A partir de esa noche las noticias sobre Carlos Wieder son confusas, contradictorias, su figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena envuelto en brumas, se especula con su expulsión de la Fuerza Aérea en un juicio nocturno y secreto al que él asistiría con su uniforme de gala aunque sus incondicionales preferían imaginárselo con un capote negro de cosaco, con monóculo y fumando en una larga boquilla de colmillo de elefante. Las mentes más disparatadas de su generación lo ven vagando por Santiago, Valparaíso y Concepción ejerciendo oficios disímiles y participando en empresas artísticas extrañas. Cambia de nombre. Se le vincula con más de una revista literaria de existencia efímera en donde publica proposiciones de happenings que nunca llevará a cabo o que, aún peor, llevará a cabo en secreto. En una revista de teatro aparece una pequeña pieza en un acto firmada por un tal Octavio Pacheco del que nadie sabe nada. La pieza es singular en grado extremo: transcurre en un mundo de hermanos siameses en donde el sadismo y el masoquismo son juegos de niños. Sólo la muerte está penalizada en este mundo y sobre ella -sobre el no-ser, sobre la nada, sobre la vida después de la vida- discurren los hermanos a lo largo de la obra. Cada uno se dedica a martirizar a su siamés durante un tiempo (o un ciclo, como advierte el autor), pasado el cual el martirizado se convierte en martirizador y viceversa. Pero para que esto suceda «hay que tocar fondo». La pieza no ahorra al lector, como es fácil suponer, ninguna variante de la crueldad. Su acción transcurre en la casa de los siameses y en el aparcamiento de un supermercado en donde se cruzan con otros siameses que exhiben una gama variopinta de cicatrices y costurones. La pieza no finaliza, como era de esperar, con la muerte de uno de los siameses sino con un nuevo ciclo de dolor. Su tesis acaso peque de simple: sólo el dolor ata a la vida, sólo el dolor es capaz de revelarla. En una revista universitaria aparece un poema titulado «La boca cero»; el poema, en apariencia un remedo criollo de Klebnikhov, va acompañado con tres dibujos del autor que ilustran el «momento boca-cero» (es decir el acto de dibujar con la boca abierta al máximo posible un cero o una o). La firma, una vez más, es de Octavio Pacheco, pero Bibiano O'Ryan descubre accidentalmente un apartado de autor en los Archivos de la Biblioteca Nacional y allí, juntos, están las poesías aéreas de Wieder, la obra de teatro de Pacheco y textos firmados con tres o cuatro nombres más aparecidos en revistas de escasa circulación, algunas marginales y hechas con muy* pocos medios y otras de lujo, con un papel excelente, profusión de fotos (en una se reproduce casi toda la poesía aérea de Wieder, con una cronología de cada acción) y diseño aceptable. La procedencia de las revistas es diversa: Argentina, Uruguay, Brasil, México, Colombia, Chile. Los nombres, más que voluntades, señalan estrategias: Hibernia, Germania, Tormenta, El Cuarto Reich Argentino, Cruz de Hierro, ¡Basta de Hipérboles! (fanzine bonaerense), Diptongos y Sinalefas, Odín, Des Sängers Fluch (con un ochenta por ciento de colaboraciones en lengua alemana y en donde aparece, número 4, segundo trimestre de 1975, una entrevista «político-artística» con un tal K. W., autor chileno de ciencia ficción, en donde éste avanza parte del argumento de su próxima, y primera, novela), Ataques Selectivos, La Cofradía, Poesía Pastoril amp; Poesía Urbana (colombiana y la única con algo de interés: salvaje, destructiva, poesía de jóvenes motoristas de clase media que juegan con los símbolos de las SS, con la droga, con el crimen y con la métrica y la escenografía de cierta poesía beat], Playas de Marte, El Ejército Blanco, Don Perico… La sorpresa de Bibiano es enorme: entre las revistas encuentra por lo menos siete chilenas aparecidas entre 1973 y 1980 cuya existencia, él que se creía al tanto de todo lo que ocurría en el escenario literario chileno, desconocía. En una de éstas, Girasoles de Carne, número 1, abril de 1979, Wieder, bajo el seudónimo de Masanobu (que no evoca, como pudiera pensarse, a un guerrero samurai sino al pintor japonés Okumura Masanobu, 1686-1764), habla sobre el humor, sobre el sentido del ridículo, sobre los chistes cruentos e incruentos de la literatura, todos atroces, sobre el grotesco privado y público, sobre lo risible, sobre la desmesura inútil, y concluye que nadie, absolutamente nadie, puede erigirse en juez de esa literatura menor que nace en la mofa, que se desarrolla en la mofa, que muere en la mofa. Todos los escritores son grotescos, escribe Wieder. Todos los escritores son Miserables, incluso los que nacen en el seno de familias acomodadas, incluso los que ganan el Premio Nobel. Encuentra también un libro delgado, de tapas marrones, en octavo, titulado Entrevista con Juan Sauer. El libro lleva el sello de la editorial El Cuarto Reich Argentino y carece de seña social y año de publicación. No tarda en comprender que Juan Sauer, quien en la entrevista contesta preguntas relacionadas con la fotografía y la poesía, es Carlos Wieder. En las respuestas, largos monólogos divagantes, se bosqueja su teoría del arte. Según Bibiano, decepcionante, como si Wieder estuviera pasando por horas bajas y añorara una normalidad que nunca tuvo, un status de poeta chileno «protegido por el Estado, que de esa manera protege a la cultura». Vomitivo, como para creerles a quienes dicen que han visto a Wieder vendiendo calcetines y corbatas por Valparaíso.
Durante un tiempo Bibiano visita cada vez que puede y siempre extremando la discreción aquel apartado perdido de la Biblioteca. No tarda en comprobar que el apartado crece con nuevas (aunque a menudo decepcionantes) aportaciones. Por unos días Bibiano se cree en posesión de la clave para encontrar al esquivo Carlos Wieder, pero (me confiesa en una carta) tiene miedo y sus pasos son tan prudentes y tímidos que podrían fácilmente confundirse con la inmovilidad. Desea encontrar a Wieder, desea verlo, pero no desea que Wieder lo vea a él y su peor pesadilla es que Wieder, una noche cualquiera, lo encuentre a él. Finalmente Bibiano vence sus miedos y se aposta a diario en la Biblioteca. Wieder no aparece. Bibiano decide consultar con un empleado, un viejito cuyo mayor entretenimiento es enterarse de la vida y milagros de todos los escritores chilenos, éditos o inéditos. Éste le revela a Bibiano que quien alimenta irregularmente el archivo de Wieder es, presumiblemente, su padre, un jubilado de Viña del Mar a quien el autor hace llegar por correo todos sus trabajos. Alumbrado por esta revelación Bibiano vuelve a hurgar entre los papeles de Wieder y llega a la conclusión de que algunos autores que en principio consideró heterónimos de Wieder no lo son en absoluto: se trata de escritores reales, o de heterónimos, pero de otro, no de Wieder, y que o bien éste ha estado engañando a su padre con producciones que no le pertenecen o bien su padre se ha estado engañando a sí mismo con la obra de un extraño. La conclusión (provisional, en modo alguno definitiva, aclara Bibiano) le parece triste y siniestra y en adelante, en salvaguarda de su equilibrio emocional y de su integridad física, procura seguir la carrera de Wieder pero manteniéndose alejado, sin intentar nunca más una aproximación personal.
No le faltan ocasiones. La leyenda de Wieder crece como la espuma en algunos círculos literarios. Se dice que se ha vuelto rosacruz, que un grupo de seguidores de Joseph Peladan han intentado contactar con él, que una lectura en clave de ciertas páginas del Amphithéâtre des, sciences martes preludia o profetiza su irrupción «en el arte y en la política de un país del Lejano Sur». Se dice que vive refugiado en el fundo de una mujer mayor que él, dedicado a la lectura y a la fotografía. Se dice que asiste de vez en cuando (y sin avisar) al salón de Rebeca Vivar Vivanco, más conocida como madame VV, pintora y ultraderechista (Pinochet y los militares, para ella, son unos blandos que acabarán por entregar la República a la Democracia Cristiana), impulsora de comunas de artistas y soldados en la provincia de Aysén, dilapidadora de una de las fortunas familiares más antiguas de Chile y finalmente ingresada en un manicomio hacia la mitad de la década de los ochenta (entre sus obras peregrinas destaca el diseño de los nuevos uniformes de las Fuerzas Armadas y la composición de un poema musical de veinte minutos de duración que los adolescentes de quince años deberían entonar en un rito de iniciación a la vida adulta que se haría, según madame VV, en los desiertos del norte, en las nieves cordilleranas o en los oscuros bosques del sur, dependiendo de su fecha de nacimiento, situación de los planetas, etcétera). Hacia finales de 1977 aparece un juego (un wargame estratégico) sobre la Guerra del Pacífico que no obstante una más que discreta campaña de promoción pasa sin pena ni gloria por el incipiente mercado nacional. Su autor, dicen los entendidos (y Bibiano O'Ryan no los desmiente), es Carlos Wieder. El wargame, que cubre en turnos quincenales la totalidad de la guerra que desde 1879 enfrentó a Chile con la Alianza Peruano-Boliviana, es presentado al público como un juego más divertido que el Monopoly, aunque los jugadores no tardan en comprender que se hallan ante un juego de doble o de triple lectura. La primera, ardua, llena de tablas, es la de un clásico wargame. La segunda incide mágicamente en la personalidad y carácter de los mandos que combatieron durante la guerra: se pregunta, por ejemplo (y se añaden fotos de la época) si Arturo Prat podría encarnar a Jesucristo (y la foto que se facilita de Prat, en efecto, guarda un gran parecido con algunas representaciones de Jesucristo) y se pregunta a continuación si Arturo Prat-Jesucristo era una. casualidad, un símbolo o una profecía. (Y a continuación se pregunta por el significado real del abordaje al Huáscar, por el significado real del nombre del barco de Prat, la Esmeralda, por el significado real de que ambos contendientes, el chileno Prat y el peruano Grau, fueran en realidad catalanes.) La tercera gira en torno a la gente corriente que engrosó el victorioso ejército de Chile que llegaría invicto hasta Lima y a la fundación, en Lima, en una reunión secreta mantenida en una pequeña iglesia subterránea del tiempo de la Colonia, de lo que diversos autores han dado en llamar, con mayor o menor fortuna pero con un mismo sentido del ridículo, la Raza Chilena. Para el autor del juego (probablemente Wieder), la raza chilena se funda una noche cerrada de 1882, siendo Patricio Lynch general en jefe del ejército de ocupación. (También hay fotos de Lynch y un rosario de preguntas que van desde el significado de su nombre hasta las razones ocultas de algunas de sus campañas -¿por qué los chinos adoraban a Lynch?- antes y después de ser general en jefe.) El juego, que no se sabe cómo pasó la censura y llegó a comercializarse, no obtuvo ciertamente el éxito esperado y arruinó a los propietarios de la casa editora que se declararon en quiebra pese a tener anunciados otros dos juegos del mismo autor, uno relativo a la lucha contra los araucanos y el otro, que no era un wargame, ambientado en una ciudad en donde vagamente se reconocía a Santiago pero que podía ser también Buenos Aires (en todo caso, un Mega-Santiago o una Mega-Buenos Aires), de temática detectivesca pero donde no faltaban los ingredientes espirituales, una especie de Fuga de Colditz del alma y del misterio de la condición humana.
Estos dos juegos que nunca vieron la luz obsesionaron por un tiempo a Bibiano O'Ryan. Antes de que dejara de escribirme me informó que se había puesto en contacto con la mayor ludoteca privada de los Estados Unidos por si los juegos se habían comercializado allí. A vuelta de correo recibió un catálogo de treinta páginas con todos los juegos publicados en los Estados Unidos en los últimos cinco años y cuyo género fuera el wargame, No lo halló. Sobre el juego de detectives en Mega-Santiago, que entraba en una clasificación más amplia y al mismo tiempo más vaga, no le dijeron una palabra. Las pesquisas de Bibiano en los Estados Unidos, por otra parte, no se redujeron al mundo de los juegos. Supe por un amigo (aunque no sé si la historia es cierta) que Bibiano contactó con un coleccionista de rarezas literarias, por llamarlo de alguna manera, de la Philip K. Dick Society, de Glen Ellen, California. Bibiano, según parece; le contó a este coleccionista corresponsal suyo, un tipo especializado en los «mensajes secretos de la literatura, la pintura, el teatro y el cine», la historia de Carlos Wieder y el norteamericano pensó que un espécimen de esa calaña tenía que recalar tarde o temprano en los Estados Unidos. El tipo se llamaba Graham Greenwood y creía, a la manera norteamericana, decidida y militante, en la existencia del mal, el mal absoluto. En su particular teología el infierno era un entramado o una cadena de casualidades. Explicaba los asesinatos en serie como una «explosión del azar». Explicaba las muertes de los inocentes (todo aquello que nuestra mente se negaba a aceptar) como el lenguaje de ese azar liberado. La casa del diablo, decía, era la Ventura, la Suerte. Aparecía en programas de televisión comarcales, en pequeñas emisoras de radio da la Costa Oeste o de los estados de Nuevo México, Arizona y Texas propagando su visión del crimen. Para luchar contra el mal recomendaba el aprendizaje de la lectura, una lectura que comprendía los números, los colores, las señales y la disposición de los objetos minúsculos, los programas televisivos nocturnos o matutinos, las películas olvidadas. No creía, sin embargo, en la venganza: estaba en contra de la pena de muerte y a favor de una reforma radical de las cárceles. Siempre iba armado y defendía el derecho de los ciudadanos a portar armas, único medio de prevenir una fascistización del Estado. No circunscribía la lucha contra el mal a los ámbitos del planeta Tierra, que en su cosmología se asemejaba en ocasiones a una colonia penal: en algunos lugares fuera de la Tierra, decía, hay zonas liberadas en donde el azar no penetra y en donde la única fuente de dolor es la memoria; sus habitantes son llamados ángeles, sus ejércitos legiones. De una manera menos literaria pero más radical que Bibiano, se pasaba la vida metiendo la nariz en cuanto mundo bizarro del que tuviera noticia. Sus amistades eran variadas: detectives, militantes por los derechos de las minorías, feministas exiliadas en moteles del Oeste, productores y directores de cine que nunca harían una película y que vivían una vida tan impetuosa y solitaria como la suya. Los miembros de la Philip K. Dick Society, gente, aunque entusiasta, por lo común discreta, lo veían como un loco, pero un loco inofensivo y buena persona, además de ser un estudioso notable de las obras de Dick. Durante un tiempo, pues, Graham Greenwood estuvo esperando, se mantuvo alerta a las señales que pudiera dejar Wieder en su paso por los Estados Unidos, pero sin éxito.
Las señales que deja en la antología móvil de la poesía chilena, por otra parte, son cada vez más tenues. Una poesía firmada con el seudónimo de El Piloto, publicada en una revista de existencia efímera y que a primera vista parece un plagio descarado de un poema de Octavio Paz. Otra poesía, más extensa, aparecida en una revista argentina de cierto prestigio, sobre una vieja empleada indígena que huye aterrorizada de una casa, de la mirada de un poeta, de una nueva forma de amar y que según Bibiano, incansable en sus interpretaciones, se refiere a Amalia Maluenda, la empleada mapuche de las hermanas Garmendia que desapareció la noche de su secuestro y que algunos colaboradores de la Iglesia Católica, que investiga las desapariciones, juran haber visto en las cercanías de Mulchén o de Santa Bárbara, viviendo en ranchos de los faldeos cordilleranos, protegida por sus sobrinos y con el firme propósito de no hablar jamás con ningún chileno. El poema (Bibiano me envió una fotocopia) es curioso, pero no prueba nada, incluso es posible que Wieder no lo escribiera.
Todo lleva a pensar que ha renunciado a la literatura.
Su obra, no obstante, perdura, a la desesperada (tal como a él quizás le hubiera gustado), pero perdura. Algunos jóvenes lo leen, lo reinventan, lo siguen, ¿pero cómo seguir a quien no se mueve, a quien trata, al parecer con éxito, de volverse invisible?
Finalmente Wieder abandona Chile, abandona las revistas minoritarias en donde bajo sus iniciales o bajo alias inverosímiles habían ido saliendo sus últimas creaciones, trabajos hechos a desgana, imitaciones cuyo sentido escapa al lector, y desaparece, aunque su ausencia física (de hecho, siempre ha sido una figura ausente) no pone fin a las especulaciones, a las lecturas encontradas y apasionadas que su obra suscita.
En 1986, en el círculo que se reunía alrededor de las cenizas del fallecido crítico Ibacache, trasciende la existencia de una carta (y la noticia no tarda en hacerse pública) presuntamente enviada por un amigo de Wieder en donde se comunica la muerte de éste. En la carta se habla confusamente de albaceas literarios, pero los del círculo de Ibacache, interesados en mantener bien limpio su nombre y el nombre de su maestro, se cierran en redondo y prefieren no contestar. Según Bibiano, la noticia es falsa, probablemente inventada por los mismos seguidores del difunto crítico que, a semejanza de su maestro, ya chochean.
Poco tiempo después, no obstante, aparece un libro póstumo de Ibacache titulado Las lecturas de mis lecturas en donde se cita a Wieder. El libro, un muestrario y un anecdotario posiblemente apócrifo y pretendidamente ligero, amable, se afana en consignar las lecturas claves de los autores a quienes Ibacache ha glosado con fervor o complacencia a través de su dilatado periplo de crítico. Así, se comentan las lecturas -y la biblioteca- de Huidobro (sorprendentes), de Neruda (previsibles), de Nicanor Parra (¡Wittgenstein y la poesía popular chilena!, probablemente una broma de Parra al crédulo Ibacache o una broma de Ibacache a sus lectores futuros), de Rosamel del Valle, de Díaz Casanueva, y otros más en donde se echa a faltar la presencia de Enrique Lihn, enemigo jurado del anticuario apologista. Entre los jóvenes el más joven es Wieder (lo que demuestra la fe que Ibacache había depositado en éste) y es en el apartado de sus lecturas en donde la prosa de Ibacache, por lo común llena de fiorituras o generalidades, las típicas del reseñista de periódico un poco redicho que en el fondo siempre fue, se retrae, abandona poco a poco (¡pero sin pausa alguna!) el tono festivo-familiar con que despacha al resto de sus ídolos, amigos o secuaces. Ibacache, en la soledad de su estudio, intenta fijar la imagen de Wieder. Intenta comprender, en un tour de forcé de su memoria, la voz, el espíritu de Wieder, su rostro entrevisto en una larga noche de charla telefónica, pero fracasa, y el fracaso además es estrepitoso y se hace notar en sus apuntes, en su prosa que de pizpireta pasa a doctoral (algo común en los articulistas latinoamericanos) y de doctoral a melancólica, perpleja. Las lecturas que Ibacache le achaca a Wieder son variadas y posiblemente obedecen más a la arbitrariedad del crítico, a su descolocamiento, que a la realidad: Heráclito, Empédocles, Esquilo, Eurípides, Simónides, Anacreonte, Calimaco, Honesto de Corinto. Se permite una chanza a costa de Wieder apuntando que las dos antologías de cabecera de éste eran la Antología Palatina y la Antología de la poesía chilena (aunque tal vez, bien mirado, no sea una broma). Subraya que Wieder -ese Wieder cuya voz al otro lado del hilo telefónico sonaba como la lluvia, como la intemperie, y esto viniendo de un anticuario hay que tomarlo al pie de la letra- conoce el Diálogo de un desesperado con su alma y asimismo ha leído cuidadosamente Lástima que sea una puta, de John Ford, cuyas obras completas, incluidas las escritas en colaboración, ha anotado con minuciosidad. (Según Bibiano, descreído por naturaleza, lo más probable era que Wieder sólo hubiera visto la película italiana basada en la pieza de Ford, que en Latinoamérica se estrenó por el año 1973, y cuyo mayor y tal vez único mérito sea la presencia de una joven y turbadora Charlotte Rampling.)
El fragmento referido a las lecturas «del prometedor poeta Carlos Wieder» se interrumpe de pronto, como si Ibacache se diera repentina cuenta de que está caminando en el vacío.
Pero aún hay más: en un artículo sobre cementerios marinos del litoral Pacífico, texto empalagoso y dicharachero rescatado en un volumen titulado Aguafuertes y acuarelas, Ibacache, sin que venga a cuento, entre un cementerio cercano a Las Ventanas y otro en las proximidades de Valparaíso, describe un anochecer en un pueblo sin nombre, una plaza vacía donde tiemblan sombras alargadas y vacilantes, y una silueta, la de un hombre joven, con gabardina oscura y alrededor del cuello una bufanda o chalina que vela en parte su rostro. Ibacache y el desconocido hablan, pero entre ambos media una franja, un rectángulo de luz proveniente de una farola, que ninguno de los dos se anima a cruzar. Sus voces, pese a la distancia que los separa, son nítidas. El desconocido, por momentos, emplea un argot violento que contrasta con su voz bien timbrada, pero en general ambos contertulios se expresan en términos correctos. El encuentro, que requiere una intimidad absoluta, concluye con la aparición en la plaza nocturna de una pareja de enamorados seguida por un perro. La interrupción, que dura lo que dura un suspiro o un parpadeo, deja a Ibacache solo, apoyado en su bastón, meditando en la extrañeza y en el destino. El encuentro, a efectos prácticos, también pudo concluir con la aparición de una pareja de carabineros. Entre la vegetación descuidada de la plaza, entre sus sombras, el desconocido se desvanece. ¿Ha sido Wieder? ¿Ha sido una ensoñación del crítico? Quién sabe.
Los años y las noticias adversas o la falta de noticias, contra lo que suele suceder, afirman la estatura mítica de Wieder, fortalecen sus pretendidas propuestas. Algunos entusiastas salen al mundo dispuestos a encontrarlo y, si no a traerlo de vuelta a Chile, al menos a hacerse una foto con él. Todo es en vano. La pista de Wieder se pierde en Sudáfrica, en Alemania, en Italia… Tras un largo peregrinaje, que otros llamarían viaje turístico de uno, dos y tres meses, los jóvenes que han ido en su busca regresan derrotados y sin fondos.
El padre de Carlos Wieder, presumiblemente la única persona conocedora de su paradero, muere en 1990. Su nicho, que nadie visita, está en uno de los sectores más humildes del cementerio municipal de Valparaíso.
Poco a poco se abre paso entre los círculos literarios chilenos la idea, en el fondo tranquilizadora pues los tiempos empiezan a cambiar, de que Carlos Wieder, en efecto, también está muerto.
En 1992 su nombre sale a relucir en una encuesta judicial sobre torturas y desapariciones. Es la primera vez que aparece públicamente ligado a temas extraliterarios. En 1993 se le vincula con un grupo operativo independíente responsable de la muerte de varios estudiantes en el área de Concepción y en Santiago. En 1994 aparece un libro de un colectivo de periodistas chilenos sobre las desapariciones y se le vuelve a mencionar. También aparece el libro de Muñoz Cano, que ha abandonado la Fuerza Aérea, en uno de cuyos capítulos se relata pormenorizadamente (si bien la prosa de Muñoz Cano peca en ocasiones de un fervor excesivo, de nervios a flor de piel) la velada de las fotos en el departamento de Providencia. Algunos años antes Bibiano O'Ryan publica El nuevo retorno de los brujos en una modesta editorial especializada en libros de poesía de reducido formato. El libro es un éxito y catapulta a la editorial a tirajes hasta entonces impensados. El nuevo retorno de los brujos es un ensayo ameno (y a su escritura no le son ajenas las novelas policiales que Bibiano y yo consumimos en nuestros años de Concepción) sobre los movimientos literarios fascistas del Cono Sur entre 1972 y 1989. No escasean los personajes enigmáticos o estrafalarios, pero la figura principal, la que se alza única de entre el vértigo y el balbuceo de la década maldita, es sin duda Carlos Wieder. Su figura, como se suele decir más bien tristemente en Latinoamérica, brilla con luz propia. El capítulo que Bibiano dedica a Wieder (el más amplio del libro) se titula «La exploración de los límites» y en él, alejándose de un tono por lo común objetivo y mesurado, Bibiano habla precisamente del brillo; se diría que está contando una película de terror. En determinado momento, con no mucha fortuna, lo compara con el Vathek de William Beckford. Cita las palabras de Borges al respecto: «Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura.» Su descripción, las reflexiones que la poética de Wieder suscita en él son vacilantes, como si la presencia de éste lo turbara y lo hiciera perder el rumbo. Y en efecto, Bibiano, que se ríe a sus anchas de los torturadores argentinos o brasileños, cuando enfrenta a Wieder se agarrota, adjetiva sin ton ni son, abusa de las coprolalias, intenta no parpadear para que su personaje (el piloto Carlos Wieder, el autodidacta Ruiz-Tagle) no se le pierda en la línea del horizonte, pero nadie, y menos en literatura, es capaz de no parpadear durante un tiempo prolongado, y Wieder siempre se pierde.
En su defensa salen únicamente tres antiguos compañeros de armas. Los tres están retirados, a los tres los guía el amor por la verdad y un desinteresado altruismo. El primero, un mayor del Ejército, dice que Wieder era un hombre sensible y culto, una víctima más, a su manera, claro, de unos años de fierro en donde se jugó el destino de la República. El segundo, un sargento de Inteligencia Militar, entra más en apreciaciones cotidianas; su imagen de Wieder es la de un joven enérgico, bromista, trabajador, y mire que habían oficiales que no hacían nada, cumplidor con sus subordinados, a los que trataba no le diré que como a hijos porque la mayoría éramos más viejos que él, pero sí como a hermanos menores, mis hermanitos, les decía Wieder, a veces incluso sin venir a cuento, con una gran sonrisa de felicidad -¿pero feliz por qué?- cruzándole la cara. El tercero, un oficial que lo acompañó en algunas misiones en Santiago -pocas, como se preocupó por aclarar- afirma que el teniente de la Fuerza Aérea sólo hizo lo que todos los chilenos tuvieron que hacer, debieron hacer o quisieron y no pudieron hacer. En las guerras internas los prisioneros son un estorbo. Ésta era la máxima que Wieder y algunos otros siguieron y ¿quién, en medio del terremoto de la historia, podía culparlo de haberse excedido en el cumplimiento del deber? A veces, añadía pensativo, un tiro de gracia es más un consuelo que un último castigo: Carlitos Wieder veía el mundo como desde un volcán, señor, los veía a todos ustedes y se veía a sí mismo como desde muy lejos, y todos, disculpe la franqueza, le parecíamos unos bichos miserables; él era así; en su libro de historia la Naturaleza no tenía una postura pasiva, más bien al contrario, se movía y nos huasqueaba, aunque esos golpes nosotros, pobres ignorantes, solemos achacárselos a la mala suerte o al destino…
Finalmente, un juez pesimista y valiente lo encana como inculpado en un proceso de instrucción que no progresará. Wieder, evidentemente, no se presenta. Otro juez, esta vez de Concepción, lo cita como principal sospechoso en el juicio por el asesinato de Angélica Garmendia y por la desaparición de su hermana y de su tía. Amalia Maluenda, la empleada mapuche de las Garmendia, se presenta como testigo sorpresa y durante una semana su presencia es un filón para los periodistas. Los años transcurridos parecen haber volatilizado el castellano de Amalia. Sus intervenciones están repletas de giros mapuches que dos jóvenes sacerdotes católicos que hacen de guardaespaldas suyos y que no la dejan sola ni un momento se encargan de traducir. La noche del crimen, en su memoria, se ha fundido a una larga historia de homicidios e injusticias. Su historia está hilada a través de un verso heroico (épos), cíclico, que quienes asombrados la escuchan entienden que en parte es su historia, la historia de la ciudadana Amalia Maluenda, antigua empleada de las Garmendia, y en parte la historia de Chile. Una historia de terror. Así, cuando habla de Wieder, el teniente parece ser muchas personas a la vez: un intruso, un enamorado, un guerrero, un demonio. Cuando habla de las hermanas Garmendia las compara con el aire, con las buenas plantas, con cachorros de perro. Cuando recuerda la noche aciaga del crimen dice que escuchó una música de españoles. Al ser requerida a especificar la frase «música de españoles», contesta: la pura rabia, señor, la pura inutilidad.
Ninguno de los juicios prospera. Muchos son los problemas del país como para interesarse en la figura cada vez más borrosa de un asesino múltiple desaparecido hace mucho tiempo.
Chile lo olvida.