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También desapareció en los últimos días de 1973 o en los primeros de 1974 Diego Soto, el gran amigo y rival de Juan Stein.

Siempre estaban juntos (aunque nunca vimos a uno en el taller del otro), siempre discutiendo de poesía aunque el cielo de Chile se cayera a pedazos, Stein alto y rubio, Soto bajito y moreno, Stein atlético y fuerte, Soto de huesos delicados, con un cuerpo en donde ya se intuían redondeces y blanduras futuras, Stein en la órbita de la poesía latinoamericana y Diego Soto traduciendo a poetas franceses que en Chile nadie conocía (y que mucho me temo siguen sin conocer). Y eso, como es natural, le daba rabia a mucha gente. ¿Cómo era posible que ese indio pequeñajo y feo tradujera y se carteara con Alain Jouffroy, Denis Roche, Marcelin Pleynet? ¿Quiénes eran, por Dios, Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Claude Pelieu, Franck Venaille, Fierre Tilman, Daniel Biga? ¿Qué méritos tenía ese tal Georges Perec cuyos libros publicados en Denoël el huevón pretencioso de Soto paseaba de un lado a otro? El día en que se le dejó de ver deambulando por las calles de Concepción, con sus libros bajo el brazo, siempre correctamente vestido (al contrario que Stein, que vestía como un vagabundo), camino a la Facultad de Medicina o haciendo cola en algún teatro o en algún cine, cuando se evaporó en el aire, en fin, nadie lo echó de menos. A muchos les hubiera alegrado su muerte. No por cuestiones estrictamente políticas (Soto era simpatizante del Partido Socialista, pero sólo eso, simpatizante, ni siquiera un votante fiel, yo diría que un izquierdista pesimista) sino por razones de índole estética, por el placer de ver muerto a quien es más inteligente que tú y más culto que tú y carece de la astucia social de ocultarlo. Escribirlo ahora parece mentira. Pero era así, los enemigos de Soto hubieran sido capaces de perdonarle hasta su mordacidad; lo que no le perdonaron jamás fue su indiferencia. Su indiferencia y su inteligencia.

Pero Soto, igual que Stein (al que por cierto nunca más vio), reapareció exiliado en Europa. Primero estuvo en la RDA, de donde salió a la primera oportunidad tras varios sucesos desagradables. Se cuenta, en el triste folklore del exilio -en donde más de la mitad de las historias están falseadas o son sólo la sombra de la historia real-, que una noche otro chileno le dio una paliza de muerte que terminó con Soto en un hospital de Berlín con traumatismo craneal y dos costillas rotas. Después se instaló en Francia en donde subsistió dando clases de español y de inglés y traduciendo para ediciones no venales a algunos escritores singulares de Latinoamérica, casi todos de principios de siglo, cultores de lo fantástico o de lo pornográfico, entre los que se contaba el olvidado novelista de Valparaíso Pedro Pereda, que era fantástico y pornográfico al mismo tiempo, autor de un relato sobrecogedor en el que a una mujer le van creciendo o más propiamente se le van abriendo sexos y anos por todas las partes de su anatomía, ante el natural espanto de sus familiares (el relato transcurre en los años veinte, pero supongo que al menos la sorpresa hubiera sido igual en los setenta o en los noventa), y que termina recluida en un burdel del norte, un burdel para mineros, encerrada en el burdel y dentro del burdel encerrada en su habitación sin ventanas, hasta que al final se convierte en una gran entrada-salida disforme y salvaje y acaba con el viejo macró que regenta el burdel y con las demás putas y con los horrorizados clientes y luego sale al patio y se interna en el desierto (caminando o volando, Pereda no lo aclara) hasta que el aire se la traga.

También intentó traducir a Sophie Podolski, la joven poeta belga suicidada a los veintiún años (no pudo), a Fierre Guyotat, el autor de Eden, Eden, Eden y Prostitution (tampoco pudo), y La Disparition, de Georges Perec, novela policíaca escrita sin la letra e y que Soto intentó (y sólo consiguió a medias) trasladar al español aplicándose en lo que Jardiel Poncela había hecho medio siglo antes en un relato en donde la consabida vocal brillaba por su ausencia. Pero una cosa era escribir sin la e y otra muy distinta traducir sin la e.

Nunca vi a Soto en el período en que ambos coincidimos en París. Por aquel tiempo yo no estaba de humor para encontrarme con viejos amigos. Además, según había oído, la situación económica de Soto cada vez era mejor, se había casado con una francesa, luego supe que tenían un hijo (para entonces yo estaba en España, si es que importa la puntualización), asistía regularmente a los encuentros de escritores chilenos en Amsterdam, publicaba en revistas de poesía de México, Argentina y Chile, creo que incluso apareció un libro suyo en Buenos Aires o en Madrid, luego supe por una amiga que daba clases de literatura en la universidad, lo que le proporcionaba estabilidad económica y tiempo para dedicar a la lectura y a la investigación, y que ya tenía dos hijos, un niño y una niña. No albergaba ninguna esperanza de volver a Chile. Era, supuse, un hombre feliz, razonablemente feliz. No me costaba nada imaginarlo en un confortable piso de París o tal vez en una casa de alguno de los pueblos de los alrededores, leyendo en el silencio de su estudio insonorizado mientras los niños veían la tele y su mujer cocinaba o planchaba, ¿porque alguien tenía que cocinar, no?, o tal vez, mejor, la que planchaba era una criada, una empleada portuguesa o africana, y Soto así podía leer en su estudio insonorizado o acaso escribir, aunque él nunca fue de los que escribían mucho, sin remordimientos domésticos, y su mujer, en su propio estudio, éste cerca del cuarto de los niños, o sobre una mesita del siglo XIX en un rincón de la sala, corregía exámenes o planeaba las vacaciones del verano o miraba distraídamente la cartelera cinematográfica para decidir la película que verían esa noche.

Según Bibiano (que mantenía un intercambio epistolar con él más o menos fluido), no es que Soto se hubiera aburguesado sino que siempre había sido así. El trato con los libros, decía Bibiano, exige una cierta sedentariedad, un cierto grado de aburguesamiento necesario, y si no mírame a mí, decía Bibiano, que a otra escala -trabajo en la zapatería, cada vez más asquerosa o cada vez más entrañable, no lo sé bien, vivo en la misma pensión- hago (o me dejo hacer) más o menos lo mismo que hace Soto.

En una palabra: Soto era feliz. Creía que había escapado de la maldición (o al menos eso creíamos nosotros, Soto, me parece, nunca creyó en maldiciones).

Fue entonces cuando recibió la invitación para asistir a un coloquio sobre Literatura y Crítica en Hispanoamérica que se realizó en Alicante.

Era invierno. Soto odiaba viajar en avión, sólo había tomado el avión una vez en su vida, durante el viaje que lo llevó a finales de 1973 de Santiago a Berlín. Así que viajó en tren y al cabo de una noche se plantó en Alicante. El coloquio duró dos días, un fin de semana, pero Soto, en vez de regresar el domingo por la noche a París, se quedó una noche más en Alicante. Las razones del retraso se ignoran. El lunes por la mañana compró un billete de tren a Perpignan. El viaje se realizó sin incidentes. Al llegar, en la estación de Perpignan, se informó de los trenes que salían por la noche a París y compró billete para el de la una de la madrugada. El resto de la tarde lo dedicó a pasear por la ciudad, entró en bares, visitó una librería de viejo en donde compró un libro de Guerau de Carrera, un poeta vanguardista franco-catalán muerto durante la Segunda Guerra Mundial, pero los ratos muertos los pasó leyendo una novela policíaca de bolsillo que había adquirido esa misma mañana en Alicante (¿Vázquez Montalbán, Juan Madrid?) y la cual no llegó a terminar, una hoja doblada indicaba que estaba en la página 155, pese a que durante el trayecto Alicante-Perpignan se había entregado a la lectura con la voracidad de un adolescente.

En Perpignan comió en una pizzería. Es raro que no fuera a un buen restaurante y probara la renombrada cocina del Rosellón, pero lo cierto es que comió en una pizzería. El informe del forense es explícito y no deja resquicio de duda. Soto cenó ensalada verde, un plato abundante de canelones, una enorme (pero verdaderamente enorme) ración de helado de chocolate, fresa, vainilla y plátano y dos tazas de café negro. Consumió, asimismo, una botella de vino tinto italiano (un vino tal vez inapropiado para los canelones, pero yo no sé nada de vinos). Durante la cena simultaneó la lectura de la novela policíaca con la lectura de Le Monde. Abandonó la pizzería alrededor de las diez de la noche.

Según diversos testimonios, apareció en la estación alrededor de medianoche. Le quedaba una hora de tiempo hasta la partida de su tren. En la barra del bar de la estación se tomó un café. Llevaba el bolso de viaje y en la otra mano el libro de Carrera, la novela policíaca y el ejemplar de Le Monde. Según el camarero que le sirvió el café, estaba sobrio.

No estuvo en el bar más de diez minutos. Un empleado lo vio pasear por los andenes, lentamente pero con paso firme y seguro. En modo alguno borracho. Se supone que se perdió por aquellos vericuetos abiertos de los que hablaba Dalí. Se supone que lo que quería era, precisamente, eso. Perderse durante una hora por la magnificencia soberana de la estación de Perpignan. Recorrer el itinerario (¿matemático, astronómico, mítico?) que Dalí soñó que se ocultaba sin ocultarse en los límites de la estación. En realidad, como un turista. Como el turista que Soto siempre fue desde que dejó Concepción. Turista latinoamericano, perplejo y desesperado a partes iguales (Gómez Carrillo es nuestro Virgilio), pero turista al fin y al cabo.

Lo que sucedió a continuación es vago. Soto se pierde por la catedral o por la gran antena que es la estación ferroviaria de Perpignan. La hora y el frío, es invierno, hacen que la estación esté casi vacía pese a la proximidad del tren con destino a París de la una de la mañana. La mayoría de la gente está en el bar o en la sala de espera principal. Soto, no se sabe cómo, tal vez atraído por las voces, llega a una sala apartada. Allí descubre a tres jóvenes neonazis y un bulto en el suelo Los jóvenes patean el bulto con aplicación. Soto se queda detenido en el umbral hasta que descubre que el bulto se mueve, que de entre los harapos sale una mano, un brazo increíblemente sucio. La vagabunda, pues es una mujer, grita no me peguen más. El grito no lo escucha absolutamente nadie, sólo el escritor chileno. Tal vez a Soto se le llenan los ojos de lágrimas, lágrimas de autocompasión, pues intuye que ha hallado su destino. Entre Tel Quel y el OULIPO la vida ha decidido y ha escogido la página de sucesos. En cualquier caso deja caer en el umbral su bolso de viaje, los libros, y avanza hacia los jóvenes. Antes de trabarse en combate los insulta en español. El español adverso del sur de Chile. Los jóvenes acuchillan a Soto y después huyen.

La noticia apareció en los periódicos de Cataluña, un suelto muy breve, pero yo me enteré por una carta de Bibiano, muy extensa, casi como el informe de un detective, la última que recibí de él.

Al principio me molestó no recibir más cartas de Bibiano pero luego, teniendo en cuenta que yo rara vez le contestaba, me pareció normal y no le guardé rencor.

Años después supe una historia que me hubiera gustado contarle a Bibiano, aunque por entonces ya no sabía a dónde escribirle. Es la historia de Petra y de alguna manera es a Soto lo que la historia del doble de Juan Stein es a nuestro Juan Stein. La historia de Petra la debería contar como un cuento: Érase una vez un niño pobre de Chile… El niño se llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan fuerte que perdió los dos brazos. Se los tuvieron que amputar casi hasta la altura de los hombros. Así que Lorenzo creció en Chile y sin brazos, lo que de por sí hacía su situación bastante desventajosa, pero encima creció en el Chile de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada, pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable.

Con todos esos condicionantes no fue raro que Lorenzo se hiciera artista. (¿Qué otra cosa podía ser?) Pero es difícil ser artista en el Tercer Mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica. Así que Lorenzo se dedicó por un tiempo a hacer otras cosas. Estudiaba y aprendía. Cantaba en las calles. Y se enamoraba, pues era un romántico impenitente. Sus desilusiones (para no hablar de humillaciones, desprecios, ninguneos) fueron terribles y un día -día marcado con piedra blanca- decidió suicidarse. Una tarde de verano particularmente triste, cuando el sol se ocultaba en el océano Pacífico, Lorenzo saltó al mar desde una roca usada exclusivamente por suicidas (y que no falta en cada trozo de litoral chileno que se precie). Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo las rocas y a lo lejos los mástiles de unas embarcaciones de recreo o de pesca. Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final. Pero la negrura velaba cualquier objeto que bajara con él hacia las profundidades y nada vio. Su vida entonces, tal cual enseña la leyenda, desfiló por delante de sus ojos como una película. Algunos trozos eran en blanco y negro y otros a colores. El amor de su pobre madre, el orgullo de su pobre madre, las fatigas de su pobre madre abrazándolo por la noche cuando todo en las poblaciones pobres de Chile parece pender de un hilo (en blanco y negro), los temblores, las noches en que se orinaba en la cama, los hospitales, las miradas, el zoológico de las miradas (a colores), los amigos que comparten lo poco que tienen, la música que nos consuela, la marihuana, la belleza revelada en sitios inverosímiles (en blanco y negro), el amor perfecto y breve como un soneto de Góngora, la certeza fatal (pero rabiosa dentro de la fatalidad) de que sólo se vive una vez. Con repentino valor decidió que no iba a morir. Dice que dijo ahora o nunca y volvió a la superficie. El ascenso le pareció interminable; mantenerse a flote, casi insoportable, pero lo consiguió. Esa tarde aprendió a nadar sin brazos, como una anguila o como una serpiente. Matarse, dijo, en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta secreto.

A partir de entonces comenzó a pintar (con la boca y con los pies), comenzó a bailar, comenzó a escribir poemas y cartas de amor, comenzó a tocar instrumentos y a componer canciones (una foto nos lo muestra tocando el piano con los dedos de los pies; el artista mira a la cámara y sonríe), comenzó a ahorrar dinero para marcharse de Chile.

Le costó pero al final se pudo ir. La vida en Europa, por supuesto, no fue mucho más fácil. Durante un tiempo, años tal vez (aunque Lorenzo, más joven que yo y Bibiano y muchísimo más joven que Soto y Stein, salió de Chile cuando el alud del exilio había remitido), se ganó la vida como músico y bailarín callejero en ciudades de Holanda (que adoraba) y de Alemania y de Italia. Vivía en pensiones, en los sectores de la ciudad donde viven los emigrantes magrebíes o turcos o africanos, algunas temporadas felices en casas de amantes a los que terminaba abandonando o viceversa, y después de cada jornada de trabajo callejero, después de las copas en bares gay o de las sesiones ininterrumpidas en las cinematecas, Lorenzo (o Lorenza, como también le gustaba ser llamado) se encerraba en su cuarto y se dedicaba a pintar o a escribir. Durante muchos períodos de su vida vivió solo. Algunos se referían a él como la acróbata ermitaña. Los amigos le preguntaban cómo se limpiaba el culo después de hacer caca, cómo pagaba en la tienda de fruta, cómo guardaba el dinero, cómo cocinaba. Cómo, por Dios, podía vivir solo. Lorenzo contestaba a todas las preguntas y la respuesta, casi siempre, era el ingenio. Con ingenio uno o una se las apañaba para hacer de todo. Si Blaise Cendrars, por poner un ejemplo, con un solo brazo le podía ganar boxeando al más pintado, cómo no iba a ser él capaz de limpiarse -y muy bien- su culo después de cagar.

En Alemania, tierra curiosa pero que a menudo producía escalofríos, se compró unas prótesis. Parecían brazos de verdad y le gustaron más que nada por la sensación de ciencia-ficción, de robótica, de sentirse ciborg que tenía cuando caminaba con las prótesis puestas. Visto desde lejos, por ejemplo avanzando al encuentro de un amigo en un horizonte violeta, parecía que tenía brazos de verdad. Pero se los quitaba cuando trabajaba en la calle y a sus amantes, aquellos que no sabían que se trataba de prótesis, lo primero que les decía era que carecía de brazos. A algunos, incluso, les gustaba más así, sin brazos.

Poco antes de la magna Olimpiada de Barcelona, un actor o una actriz catalana o un grupo de actores catalanes de viaje por Alemania lo vieron actuar en la calle, tal vez en un teatro pequeño, y se lo contaron al encargado de buscar a alguien que encarnara a Petra, el personaje de Mariscal y mascota o tal vez más acertadamente emblema de las pruebas paraolímpicas que se hicieron inmediatamente después. Dicen que cuando Mariscal lo vio embutido en el traje de Petra, haciendo virguerías con las piernas como un bailarín esquizofrénico del Bolshoi, dijo: es la Petra de mis sueños. (Dicen que Mariscal es así de escueto.) Después, cuando hablaron, un Mariscal fascinado le ofreció a Lorenzo su estudio para que se viniera a Barcelona a pintar, a escribir, a lo que fuera. (Dicen que es así de generoso.) En realidad, Lorenzo o Lorenza no necesitaba el estudio de Mariscal para ser más feliz de lo que fue durante la celebración de los Juegos Paraolímpicos. Desde el primer día se convirtió en el favorito de la prensa, las entrevistas le llovían, parecía que Petra estaba eclipsando al mismísimo Coby. Por aquel entonces yo estaba internado en el Hospital Valle Hebrón de Barcelona con el hígado hecho polvo y me enteraba de sus triunfos, de sus chistes, de sus anécdotas, leyendo dos o tres periódicos diariamente. A veces, leyendo sus entrevistas, me daban ataques de risa. Otras veces me ponía a llorar. También lo vi en la televisión. Hacía muy bien su papel.

Tres años después supe que había muerto de sida. La persona que me lo dijo no sabía si en Alemania o en Sudamérica (no sabía que era chileno).

A veces, cuando pienso en Stein y en Soto no puedo evitar pensar también en Lorenzo.

A veces creo que Lorenzo fue mejor poeta que Stein y Soto. Pero usualmente cuando pienso en ellos los veo juntos.

Aunque lo único que los une fue la circunstancia de nacer en Chile. Y un libro que tal vez leyó Stein, que seguro leyó Soto (habla de él en un largo artículo sobre el exilio y la errancia publicado en México) y que también leyó, entusiasta como casi siempre que leía algo (¿cómo daba vuelta las hojas?: ¡con la lengua, como deberíamos hacerlo todos!), Lorenzo. El libro se titula Ma gestalt-thérapie y su autor es el doctor Frederick Perls, psiquiatra, fugitivo de la Alemania nazi y vagabundo por tres continentes. En España, que yo sepa, no se ha traducido.

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