La historia de Juan Stein, el director de nuestro taller de literatura, es desmesurada como el Chile de aquellos años.
Nacido en 1945, en el momento del Golpe tenía dos libros publicados, uno en Concepción (500 ejemplares) y otro en Santiago (500 ejemplares), que en conjunto no sumaban más de cincuenta páginas. Sus poemas eran breves, influido a partes iguales por Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, como la mayoría de los poetas de su generación, y por la poesía lárica de Jorge Teillier, aunque Stein nos recomendaba leer a Lihn más que a Teillier. Sus gustos eran en no pocas ocasiones distintos e incluso antagónicos a los nuestros: no apreciaba a Jorge Cáceres (el surrealista chileno por el que nosotros sentíamos adoración), ni a Rosamel del Valle, ni a Anguita. Le gustaba Pezoa Veliz (algunos de cuyos poemas sabía de memoria), Magallanes Moure (una frivolidad que nosotros compensábamos frecuentando la poesía del horrible Braulio Arenas), los poemas geográficos y gastronómicos de Pablo de Rokha (que nosotros -y cuando digo nosotros, ahora caigo en la cuenta, creo que me refiero únicamente a Bibiano O'Ryan y a mí, de los demás he olvidado hasta sus filias y fobias literarias- eludíamos como quien elude un foso demasiado profundo y porque siempre es preferible leer a Rabelais), la poesía amorosa de Neruda y Residencia en la Tierra (que a nosotros, con neruditis desde la más tierna infancia, nos producía alergia y eccemas en la piel). Coincidíamos en los ya mencionados Parra, Lihn y Teillier, aunque con matices y reservas en algunas parcelas de su obra (la aparición de Artefactos, que a nosotros nos encantó, hizo que Stein, entre la indignación y la perplejidad, escribiera una carta al viejo Nicanor recriminándole algunos de los chistes que se permitía hacer en aquel momento crucial de la lucha revolucionaria en América Latina; Parra le contestó al dorso de una postal de Artefactos diciéndole que no se preocupara, que nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, leía, y Stein, me consta, guardó la postal con cariño), y también nos gustaba Armando Uribe Arce, Gonzalo Rojas y algunos poetas de la generación de Stein, es decir los nacidos en la década de los cuarenta, a quienes frecuentábamos más por cercanía física que por afinidad estética pero que fueron probablemente quienes más nos influyeron. Juan Luis Martínez (que nos parecía una pequeña brújula perdida en el país), Óscar Hahn (que nació a finales de los treinta pero era lo mismo), Gonzalo Millán (que en dos ocasiones estuvo en el taller leyéndonos sus poemas, todos breves, pero muchísimos poemas), Claudio Bertoni (que era casi como de nuestra generación, los nacidos en la década del cincuenta), Jaime Quezada (que un día se emborrachó con nosotros y se puso a rezar una novena de rodillas y a grito pelado), Waldo Rojas (que fue de los primeros en distanciarse de una cierta «poesía fácil» que hizo furor en aquellos tiempos, los saldos de Parra y Cardenal) y, por supuesto, Diego Soto, para Stein el mejor poeta de su generación y para nosotros uno de los dos mejores. El otro era Stein. Muchas veces fuimos a su casa, Bibiano y yo, una casita pequeña cerca de la Estación que Stein arrendaba desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de Concepción y que, ya de profesor en la misma universidad, aún conservaba. La casa, más que de libros, estaba llena de mapas. Eso fue lo primero que nos llamó la atención a Bibiano y a mí, encontrar tan pocos libros (en comparación, la casa de Diego Soto parecía una biblioteca) y tantos mapas. Mapas de Chile, de la Argentina, del Perú, mapas de la Cordillera de los Andes, un mapa de carreteras de Centroamérica que nunca más he vuelto a ver, editado por una Iglesia protestante norteamericana, mapas de México, mapas de la Conquista de México, mapas de la Revolución Mexicana, mapas de Francia, de España, de Alemania, de Italia, un mapa de los ferrocarriles ingleses y un mapa de los viajes en tren de la literatura inglesa, mapas de Grecia y de Egipto, de Israel y del Cercano Oriente, de la ciudad de Jerusalén antigua y moderna, de la India y de Pakistán, de Birmania, de Camboya, un mapa de las montañas y ríos de China y uno de los templos sintoístas del Japón, un mapa del desierto australiano y uno de la Micronesia, un mapa de la Isla de Pascua y un mapa de la ciudad de Puerto Montt, en el sur de Chile.
Tenía muchos mapas, como suelen tenerlos aquellos que desean fervientemente viajar y aún no han salido de su país.
Junto a los mapas, enmarcadas y colgadas de la pared había dos fotografías. Ambas eran en blanco y negro. En una se veía a un hombre y a una mujer sentados a la puerta de su casa. El hombre se parecía a Juan Stein, el pelo rubio pajizo y los ojos azules rodeados por unas ojeras profundas. Eran, nos dijo, su padre y su madre. La otra era el retrato -un retrato oficial- de un general del Ejército Rojo llamado Iván Cherniakovski. Según Stein, aquél había sido el mejor general de la Segunda Guerra Mundial. Bibiano, que entendía de esas cosas, nombró a Zhukov, a Koniev, a Rokossovski, a Vatutin, a Malinovski pero Stein se mantuvo firme: Zhukov había sido brillante y frío, Koniev era duro, probablemente un hijo de puta, Rokossovski tenía talento y tenía a Zhukov, Vatutin era un buen general pero no mejor que los generales alemanes que tuvo enfrente, de Malinovski se podía decir casi lo mismo, ninguno podía compararse a Cherniakovski (tal vez si se juntara en una sola persona a Zhukov, a Vassilievski y a los tres mejores comandantes de tropas blindadas). Cherniakovski poseía un talento natural (si es que esto es posible en el arte de la guerra), era amado por sus hombres (hasta donde pueden querer los soldados a un general) y además era joven, el más joven de los generales al mando de un ejército (llamados «frentes» en la Unión Soviética) y uno de los pocos altos mandos muerto en primera línea, en 1945, cuando ya la guerra estaba ganada, a los treinta y nueve años de edad.
Pronto comprendimos que entre Stein y Cherniakovski había algo más que una admiración por las dotes de estratega y de táctico del general soviético. Una tarde, hablando de política, le preguntamos cómo era posible que él, un trotskista, se hubiera rebajado a pedir a la embajada soviética la foto del general. Hablábamos en broma, pero Stein no lo entendió así y confesó inocentemente que la foto era un regalo de su madre, la cual era prima carnal de Iván Cherniakovski. Fue ella quien la pidió a la embajada, muchos años atrás, en calidad de pariente directa del héroe. Cuando él se marchó de su casa para venir a estudiar a Concepción, la madre le dio la foto sin decirle nada más. Después habló de los Cherniakovski de la Unión Soviética, judíos ucranianos muy pobres, y de los destinos disímiles que los habían desparramado por el mundo. En claro sacamos que el padre de su madre era hermano del padre del general, lo que a él lo hacía sobrino. A Stein ya lo admirábamos, diría que incondicionalmente, pero a partir de aquella revelación nuestra admiración creció hasta el infinito. Sobre Cherniakovski, con los años, supimos más cosas: fue jefe de una división blindada en los primeros meses de la guerra, la 28- División de carros de combate, combatió, siempre retrocediendo, en los Países Bálticos y en la zona de Novgorod, después estuvo sin destino hasta que le dieron el mando de un cuerpo (que en la terminología militar soviética equivale a una división) en la región de Voronesh, supeditado al mando del 60- Ejército (que en la terminología militar soviética equivale a un cuerpo) hasta que durante la ofensiva nazi del 42 destituyeron al comandante del 60- Ejército y le ofrecieron el puesto a él, el oficial más joven, provocando las consiguientes envidias y resquemores, que estuvo bajo las órdenes de Vatutin (por entonces al mando del Frente de Voronesh, que en la terminología militar soviética equivale a un ejército, pero creo que esto ya lo he dicho) a quien respetaba y apreciaba, que convirtió al 60º Ejército en una máquina de guerra invicta, que avanzó y avanzó por las tierras de Rusia y luego por las tierras de Ucrania sin que nadie lo pudiera detener, que en 1944 fue ascendido al mando de un Frente, el Tercer Frente de Bielorrusia, que durante la ofensiva de 1944 es a él a quien se debe la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro, que comprendía a cuatro ejércitos alemanes, y que probablemente constituyó el mayor de todos los golpes recibidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, peor que el Cerco de Stalingrado o que el Desembarco de Normandía, peor que la Operación Cobra o que el cruce del Dniéper (en donde él estuvo), peor que la contraofensiva de las Árdenas o que la batalla de Kursk (en donde él estuvo). Supimos también que de los ejércitos rusos que participaron en la Operación Bagration (la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro) el que más se distinguió, de lejos, fue el Tercer Frente de Bielorrusia, que su avance fue imparable y de una velocidad y profundidad hasta entonces nunca vista, que fue el primero en llegar a Prusia Oriental, que perdió a sus padres cuando era un adolescente, que estuvo de allegado en casas que no eran su casa y con familias que no eran su familia, que sufrió el escarnio y las humillaciones que sufrían los judíos, que demostró a quienes lo despreciaron que no sólo era igual que ellos sino mucho mejor, que durante su infancia presenció cómo los seguidores de Petliura (nacionalistas ucranianos) torturaron y luego quisieron asesinar a su padre en la aldea de Vérbovo (en donde las casitas blancas se diseminan por las vertientes de lomas suaves), que su adolescencia fue una mezcla de Dickens y Makarenko, que durante la guerra perdió a su hermano Alexander y que la noticia le fue ocultada toda una tarde y toda una noche porque Iván Cherniakovski estaba dirigiendo otra de sus ofensivas, que murió solo en medio de una carretera, que fue dos veces Héroe de la Unión Soviética, que obtuvo la Orden de Lenin, cuatro órdenes de la Bandera Roja, dos órdenes de Suvórov de Primer Grado, la Orden de Kutúzov de Primer Grado, la Orden de Bogdan Jmelnitzki de Primer Grado y numerosas, incontables medallas, que por iniciativa del Gobierno y del partido se erigieron monumentos suyos en Vilnius y Vinnitsa (el de Vilnius seguramente hoy ya no existe y el de Vinnitsa probablemente también haya sido derribado), que la ciudad de Insterburg en la antigua Prusia Oriental se llama ahora, en su honor, Cherniajovsk, que el koljós de la aldea de Vérbovo en el distrito Tomashpolsky lleva también su nombre (hoy ni siquiera existen los koljoses), y que en la aldea de Oksánino del distrito Umanski de la región de Cherkassi se levantó un busto de bronce en celebración del gran general (me juego la paga de un mes que el busto de bronce ha sido reemplazado; hoy el héroe es Petliura; mañana quién sabe). En fin, como dice Bibiano citando a Parra: así pasa la gloria del mundo, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sandwich de mortadela.
Pero lo cierto es que el retrato de Cherniakovski, enmarcado con una cierta ampulosidad, estaba allí, en la casa de Juan Stein, y eso probablemente fuera mucho más importante (me atrevería a decir que infinitamente más importante) que los bustos y las ciudades con su nombre y las innumerables calles Cherniakovski mal asfaltadas de Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Rusia. No sé por qué tengo la foto, nos dijo Stein, seguramente porque es el único general judío de cierta importancia de la Segunda Guerra Mundial y porque su destino fue trágico. Aunque es más probable que la conserve porque me la regaló mi madre cuando me marché de casa, como una suerte de enigma: mi madre no me dijo nada, sólo me regaló el retrato, ¿qué me quiso decir con ese gesto?, ¿el regalo de la foto era una declaración o el inicio de un diálogo? Etcétera, etcétera. A las hermanas Garmendia la foto de Cherniakovski les parecía más bien horrible y hubieran preferido ver colgado un retrato de Blok, que les parecía verdaderamente buen mozo, o uno de Maiacovski, el amante ideal. ¿Qué hace un sobrino de Cherniakovski enseñando literatura en el sur de Chile?, se preguntaba a veces Stein, preferentemente borracho. Otras veces decía que iba a utilizar el marco para poner una fotografía que tenía de William Carlos Williams vestido con los aperos de médico de pueblo, es decir con el maletín negro, el estetoscopio que sobresale como una serpiente bicéfala y casi cae del bolsillo de una vieja chaqueta raída por los años pero cómoda y efectiva contra el frío, caminando por una larga acera tranquila bordeada de rejas de madera pintadas de blanco o verde o rojo, tras las cuales se adivinan pequeños patios o pequeñas porciones de césped -y algún cortacésped abandonado en mitad del trabajo-, con un sombrero de ala corta, de color oscuro, y los lentes muy limpios, casi brillantes, pero con un brillo que no invita a los excesos ni a los extremos, ni muy feliz ni muy triste y sin embargo contento (tal vez porque va calentito dentro de su chaqueta, tal vez porque sabe que el paciente al que visita no se va a morir), caminando sereno, digamos, a las seis de la tarde de un día de invierno.
Pero nunca cambió el retrato de Cherniakovski por la pretendida foto de William Carlos Williams. Sobre la autenticidad de esta última algunos miembros del taller y en ocasiones el propio Stein teníamos algunas reservas. Según las Garmendia más que William Carlos Williams parecía el presidente Truman disfrazado de algo, no necesariamente de médico, caminando de incógnito por las calles de su pueblo. Para Bibiano se trataba de un hábil fotomontaje: el rostro era de Williams, el cuerpo era de otro, tal vez efectivamente un médico de pueblo, y el fondo estaba compuesto por varios retazos: las cercas de madera, por un lado, el césped y el cortacésped por el otro, los pajaritos sobre las cercas e incluso sobre el volante del cortacésped, el cielo gris claro del atardecer, todo provenía de ocho o nueve fotos diferentes. Stein no sabía qué decir aunque admitía todas las posibilidades. De todas maneras la llamaba «la foto del doctor Williams» y no se deshacía de ella (a veces la llamaba la foto del doctor Norman Rockwell o la foto del doctor William Rockwell). Era, sin duda, uno de sus objetos más preciados, lo que no debe extrañar a nadie, pues Stein era pobre y tenía pocas cosas. En una ocasión (discutíamos sobre la belleza y la verdad) Verónica Garmendia le preguntó qué veía él en la foto de Williams si sabía casi con toda seguridad que no era Williams. Me gusta la foto, admitió Stein, me gusta creer que es William Carlos Williams. Pero sobre todo, añadió al cabo de un rato, cuando nosotros ya estábamos enfrascados con Gramsci, me gusta la tranquilidad de la foto, la certeza de saber que Williams está haciendo su trabajo, que va camino a su trabajo, a pie, por una vereda apacible, sin correr. E incluso más tarde, cuando nosotros hablábamos de los poetas y de la Comuna de París, dijo: no sé, casi en un susurro y creo que nadie le oyó.
Después del Golpe Stein desapareció y durante mucho tiempo Bibiano y yo lo dimos por muerto.
De hecho, todo el mundo lo dio por muerto, a todo el mundo le pareció natural que hubieran matado al cabrón judío bolchevique. Una tarde Bibiano y yo nos acercamos a su casa. Teníamos miedo de llamar a la puerta porque en nuestra paranoia imaginábamos que la casa podía estar vigilada e incluso que podía abrirnos la puerta un policía, invitarnos a pasar y no dejarnos salir nunca más. Así que pasamos enfrente de la casa tres o cuatro veces, no vimos luces y nos alejamos más bien con una pesada sensación de vergüenza y también con un secreto alivio. Una semana más tarde, sin decirnos nada, volvimos a pasar por la casa de Stein. Nadie contestó a nuestra llamada. Una mujer nos miró fugazmente desde una ventana, en la casa de al lado, y la escena además de traernos a la memoria momentos indeterminados de varias películas consiguió acrecentar la sensación de soledad y abandono que nos producía no sólo la casa de Stein sino la calle entera. La tercera vez que fuimos nos abrió la puerta una mujer joven a la que seguían un par de niños no mayores de tres años: uno caminaba y el otro gateaba. Nos dijo que ahora su marido y ella vivían allí, que no conoció al anterior inquilino, que si queríamos saber algo fuéramos a hablar con la arrendadora. Era una mujer simpática. Nos hizo pasar y nos ofreció una taza de té que Bibiano y yo rechazamos. No queremos molestar, dijimos. De las paredes habían desaparecido los mapas y la foto del general Cherniakovski. ¿Era un amigo muy querido y se fue de repente, sin avisar?, dijo la mujer con una sonrisa. Sí, dijimos, algo así.
Poco después me marché de Chile definitivamente.
No recuerdo si vivía en México o en Francia cuando recibí una carta de Bibiano muy corta, en estilo telegráfico, casi un enigma o un nonsense (pero en donde se adivinaba, si más no, un Bibiano alegre), acompañada de un recorte de prensa, probablemente de un diario de Santiago. El recorte hacía alusión a varios «terroristas chilenos» que habían entrado a Nicaragua por Costa Rica con las tropas del Frente Sandinista. Uno de ellos era Juan Stein.
A partir de ese momento las noticias sobre Stein no escasearon. Aparecía y desaparecía como un fantasma en todos los lugares donde había pelea, en todos los lugares en donde los latinoamericanos, desesperados, generosos, enloquecidos, valientes, aborrecibles, destruían y reconstruían y volvían a destruir la realidad en un intento último abocado al fracaso. Lo vi en un documental sobre la toma de Rivas, la ciudad sureña de Nicaragua, con el pelo cortado a tijeretazos, más flaco que antes, vestido mitad como militar y mitad como profesor de una universidad de verano, fumando en pipa y con los lentes rotos y atados con un alambre. Bibiano me envió un recorte en donde se decía que Stein y otros cinco antiguos militantes del MIR estuvieron combatiendo en Angola contra los sudafricanos. Más tarde recibí dos hojas foto-copiadas de una revista mexicana (entonces seguro que estaba en París) en donde se hacía referencia a las diferencias de los cubanos en Angola con algunos grupos de internacionalistas, entre ellos dos aventureros chilenos, únicos supervivientes (según ellos, y la charla con el periodista presumo que fue en un bar de Luanda por lo que también deduzco que estaban borrachos) de un grupo llamado Los Chilenos Voladores, nombre que me hizo evocar el del circo Las Águilas Humanas y sus interminables tournées anuales por el sur de Chile. Stein, por supuesto, era uno de los miristas supervivientes. De allí, supongo, pasó a Nicaragua. En Nicaragua hay momentos en que se le pierde la pista. Es uno de los lugartenientes de un sacerdote jefe guerrillero que muere en la toma de Rivas. Después manda un batallón o una brigada o es el segundo jefe de algo o pasa a la retaguardia a entrenar a jóvenes recién alistados. No participa en la entrada triunfal en Managua. Durante un tiempo desaparece otra vez. Se dice que es uno de los miembros del comando que asesina a Somoza en Paraguay. Se dice que está con la guerrilla colombiana. Incluso se dice que ha vuelto a África, que está en Angola o en Mozambique o con la guerrilla namibia. Vive en el peligro y como en las películas de vaqueros aún no se ha fundido la bala que pueda matarlo. Pero vuelve a América y durante un tiempo se establece en Managua. Según Bibiano, un poeta argentino, corresponsal suyo, le explica que durante un recital de poesía argentina, uruguaya y chilena organizada por este poeta (un tal Di Angeli) en el Centro Cultural de Managua uno de los asistentes, «un tipo rubio y alto, de lentes», realizó varias observaciones sobre la poesía chilena, sobre el criterio de selección de los textos leídos (los organizadores, entre ellos el propio Di Angeli, habían vetado por motivos políticos la inclusión de poemas de Nicanor Parra y Enrique Lihn), en una palabra, se cagó en los promotores de la lectura, al menos en lo que respecta a la parcela de la lírica chilena, pero eso sí, con mucha calma, sin ponerse violento, yo diría -decía Di Angelí- que con mucha ironía y algo de tristeza o de cansancio, vaya uno a saber. (Entre paréntesis, el tal Di Angelí, entre las incontables antenas epistolares que desde su zapatería de Concepción tenía Bibiano con el mundo, era uno de los más sinvergüenzas, cínicos y divertidos; típico arribista de izquierda, estaba dispuesto, sin embargo, a pedir perdón por sus omisiones y excesos de todo tipo; sus meteduras de pata, según Bibiano, eran antológicas y su triste vida en época de Stalin sin duda hubiera servido de modelo para una gran novela picaresca, aunque en la América Latina de los setenta sólo era eso, una vida triste, llena de pequeñas mezquindades, algunas hechas sin ni siquiera mala intención. Le hubiera ido mejor, decía Bibiano, en la derecha, pero, misterio, los Di Angelí son legión en las huestes de la izquierda; al menos, decía, todavía no se dedica a la crítica literaria, pero todo se andará. En efecto, durante la espantosa década de los ochenta repasé algunas revistas mexicanas y argentinas y encontré varios trabajos críticos de Di Angeli. Creo que había hecho carrera. En los noventa no he vuelto a toparme con su pluma, pero es que cada día leo menos revistas.) El caso es que Stein estaba de regreso en América. Y era, según Bibiano, el mismo Juan Stein de Concepción, el mismo sobrino de Iván Cherniakovski. Durante algún tiempo, el tiempo de un suspiro demasiado prolongado, se le pudo ver en sitios como la ya mencionada lectura de poetas del Cono Sur, en exposiciones de pintura, en compañía de Ernesto Cardenal (dos veces), en una función de teatro. Luego desaparece y ya nunca más se le vuelve a ver por Nicaragua. No ha ido demasiado lejos. Hay quien dice que está con la guerrilla guatemalteca, otros aseguran que lucha bajo la bandera del Frente Farabundo Martí. Bibiano y yo coincidimos en que una guerrilla con ese nombre se merecía tener a Stein de su lado. Aunque Stein probablemente hubiera matado con sus propias manos (en la distancia su ferocidad, su implacabilidad se agigantaba y distorsionaba como la de un personaje de una película de Hollywood) a los responsables de la muerte de Roque Dalton. ¿Cómo conciliar en el mismo sueño o en la misma pesadilla al sobrino de Cherniakovski, el judío bolchevique de los bosques del sur de Chile, con los hijos de puta que mataron a Roque Dalton mientras dormía, para cerrar la discusión y porque así convenía a su revolución? Imposible. Pero lo cierto es que allí está Stein. Y participa en varias ofensivas y golpes de mano y un buen día desaparece y esta vez es para siempre. Por entonces yo ya vivía en España, trabajaba en trabajos ingratos, no tenía televisión y tampoco compraba muy a menudo el periódico. Según Bibiano, a Juan Stein lo mataron durante la última ofensiva del FMLN, la que llegó a conquistar algunos barrios de San Salvador y que gozó de una amplia cobertura informativa. Recuerdo haber visto trozos de esa lejana guerra en bares de Barcelona en donde comía o a donde entraba a beber, pero aunque la gente miraba la tele el ruido de las conversaciones o del entrechocar de platos que iban y venían impedía escuchar nada. Incluso las imágenes que guardo en la memoria (las imágenes que tomaron esos corresponsales de guerra) son brumosas y fragmentadas. Con total claridad sólo recuerdo dos cosas: las barricadas en las calles de San Salvador, unas barricadas pobrísimas, más bien puestos de tiro que barricadas, y la figura pequeña, morena y nervuda de uno de los comandantes del FMLN. Se hacía llamar comandante Aquiles o comandante Ulises y sé que poco después de hablar con la televisión lo mataron. Según Bibiano todos los comandantes de aquella ofensiva desesperada llevaban nombres de héroes y semidioses griegos. ¿Cuál sería el de Stein, comandante Patroclo, comandante Héctor, comandante París? No lo sé. Eneas seguro que no, Ulises tampoco. Al final de la batalla, en la recogida de cadáveres, apareció un tipo rubio y alto. En los archivos de la policía se consigna una descripción somera: cicatrices en brazos y piernas, viejas heridas, un tatuaje en el brazo derecho, un león rampante. La calidad del tatuaje es buena. Un trabajo de artesano, verdad de Dios, de los que no se hacen en El Salvador. En la Dirección de Información de la policía el desconocido rubio figura con el nombre de Jacobo Sabotinski, ciudadano argentino, antiguo miembro del ERP.
Muchos años después Bibiano fue a Puerto Montt y buscó la casa paterna de Juan Stein. No encontró a nadie con ese nombre. Había un Stone y dos Steiner y tres Steen de la misma familia. El Stone lo descartó enseguida. Visitó a los dos Steiner y a los tres Steen. Estos últimos poco pudieron decirle, no eran judíos, nada sabían de ninguna familia Stein o Cherniakovski, preguntaron a Bibiano si él era judío o si había dinero en el asunto. En esa época, supongo, Puerto Montt estaba embarcada de lleno en el crecimiento económico. Los Steiner sí que eran judíos, pero su familia venía de Polonia y no de Ucrania. El primer Steiner, un ingeniero agrónomo grande y con exceso de peso, no le fue de gran ayuda. La segunda Steiner, tía del anterior y profesora de piano en el Liceo, recordaba a una viuda Stein que en 1974 se había ido a vivir a Llanquihue. Pero esta señora, declaró la pianista, no era judía. Un poco confuso, Bibiano viajó a Llanquihue. Seguramente, pensó, la profesora de piano confundía a la viuda Stein debido a su judaismo no practicante. Conociendo a Juan Stein y sus antecedentes familiares (el tío general del Ejército Rojo) no era de extrañar que fuesen ateos.
En Llanquihue no le costó mucho encontrar la casa de la viuda Stein. Era una casita de madera pintada de verde, en las afueras del pueblo. Cuando traspuso la reja un perro amistoso, de color blanco y con manchas negras como una vaca en miniatura, salió a recibirlo y al cabo de un rato, después de tocar un timbre que sonaba como una campana o que tal vez era una campana, abrió la puerta una mujer de unos treintaicinco años, una de las mujeres más guapas que Bibiano había visto nunca.
Preguntó si allí vivía la viuda Stein. Vivía, pero de eso hace mucho, contestó la mujer alegremente. Qué pena, dijo Bibiano, desde hace diez días que la ando buscando y pronto tendré que volver a Concepción. La mujer entonces lo hizo pasar, le dijo que estaba a punto de tomar once y si quería acompañarla, Bibiano dijo que sí, por supuesto, y después la mujer le confesó que la viuda Stein hacía ya tres años que había muerto. De pronto la mujer pareció entristecerse y Bibiano se dijo que la culpa era suya. La mujer había conocido a la viuda Stein y aunque nunca fueron amigas tenía una buena opinión de ella: una mujer un poco dominante, una de esas alemanas cuadradas, pero en el fondo una buena persona. Yo no la conocí, dijo Bibiano, en realidad la buscaba para darle la noticia de la muerte de su hijo, pero tal vez sea mejor así, siempre es terrible decirle a alguien que se le ha muerto un hijo. Eso es imposible, dijo la mujer. Ella sólo tenía un hijo y éste aún estaba vivo cuando ella murió, de él sí que puedo decir que fui amiga. Bibiano sintió que el pan con palta se le atragantaba. ¿Un solo hijo? Sí, un solterón muy buen mozo, no sé por qué no se casó nunca, supongo que era muy tímido. Entonces me debo haber confundido otra vez, dijo Bibiano, debemos estar hablando de dos familias Stein diferentes. ¿El hijo de la viuda ya no vive en Llanquihue? Murió el año pasado en un hospital de Valdivia, eso me dijeron, éramos amigos pero yo nunca lo fui a ver al hospital, no teníamos una amistad tan grande. ¿De qué murió? Creo que de cáncer, dijo la mujer mirando las manos de Bibiano. ¿Y era de izquierdas, verdad?, dijo Bibiano con un hilo de voz. Puede ser, dijo la mujer, repentinamente otra vez alegre, le brillaban los ojos, decía Bibiano, como no he visto brillar los ojos de nadie, era de izquierdas pero no militaba, era de la izquierda silenciosa, como tantos chilenos desde 1973. ¿No era judío, verdad? No, dijo la mujer, aunque quién sabe, a mí las cuestiones de religión la verdad es que no me interesan, pero no, no creo que fueran judíos, eran alemanes. ¿Cómo se llamaba él? Juan Stein. Juanito Stein. ¿Y qué hacía? Era profesor, aunque su afición era arreglar motores, de tractores, de cosechadoras, de pozos, de lo que fuera, un verdadero genio de los motores. Y se sacaba un buen sobresueldo con eso. A veces fabricaba él mismo las piezas de recambio. Juanito Stein. ¿Está enterrado en Valdivia? Me parece que sí, dijo la mujer y volvió a entristecerse.
Así que Bibiano fue al cementerio de Valdivia y durante todo un día, acompañado por uno de los encargados al que ofreció una buena propina, buscó la tumba de aquel Juan Stein, alto, rubio, pero que nunca salió de Chile, y por más que buscó no la halló.