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Es entonces cuando aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo. Chile también nos ha olvidado.

Romero fue uno de los policías más famosos de la época de Allende. Ahora es un hombre de más de cincuenta años, bajo de estatura, moreno, excesivamente delgado y con el pelo negro peinado con gomina o fijador. Su fama, su pequeña leyenda estaba ligada a dos hechos delictivos que en su día estremecieron, como suele decirse, a los lectores de la crónica negra chilena. El primero fue un asesinato (un puzzle, decía Romero) que se cometió en Valparaíso, en la habitación de una pensión de la calle Ugalde. La víctima fue hallada con un disparo en la frente y la puerta de la habitación estaba con el pestillo echado y atrancada con una silla. Las ventanas estaban cerradas por dentro; cualquiera que hubiera salido por allí, además, habría sido visto desde la calle. El arma del crimen se encontró al lado del muerto por lo que al principio el dictamen fue inequívoco: suicidio. Pero tras las primeras pruebas la policía científica comprobó que la víctima no había disparado ningún tiro. El muerto se llamaba Pizarro y no se le conocían enemigos; llevaba una vida ordenada, más bien solitaria y no tenía ocupación o medio de ganarse la vida aunque luego se comprobó que sus padres, una familia acomodada del sur, le pasaba una asignación mensual. El caso despertó la curiosidad de los periódicos: ¿cómo había salido el asesino del cuarto de la víctima? Echar el pestillo por fuera, como comprobaron con otras habitaciones de la pensión, era casi imposible. Echar el pestillo y encima atrancar la puerta poniendo una silla sobre el pomo de la cerradura, era impensable. Investigaron las ventanas: una de cada diez veces, si se las cerraba desde el artesonado con un golpe seco y preciso, el pasador quedaba enganchado. Pero para escapar por allí era necesario ser un equilibrista y que nadie desde la calle, y el asesinato se produjo a una hora en que ésta solía estar muy transitada, tuviera la mala fortuna de levantar la mirada y descubrirte. Al final, ante la imposibilidad de otras alternativas, la policía llegó a la conclusión de que el asesino había escapado por la ventana y en la prensa nacional fue bautizado como el equilibrista. Entonces, desde Santiago, mandaron a Romero y éste resolvió el crimen en veinticuatro horas (otras ocho de interrogatorio, en donde él no participó, bastaron para que el asesino firmara una confesión que no se apartaba demasiado de la línea de investigación seguida). Los hechos, tal como Romero me los relató posteriormente, sucedieron así: la víctima, Pizarro, tenía tratos de alguna especie con el hijo de la dueña de la pensión, un tal Enrique Martínez Corrales, alias el Enriquito o el Henry, aficionado al hipódromo de Viña del Mar en donde siempre acaban juntándose, según Romero, las gentes de mal vivir o aquellos que tienen la dicha negra, como escribió Víctor Hugo, cuya obra Los miserables es la única «joya universal de la literatura» que Romero confiesa haber leído en su juventud, aunque desgraciadamente con el paso del tiempo ha llegado a olvidarla por completo salvo el suicidio de Javert (sobre Los miserables volveré más adelante); el tal Enriquito, al parecer, estaba cargado de deudas y de alguna manera enredó en sus negocios a Pizarro. Por un tiempo, lo que dura la mala racha de Enriquito, ambos amigos comparten aventuras que son sufragadas a distancia por los padres de la víctima. Pero un día las cosas le empiezan a ir bien al hijo de la dueña de la pensión y da esquinazo a Pizarro. Este se considera estafado. Se pelean, se cruzan amenazas, un mediodía Enriquito va a la pieza de Pizarro armado con una pistola. Su intención es asustarlo, no matarlo, pero en plena representación, cuando Enriquito apunta el cañón a la cabeza de Pizarro, la pistola se dispara accidentalmente. ¿Qué hacer? Es entonces cuando Enriquito, en medio de su peor pesadilla, tiene el único rasgo de ingenio de toda su vida. Sabe que si se va, sin más, las sospechas no tardarán en recaer sobre él. Sabe que si el asesinato de Pizarro es presentado sin ornato las sospechas no tardarán en • recaer sobre él. Necesita, por tanto, revestir el crimen con los ropajes de la maravilla y de lo inverosímil. Cierra la puerta por dentro, coloca la silla reforzando el encierro, pone la pistola en la mano del difunto, asegura las ventanas y cuando cree tener dispuesta una escenografía de suicidio se mete en el ropero y espera. Conoce a su madre y conoce a los demás pensionistas, que en ese momento comen o ven la tele en el living, sabe, confía que derribarán la puerta sin esperar a los carabineros. En efecto, la puerta es forzada y Enriquito, que ni siquiera ha cerrado el ropero, se suma tranquilamente al resto de la pensión que contempla horrorizada el cuerpo de Pizarro. El caso era muy sencillo, dijo Romero, pero me proporcionó una fama inmerecida por la que después pagué caro.

Mayor notoriedad le dio la resolución del secuestro de Las Cármenes, un fundo cercano a Rancagua, pocos meses antes del fin de la democracia. El caso lo protagonizó Cristóbal Sánchez Grande, uno de los empresarios más ricos del país, que desapareció presuntamente a manos de una organización izquierdista que reclamaba para su puesta en libertad una desorbitada cantidad de dinero que debía ser pagada por el gobierno. Durante semanas la policía no supo qué hacer. Romero, al mando de uno de los tres grupos operativos que buscaban a Sánchez Grande, sopesó la posibilidad de que éste se hubiera autosecuestrado. Durante varios días estuvieron siguiendo a un joven de Patria y Libertad hasta que éste, incautamente, los llevó al fundo Las Cármenes. Allí, mientras la mitad de sus hombres rodeaban la casa mayor, Romero dispuso los tres que le quedaban como tiradores y con una pistola en cada mano y acompañado por un detective jovencito llamado Contreras, que era el más valiente de todos, entró a la casa y apresó a Sánchez Grande. En la refriega murieron dos matones de Patria y Libertad que protegían al empresario y Romero y uno de los que cubrían la parte trasera de la casa resultaron heridos. Por esta acción recibió la Medalla al Valor de manos de Allende, la mayor satisfacción profesional de su vida, una vida más llena de amarguras que de alegrías, según sus propias palabras.

Recordaba su nombre, claro. Había sido una celebridad. Solía aparecer en la crónica roja, ¿antes o después de las páginas deportivas?, junto a los nombres de lugares que entonces considerábamos ignominiosos (no sabíamos lo que era la ignominia), una escenografía del crimen en el Tercer Mundo, en los años sesenta y setenta: casas pobres, descampados, quintas de recreo mal iluminadas. Y había recibido la Medalla al Valor de manos de Allende. La medalla la perdí, dijo con tristeza, y ya no tengo ninguna fotografía que lo pruebe, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me la dieron. Todavía parecía policía.

Tras el Golpe estuvo tres años preso y luego se marchó a París, donde vivía haciendo trabajos eventuales. Sobre la naturaleza de estos trabajos nunca me dijo nada, pero en sus primeros años en París había hecho de todo, desde pegar carteles hasta encerar suelos de oficina, una labor que se realiza de noche, cuando los edificios están cerrados y que permite pensar mucho. El misterio de los ' edificios de París. De esa manera llamaba a los edificios de oficinas, cuando es de noche y todos los pisos están oscuros, menos uno, y luego ése también se apaga y se enciende otro, y luego ése se apaga y así sucesivamente. De vez en cuando, si el paseante nocturno o el hombre que trabajaba pegando carteles se quedaba quieto durante mucho rato podía ver a alguien que se asomaba a la ventana de uno de esos edificios vacíos y permanecía allí durante un tiempo, fumando o contemplando la ciudad con los brazos en jarra. Era un hombre o una mujer del servicio nocturno de limpieza.

Romero estaba casado y tenía un hijo y tenía planes para volver a Chile e iniciar una nueva vida.

Cuando le pregunté qué quería (pero ya lo había dejado entrar en mi casa y puesto agua a hervir para tomarnos un té) dijo que andaba tras la pista de Carlos Wieder. Bibiano O'Ryan le había proporcionado mi dirección en Barcelona. ¿Conoce usted a Bibiano? Dijo que no lo conocía. No personalmente. Le escribí una carta, él me contestó, luego hablamos por teléfono. Muy típico de Bibiano, dije yo y traté de pensar cuánto hacía que no lo veía: casi veinte años. Su amigo es una buena persona, dijo Romero, y parece conocer muy bien al señor Wieder, pero cree que usted lo conoce mejor. No es verdad, dije. Hay dinero de por medio, dijo Romero, si me ayuda a encontrarlo. Cuando dijo eso miraba mi casa como si calibrara la cantidad exacta con la que podía comprarme. Pensé que no se atrevería a seguir por ese camino, así que decidí quedarme callado y esperar. Le serví el té. Lo tomaba con leche y pareció disfrutarlo. Sentado a mi mesa parecía mucho más pequeño y flaco de lo que realmente era. Le puedo ofrecer doscientas mil pesetas, dijo. Acepto, ¿pero en qué puedo ayudarle?

En asuntos de poesía, dijo. Wieder era poeta, yo era poeta, él no era poeta, ergo para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta.

Le dije que para mí Carlos Wieder era un criminal, no un poeta. Bueno, bueno, dijo Romero, no nos pongamos intolerantes, tal vez para Wieder o para cualquier otro usted no sea poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí, todo depende del cristal con que se mira, como decía Lope de Vega, ¿no cree? ¿Doscientas mil al contado, ahora mismo?, dije yo. Doscientas mil pesetas al tiro, dijo con energía, pero acuérdese de que a partir de ahora trabaja para mí y quiero resultados. ¿Cuánto le pagan a usted? Bastante, dijo, la persona que me contrató tiene mucha plata.

Al día siguiente llegó a mi casa con un sobre de cincuenta mil pesetas y una maleta llena de revistas de literatura. El resto se lo daré cuando me giren el dinero, dijo. Le pregunté por qué creía que Carlos Wieder estaba vivo. Romero se sonrió (tenía una sonrisa de comadreja, de ratón de campo) y dijo que era su cliente el que creía que estaba vivo. ¿Y qué le hace pensar que se encuentra en Europa y no en América o en Australia? Me he hecho una composición del hombre, dijo. Después me invitó a comer a un restaurante de la calle Tallers, donde yo vivía (él se había alojado en una pensión discreta y decente de la calle Hospital, a pocos pasos de mi casa) y la conversación versó sobre sus años en Chile, sobre el país que ambos recordábamos, sobre la policía chilena que Romero (para mi estupor) colocaba entre las mejores del mundo. Es usted un fanático y un patriotero, le dije mientras tomábamos los postres. Le aseguro que no, dijo, en mis tiempos de la Brigada no hubo asesinato que quedara sin resolver. Y los cabros que entraban en Investigaciones eran gente de lo más preparada, con las humanidades terminadas con buenas notas y después tres años de academia con excelentes profesores. Recuerdo que el criminólogo González Zavala, el doctor González Zavala que en paz descanse, decía que las dos mejores policías del mundo, al menos en lo que respecta al Departamento de Homicidios, eran la inglesa y la chilena. Le dije que no me hiciera reír.

Salimos a las cuatro de la tarde, después de comer y bebemos dos botellas de vino. Vino español y conversado, dijo Romero, mejor que el francés. Le pregunté si tenía algo contra los franceses. La cara pareció ensombrecérsele y dijo que quería irse, sólo eso, ya son demasiados años.

Nos tomamos un café en el bar Céntrico hablando de Los miserables. Romero consideraba a Jean Valjean que luego se convirtió en Madeleine y luego en Fauchelevent como un personaje ordinario, encontrable en las abigarradas ciudades latinoamericanas. Javert, por el contrario, le parecía excepcional. Ese hombre, me dijo, es como una sesión de psicoanálisis. No me costó comprender que Romero nunca se había psicoanalizado, aunque para él tal actividad estaba adornada con todo el prestigio del mundo. Javert, el policía de Víctor Hugo, a quien compadecía y admiraba, era para él en esa medida como un lujo, una «comodidad que sólo de vez en cuando podemos gozar». Le pregunté si había visto la película, una francesa, muy antigua. No, dijo; sé que hay un musical que dan en Londres, pero ése tampoco lo he visto, debe ser como La Pérgola de las Flores. No recordaba, como ya he dicho, nada de la novela, pero sí que Javert se suicida. Yo tenía mis dudas. Tal vez en la película no lo hiciera. (Al evocarla sólo acuden a mi memoria dos imágenes: las barricadas de 1832 con su trasiego de estudiantes revolucionarios y gamines, y la figura de Javert tras ser salvado por Valjean, de pie en la boca de una alcantarilla, con la mirada perdida en el horizonte y el ruido como de cataratas, en verdad majestuoso, de las aguas fecales que caen al Sena. Aunque lo más probable es que confunda o mezcle películas.) Hoy en día, dijo Romero paladeando las últimas gotas de un carajillo, al menos en las películas norteamericanas, los policías sólo se divorcian. Javert, en cambio, se suicida. ¿Nota la diferencia?

Luego subió conmigo los cinco pisos hasta mi casa, abrió la maleta y puso las revistas sobre la mesa. Lea con calma, dijo, yo mientras tanto voy a hacer un poco de turismo. ¿Qué museos me recomienda? Recuerdo que le indiqué vagamente cómo llegar al Museo Picasso y de ahí a la Sagrada Familia y después Romero se marchó.

Pasaron tres días hasta que lo volví a ver.

Las revistas que me dejó eran todas europeas. De España, de Francia, de Portugal, de Italia, de Inglaterra, de Suiza, de Alemania. Incluso había una de Polonia, dos de Rumania y una de Rusia. La mayoría eran fanzines de escaso tiraje. Los métodos de impresión, salvo algunas francesas, alemanas e italianas que se veían profesionales y con un sólido soporte financiero, iban desde las fotocopiadas hasta las ciclostiladas (una de las rumanas) y el resultado saltaba a la vista, la calidad defectuosa, el papel barato, el diseño deficiente hablaban de una literatura de albañal. Las hojeé todas. Según Romero, en alguna de ellas debía de haber una colaboración de Wieder, bajo otro nombre, por supuesto. No eran revistas literarias de derechas al uso: cuatro de ellas las sacaban grupos de skinheads, dos eran órganos irregulares de hinchas de fútbol, al menos siete dedicaban más de la mitad de sus páginas a la ciencia-ficción, tres eran de clubes de wargames, cuatro se dedicaban al ocultismo (dos italianas y dos francesas) y entre éstas, una (italiana), abiertamente a la adoración del diablo, por lo menos quince eran abiertamente nazis, unas seis podían adscribirse a la corriente seudo histórica del «revisionismo» (tres francesas, dos italianas y una suiza en lengua francesa), una, la rusa, era una mezcla caótica de todo lo anterior, al menos a esa conclusión llegué por las caricaturas (numerosísimas, como si de repente sus potenciales lectores rusos se hubieran vuelto analfabetos, pero providencial para mí que no sé ruso), casi todas eran racistas y antisemitas. Al segundo día de lecturas comencé a interesarme de verdad. Vivía solo, no tenía dinero, mi salud dejaba bastante que desear, hacía mucho que no publicaba en ninguna parte, últimamente ya ni siquiera escribía. Mi destino me parecía miserable. Creo que había empezado a acostumbrarme a la autocompasión. Las revistas de Romero, todas juntas sobre mi mesa (decidí comer de pie en la cocina para no moverlas), en montoncitos según la nacionalidad, las fechas de publicación, la tendencia política o el género literario en el que se movían, obraron en mí con el efecto de un antídoto. Al segundo día de lecturas me sentí mal físicamente pero no tardé en descubrir que el malestar se debía a mi falta de sueño y mala alimentación, así que decidí bajar a la calle, comprar un bocadillo de queso y luego dormir. Cuando desperté, seis horas después, estaba fresco y descansado y con ganas de seguir leyendo o releyendo (o adivinando, según fuera el idioma de la revista), cada vez más involucrado en la historia de Wieder, que era la historia de algo más, aunque entonces no sabía de qué. Una noche incluso tuve un sueño al respecto. Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado!, ¡tornado!, pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polansky. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento, mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo. Así que cuando volvió Romero, al cabo de tres días, lo recibí casi como a un amigo.

No había ido al Museo Picasso ni a la Sagrada Familia, pero había visitado el museo del Camp Nou y el nuevo Zoológico Acuático. En mi vida, me dijo, había visto un tiburón tan de cerca, algo impresionante, se lo prometo. Cuando le pregunté su opinión sobre el Camp Nou respondió que él siempre fue de la idea de que aquel estadio era el mejor de Europa. Lástima que el Barcelona perdiera el año pasado con el Paris Saint-Germain. No me va a decir, Romero, que es usted culé. No conocía la palabra. Se la expliqué y le pareció divertida. Durante un rato estuvo como ausente. Soy culé provisional, dijo. En Europa me gusta el Barcelona, pero en el fondo de mi corazón soy del Colo-Colo. Qué le vamos a hacer, añadió con tristeza y orgullo.

Esa tarde, después de comer juntos en una tasca de la Barceloneta, me preguntó si había leído las revistas. Estoy en ello, le dije. Al día siguiente apareció con una televisión y un vídeo. Son para usted, haga de cuenta que es un regalo de mi cliente. No veo tele, dije. Pues hace mal, no sabe la cantidad de cosas interesantes que se está perdiendo. Odio los concursos, dije. Algunos son muy interesantes, dijo Romero. Son gente sencilla, autodidactas enfrentados contra todo el mundo. Recordé que Wieder era o pretendía ser, en sus lejanos tiempos de Concepción, un autodidacta. Yo leo libros, Romero, dije, y ahora revistas, y a veces escribo. Ya se ve, dijo Romero. Y añadió de inmediato: no se lo tome a mal, siempre he respetado a los curas y a los escritores que no poseen nada. Me acuerdo de una película de Paul Newman, dijo, era un escritor y le daban el Premio Nobel y el hombre confesaba que durante todos esos años se había ganado la vida escribiendo bajo seudónimo novelas policiales. Respeto a esa clase de escritores, dijo. Pocos habrá conocido, dije con sorna. Romero no lo advirtió. Usted es el primero, dijo. Luego me explicó que no era conveniente instalar la tele en la pensión donde vivía y que era necesario que yo viera tres vídeos que había traído. Creo que me reí de puro miedo. Dije: no me diga que tiene a Wieder allí. En las tres películas, sí señor, dijo Romero.

Instalamos la tele, y antes de enchufar el vídeo Romero intentó ver si podía captar algún canal, pero fue imposible. Va a tener que comprarse una antena, dijo. Después puso la primera cinta de vídeo. No me levanté de mi puesto en la mesa, junto a las revistas. Romero se sentó en el único sillón que había en la sala.

Eran películas pornográficas de bajo presupuesto. A la mitad de la primera (Romero había subido una botella de whisky y veía la película tomando pequeños sorbitos) le confesé que yo era incapaz de ver tres películas porno seguidas. Romero esperó hasta el final y luego apagó el vídeo. Véalas esta noche, usted solo, sin prisas, dijo mientras guardaba la botella de whisky en un rincón de la cocina. ¿Tengo que reconocer a Wieder entre los actores?, pregunté antes de que se marchara. Romero sonrió enigmáticamente. Lo importante son las revistas, las películas son idea mía, trabajo rutinario.

Esa noche vi las dos películas que me faltaban y luego volví a ver la primera y después volví a ver las otras dos. Wieder no aparecía por ninguna parte. Tampoco Romero volvió a aparecer al día siguiente. Pensé que lo de las películas era una broma de Romero. La presencia de Wieder entre las paredes de mi casa, no obstante, se hacía cada vez más fuerte, como si de alguna manera las películas lo estuvieran conjurando. No hay que hacer teatro, me dijo Romero en una ocasión. Pero yo sentía que mi vida entera se estaba yendo a la mierda.

Cuando Romero volvió lucía un traje nuevo, recién comprado, y a mí me había traído un regalo. Deseé fervientemente que no fuera una prenda de vestir. Abrí el paquete: era una novela de García Márquez -que ya había leído, aunque no se lo dije- y un par de zapatos. Pruébeselos, dijo, espero que el número le vaya bien, los zapatos españoles son muy apreciados en Francia. Con sorpresa advertí que los zapatos me iban a la perfección.

Explíqueme el enigma de las películas pornográficas, dije. ¿No notó nada raro, fuera de lo normal, algo que le llamara la atención?, preguntó Romero. Por su expresión me di cuenta que las películas, las revistas, todo, excepto tal vez su proyectado regreso familiar a Chile, le importaba un carajo. Lo único reseñable es que cada día estoy más obsesionado con el cabrón de Wieder, dije. ¿Y eso es bueno o es malo? No bromee, Romero, dije. Bueno, le voy a contar una historia, dijo Romero, el teniente está en todas esas películas, sólo que detrás de la cámara. ¿Wieder es el director de esas películas? No, dijo Romero, es el fotógrafo.

Después me explicó la historia de un grupo que hacía cine porno en una villa del Golfo de Tarento. Una mañana, de esto haría un par de años, aparecieron todos muertos. En total, seis personas, tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado de Corigliano relacionado con el hard-core criminal, es decir con las películas porno con crímenes no simulados. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. Al cabo de un tiempo el caso se archivó. ¿En dónde entraba Carlos Wieder en este asunto? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a éste la policía italiana no lo pudo localizar nunca.

¿English era Wieder? Cuando Romero comenzó su investigación así lo creía y durante un tiempo recorrió Italia buscando gente que hubiera conocido a English a las que mostraba una vieja foto de Wieder (aquella en la que Wieder posa junto a su avión), pero no encontró a nadie que recordara al cámara, como si éste no hubiera existido o no tuviera rostro para ser recordado. Finalmente, en una clínica de Nimes encontró a una actriz que había trabajado con English y que se acordaba de cómo era. La actriz se llamaba Joanna Silvestri y era una preciosidad, dijo Romero, la mujer más bonita, se lo prometo, que he visto en mi vida. ¿Más bonita que su mujer?, le pregunté para picarlo un poco. Hombre, mi señora ya está un poco veterana y no cuenta, dijo Romero. Yo también, añadió casi de inmediato. El caso es que ésta era la mujer más bonita que había visto. Hablando con propiedad: la más buena moza. Una mujer ante la que había que sacarse el sombrero, créame. Le pregunté cómo era. Rubia, alta, con una mirada que lo devolvía a uno a la infancia. Mirada de terciopelo, con destellos de tristeza y decisión. Además tenía huesos magníficos y piel muy blanca, con ese matiz oliváceo que se da en abundancia en el Mediterráneo. Una mujer para soñar despierto, pero también para vivir y para compartir apuros y malos ratos. Lo certificaban, dijo Romero, sus huesos, su piel, su mirada sabia. Nunca la vi levantada, pero me imagino que debía ser como una reina. La clínica no era de lujo, sin embargo tenía un pequeño jardín que por las tardes se llenaba de pacientes, la mayoría franceses e italianos. La última vez, cuando más tiempo estuvimos juntos, la invité a bajar (tal vez por miedo a que se aburriera conmigo, a solas en la habitación). Me dijo que no podía. Hablábamos en francés pero de vez en cuando intercalaba expresiones en italiano. Eso lo dijo en italiano, mi amigo, mirándome a la cara y yo me sentí el hombre más impotente o jodido o desgraciado del mundo. No sé explicarlo: me hubiera puesto a llorar ahí mismo. Pero me controlé y traté de seguir conversando acerca de cosas relacionadas con el asunto que me traía entre manos. A ella le hacía gracia que yo fuera chileno y que anduviera buscando al tal English. El detective chileno, me decía con una sonrisa. Parecía una gata, en la cama, con los brazos cruzados y varios almohadones a la espalda. El relieve de sus piernas debajo de las mantas ya era como un milagro: pero no uno de esos milagros que lo dejan a uno confuso, sino de esos que pasan como el aire dejándote tranquilo, más tranquilo que antes, quiero decir. Por la flauta, qué linda era, dijo Romero de pronto. ¿Estaba enferma? Se estaba muriendo, dijo Romero, y estaba más sola que una perra, al menos a esa horrible conclusión llegué yo las dos tardes que pasé en la clínica, y pese a todo se mantenía serena y lúcida. Le gustaba hablar, se notaba que la animaban las visitas (no debía de tener muchas, aunque en realidad yo qué sé), siempre estaba leyendo o escribiendo cartas o viendo la televisión con los auriculares puestos. Leía revistas de actualidad, revistas de mujeres. Su habitación estaba muy ordenada y olía bien. Ella y la habitación. Supongo que se pasaba el cepillo por el pelo y se echaba colonia o perfume en el cuello y en las manos antes de recibir a las visitas. Yo eso sólo puedo imaginármelo. La última vez que la vi, antes de despedirnos, encendió la tele y buscó un canal italiano en el que daban no sé qué cosa. Temí que fuera una película suya. Le juro que entonces sí que no habría sabido qué hacer y mi vida entera hubiera dado un vuelco. Pero se trataba de un programa de entrevistas en donde aparecía un antiguo amigo suyo. Le di la mano y me marché. Al llegar a la puerta no pude evitarlo y me volví a mirarla. Ya se había puesto los auriculares en las orejas y tenía, fíjese qué curioso, un aire marcial, no sé de qué otra manera calificarlo, como si la habitación de enferma fuera la sala de mandos de una nave espacial y ella la capitaneara con mano segura. ¿Al final qué pasó?, pregunté ya sin ganas de burlarme de Romero. No pasó nada, recordaba a English y me lo describió bastante bien, pero con esa descripción debe haber miles de personas en Europa, y no pudo reconocerlo en la vieja foto de aviador, claro, ya son más de veinte años, mi amigo. No, dije, qué pasó con Joanna Silvestri. Se murió, dijo Romero. ¿Cuándo? Unos meses después de que yo la viera, leí la noticia estando en París, en la necrológica del Libération. ¿Y nunca ha visto una película de ella?, pregunté. ¿De Joanna Silvestri?, no, hombre, cómo se le ocurre, nunca. ¿Ni siquiera por curiosidad? Ni por ésas, soy un hombre casado y ya mayorcito, dijo Romero.

Esa noche fui yo quien lo invitó a cenar. Comimos en la calle Riera, en un restaurante barato y familiar y después nos pusimos a caminar a la ventura por el barrio. Al pasar junto a un videoclub abierto le dije a Romero que me siguiera. No pensará alquilar un vídeo de ella, oí su voz a mis espaldas. No me fío de su descripción, le dije, quiero ver qué cara tenía. Las películas porno ocupaban tres estanterías en el fondo del local. Creo que sólo una vez antes había entrado en un video-club. Hacía tiempo que no me sentía tan bien, aunque por dentro estaba ardiendo. Romero buscó durante un rato. Lo veía pasar sus manos, unas manos oscuras y sarmentosas, por las carátulas y sólo eso ya me hacía sentir bien. Es ésta, dijo. Tenía razón, era una mujer muy hermosa. Cuando salimos me di cuenta de que el videoclub era la única tienda del barrio que permanecía abierta.

Al día siguiente, cuando Romero pasó por mi casa, le dije que creía tener identificado a Carlos Wieder. ¿Si lo volviera a ver, podría reconocerlo? No lo sé, contesté.

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