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Esta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos. No me sumergiré nunca más en el mar de mierda de la literatura. En adelante escribiré mis poemas con humildad y trabajaré para no morirme de hambre y no intentaré publicar.

De la colección de revistas que fui amontonando en mi mesa habían dos que llamaron mi atención. Con las otras era posible hacer un muestrario variopinto de psicópatas y esquizofrénicos, pero sólo esas dos tenían el élan, la singularidad de empresa que atraía a Carlos Wieder. Ambas eran francesas: el número 1 de La Gaceta Literaria de Evreaux y el número 3 de la Revista de los Vigilantes Nocturnos de Arras. En cada una de ellas encontré un trabajo crítico de un tal Jules Defoe, aunque en La Gaceta adoptaba la forma, puramente circunstancial, del verso. Pero antes debo hablar de Raoul Delorme y de la secta de los escritores bárbaros.

Nacido en 1935, Raoul Delorme fue soldado y vendedor del mercado de abastos antes de encontrar una colocación fija (y más acorde con una ligera enfermedad en las vértebras contraída en la Legión) como portero de un edificio del centro de París. En 1968, mientras los estudiantes levantaban barricadas y los futuros novelistas de Francia rompían a ladrillazos las ventanas de sus Liceos o hacían el amor por primera vez, decidió fundar la secta o el movimiento de los Escritores Bárbaros. Así que, mientras unos intelectuales salían a tomar las calles, el antiguo legionario se encerró en su minúscula portería de la rue Des Eaux y comenzó a dar forma a su nueva literatura. El aprendizaje consistía en dos pasos aparentemente sencillos. El encierro y la lectura. Para el primer paso había que comprar víveres suficientes para una semana o ayunar. También era necesario, para evitar las visitas inoportunas, avisar que uno no estaba disponible para nadie o que salía de viaje por una semana o que había contraído una enfermedad contagiosa. El segundo paso era más complicado. Según Delorme, había que fundirse con las obras maestras. Esto se conseguía de una manera harto curiosa: defecando sobre las páginas de Stendhal, sonándose los mocos con las páginas de Víctor Hugo, masturbándose y desparramando el semen sobre las páginas de Gautier o Banville, vomitando sobre las páginas de Daudet, orinándose sobre las páginas de Lamartine, haciéndose cortes con hojas de afeitar y salpicando de sangre las páginas de Balzac o Maupassant, sometiendo, en fin, a los libros a un proceso de degradación que Delorme llamaba humanización. El resultado, tras una semana de ritual bárbaro, era un departamento o una habitación llena de libros destrozados, suciedad y mal olor en donde el aprendiz de literato boqueaba a sus anchas, desnudo o vestido con shorts, sucio y convulso como un recién nacido o más apropiadamente como el primer pez que decidió dar el salto y vivir fuera del agua. Según Delorme, el escritor bárbaro salía fortalecido de la experiencia y, lo que era verdaderamente importante, salía con una cierta instrucción en el arte de la escritura, una sapiencia adquirida mediante la «cercanía real», la «asimilación real» (como la llamaba Delorme) de los clásicos, una cercanía corporal que rompía todas las barreras impuestas por la cultura, la academia y la técnica.

No se sabe cómo pero no tardó en tener algunos seguidores. Eran gente como él, sin estudios y de condición social baja y a partir de mayo del 68 dos veces al año se encerraban, solos o en grupos de dos, tres y hasta cuatro personas, en buhardillas minúsculas, porterías, cuartos de hotel, casitas de los suburbios, trastiendas y reboticas y preparaban el advenimiento de la nueva literatura, una literatura que podía ser de todos, según Delorme, pero que en la práctica sólo sería de aquellos capaces de cruzar el puente de fuego. Mientras tanto, se contentaban con publicar fanzines que vendían ellos mismos en precarios tenderetes instalados en cualquier espacio de los innumerables mercadillos de libros usados y revistas que pululaban por las calles y plazas de Francia. La mayoría de los bárbaros, por supuesto, eran poetas aunque algunos escribían cuentos y otros se atrevían con pequeñas piezas de teatro. Sus revistas tenían nombres anodinos o fantásticos (en La Gaceta Literaria de Evreaux se daba una lista de publicaciones del movimiento): Los Mares Interiores, El Boletín Literario Provenzal, La Revista de las Artes y las Letras de Tolón, La Nueva Escuela Literaria, etc. En la Revista de los Vigilantes Nocturnos de Arras (publicada, en efecto, por una corporación de vigilantes nocturnos de Arras) venía una antología bárbara bastante ilustrativa y meticulosa; bajo el subtítulo «Cuando la afición deviene profesión» aparecían poemas de Delorme, Sabrina Martin, Use Kraunitz, M. Poul, Antoine Dubacq y Antoine Madrid; cada uno estaba representado con un solo poema salvo Delorme y Dubacq, con tres y dos respectivamente. Como para subrayar el grado de afición de los poetas, debajo de sus nombres y al lado de unas curiosas fotos tipo carnet, entre paréntesis, se informaba al lector de su ocupación diaria y así uno podía saber que la Kraunitz era auxiliar de enfermera en un geriátrico de Estrasburgo, que Sabrina Martin hacía labores domésticas en varias casas de París, que M. Poul era carnicero y que Antoine Madrid y Antoine Dubacq se ganaban los francos como quiosqueros en sendos puestos de periódicos de un céntrico bulevar parisino. Las fotos de Delorme y de su pandilla tenían algo que imperceptiblemente llamaba la atención: primero, todos miraban fijamente a la cámara y por tanto a los ojos del lector como si estuvieran comprometidos en un infantil (o al menos vano) intento de hipnosis; segundo, todos, sin excepción, parecían confiados y seguros, sobre todo seguros, en las antípodas del ridículo y de la duda, algo que, bien pensado, tal vez no fuera poco corriente tratándose de literatos franceses. La diferencia de edades era notoria, lo que eliminaba una afinidad generacional entre los Escritores Bárbaros. Entre Delorme, que había cumplido (aunque no los aparentaba) sesenta años y Antoine Madrid, que seguramente aún no tenía veintidós, mediaban al menos dos generaciones. Los textos, tanto en una como en otra revista, venían precedidos por una «Historia de la Escritura Barbara», de un tal Xavier Rouberg y por una suerte de manifiesto del propio Delorme titulado «La afición a escribir». En ambos se informaba, más bien con pedantería y torpeza en el texto de Delorme pero, sorprendentemente, con agilidad y elegancia en el de Rouberg (al que una pequeña nota biobibliográfica, probablemente redactada por él mismo, presentaba como ex surrealista, ex comunista, ex fascista, autor de un libro sobre «su amigo» Salvador Dalí titulado Dalí en contra y a favor de la Ópera del Mundo, y actualmente retirado en el Poitou), de la génesis de la escritura bárbara y de algunos hitos que marcaban su subterránea y no siempre tranquila singladura. Sin las notas de Rouberg y Delorme hubiera sido fácil tomarlos por miembros activos (o tal vez más voluntariosos que activos) de un taller de literatura de algún barrio obrero de los suburbios. Sus rostros eran vulgares: Sabrina Martin parecía rondar la treintena y la tristeza, Antoine Madrid tenía un airecillo de chulo reservado y discreto, de aquellos que suelen guardar las distancias, Antoine Dubacq era calvo, miope y cuarentón, la Kraunitz, tras una apariencia de oficinista de edad indefinida, parecía ocultar un enorme caudal de energía inestable, M. Poul era una calavera, con el rostro fusiforme, el pelo cortado al cepillo, nariz larga y huesuda, orejas pegadas al cráneo, nuez prominente, de unos cincuenta años, y Delorme, el jefe, parecía exactamente lo que era, un ex legionario y un tipo con una gran voluntad. (¿Pero cómo se le pudo ocurrir a e se hombre que profanando libros se podía mejorar el francés hablado y escrito? ¿En qué momento de su vida definió las líneas maestras de su ritual?) Junto a los textos de Rouberg (a quien el editor de la Revista de los Vigilantes Nocturnos de Arras llamaba el Juan Bautista del nuevo movimiento literario) se encontraban los textos de Jules Defoe. En la Revista era un ensayo y en La Gaceta era un poema. En el primero se propugnaba, en un estilo entrecortado y feroz, una literatura escrita por gente ajena a la literatura (de igual forma que la política, tal como estaba ocurriendo y el autor se felicitaba por ello, debía hacerla gente ajena a la política). La revolución pendiente de la literatura, venía a decir Defoe, será de alguna manera su abolición. Cuando la Poesía la hagan los no-poetas y la lean los no-lectores. Podía haberlo escrito cualquiera, pensé, incluso el mismo Rouberg (pero su estilo estaba en las antípodas, Rouberg, se notaba, era viejo, era irónico, era venenoso, había sido elegante, era europeo, la literatura, para él, tenía la forma de un río navegable, de cauce azaroso, sin duda, pero un río y no un huracán contemplado en la lejanía inmensa de la Tierra) o el propio Delorme (suponiendo que éste tras destripar cientos de libros de literatura francesa del XIX hubiera aprendido por fin a escribir en prosa, lo cual era mucho suponer), cualquiera con ganas de quemar el mundo, pero tuve la corazonada de que aquel adalid del ex portero parisino era Carlos Wieder.

Del poema (un poema narrativo que me recordó, Dios me perdone, trozos del diario poético de John Cage mezclado con versos que sonaban a Julián del Casal o Magallanes Moure traducidos al francés por un japonés rabioso) hay poco que decir. Era el humor terminal de Carlos Wieder. Era la seriedad de Carlos Wieder.

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