaisance. Retomé la carretera en sentido inverso, luego torcí hacia el este, en dirección a Morteau y a la frontera suiza. Pasé el pueblo de Valdahon, tomé directo al norte y volví a encontrar la presencia, aún más fuerte, de la montaña.
Curvas abruptas y furia de las piedras. Precipicios, paredes, abismos y, muy abajo, la efervescencia del verde o de los torrentes plateados. Los indicadores de altura se sucedían: 1.200 metros, 1.400 metros… A 1.700 metros un letrero anunció el despeñadero de Bienfaisance.
Cinco kilómetros más adelante, apareció el monasterio. Un gran edificio cuadrado, austero, que lindaba con una capilla de campanario perfilado. Sus muros grises estaban horadados solo por ventanas angostas, y la entrada, sellada con puertas negras, remataba el cerramiento del coro. Solo un detalle de color alegraba el conjunto: parte del techo estaba cubierta de tejas policromadas, que evocaban las exuberancias de Gaudí en Barcelona.
Estacioné en el aparcamiento y me enfrenté al viento. Inmediatamente sentí una extraña melancolía por ese sitio. Bienfaisance era el tipo de lugar en el que habría querido retirarme. Un lugar que satisfacía mi deseo de vida monacal. Apartarse del mundo, permanecer solo con Dios, en busca de la beatitud.
Una sola vez, desde que era madero, me había retirado con los benedictinos; fue después de haber acabado con la vida de Eric Benzani, un macarra chiflado, en marzo de 2000. Había decidido renunciar a mi oficio y consagrar el resto de mis días a la oración. Fue Luc, una vez más, quien vino a buscarme. Debíamos asumir nuestra segunda muerte, la que nos alejaba de Cristo, para servirlo mejor.
Sacudí la campanilla. No hubo respuesta. Empujé la puerta; se abrió. El patio central estaba limitado por una galería acristalada. Fuera, dos mujeres envueltas en abrigos jugaban al ajedrez sobre una mesa plegable. Bajo una manta escocesa, un hombre mayor dormitaba cerca de un árbol. Un sol helado se posaba sobre esos comparsas inmóviles y les daba, no sé por qué, un aire de invierno chino.
Caminé por la galería hasta llegar a una nueva puerta. Según mi orientación, daba a la iglesia. Sobre una tabla, la etiqueta de una libreta indicaba: «Apunte sus intenciones. Serán tomadas en cuenta durante la oración comunitaria». Me incliné sobre la libreta y leí algunas líneas: oraciones por las misiones lejanas, por los muertos…
Oí una voz detrás de mí.
– Este es un sitio privado.
Descubrí a una mujer rolliza que me llegaba al codo. Llevaba un gorro negro que le ceñía la frente y una esclavina oscura.
– El refugio está cerrado durante el invierno.
– No soy un turista.
Frunció las cejas. Tez morena, rasgos asiáticos, pupilas oscuras que parecían dos perlas grises en el fondo de dos ostras viscosas. Era imposible precisar una edad. Sin duda pasaba de la sesentena. En cuanto al origen, me inclinaba por una filipina.
– ¿Historiador? ¿Teólogo?
– Policía.
– Ya se lo conté todo a los gendarmes.
Ni sombra de acento pero la voz era gangosa. Le mostré mi identificación, acompañada de una sonrisa.
– Vengo de París. El caso está creando, por así decirlo, algunos problemas.
– Hijo, yo descubrí el cadáver. Estoy al corriente.
Miré el patio e hice ademán de buscar un asiento.
– ¿Podríamos sentarnos en alguna parte?
La misionera seguía inmóvil. No me quitaba de encima sus ojos acuosos.
– Tiene usted algo de religioso.
– Asistí al seminario francés de Roma.
– ¿Es por eso por lo que lo envían aquí? ¿Es usted un especialista?
Lo había preguntado como si yo fuera un exorcista o un parapsicólogo. Presentí que podía ganar algún punto de ventaja.
– Exactamente -murmuré.
– Me llamo Marilyne Rosarias. -Atrapó mi mano y la estrechó con vigor-. Dirijo la fundación. Espéreme aquí.
Desapareció por una puerta que yo no había visto. Empezaba a respirar el olor de la piedra gastada mientras observaba otra vez a los pensionistas en el patio, cuando reapareció.
– Venga conmigo. Le mostraré algo.
Su esclavina restalló como el ala de un murciélago. Un minuto más tarde estábamos fuera, enfrentándonos al viento de la montaña. Nuestro aliento se cristalizaba en bocanadas de vapor, materializando nuestros pensamientos silenciosos. Tendría que subir al despeñadero, más allá del monasterio. Marilyne se adentró valerosamente en un sendero abrupto lleno de trozos de troncos que obstruían el paso.
Diez minutos más urde, accedimos a un sotobosque de pinos y abedules en el que había diseminadas algunas rocas cubiertas de moho. Seguimos el río. Las ramas estaban revestidas de terciopelo verde; las piedras que asomaban en el agua lucían el mismo manto. Se abrió un sendero más ancho: tierra ocre y pinos negros, inextricables. Poco a poco, el ruido de las copas reemplazó la efervescencia de la espuma de las aguas. Marilyne gritó:
– ¡Casi hemos llegado! ¡El punto más alto del parque está aquí, encima de la Roche Rêche y su cascada!
Un gran claro en suave pendiente apareció, abriéndose sobre un precipicio. El monasterio estaba ahora a nuestros pies. Reconocí el paisaje de las fotos. Marilyne me lo confirmó, señalando con el índice.
– El cuerpo estaba allí, al borde del despeñadero.
Descendimos la pendiente. La hierba era tan tupida como la de un campo de golf.
– ¿Viene a recogerse aquí todas las mañanas?
– No. Solo camino por el sendero.
– Entonces, ¿cómo es que descubrió el cuerpo?
– Debido a la fetidez. Pensé que era una carroña.
– ¿Qué hora era?
– Las seis de la mañana.
Presentí otro detalle.
– Fue usted quien reconoció a Sylvie Simonis, ¿verdad?
– Por supuesto. Su rostro estaba intacto.
– ¿La conocía?
– Todos la conocían en Sartuis.
– Quiero decir, ¿personalmente?
– No. Pero el asesinato de su hija traumatizó a la región.
– ¿Qué sabe de ese primer caso?
– ¿Qué quiere que sepa?
Dejé que el silencio se impusiera. La noche caía. Una bruma de nieve pigmentaba el aire. Me apetecía encender un Camel pero no me atrevía: sin duda, por el carácter sagrado de la escena del crimen.
– Me han dicho que el cuerpo estaba vuelto hacia el monasterio.
– Evidentemente.
– ¿Por qué evidentemente?
– Porque ese cadáver era una provocación.
– ¿De quién?
Metió las dos manos bajo la esclavina. Su rostro moreno y arrugado recordaba un trozo de cuarzo negro.
– Del diablo.
«Ya lo tengo», pensé. A pesar del carácter absurdo de la reflexión, experimenté una sensación reconfortante: el enemigo estaba identificado, bajo una buena capa de superstición. Utilicé el lenguaje adecuado.
– ¿Por qué el diablo habría escogido este parque?
– Para mancillar nuestro monasterio. Para corromperlo. ¿Ahora cómo podemos rezar aquí? Satán ha lanzado sobre nosotros su estela de podredumbre.
Me acerqué al precipicio. El viento me pegaba el abrigo a las piernas. Mis pies aplastaban la hierba endurecida.
– Aparte de la elección del sitio, ¿qué la lleva a pensar en un acto satánico?
– La postura del cuerpo.
– He visto las fotografías. No he observado nada diabólico.
– Es que…
– ¿Qué?
Me lanzó una mirada de soslayo.
– Es usted un especialista, ¿verdad?
– Ya se lo he dicho. Crímenes rituales, asesinatos satánicos. Mi brigada trabaja directamente con el arzobispado de París.
Me pareció que recuperaba la calma.
– Antes de llamar a los gendarmes -dijo por lo bajo- cambié su postura.
– ¿Perdón?
– No tenía elección. Usted no conoce la fama de Notre-Dame-de-Bienfaisance. Sus mártires. Sus milagros. La tenacidad de nuestros padres para defender el lugar, constantemente amenazado de destrucción. Nosotros…
– ¿Cuál era la postura inicial?
La buena mujer volvió a dudar. Los copos de nieve revoloteaban alrededor de su rostro oscuro.
– Ella estaba tendida ahí -murmuró-, de espaldas al suelo, con las piernas abiertas.
Me incliné; el recinto y el río se extendían cien metros más abajo. De modo que el cadáver exhibía su vagina repleta de gusanos por encima del monasterio. Ahora entendía la «provocación». Satán, el príncipe rebelde, el ángel caído, queriendo siempre aplastar a la Iglesia bajo su poder y mancillarla.
– Marilyne, usted no me lo ha contado todo -dije, enderezándome-. El diablo nunca hace las cosas a medias. Había otra cosa. ¿Señales en la hierba? ¿Pentagramas? ¿Un mensaje?
Se acercó. Los elevados troncos de los pinos ululaban detrás de nosotros como tubos de un monstruoso órgano vegetal.
– Tiene razón -admitió-. Oculté un elemento. Después de todo, no era tan importante. Quiero decir, para la investigación. Pero para nuestra fundación era esencial. Cuando descubrí los despojos, comprendí inmediatamente que se trataba de un ataque satánico. Volví al monasterio a buscar unos guantes. Guantes de plástico, de los que se usan para lavar los platos. Desplacé el cuerpo para ocultar… en fin, su intimidad.
Imaginé la escena, el estado del cadáver. Esa mujer tenía agallas.
– Cuando le di la vuelta fue cuando vi la cosa.
– ¿Qué cosa?
Me dirigió una nueva mirada oblicua. Dos canicas de plomo, propulsadas por una pistola de aire comprimido. Se persignó y soltó con rapidez:
– Un crucifijo. Dios, tenía un crucifijo hundido en la vagina.
Esta revelación casi me alivió. Pisábamos territorio conocido. Ese ultraje era un clásico de la profanación. Nada que ver con la locura única, delirante, del asesinato. Para puntualizar, añadí:
– Supongo que el crucifijo estaba cabeza abajo.
– ¿Cómo lo sabe?
– No olvide que soy un experto.
Se persignó nuevamente. Iba a volver sobre mis pasos cuando el vértigo se apoderó de mí. Alguien, en alguna parte, me observaba en la penumbra. Una mirada cargada de ira que me produjo la sensación de un contacto nauseabundo. De golpe, me sentí completamente vulnerable. A la vez sucio y desnudado por esos ojos ardientes que no veía pero que me sondeaban como un hierro al rojo.
Una mano me atrapó.
– Cuidado. Se caerá.
Sorprendido, observé a Marilyne y luego escruté los pinos. Nada, por supuesto. Pregunté, con la voz alterada:
– Ese… ese crucifijo, ¿lo ha conservado?
Su mano desapareció en el abrigo. Colocó en la palma de mi mano un objeto envuelto en un trapo.
– Cójalo. Y váyase.
Marilyne me dio su número de móvil. «Por si acaso…» A cambio, le mostré el retrato de Luc; nunca lo había visto. Retomé la dirección de los pinos. A mis espaldas, me preguntó:
– ¿Por qué nos abandonó?
Me detuve. La filipina me alcanzó.
– Usted me ha dicho que había estado en el seminario. ¿Por qué nos abandonó?
– No he abandonado a nadie. Mi fe está intacta.
– Necesitamos hombres como usted. En nuestras parroquias.
– Usted no me conoce.
– Pero es joven, íntegro. Nuestra religión está muriendo con mi generación.
– La fe cristiana no está asentada sobre una tradición oral que desaparece con los oficiantes.
– En este momento, es una comunidad de dentaduras postizas que castañetean en el vacío. Nuestros jóvenes toman otros caminos, escogen otros combates. Como usted.
Metí el crucifijo en el bolsillo.
– ¿Quién le ha dicho que no se trata del mismo combate?
Marilyne retrocedió, turbada. La había hecho caer en su propia trampa: Dios contra Satán. Retomé mi camino sin volverme. No había sido más que una frase soltada sin pensar pero había dado en el blanco.
El cuerpo profanado de Sylvie no era una simple provocación.
Era una declaración de guerra.
Cuando llegué a Sartuis anochecía.
Esperaba una aldea típica del Jura, con granjas de muros entramados de madera y campanario de piedra. Sin embargo, era una de las llamadas «nuevas ciudades» hechas de hormigón. Una calle principal rectilínea cortaba limpiamente en dos el centro. La mayoría de los bloques eran talleres de relojería, cerrados desde hacía lustros; las agujas inmóviles de los relojes letreros, así lo atestiguaban.
«Sartuis -pensé-, la ciudad donde el tiempo se ha detenido.»
Conocía la historia de la zona. Desde principios del siglo XX, la región de Doubs había gozado de un desarrollo económico gracias a la relojería y a la mecanización. Todos los proyectos parecían posibles. Hasta el punto de que, en los años cincuenta, se construyó una ciudad como Sartuis. Pero habían errado el tiro. La competencia asiática y la revolución del cuarzo habían echado por tierra las grandes esperanzas de la zona.
Encontré la plaza principal, donde la arquitectura era más propia de la región. En consecuencia, antes de la fiebre de los relojes hubo un verdadero pueblo, con callejuelas, la iglesia, la plaza del mercado… Ni rastro de un hotel. La oscuridad y el silencio lo envolvían todo. Solo las farolas penetraban las tinieblas. Ningún escaparate, ningún faro les hacía eco. Esas manchas de luz eran peores que la noche y el frío. Los clavos del ataúd que se cerraba sobre mí.
Seguí conduciendo y pasé por la gendarmería. Pensé en Sarrazin. Iba a hacer lo necesario para impedir que arrastrara mis Sebago por allí. Tal vez comprobaría personalmente los hoteles.
Giré y volví hacia la plaza.
La iglesia estaba construida con bloques de granito y tenía un campanario cuadrado. Me escabullí por la callejuela adyacente a la muralla. En segundo plano había una construcción adosada al edificio, al fondo de un huerto bien rastrillado. Una rectoría a la antigua, con los muros cubiertos de hiedra y el techo de pizarra. Alineada con ella, otra construcción más reciente la prolongaba abriéndose sobre una cancha de baloncesto.
Aparqué, cogí mi bolsa y caminé hacia el portal. El cielo estaba luminoso y las estrellas se mostraban impasibles. Mis pasos crujían sobre la grava. Reinaba una absoluta soledad.
Toqué el timbre de la puerta del huerto y, sin esperar a que me abrieran, atravesé los cultivos mientras cerraba mi abrigo. Iba a llamar a la puerta pero se abrió bruscamente. Un atleta ya mayor estaba en el umbral: sesenta años, cabellos canos y ralos, con una camiseta Lacoste abombada en la barriga y un pantalón deformado de terciopelo. El rostro tenía una expresión de asombro contrariado. La mano derecha sostenía el pomo de la puerta; la izquierda una servilleta.
– ¿El párroco?
El hombre asintió. Volví a utilizar la identidad de periodista. No me convenía asustarlo.
– Mucho gusto -replicó con una sonrisa de circunstancia-. Soy el padre Mariotte. Si es para una entrevista, venga mañana por la mañana a la parroquia. Yo…
– No, padre. Vengo simplemente a pedirle hospitalidad para esta noche.
La sonrisa desapareció.
– ¿Hospitalidad?
– He visto sus dependencias.
– Es para mi equipo de fútbol. No hay nada preparado. Es…
– No busco comodidad.
Con disimulada perversidad añadí:
– Cuando estaba en el seminario se me dijo repetidas veces que un buen sacerdote deja siempre su puerta abierta.
– Usted…¿usted estuvo en el seminario?
– En Roma, durante los años noventa.
– Si es así, yo… pase.
Retrocedió para dejarme entrar.
– Con semejante nombre estaba seguro de que podría albergarme.
El sacerdote no pareció captar mi alusión a la cadena de hoteles americana. Era un cura a la antigua. El tipo de cura aislado del mundo que se ocupaba de sus fíeles, de su coro y de su equipo de fútbol aplicando a todos ellos el mismo rasero.
– Venga conmigo. -Entró en el pasillo-. Le advierto que es más bien rudimentario.
Al cruzar el comedor no pudo evitar un gruñido al ver la cena, que se enfriaba. Después de unos pasos, manipuló un pesado llavero que colgaba de su cinturón y abrió una puerta de roble para luego hacer lo mismo con otra metálica en la que colgaba un letrero: CORTAFUEGO.
Mariotte encendió un tubo fluorescente y después avanzó con paso firme. En el pasillo observé a la derecha las duchas comunes, de donde emanaba un fuerte olor a lejía y, en el fondo, una puerta acristalada que debía de dar a la cancha de baloncesto.
Entró en la habitación de la izquierda y accionó el interruptor. Vislumbré dos hileras de cinco camas, frente a frente. Cada una estaba rodeada por una cortina que colgaba de un marco. La habitación me hizo pensar en una fila de cabinas en un día de elecciones.
– Es perfecto -dije entusiasmado.
– No es muy exigente -farfulló Mariotte.
Corrió una de las cortinas y apareció una cama cubierta por un plumón amarillo. Un crucifijo de madera colgaba de la pared. No podría haber imaginado mejor escondrijo. Silencio, simplicidad, discreción.
El sacerdote batió palmas enérgicamente.
– Bueno, póngase cómodo. La puerta acristalada del fondo está abierta siempre. Si quiere salir, es muy práctica. En cuanto a mí, yo…
Se interrumpió en plena frase, comprendiendo la situación. Con poco entusiasmo, me propuso:
– ¿Quizá le apetece compartir mi cena?
– Será un placer.
En el pasillo, observé una celda de contrachapado oscuro, separada en dos compartimientos.
– ¿Es un confesionario?
– Ha acertado.
– ¿La iglesia no tiene uno?
– Este es para casos de urgencia.
– ¿Qué urgencias?
– Si alguien siente una necesidad, digamos, irreprimible de confesarse, entra por la puerta del fondo y llama. Y yo vengo a escucharlo. -En tono mordaz añadió-: Como usted ha dicho: un buen sacerdote tiene siempre la puerta abierta.
– ¿Tan creyente es la gente de por aquí?
Hizo un gesto vago y siguió caminando a marchas forzadas.
– ¿Viene o no?
En el comedor, Mariotte cogió la olla de encima de la mesa.
– Se ha enfriado, evidentemente.
– ¿No tiene un microondas?
Me fulminó con la mirada.
– ¡También podría tener un lanzamisiles! Espéreme. Volveré a calentar esto a fuego lento. Hay platos y cubiertos en el aparador.
Puse un cubierto para mí. Saboreé la atmósfera de la casa. El olor a madera encerada se mezclaba con los aromas de la comida. Una caldera ronroneaba en un rincón de la habitación. De los muros solo colgaban un crucifijo y un calendario con una imagen de la Virgen María. Todo era sencillo, natural y, sin embargo, ese bienestar parecía ser fruto de un minucioso cuidado.
– Pruebe esto -me ofreció Mariotte, posando otra vez la olla sobre la mesa-. Pasta con codorniz y setas. ¡Especialidad de la casa!
Había recobrado el buen humor. Lo observé mejor: en su rostro rosado, destacaban unos ojos claros, amistosos, circundados por numerosas pequeñas arrugas. Sus cabellos ralos, que no cesaba de echar hacia atrás, eran como un trozo de gasa blanca colocada en medio de la cabeza.
– El secreto -cuchicheó- es el coriandro. Unos pellizcos en el último momento y… ¡chas! ¡El resto de los sabores aparecen inmediatamente!
Llenó los platos con precaución, como un ladrón que reparte las joyas del botín. Pasamos unos minutos en silencio, ocupados solo en saborear la comida. La pasta estaba deliciosa. El gusto a centeno, la acidez de las setas, la frescura de las hierbas, creaban alianzas contrastadas, como una amargura gozosa.
Por fin, el sacerdote volvió a tomar la palabra para comentar ordenadamente cuestiones generales. Su parroquia que agonizaba, la ciudad moribunda, el invierno que se anunciaba precoz. Su acento no daba lugar a error: cortaba las frases a golpe de consonantes guturales. Pero un detalle le preocupaba.
– ¿Tiene los neumáticos adecuados para el coche? Debe tenerlo en cuenta.
Asentí, con la boca llena.
– Contacto. -Blandió el tenedor-. ¡Necesita neumáticos de contacto!
Con los quesos, se explayó sobre otro de sus tópicos favoritos: el bienestar de los jóvenes a través del deporte. Aproveché una pausa -entre el roquefort y el bleu de Bresse-, para pasar a hablar de mi «reportaje». Sylvie Simonis.
– Apenas la conocía -respondió Mariotte, evasivamente.
– ¿No asistía a misa?
– Claro que sí.
– ¿Era practicante?
– Demasiado.
– ¿Cómo que demasiado?
Mariotte se limpió la boca, y bebió un trago de vino tinto. Seguía sonriendo pero sentía que, en su interior, había una tensión oculta.
– Al límite del fanatismo. Creía en el regreso a los orígenes.
– ¿Como la misa en latín? ¿Ese tipo de tradiciones?
– Según ella, ¡preferiblemente en griego!
– ¿En griego?
– ¡Tal como se lo digo, muchacho! Le apasionaban los primeros siglos de la era cristiana. Los balbuceos de nuestra Iglesia. Veneraba a oscuros santos y mártires. ¡Yo ni siquiera sabía esos nombres!
Lamenté no haber conocido a Sylvie Simonis. Podríamos haber hablado de muchas cosas. Ese perfil de cristiana apasionada podía constituir un móvil: el asesino, apóstol de Satán, había escogido a una católica estricta.
– ¿Qué piensa de su muerte?
– Muchacho, no me llevará a ese terreno. No quiero recordar esa tragedia.
– ¿Tuvo un entierro religioso?
– Evidentemente.
– ¿Le dio su bendición?
– ¿Y por qué no?
– Se habló de suicidio…
Lanzó una risa forzada.
– No sé nada sobre esa catástrofe, pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que no se trató de un suicidio. -Bebió otro vaso con el codo levantado-. ¡Eso, no!
Como quien no quiere la cosa, cambié de conversación.
– ¿Ya estaba aquí cuando la pequeña Manon fue asesinada?
Sus ojos se abrieron, se dilataron, luego sus cejas se fruncieron: todos esos movimientos anticipaban una reacción colérica.
– Oiga, muchacho, le ofrezco mi hospitalidad. Estoy compartiendo mi mesa con usted. ¡No intente tirarme de la lengua!
– Discúlpeme. Tengo intención de realizar un reportaje importante sobre Sartuis y este doble suceso. No puedo evitar hacer preguntas. -Cogí la bandeja de las frutas, que estaba cerca de mí-. ¿Postre?
Cogió una clementina. Tras un breve silencio, refunfuñó:
– No podrá averiguar nada sobre el asesinato de Manon. Es un completo misterio.
– ¿Qué opina acerca de la hipótesis de infanticidio?
– Una tontería entre tantas otras. Quizá la más grotesca.
– ¿Recuerda la reacción de Sylvie? ¿Usted le dio apoyo? ¿La sostuvo?
– Prefirió retirarse a un monasterio.
– ¿Qué monasterio?
– Notre-Dame-de-Bienfaisance.
Debí suponerlo. La fundación ofrecía refugio espiritual para las personas en duelo. Marilyne me había tomado el pelo completamente. En realidad, conocía muy bien a Sylvie, pues en 1988 había pasado una temporada en Bienfaisance.
Dos puntos se relacionaban. Para su sacrificio satánico, el asesino había escogido a Sylvie Simonis porque era una cristiana ferviente. Había colocado su cuerpo cerca de Notre-Dame-de-Bienfaisance, un lugar cristiano. El móvil podía ser una forma de profanación. Pero ¿qué vínculo existía con el asesinato de la niña? ¿Era el asesino de la madre también el de la hija?
– Sylvie Simonis -proseguí-, ¿está enterrada en Sartuis?
– Sí.
– ¿Y Manon?
– No. En aquella época, la madre quiso evitar el escándalo, los medios de comunicación y todo eso.
– ¿Dónde está la tumba?
– Al otro lado de la frontera, en Locle. ¿Quiere comer algo más?
– No, gracias -contesté-. Me retiraré. Estoy agotado.
Mariotte cortó la fruta, separando los gajos con sus gruesos dedos rojos.
– Ya conoce el camino.
– ¿Estás bien instalado?
Foucault no ocultaba su hilaridad. Miré mis pies que sobresalían de la cama, las cortinas enfrente formando compartimientos, las fotos de alpinistas pegadas en las paredes.
– Confortable -respondí-. ¿Qué ha pasado hoy?
– Hemos atrapado al cíngaro. El caso de Perreux. La joyera asesinada.
– ¿Ha confesado?
– Casi nos ha agradecido que lo enchironáramos. El tío estaba aterrorizado con el fantasma de la víctima.
– ¿Y Larfaoui?
– Nada. Estamos en pleno territorio de los estupas y…
– Olvídalo. Tengo otras cosas para ti.
Le hice un resumen de la situación. La investigación de Luc en el Jura, el asesinato de Sylvie Simonis, la sospecha de satanismo que rondaba la historia.
– ¿Qué quieres que haga?
– Busca si ha habido asesinatos del mismo tipo en la región del Jura pero también en toda Francia.
Precisé las características principales del ritual y agregué:
– He podido recuperar el informe de la autopsia. Se lo mandaré a Svendsen mañana por la mañana. Podrás echarle una ojeada. Tu cultura criminal se enriquecerá.
– ¿Meto esos datos en el SALVAC?
El Sistema de Análisis de Links de la Violencia Asociados con los Crímenes era un nuevo programa informático que censaba los asesinatos cometidos en suelo francés. Una imitación del famoso VICAP estadounidense. Pero todavía estaba en una etapa embrionaria.
– Sí -dije-. Pero, sobre todo, envía una nota interna a todos los servicios de policía y de gendarmería de Francia, excepto a las comisarías de Franche-Comté. Para esa región, llama al SRPJ (Servicio Regional de la Policía Judicial) de Besançon. No quiero que los gendarmes se enteren de que estamos metidos en el baile.
– De acuerdo. ¿Eso es todo?
– No. Infórmate también sobre los criaderos de insectos de la zona.
– ¿Qué zona?
Estirado en mi cama de adolescente, cogí mi guía.
– Toda Franche-Comté: Haute-Saône, Jura, Doubs, Territorio de Belfort. Ya que estás, llama también a los suizos. Buscamos a un entomólogo. Quizá especializado en África. Amplía tu investigación a los aficionados iluminados, a los maníacos de domingo…
Silencio. Foucault tomaba notas.
– ¿Y luego?
– Haz la lista de los laboratorios de química de la región. Trata de encontrar también a los botánicos. Especialistas en setas, musgos, líquenes. Los profesionales y los aficionados, una vez más.
Buscaba un sospechoso que fuera todo eso a la vez. Tenía la esperanza de que esas características se agruparan bajo un único nombre.
– Infórmate también acerca de un monasterio convertido actualmente en una fundación -continué.
Deletreé el nombre de Notre-Dame-de-Bienfaisance y le di la dirección exacta.
– Sobre el asesinato en sí -prosiguió Foucault-, ¿no hay nada más preciso? ¿Actas de los interrogatorios? ¿Declaraciones del vecindario?
– Los gendarmes lo tienen todo pero me temo que no soy bien recibido.
– ¿Estás seguro de que Luc se interesaba en esta historia?
Ni una sola persona había reconocido su fotografía. En ningún momento había encontrado algún rastro suyo. No obstante, contesté:
– Completamente. Empléate a fondo. Y ni una palabra de esto en el despacho. Nos llamamos mañana.
Marqué el número de Éric Svendsen. Con pocas palabras repetí los hechos. El sueco parecía escéptico acerca de que Valleret hubiera logrado practicar una autopsia profesional.
– Tengo el informe -contesté-. Y muestras que hay que analizar. Te lo enviaré todo mañana por la mañana.
– ¿Por correo?
– No, en tren.
Miré los horarios del TGV que me había procurado por teléfono.
– Le daré el expediente al conductor del TGV 2014, que sale de Besançon a las siete cincuenta y tres. Estará en París a las doce y diez. Para recogerlo ve al andén, en la estación del Este. Quiero saber qué opinas. Saber cómo consiguió el asesino semejante resultado.
Para estimularlo, añadí:
– Y no dudes en pedir consejo.
– ¿Bromeas?
– Espera a ver el informe. Necesitarás un entomólogo. Y un botánico. Te mando un escarabajo, un insecto depredador de origen africano y una muestra de liquen luminiscente con el que el asesino forró la caja torácica de la víctima.
– Caliente, el asunto.
– Caliente que quema. Ese cabronazo domina todos estos conocimientos. Tú empieza desde cero. Piensa hasta en la menor manipulación. Cada etapa del ritual. Quiero el discurso de su método, ¿lo coges?
– De acuerdo, yo…
– Ve mañana por la mañana a la estación.
Después de colgar, tomé conciencia del bramido del viento que penetraba violentamente por el marco de la ventana. El bastidor silbaba como un hervidor. Había escogido una de las camas de la hilera de la derecha y había corrido las cortinas de la cama contigua, para colocar mi bolsa y su peligrosa carga.
A pesar del cansancio, opté por rezar. Me arrodillé al pie de la cama, al lado de los velos corridos. Un padrenuestro. La más sencilla y luminosa de las oraciones. El bastón con el que había surcado mi propio camino. Ese padrenuestro era mis rodillas agotadas de las primeras misas, cuando la impaciencia por ir a jugar aceleraba mis palabras. La gran inmersión en Saint-Michel-de-Sèze, cuando había descubierto la profundidad de mi fe. La letanía celosa, enérgica del futuro sacerdote, galvanizada por las campanas de Roma. Luego el grito de socorro, en África, sitiado por el olor de los cadáveres y el rechinar de los machetes. Era, por fin, la oración del madero, pronunciada en iglesias encontradas al azar para lavar mis crímenes.
Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea Tu nombre…
Un ruido estridente resonó en el pasillo.
Me sobresalté y agucé el oído. Nada. Bajé los ojos; ya tenía en la mano mi 9 mm. El reflejo había sido más rápido que mi conciencia. Volví a prestar atención. Nada. Pensé en una sirena de alarma. Una alerta de incendio.
En el momento en el que mi cuerpo empezaba a distenderse, la disonancia volvió, larga, chirriante, obstinada. Salté hacia la puerta. Acababa de abrirla cuando, una vez más, todo quedó en silencio. Me aposté en el umbral y eché una mirada al pasillo. Nadie a la vista. A la izquierda: la puerta cortafuego de la rectoría. A la derecha: la puerta acristalada exterior. Todo estaba inmóvil.
Mi atención se fijó en la celda de madera a unos metros de la salida de emergencia. Comprendí lo que acababa de escuchar: el timbre del confesionario. La cortina de uno de los dos compartimientos oscilaba.
El padre Mariotte debía de roncar como un bendito. Escondí la HK en la espalda y caminé lentamente hacia la celda. Me detuve a cinco metros. Una luz verdosa atravesaba la cortina. Pensé en coger otra vez la pipa pero entré en razón. Volví a caminar en silencio.
Cogí la cortina y la corrí bruscamente. La celda estaba vacía.
Pero había algo escrito en el panel del fondo.
Por instinto, reconocí la materia estigmatizada sobre la madera negra.
El liquen luminiscente que cubría las carnes podridas de Sylvie Simonis.
La inscripción decía:
te esperaba
El anzuelo se agitaba en la superficie del agua.
Seguí el hilo con los ojos y pude ver, entre el follaje, el extremo de la caña de pescar. Recordé que a aquel hilo se le llamaba «sedal», lo que acentuaba aún más la ligereza de la escena. El nailon brillaba bajo la luz matinal. Eran apenas las diez.
Después del siniestro hallazgo de la inscripción, di una vuelta completa a la rectoría y a sus dependencias. Desperté a Mariotte, que apenas reaccionó; solo dijo: «Vandalismo. Simple vandalismo». No me costó convencerlo de que no llamara a los gendarmes. Según él, no era el primer acto de hostilidad contra su parroquia.
Le propuse limpiar el grafiti. Mariotte volvió a acostarse sin hacerse de rogar y con absoluta tranquilidad; saqué muestras del liquen fresco, una vez fotografiada la escena. A medida que el flash de mi cámara salpicaba ese «te esperaba», mayor era mi certeza: esa frase era para mí.
Imposible dormir. Encendí mi Mac portátil para tomar nota de los hechos sucedidos desde mi llegada. Una buena manera de no seguir especulando sobre la identidad del que había escrito esa frase en el confesionario. Cargué las imágenes fotografiadas y escanée los documentos que poseía: el informe de Valleret; el plano de la región, sobre el que señalé cada lugar y cada personaje visitado; las notas de Plinkh…
A las seis de la mañana, en el despacho de la rectoría, descubrí una fotocopiadora. Hice dos copias del informe de la autopsia: una destinada a Foucault y otra a Svendsen. Luego preparé el paquete para el sueco: las muestras luminiscentes, el escarabajo, el liquen encontrado sobre el cuerpo de Sylvie.
Dudé si enviar también el crucifijo, un objeto litúrgico trivial, de mala factura. Decidí guardarlo. Yo mismo había buscado huellas dactilares: ninguna, evidentemente. En cuanto a la sangre coagulada, la adjunté en un sobre «para analizar».
A las seis y media de la mañana estaba nuevamente en la carretera, en dirección a Besançon. Seguía evitando cualquier pregunta que no tuviera una mínima respuesta. Eran poco más de las siete y ya estaba en la estación de Besançon esperando al conductor de «mi» tren. Esa técnica de transporte la había aprendido de los reporteros gráficos que conocí en Ruanda: daban sus películas a los pilotos o a las azafatas de los vuelos regulares.
A continuación, me tomé tranquilamente un café en la cervecería de la estación. Me sentía mejor: el aire, el frío, la luz. Después volví a conducir hacia las montañas, en busca de Jean-Claude Chopard, el corresponsal de Le Courrier du Jura. Tenía prisa por adentrarme en la otra vertiente de mi investigación: el asesinato de Manon Simonis, acaecido once años atrás.
– ¿Señor Chopard?
Las hierbas se movieron. Un hombre, en traje de camuflaje y con el agua hasta las rodillas, apareció. Llevaba botas altas verde oliva y un mono con tirantes del mismo color. Su rostro estaba oculto detrás de una gorra de béisbol color caqui. Sus vecinos me lo habían advertido: el sábado por la mañana «Chopard tanteaba la trucha».
Me acerqué caminando encorvado entre el follaje.
– ¿Señor Chopard? -repetí en voz baja.
El pescador me lanzó una mirada furiosa. Sacó una de sus manos de la caña, que apoyaba en la ingle, y movió los dedos. Primero el índice y el del medio, en tijera, luego cerró la mano delante de la boca. No comprendía nada.
– Usted es el señor Chopard, ¿no es así?
Con su mano libre, barrió el aire con un gesto que significaba: «Olvídalo». Levantó la caña, hizo una serie de molinetes rápidos y luego caminó hacia la orilla apartando ramas y hojas. Cuando hice ademán de ayudarlo, rechazó mi brazo y se plantó en tierra firme agarrándose al cañaveral. En la cintura llevaba dos cestos metálicos, vacíos. Chorreando, preguntó con voz gutural:
– ¿Usted no conoce el lenguaje de los signos?
– No.
– Lo aprendí en un centro de sordomudos. Un reportaje, cerca de Belfort. -Se aclaró la garganta y luego suspiró-. Si le digo «pesca», ¿usted qué contesta?
– Matinal. Solitario.
– Eso es. Y también silencioso. -Soltó los cestos-. ¿Entiende lo que quiero decir?
– Lo lamento, discúlpeme.
El hombre farfulló una frase ininteligible y tiró de sus botas. Se las quitó con un solo movimiento, hizo saltar los clips de los tirantes y surgió del mono, como una enorme mariposa de su crisálida. Debajo llevaba una camisa hawaiana y un pantalón de lona. En los pies, unas Nike flamantes.
Encendí un cigarrillo. Me miró con cara de pocos amigos.
– ¿No te has enterado de que es malo para la salud?
– No tenía la menor idea.
Se caló un Gitanes Maïs en la comisura de los labios.
– Ni yo.
Le di fuego y estudié al personaje: en la sesentena, macizo, cabellos canos que le salían de la gorra como si fueran de paja. La barba de tres días recordaba las limaduras de hierro y hasta sus orejas eran peludas. Un auténtico puercoespín, emboscado en sus propios pelos. El rostro era cuadrado, dominado por unas gruesas gafas. Una barbilla prominente le daba un aire arisco a la manera de Popeye.
– ¿Es usted Jean-Claude Chopard?
Se quitó la gorra y dibujó un ocho en el aire.
– Para servirte. ¿Y tú quién eres?
– Mathieu Durey, periodista.
Soltó una carcajada. Tiró de un baúl metálico escondido en el matorral y metió en él las botas, el mono y los cestos.
– Chaval, si quieres venderme la moto, búscate otro rollo.
– ¿Perdón?
– Treinta años de columnista en sucesos. ¿Eso te dice algo? Huelo un madero a diez kilómetros. De modo que si quieres hablar, juega limpio. ¿Lo captas?
El acento del periodista no se parecía al de Mariotte. Eran las mismas sílabas guturales, entrecortadas, pero sin la lentitud del sacerdote. Me pregunté si no habría perdido mi habilidad para camuflarme.
– Está bien -admití-. Pertenezco a la Brigada Criminal de París.
– Ya era hora. ¿Vienes por lo de las Simonis?
Asentí con la cabeza.
– ¿Misión oficial?
– Oficiosa.
– O sea, que aquí no pintas nada.
Rebuscó en el baúl y sacó por fin una botella amarillenta.
– ¿Quieres degustar mi «vinito para el postre»?
– No veo dónde está el postre.
Se rió nuevamente. Con la otra mano cogió dos vasos que golpeó como si fueran castañuelas.
– Te escucho -dijo, llenando los vasos que había dejado sobre la hierba.
Resumí la situación: la investigación de Luc, su intento de suicidio, los indicios que me habían llevado hasta allí. Mi hipótesis según la cual la investigación del caso Simonis y su acto desesperado estaban relacionados. Para terminar, le mostré la foto de Luc y escuché el ya habitual «No lo he visto nunca». Los insectos zumbaban bajo el resplandor del sol. El día prometía ser magnífico.
– Sobre la muerte de Sylvie -dijo él después del primer vaso-, no puedo decirte mucho. No cubro el caso.
– ¿Por qué?
– Jubilación anticipada. En Le Courrier consideraron que ya había hecho bastante. El caso Sylvie Simonis les cayó del cielo. La oportunidad para «aparcar a Chopard».
– ¿Y por qué este caso en particular?
– Se acordaban de mi pasión por el primer asesinato. Según ellos, me había implicado demasiado. Prefirieron enviar a un joven. Un pipiolo. Un tío que no hiciera mucho alboroto.
– ¿Querían evitar la repercusión mediática?
– Tú lo has dicho. No hay que dañar la imagen de la región. Es la política. Preferí renunciar.
Llevé el vaso a mis labios: un vino amarillo del Jura. Excelente, pero no estaba de humor para degustaciones.
– Usted hizo su propia investigación, ¿verdad?
– No fue fácil. Era imposible conseguir la menor información de los gendarmes.
– ¿Ni siquiera usted?
– Sobre todo yo. Los viejos inspectores, mis amigos, están jubilados. Un nuevo y flamante equipo llegó de Besançon. Unos descerebrados.
– ¿Como Stéphane Sarrazin?
– El descerebrado en jefe.
– ¿Y a la familia de Sylvie? ¿No la interrogó?
– Sylvie no tenía familia.
– Nadie me ha hablado de su marido.
– Sylvie había enviudado hacía años. Ya era viuda cuando Manon fue asesinada.
– ¿De qué murió el marido?
Chopard no respondió de inmediato. Había dejado su vaso, ya vacío. Ordenaba cuidadosamente los cebos, los anzuelos, los hilos en los cajoncitos de su caja de pesca. Por fin, me echó una mirada a hurtadillas.
– Quieres toda la historia, ¿no es así?
– Es el objetivo de mi viaje.
El periodista colocó diversos anzuelos en el fondo de un compartimiento.
– Frédéric Simonis se mató en un accidente de coche, en el año 1987.
– ¿Un accidente?
– Un accidente de Ricard, sí. El hombre empinaba el codo lo suyo.
Retrato de familia: un marido alcohólico muerto en la carretera, una hija asesinada en un pozo. Y ahora, la superviviente, relojera, asesinada de la peor manera. Nada cuadraba, aparte de la omnipresencia de la muerte. Chopard pareció intuir mi desasosiego.
– Frédéric y Sylvie se conocieron en la escuela politécnica de Bienne, en el cantón de Berna. La escuela de relojería más famosa de Suiza. Estaban en las antípodas el uno del otro. Él, un hijo de papá. Gran familia de Besançon, dedicada a la industria textil. Ella, hija de un viudo, artesano relojero de Nancy, fallecido cuando Sylvie solo tenía trece años. Con el talento sucedía lo mismo. Él, un inútil protegido por los viejos. Ella, becada, consecuente, un genio de la relojería. Tenía «mano de oro», como se dice por aquí. Ningún engranaje, ningún mecanismo tenía secretos para ella.
– ¿La pareja funcionó?
El pescador cerró su caja de un golpe.
– Por extraño que parezca, sí. En todo caso, al principio. Se casaron en 1980. Tuvieron a Manon y luego empezó el desfase. Frédéric zozobró en la bebida. Sylvie no cesó de progresar en su oficio. Trabajaba en un taller para Rolex, Cartier, Jaeger-LeCoultre, los más grandes. Montaba relojes valiosísimos para príncipes árabes, familias de banqueros… Todavía se entendían, en cuanto a la niña. Sentían adoración por ella. La pega eran los suegros. Nunca pudieron tragar a Sylvie. Hasta trataron de quedarse con Manon cuando murió Frédéric. Erraron el tiro. A pesar de su pasta no pudieron hacer nada. La madre era irreprochable.
– Después de la desaparición de Manon, ¿por qué Sylvie no abandonó la región? La investigación, los rumores, las acusaciones, los recuerdos: ¿por qué no huyó de todo eso? Nada la retenía ya en Sartuis.
Chopard volvió a llenar su vaso.
– Era lo que todo el mundo esperaba. Pero nadie podía intervenir. Además, acababa de comprarse un caserón. Un lugar muy conocido en la región: la Casa de los Relojes. Un edificio construido por una estirpe de relojeros célebres. Para Sylvie fue una verdadera victoria. Se instaló por cuenta propia y se encerró allí a hurgar en sus mecanismos. Siguió ascendiendo en su carrera. A pesar de los dramas. A pesar de la hostilidad que la rodeaba.
– ¿La hostilidad?
– A Sylvie nunca la quisieron en Sartuis. Dura, talentosa, altiva. Y sobre todo, extranjera. Era de Lorena. Cuando en los años ochenta la región se hundió, ella buscó un trabajo del otro lado de la frontera. Para los demás fue una traición. Sin contar con que después de la muerte de la niña, la mitad de la ciudad pensaba que ella era la culpable. A pesar de su coartada.
– ¿Qué coartada?
– En el momento del asesinato, estaba recién operada de un quiste en los ovarios, en el hospital de Sartuis.
Chopard se incorporó, empuñó las cañas y el baúl. Le ofrecí ayuda. Me puso las dos cajas en las manos. Seguí sus pasos a lo largo del sendero.
– Según su opinión, ¿los dos asesinatos están relacionados?
– Se trata del mismo caso. Y del mismo asesino.
– Según lo que sé, los métodos son muy distintos.
– Han pasado catorce años entre los dos asesinatos. Hay tiempo suficiente para evolucionar, ¿no crees?
Apreté el paso para seguir a su lado.
– Pero ¿cuál sería el móvil? ¿Por qué encarnizarse con los Simonis?
– Esa, río, es la clave del enigma. En cualquier caso, es imposible comprender el asesinato de Sylvie sin estudiar el de Manon.
– ¿Puede ayudarme con eso?
– ¿Y a ti qué te parece? Durante un año, he escrito una columna semanal sobre el caso. Lo tengo todo guardado.
– ¿Podría leerlos?
– ¡Allá vamos, chaval!
Le Courrier du Jura, 13 de noviembre de 1988
la muerte azota sartuis
Sartuis, la célebre ciudad de los relojeros de la región de Doubs, acaba de sufrir un drama infame. Aproximadamente a las diecinueve horas de ayer, 12 de noviembre de 1988, el cuerpo de Manon Simonis, ocho años, fue descubierto en el fondo de un pozo de decantación cercano a la planta depuradora de la ciudad. Según el fiscal de Besançon (Doubs), no hay duda de que se trata de un crimen.
A las 16.30, como cada día, Martine Scotto fue a buscar a Manon a la salida del colegio. La pequeña y su niñera fueron a pie hasta la urbanización de Corolles, domicilio de la señora Scotto, en los alrededores de Sartuis. Eran las 17 horas. Después de tomar su merienda, Manon bajó a la zona de juegos del barrio, debajo de las ventanas del apartamento. Unos minutos más tarde, la señora Scotto bajó a comprobar si la pequeña jugaba con sus amiguitos. No estaba allí. Nadie la había visto.
La niñera se lanzó inmediatamente en su busca por las escaleras, los sótanos, luego por el aparcamiento, situado cien metros más arriba, sobre la ladera de la colina. No había nadie. 17.30. Martine Scotto avisó a los gendarmes.
Nuevas búsquedas mientras anochecía. Los gendarmes cubrieron primero un radio de quinientos metros. 18.30. Dos brigadas de refuerzo llegaron desde Morteau. Los registros se ampliaron a un kilómetro a la redonda. Unos voluntarios civiles se unieron a los agentes uniformados.
A las 19.20, bajo una lluvia torrencial, el cuerpo de Manon fue descubierto en uno de los pozos de la planta depuradora al norte de la ciudad, cerca del calvario de Rozé. El sitio está a solo setecientos metros de la urbanización de Corolles. Según las primeras constataciones, la profundidad del pozo es de cinco metros y el agua solo llega hasta la mitad de la canalización. Pero la niña no tenía ninguna posibilidad, pues el pozo era demasiado estrecho para nadar y el agua helada, mortal. Cuando el equipo de rescate encontró a Manon, sus pupilas estaban fijas, su corazón ya no latía. La temperatura de su cuerpo estaba por debajo de los 25 grados. Todo había terminado.
El fiscal ha declinado hacer comentarios. Sabemos que esa misma noche, Martine Scotto fue interrogada en las dependencias de la gendarmería de Sartuis. Esta mañana, los servicios de búsqueda de la gendarmería seguían analizando la escena del crimen.
Hoy, toda la región está conmocionada. Todos recuerdan otro asesinato, igualmente abyecto, perpetrado no lejos del Jura hace cuatro años: el de Gregory Villemin. Un crimen que nunca ha sido dilucidado. ¿Cómo aceptar que semejante abominación se repita, y siempre en nuestras montañas? A pesar del silencio del fiscal, parece que los gendarmes disponen de pistas firmes. El magistrado ha prometido emitir un nuevo comunicado en las próximas horas. No podemos menos que esperar que este caso se solucione con la mayor rapidez. ¡A falta de ser reparada, que la ignominia sea por lo menos castigada!
Alcé la vista de la pantalla. Chopard había digitalizado los artículos. Más de un centenar de boletines cubrían el período de noviembre del 88 a diciembre del 89. Ya había mirado por encima todo el archivo una vez y ahora me concentraba sobre los principales puntos de inflexión de la investigación.
Encendí un Camel. El periodista me había autorizado a fumar en su antro, en el primer piso. Un despacho revestido de pino, donde una biblioteca se hundía bajo el peso de las cajas, las pilas de libros, los fajos de periódicos. Había también un tablero luminoso escondido bajo las planchas de diapositivas. La cueva de un periodista de sucesos, siempre con un libro o un caso a medio acabar.
Me levanté y abrí la ventana para no viciar el aire de la habitación. La casa de Chopard era un chalet sin fiorituras con muros de hormigón horadados por paneles de vidrio. Una terraza, cubierta por una lona alquitranada, dominaba la carretera a la izquierda y daba, a la derecha, sobre un jardín caótico: piscina de plástico desinflada, neumáticos destrozados, sillas plegables sobre la hierba alta.
Dejé la ventana abierta y me metí de nuevo en el caso.
Le Courrier du Jura, 14 de noviembre de 1988
caso simonis:
se organiza la investigación
Ante la crueldad del asesinato de Manon Simonis, Sartuis se ha transformado en pocas horas en una fortaleza militar. Ayer, 13 de noviembre, tres nuevas brigadas de gendarmes llegaron desde Besançon y Pontarlier. Por la tarde, el fiscal anunció que se había designado un juez de instrucción, Gilbert de Witt, y que, asimismo, había sido nombrado un jefe de investigación: el inspector Jean-Pierre Lamberton, del Servicio de Investigaciones de Morteau. «Dos hombres experimentados que ya han dado pruebas de su valía en nuestros departamentos», precisó.
Sin embargo, el comunicado del magistrado acabó con demasiada brevedad. No hay ninguna información nueva sobre la investigación. Nada sobre el informe de la autopsia. Nada sobre las declaraciones de los testigos. El fiscal tampoco precisó las principales hipótesis en las que trabajan los gendarmes. No se puede sino elogiar esta discreción. Sin embargo, los habitantes de Sartuis tienen derecho a la información.
En Le Courrier du Jura, realizamos nuestra propia investigación. Hemos sabido que Sylvie Simonis, tras ser sometida a una operación de poca importancia, abandonó el hospital en la mañana de ayer. Nadie sabe dónde se aloja desde entonces; su casa sigue vacía. Además, la declaración de Martine Scotto no ha aportado nada nuevo. El misterio es absoluto. ¿Por qué nadie vio a Manon en la zona de juegos? ¿Tomó otra salida? ¿Cómo y con quién fue hasta la planta depuradora? Manon era una niña arisca, que nunca habría seguido a un desconocido. Esto explica por qué los gendarmes se concentren en el entorno de la pequeña.
Otros enigmas persisten. Como la ausencia de huellas de pisadas o de neumáticos en la planta depuradora. O la causa exacta de la muerte de Manon. Según el equipo de rescate, el deceso por hidrocución es más probable que un ahogamiento. Pero ¿por qué las autoridades no nos dan algún detalle? ¿Por qué este silencio con respecto al informe de la autopsia? ¡Los gendarmes y los magistrados deben acabar con esta censura!
En los artículos siguientes, Chopard se convertía en portavoz de una población impaciente. Los investigadores seguían en silencio. A tal punto que Chopard tenía problemas para redactar su columna semanal. Sencillamente, según él, los gendarmes no tenían ninguna información. Ese asesinato era un completo enigma, sin lógica ni explicación, sin fallo ni móvil.
Sin embargo, diez días después de los hechos, el 22 de noviembre, Chopard daba con una primicia.
¡un ponzoñoso personaje anónimo
en el caso simonis!
A pesar de la discreción de los investigadores, hemos logrado descubrir un hecho decisivo en el caso Simonis: ¡antes del asesinato, un personaje anónimo amenazaba a la familia!
Desde el primer día, un hecho sorprende. ¿Por qué al principio de la búsqueda, los gendarmes insistieron en registrar un pozo que, tal como la investigación ha demostrado, estaba sellado con una tapa metálica? Es muy sencillo: habían sido advertidos. A las 18 horas de aquel día, tanto Sylvie Simonis, en el hospital, como los abuelos en Besançon, recibieron una llamada. En estas llamadas, que formaban parte de una serie de muchas más, se indicaba un «pozo», donde encontrarían el cuerpo de Manon. Desde hacía un mes, Sylvie y sus suegros estaban acosados por un anónimo personaje.
Según nuestras informaciones, la «voz» que llamaba estaba deformada, sin duda con ayuda de un artilugio que permitía alterar el timbre vocal. Varias empresas regionales fabrican ese tipo de juguete. Los gendarmes han interrogado a los miembros de tres empresas que fabrican ese producto. Por razones que ignoramos, los investigadores parecen pensar que el autor de los acosos no compró ese filtro, sino que lo consiguió directamente de la fuente, de uno de los mayoristas.
Por lo tanto, la pista de un merodeador o de un asesino de paso se ha dejado de lado definitivamente. Ha habido una reivindicación. Se trata de un acto de pura malignidad, que apunta a la familia Simonis. Más que nunca, los gendarmes se centran en el entorno de Sylvie y su hija. ¿Alguno de sus allegados trabajaba en una de estas fábricas? ¿Los investigadores organizarán pruebas de voces «deformadas» a fin de confundir al asesino? Esta pista parece ser una de las más sólidas actualmente.
Encendí otro cigarrillo. La similitud con el caso Gregory era increíble. Parecía que el asesino de Sartuis se hubiera inspirado en el caso de Lépanges.
Miré todas las crónicas. Los gendarmes se habían centrado en el problema de la voz. Habían probado modelos de máquinas y organizado sesiones de grabación con los allegados de los Simonis. Habían sometido a Sylvie y a sus suegros a las pruebas. Ninguna de esas voces se parecía a la del anónimo personaje.
Súbitamente, a principios de diciembre el caso volvió a cobrar actualidad.
Le Courrier du Jura, 3 de diciembre de 1988
caso simonis:
¡detenido un sospechoso!
Un rayo cayó anteayer sobre el caso Simonis. No hemos sido informados hasta esta noche, dado que los acontecimientos se han desarrollado en Suiza. El 1 de diciembre a las 19 horas, un hombre fue interrogado en su domicilio por la policía helvética. Richard Moraz, de cuarenta y dos años, artesano relojero de la empresa Moschel de Locle, en el cantón de Neuchâtel.
Según nuestras informaciones, las sospechas recaían sobre el relojero desde hace dos semanas. Su interrogatorio en territorio helvético crea evidentes dificultades jurídicas. Nuestros dos gobiernos han llegado a un acuerdo para organizar el procesamiento del hombre y Gilbert de Witt, el juez de instrucción, escoltado por los gendarmes de Sartuis, ha comenzado el interrogatorio en el otro lado de la frontera.
¿Quién es Richard Moraz? Un colega de trabajo de Sylvie Simonis, que nunca aceptó la promoción de Sylvie en septiembre pasado, en detrimento de su propia carrera. Esta decepción coincide, exactamente, con las primeras llamadas anónimas.
Un móvil como los celos profesionales parece insuficiente para explicar el asesinato. Pero hay otro indicio: Delphine Moraz, la esposa de Richard, trabaja en las empresas Lammerie que, precisamente, fabrican transformadores de voz.
En Le Courrier du Jura hemos descubierto dos hechos más. El primero: Richard Moraz es conocido por los servicios de la policía federal suiza. En 1983, cuando enseñaba en la escuela de relojería de Lausana, el artesano fue acusado de corrupción de menores. El segundo: Moraz no tiene una coartada para la hora y el día del asesinato. El 12 de noviembre a las 17 horas, se encontraba en su coche en la carretera que lleva a su domicilio.
Estos elementos no son suficientes para condenar al relojero. Y Moraz no pertenece al círculo de los allegados que habrían podido convencer a Manon de seguirlo hasta la planta depuradora. Físicamente, el artesano es un coloso de más de cien kilos con aspecto poco fiable. Se comenta que el hombre podría haber contado con la complicidad de su mujer. ¿El «asesino» sería una pareja?
Si Gilbert de Witt no consigue una confesión, deberá poner al sospechoso en libertad. En todo caso, el juez y el inspector Lamberton harían bien en acabar con su estrategia de silencio. Si fuesen más explícitos calmarían los ánimos y reducirían el clima de sospechas. ¡En Sartuis el ambiente se caldea cada día más!
Poco tiempo después, Richard Moraz fue liberado. El expediente de la acusación era tan delgado que una corriente de aire se lo habría llevado. La ciudad de los relojeros se trastornó nuevamente. Los rumores seguían, las opiniones se multiplicaban. Y Chopard bordaba sus artículos gracias a ese clima nocivo.
La situación se calmó al acercarse la Navidad. Los periódicos locales espaciaron los artículos. El mismo Chopard parecía cansado del caso.
Sin embargo, a principios del año siguiente, hubo un nuevo golpe de efecto. Releí el artículo del 14 de enero de 1989.
caso simonis:
¡el asesino confiesa!
La noticia saltó anoche. Sartuis está conmocionada. Anteayer, 12 de enero de 1989 al mediodía, los gendarmes detuvieron a un nuevo sospechoso. Este último confesó el asesinato de Manon Simonis.
De treinta y un años de edad, originario de la región de Metz, Patrick Cazeviel es un asiduo de las comisarías. Ya purgó dos penas de prisión de tres y cuatro años por robo y violencia física respectivamente. ¿Cómo han llegado los gendarmes hasta este hombre violento, antisocial, de reputación diabólica? Muy sencillo: Cazeviel es un amigo de la infancia de Sylvie Simonis.
Pupilo del Estado, a la edad de doce años residió en un hogar de acogida de Nancy. Allí conoció a Sylvie, tres años menor que él. A pesar de la diferencia de carácter y de ambiciones, los dos adolescentes se convirtieron en inseparables y, sin duda, Cazeviel nunca olvidó su pasión adolescente. Cuando Sylvie obtuvo su beca y comenzó sus estudios de relojería, Cazeviel fue detenido por primera vez. Sus caminos se separaron. Sylvie se casó con Frédéric Simonis y luego dio a luz a una niña.
Así, el abominable asesinato quizá tiene su origen en una historia de amor. ¿Qué ocurrió el pasado otoño? ¿Sylvie Simonis y Patrick Cazeviel volvieron a verse? Quizá este último fue rechazado. Tal vez quiso vengarse destruyendo el fruto del matrimonio de Sylvie. ¿Fue él quien hostigaba a la familia con sus llamadas anónimas?
De momento, el juez y los gendarmes no han hecho ningún comentario; se han limitado a anunciar la detención de Cazeviel y a registrar su confesión. Pronto será recluido en la cárcel de Besançon. ¡En Sartuis, todos rezan para que llegue el final de esta pesadilla!
Cazeviel fue liberado dos meses más tarde. No se encontraron pruebas definitivas en su contra. En realidad, desde el primer momento había algo que sonaba falso. Chopard había esbozado una descripción del sospechoso: un hombre peligroso, solitario, marginal pero en modo alguno el asesino de Manon. Abandonado por sus padres al nacer y puesto bajo la tutela del Estado, en su primer centro de acogida en Metz fue bautizado con el nombre de Patrick; Cazeviel era el pueblo donde había sido hallado. En todos los centros sociales y las familias de acogida en los que había estado las expresiones que se repetían sobre él eran: inestable, indisciplinado, violento. Pero también vivo, brillante, voluntarioso. Fue por ello por lo que pudo acceder al centro de acogida de Nancy, que ofrecía un buen nivel académico; el centro donde conoció a Sylvie.
A continuación, su lado oscuro se impuso. Robos, violencia, detenciones… Nunca perdió de vista a Sylvie, a pesar de sus períodos en chirona y de su nomadismo laboral: se le veía trabajar de leñador, de fontanero o de feriante. Los dos huérfanos estaban unidos por un pacto, una solidaridad entre niños perdidos.
A la muerte de Frédéric Simonis en 1986, ¿Cazeviel había probado suerte? Un rechazo podría explicar la rabia del hombre, y su crimen. Pero yo no lo creía así. Pensaba incluso que el maleante había ofrecido su protección a Sylvie, sin alejarse nunca de Sartuis. El asesinato de Manon debió de provocarle ciertos remordimientos: no había sabido defender a «su viuda y a su huérfana». En consecuencia, ¿por qué confesar el asesinato?
En las semanas siguientes, los gendarmes chocaron contra un muro. El registro de su domicilio no dio ningún resultado. Las pruebas de voz deformada tampoco. La reconstrucción del crimen, en febrero, terminó siendo un fiasco. En marzo, el ladrón, siguiendo los consejos de su abogado, se retractó y declaró que su confesión había sido falsa; consecuencia de la presión de los gendarmes.
Como represalia contra estos últimos, el juez Witt confió la investigación al SRPJ de Besançon. Los policías hicieron exactamente lo contrario que los gendarmes. En mayo de 1989, el comisario Philippe Setton había organizado una conferencia de prensa, violando de paso la famosa censura, para anunciar que de ahí en adelante, la investigación se centraría en… un accidente. Clamor de protesta en la sala; ¿un accidente, con esa tapa metálica arrancada? ¿Con el autor de llamadas anónimas en las que revelaba que el cuerpo de Manon estaba en un pozo? Setton no dio su brazo a torcer. Según ciertos indicios, afirmó, se podía suponer que se trataba de un juego entre niños. Un juego que habría salido mal.
La hipótesis resolvía dos enigmas: la aparente docilidad de Manon aceptando dirigirse hacia la depuradora y la ausencia de huellas sobre la tierra escarchada, amén del frágil peso de los protagonistas: unos niños. Pero sobre todo, esta pista abría un nuevo abanico de sospechosos en los que nadie había pensado: los chavales presentes aquella tarde en el área de juegos del barrio.
Los maderos se centraron en Thomas Longhini, de trece años, un muchacho mayor que Manon, que era su «mejor amigo». Todas las noches el adolescente se encontraba con ella al pie del edificio de Corolles. ¿Y aquella noche?
Tras interrogarlo una primera vez el 20 de mayo de 1989 en el ayuntamiento de Sartuis, Thomas fue liberado. Luego fue convocado una segunda vez a principios de junio por el SRPJ de Besançon, antes de ser interrogado por el juez de Witt y por un juez de menores en el Tribunal de Segunda Instancia. Se llevó a cabo una detención preventiva, bajo las drásticas condiciones previstas para el caso de un menor.
Se abandonó la versión oficial. Thomas Longhini era sospechoso de homicidio involuntario. Había cometido la imprudencia de ir a jugar con Manon en la planta depuradora. La niña se había caído por accidente. Philippe Setton declaró todo esto a los medios de comunicación. Como conclusión, se vio obligado a admitir que el adolescente no había confesado. «Todavía no», repitió, sosteniendo la mirada de los periodistas.
Dos días más tarde, Thomas Longhini era liberado y los policías abucheados por sus métodos y su precipitación. Los mismos gendarmes habían tomado partido por el adolescente. Señalaban el absurdo razonamiento policial e insistían en las amenazas telefónicas. Si Manon Simonis había muerto a causa de un accidente, ¿quién había reivindicado el asesinato antes de que se hiciera público? ¿Quién amenazaba a Sylvie Simonis desde hacía meses?
La pista Longhini fue el último acto del expediente. En septiembre de 1989, Jean-Claude Chopard dejó de escribir sobre el caso. Para todos, el caso Manon Simonis estaba archivado… y sin cerrar.
Me froté los párpados doloridos. No estaba seguro de haberme enterado de gran cosa. Y seguía faltándome la pieza esencial. Ni la sombra de una relación entre ese suceso lúgubre y el asesinato de Sylvie Simonis, cometido catorce años más tarde.
Sin embargo, tenía la confusa sensación de que algo se me había «escapado» durante la lectura. Un mensaje subliminal que no había sabido leer. Los investigadores, gendarmes o maderos, todos los que habían tenido relación con ese asesinato, debían de sentir el mismo malestar. La verdad estaba ahí, ante nuestros ojos. Había una lógica, una estructura subyacente detrás de ese caso, y nadie había tomado la distancia necesaria para descifrarla.
Una voz resonó en la escalera, proveniente de la planta baja.
– No te duermas sobre mis obras completas. ¡Aperitivo!
Chopard me esperaba en la terraza frente a una barbacoa humeante; unas magníficas truchas rosadas crepitaban sobre las brasas. Me acordé de los cestos vacíos. El veterano soltó una carcajada, como si pudiera ver mi expresión a sus espaldas.
– Acabo de comprarlas en el restaurante de al lado. Es lo que hago siempre.
Me señaló una mesa de plástico rodeada de sillas de jardín. La mesa estaba puesta: mantel de papel, platos de cartón, vasos y cubiertos de plástico. Me sentí aliviado por semejante servicio. No había riesgo de chirridos metálicos.
– Sírvete. Las municiones están a la sombra, debajo de la mesa.
Encontré una botella de Ricard y otra de chablis. Opté por el blanco y encendí un Camel.
– Siéntate. Estará listo en un momento.
Me acomodé. El sol cubría cada objeto con una fina película de calor. Cerré los ojos y traté de poner mis ideas en orden. Las palabras que acababa de leer flotaban en mi mente.
– Y bien, ¿qué opinas?
Chopard me sirvió una trucha crujiente, acompañada con patatas fritas congeladas.
– Magnífica prosa.
– No me jodas. ¿Cuál es tu impresión?
– A veces soltaba un buen rollo.
Levantó sus cubiertos gigantes a juego con la barbacoa.
– ¡Hacía lo que podía con lo que me daban! Los gendarmes estaban obsesionados con el secretismo. La verdad es que no tenían nada. Ni un pimiento. Nunca tuvieron nada.
Tiró una trucha en su plato y se sentó frente a mí.
– Pero ¿qué piensas de la investigación? Eres un madero, me interesa tu opinión.
– He visto que algo pasa. Pero no sé qué.
Chopard chocó el dorso de su mano derecha con su palma izquierda.
– ¡Eso es! ¡Exactamente eso! -Se agachó hacia mí después de beber de un trago un vaso de vino-. Hay una bruma… Una bruma de culpabilidad que flota en toda esta historia.
– ¿El culpable sería uno de los tres sospechosos?
– A mi modo de ver, los tres.
– ¿Qué?
– Es una intuición. Me puse en contacto con los tres sujetos. Yo mismo interrogué a dos de ellos, a mi manera. Puedo garantizarte una cosa: no eran trigo limpio.
– ¿Quiere decir que habrían cometido el asesinato juntos?
Engulló un lomo de carne blanca.
– Yo no he dicho tal cosa. En el fondo, ni siquiera estoy seguro de que uno de ellos sea el culpable.
– Me cuesta entender su razonamiento.
– Come, se enfriará. -Llenó su vaso y lo vació de golpe-. Cada uno de ellos tenía una parte de responsabilidad. Una especie de… porcentaje de culpabilidad. Digamos, el treinta por ciento. Los tres juntos formaban el asesino ideal.
Probé el pescado; delicioso.
– No entiendo.
– ¿Nunca te ha pasado en una investigación? La culpabilidad flota sobre cada sospechoso pero no se define nunca. Y aunque descubras al verdadero asesino, la sombra no abandona a los demás.
– Me pasa todos los días. Pero mi trabajo consiste, justamente, en limitarme a los hechos. Detener al que sostenía el arma. Volvamos al asesinato de Manon. Si tuviera que escoger un culpable, ¿cuál de ellos sería?
Chopard volvió a llenar los vasos. Su plato ya estaba vacío.
– Thomas Longhini, el adolescente -dijo finalmente.
– ¿Por qué?
– Era el único al que la niña habría seguido. Manon desconfiaba de los adultos. Me imagino a los dos aquella tarde, escapándose furtivamente, tomados de la mano, pasando por la salida de emergencia o por el sótano.
– ¿Está de acuerdo con la teoría del SRPJ?
– ¿El juego que habría terminado mal? No estoy seguro. Pero Thomas tiene su parte de responsabilidad. Eso está claro.
– Si es un crimen clásico, ¿cuál sería el móvil del adolescente?
– ¿Quién puede saber lo que le pasa a un crío por la cabeza?
– ¿Usted lo interrogó?
– No. Después de su liberación, sus padres se marcharon de Sartuis. El chaval estaba desquiciado.
– ¿Los maderos le habían apretado las tuercas?
– Setton, el comisario, no era precisamente un blando.
– ¿Sabe dónde está Thomas ahora?
– No. Creo que la familia incluso ha cambiado de apellido.
Bebí un nuevo trago. La náusea se insinuaba.
– Y a los otros dos, Moraz y Cazeviel, ¿sabe dónde puedo encontrarlos?
– Moraz no se ha movido. Sigue en Locle. Cazeviel también anda cerca. Se ocupa de un centro recreativo cerca de Morteau.
Saqué mi libreta y garabateé las señas.
– ¿Y los demás? ¿Los investigadores de aquella época? ¿Hay alguna manera de encontrarlos?
– No. Setton es ahora prefecto en algún lugar de Francia. De Witt está muerto.
Cogí mi paquete de Camel para librarme del sabor del vino.
– ¿Y Lamberton?
– Se está muriendo de un cáncer de garganta. En el Jean-Minjoz, el hospital de Besançon.
Chopard volvió a llenar mi vaso; luego me tendió su mechero para encender el cigarrillo. La cabeza me daba vueltas.
– ¿Los suegros?
– Viven en la Suiza románica. Es inútil llamarlos. Ya me rompí las narices con ellos. No quieren volver a oír hablar de esta historia.
– Una última pregunta, a propósito de Manon: sobre la escena del crimen, ¿no había señales de satanismo?
– ¿Cruces y cosas así?
– Sí, de ese estilo.
Acabé el vino de mi vaso. Al inclinar la cabeza me fui hacia atrás. Me agarré a la mesa como si fuera la borda de un barco. Creí que iba a vomitar sobre mis zapatos.
– Nadie las ha mencionado. -Chopard se inclinó, intrigado-. ¿Tienes alguna pista?
– No. Y sobre el asesinato de Sylvie, ¿tiene alguna idea?
Llenó los vasos una vez más.
– Ya te lo he dicho. Es el mismo asesino.
– Pero ¿cuál sería el móvil?
– Una venganza, que se lleva a cabo catorce años más tarde.
– ¿Una venganza por qué?
– Esa es la clave del enigma. Es lo que hay que buscar.
– ¿Por qué haber esperado tantos años para golpear nuevamente?
– Te toca a ti encontrar la respuesta. Estás aquí para eso, ¿no?
Hice un movimiento inseguro y creí que perdía de nuevo el equilibrio. Todo parecía esponjoso, inestable, oscilante. Tomé un bocado de pescado para frenar la sensación de ebriedad.
– ¿Es decir que Longhini también podría ser el asesino de Sylvie?
– Piensa un poco. ¿Por qué ha pasado tanto tiempo entre los dos asesinatos? Porque el asesino ha cambiado. Su pulsión criminal ha madurado. En 1988, Thomas Longhini tenía catorce años. Ahora tiene veintiocho. Para un asesino, es la edad decisiva. El período en el que estalla la pulsión criminal. La primera vez, quizá fue un accidente relacionado con el sadismo de un juego. La segunda vez se trata de un asesinato, perpetrado con la frialdad de la madurez.
– ¿Dónde está actualmente?
– Ya te he dicho que no sé nada. Y no será fácil hacerlo salir al descubierto. Ha cambiado de apellido, vive en otro sitio.
El sol había desaparecido. La entrevista había terminado. Me puse de pie, titubeante.
– ¿Podría usted imprimir sus artículos?
– Está hecho, amigo. Tengo una serie a punto.
Saltó de su silla y desapareció dentro de la casa. Miré los reflejos del cielo gris sobre los paneles de vidrio que dominaban la terraza; las superficies esmeriladas oscilaban como olas.
– ¡Aquí está!
Chopard me trajo un fajo encuadernado con una espiral negra. Dentro había deslizado un sobre de papel manila. Me apoyé en la barandilla. Mi cerebro y mis tripas parecían bañados en alcohol, como un gallo al vino.
– He puesto también un juego de fotos. Archivos personales.
Le di las gracias, hojeando los documentos. Un gluglú me hizo alzar los ojos.
– No te irás antes del último trago, ¿verdad?
Detuve el coche en un claro después de algunos kilómetros y respiré el aire helado. Cogí el expediente de Chopard y tiré del sobre de papel manila. Las primeras imágenes se encargarían de quitarme completamente la borrachera.
La emersión de Manon. Unas fotos tomadas rápidamente, mal encuadradas, captadas con el flash. El anorak rosa, el metal de la camilla, la manta térmica, una mano blanca. Otra foto. Un retrato de Manon viva. Sonreía al objetivo. Un pequeño rostro oval. Grandes ojos claros, curiosos, ávidos. Cabellos rubios, casi platinos. Una belleza espectral, frágil, con las cejas y las pestañas tan claras que parecía una toma sobreexpuesta.
La siguiente foto representaba a Sylvie Simonis. Era tan morena como su hija era rubia. Y de una singular belleza. Cejas espesas a la manera de Frida Kahlo. Una boca ancha, delineada, sensual. Una piel mate, enmarcada por unos cabellos divididos en dos trenzas recogidas alrededor de la cabeza. Solos los ojos eran claros. Dos burbujas de agua azulada, como prisioneras de los hielos. Curiosamente, la niña se veía mayor que la madre. No se parecían en absoluto.
Alcé la vista. A las dos de la tarde el sol ya empezaba a ponerse. Las sombras se cernían sobre el bosque. Ya era hora de que estructurara la investigación. Cogí el móvil.
– ¿Svendsen? Soy Durey. ¿Has podido echar un vistazo al expediente?
– Mágico. Tu caso es mágico.
– Vamos, no me jodas. ¿Has encontrado algo?
– Valleret hizo un buen trabajo -admitió-. Sobre todo, en lo que concierne a los bicharracos. Lo ayudaron, ¿verdad?
– Un fulano llamado Plinkh, un especialista en entomología legal. ¿Lo conoces?
– No, pero se nota que sabe. El asesino juega con la cronología de la muerte. ¡Aterrador, pero a la vez virtuoso!
– ¿Qué más?
– He empezado a hacer el listado de los ácidos que podría haber utilizado.
– ¿Productos de difícil acceso?
– No. De hospital o de laboratorio químico. No hablo solo de un laboratorio de investigación, sino de cualquier unidad de producción, en cualquier campo: desde helados para niños hasta pinturas industriales.
Le había pedido a Foucault que inventariara los laboratorios de la región, pero solo en el terreno de la investigación. Había que ampliar el campo.
– Según tu opinión, ¿es un químico?
– O un polivalente apasionado. Química. Entomología. Botánica.
– Dime algo que no sepa.
– ¡Habría preferido un verdadero cuerpo con verdaderas heridas! Tengo a varios de mis colegas trabajando, cada uno de acuerdo con su especialidad. Vamos de cabeza. Por mi parte, he descubierto un error de Valleret.
– ¿Qué error?
– La lengua. Para mí, se ha equivocado.
– ¿En qué?
– ¿No te ha dicho que estaba seccionada?
Contuve una blasfemia. No solo no me había dicho nada, sino que yo no había leído el informe con suficiente atención.
– Sigue -mascullé, buscando mis pitillos.
– Según Valleret, la víctima se cortó ella misma el órgano bajo la mordaza.
– ¿Y no estás de acuerdo?
– No. Sería muy complicado explicártelo, pero según el volumen de sangre presente en la garganta, queda excluido que la víctima se hiriera a sí misma. O bien el asesino la cortó cuando ella estaba viva y cauterizó la herida, o bien, y es lo más probable, lo hizo post mórtem. A mi modo de ver, es la única herida provocada después del deceso. Ese fulano no hizo eso por diversión. Es un mensaje. O un trofeo. Quería el órgano.
Una referencia directa a la palabra o a la mentira. ¿Una alusión a Satán? El Evangelio de San Juan: «No hay verdad en él. Cuando profiere la mentira, busca en su propio haber porque es mentiroso y padre de la mentira».
– ¿Y el liquen? -pregunté.
– En eso, Valleret no dio golpe. Tendría que haber enviado una muestra a los especialistas en…
– ¿Qué has hecho tú?
– Te digo que todos vamos de cabeza. Durey, hacemos lo que podemos.
– ¿Tus especialistas todavía no te han dicho nada?
– En principio, eso se encuentra bajo tierra, en la oscuridad de las grutas. Pero hay que proceder a su análisis.
Una intuición. La planta luminiscente representaba un papel preciso. Debía dar la luz a la obra del asesino. Era un proyector natural sobre la caja torácica cubierta de larvas, roída por la podredumbre. Una luz llegada de las profundidades. Otro nombre del diablo era Lucifer, en latín «el portador de luz».
En ese instante tuve una intuición.
El cuerpo de Sylvie Simonis estaba simbólicamente cubierto de nombres.
Los nombres del diablo.
Belcebú, el señor de las moscas.
Satán, el amo de la mentira.
Lucifer, el príncipe de la luz.
Una especie de trinidad rubricaba el cadáver.
Una trinidad invertida: la del Maligno.
El símbolo grosero del crucifijo no era más que un indicio para descifrar las señales más complejas del cuerpo. El asesino no solo se creía un servidor del diablo. Representaba, él solo, a todas las figuras consagradas de la Bestia. Svendsen seguía hablando:
– Oye, ¿estás ahí?
– Lo siento. ¿Decías?
– He hecho ampliaciones de las mordeduras. No dejo de darle vueltas a ese asunto.
– ¿Qué puedes decirme?
– Por ahora, nada.
– Cojonudo.
– ¿Y tú? ¿Dónde estás, exactamente? ¿Qué coño haces?
– Te llamaré.
Svendsen debía de haberme hablado del escarabajo pero yo no había escuchado nada. Esa omnipresencia del diablo me hundía en una incomodidad indefinible. Algo que superaba el asco habitual a los asesinatos. Un Camel que me socorriera y el número de Foucault.
– He leído el expediente. Es de locos -dijo inmediatamente.
– ¿Has iniciado la búsqueda a escala nacional?
– Una nota interna. También he consultado el SALVAC y he llamado a algunas personas.
– ¿Ha salido algo?
– Nada. Pero si el asesino ya ha atacado, saldrá. Su método es más bien… original.
– Tienes razón. ¿Los criaderos de insectos?
– En marcha.
– ¿Y los laboratorios?
– Igual. Me llevará algunas horas.
– Ponte en contacto con Svendsen. Te dará una lista ampliada de los sitios químicos.
– Todavía no hemos conseguido… Mat, yo…
– ¿Y Notre-Dame-de-Bienfaisance?
– Tengo la historia del monasterio. Nada en particular. Actualmente es un refugio para misioneros que…
– ¿Eso es todo lo que tienes?
– Por el momento. Yo…
– No te pedí que consultaras internet. ¡Muévete, joder!
– Pero…
– ¿Te acuerdas de la unita16? ¿La asociación a la que Luc envió los e-mails? Averigua si tienen alguna relación con Bienfaisance.
– De acuerdo. ¿Eso es todo?
– No. Tengo algo más que pedirte, algo más complicado.
– Vaya. Pues qué bien.
Le resumí la historia de Thomas Longhini. Catorce años, acusado de homicidio involuntario en enero de 1989. Imputado por el juez De Witt, interrogado por el SRPJ de Besançon; luego liberado. Le expliqué el cambio de apellido, la completa ausencia de pistas.
– No es moco de pavo, tu caso.
– Foucault, no volveré a repetírtelo. No trabajas en una empresa de telefonía. Pide ayuda a los otros. ¡Y encuentra algo de una vez!
El madero gruñó algo y luego pasó a las fórmulas de cortesía.
– ¿Y tú? ¿Estás bien? ¿Progresas?
Miré a mi alrededor: el bosque rojo que se hundía en las tinieblas. Seguía con el estómago revuelto y la cabeza llena de fantasmas.
– No -murmuré-. No estoy bien. Pero es señal de que voy en la buena dirección.
Colgué y giré la llave de contacto. Los pinares, las colinas desnudas, las nubes bajas se pusieron en movimiento. Una nieve diáfana espolvoreaba la atmósfera. Tomé el desvío y pasé de largo por las urbanizaciones multicolores que rodeaban Sartuis.
Me fijé en los edificios con sus revestimientos blancos y las persianas color burdeos. La urbanización de Corolles. Allí donde Manon había desaparecido una tarde de noviembre de 1988. No reduje la marcha, pero a través de las ventanillas del coche, percibí el frío, la soledad de esos edificios sobre los que el invierno acortaba los días.
Pasado un kilómetro, aparecieron los búnkeres de hormigón, más abajo en la carretera, escondidos bajo los alerces. Conduje lentamente y distinguí las canalizaciones, los tubos acodados, los estanques rectangulares.
La planta depuradora.
El lugar del crimen.
Busqué un hueco para aparcar. Saqué de mi bolsa la linterna eléctrica y la cámara digital y me puse en marcha. No había ningún sendero. Las rocas, que sobresalían entre los helechos, eran de un rojo funesto, manchadas con musgos verdosos. Penetré en la maleza.
Debajo de la pendiente, las hierbas, las hiedras, las zarzas, se libraban a un auténtico festín de piedra. Bajo los pinos, me guié por los conductos. El olor a resina aumentaba. Con cada movimiento para apartar las ramas, estallaban chispas verdes delante de mis ojos. Por encima de mí la nieve continuaba arremolinándose, clara, inmaterial.
Encontré un primer pozo, luego un segundo. Siempre los había imaginado como círculos de cemento. En realidad, eran rectangulares; grutas con ángulos rectos. ¿Cuál de ellos había sido la tumba de Manon? Seguí los conductos. El viento había cesado. Una expresión marinera vino a mi mente: calma blanca.
No sentía nada. Ni miedo ni repulsión. Solo la sensación de haber vuelto una página. En aquel lugar no vibraba ninguna resonancia, como suele suceder en ciertos escenarios del crimen donde todavía es posible imaginar el asesinato, sentir su onda expansiva. Me incliné encima de uno de los pozos. Intenté imaginar a Manon, con sus cabellos flotando sobre la superficie negra, con su anorak rosa hinchado por el agua. No vi nada. Miré el reloj: las dos y media. Hice algunas fotos -una formalidad-; luego di media vuelta y me orienté hacia la pendiente.
En ese momento, oí una risa.
Una imagen brota, fulgurante, cerca de un pozo. Unas manos sostienen el anorak rosa. La risa se vuelve carcajada. No es una visión fugaz. Es una revelación sorda, que obliga a entrecerrar los ojos, a prestar oído. Me concentro, acechando una nueva imagen. Nada. Estoy a punto de partir cuando, de pronto, un nuevo resplandor me atrapa. Unas manos empujan el anorak. Destello furtivo. Roce del acrílico sobre la piedra. Grito absorbido por el abismo.
Me caí en las zarzas. El lugar no se había librado de su horror. La huella del crimen estaba allí. No se trataba de un fenómeno paranormal; era la capacidad del imaginario para proyectarse en el círculo de una escena violenta, para descifrarla, aprehenderla a otro nivel de la conciencia.
Me levanté y traté de llamar nuevamente a aquellos fragmentos. Imposible. Cada intento los alejaba un poco más, exactamente como un sueño que al despertar no cesa de difuminarse a medida que uno busca en la memoria.
Di media vuelta entre ramas y espinas. El suelo parecía hundirse bajo mis pasos. Había llegado la hora de cruzar la frontera.
En el umbral, una peana anunciaba: ¡chucrut a veinte francos, cerveza a voluntad! Empujé las puertas estilo saloon de la Granja Zidder. El restaurante, íntegramente de madera, recordaba la cala de un navío. La misma penumbra, la misma humedad. Al hedor de cerveza se sumaban los efluvios de tabaco frío y de chucrut rancio. El salón estaba vacío. En las mesas todavía quedaban los restos de recientes comidas.
Los vecinos de Richard Moraz me habían informado que este último comía cada sábado en ese restaurante bávaro. Pero eran las tres y media. Llegaba demasiado tarde.
Sin embargo, solitario al final de la barra, un hombre enorme vestido con un mono a rayas finas leía el periódico. Una montaña de carne, con pliegues tectónicos. El artículo de Chopard hablaba de un «coloso de más de cien kilos». Tal vez mi relojero… Estaba inclinado sobre el periódico, bolígrafo en mano, gafas sobre la punta de la nariz y una jarra de cerveza enfrente. Llevaba un anillo de sello en casi todos los dedos. Me senté a algunos taburetes de distancia, mirándolo de reojo. Sus facciones eran duras y su mirada más dura aún. Pero aquel rostro, delimitado por una sotabarba, desprendía cierta nobleza. Mi convicción surgió con intensidad: Moraz. Estaba de acuerdo con Chopard. Al verlo, uno pensaba inmediatamente: «culpable».
Pedí un café. El hombretón, con los ojos fijos en el periódico, se dirigió al barman:
– Negro corto. Seis letras.
– ¿Café?
– Seis letras.
– ¿Expreso?
– Olvídalo.
El barman deslizó una taza en la barra y la dejó frente a mí. Dije:
– Pigmeo.
El obeso me lanzó una breve mirada por encima de sus gafas. Bajó de nuevo los párpados y luego declaró:
– Regulación interior. Diez letras.
El tipo de detrás de la barra aventuró:
– ¿Alfa-Romeo?
Yo soplé:
– Conciencia.
El hombre me observó atentamente. Sin quitarme los ojos de encima, prosiguió:
– Sin cultura. Siete letras.
– Eriales.
En mis primeros tiempos de guardia, había pasado horas haciendo crucigramas. Me sabía de memoria esas definiciones que jugaban con el sentido de las palabras. El hombretón esbozó una sonrisa maliciosa.
– Todo un campeón, ¿eh?
– Aguafiestas. Seis letras.
– ¿Cenizo?
Dejé mi identificación sobre la barra.
– Madero.
– ¿Se supone que es un chiste?
– Usted mismo. ¿Es usted Richard Moraz?
– Estamos en Suiza, colega. Puedes meterte tu identificación donde ya sabes.
Guardé el documento y le ofrecí mi mejor sonrisa.
– Lo tendré en cuenta. Entretanto, ¿qué tal algunas respuestas a ciertas preguntas, rápidamente y sin hacer mucho ruido?
Moraz apuró la cerveza; luego se quitó las gafas que guardó en el bolsillo del peto de su mono.
– ¿Qué quieres?
– Investigo el asesinato de Sylvie Simonis.
– Muy original.
– Creo que ese asesinato está relacionado con el de Manon.
– Todavía más original.
– De modo que estoy aquí para verlo a usted.
– Colega, eres un ejemplar realmente único.
El relojero se dirigió al camarero, que estaba sacando brillo a la cafetera.
– Ponme otra jarra. Oír gilipolleces me da sed.
Dejé pasar el insulto. Ya me había hecho una idea del personaje: lenguaraz, agresivo, pero más astuto de lo que su grosería hacía suponer.
– Catorce años más tarde, todavía tienen que joderme con eso -prosiguió con voz consternada-. Has leído la acusación, ¿no? Ni una sola línea se sostenía. La prueba definitiva era un juguete, una máquina para falsear la voz fabricada en el taller donde trabajaba mi mujer.
– Estoy al corriente.
– ¿Y no te da risa?
– Sí.
– Es más divertido aún si se sabe que yo estaba en pleno divorcio. Con mi parienta solo nos hablábamos por carta certificada. Para ser cómplices no está nada mal, ¿no crees?
Cogió la nueva jarra y se pulió la mitad de golpe. Cuando la dejó, un reguero de espuma empapaba su barba. Después de limpiarse con la manga concluyó:
– ¡Todo eso fue cosa de gabachos!
Observé una vez más sus manos, sobre todo sus anillos. Uno representaba una estrella incrustada en una voluta bizantina. Otro tenía espirales y arabescos. Y otro aún, tenía una concavidad circular cruzada por una varilla, como la argolla de un reo. Una voz me susurró una vez más: «culpable». Era la voz de Chopard con su teoría del treinta por ciento.
– Usted ya ha tenido problemas con la justicia.
– ¿Por corrupción de menores? Vamos, colega, soy yo el que debió poner la denuncia. ¡Por acoso sexual!
Bebió una vez más a la salud de su sentido del humor. Encendí un cigarrillo.
– También está la circunstancia de que no tiene usted coartada.
– Las cinco y media. ¿Qué se hace a esa hora? Se vuelve a casa. Con vosotros los maderos, habría que organizar siempre un cóctel a la hora del crimen. Así, un centenar de personas podrían servirles una coartada en bandeja.
Bebió un último trago y luego posó pesadamente la jarra.
– Cuanto más te miro -dijo- más convencido estoy de que no conoces mi expediente. No pareces estar en el ajo, colega. Dudo que tengas alguna autoridad en este caso, incluso en el lado francés.
– Usted tenía un móvil.
Se rió, socarrón. A fin de cuentas, la conversación parecía divertirlo. A menos que la cerveza estimulara su alegría de vivir.
– Eso es lo mejor de toda la historia. ¿Se supone que maté a una niña por celos profesionales? -Estiró su enorme mano-. Mira esta mano, tío. Es capaz de hacer milagros. Sylvie tenía manos de oro, es cierto. Pero yo también, puedes preguntárselo a los colegas. Además, he acabado consiguiendo mi promoción. Todo eso no son más que gilipolleces.
– Habría podido usted llamar a Sylvie durante meses solo para hacerle daño.
– No sabes nada del asunto. Si te hubieras informado mejor sabrías que la tarde del crimen, el asesino fue hasta el hospital para llamar a Sylvie. Para refregarle su crimen brutalmente desde una cabina, a unos metros de su habitación.
Ignoraba ese detalle. El mamut continuó:
– Utilizó la cabina telefónica del vestíbulo del hospital. ¿Me imaginas a mí, con esta barriga, embutiéndome en una cabina? -Se golpeó el vientre-. ¡Aquí tienes mi coartada!
– Tal vez eran varios, un equipo.
El relojero saltó de su asiento. Cayó pesadamente sobre sus piernas y se plantó frente a mí. Era más bajo que yo pero debía de pesar ciento cincuenta kilos.
– Ahora lárgate de aquí. Este es mi país. No tienes ningún derecho. Aparte del derecho a que te haga una cara nueva.
– Manitas de oro, ¿no?
Le inmovilicé el brazo derecho sobre la barra y aplasté mi Camel sobre uno de sus anillos. Intentó levantar el puño en un acto reflejo pero seguí sujetándolo.
– Me llamo Mathieu Durey -dije-. Brigada Criminal de París. Infórmate. Se podría empapelar esta habitación con mis actas de detenciones. Y quizá es porque no respeto mucho las normas.
El hombre jadeaba como un caniche.
– Tengo la sensación de que estás metido en este lío, hombretón. Hasta el cuello. No sé todavía cómo ni por qué, pero puedes estar seguro de que no me largaré de aquí hasta que no haya encontrado las respuestas que busco. Y ni tus abogados ni tu frontera de mierda te protegerán.
Su rostro transpiraba odio por todos los poros. Dejé su brazo, cogí mi taza y la vacié de un trago.
– Fundido en negro. Once letras.
– ¿Ennegrecido?
– Carbonizado. Hasta pronto, «colega».
Mi primera escapada suiza me dejó un mal sabor de boca. Pasé la aduana y tomé hacia el nordeste, en dirección a Morteau. A medida que me acercaba a la ciudad, los letreros en forma de salchichas me daban la bienvenida. Encantador. Entré en la ciudad, hundida en un valle estrecho. Los tejados marrones se multiplicaban, color opio o, para estar a tono, color morcilla.
Patrick Cazeviel trabajaba en un centro al aire libre cerca de Gaudichot, al sur de Morteau. Consulté el mapa y tomé una departamental. Rápidamente, una señalización indicó la dirección del centro recreativo; también enumeraba las posibles actividades: kayak, ciclismo de montaña, etcétera.
Me costaba imaginar a Cazeviel en ese lugar. Después de la tragedia de Manon había sido sospechoso de diversos atracos. No veía a semejante zorro en el pellejo de un animador. Eso no era una reinserción, sino una redención milagrosa.
Seguí el camino de tierra y llegué a un gran edificio en ángulo recto, construido con troncos negros, con reminiscencias de los ranchos de los primeros colonos estadounidenses aislados en bosques vírgenes. Tan pronto como puse un pie en el suelo, me recibieron ruidos infantiles. Era sábado; el centro debía de estar a rebosar.
Giré el pomo de la puerta y entré en el refectorio. Había decenas de abrigos colgados. Un ventanal daba a una pendiente de hierba cortada al ras, que descendía hasta el lago. Una cuarentena de niños corría, se agitaba, gritaba, como si una particular embriaguez subiera desde el césped. Encontré otra puerta y salí afuera.
En el aire había un perfume de goce, de alegría irresistible. El lago gris, los árboles verdes, el olor a hierba fresca, esos gritos que se elevaban clamorosos. Ese patio de recreo sin límite, resplandeciente en el aire frío, despertaba en mí una parte olvidada, que había huido. No era un recuerdo de la infancia sino esa promesa de felicidad que uno siempre lleva consigo sin poder formularla jamás, sin poder ni siquiera concebirla. Una apetencia irracional de paraíso, sin justificación concreta.
Una voz interrumpió mi ensueño.
Un animador quería saber qué hacía allí.
Pretendí ser un amigo de Cazeviel. Me indicó la arboleda que enmarcaba el lago. Corté a través del césped sorteando un partido de fútbol, esquivando el balón prisionero, y descubrí un sendero que serpenteaba entre los pinos.
En el linde del bosque, un huerto extendía sus eras negras y simétricas. Un hombre en cuclillas estaba atareado junto a una carretilla. Caminé hacia él entre las lechugas y las tomateras.
– ¿Patrick Cazeviel?
El hombre alzó la cabeza. Torso desnudo, estaba de rodillas con las dos manos en la tierra. Tenía la cabeza rapada, facciones bien proporcionadas, pero había en él algo inquietante. Esa hermosa cara tenía también una parte de Freddy Krueger, el asesino de cuchillos de acero que destripaba a los adolescentes mientras dormían.
– ¿Patrick Cazeviel?
Se puso de pie, sin decir palabra. Lo que había tomado por una ilusión óptica, la sombra del follaje sobre su piel, era real. Impresionantemente real. El hombre tenía el torso enteramente tatuado. Dibujos febriles, entrelazados, cubrían su pecho y sus brazos. Dos dragones orientales trepaban sobre sus hombros, un águila desplegaba sus alas sobre sus pectorales, una serpiente azul oscuro se enroscaba alrededor de sus abdominales. Parecía una criatura cubierta de escamas.
– Soy yo -dijo, tirando una lechuga a la carretilla-. ¿Quién es usted?
– Me llamo Mathieu Durey.
– ¿Es de Besançon?
– París. Brigada Criminal.
Me inspeccionó de arriba abajo, con descaro. Pensé en mi aspecto. El abrigo flotando, el traje arrugado, la corbata torcida. Éramos tan característicos el uno como el otro: el madero y el ex convicto. Dos caricaturas en el viento de la tarde. Cazeviel esbozó una sonrisa.
– Sylvie Simonis, ¿verdad?
– Como siempre. Y su hija, Manon.
– Estamos un poco lejos de su jurisdicción, ¿no?
Sonreí a mi vez y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó con un gesto de la cabeza.
– Lo que le propongo -dije encendiendo el mío- es una conversación amistosa.
– No estoy seguro de querer tener amigos como usted.
– Solo unas preguntas. Luego yo vuelvo a mi coche y usted a sus lechugas.
Cazeviel escrutó el lago que se extendía a mi izquierda. Plata gris y azul cielo. Se quitó los grandes guantes de lona y golpeó el uno contra el otro.
– ¿Un café?
– Será un placer.
Se dejó caer sobre un montón de tierra y tendió el brazo detrás de la carretilla. Cogió un termo y un vaso de plástico. Desenroscó el capuchón de la botella y le dio la vuelta para tener así una segunda taza. Echó el café con cuidado. Veía esos músculos moviéndose bajo los tatuajes. Tenía cuarenta y cinco años -lo sabía por los artículos-, pero su cuerpo parecía de treinta.
Cogí la taza que me tendía y me senté sobre un montón de arcilla. Hubo un silencio. Cazeviel parecía insensible al frío. Pensé en el chico huérfano que había hecho una promesa a Sylvie Simonis.
– ¿Qué quiere saber?
– Lo mismo que todo el mundo.
– Tío, es agua pasada. Hace tiempo que no me joden con eso.
– No tardaré mucho.
– Dime.
– ¿Qué lo impulsó a confesar el asesinato de Manon?
– Los gendarmes.
Bebí un sorbo de café; estaba templado, pero bueno. Adopté un tono irónico.
– ¿Lo sacudieron ellos y se derrumbó?
– Eso mismo.
– En serio. ¿Qué le pasó?
– Quería joderlos. Para ellos, yo era forzosamente el culpable. Qué cojones les importaba que Sylvie fuera para mí como una hermana. Para esos gilipollas, solo contaban mis antecedentes. Entonces, les dije: «Vale, tíos, metedme en chirona». -Cruzó sus dos puños, como esperando las esposas-. Quería llevarlos hasta el final de su lógica de mierda.
Cazeviel hablaba con una lentitud, una indolencia inquietantes; una ductilidad que hacía pensar en los reptiles pintados en su piel.
– Con su historial, era más bien arriesgado, ¿no cree?
– Yo vivo con el riesgo.
El hombre se parecía al protector que había imaginado. Un ángel guardián, pero inquietante, amenazador. Volví sobre un detalle que me preocupaba.
– En 1986, usted salió de la prisión.
– Consta en mis antecedentes.
– Sylvie estaba casada, era madre de familia, una relojera brillante. ¿Tenía contacto con ella?
– No.
– ¿Cómo la encontró? Ella ya no usaba su apellido de soltera.
Me miró con curiosidad. De modo que el enemigo era más peligroso de lo que parecía, pero era evidente que ese descubrimiento le traía sin cuidado. Sonrió.
– ¿La oferta del pitillo sigue en pie?
Le ofrecí un Camel. De paso, cogí uno para mí.
– Te confiaré algo. Algo que nunca le he dicho a nadie.
– ¿A qué debo tal honor?
– No sé. Quizá porque pareces tan zumbado como yo. Después de salir de chirona, me instalé en Nancy con unos colegas. Nos dedicábamos a atracar en Suiza. Cada noche, pasábamos la frontera sigilosamente. Del otro lado nos esperaba un coche. Robábamos en Neuchâtel, Lausana; a veces hasta en Ginebra.
Pasé al tuteo.
– No olvides que soy un madero.
– Ya ha prescrito, chaval. En resumen, nos dimos cuenta de que también podíamos hacer el agosto en este lado de la frontera, en algunas casas de tipos importantes. Sartuis, Morteau, Pontarlier… Una noche, robamos en un taller extraño, lleno de preciosos relojes. Entonces vi las fotos. Las fotos de Sylvie y su hija. ¡Joder! ¡Estaba en su casa! El amor de mi juventud se había casado y tenía una niña.
Dio una calada al cigarrillo, para digerir una vez más su sorpresa y su amargura.
– Dije a los demás que volvieran a ponerlo todo en su sitio. Hubo un poco de alboroto, pero se calmaron. Después de eso, volví a establecer contacto con Sylvie.
– Ya había enviudado, ¿verdad?
Sopló sobre el extremo incandescente de su cigarrillo, que pasó al rojo vivo.
– Es verdad que me hice ilusiones. Pero nuestros caminos ya no podían volver a cruzarse.
– Como cristiana, ¿ella te sermoneaba?
– No era de esas. Y tampoco era lo bastante ingenua como para pensar que con las monsergas del cura yo tomaría el buen camino. Enterrarme en un aserradero por un salario miserable.
– Sin embargo, eso es lo que hiciste.
– Sí, a veces. Son mis épocas tranquilas.
– ¿Como ahora?
– Ahora es diferente.
– ¿Qué es diferente?
Cazeviel bebió un buen sorbo de café sin contestar.
– Cuando murió Manon, ¿cómo reaccionaste?
– Cólera. Rabia.
– ¿Te había hablado de las llamadas anónimas?
– No. No me había dicho nada. Si no… la hubiera protegido. No le habría pasado nada.
– Que confesaras el asesinato a los gendarmes no fue muy respetuoso con su duelo.
Me lanzó una mirada asesina. Su torso se tensó, sus tatuajes cobraron vida. Por un instante, creí que me iba a saltar al cuello, pero concluyó con voz serena:
– Tío, era un problema entre la pasma y yo, ¿te enteras?
No insistí.
– ¿Sylvie tenía sospechas sobre la identidad del verdadero asesino?
– Nunca quiso decirme nada. De lo único que estoy seguro es de que ella no creía para nada en la investigación de los gendarmes, con sus miserables pistas y sus móviles de mierda.
– Y tú, ¿qué opinas?
Miró una vez más el lago, fumando el pitillo hasta el final.
– Para acusar, hacen falta pruebas. Nadie supo nunca quién mató a Manon. Quizá un chiflado que golpeó al azar. O un tío que odiaba a Sylvie y a su hija, por alguna razón desconocida. Lo que está claro es que ese cabrón anda suelto.
– ¿Para ti es el mismo hombre que el que la atacó catorce años más tarde?
– Seguro.
– ¿Sospechas de alguien?
– Te digo que las sospechas me la traen floja.
– ¿Nunca investigaste por tu cuenta?
– No he dicho mi última palabra.
Me puse de pie y sacudí el polvo de mi abrigo. Él me imitó; arrojó el termo y las tazas entre las lechugas de la carretilla.
– Adiós, poli. Cada uno, su camino. Pero si averiguas algo, me interesará saberlo.
– ¿Y recíprocamente?
Aceptó sin decir palabra y empuñó la carretilla. Miré cómo se alejaba y me di cuenta de que no había visto lo mejor: en su espalda, un diablo magnífico, con los cuernos retorcidos y una cara de carnero, abría sus alas de murciélago.
Pensé en esa curiosa historia de amor y amistad entre un hombre inculto y una relojera superdotada. Un buen drama, con personajes cautivadores.
Solo había un problema: todo era falso.
Estaba seguro: Patrick Cazeviel me había mentido como un bellaco.
Volví a la carretera pensando en el tercer hombre: Thomas Longhini, el crío desaparecido. Debía encontrarlo, urgentemente. Llamé al buzón de voz. No había mensajes de Foucault.
Más abajo, la luz del crepúsculo iluminaba el valle de Sartuis y sus barrios abigarrados. Observé un grupo de residencias con tonalidades más sobrias. Casas tradicionales rodeadas de jardines. Los ventanales estaban hundidos en la sombra pero en el tejado opuesto, los postigos todavía brillaban. Esas viviendas estaban todas orientadas hacia el este. Eso me recordó un detalle que había leído en mi guía.
En otra época, los talleres de relojería siempre miraban hacia el este, a fin de aprovechar el sol el máximo tiempo posible. Los artesanos de Haut-Doubs, que también eran agricultores, empezaban a trabajar desde el alba, antes de ir a labrar los campos. Este pensamiento me llevó a otro: la Casa de los Relojes de Sylvie debía de encontrarse en ese barrio. Comprobé mis notas. Chopard me había escrito la dirección: «42, rue des Chênes».
Merecía la pena desviarse.
Las obras de renovación se ocupaban de los muros de piñón cortado, los revestimientos de madera, los entramados de las fachadas. Los jardines de entrada estaban floreciendo, los coches aparcados en el borde de las aceras o en aparcamientos descubiertos eran todos de marca alemana: Audi, Mercedes, BMW. No hacía falta ser un perspicaz sabueso para adivinar que en ese barrio residencial vivían la flor y nata de las fábricas de micromecánica o de juguetes, que habían reemplazado en esos valles la actividad relojera.
Encontré la rue des Chênes, que subía por una colina. Las farolas se espaciaban, las residencias quedaban escondidas en los grandes jardines que las rodeaban. Puse primera y subí la cuesta en la oscuridad.
La Casa de los Relojes era la última, retirada de la carretera. Un bloque macizo en el que los faldones del tejado, que descendían hasta muy abajo, formaban una pirámide de sombra. El primer piso estaba revestido de madera mientras que la planta baja tenía un revoque blanco. Esperaba encontrarme con un castillo recargado, un portal negro, torres con lúgubres gemidos. Sin embargo, la casa parecía más bien una importante granja del lugar, que tenía un garaje sobre la derecha, debajo de la cuesta.
Pasé por delante sin reducir la velocidad, subí hasta una rotonda, entré en una calle sin salida y frené en seco bajo los árboles. Apagué los faros y aparqué. Nadie a la vista. Caminé hacia mi objetivo a través de los campos, alejándome de las farolas.
Llegué a la fachada posterior. No había puerta en ese lado. Probé con los postigos cerrados. Uno de ellos tenía juego. Deslicé mi mano en el resquicio, encontré el pestillo y abrí un panel. Descubrí una ventana abatible. Suavemente, traté de introducir los dedos. No lo logré. En el interior, la manilla cerraba sólidamente el marco.
Opté por aprovechar los medios disponibles. Recogí una piedra, la envolví en mi abrigo y di un golpe seco al cristal. El vidrio estalló. Deslicé mi brazo por el hueco y giré la manilla. Unos segundos más tarde estaba dentro de la casa. Volví a cerrar los postigos y la ventana y deposité en el suelo los restos de cristal que había recogido en el exterior. A menos que tuviera muy mala suerte, la rotura no se detectaría hasta pasadas varias semanas.
Me quedé inmóvil, empapándome de la atmósfera del sitio. A lo lejos ladró un perro. No sabía con exactitud en qué lugar de la casa me encontraba. El silencio, la oscuridad, me daban la sensación de haberme sumergido, repentinamente, en aguas heladas. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Delante de mí, un pasillo. A mi derecha, una escalera. A la izquierda, puertas cerradas.
Tomé el pasillo y llegué al salón. Una estancia diáfana, con la estructura del tejado a la vista. Bajo este había una pasarela que sin duda daba a los dormitorios. Ningún mueble, excepto unas estanterías metálicas y un gran tablero inclinado apoyado sobre caballetes, mirando al ventanal.
Relojes de péndulo, de arena y carillones estaban colocados sobre las estanterías. Me acerqué a los objetos. No era un experto, pero a simple vista podía establecer las distintas épocas: cuadrantes solares antiguos, relojes de arena medievales, relojes de pared con engranajes a la vista, círculos dorados sostenidos por angelotes, recorrían los períodos del Renacimiento, el clasicismo o el Siglo de las Luces. También había una vitrina que contenía relojes de bolsillo con diversos motivos y materiales: plata cincelada, cinc patinado, esmalte policromado… Ni un solo tictac, ningún repiqueteo acompasado.
Como por todas partes en Sartuis, el tiempo se había detenido.
Atravesé el espacio y me acerqué a la mesa de trabajo frente al ventanal. Los instrumentos de precisión seguían allí, en orden, como si Sylvie acabara de finalizar un ajuste. Sopletes, pinzas, puntas tan finas que parecían sacados de un estuche de microcirugía. Puse la mano sobre el respaldo de piel del taburete. Imaginé a Sylvie inclinada sobre los engranajes, triturando la trama del tiempo, mientras que el sol despuntaba.
Volví al pasillo y abrí la primera puerta. Un comedor decorado en estilo tradicional. Muebles macizos, mesa redonda cubierta con un mantel blanco, parquet encerado. ¿Quién pagaba el mantenimiento de la casa? ¿A quién le correspondían todos aquellos bienes? Me pregunté si Sylvie Simonis no tendría aún familiares lejanos. O si era su familia política deshonrada la que heredaría.
Accioné el interruptor. La luz se encendió. Tuve un reflejo y eché una mirada a los postigos cerrados; no había riesgo alguno de que me vieran desde fuera. Registré todos los muebles; fue inútil. Servicios de mesa, cubiertos, manteles, servilletas. Ni un solo objeto personal. Apagué y abandoné la habitación.
La segunda puerta daba a la cocina. La misma limpieza, la misma neutralidad. Azulejos resplandecientes, vajilla inmaculada. Los muebles altos de madera estaban llenos de utensilios de cocina, de electrodomésticos de última generación. Ni una foto en las paredes, ni una nota pegada en la puerta de la nevera. Parecía un piso amueblado, puesto en alquiler.
Volví sobre mis pasos y subí la escalera. Arriba, la pasarela daba a dos dormitorios completamente vacíos. El tercero era el de Sylvie; lo presentía. Muebles de la región del Jura, lustrosos y oscuros. En el suelo, un parquet desnudo, sin alfombra. En las paredes, solo el enlucido. En cuanto a la cama, una estructura de roble sin colchón ni edredón. Abrí los cajones, los armarios. Vacíos. Alguien había hecho un registro a fondo. ¿Los gendarmes? ¿Los herederos de la casa?
Una ojeada a mi reloj: las siete y veinte. Más de media hora dando vueltas sin ningún resultado. Al final de la pasarela, vi otra escalera, empinada y estrecha. Trepé hasta un granero que había sido restaurado, con el techo abuhardillado forrado con fibra de vidrio. Dos claraboyas horadaban la cubierta. No podía encender la luz pero alcanzaba a ver lo suficiente.
Ese debía de ser el despacho de Sylvie. En el suelo, una moqueta de color crudo. En las paredes, paneles de tela de color suave. El mobiliario se limitaba a un tablero colocado sobre dos caballetes, unos archivadores y un armario. Miré en las estanterías. Nada. Supuestamente, los muebles debían contener la contabilidad de Sylvie, sus papeles administrativos, pero los habían vaciado.
A pesar del frío, el calor de mi cuerpo no cesaba de aumentar. El abrigo pesaba, parecía de plomo; la camisa se me pegaba a la piel. Algo me retenía. Sentía que en la casa podía encontrar algo. Un escondrijo donde Sylvie guardara todo lo concerniente a la muerte de su hija.
Una idea.
Volví a bajar al salón y abrí cuidadosamente las vitrinas. Los relojes. Las peanas. Las cajas. Los rincones y cavidades donde se disimula un secreto. Manipulé los relojes de péndulo, los levanté, los sacudí, abrí sus entrañas. En el quinto, encontré un cajón encajado en la base. Lo abrí y no pude creer lo que veía: un casete. Pensé en los registros de las llamadas telefónicas del asesino. Cogí mi hallazgo y volví a colocar el reloj en su sitio. La primera pieza. Otros objetos debían contener otros indicios.
El cañón de un arma se clavó en mi nuca.
– No se mueva.
Me quedé quieto.
– Dese la vuelta lentamente y ponga las manos sobre la mesa.
Reconocí la voz. Stéphane Sarrazin.
– Creí que usted y yo habíamos llegado a un acuerdo.
Me giré treinta grados y apoyé las dos manos sobre la mesa de trabajo. El gendarme me registró rápidamente y encontró la automática al cachear mis bolsillos.
– Dese la vuelta. De cara a mí.
Sus cabellos negros se recortaban claramente sobre su frente. Sus ojos, muy juntos, formaban una cruz o un oscuro puñal con el tabique de la nariz. Parecía Diabolik, el héroe de una tira cómica italiana de los años sesenta. Ahora tenía una automática en cada mano.
– Allanamiento de morada. Destrucción de pruebas. Mal asunto, amigo.
– ¿Qué pruebas? -Yo tenía el casete escondido en la mano-. Usted ya lo limpió todo aquí.
– No importa. A la juez Magnan le encantará.
– ¿Por qué desconfía de mí? ¿Por qué rechaza mi ayuda?
– ¿Su ayuda?
– Está usted en un callejón sin salida. Hace catorce años, sus colegas no encontraron nada. Este año tampoco ha conseguido resultados. El caso Simonis es un enigma.
El gendarme meneó la cabeza con indulgencia. Llevaba el jersey azul reglamentario, con una raya blanca horizontal. Sus galones brillaban en la oscuridad.
– Le había dicho que desapareciera -dijo, enfundando su arma y colocando la mía en su cinturón.
– ¿Por qué no trabajamos en equipo?
– Tiene usted la cabeza muy dura. ¿Qué coño le importa el caso Simonis?
– Ya se lo dije. Es una investigación que interesaba a un amigo.
– Patrañas. Si su colega hubiera venido por aquí a investigar, yo lo habría sabido.
– Era algo más discreto que yo. Nadie parece haberlo visto.
El gendarme se volvió hacia el ventanal con las manos en la espalda.
Se estaba tranquilizando. Delante de él, Sartuis se hundía en las tinieblas.
– Durey, ahí está la puerta. Mañana por la mañana venga a la gendarmería a buscar el arma. Y luego lárguese. Si al mediodía todavía está en Sartuis, pondré a la juez sobre aviso.
Me dirigí hacia el pasillo caminando de lado, fingiendo una mezcla de rabia contenida y de docilidad. Abrí la puerta principal y una ráfaga violenta me golpeó la cara. Seguí la carretera hasta la rotonda sin atajar a través de los campos.
La noche era clara y despejada. Las estrellas titilaban en el cielo. Llegué al callejón donde tenía aparcado el coche. Eché una mirada hacia atrás, hacia la casa. Desde el umbral, Stéphane Sarrazin me observaba en posición marcial.
Subí al coche y sonreí levemente.
Seguía teniendo el casete en la mano.
La niña está prisionera,
en la casa de los pasos perdidos.
Agujas de pino, agujas de hierro,
la niña ya no volverá a cantar…
Era una canción infantil.
Una melodía sencilla.
Una tonada que sonaba en falsete. La voz, sobre todo, era malsana. Un timbre atrofiado, ni grave ni agudo, ni masculino ni femenino. Solo disonante y al mismo tiempo extrañamente dulce.
Apagué el aparato. Había escuchado la cinta una veintena de veces. Estaba instalado en el dormitorio, encerrado a doble llave, y utilizaba el reproductor del padre Mariotte.
La grabación contenía tres mensajes, sin fecha ni comentario. Las llamadas del anónimo personaje, que Sylvie Simonis había conservado. Ya las había copiado en mi Mac: sonido y texto. Nadie me había mencionado un detalle significativo: las agresiones anónimas no eran habladas, sino cantadas. Sentado en la cama, rodeado por las cortinas beige, pulsé el botón Play.
La niñita está en peligro.
Peor para ella, todo está perdido.
Es demasiado tarde, la hora le ha llegado:
la niñita ya no volverá a cantar…
Imaginé la boca que emitía tales sonidos, el rostro del que surgía esa voz. Un ser desfigurado, una cara zoomórfica. O incluso una cara herida, vendada, enmascarada. Recordé el enigma del transformador de voz, la pista que los gendarmes habían seguido y que había culminado con la imputación de Richard Moraz. No entendía cómo Lamberton y sus hombres habían podido obstinarse en seguir esa dirección.
Ya había escuchado voces deformadas artificialmente por el helio, el Vocoder o cualquier otro filtro electrónico. No sonaban como esa. No poseían esa característica atimbrada, deforme, pero extrañamente… natural.
Tercer mensaje:
La niñita está en el pozo,
desdicha para los que no creyeron.
En el fondo del agua todo ha terminado,
la niñita ya no canta…
Paré el reproductor. Sin duda era ese último mensaje el que había orientado a los gendarmes hacia el pozo. Sylvie había tenido la presencia de ánimo de grabarlo, mientras estaba en el hospital. ¿En qué estado anímico debía de encontrarse? ¿Por qué había dejado a su hija sin protección, a pesar de las amenazas?
Buscando el aparato había cogido de la biblioteca de Mariotte una obra sobre las tradiciones de la región: Cuentos y leyendas del Jura. En el capítulo 12, un pasaje hablaba de la famosa Casa de los Relojes.
A principios del siglo XVIII, explicaban los autores, una familia de relojeros había construido esa casa sobre el flanco de una colina, para protegerse de las borrascas heladas del norte y albergar su paciente actividad. En realidad, deseaban protegerse de las miradas indiscretas. Esos artesanos eran alquimistas. Habían logrado fabricar relojes de péndulo con propiedades mágicas. Engranajes tan precisos, escapes tan ínfimos, que abrían brechas en la sucesión del tiempo. Fisuras que a su vez daban a un mundo atemporal.
Había otras versiones de la leyenda. En una de ellas, los relojeros pertenecían a una estirpe de brujos. Su morada se había construido sobre pantanos pestilentes y las fisuras de sus péndulos daban directamente al infierno. Esas «puertas» funcionaban en los dos sentidos. Entre dos cifras góticas, los demonios también podían acceder a nuestro mundo.
El cansancio contribuyó a que imaginara, a mi pesar, un demonio con cabeza de vampiro que se escapaba de un reloj y se ensañaba con Sylvie Simonis: la mordía, la envenenaba, dejaba su firma sobre su cuerpo. Satán y la lengua cortada. Belcebú y el zumbido de las moscas. Lucifer y la luz filtrándose bajo las costillas.
Deseché ese mal viaje y continué con la lectura. Una tercera variante explicaba que los artesanos malditos habían llevado la desgracia a Sartuis con sus indagaciones. Hechos comprobados históricamente: epidemias de peste en el siglo XVIII, cólera e incendios en el XIX, matanzas, ejecuciones y sed de sangre durante las dos guerras mundiales, sin contar con una gripe asoladora que diezmó la población en 1920. En los valles de las afueras de Sartuis, era habitual atribuir estas plagas a la Casa de los Relojes y a su red hidrográfica envenenada. Algunos, los más supersticiosos, también la hacían responsable de la quiebra industrial del condado.
Me froté los ojos. Las dos de la mañana. No veía por qué perdía horas de sueño con esas tonterías. Una pregunta seguía obsesionándome: ¿por qué Sylvie Simonis se había quedado en esa ciudad de mierda, en ese caserón funesto, con el fantasma de su hija?
Veía otra vez la mesa de trabajo inclinada, los instrumentos de precisión. ¿En qué pensaba durante esos años, cuando gendarmes y maderos se enredaban continuamente? Había guardado el casete y, sin duda, había escondido en otro lugar otros elementos relacionados con el trágico final de Manon. No había intentado pasar página. ¿Por qué?
De pronto, lo supe.
También Sylvie Simonis buscaba al asesino. Durante catorce años había llevado adelante su propia investigación. Con paciencia, rigor, obstinación. Había seguido las pistas de las que disponía, prestando atención a sus sospechas. Por eso se había quedado en esa ciudad hostil, donde solo había conocido la infelicidad. Quería vivir cerca del asesino. Quería respirar su estela… e identificarlo. Sí. Esta terquedad encajaba con su carácter tenaz y su paciencia de relojera. No había soltado la presa. Quería la cabeza del asesino.
¿Lo había logrado? Su muerte podía constituir una respuesta. El verano anterior, de una manera u otra, había desenmascarado al asesino de su hija. Pero en lugar de avisar a las autoridades, quiso tenderle una trampa, quizá para matarlo con sus propias manos. Las cosas le salieron mal. El asesino de Manon la sacrificó con su nuevo ritual. Un sacrificio madurado a lo largo de los años, como un cáncer, en el fondo de su mente.
Aplasté el cigarrillo y eché una ojeada al cenicero lleno de colillas. Estaba sumido en una verdadera bruma de tabaco. Corrí las cortinas de mi cama. Mi historia se sostenía pero era inútil pasarme la noche rumiándola sin poder hacer ninguna verificación.
Entreabrí la ventana y apagué la luz. Parpadeé y aparecieron algunos de los relojes de Sylvie Simonis: relojes de arena con forma elíptica, cofres calados, figuritas de bronce dorado que sostenían un arco, una maza, una trompeta. Me hundí en un duermevela mientras parte de mi lucidez seguía insistiendo. Los relojes de bolsillo… Los cuadrantes rodeados de conchas… Los ornamentos en forma de hojas, globos, liras…
De pronto, una sombra surgió de las agujas de un reloj. Una silueta negra, con levita y sombrero de copa. No podía ver su rostro pero sabía que sus intenciones eran malignas. Pensé en Mefistófeles. En el Dapertutto de los Cuentos de Hoffmann. La sombra se inclinó sobre mí, con la boca junto a mi oído, y murmuró: «He encontrado la garganta».
La voz no era la del casete, sino la de Luc. Me incorporé, justo a tiempo para ver sus ojos inyectados de sangre y de furor bajo el sombrero. Eran los ojos que me habían observado en el mirador de Notre-Dame-de-Bienfaisance.
– Supersticiones. Sencilla y llanamente supersticiones.
– Pero ¿existieron esas plagas en la región?
– No soy historiador. Creo que no es más que una sarta de barbaridades. Ya sabe lo que se dice de las leyendas: tienen un origen real. En Sartuis hay humo, pero falta el fuego.
A las siete de la mañana, el padre Mariotte mojaba una tostada en el café con leche con la expresión concentrada de un biólogo que está preparando una vacuna. Cinco horas de sueño habían proporcionado descanso a mi cuerpo, pero no a mi espíritu.
– La Casa de los Relojes, ¿se construyó en verdad sobre unos pantanos?
Mariotte hizo una mueca irritada. Le estaba echando a perder el desayuno.
– Habría que comprobar la red hidrográfica. Sé que el desvío, algo más al este, se edificó sobre tierras húmedas que hubo que sanear y drenar. Pero la casa a la que usted se refiere, por lo menos sus cimientos, se remonta a por lo menos dos siglos. ¿Cómo saberlo? ¿Necesita realmente todas estas informaciones? ¿Es para su reportaje?
Era el único hombre de la ciudad que todavía creía que yo era periodista. Genial. Un ejemplo perfecto del aislamiento de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
– De hecho, escribo un libro. Me interesa recrear el escenario con precisión.
– ¿Un libro? -Me echó una ojeada suspicaz-. ¿Un libro? ¡Señor! ¿Sobre qué?
– Sobre la historia de las Simonis.
– Me pregunto a quién puede interesarle.
– Volvamos a los habitantes de Sartuis. ¿Creen en la mala suerte de la ciudad? ¿En el poder de la casa?
El sacerdote bebió el café con leche y luego masculló:
– Las gentes de aquí están dispuestas a creer cualquier cosa. En cuanto a los demás valles, basta atravesarlos para escuchar el verdadero nombre de Sartuis: el valle del Diablo.
– El asesinato de Manon no habrá facilitado mucho las cosas, ¿no?
– Es lo menos que puede decirse.
– Ni el de Sylvie.
Dejó el cuenco y fijó sus ojos en los míos.
– Amigo mío, le daré un consejo: no se meta en eso.
– ¿En qué?
– En las supersticiones de este lugar. Es el tonel de las Danaides.
– La primera noche, usted me dijo que había instalado un confesionario en las dependencias para el caso de que surgiera una urgencia. Esas urgencias tienen relación con las supersticiones, ¿verdad? ¿Los feligreses le tienen miedo al diablo?
Mariotte se incorporó y miró su reloj.
– ¡Las siete! Ya llego tarde. Es domingo -dijo, con una risa forzada-. ¡Un día de locos para el cura! ¡Misa por la mañana y partido por la tarde!
Como para darle la razón, las campanas de la iglesia sonaron. Cogió su cuenco y su plato.
– Permítame. Lo haré yo -me ofrecí.
Me dio las gracias con la mirada y desapareció dando un portazo. Decididamente, ese sacerdote no era franco. Decía la verdad pero una zona sombría alteraba permanentemente su discurso.
Limpié la mesa y coloqué los cubiertos y los platos en el lavavajillas. Era lo ideal para reflexionar. Sentía aún, por encima de los hechos, una estructura dominante. Esas leyendas maléficas representaban un papel en los dos asesinatos, estaba seguro. El asesino había encontrado una fuente de inspiración. Quizá él mismo actuaba bajo la influencia de esos cuentos de diablos y relojes.
Después de darme una ducha fría en los vestuarios del dormitorio común, cerré mi bolsa, guardando en ella los nuevos elementos: el casete y el libro sobre las leyendas del Jura. Lo metí todo en el maletero del coche. No excluía tener que marcharme precipitadamente. Dentro de muy poco tiempo Stéphane Sarrazin me echaría manu militari.
Ocho de la mañana
Era demasiado temprano para hacer llamadas, sobre todo un domingo, pero no tenía elección. Rodeé la rectoría y encendí un cigarrillo; luego, anduve arriba y abajo por la cancha de baloncesto.
Primera llamada: Foucault. Sin respuesta. Ni en el móvil ni en su número privado. Hice la prueba con Svendsen. Lo mismo. Mierda. Iba a quedarme estancado con mis preguntas y mis nuevas pistas. Consulté la agenda, aterido por el frío, y llamé a un viejo conocido. Tres tonos y, por fin, alguien respondió. Cuando reconoció mi voz, mi amigo soltó una carcajada.
– Hombre, Durey. ¿Qué mal viento te trae?
– Una investigación. Muy urgente.
– ¿Un domingo? Tú, como siempre, a tu aire, por lo que veo.
– ¿Puedes? ¿Sí o no?
Jacques Demy, homónimo del cineasta, era un compañero de promoción y un genio de la Brigada Financiera. En la policía de las cifras le llamaban «Facturator».
– Dime.
– Controlar las cuentas de una francesa que trabajaba para los suizos, muerta en junio pasado. ¿Es posible?
– Todo es posible.
– ¿Un domingo?
– Los ordenadores no se van de vacaciones. ¿La cuenta está en Francia o en Suiza?
– No lo sé.
Le di el nombre, así como toda la información que poseía.
– ¿Qué buscas?
– Parece ser que desde hace unos años hacía transferencias periódicamente.
– ¿A quién?
– Eso es lo que quiero saber.
– Dame por lo menos una orientación.
Formulé mi hipótesis, que no tenía ninguna base.
– Se me ocurre que podría ser una agencia de detectives. Un investigador privado.
– ¿Debo suponer que lo quieres para ayer?
Pensé en Stéphane Sarrazin, que ya debía de estar esperándome en las dependencias de la gendarmería. Asentí. Facturator me soltó:
– Te llamo en cuanto pueda.
Esta primera llamada me devolvió la energía. Suficiente para hacer otra, más difícil. Laure Soubeyras.
– Ayer no me llamaste -respondió.
– ¿Cómo está Luc?
– Estacionario.
– ¿Y tú?
– Lo mismo.
– ¿Qué dicen las niñas?
– Me preguntan cuándo volverá su papá.
Escuché ruidos de sábanas, el tintineo de un vaso. La había despertado. Debía de ir cargada de somníferos y ansiolíticos.
– ¿Haces algo con ellas hoy? -aventuré.
– ¿Qué quieres que haga? Las dejo con mis padres y me voy al hospital.
Silencio. Podría haberle dicho algunas palabras de ánimo pero no quería caer en formalidades vacías.
– ¿Y tú? -prosiguió ella-. ¿Dónde estás?
– Siguiendo su rastro. En el Jura.
– ¿Qué has encontrado?
– De momento nada, pero sigo sus huellas.
– Vas hacia lo que lo ha llevado a…
– Te juro que conseguiré una explicación.
Nuevo silencio. Escuchaba su respiración. Parecía atontada. Seguía sin saber qué decirle. A falta de algo mejor, murmuré:
– Volveré a llamarte. Te lo prometo.
Colgué, sintiendo un nudo en la garganta.
Debía actuar. Debía buscar.
Corrí al coche.
Hacer un último intento antes de que Sarrazin me echara el guante.
La escuela Jean-Lurçat estaba situada al norte de la ciudad, cerca de supermercados como Leclerc o Lidl y de un McDonald’s. En el interfono del portal había dos botones: «Escuela» y «Mme. Bohn». ¿La directora o la portera? Pulsé el del nombre. Unos segundos más tarde me respondió una voz femenina. Me presenté como policía. Hubo un silencio, luego el micrófono chisporroteó:
– Ahora mismo estoy con usted.
Madame Bohn bajó deslizándose por la escalera. Literalmente, pues no daba la sensación de que caminara sino de que se deslizara. Debía de pesar cien kilos sobradamente y, envuelta en un Loden, parecía una monstruosa campana de fieltro. Pensé en los sobrenombres que los chicos le pondrían.
– Soy la directora del centro.
Con las manos hundidas en las mangas, al modo tibetano, alzó hacia mí su ancho rostro, demasiado maquillado, aureolado de rizos rubios fijados con laca.
– ¿Es por el caso Simonis? -agregó, apretando los labios.
– Exactamente.
– Lo lamento. No creo que pueda serle útil. Manon no era alumna de nuestra escuela. Usted no es el primero que se equivoca.
– ¿En qué escuela estudiaba?
– No lo sé. Quizá en la de Morteau. O en una privada al otro lado de la frontera.
La mentira era descomunal. Todo el mundo conocía la cronología del asesinato y nadie había mencionado un viaje en coche desde la escuela hasta la urbanización de Corolles. Observé sus ojos claros, extrañamente saltones. Silencio. Me incliné.
– Disculpe las molestias.
– No tiene importancia. Estoy acostumbrada. Adiós, caballero.
Agitó su regordeta mano de muñeca y giró sobre sus talones. Esperé a que franqueara el umbral del edificio antes de pasar por encima de la barrera. Tendría que ir por mi cuenta a pescar información. Encontrar los archivos, forzarlos y desenterrar los boletines de notas de Manon Simonis. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? Digamos que un cincuenta por ciento.
Estaba atravesando el patio cuando vi a mi derecha, entre el edificio principal y el gimnasio, unos compartimientos al aire libre. Los aseos. Tuve una idea.
Me escabullí por el ala central, donde se alineaban los lavabos. Al fondo, un jardincito en el que susurraban bambúes y álamos. Ese detalle lo cambiaba todo. Ya no estaba en unos vulgares aseos escolares sino en un sueño chinesco, rodeado de follaje. Toqué la madera de las puertas, el cemento de los muros, evaluando su vetustez.
¿Qué posibilidades tendría de descubrir lo que esperaba?
Calculé que una entre mil.
Abrí la primera puerta y examiné las paredes color caqui. Las fisuras, las manchas de suciedad, los grafitis infantiles. Algunos con rotulador, otros grabados en el cemento, «la profesora es gilipollas», «RABO POLLA CIPOTE», «AMO A KEVIN».
Pasé al segundo compartimiento. En alguna parte, un hilo de agua reía, confundiéndose con el estremecimiento de las hojas. Leí otros mensajes: «sabina se la chupa a karim», «dar por el culo»… Los dibujos de penes y de senos adornaban los textos. Era obvio que los aseos servían, además, para desfogarse.
Tercera celda. Salí de ella diciéndome que mi idea era absurda. Empujé la puerta siguiente y me quedé petrificado. Entre dos conductos, una línea torpe estaba grabada en la piedra:
MANON SIMONIS, ¡LLEVAS EL DIABLO ENCIMA!
No contaba con semejante evidencia. Únicamente esperaba un nombre, una alusión. Atravesé la explanada al trote, me metí en el edificio y subí al primer piso. Encontré a la directora en su despacho.
– ¿Por quién me toma? ¿Por un gilipollas?
Se sobresaltó. Estaba de pie, con la mano en un pulverizador, mimando a sus plantas.
– Vengo de los aseos del patio. Un grafiti menciona el nombre de Manon Simonis.
– ¿Un grafiti? ¿En los aseos?
– ¿Por qué me ha mentido?
– ¿Puede creerlo? Desde hace diez años pido una partida del presupuesto para restaurar los…
– ¿Por qué esa mentira?
– Yo… Me han llamado por teléfono. Para avisarme de que usted pasaría.
– ¿Quién?
– Un gendarme. Al principio no he entendido nada, pero él me ha hablado de un policía alto que estaba interesado en Manon. Me ha ordenado que me lo quitara de encima en el acto.
La respuesta me tranquilizó. Tal como había previsto, Sarrazin se anticipaba a todos mis movimientos.
– Siéntese -ordené-. Serán solo unos minutos.
– Tengo que regar las plantas. Puedo contestarle de pie.
– No censuro al capitán Sarrazin -dije con suavidad-. El caso Simonis es delicado.
– ¿Usted es de París?
Pensé que estaba madura para el rollo que ya le había soltado a Marilyne Rosarías.
– Cuando una investigación se vuelve digamos, delicada, contactan con nuestro servicio. Sectas. Crímenes rituales. A los investigadores tradicionales no les gusta que metamos la nariz en sus actuaciones. Nosotros tenemos nuestros propios métodos.
– Entiendo. ¿Sylvie Simonis fue asesinada? ¿Es oficial?
– Esa muerte ha sacado a la luz el primer caso -dije, elusivo-. ¿Usted ya dirigía la escuela cuando Manon estaba aquí?
Madame Bohn apretó el pulverizador provocando una bruma de agua. Repetí la pregunta.
– Entonces yo era solo una profesora de primaria -contestó-. De hecho, la tuve dos años antes, en segundo.
– ¿Cómo era?
– Lista. Traviesa. Diría que… demasiado. Su carácter no encajaba con su cara angelical.
– Creía que era una niña tímida y reservada.
– Todo el mundo creía eso. En realidad, era distraída. Siempre tratando de hacer alguna tontería. A veces hasta era peligrosa.
– ¿Peligrosa?
– No tenía miedo de nada. Temeraria, en realidad.
Esa revelación modificaba el contexto del rapto.
– ¿Se habría ido con un desconocido?
– No he dicho eso. Al mismo tiempo era muy arisca.
– ¿Cómo describiría su relación con Thomas Longhini?
– Inseparables.
– Se llevaban cinco años.
– Los cursos de primaria y los del instituto comparten el mismo patio. Y luego se juntaban en la urbanización de Corolles.
– Los investigadores opinan que Manon habría podido seguir a Thomas aquella noche. ¿Está de acuerdo?
Ella titubeó; luego siguió maniobrando con el pulverizador. El olor a tierra mojada subía, a la vez fresco y lúgubre. Pensé en la tierra de los muertos, que caería sobre cada uno de nosotros.
– Eran una pareja, eso está claro. Manon no habría dudado en seguir a Thomas.
– ¿Es su hipótesis?
– Sí. Puede que fueran a la planta depuradora e inventaran un juego que salió mal.
Debía encontrar a ese Thomas Longhini, a cualquier precio. Empalmé:
– Si hablamos de un accidente, ¿cómo explicar las amenazas anónimas?
– Quizá es una coincidencia. Sylvie Simonis tenía muchos enemigos. Pero, ¿por qué volver a revolver todo eso catorce años más tarde?
– Y usted, aquí en la escuela, ¿nunca recibió llamadas extrañas?
– Sí, una vez. Un hombre. Me advirtió que la tenía muy grande y que iba a metérmela hasta el fondo.
Me sorprendí; madame Bohn lo había dicho con una naturalidad pasmosa. Prosiguió, con expresión desilusionada:
– Sigo esperando.
Me quedé boquiabierto. Me echó una mirada de soslayo y sonrió.
– Discúlpeme. Era una broma.
Cambié de cuestión.
– ¿Conoce la Casa de los Relojes?
– Por supuesto. Sylvie acababa de mudarse.
– ¿Conoce la historia de la casa? ¿La leyenda que circula sobre ella?
– Sí, como todo el mundo.
– En los aseos de su escuela alguien ha grabado: «Manon Simonis, ¡llevas el diablo encima!». Según su opinión, ¿por qué se escribió eso?
– Corrían rumores entre los alumnos.
– ¿De qué tipo?
– Se había extendido el rumor de que un diablo perseguía a Manon.
– ¿Qué tipo de diablo?
– Ni idea.
– ¿Por qué se decía eso?
– Cosas de críos. No sé cómo empezó. Ni qué significaba exactamente.
Sonrió, confundida. Presentí que esa mujer, como todos los que habían estado cerca de Manon, vivía con un remordimiento indeleble. ¿Se habría podido prever su muerte? ¿Se habría podido evitar?
– Siempre es más fácil juzgar después, ¿no cree? -murmuró.
Pensé en el caso de Lilas, en mi error de valoración que había supuesto la muerte de dos niñas y había convertido en huérfana a una tercera. Renuncié a ofrecerle unas palabras de compasión cristiana. Le di las gracias y me marché.
En la escalera, llamé a mi contestador. Ningún mensaje. ¿Qué coño hacían Foucault, Svendsen, Facturator? ¿Qué coño hacían todos ellos?
Once de la mañana
Stéphane Sarrazin no me esperaba delante del portal de la escuela pero podía sentir su presencia en la ciudad, listo para mandarme a la autopista. Corrí hacia mi coche, arranqué y aceleré a fondo, hacia Corolles.
El sol había atraído a las familias al césped. Neveras de camping, latas y platos de cartón. Los niños jugaban en las áreas de recreo. Los padres bebían alegremente. Detrás, los edificios de la urbanización con sus muros blancos y sus postigos rojos parecían construcciones de Lego.
Dejé el coche en el aparcamiento que estaba en la cima de la colina y descendí hacia el parque. Me escabullí detrás del seto de alheña que rodeaba el primer edificio, para esquivar a los que estaban de picnic, y caminé hasta la escalera del 15, la dirección de Martine Scotto, la niñera de Manon.
Un vestíbulo estrecho, en penumbra. Sin interfono. Solo un panel con la lista de inquilinos. Busqué el nombre; segundo piso.
Subí la escalera y llamé. No hubo respuesta. Martine Scotto estaba ausente. Quizá abajo, con los demás. No tenía ninguna manera de reconocerla. Pero ese no era el motivo de mi decepción. Mi entusiasmo se había desvanecido por el camino. Estaba atascándome y apenas tenía unos minutos por delante.
El móvil vibró en mi bolsillo.
Facturator. No habría apostado por él como primera opción.
– ¿Has encontrado algo?
– Sí. Sylvie Simonis realizaba transferencias periódicamente. Hay una que podría corresponder a lo que buscas. Una transferencia trimestral a una cuenta suiza.
– ¿Desde cuándo?
– Desde hacía tiempo. Octubre de 1989. Entonces, quince mil francos cada tres meses. Actualmente, cinco mil euros. Siempre cada trimestre.
Di un puñetazo a la pared. Mi pálpito había dado de lleno en el blanco. Después del fracaso de la investigación, de los fiascos de Moraz, Cazeviel y Longhini, Sylvie había decidido actuar y contratar a un detective privado. ¡Un sabueso que trabajó para ella durante más de diez años!
– ¿Tienes el nombre del destinatario?
– No. El dinero se transfiere a una cuenta numerada.
– ¿Se puede levantar el anonimato?
– No hay problema. Solo necesitas una orden de registro internacional y pruebas concretas de que el dinero en cuestión es ilícito.
– Mierda.
– ¿De dónde proviene ese dinero? -preguntó Facturator.
– De sus ingresos, supongo. Sylvie Simonis era relojera.
– Entonces olvídalo, amigo.
– ¿No hay algún otro modo?
– Lo investigaré. Pero creo que esa pasta no hacía más que pasar por la cuenta numerada. El cobrador debía de ingresarla en otra cuenta, esta vez nominal.
– ¿Puedes seguir la transferencia?
– Lo intentaré, pero si ese tío va personalmente a buscar dinero al cajero estamos jodidos.
Le di las gracias y colgué. Mientras iba a la planta baja descarté cualquier otra posibilidad, como que Sylvie, simplemente, pusiera un dinero aparte o que se lo enviara a un pariente lejano. Sentía en mis tripas que había acertado. Pagaba a un detective privado. Un hombre que debía de tener un expediente de la investigación que llegaba al techo. ¡Un hombre que quizá conocía la identidad del asesino!
Me detuve frente a la cristalera del vestíbulo. Fuera, la lasitud y la alegría de vivir se extendían sobre la hierba. Los hombres con bigote y chándal; las mujeres con mallas y camisetas de colores estridentes. Los niños correteaban por los pórticos. Toda esa gente sencilla se tostaba al sol como salchichas en una parrilla.
Marqué nuevamente el número de Foucault. Después de dos tonos contestó.
– ¿Foucault? Soy Durey.
– ¿Mat? Justamente hablábamos de ti.
– ¿Con quién?
– Con mi mujer. Estamos con el crío en el parque André-Citroën.
No podía creerlo. ¡Yo esperando noticias de la investigación desde primera hora de la mañana y ese gilipollas se había ido tranquilamente de paseo! Me tragué la rabia, pensando en Luc, que hacía chantaje a sus hombres para tenerlos sometidos.
– ¿No tienes nada nuevo para mí?
– Luc, la noción de domingo, ¿te suena?
– Lo siento mucho.
El madero se partió de risa.
– No, no lo sientes. Y yo tampoco. ¿Llamas por lo de Longhini? Ese chaval es el hombre invisible.
– ¿Tienes su nuevo nombre?
– No. La prefectura de Besançon bloquea la información. La Seguridad Social no tiene nada. En cuanto a la identidad judicial, existe un expediente especial.
– ¿Qué cuento es ese?
– Un expediente clasificado de los gendarmes. En su momento cubrieron su huida.
De modo que los uniformados habían tomado partido por el adolescente contra los maderos, hasta el punto de ayudarlo a desaparecer. En esas condiciones, no había esperanza de encontrarlo. Volví la espalda a la cristalera y caminé por el pasillo hasta llegar a la fachada posterior del edificio.
– ¿Puedo darte mi impresión? -dijo Foucault.
– Dime.
Abrí la salida de emergencia y me encontré al pie de una abrupta ladera cubierta de hierba. En la cima, los pinos se balanceaban lentamente, dejando pasar de tanto en tanto un resplandor de sol helado. Me apoyé con el muro.
– Mientras estuvo detenido, los policías debieron de atizarle. Estaba conmocionado.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Visitó a un psiquiatra.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por el seguro. En su momento, la compañía siguió pagando el reembolso a la antigua dirección familiar. Los gendarmes lo reenviaban. La mutua ha conservado los volantes, entre ellos, los de las visitas al loquero.
– ¿Me estás diciendo que sabes el nombre del psiquiatra?
– El nombre y la dirección, sí.
– ¿Y me lo dices ahora?
– Lo llamé ayer. Nunca ha tenido la nueva dirección y…
– Pásame sus señas.
Ya tenía la libreta en la mano. Foucault titubeó:
– Verás…
– ¿Qué?
– Es que no las tengo aquí conmigo. Estoy en el parque.
– Te doy diez minutos para salir pitando hacia el despacho. Manos a la obra.
Foucault iba a colgar cuando le pregunté:
– Espera. ¿Y la otra investigación? ¿La de si ha habido asesinatos del mismo tipo?
– Nada.
– ¿Ni siquiera a escala nacional?
– Nadie me ha respondido. La SALVAC no tiene ningún asesinato que se parezca a tu caso. Es la primera vez que mata, Mat.
– Te quedan solo nueve minutos.
Colgué y llamé a Svendsen. El forense lo cogió. De golpe, me sentí inspirado.
– Mis chicos están en ello pero no hay nada nuevo.
– Te llamo por otra cosa.
El médico suspiró, simulando un agotamiento sin límite.
– Dime.
– Foucault no encuentra otro asesinato del mismo tipo que el nuestro.
– ¿Y qué? Tal vez sea su primer golpe.
– Estoy seguro de que no es así. Hay que introducir otros criterios en nuestra búsqueda.
– ¿Y yo qué pinto ahí?
– Foucault ha partido del asesinato. Quizá habría que empezar por el cuerpo.
– No entiendo.
– Tú mismo lo has dicho: la firma del asesino lleva al proceso de descomposición. Juega con la cronología de la muerte.
– Sí.
– Un forense distraído podría no haber detectado esos desfases sobre un cadáver roído por los gusanos.
– Distraído y borracho.
– No. En serio. Quiero lanzar una búsqueda a escala nacional sobre todos los cuerpos descubiertos en estado de descomposición avanzada.
– ¿Qué período?
– De 1989 a 2002.
– ¿Tienes idea de cuántos cadáveres podrían ser?
– ¿Es posible o no? ¿Por medio de los institutos médico forenses?
– Miraré primero en La Rapée. Y llamaré a los colegas de los que tengo sus números privados, mientras espero al lunes. En todo caso, me llevará tiempo.
– Gracias.
Colgué y me deslicé a lo largo del muro, subyugado por los pinos negros que me cubrían. Entre dos rayos de sol su sombra me envolvía de frío. Alcé el cuello de mi abrigo esperando la llamada de Foucault.
Las hipótesis me daban vueltas en la cabeza sin que ninguna entrara realmente en mi conciencia. Refugiado detrás del inmueble me sentía simplemente seguro.
Al menos, allí no me pillaría Sarrazin.
El timbre del teléfono me electrizó. Desperté sobresaltado.
– Soy Foucault. ¿Tienes con qué apuntar?
Miré el reloj. Las dos y diez del mediodía. Había tardado menos de veinte minutos en llegar al 36. Muy bien.
– ¿Apuntas o qué?
– Adelante.
– El fulano se llama Ali Azoun. Actualmente está instalado en Lyon. Te aviso: no es precisamente un tipo divertido.
Garabateé las señas personales del psiquiatra y di las gracias a Foucault, que respondió balbuceando:
– Me quedo en el despacho. Perdido por perdido, pasaré la tarde en nuestros archivos buscando algún caso que se parezca, aunque sea de lejos, a tu asesinato. Nunca se sabe. Te llamaré.
Su reacción me llegó al alma. La investigación cimentaba nuevamente nuestra unión. Me puse de pie con dificultad y entré a cobijarme en el edificio. Marqué el número del psiquiatra. Después de presentarme, fui al grano.
– Se trata de Thomas Longhini.
– ¿Otra vez? Ya me llamaron ayer por esa historia.
– Era mi adjunto. Necesito algunas precisiones.
– No contestaré a ninguna pregunta por teléfono -dijo tras un silencio tenso-. Sobre todo sin ver un documento oficial. Su colega ya me ha parecido demasiado dudoso. Además, los gendarmes tienen en su poder un expediente completo sobre el caso. Solo tiene que…
– Disponemos de nuevos elementos.
– ¿Qué elementos?
– Thomas Longhini podría estar relacionado con dos asesinatos: el de Manon y el de su madre, Sylvie Simonis.
– Eso es ridículo. Thomas no puede estar implicado en un crimen.
Azoun no parecía sorprendido por la noticia del asesinato de Sylvie. Los gendarmes ya habían debido de ponerlo al corriente.
– Su opinión sobre esa culpabilidad -proseguí-. Ese es precisamente el objeto de mi llamada.
El especialista hizo otra pausa y luego propuso, en tono más conciliador:
– ¿Por qué no espera al lunes? Mándeme un fax y…
– No lo llamo para entregarle una caja de bombones. Se trata de una investigación criminal. Es urgente.
El silencio perdió intensidad.
– ¿Cuál es el nuevo nombre de Thomas Longhini? -pregunté, volviendo al caso.
– Los gendarmes lo conocen. ¿No se lo han dicho? Yo nunca lo he sabido.
– ¿Por qué le parece ridícula la idea de su culpabilidad?
– Thomas no es un asesino. Punto.
– Fue sospechoso del asesinato de Manon.
– ¡Debido al estúpido celo de sus colegas! Los maderos infligieron todo tipo de vejaciones a ese pobre crío.
– Hábleme de su trauma. De sus reacciones.
– Oiga, no trate de jugármela. Envíeme mañana un documento oficial por fax, demostrando que un juez le ha encargado este caso y hablaremos.
– Solo quiero ganar un día. Si es una pista falsa, podré abandonarla de inmediato.
– Completamente falsa. Y sobre todo, no vaya a joder al chico otra vez. Ya tuvo bastante.
Sorprendí una cuerda sensible en su inflexión de voz. Me hice el compasivo.
– ¿De verdad salió tan mal parado?
Azoun suspiró y me concedió algunas palabras.
– Sufría una especie de distorsión de lo real, característica de la pubertad. Mi informe partía de ese punto de vista. Lo traté durante todo aquel verano.
Tuve un sobresalto. Thomas Longhini había sido sospechoso en enero de 1989.
– ¿El verano de 1989?
– ¡No, hombre, no! ¡El verano de 1988!
– Manon Simonis fue asesinada el 12 de noviembre de 1988.
– No lo entiendo. Usted no conoce nada del expediente, ¿o qué?
– Explíqueme.
– Traté a Thomas antes del asesinato. Sus padres me consultaron en mayo de 1988. A continuación, a principios del año siguiente, los hombres del SRPJ de Besançon me interrogaron, porque yo conocía bien a Thomas. De hecho, declaré en su favor.
Foucault había confundido las fechas. Al ver que aparecía un psiquiatra en el caso, había llegado a la conclusión de que lo habían consultado como experto o para tratar a un crío traumatizado. Pero Ali Azoun había tratado a Thomas ¡un año antes de los hechos!
Me aclaré la garganta, intentando conservar la sangre fría.
– ¿Cuál era el problema en ese entonces?
– Sus padres estaban preocupados. El chaval decía cosas delirantes. En fin, que ellos consideraban delirantes.
– ¿Por ejemplo?
– Hablaba siempre del diablo.
Alcé la vista. Me pareció que la montaña palpitaba y chocaba contra el cielo.
– Sea más preciso.
– Decía que Manon Simonis (para él era como su hermana menor) estaba en peligro. Que un diablo la amenazaba.
– ¿Quién era ese diablo? ¿Qué forma tomaba?
– Thomas no sabía nada. En realidad, quería que yo la conociera. Esperaba que conmigo hablara más abiertamente.
– ¿Por qué usted?
– No lo sé. Un adulto. Un médico.
– ¿Habló con la madre?
– No. Creo… En fin, según Thomas, la madre estaba relacionada con esa amenaza.
La picazón me electrizaba la nuca.
– ¿Quiere decir que la amenaza era ella?
– Es algo más confuso que eso.
– ¿Qué hizo usted? ¿Vio a la niña?
– No. En aquel momento, yo solo veía a un adolescente perturbado. A esa edad, las alusiones al diablo son habituales. Además, sus relaciones con Manon, cinco años menor que él, no estaban muy claras. Mis sesiones se orientaban más bien hacia ese problema. Se trata siempre de gestionar el deseo, ¿comprende?
– ¿Y usted se limitó a eso?
– Óigame. Resulta muy fácil juzgar a los psiquiatras a toro pasado. Cada vez que hay una recaída, se nos cubre de insultos, de reproches. ¡No somos adivinos!
Madame Bohn había utilizado los mismos argumentos. Estos adultos no podían aceptar que los miedos «fantaseados» de los dos niños se hubieran concretado en algo real. Azoun prosiguió, en tono más bajo:
– Tomando distancia, creo que Manon estaba efectivamente amenazada. Pero que ella no aceptaba que dicha amenaza proviniera de un adulto. Por esa razón hablaba del «diablo». Inventaba una presencia maléfica.
– ¿Por qué no admitiría la identidad de su agresor?
– Quizá se suponía que debía amarlo. Había un conflicto en su psique. Es muy frecuente en casos de pedofilia, por ejemplo.
– ¿Usted cree que la madre era peligrosa?
– La madre o alguien cercano.
– ¿Thomas nunca mencionó un nombre?
– Nunca. Hablaba de un «diablo», de un «demonio».
– ¿Volvió a ver a Thomas después? Quiero decir, después de su procesamiento.
– Después de su liberación, sí. Sus padres querían que acompañara a su hijo en esos momentos difíciles. Ellos mismos estaban completamente perdidos.
– ¿Y Thomas se sobrepuso?
– A mi modo de ver, era más sólido de lo que se afirmaba. Para él, el verdadero trauma no fue su procesamiento sino la muerte de Manon. Pero sobre todo, que ninguno de nosotros lo hubiera escuchado cuando nos advirtió del peligro. Estaba resentido con todo el mundo. Repetía que volvería. Para vengar a Manon.
Mi lista de vengadores no cesaba de aumentar: Sylvie Simonis, que había realizado una investigación durante catorce años. Patrick Cazeviel, que todavía «no había dicho su última palabra». Y, ahora, Thomas Longhini, que había jurado volver a Sartuis.
– Los padres abandonaron la región -concluyó Azoun-. No volví a ver a Thomas. Pero repito: creo que seguramente salió adelante. Eso es todo. Ya he hablado demasiado.
El tono del teléfono penetró en mi oído. Metí el móvil en el bolsillo y pensé en la sospecha que había surgido durante la conversación: Sylvie Simonis implicada en el asesinato de su propia hija. No. Prefería quedarme con mi idea de una investigación personal y de un detective privado.
Y limitarme a la única hipótesis valida por el momento.
Un solo y único homicida para ambos asesinatos.
Retomé el camino hacia mi Audi. Eran las tres de la tarde y ya empezaba a oscurecer. Las familias desertaban del césped. Mi plazo terminaba y no había encontrado nada. Al abrir la puerta del coche pensé en la posibilidad de ir a la gendarmería y negociar una tregua con Sarrazin. Era la única solución para permanecer en la ciudad.
Una mano se posó sobre mi hombro. Compuse una sonrisa de circunstancia, dispuesto a descubrir el rostro de piedra del gendarme. No era él, sino uno de los domingueros del barrio, enfundado en un chándal de acrílico.
– ¿Es usted el reportorio?
No entendí la pregunta.
– El reportorio. El padre Mariotte me ha hablado de un periodista.
– Soy yo -dije por fin-. Pero ahora no tengo mucho tiempo.
El hombre me echó una mirada por encima del hombro, como si hubiera oídos indiscretos alrededor.
– Hay algo que podría interesarle.
– Usted dirá.
– Mi mujer trabaja en el servicio de limpieza del hospital.
– ¿Y?
– Hay alguien que ha ingresado esta semana. Un tipo que usted debería visitar.
– ¿Quién?
– Jean-Pierre Lamberton.
Una bofetada. El inspector que había dirigido la investigación del caso Manon Simonis. Chopard me había dicho que se estaba muriendo de un cáncer en el hospital Jean-Minjoz.
– ¿No está en Besançon?
– Ha querido volver a Sartuis. Según lo que ha oído mi mujer, no le queda mucho tiempo y…
– Gracias.
El hombre dijo todavía algo pero el ruido de la puerta apagó sus palabras.
Giré la llave de contacto, en dirección al centro de la ciudad.
El hospital de Sartuis se parecía al de Besançon. La misma arquitectura de los años cincuenta, el mismo hormigón gris. A escala reducida. El interior también resultaba familiar. Paneles de corcho en las paredes, mostrador plastificado, luces pálidas. Fui directamente a la recepción y pregunté por el número de habitación del inspector Lamberton.
– ¿Es usted de la familia?
Planté mi identificación sobre el mostrador.
– Sí, de la gran familia.
Al dirigirme hacia los ascensores eché una mirada a la izquierda, hacia la máquina expendedora de bebidas. Al lado había una cabina telefónica. Desde allí el asesino había llamado a Sylvie Simonis la tarde del crimen. Traté de imaginar la silueta detrás de los cristales sucios de la cabina. No vi nada. Imposible hacerme una idea del criminal. Imposible concebirlo como un ser humano.
Subí la escalera. Segundo piso. Las familias esperaban en el pasillo. Caminé hasta la habitación 238 y giré el pomo.
– ¿Qué hace?
Un hombre con bata blanca estaba detrás de mí. Con voz autoritaria añadió:
– Soy el médico de guardia. ¿Es usted un familiar?
Volví a sacar la identificación. Esta vez hizo mucho menos efecto que en la planta baja.
– No puede entrar. Se acabó.
– ¿Quiere decir que…?
– Es cuestión de horas.
– Es imprescindible que lo vea.
– Le digo que se acabó. ¿Está claro?
– Escuche, aunque solo me diga algunas palabras, es de vital importancia para mí. Quizá Jean-Pierre Lamberton posee la clave de una investigación. Una investigación criminal que dirigió en su momento.
El matasanos pareció dudar. Dio media vuelta y abrió la puerta lentamente.
– Solo unos minutos -dijo, deteniéndose en el umbral-. Es un moribundo. El cáncer está por todas partes. Esta noche, el hígado ha estallado. La sangre está infectada.
Se apartó y me dejó entrar. Las persianas bajadas, la habitación vacía; ni flores, ni sillón, ni nada. Solo la cama cromada y los instrumentos de constantes vitales ocupaban el espacio. Unas bolsas de plástico pendían, envueltas en cintas adhesivas blancas. El médico siguió mi mirada.
– Las bolsas de transfusión -murmuró-. Hemos tenido que ocultarlas. No soporta la vista de la sangre.
Avancé en la oscuridad. Detrás de mí, el especialista repitió:
– Cinco minutos. Ni un segundo más. Lo espero fuera.
Cerró la puerta. Me acerqué. Bajo la maraña de tubos y cables, yacía un hombre, débilmente iluminado por las luces intermitentes de los monitores. La cabeza se dibujaba sobre la superficie blanda de la almohada. Parecía flotar, negra, desprendida. Los brazos eran solo dos huesos, mientras que el vientre, bajo la sábana, estaba hinchado como el de una mujer embarazada.
Me acerqué un poco más. En el silencio de la habitación, una bolsa de goma chasqueaba y luego se soltaba en un largo ruido de espiración. Me agaché para observar aquella cabeza negra. No solo estaba calva sino absolutamente lampiña. Una cabeza arrasada, abrasada, quemada por la radiación. Las facciones habían sido sustituidas por los músculos y las fibras que estiraban la piel creando un relieve atroz.
Solo estaba a unos centímetros; comprendí por qué esa cabeza parecía colocada sobre la cama, desprendida del torso. Un vendaje envolvía la garganta y se confundía con la almohada, creando la ilusión de una cabeza cortada. Chopard había mencionado un cáncer de garganta o de la tiroides, ya no lo recordaba. Era imposible interrogar a un hombre en ese estado, aun suponiendo que, a pesar de la morfina, estuviera todavía en su juicio. No debía poseer ni tráquea, ni laringe ni cuerdas vocales.
Di un salto hacia atrás.
Los ojos acababan de abrirse.
Las pupilas estaban fijas pero expresaban una atención extrema. El brazo derecho se alzó y señaló un casco de audio colgado del equipo de cuidados intensivos. Un cable unía el objeto a la venda de la garganta. Un sistema de amplificación. Me coloqué los auriculares en las orejas.
– He aquí al buen caballero… en busca de la verdad…
La voz resonaba en mis auriculares pero los labios del rostro no se movían. El hombre hablaba directamente desde sus entrañas. El timbre también estaba quemado.
– El policía que todos esperábamos…
Me quedé estupefacto al oír sus palabras. Lamberton había olido al poli. Y, en el umbral de la muerte, me tomaba el pelo. Le pregunté en voz baja:
– Soy de la Criminal de París. ¿Qué puede decirme del asesinato de Manon?
– El nombre del culpable.
– ¿El asesino de Manon?
Lamberton cerró los párpados en un signo afirmativo.
– ¿QUIÉN?
Los labios cerrados pronunciaron:
– La madre.
– ¿Sylvie?
– La madre. Ella mató a su hija.
La penumbra empezó a palpitar. Un escalofrío cruzó mi rostro, raspándolo como si fuera papel de lija.
– ¿Usted siempre lo supo?
– No.
– ¿Desde cuándo lo sabe?
– Ayer.
– ¿Ayer? ¿Cómo ha podido enterarse de algo estando aquí?
La sonrisa se amplió. Los músculos y los nervios dibujaban ríos oscuros.
– Ella ha venido a verme.
– ¿Quién?
– La enfermera… La que testificó en el caso.
Los engranajes de mi mente se activaron. Jean-Pierre Lamberton hablaba de la coartada de Sylvie Simonis. Ella había quedado fuera de toda sospecha porque, en el momento del asesinato, estaba siendo atendida allí mismo, en el hospital. El horrible ventrílocuo repetía:
– Ha venido a verme. Me lo ha confesado todo. Sigue trabajando aquí.
Supuse la historia. Por alguna razón, en aquella época una enfermera había mentido. Al enterarse de que Lamberton estaba ingresado allí, condenado, se había confesado a él.
– Katsafian. Nathalie Katsafian. Ve a verla.
– Thomas Longhini -murmuré-. ¿Bajo qué nombre se esconde?
Ningún sonido resonó en mi casco. Maquinalmente, di golpecitos a los auriculares. La entrevista había terminado. Lamberton se había vuelto hacia la ventana. Iba a irme cuando la voz volvió a carraspear.
– Espera.
Me quedé petrificado. Sus ojos volvían a mirarme fijamente. Dos canicas negras con contorno amarillento que habían sobrevivido a todas las radiaciones, a todas las destrucciones.
– ¿Fumas?
Palpé mis bolsillos y saqué un paquete de Camel. El cuello de mi camisa estaba empapado de sudor. El moribundo murmuró:
– Fúmate uno… Para mí…
Encendí uno y exhalé el humo sobre el rostro calcinado. Pensé en un fragmento de meteorito, una concreción de cenizas. De alguna manera, yo volvía a alumbrar su memoria del fuego.
Lamberton cerró los ojos. La palabra «expresión» ya no podía aplicarse a semejante rostro, pero el entrelazado de sus músculos expresaba una especie de goce. Las volutas azuladas planeaban sobre el cuerpo y mi mente latía lentamente. Bam, bam, bam… Tomé conciencia de que la mirada amarilla se fijaba otra vez en mí.
– No es el cigarrillo del condenado. ¡Es el condenado del cigarrillo!
Una risa aterradora resonó en mis auriculares.
– Gracias, chaval.
Me arranqué el casco, aplasté el Camel en el suelo y le apreté el brazo con afecto. La misa había terminado.
Salí de la habitación con los nervios cargados a mil voltios. El médico me esperaba. Le pregunté dónde podía encontrar a Nathalie Katsafian. Golpe de suerte; ese domingo trabajaba en la planta inferior.
Bajé corriendo la escalera y en el pasillo me encontré cara a cara con una mujer con delantal tipo casulla y pantalón blanco de algodón. Cuarentena mal llevada, sin encanto, con una expresión de firmeza bajo la sombra de una mecha rubio ceniza.
– ¿Nathalie Katsafian?
– Soy yo.
La tomé por el brazo.
– ¿Qué hace?
Vi una puerta que decía: reservada al personal. La abrí y empujé a la enfermera dentro.
– ¿Está loco?
Volví a cerrar la puerta con el codo, accionando al mismo tiempo el interruptor. Los fluorescentes se encendieron. Paredes cubiertas de sábanas dobladas, batas ordenadas: la lavandería.
– Usted y yo deberíamos calmarnos.
– ¡Déjeme salir!
– Solo una breve conversación.
La mujer trató de esquivarme. La empujé y le planté mi identificación en la cara.
– Brigada Criminal. Sabe por qué estoy aquí, ¿verdad?
La enfermera no respondió. Los ojos se le salían de las órbitas.
– Manon Simonis. Noviembre de 1988. ¿Por qué mintió?
Nathalie Katsafian se derrumbó. Su rostro se quedó exangüe, más blanco que las telas que nos rodeaban. Puse una rodilla en el suelo y la levanté, apoyándola contra la pila de sábanas.
– Le repetiré la pregunta: ¿por qué mintió en 1988?
– ¿Usted… usted investiga el asesinato de Manon?
– Conteste a mi pregunta.
Se pasó la mano por los cabellos. Una expresión de pavor la desfiguraba.
– Tuve… tuve miedo. Tenía veinticinco años. Cuando los gendarmes vinieron al hospital, me preguntaron si Sylvie Simonis estaba en su habitación el día anterior, a las cinco de la tarde. Respondí que sí.
– ¿Y no era cierto?
– En realidad, no estaba segura.
– ¿Por qué no lo dijo?
Se tomó tiempo para tragar saliva. El miedo se había transformado en una expresión de sorda resignación. Como si hubiera esperado durante catorce años ese momento de la verdad.
– Yo estaba aquí de prácticas. La enfermera jefe era muy estricta en cuanto al reglamento. Las cinco era la hora en la que se tomaban las temperaturas. Se supone que se toma personalmente y luego se apunta en el registro.
– ¿Y en la práctica se hace así?
– No. Se pasa más tarde; los pacientes ya se la han tomado. Basta con mirar el termómetro de la mesilla de noche y anotar la cifra.
– Entonces, ¿el enfermo puede haberse ausentado de la habitación?
– Sí.
– ¿Y eso fue lo que sucedió con Sylvie Simonis?
– Creo que sí.
– ¿Sí o no? -grité.
– Sí. Cuando pasé, ella no estaba. Apunté la cifra y salí.
– ¿Sabe cuánto tiempo duró su ausencia?
– No. Ella tenía libertad de movimiento. Estaba sola en su habitación. Podía desaparecer varias horas. Nadie se habría dado cuenta.
Me callé. La coartada de Sylvie Simonis ya no existía. La enfermera trató de justificarse.
– Mentí, pero en aquel momento no era grave. Nadie sospechaba de ella. Acababa de pasar algo horrible. Ella era la víctima, ¿comprende?
– Usted sabe algo más.
– Yo… -Se palpó el rostro con la punta de los dedos, como si hubiera recibido unos golpes-. De hecho, fue más tarde. Dos meses más tarde. Cuando se hizo la reconstrucción.
– ¿Con Patrick Cazeviel?
Asintió con la cabeza.
– Los periódicos hablaban de un pozo en la planta depuradora. Y también de una reja oxidada que no estaba en su sitio. Eso me recordó un detalle. La tarde del asesinato, cuando los gendarmes se lo dijeron a Sylvie, ella hizo la maleta. Los médicos la habían autorizado a salir. La ayudé. Su gabardina… tenía huellas de herrumbre.
– ¿Ese detalle le sorprendió?
– Las manchas eran extrañas. Como una trama, ¿sabe? Y parecían… recientes. Cuando leí el artículo, me acordé de la reja y comprendí.
– ¿Por qué no dijo nada en ese momento?
– Ya era tarde. Y yo… no podía creer algo tan horrible.
Seguí en silencio. Nathalie Katsafian continuó:
– También había otra cosa. En la misma época, había oído a los médicos conversando entre ellos, sobre el quiste que tenía Sylvie. Un quiste en el ovario. Hablaban de una película estadounidense en la que una chica se provocaba voluntariamente el quiste tomando estrógenos. Yo… En fin, me dije que Sylvie podía haber hecho lo mismo. Y maquinarlo todo.
– ¿Tiene algún indicio?
– Sí. En el cuarto de baño me llamó la atención un detalle. Había medicamentos.
– ¿Estrógenos?
– No lo sé.
– ¿Adónde quiere llegar?
– El envase… No contenía el medicamento indicado en la caja.
– ¿Eran hormonas o no?
– ¡No lo sé!
Nathalie Katsafian se desmoronó entre sollozos. El testimonio de esta mujer habría bastado para meter a Sylvie Simonis veinte años entre rejas, o en un psiquiátrico, sección psicóticos graves. Sentí que me volvía gris, literalmente. Mis órganos se transformaban en tierra, mi boca se llenaba de ceniza.
Sylvie Simonis se perfilaba como una madre infanticida. Era el mismo mosaico, constituido por las mismas piezas pero que trazaba otro retrato. Una Medea más verdadera que la original.
Coloqué mis manos sobre los hombros de la mujer y murmuré una oración. Con toda mi alma, supliqué a Nuestro Señor que le otorgara el reposo, una vida sin remordimientos. Me puse de pie y cogí el pomo de la puerta; de repente, una idea vino a mi mente.
Busqué en mi chaqueta y saqué la fotografía de Luc. La enfermera la miró. Sus sollozos aumentaron.
– Oh, Dios mío.
– ¿Lo conoce?
– Sí, vino a interrogarme.
El golpe me dio en el plexo solar. Era la primera vez que alguien reconocía a Luc en esa jodida ciudad.
– ¿Cuándo exactamente?
– No lo sé. Este verano. Creo que en julio.
– ¿La interrogó sobre Sylvie Simonis?
– Sí… Bueno, no. Sabía más que usted. Buscaba una confirmación. Había adivinado que la coartada del hospital no se tenía en pie. Decía que ya había sucedido en un caso célebre. Francis Heaulme, creo.
Exacto. En mayo de 1989, Francis Heaulme había sido declarado inocente del crimen de una quincuagenaria cerca de Brest. En ese momento, supuestamente se encontraba en el centro hospitalario Laennec de Quimper. Así lo certificaba la lectura de su temperatura. Más tarde, la coartada se desmoronó. Una voz interior me dijo: «Luc es mejor madero que tú».
– ¿Qué le contó?
– Lo mismo que a usted.
Abrí la puerta y me eclipsé.
Una sola idea repicaba en mi cabeza.
Luc Soubeyras había encontrado a su diablo en Sartuis.
Y ese diablo se llamaba Sylvie Simonis.
Registré todos los relojes.
Palpé, les di la vuelta, ausculté cada peana, cada mecanismo. Cajas decoradas, cuadrantes rodeados de oro, relojes de arena de madera barnizada. Ni la sombra de una trampa, de un panel deslizable. Había decidido volver a la Casa de los Relojes y registrarla de arriba abajo. No descuidar ni un milímetro del habitáculo. Si Sylvie Simonis había venerado al demonio allí, ese culto habría dejado huellas.
Al colocar el último reloj sobre el estante, debí rendirme a la evidencia. La pesca había sido nula. Barrí el espacio con la mirada. Me paré frente a la mesa de trabajo, estudié cada instrumento, giré el tablero, escudriñé las patas. Nada. Observé los listones del parquet, la superficie de las paredes. Nada. Ningún panel que se abriera; ningún sonido hueco.
Me quité el abrigo. Subí los escalones de cuatro en cuatro, corrí por la pasarela y subí la escalera del granero. El despacho de Sylvie. Iba a proceder con rigor, registrando cada habitación, partiendo desde arriba para bajar hasta el sótano y el garaje.
Empecé con el armario y el archivo: el interior, el exterior; sin novedad. Me arrodillé y tanteé el fondo de cada mueble. Ni rendijas ni asperezas. Las paredes estaban revestidas con tela. Desplacé el mobiliario al centro de la habitación, cogí un cúter del tablero y corté la tela. Desmonté cada uno de los paneles. Nada. Golpeé la pared en diferentes puntos, buscando alguna resonancia. Nada de nada. Me volví hacia el techo abuhardillado, forrado con fibra de vidrio. Hice unos enormes tajos desgarrando el paño en distintos sitios y hundí la mano en el interior. Saqué puñados de fibra, pero nada más. No había objetos escondidos ni aberturas disimuladas.
Arranqué la moqueta. Hundí la punta del cúter en las ranuras del parquet, con paciencia, una tras otra. Ni rastro. Me apoyé sobre cada listón, con la esperanza de descubrir uno que estuviera flojo. Sin resultado.
Me puse de pie sudando y contemplé el suelo, la madera desnuda y cubierta de restos de fibra, de jirones de tela y de moqueta. ¿Una pista falsa?
Bajé al piso inferior inspeccionado cada escalón. Caía la noche. Encendí la linterna eléctrica. Las pilas se habían agotado. ¡Joder! Me acordé de que en el maletero llevaba un paquete de luces químicas Cyalume. Bajé la escalera y corrí hasta el coche aparcado, una vez más, en el fondo del callejón. Abrí la caja y metí un puñado de tubos en el bolsillo. Regresé a la casa entre las sombras.
En la habitación de Sylvie rompí el primer tubo. Un halo verdoso me rodeó. Apreté la barra con los dientes y empecé a buscar. Muebles, paredes, parquet. No conseguí nada, salvo sudar.
Empecé a dudar.
Me senté con las piernas cruzadas y me forcé a reflexionar en el maquiavélico crimen de Sylvie. La coartada del hospital. ¿En verdad había tomado una dosis excesiva de estrógenos para provocarse una enfermedad? ¿Cómo conocía los horarios hospitalarios en lo relativo a las tomas de temperatura? La imagen del diablo, surgiendo de las agujas del reloj, regresó a mi mente. Ese diablo era la misma Sylvie y su coartada era perfecta. Se había sustraído del tiempo para matar a su hija. Había escapado de la sucesión de las horas para cometer lo incalificable.
Para completar su coartada, había pensado en un detalle definitivo: la llamada del asesino al hospital, aquella misma tarde. Este hecho la apartaba, por una lógica natural, del círculo de sospechosos. Sin embargo, la maquinación era sencilla. Al volver de la planta de depuración se había colado en la cabina de teléfono. Había marcado el número de la centralita, había pedido hablar con su propia habitación y luego, mientras pasaban la llamada, había regresado a su cama para atenderla. Al fin y al cabo, nadie había escuchado la conversación.
La risa de Richard Moraz sonó en mis tímpanos: «¿Me imaginas a mí, con esta barriga, embutiéndome en una cabina?». No, no lo veía pero imaginaba perfectamente a Sylvie, con un metro sesenta y tres, cincuenta y un kilos, según el informe de la autopsia, jugando a los fantasmas en el hospital.
Aquella tarde, también había llamado a sus suegros usando un dictáfono para dejarles el último mensaje. «La niñita está en el pozo…» ¿Cómo había conseguido trucar la voz? ¿Por qué se había inspirado en las canciones infantiles del Jura? ¿Por qué llevar el horror hasta ese extremo refinamiento?
El tubo fluorescente se apagó. Saqué uno nuevo. No tenía las respuestas pero experimentaba una certeza en lo general. Sylvie Simonis, cristiana tradicionalista, había caído en manos del maligno. El diablo que estaba encima de Manon era ella. El diablo que temía Thomas Longhini era ella. El diablo que embrujaba la Casa de los Relojes era ella. A menos que fuera al revés: que hubiera sufrido la influencia de ese caserón y de sus leyendas. En todo caso, Sylvie Simonis había venerado a Satán sacrificando a su hija en su nombre.
Ese culto debió de dejar huellas.
La casa debía de poseer la impronta del demonio.
En el pasillo realicé la misma limpieza, rasgando el empapelado, inspeccionando el parquet. Nada. El cuarto de baño. Otra pérdida de tiempo. Las dos habitaciones de invitados. Sin ningún resultado. En la planta baja pasé a la cocina. Ni la sombra de un escondite. El comedor y sus muebles del Jura. La nada absoluta y total.
De vuelta al salón. Alcé los ojos y mi mirada se detuvo en las dos vigas que se cruzaban bajo la estructura, a cinco metros de altura. Inaccesibles. A menos que pasara por encima de la barandilla de la pasarela.
Una vez allí, encendí otro Cyalume y me arriesgué sobre la viga principal. A cuatro patas, una mano después de la otra, avancé lentamente, evitando mirar al vacío. A cada paso golpeaba los laterales de la madera en busca de una hornacina. Nada, por supuesto. Pero tal vez en el cruce de las dos vigas…
Llegué a la intersección. Un montante descendía hasta la pasarela. Me senté a horcajadas y lo rodeé con los brazos. Tomé aliento y luego, con precaución, golpeé los laterales en busca de un sonido a hueco.
Mi mano se detuvo. Un desnivel, precisamente detrás del montante. Mis uñas penetraron en la fisura y levantaron una tabla. Deslicé mi mano debajo; una maniobra a ciegas, con la mejilla pegada al madero. Un contacto familiar: una bolsita de plástico que contenía varios objetos. Conseguí sacarla de la trampilla.
Un paquete enrollado en una película de plástico transparente, que a su vez estaba sellado con varias vueltas de cinta adhesiva. Encajé la bolsita bajo el brazo, escupí el Cyalume y luego, después de dar media vuelta, bajé hasta la barandilla.
Una vez en el suelo, me puse unos guantes de látex y registré mi hallazgo; abrí otro tubo y contemplé mi tesoro. Un crucifijo invertido. Una Biblia con las páginas mancilladas. Hostias manchadas. Una cabeza de demonio oriental, negra y hostil. Solté el Cyalume y murmuré una oración a san Miguel Arcángel:
… y vos, príncipe de la milicia celeste,
lanzad al infierno, por virtud divina,
a Satán y a los otros espíritus malignos
que erran en el mundo para pérdida de las almas…
Ya la tenía. La prueba era concluyente.
Sylvie Simonis veneraba al diablo.
Ella le había sacrificado a su hija en nombre de un pacto o de algún otro delirio.
Empaqueté el botín, lo guardé en el bolsillo de mi abrigo y me levanté. Los temblores me sacudían: me froté los brazos, los hombros. Había encontrado lo que había que descubrir en esa casa.
Ahora que tenía la certeza de que pisaba el territorio del diablo, debía hablar con un hombre que me había mentido desde el principio. Un hombre a quien, forzosamente, habían visitado Manon y Thomas, dos niños que se creían amenazados por el Maligno.
El único que habría podido escucharlos.
– ¿Qué mosca le ha picado ahora?
Cogí al padre Mariotte por el cuello de la camiseta y lo empujé contra la puerta de una taquilla. Estaba doblando el equipo de sus jugadores. La sacristía parecía un vestuario. Dos hileras de compartimientos de hierro, un banco central coronado por un perchero.
– Es la hora de la verdad, padre. Tendrá que empezar a largar porque si no puedo ponerme muy nervioso. Se lo aseguro. Con sotana o sin sotana.
– ¿Se ha vuelto loco?
– Usted siempre ha sabido lo de Manon y Sylvie.
– Yo…
– Usted sabía que el peligro estaba allí. ¡Que el mal habitaba en ese caserón!
Con un gesto furioso, lo estrellé de nuevo contra las taquillas. Resbaló y se desplomó en el suelo. Apretaba las camisetas contra sí. Su labio inferior temblaba. Las venas de sus sienes palpitaban. Su piel se tornaba violácea. Le puse mi identificación en las narices.
– No soy periodista, padre. En absoluto. Es hora de que desembuche, antes de que lo inculpe por complicidad en un asesinato. Quid tacet concentirevidetur!
La frase latina «quien calla otorga» pareció rematarlo. Boqueaba como un pez en la arena. Su parpadeo era incesante.
– Usted…
– Thomas vino a verlo. Le previno que Manon estaba amenazada, que su madre era una loca seguidora de Satán. Pero usted no se tomó esas historias en serio. Usted es un sacerdote moderno, ¿verdad? Entonces, usted…
Me callé. Su expresión estaba paralizada en una mueca de estupor.
– ¿Sylvie Simonis poseída? -balbuceó-. Pero ¿qué dice?
Hubo un instante de incertidumbre. Era evidente que él no entendía de qué le hablaba. Bajé el tono:
– He encontrado objetos satánicos en la Casa de los Relojes. Antes del asesinato, Thomas Longhini advirtió del problema a sus allegados. Les dijo que un diablo amenazaba a Manon. Hablaba de un peligro real. Pero nadie lo escuchó. -Fijé mis ojos en sus pupilas claras-. ¿No vino a verlo?
– No, él no…
El sacerdote se incorporó con dificultad y se sentó en el banco.
– ¿Quién vino?
– Sylvie… Sylvie Simonis. Varias veces.
– ¿En su estado?
El padre Mariotte negó con la cabeza, que temblaba convulsivamente. Su expresión parecía sincera y también consternada.
– Sylvie nunca estuvo poseída.
– ¿Quién, entonces?
– Manon. Era ella la que evidenciaba signos de posesión.
– ¿Qué?
– Siéntese -susurró-. Se lo contaré.
Me dejé caer en el banco. El edificio que acababa de construir se derrumbaba nuevamente. Mariotte abrió una de las taquillas y sacó una botella con reflejos cobrizos. Me la pasó.
– Parece muy nervioso, esto no le hará daño.
Lo rechacé y encendí un Camel; le di varias caladas. El sacerdote echó un trago.
– Adelante. Lo escucho.
– La primera vez que Sylvie vino fue en 1988. Según ella, su hija estaba poseída.
– ¿Cómo lo sabía?
– Manon organizaba ceremonias, sacrificios.
– Deme ejemplos.
– Al lado de la primera casa en la que vivían había una granja. Los campesinos se quejaron. Manon robaba anillos a su madre. Los metía alrededor del cuello de los pollitos. Los bichos morían después de algunos días; se ahogaban al crecer.
– Los niños a veces son crueles. Eso no los convierte en posesos.
– También había mutilado a su tortuga. Primero las patas; luego la cabeza. La había sacrificado en el centro de una estrella de cinco puntas.
– ¿Quién le había mostrado ese símbolo?
– Sylvie creía que había sido su padre, antes de morir.
– ¿Estaba relacionado con el satanismo?
– No. Pero iba a la deriva. Según Sylvie, quería corromper a su hija por pura perversidad.
– ¿Había algo más entre el padre y la hija?
– Sylvie nunca habló de ello. Afirmaba que Manon no era una víctima, sino todo lo contrario. Que era… maléfica.
– ¿Qué le dijo usted?
– Traté de tranquilizarla. Le di algunos consejos espirituales. La exhorté a que consultara con un psicólogo.
– ¿Lo hizo?
– No. Volvió un mes más tarde. Más agitada aún que la primera vez. Decía que la casa era demoníaca. Que Satán había surgido uno de los relojes y que ahora vivía en el cuerpo de su hija. ¿Cómo podría creer en semejantes historias?
– ¿Manon había cometido otros actos sádicos?
– Mataba animales. Decía obscenidades. Cuando Sylvie le preguntaba por qué se comportaba así, respondía que seguía órdenes.
– ¿Órdenes de quién?
– De los demonios.
– Páseme la botella.
Bebí un buen trago. Sentí ardor en el pecho. Volví a ver a la de belleza rubia. Ahora me parecía inquietante, insidiosa, mana. Devolví la botella a Mariotte.
– Esta vez, ¿la tomó en serio?
– Sí, pero no como ella deseaba. Le ordené que fuera cuanto antes a consultar a un psicólogo de Besançon que yo conocía.
– ¿Le hizo caso?
– En absoluto.
– ¿Qué quería ella?
– Un exorcismo.
El mosaico saltaba una vez más en pedazos y dibujaba otro motivo. Sylvie tenía miedo de Manon. Tenía miedo del diablo. Tenía miedo de su casa. Cristiana ferviente, se creía rodeada de espíritus que la atacaban a través de lo más preciado que poseía: su hija.
– He encontrado objetos satánicos en su casa -proseguí-, una cruz invertida, una Biblia mancillada, una cabeza de diablo… ¿a quién pertenecían?
– A Manon. Sylvie los encontró en su habitación.
– Es absurdo. ¿Quién le habría dado esos objetos?
– Nadie. Los había hallado en el sótano, bajo los cimientos de casa. Siempre se ha dicho que ese caserón había sido construido por brujos y…
– Estoy al corriente. Pero esos objetos no son tan antiguos. ¿Qué pasó después?
El padre Mariotte no contestó. Alisaba lentamente la bruma de sus cabellos sobre su cráneo rosado. Su rostro se había serenado, pero ahora parecía más pesado, envejecido. Después de un nuevo sorbo de alcohol, murmuró por fin:
– Durante el verano, nada. Pero esa historia me obsesionaba. No paraba de rondar el caserón con mi bicicleta. Me tentaba la idea de tocar el timbre, de preguntar cómo iba todo. Sylvie ya no venía a misa. Estaba ofendida porque yo no había querido entrar en su juego.
– ¿Su «juego»? ¿A eso lo llama un juego?
– Escuche -dijo con voz más segura-. Nadie podía imaginar que las cosas irían tan lejos. Nadie. ¿Está claro?
– ¿Usted pensaba que esa historia era una invención de Sylvie?
– Esa familia tenía un problema, eso es todo. Una verdadera psicosis. Hoy en día, ¿quién creería en la posesión?
– Conozco a varios en la Curia romana.
– Sí, de acuerdo. Pero yo soy un sacerdote…
– Moderno, si he comprendido bien. ¿Por qué Sylvie no se mudó?
– Usted no la conocía. Era terca como una mula. Se había roto el alma trabajando para comprar esa casa. Ni hablar de mudarse.
– ¿Vino a verlo después?
Mariotte volvió a beber. Llegábamos al momento crucial de la historia.
– A finales de septiembre -dijo con una voz áspera-. Esta vez, estaba serena. Parecía… no sé cómo decirlo… de vuelta de todo. Había hecho el duelo por su hijita. Decía que Manon estaba muerta. Que era otro quien vivía ahora con ella en su casa.
– ¿Manon persistía en su actitud?
– Había orinado sobre una Biblia. Se había masturbado delante de un vecino. Hablaba en latín.
Entre líneas, varias verdades. Cuando Thomas Longhini hablaba de un «diablo» que amenazaba a Manon no se refería a Sylvie, sino a una fuerza horrible que poco a poco transformaba a su amiga. Cuando madame Bohn recordaba los «juegos peligrosos» no era Thomas quien los empezaba, sino Manon. Todo debería haberse resuelto en una institución, con especialistas en esquizofrenia. Mariotte continuó:
– Aquel día, Sylvie me dio un ultimátum. Me advirtió que si yo no hacía algo, se encargaría ella misma. En ese momento no la comprendí. Esa historia me superaba totalmente. Ella me acosó todo el mes de octubre, repitiéndome que yo no comprendía nada, que no era un verdadero sacerdote. No cesaba de repetir un pasaje de las epístolas de Pablo a los tesalónicos: «Entonces se manifestará el inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, destruyendo con la manifestación de su venida». -Tomó aliento-. Ya no sabía qué hacer. ¡Un exorcismo! ¿Por qué no la hoguera? Y cada vez le repetía a Sylvie que lo único urgente era visitar a un psiquiatra. Al final, le dije que iba a encargarme yo mismo. En cierto sentido, creo… me temo que precipité los acontecimientos. Nunca supe la verdad sobre Manon, pero Sylvie era una buena candidata al psiquiátrico.
Mariotte tenía razón, pero la locura de Sylvie tenía su lógica. La mujer no había actuado impulsivamente, llevada por un ataque de pánico; había preparado su plan cuidadosamente. No para evitar la prisión sino para salvar la memoria de su hija. Para que nadie pudiera jamás sospechar su móvil.
– A partir de noviembre dejó de venir. Creí, esperé, que las cosas se hubieran arreglado. Lo demás ya lo sabe. Todo el mundo lo sabe.
El padre Mariotte se calló nuevamente. Todavía seguía midiendo el abismo de sus errores. Con voz apenas perceptible prosiguió:
– Desde aquel día vivo en la duda.
– ¿La duda?
– No tengo ninguna prueba fehaciente contra Sylvie. Después de todo, tal vez no fue lo que sucedió.
– ¿Por qué no se lo dijo a los gendarmes?
– Imposible.
– ¿Por qué?
– Usted sabe por qué.
– ¿Ella estaba bajo secreto de confesión?
– Sí, siempre. Cuando me enteré de la muerte de la niña yo mismo rompí el confesionario a hachazos. Nunca lo he reconstruido. No puedo escuchar una confesión dentro de esta iglesia.
– ¿Por eso tiene esa celda al lado, en el pasillo?
Su silencio era un asentimiento. La evocación de la celda me trajo otro recuerdo a la memoria.
– Según su opinión, ¿quién ha escrito te esperaba dentro del confesionario?
– No lo sé. Ni quiero saberlo.
Acabé con la cronología de los hechos.
– Después del drama, ¿volvió a ver a Sylvie?
– Por supuesto, esta ciudad es pequeña. Pero ella me evitaba.
– ¿Nunca vino a confesarse?
– Nunca. Su silencio era de piedra. -Abrió las manos y las colocó delante de sí-. Una enorme piedra que sellaba mi propio interrogante. Yo estaba emparedado dentro, ¿comprende?
– ¿Qué pensó cuando se enteró de la muerte de Sylvie Simonis el verano pasado?
– Le he dicho que no quiero pensar en eso.
– Quizá hubo alguien en esta ciudad que conocía la verdad. Alguien que decidió vengar a Manon.
– ¿El asesinato se ha confirmado? Los gendarmes nunca dijeron que…
– Se lo digo yo. ¿Qué opina de Thomas Longhini?
El sacerdote recuperó su expresión azorada.
– ¿Qué pasa con Thomas?
– Cuando se lo acusó del asesinato de Manon, prometió que volvería. Podría haber querido vengar a la niña.
– Usted está mal de la cabeza.
– Yo no he inventado el cadáver de Sylvie.
– Déjeme. Debo rezar.
Las lágrimas caían por sus mejillas. Su expresión era impasible. Nada parecía poder alcanzarlo. Empezó a murmurar el célebre salmo 22:
No te apartes de mí, que se acerca el peligro;
ven en mi ayuda, que a nadie tengo que me socorra
[…]
Me derramo como agua;
todos mis huesos están dislocados.
Mi corazón es como de cera
que se derrite dentro de mis entrañas.
Su voz se apagaba detrás de mí mientras yo atravesaba la iglesia.
Sobre la plaza respiré la noche a pleno pulmón. La plaza estaba hundida en las tinieblas y ofrecía un reflejo exacto de mi estado de ánimo. Una zona negra, helada, sin referencias ni luz.
De pronto, el parpadeo de unos faros penetró la oscuridad.
Un coche estaba aparcado en la plaza.
El Peugeot azul del capitán Sarrazin.
«Ha tardado lo suyo», pensé dirigiéndome hacia el vehículo.
– Suba.
Di la vuelta al Peugeot y me senté a su lado. En el habitáculo flotaba un agradable olor a limpio. Un rigor impecable, excluyente, que hacía temer la posibilidad de ensuciar el tapizado.
– ¿Bebe estando de servicio, inspector?
Mi aliento apestaba a alcohol.
– No estoy de servicio. Solo de vacaciones.
– ¿Ahora tiene las cosas más claras?
No respondí. En la oscuridad, el gendarme sonreía. Me puso la pistola sobre mis rodillas y luego, en tono paciente, prosiguió:
– Sale de la iglesia. Parece aturdido. Ha debido de interrogar a Mariotte.
– ¿Qué tal si me habla de su investigación? Ganaríamos tiempo.
– Le he dado todo el día. Dígame qué sabe. Luego veré si vale la pena ayudarlo.
Me preguntaba sobre ese cambio de actitud. Pero no tenía nada que perder. Resumí el asunto: Manon, una posesa. Su madre la había matado para librarla del demonio. La elaboración de la coartada. La venganza del infanticidio, catorce años más tarde.
El gendarme permaneció en silencio. Ya no sonreía.
– Según usted, ¿quién ha vengado a Manon? -preguntó por fin.
– El que la quería como a una hermana. Thomas Longhini.
– ¿Lo ha encontrado?
– No. Pero es mi prioridad.
– ¿Por qué habría actuado catorce años más tarde?
– Porque en la época de la muerte de Manon, el crío tenía solo catorce años. Su plan había madurado, su decisión se había fortalecido. Había prometido volver y volvió.
– Por tanto, ¿él también es un loco de atar?
No contesté. Con un acto reflejo, hice un gesto hacia mi paquete de Camel. Encender un pitillo allí era una profanación. El silencio volvió a reinar.
– Ahora le toca a usted. ¿Por dónde anda en su investigación?
– Más o menos en el mismo punto que usted.
– ¿Está de acuerdo con mis conclusiones?
– Sí, en cuanto a la culpabilidad de la madre. Pero no tengo más pruebas que usted. Y nunca he podido consultar el expediente judicial. Se trata de un asesinato muy antiguo, por lo que ha prescrito. A mi modo de ver, el juez De Witt destruyó el expediente.
– ¿Por qué?
– Es demasiado tarde para averiguarlo. Murió hace dos años.
– ¿Está usted de acuerdo en cuanto al autor del asesinato de Sylvie?
– No. No puede ser Thomas Longhini. Es imposible.
La inflexión de su voz transmitía una absoluta certeza.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Lo ha encontrado?
– Nunca lo perdí de vista.
– ¿Dónde está? -grité.
– Delante de usted.
Una sensación pegajosa llenó mi boca.
– Soy Thomas Longhini. Prometí volver y aquí estoy. Prometí terminar la investigación y me convertí en gendarme. Incluso en capitán, en Besançon. Cuando Sylvie fue asesinada conseguí que me adjudicaran el caso.
– Las gentes de aquí, ¿saben quién es usted?
– Nadie lo sabe.
– No le creo. Su historia no es verosímil.
– La muerte de Manon no es creíble. Nunca pude aceptarla.
– ¿Siempre supo que Sylvie era la infanticida?
– Cuando era adolescente estaba seguro. Manon tenía miedo; temía a su madre. Más tarde dudé. Ahora, estoy nuevamente convencido.
– Según usted, ¿quién mató a Sylvie?
No dudó un instante.
– El diablo.
Sonreí. No era cuestión de volver a caer en otra historia de superstición. Pero Longhini-Sarrazin se inclinó sobre mí.
– Hay algo que usted no sabe. Un elemento primordial para comprender los hechos. Manon estaba poseída verdaderamente. El diablo la había elegido.
Era una conspiración. ¡Una conspiración de zumbados! Enfundé la pistola y giré la manilla.
– Ya he oído bastante.
Sarrazin bloqueó la puerta.
– Es el núcleo de la historia. ¡Tenga los huevos de seguir hasta el final!
El gusto a pegamento me secaba el gaznate. Tenía la lengua hinchada, la garganta pastosa.
– Estaba con ella cuando pasó todo -prosiguió-. Siempre estábamos juntos. Ella se había convertido en alguien distinto. Un demonio.
– Y ahora el diablo ha regresado para vengarse, ¿no es así?
– No le hablo de un fauno con cabeza de macho cabrío. Hablo de un poder oscuro que ha actuado utilizando la mano de un tercero.
– ¿De quién?
– Todavía no lo sé. Pero lo averiguaré.
– ¿Qué pruebas tiene?
– Es simple. El diablo se venga siempre de la misma manera. Ha habido otros casos de asesinatos con insectos, líquenes y todo eso.
– No. Lo he investigado. A escala nacional. Nunca nadie ha sufrido las torturas de Sylvie Simonis. Nunca un asesino ha descompuesto un cuerpo sirviéndose de ácidos e insectos.
– En Francia, no. Pero en otros sitios, sí.
– ¿Dónde?
– En Italia. La Bestia golpeó allí. En Catania, Sicilia. La Bestia no conoce fronteras.
Sarrazin hablaba con seguridad. La suficiente como para despertar en mí una nueva duda. Vi pasar la máscara de Pazuzu y luego volví a la razón. Siempre existía la posibilidad de que un asesino se creyera el diablo y actuara en cualquier parte de Europa. Sarrazin añadió:
– En todo caso, su colega estaba de acuerdo conmigo.
– ¿Quién?
– Luc Soubeyras.
– ¿Lo ha visto? ¿Lo conoce?
– Trabajábamos juntos. Pero él no era como usted. Él creía en el diablo. A usted había que ponerlo a prueba. Es por eso por lo que he dejado que se las arreglara solo.
– ¿Y en qué punto de su investigación estaba Luc?
– Como yo. Como usted. Después, se fue a Italia. Y no ha dado más señales de vida.
Un destello, hielo y fuego mezclados. Una información de Foucault: Luc había viajado a Catania, en Sicilia, el pasado 17 de agosto.
– Le propongo lo siguiente -dijo Sarrazin-.Vaya a Italia. Yo seguiré buscando aquí. Fue usted quien propuso que trabajáramos en equipo.
Yo no perdía nada por tener un aliado allí. Además, si existía realmente una pista en Sicilia debía seguirla. Cogí la manilla.
– Primero comprobaré su información acerca del caso italiano. Si es correcta, acepto.
Abrí la puerta. Sarrazin me cogió el brazo.
– Antes de irse, vuelva a Bienfaisance. Al lugar donde el cuerpo fue descubierto.
– ¿Por qué?
– El diablo firmó su crimen.
Por un breve instante pensé en el crucifijo, pero el gendarme hablaba de otra cosa.
– ¿Dónde tengo que buscar?
– Encuéntrelo solo. Todo esto es una iniciación, ¿comprende?
– Comprendo. ¿Tiene pilas?
– Pronto?
Acababa de marcar el número del móvil de Giovanni Callacciura, ayudante del fiscal de Milán. Hacía un año había trabajado con él en un caso de asesinato de un médico romano en París. Un simple crimen para mí, un crimen de venganza y corrupción para él. Y una sólida amistad entre ambos.
– Pronto?
Me puse el teléfono bajo el mentón; la carretera serpenteaba cada vez más. El viento hacía que el coche diera bandazos, mientras que las copas de los pinos se inclinaban sobre el haz luminoso de los faros. Aceleré a fondo hacia Notre-Dame-de-Bienfaisance.
– Sono Mathieu Durey.
– ¿Mathieu? Come stai?
La voz risueña. La frescura en la entonación. A mil leguas de mi pesadilla. Le expliqué el motivo de mi llamada. La naturaleza del asesinato. La posibilidad de un crimen idéntico en Sicilia. Mi italiano salía con fluidez. El magistrado se partió de risa.
– Nunca podría trabajar en casos de ese tipo. Demasiado sórdidos. ¿Qué quieres que haga?
– Que busques información sobre ese crimen de Catania.
– De acuerdo. ¿Sabes en qué año?
– No. Creo que es bastante reciente.
– ¿Y es urgente?
– Es candente.
– Investigaré desde mi casa. Ahora mismo.
Le di las gracias. Ni una palabra sobre que eran las nueve de la noche de un domingo. Ni un comentario acerca de que no había llamado desde hacía seis meses. Mi concepto de la amistad: ninguna obligación, solo la de responder «presente» en el momento preciso. Mantuve pisado el pedal del acelerador mientras ganaba altura.
Los recuerdos de mi primera visita a Bienfaisance volvían; la fuerza de la montaña, el triunfo de las aguas… Ahora, todo estaba oscuro. Maraña de amenazas y de espesores atormentados por el viento. Las palabras de Sarrazin en mi cabeza, derramándose en cada curva, como golpes de mar sobre el puente de un buque a la deriva.
El cartel de la fundación Notre-Dame-de-Bienfaisance apareció. Aceleré. Ni hablar de llamar a la puerta de las misioneras, ni de caminar media hora. Arriba debía de haber otro camino que llevara directamente al mirador. Al cabo de dos kilómetros, di con un sendero que señalaba la dirección de la Roche Rêche; el nombre mencionado por Marilyne Rosarías.
Continué dando tumbos durante unos minutos. Un aparcamiento de tierra roja a mi derecha. Un cartel: la roche rêche, 1.700 metros de altura. Pasé de largo la zona de aparcamiento y me alejé hacia la maleza. Un absurdo acto reflejo de discreción. Apagué el motor, abrí la guantera y cargué la linterna con las pilas que me había dado Sarrazin.
Fuera, el viento azotó mi rostro. Alternativamente, la borrasca parecía o bien querer arrancarme el abrigo o bien hundírmelo en el cuerpo. Caminé encorvado bajo la tempestad, siguiendo el sendero. Llevaba a una explanada con la hierba cortada, salpicada de mesas y bancos de madera. A lo lejos, más abajo, vi el llano que me interesaba. Entre los dos sitios, el burbujeo negro de los pinos.
Me hundí en el bosque, guiándome solo por el sonido de la cascada, que llegaba hasta mí entre los bramidos del viento. La densa vegetación oponía resistencia. Las ramas me herían el rostro. Las zarzas trababan mis pasos. Bajo mis pies, el pedregal crujía, rodaba, a medida que atravesaba los matorrales.
Pronto estuve completamente perdido; confundía el ruido del agua con los crujidos del follaje. Decidí seguir avanzando, seguir la pendiente; tenía la certeza de que hallaría una salida.
Por fin, surgí de los árboles como quien sale de detrás de un telón y accedí al claro; un golpe de suerte. Me detuve y observé el lugar, que ya conocía. Un círculo de hierbas bajas que se extendía hasta el precipicio. Bajo la luna, la superficie era de plata. Me tomé unos segundos para ordenar mis ideas y luego seguí caminando. Longhini-Sarrazin había dicho: «El diablo firmó su crimen». De modo que allí había una huella, un indicio satánico. ¿Lo habían encontrado los gendarmes? No. Solo Sarrazin había vuelto al lugar y había descubierto ese detalle.
Ahora estaba al borde del acantilado, como en mi primera visita. Me volví hacia el claro de hierba y reflexioné. Los gendarmes, profesionales del SR de Besançon, habían barrido el espacio con rigor, removiendo cada parcela, cada mata de hierba, siguiendo el método de la cuadrícula. ¿Qué más podía hacer yo, solo y en medio de la noche?
Me concentré en los pinos del fondo. Se asemejaban a una tropa de guerreros negros. Quizá los gendarmes habían limitado su búsqueda al claro.
Nadie había pensado en registrar el monte.
Nadie, salvo Sarrazin.
Subí la cuesta y me detuve al límite de las coníferas. La tarea parecía imposible; en la oscuridad, examinar el suelo, las raíces, los troncos. ¿Y para encontrar qué? Renunciando a cualquier especulación, penetré en las tinieblas y encendí la linterna. Empecé por el centro, en el eje donde se había colocado el cuerpo, a cien metros de allí. Agachado sobre el suelo, traté de distinguir algo. Subí bordeando los troncos, apartando las ramas, buscando entre los arbustos.
Nada. A los diez minutos, solo había cubierto unos pocos metros cuadrados. Las ramas de los pinos empezaban muy abajo; si había algo que descubrir, una inscripción en la corteza, un detalle de la escenificación, no podía estar a más de un metro entre el suelo y las primeras ramas. Doblado en dos, casi de rodillas, seguí buscando, concentrándome en la base de los troncos.
Media hora más tarde me incorporé. Mi respiración se cristalizaba en nubes de vapor delante de mí. Estaba otra vez ardiendo, pero al mismo tiempo rodeado, acosado por el frío. El viento me alcanzaba incluso al abrigo de las ramas.
Me metí de nuevo bajo las agujas de los pinos, asomando primero la cabeza, jadeando, tiritando, apartando las espinas con una mano, palpando con la otra la madera de los troncos. Nada.
De pronto, una línea bajo mis dedos.
Un largo corte, torcido, zigzagueante.
Arranqué los tallos para que penetrara el haz luminoso de mi linterna. Mi corazón se detuvo.
Claramente, con un cuchillo, habían tallado unas letras angulosas:
yo protejo a los sin luz
¿La firma del diablo? En quince años de teología nunca había oído ese nombre. Observé otro detalle. La forma entrecortada de las letras en la corteza. Reconocía la escritura. Era la de la inscripción luminiscente del confesionario. La misma mano había tallado esta firma y la advertencia: te esperaba.
Pensé: «Un enemigo, uno solo». De repente, noté una vibración en la piel. El móvil. Sin apartar los ojos de la inscripción, me desembaracé de las ramas y encontré mi bolsillo.
– ¿Sí?
– Pront…
La voz de Callacciura, pero la cobertura era mala. Me volví y grité:
– ¿Giovanni? Ripetimi!
– … Piu… tar…
– Ripetimi!
Me giré nuevamente y cogí sus palabras, que se llevaban las ráfagas.
– Te llamo más tarde si la cobertura es…
– ¡No! Te escucho. ¿Ya tienes noticias?
– Tengo el caso. Exactamente el mismo delirio: la podredumbre, las moscas, las mordeduras, la lengua. Alucinante.
– ¿La víctima es una mujer?
– No. Un hombre. En la treintena. Pero no hay duda alguna. Es idéntico.
De modo que un asesino en serie actuaba en toda Europa con el mismo método. Un asesino que se creía el mismo Satán.
– ¿Había signos religiosos al lado del cuerpo? ¿Había algún sacrilegio?
– Más bien sí. Tenía un crucifijo en la boca. Como si… En fin, ya conoces el símbolo.
– El caso, ¿es en Sicilia?
– Catania, sí.
– ¿La fecha?
– Abril de 2000.
Pensé: movilidad geográfica, asesinatos escalonados en varios años, persistencia del modus operandi. Sin duda, un asesino en serie. El italiano prosiguió:
– ¿Quieres que te envíe el expediente? Nosotros…
– No. Iré personalmente.
– ¿A Milán?
– Estoy en Besançon. Conduciendo, son solo unas horas.
– ¿Estás seguro?
– Absolutamente. No puedo explicártelo por teléfono pero el caso está tomando forma. Un asesino en serie que se cree el diablo. Ya golpeó aquí en Besançon, en junio pasado. Y sin duda también en algún otro lugar de Europa. Contactaré con la Interpol cuanto antes. Después de Italia y Francia él…
– Espera, Mathieu. El asesinato de Catania no es obra de tu zumbado.
La comunicación volvía a perder calidad. Busqué un mejor ángulo de recepción.
– ¿Qué?
– Digo que: ¡el crimen de Catania no es de tu loco!
– ¿Por qué?
– ¡Porque tenemos al culpable!
– ¿Qué?
– Es una mujer. La esposa de la víctima. Agostina Gedda. Confesó. Y dio todos los detalles: los productos utilizados, los insectos, los instrumentos. Una enfermera.
– ¿Cuándo la detuvieron?
– Unos días después del asesinato. No opuso ninguna resistencia.
Una vez más, mi trama se rompía en pedazos. Era imposible que esa italiana hubiera matado a Sylvie Simonis, porque ya estaba entre rejas. Pero tampoco era posible que dos asesinos distintos utilizaran un método tan particular.
Posé los dedos sobre la corteza tallada, yo protejo a los sin luz. ¿Qué significaba?
Grité por el móvil:
– ¡Mañana por la mañana, a las once en el New Boston!