Baltasar, rey de Nippur

Nada podría alegrarme más que el hecho de haber coincidido en Hebrón con la caravana del rey Gaspar de Meroe. Lamento no haber explorado mejor el África negra y sus civilizaciones, que deben de ocultar inmensas riquezas. ¿Se debió a mi ignorancia, a falta de tiempo, a mi interés demasiado exclusivo por Grecia? Dudo que Riera solamente eso. El hombre negro me repugnaba, porque lo cierto era que me formulaba una pregunta a la cual yo era incapaz de responder, a la que tampoco quería esforzarme por responder. Porque había que recorrer un largo trecho antes no encontrarse a mi hermano africano. Este camino tuve que andarlo sin darme cuenta, envejeciendo y reflexionando, y empezó por llevarme al borde de aquel campo vallado y cultivado que había en el Hebrón, y donde la leyenda supone que Yahvé modeló al primer hombre… y donde me esperaba Gaspar, rey de Meroe. El mito de Adán, autorretrato del Creador, siempre me ha preocupado, pues hace ya tiempo que pienso que contiene verdades importantes en las que nadie ha reparado aún. En presencia de Gaspar, me permití divagar en voz alta oponiendo esas dos palabras, imagen y semejanza -en las que hasta ahora todo el mundo ha visto una redundancia retórica-, como una palanca sobre un punto de apoyo para fracturar esa historia demasiado conocida, y arrancarle su secreto. Fue entonces cuando mi buen negro me hizo observar hasta qué punto el color de la tierra de Hebrón se parecía al de su propio rostro, de tal manera que todo llevaba a creer que Adán fue hermano de color de nuestros amigos africanos. En seguida probé esa nueva llave -un Adán negro- con los problemas de la imagen y del retrato, que son mis problemas de siempre. El resultado fue sorprendente, prometedor.

Porque es evidente que el negro posee más afinidades que el blanco con la imagen. Basta ver cómo lleva mejor que el blanco adornos, ropas de colores vivos, y sobre todo joyas, piedras y metales preciosos. El negro es más naturalmente ídolo que el blanco, ídolo, es decir, imagen.

Tuve ocasión de observar cómo se manifestaba esta vocación en los compañeros del rey Gaspar, que ofrecían una hermosa exhibición de gemas y de alhajas, y, mejor aún, de esas gemas y alhajas encarnadas que son los tatuajes y las escarificaciones. Hablé de eso con Gaspar, quien me sorprendió trasladando inmediatamente el asunto al dominio moral con una simple frase:

– Tengo en cuenta esas cosas cuando elijo a mis hombres -me dijo-. Jamás me ha traicionado alguien que lleva tatuajes.

¡Extraña metáfora que identifica el tatuaje y la fidelidad!

¿Qué es un tatuaje? Un amuleto permanente, una joya viva que nadie puede quitarnos porque es consustancial al cuerpo. Es el cuerpo convertido en joya, y compartiendo la inalterable juventud de la joya. Me enseñaron, en la parte interior de los muslos de una niña, finas cicatrices en forma de rombos superpuestos: son «herrajes» destinados a proteger su virginidad. El tatuaje monta guardia en el umbral de su sexo. El cuerpo tatuado es más puro y está mejor defendido que el cuerpo sin tatuar. En cuanto al alma del tatuado, participa del carácter indeleble del tatuaje, que traduce a su propio lenguaje para convertirlo en virtud de fidelidad. Si un tatuado no traiciona es porque su cuerpo se lo prohíbe. Pertenece indefectiblemente al espíritu de los signos, señales y señas. Su piel es logos. El escriba y el orador poseen un cuerpo blanco y virgen como una hoja inmaculada. Con la mano y con la boca proyectan signos -escritura y palabra- en el espacio y en el tiempo. Por el contrarío, el tatuado no habla ni escribe: él mismo es escritura y palabra. Y más aún si es negro. Esta disposición de los africanos para encarnar el signo en su propio cuerpo alcanza su paroxismo con las escarificaciones en relieve. He observado el cuerpo de ciertos compañeros de Gaspar: el signo inscrito en su carne ha conquistado la tercera dimensión. La pintura se ha convertido en bajorrelieve, en escultura. En su piel, particularmente espesa y granosa, practican incisiones profundas, impiden artificialmente que los labios de la herida se cierren, y provocan la formación de ampollas córneas que luego trabajan con fuego o cuchilla, con agujas y colorantes: ocre amarillo, alheña, laterita, zumo de sandía o cebada verde, blanco de kaolín. A veces incluso meten en la herida una bola o una lámina de arcilla empapada en aceite, que permanecerá allí definitivamente después de la cicatrización. Pero me parece más elegante la técnica que consiste en sacar tiras de piel, entrelazarlas y por fin insertar esa trenza en una escarificación central, en la que quedará injertada.

La afinidad adánica y paradisíaca de esas artes corporales es evidente. La carne no se rebaja a ser una simple herramienta -una herramienta para pintar o esculpir-, sino que se santifica en la obra en la que se convierte. Sí, no me sorprendería que el cuerpo pintado y esculpido de los compañeros de Gaspar se pareciera al de Adán en su inocencia original y en su relación íntima con el Verbo de Dios. Mientras que nuestros cuerpos lisos, blancos y necesitados corresponden a la carne castigada, humillada y desterrada lejos de Dios, que es la nuestra desde la caída del hombre…

Estuvimos tres días en Hebrón. Necesitamos tres más para llegar a las puertas de Jerusalén.

A padres avaros, hijo Mecenas. Debido a que mi abuelo Belsusar, y luego mi padre Balsarar, explotaron con un encarnizamiento codicioso los escasos recursos del pequeño principado de Nippur -astilla brillante, pero ligera, del reino de Babilonia cuya descomposición se precipitó con la muerte de Alejandro-, debido a que durante sesenta y cinco años de reinado evitaron toda ocasión de gastar -guerra, expediciones, grandes obras públicas-, yo Baltasar IV, su nieto e hijo, al subir al trono me encontré dueño de un tesoro que podía satisfacer las mayores ambiciones. Las mías no aspiraban ni a las conquistas ni al fasto. Sólo la pasión de la pura y sencilla belleza inflamaba mi juventud, de lo que pretendía extraer -lo quiero aún- el sentido de la justicia y el instinto político necesarios y suficientes para gobernar a un pueblo.

La avaricia de mis padres… No veo en ella la negación de mis aficiones artísticas, del mismo modo que éstas no deben reducirse a una forma de prodigalidad. En mí siempre ha habido un ferviente coleccionista. Ahora bien, el avaro y el coleccionista constituyen una pareja que no es en modo alguno antagónica, sino que, por el contrario, está llena de afinidades, y cuya eventual concurrencia se resuelve casi siempre sin grandes conflictos. A veces, de niño, acompañaba a mi abuelo a la cámara de seguridad que había hecho construir en el corazón de su palacio, para que allí durmieran, en medio de una calma sepulcral, los tesoros del reino. Un estrecho pasillo, cortado por escalerillas empinadas y angulosas, desembocaba en un bloque de granito grande como una casa, que sólo podía moverse gracias a un sistema de cadenas y de cabrestantes situado en una estancia alejada. Era una pequeña expedición que preparaba el acceso al sanctasanctórum. Una estrecha aspillera dejaba pasar un rayo de sol que hendía la penumbra como una espada de luz. Belsusar, curvando su delgado espinazo, cuando se trataba de mover los cofres demostraba un vigor sorprendente a su edad.

Yo le veía inclinarse sobre montones de turquesas, de amatistas, de hidrófanas y de calcedonias, o hacer rodar en la palma de su mano diamantes en bruto, cuando no levantaba hacia la luz rubíes para apreciar sus aguas, o perlas para exaltar su oriente. Necesité años de reflexión para comprender que el impulso que entonces me acercaba a él se fundaba en un equívoco, pues si la hermosura de aquellas gemas y de aquellos nácares me llenaba de entusiasmo, él no veía en todo aquello más de cierta cantidad de riqueza, símbolo abstracto, y en consecuencia polivalente, que podía materializarse en una tierra, un navío o una docena de esclavos. En resumen, mientras yo me sumía en la contemplación de un objeto precioso, mi abuelo lo tomaba como punto de arranque de un proceso ascendente de sublimación que terminaba en una pura cifra.

Mi padre terminó con la ambigüedad, que puede hacer que un enamorado del arte se confunda con el avaro que se inclina sobre un cofre de pedrería, deshaciéndose, apenas subió al trono, del tesoro de la cámara de seguridad. Al principio sólo conservó monedas de oro acuñadas con efigies, procedentes de la cuenca mediterránea, del continente africano o de los confines asiáticos. Alimenté una última ilusión al enamorarme de esas monedas que halagaban mi afición por el arte del retrato, y en general la representación de un vivo o un muerto. Por el hecho de estar grabado en oro o plata, el rostro de un soberano desaparecido o contemporáneo revestía a mis ojos una dimensión divina. Pero la ilusión se desvaneció cuando esas monedas desaparecieron para ser sustituidas por abacos y por los juegos de escritura de los banqueros caldeos, con los que el rey y su ministro de Finanzas se entrevistaban regularmente. Por una irritante paradoja, la creciente avaricia y la exorbitante riqueza que ésta produce, tienen algo que ver con el desprendimiento progresivo que permite la ascesis del místico poseído por Dios. En el avaro, como en el místico, las apariencias de la pobreza disimulan una riquezas inmensa e invisible, pero, desde luego, de naturaleza muy distinta en ambos casos.

Mi ardiente vocación se situaba en el extremo opuesto de esa pobreza y de esa riqueza. A mí me gustan los tapices, las pinturas, los dibujos, las estatuas. Me gusta todo lo que embellece y ennoblece nuestra existencia, y en primer lugar la representación de la vida que nos invita a levantarnos por encima de nosotros mismos. No me gustan demasiado los motivos geométricos de las alfombras de Esmirna o de las lozas babilónicas, y la misma arquitectura me abruma con las lecciones de grandeza y de orgullosa eternidad que siempre parece estar queriendo dispensarnos. Yo necesito seres de carne y hueso, exaltados por la mano del artista.

Por otra parte, no tardé en descubrir un aspecto de mi vocación de esteta -el viaje- que aún me distinguía más de mis padres, condenados a la vida sedentaria por su tacañería. Pero, desde luego, no fue ni una guerra de Troya ni una conquista de Asia lo que me hizo salir de mi palacio natal. Me río al escribir estas líneas, hasta tal punto se empapan, sin yo quererlo, de ironía provocadora. Sí, lo confieso, no fue con la espada en la mano, sino empuñando un cazamariposas como me eché a recorrer los caminos del mundo. El palacio de Nippur no se caracteriza, ay, por sus rosales y sus vergeles. No es más que luz, cayendo en oleadas deslumbrantes, sobre blancas terrazas; en resumidas cuentas, las bodas triunfales de la piedra y del sol. Por ello no dejaba de ser delicioso descubrir en algunos amaneceres, en la balaustrada de mis aposentos, una bella mariposa irisada que se enjugaba con grandes estremecimientos el rocío nocturno. Luego la veía emprender el vuelo, navegar en la indecisión y alejarse -siempre hacia el oeste- con el aire fantástico y anguloso de un ser que tiene las alas demasiado grandes para volar bien.

Pero si esa frágil visita se renovaba de tarde en tarde, el visitante cambiaba cada vez de librea. A veces amarilla, sombreada de terciopelo negro, o de un rojo llameante con un ocelo de color malva, o sencillamente, blanca del todo, como la nieve; en una ocasión la vi ataraceada de gris y de azul, como un trabajo de concha.

Yo aún era un niño, y esas mariposas que alguien mandaba hacia mí como mensajeras de otro mundo, encarnaban a mis ojos la belleza pura, a la vez inasible y sin ningún valor comercial, exactamente todo lo contrario de lo que me enseñaban en Nippur, Llamé al intendente encargado de mis necesidades materiales, y le ordené que me mandara construir el instrumento que necesitaba, es decir, un bastón de junco rematado por un aro de metal, coronado a su vez por un gorro de tela ligera como una red de gruesa malla. Después de varios intentos -casi siempre los materiales empleados para estos tres elementos eran demasiado pesados y sin la afinidad que debían tener con la codiciada presa- me vi en posesión de un cazamariposas bastante utilizable. Sin esperar la solicitación de una visita matinal, me lancé hacia el horizonte -el de levante-, de donde me venían siempre mis pequeñas viajeras.

Era la primera vez que me escapaba solo más allá de los límites del dominio real. Para mi sorpresa, no encontré ningún centinela en el camino de mi escapada, que así parecía estar favorecida por una conspiración general: un viento exquisitamente suave, la pendiente de la meseta sombreada de tamariscos, y, desde luego, aquí y allá una mancha que revoloteaba de flor en flor como para desafiarme o recordarme mis deberes de cazador de mariposas. A medida que bajaba hasta el valle de un afluente del Tigris, veía enriquecerse la vegetación. Salí al final del invierno que alegraban unos escasos crocos, y me parecía estar avanzando hacia la primavera, a través de campos de narcisos, de jacintos y de junquillos. Y, cosa rara, no sólo las mariposas parecían cada vez más abundantes, sino que sus vuelos también parecían salir del mismo lugar, evidentemente la meta de mi expedición.

Pero fue una nube de insectos lo que me indicó, ya a considerable distancia, dónde estaba la alquería de Maalek. Alrededor de un pozo -que sin duda había determinado la elección del asentamiento- un gran cubo blanqueado sólo ofrecía una puerta baja como única abertura, y se prolongaba por medio de dos construcciones vastas y ligeras, con tejados de palma en ángulo recto. De uno de esos tejados salía como un humo azul, un chai aéreo que se alargaba en todas direcciones, y cuya evolución activa, dinámica, casi voluntaria, no era la pasiva de una nube, sino la ascensión de una masa de insectos alados. Antes de llegar al patio de la alquería, recogí sobre la hierba unas cuantas mariposíllas idénticamente grises y translúcidas, sin duda los individuos más perezosos de aquel pueblo emigrante.

Un perro se acercó a mí ladrando y haciendo huir a unas cuantas gallinas. Tal vez el extraño instrumento que llevaba en la mano provocaba su cólera, porque para que me dejase en paz tuvo que intervenir el dueño de aquel lugar. Salió de una de las grandes chozas de palmas, impresionante por su altura, su delgadez -envuelto en una amplia túnica amarillas con largas mangas-, la cara ascética y lisa. Me alargó la mano, y yo creí que quería saludarme, pero en seguida me di cuenta de que sólo quería que le diera mi caza mariposas, objeto que tal vez consideraba incongruente en aquellos parajes, como ya había hecho el perro.

No me pareció oportuno ocultarle mi identidad, y, gozando anticipadamente de la sorpresa un poco escandalizada que aquella presentación podía suscitar, le dije sin más preámbulo:

– Esta mañana he salido del palacio de Nippur. Soy el príncipe Baltasar, hijo de Balsarar, nieto de Belsusar.

Me respondió, no sin malicia, señalando con un ademán las mariposas cuya nube había dejado de brotar del tejado y se deshilachaba por encima de las copas de los árboles.

– Son callícoras azuladas. Cristalizan en racimos, y echan a volar juntas, obedeciendo a una misteriosa correspondencia gregaria. Ayer nada anunciaba aún que la eclosión colectiva fuese inminente. Sin embargo, ante una oscura señal, cada individuo ya había empezado a roer la parte superior de su capullo.

No obstante, no olvidó los ritos tradicionales de la hospitalidad. Sacó agua del pozo, llenó un cubilete y me lo ofreció. Bebí con gratitud, consciente de mi sed a medida que la saciaba. Sí, aquel largo recorrido me había dejado sediento, y después de beber sentí que las piernas me temblaban de cansancio. Comprendí que él se había dado cuenta, pero que prefería no darse por enterado. Aquel joven príncipe un poco loco, que salía de su capital con aquel artilugio ridículo en la mano, merecía un tratamiento enérgico.

– Ven -me ordenó-. Has venido para verlas. Te esperan.

Y me hizo entrar en la primera choza de palmas, sin darme tiempo para preguntarle qué me esperaba allí.

En efecto, allí estaban «ellas», a millares, a cientos de miliares, y el ruido que hacían al comer llenaba el aire con una crepitación ensordecedora. Había una especie de tinas llenas de hojas, hojas de higuera, de morera, de vid, de eucalipto, de hinojo, de zanahoria, de esparraguera, y de otras que no supe identificar. Cada tina tenía su variedad de follaje, y cada clase de hojas su variedad de orugas, orugas lisas o pilosas -minúsculos osos pardos, rojizos o negros-, blandas o con caparazón, sobrecargadas de adornos barrocos -espinas, crestas, cepillos, tubérculos, carúnculas u ocelos-. Pero todas estaban compuestas por doce anillos articulados que terminaban en una cabeza redonda con una formidable mandíbula, y las más inquietantes eran aquellas que por su forma y su color se confundían exactamente con la planta sobre la que vivían, de tal forma que a simple vista parecía que las hojas, dominadas por una locura caníbal, se devoraban a sí mismas.

Maalek me observaba mientras yo, con los ojos muy abiertos por la curiosidad y el estupor, me iba inclinando sobre una y otra tina para contemplar tan asombroso espectáculo.

– ¡Qué bien! -decía, hablando para sí mismo-. Miro cómo miras, te veo ver, y elevando así mi mirada al segundo grado, confiero a esas cosas esenciales una evidencia y un frescor nuevos. Debería recibir aquí más a menudo a jóvenes visitantes. Pero aún no has descubierto más que la mitad del espectáculo. Ven, crucemos ahora esta puerta, vamos más lejos.

Y me arrastró hasta la segunda choza.

Después de la vida febril y devoradora, aquél era un espectáculo de muerte, o, mejor dicho, de sueño, pero de un sueño que imitaba la muerte con un refinamiento espantoso. Sólo se veía un bosque de ramitas y ramas secas, un verdadero bosquecillo artificial plantando en tinas de arena. Y todo aquel boscaje estaba lleno de capullos, frutos extraños, incomestibles, envueltos en una funda sedosa, de color amarillo claro, hinchada por una turgencia interior no poco sospechosa.

– No creas que duermen -me dijo Maalek, adivinando mis pensamientos-. Las crisálidas no invernan. Por el contrario, se dedican a un trabajo formidable cuya grandeza muy pocos hombres pueden imaginar. Escucha bien eso, principito: las orugas que has visto eran cuerpos vivos compuestos de órganos, como tú y como yo. Estómago, ojo, cerebro, etcétera, a la oruga no le falta de nada. ¡Y ahora mira!

Despegó un capullo de una ramita, lo sujetó entre el pulgar y el índice, y lo cortó con una cuchilla. La larva destripada se reducía a una sustancia blanca, parecida a la pulpa de un aguacate.

– Ya ves, no hay nada, una pasta harinosa. Todos los órganos de la oruga se han fundido. ¡Ha desaparecido la oruga, con toda su panoplia fisiológica completísima! ¡Simplificada a no poder más, licuefacta! No se necesita menos para convertirse en mariposa. Hace muchos años que, mientras observo todas esas minúsculas momias, medito sobre esa simplificación absoluta que es el preludio una maravillosa metamorfosis. Busco equivalentes. La emoción, por ejemplo. Sí, la emoción, o sí lo prefieres, el miedo.

Se sentó en un escabel para hablarme con más comodidad y desde más cerca.

– El miedo… Una hermosa mañana de Abril te paseas por el parque del castillo. Todo invita a la paz y a la felicidad. Te entregas, te abandonas a los olores, a los ramajes, al viento tibio. Y de pronto surge un animal feroz que va a arrojarse sobre ti. Hay que hacerle frente, prepararse para el combate, un combate para salvar la vida. Una gran emoción se adueña de ti. Durante unos segundos te parece que tus pensamientos se baten en retirada, no tienes fuerza para pedir socorro, los brazos y las piernas ya no obedecen tu voluntad. Eso es lo que se llama el miedo. Yo lo llamaría la simplificación. La situación exige de ti una metamorfosis radical. El paseante despreocupado ha de convertirse en un combatiente. Lo cual no se puede hacer sin una fase de transición que te licúe como hace la ninfa dentro del capullo. De esa licuefacción ha de salir un hombre dispuesto para la lucha. ¡Confiemos en que sea a tiempo!

Se levantó y dio unos pasos en silencio.

– Evidentemente, esta teoría de la fase de simplificación transitoria se ilustra mucho mejor a escala de las naciones. Un país que cambia de régimen político -o sencillamente de soberano- suele conocer un período de turbulencias en el que todos los órganos de la administración, de la justicia y del ejército parecen disolverse en la anarquía. Todo eso es necesario para que la nueva autoridad pueda ocupar su lugar,

»En cuanto a la metamorfosis que convierte a la oruga en mariposa, evidentemente es ejemplar. A menudo he estado tentado de ver en la mariposa una flor animal que -respondiendo al mimetismo que confunde al insecto con la hoja- brota de una planta llamada oruga. Metamorfosis ejemplar porque es un éxito clamoroso. ¿Puede imaginarse una transfiguración más sublime que la que empieza con la oruga gris y reptante, y concluye en la mariposa? Pero ese ejemplo no siempre se sigue, ni mucho menos. He citado las revoluciones populares. Pero, ¿cuántas veces un tirano es depuesto y ocupa su lugar un tirano más sanguinario aún? ¡Y los niños! ¿Acaso la pubertad, que hace de ellos hombres, es la metamorfosis de una mariposa en oruga?

Luego me hizo entrar en un pequeño gabinete donde reinaba un intenso olor balsámico. Allí era, me explicó, donde las mariposas que quería conservar eran sacrificadas y ensartadas, con las alas abiertas, para toda la eternidad. Apenas salían del capullo -todavía muy húmedas, arrugadas y temblorosas-, las introducía en una jaula con cristales herméticamente cerrada. Observaba su despertar a la vida y su expansión a la luz del sol, e incluso antes de que intentaran levantar el vuelo, las asfixiaba metiendo en la jaula el extremo encendido de un bastoncillo untado de mirra. Maalek apreciaba mucho esta resina que exuda un arbusto oriental, 3 y que los antiguos egipcios utilizaban para embalsamar a sus muertos. Veía en ella la sustancia simbólica que permitía que la carne putrescible accediera a la perennidad del mármol, el cuerpo perecedero a la eternidad de la estatua… y sus frágiles mariposas a la densidad de las joyas. Me regaló un bloque que siempre he conservado, y que sopeso en mi mano izquierda mientras escribo estas líneas: observo esta masa rojiza, un poco aceitosa, surcada por estrías blancas, y que dejará en mi mano un tenaz olor de templo oscuro y de flor marchita.

Después me hizo entrar donde él vivía. De aquel lugar sólo recuerdo los millares de mariposas que cubrían las paredes, protegidas en cajas planas de cristal. Me las nombró todas en una letanía fantástica en la que aparecían esfinges, pavos reales, noctuelas, sátiros, y aún me parece estar viendo la Gran Nacarada, la Atalanta, la Quelonia, la Urania, la Heliconia, la Nunfale. Pero más que ninguna otra variedad me entusiasmó la de los Caballeros Abanderados, más que por sus «sables», especie de prolongaciones finas y curvadas de las alas inferiores, por un escudo visible en el peto que reproduce un dibujo a menudo geométrico, aunque a veces sea claramente figurativo, una calavera o la cabeza de un ser vivo, un retrato, mi retrato, me aseguró Maalek, al regalarme, embutido en un bloque de berilo rosa, un Caballero Abanderado Baltasar, como lo bautizó solemnemente.

Al día siguiente emprendí el viaje de regreso a Nippur, después de cambiar mi caza mariposas por el Abanderado Baltasar, que apretaba bajo mi manto junto con mi bloque de mirra, dos objetos que ahora, ya con una larga perspectiva de años, me parecen como los primeros jalones de mi destino. Porque aquel Caballero Baltasar -negro y formando aguas, con una trencilla de color malva- que llevaba esculpida y tatuada en su córneo peto una cabeza humana indiscutible, y, más discutiblemente, la mía, por eso mismo debía convertirse en la primera víctima, antes de otras muchas, del odio fanático de los sacerdotes de Nippur. En efecto, una vez de nuevo en el palacio, mostré a todo el mundo mi adquisición con una juvenil imprudencia, sin ver -o querer ver-que ciertas caras se ponían hoscas y hostiles, cuando yo explicaba que era mi retrato lo que exhibía en su cuerpo aquel hermoso caballero de terciopelo negro. La prohibición de toda imagen en general, y de retratos en particular, sigue siendo un artículo de fe entre los pueblos semitas, obsesionados por el horror -¿o habría que decir la tentación?- de la idolatría. Al tratarse de un miembro de la familia reinante, un busto, un retrato, una efigie, suscita además la sospecha de un intento de autodivinización según el modelo romano, lo cual, a los ojos de nuestro clero, equivale a la abominación de la desolación.

Algún tiempo después me ausente durante tres días para una expedición de caza. A mi vuelta encontré mi bloque de berilo y su precioso contenido pulverizados sobre las baldosas de mi terraza, sin duda aplastados por una piedra, o, más probablemente, por efecto de un mazazo. No conseguí sacar nada de los criados, que inevitablemente habían tenido que ser testigos de esa «ejecución». Acababa de chocar con los límites del poder real. Era la primera vez, y no sería la última.

Por otra parte, el enemigo no carecía de nombre ni de rostro. El gran sacerdote, un afable anciano de quien sospecho que era secretamente escéptico, por su iniciativa no se hubiera ensañado con mi colecciones. Pero a su lado había un joven levita, el vicario Cheddad, imbuido de tradición, puro entre los puros, ardiente defensor del dogma iconófobo. Primero por debilidad y timidez, más tarde por cálculo, siempre quise evitar chocar frontalmente con él, pero en seguida comprendí que era el enemigo irreductible de lo que para mí era lo más valioso del mundo, la verdad es que mi verdadera razón de ser, el dibujo, la pintura y la escultura, y, lo que quizá sea aún más grave, nunca le perdoné la destrucción de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar que llevaba hasta el cielo mi propio retrato grabado en su coselete. ¡Ay del que hiere a un niño en lo que más quiere! ¡Que no espere que su crimen sea juzgado como infantil por el hecho de que su víctima es un niño!

De acuerdo con una antiquísima tradición familiar que sin duda se remonta a la edad de oro helenística, mi padre me envió a Grecia. Aun antes de llegar, yo estaba tan deslumbrado por Atenas, la meta de mi viaje, que me quedé como ciego durante las etapas que se sucedieron a través de la Caldea, la Mesopotamia, la Fenicia, y en las escalas que hicimos en Atalia y en Rodas, antes de desembarcar en el Pirco. De las maravillas y las novedades que se ofrecieron a mi vista -tras la primera vez que cruzaba el mar- apenas queda nada en mi memoria, hasta tal punto es cierto que la juventud se caracteriza más por el ardor de sus pasiones que por la apertura de su mente.

¡Pero qué importa! Al pisar tierra griega, poco faltó para que me arrodillase y la besara. Fui completamente ciego a la ruina de esa nación caída de su opulencia a la servidumbre y a los desgarramientos. Los templos devastados, los pedestales sin estatuas, los campos baldíos, ciudades como Tebas y Argos que volvían a ser aldeas miserables, nada de todo eso existió para mis maravillados ojos. El hecho es que toda la vida, que se había retirado de las poblaciones y de los campos, había refluido en las dos únicas ciudades de Atenas y Corinto. Para mí, la muchedumbre sagrada de las estatuas de la Acrópolis hubiera bastado para poblar aquel país. Los Propileos, el Partenón, el Erecteion, los Erréforos, tanta gracia unida a tanta grandeza, tanta vida sensual unida a tanta nobleza, me sumieron en una especie de estupor feliz, del que aún no he salido. Descubrí lo que esperaba ver desde siempre, y mi espera quedó magníficamente colmada.

Sí, he seguido siendo apasionadamente fiel a la gran revelación helénica de mi adolescencia. Después, claro está, he madurado, y mi visión ha madurado al mismo tiempo que yo. A medida que pasaban los años, consideraba con cierta perspectiva el mundo encantado de mármol y de pórfido que adora desde el alba al crepúsculo el astro apolíneo. La conclusión que se impuso dolorosamente en mí en este primer viaje fue la de que pertenecía por el alma y el corazón a esa Grecia amada, y que sólo un horrible equívoco del desuno me había hecho nacer en otro lugar. Poco a poco fui consciente y tomé posesión de lo que llamaré el privilegio de la lejanía. El mismo desgarramiento de mi destierro hacía que esta tierra helénica permaneciese bajo una luz que sus habitantes debían ignorar, y que me instruía aunque sin consolarme. Así descubrí, desde mi lejana Caldea, la estrecha solidaridad que une el arte plástico y el politeísmo. Los dioses, las diosas y los héroes proliferan en Grecia hasta el punto de invadirlo todo y de no dejar ningún lugar notable a la modesta realidad humana. Para el artista griego, la alternativa profano-sagrado se resuelve sencillamente ignorando lo profano. Sí el monoteísmo lleva consigo el miedo y el odio a las imágenes, el politeísmo -que preside una edad de oro de la pintura y de la escultura- asegura el dominio de los dioses sobre todas las artes.

Por supuesto, seguí venerando la lejana Grecia desde mi palacio de Nippur, pero reconocí los límites de su arte sublime. Porque no es ni bueno ni justo ni verdadero encerrar el arte en un olimpo del que se excluye al hombre concreto. La experiencia más cotidiana y la más ardiente es para mí el descubrimiento de una belleza fulgurante en la silueta de una humilde criada, el rostro de un mendigo o el ademán de un niño. Esta belleza oculta en lo cotidiano el arte griego no quiere verla, sólo conoce a Zeus, a Febo o a Diana. Entonces me dirigí a la Biblia de los judíos, carta por excelencia de un monoteísmo obstinadamente exclusivo. En ella leí que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, haciendo así no sólo el primer retrato, sino incluso el primer autorretrato de la historia del mundo. Leí que luego Él le ordenó crecer y multiplicarse, con el fin de llenar toda la tierra con su progenie. Así, después de haber creado su propia efigie, Dios expresa la voluntad de que se multiplique hasta el infinito para extenderse por el mundo entero.

Esta doble decisión ha servido de modelo a la mayoría de los soberanos y de los tiranos que han conseguido que su efigie se multiplicara en las tierras que les pertenecen haciéndola grabar en monedas, destinadas no sólo a reproducirse en gran número, sino además a circular incesantemente de cofre en cofre, de bolsillo en bolsillo, de mano en mano.

Más tarde se produjo algo incomprensible, una ruptura, una catástrofe, y la Biblia, que empezaba hablando de un Dios retratista y autorretratista, de pronto no deja de perseguir con su maldición a los hacedores de imágenes. Esta maldición, que ha resonado en todo el Oriente, había causado mi desgracia, y yo me preguntaba: ¿Por qué, por qué, qué ha pasado, nunca va a abrogarse esta ley?

Mi historia debía adoptar un nuevo curso cuando llegó para mí la hora de tomar esposa. Desde luego, la educación erótica y sentimental de un príncipe heredero está condenada a ser siempre incompleta y como irrisoria. ¿Por qué? Por exceso de facilidad. Mientras que un joven pobre, o sencillamente plebeyo, ha de luchar para satisfacer su carne y su corazón -luchar contra sí mismo, contra la sociedad y a menudo contra el mismo objeto de su amor-, y así se fortalece y alimenta su deseo en esta lucha, un príncipe no tiene más que hacer una señal con la mano, o un simple parpadeo, para encontrar en su cama tal o cual cuerpo entrevisto, aunque sea el de la propia mujer de su gran visir. Facilidad que desazona y enerva, que le frustra de la áspera alegría de la caza, o del sutil placer de la seducción.

Cierto día mi padre me preguntó a su modo -que era tanto más ligero, juguetón e indirecto por el hecho de tratarse de un asunto que le afectaba muy de cerca-, si yo pensaba que algún día tendría que sucederle, y que entonces convendría que tuviese una mujer digna de convertirse en la reina de Nippur. Yo no tenía ninguna ambición política, y por las razones que acabo de exponer, mi sexo no tenía aspiraciones tales que me quitaran el sueño. La pregunta de mi padre, a la que no supe qué responder, la verdad es que no dejó de preocuparme, y tal vez me preparaba oscuramente para sufrir.

Caravanas procedentes de los confines del Tigris volcaban en los mercados de Nippur sus tesoros de espartería, de rubíes, de colgaduras, de brazaletes nielados, de sedas crudas, de pieles sin curtir y de candeleros de orfebrería. Apenas se abría el mercado, yo no podía dejar de frecuentar los tenderetes y las trastiendas donde se amontonaban todas aquellas vistosas mercancías que olían a Oriente y a los grandes espacios desérticos. Yo era entonces un viajero sedentario para el cual los objetos exóticos eran como camellos, naves, alfombras voladoras para huir muy lejos, huir al otro lado del horizonte. Así fue como encontré aquel día un espejo -sería mejor decir un antiguo espejo- cuya placa de metal pulimentado se había sustituido o recubierto por un retrato pintado con tierras de colores. Se trataba de una joven muy pálida, de ojos azules, con abundante cabellera negra que caía en oleadas sin domar sobre la frente y los hombros. Su aire grave contrastaba con la extrema juventud de sus rasgos, y les daba una expresión de enojada melancolía. ¿Acaso porque tenía aquel retrato ante mí, cogido por el mango del espejo? Me agradó descubrir un cierto aire de familia entre aquella muchacha y yo mismo. Debíamos de tener aproximadamente la misma edad; ella era como yo morena y de ojos azules; a juzgar por el origen de las caravanas, había atravesado las heladas mesetas de Asiría para ir en mi busca. Adquirí el objeto y eché a volar en alas de mi imaginación. ¿Dónde estaba ahora aquella muchacha? ¿Venía de Nínive, de Ecbatana, de Ragúes? ¿Podía estar tan lejos en el tiempo como en el espacio? Tal vez aquel retrato se había pintado uno o dos siglos atrás, y en este caso su atractivo modelo había vuelto ya al polvo de sus antepasados. Esta suposición no sólo no me abrumó, sino que me hizo sentir aún más interés por el retrato, que adquiría así un valor más grande, un valor como absoluto, puesto que había perdido su punto de referencia. ¡Extraña reacción que hubiese tenido que hacerme ver cuáles eran mis verdaderos sentimientos!

A veces mi padre me hacía breves visitas en mis aposentos. Preocupado sin duda por la pregunta que me había formulado, se dirigía directamente al retrato-espejo. Sus preguntas, como era natural, me recordaron su consejo de tener que buscar una prometida.

– Ésta es la mujer a la que amo, la que quiero que sea la futura reina de Nippur -respondí.

Pero en seguida no tuve más remedio que confesarle que no tenía la menor idea acerca de su nombre, de sus orígenes y ni siquiera de su edad. El rey se encogió de hombros ante una actitud tan pueril, y se dirigió hacia la puerta. Pero cambió de parecer y volvió hacia mí.

– ¿Quieres dejármelo tres días? -me preguntó.

Aunque la idea de separarme del retrato-espejo me repugnara, tenía que dejar que se lo llevase. Pero en aquel momento, por la punzada que sentí en el corazón, comprendí hasta qué punto estaba apegado a él.

Bajo la apariencia frívola que se complacía en tener, mi padre era un hombre exacto y escrupuloso. Tres días después volvía a comparecer ante mí con el espejo en la mano. Lo dejó sobre la mesa diciendo solamente:

– Ahí tienes. Se llama Malvina. Vive en la corte del sátrapa de Hircania, con quien está lejamente emparentada. Tiene dieciocho años. ¿Quieres que pida su mano para ti?

La inmensa alegría que manifesté al recobrar aquel espejo engañó a mi padre. En seguida pensó que era algo decidido. No había regateado esfuerzos para identificar a la muchacha del retrato, y había enviado a una multitud de emisarios para hacer averiguaciones entre los caravaneros que venían del norte y del noreste. Envió inmediatamente una brillante delegación a Samarra, la residencia de verano del sátrapa de Hircania. Tres meses después, Malvina y yo estábamos frente a frente, con la cara velada, según el rito nupcial de Nippur, y estábamos casados antes de haber podido vernos u oír el sonido de nuestra voz.

No creo que nadie se asombre si escribo que esperaba con ardiente curiosidad el momento en que Malvina iba a descubrir su rostro, a fin de apreciar su parecido con el retrato. Parece natural, ¿no es cierto? ¡Pero pensándolo bien, no puede negarse que ésta es una increíble paradoja! Porque un retrato no es más que una cosa inerte, fabricada por la mano del hombre, hecha a imagen de un rostro vivo y originario. Es el retrato lo que ha de parecerse a la cara, y no la cara al retrato. Pero para mí el retrato era el origen de todo. De no ser porque mi padre y los que me rodeaban me empujaron en aquella dirección, nunca hubiera pensado en una Malvina traída de los confines del mar Hircano. 4 La imagen me bastaba. Lo que amaba era esta imagen, y la muchacha real sólo secundariamente podía interesarme, en la medida en que viese en sus facciones un reflejo de la obra que tanto amaba. ¿Existe una palabra para designar la extraña perversión que yo sufría? He oído llamar zoófila a una rica heredera que vivía sola con una jauría de lebreles, a los cuales, según decían, entregaba su cuerpo. ¿Habría que inventar la palabra iconófilo sólo para designarme a mí?

La vida está hecha de concesiones y de acomodos. Malvina y yo nos acomodamos a una situación que, a pesar de fundarse en un equívoco, no por ello era insostenible. El retrato-espejo estaba siempre en la pared de nuestra alcoba. En cierto modo velaba por nuestras expansiones conyugales, y nadie podía sospechar -ni siquiera Malvina- que mi ardor amoroso se dirigía a él por persona interpuesta. No obstante, el paso de los años abrió un abismo entre el retrato y su modelo. Malvina se hizo mujer. Lo que aún había de infantil en su cara y en su cuerpo cuando nos casamos fue borrándose para dejar lugar a la majestuosa belleza de una matrona destinada a ser reina. Procreamos. Cada vez que daba a luz, mi mujer se alejaba un poco más de la imagen risueña y melancólica que seguía haciendo palpitar mi corazón.

Mi hija primogénita debía de tener siete años cuando sucedió algo en lo que nadie reparó, y que sin embargo dio un vuelco a mí vida. Miranda, confiada a los cuidados de una nodriza, raras veces entraba en la alcoba de sus padres. Por eso, cuando la llamábamos, contemplaba aquel aposento con los ojos muy abiertos por el asombro y la curiosidad. Aquel día la niña se acercó al lecho conyugal, y levantando la cabeza señaló con el dedo el retrato-espejo que velaba por él.

– ¿Quién es? -preguntó.

Y en el mismo momento en que pronunciaba estas sencillas palabras, reconocí en su cándido rostro, palidísimo, iluminado por dos ojos azules, adelgazado por la cascada de sus rizos negros, reconocí, digo, la expresión de melancolía enojada de la cara pintada que estaba señalando, como si el espejo, recobrando súbitamente su virtud especular, reflejase la imagen de la niña. Una exquisita y profunda emoción hizo asomar lágrimas a mis ojos. Descolgué el retrato, atraje a la niña hasta ponerla entre mis rodillas, y acerqué el retrato a su carita.

– Míralo bien -dije-. ¿Preguntas quién es? Míralo bien, es alguien a quien conoces.

Guardó un obstinado silencio, un silencio cruel e insultante para su madre, a la que decididamente se negaba a reconocer en aquel retrato juvenil.

– Pues bien, eres tú, eres tú dentro de poco, cuando seas mayor. O sea que vas a llevártelo. Te lo doy. Lo pondrás encima de tu cama, y cada mañana lo mirarás y dirás: «¡Buenos días, Miranda!». Y verás cómo día a día te irás pareciendo más a esta imagen.

Puse el retrato ante sus ojos, y, dócilmente, con una gravedad pueril, dijo: «¡Buenos días, Miranda!». Luego se lo puso bajo el brazo y se fue corriendo.

Al día siguiente comuniqué a Malvina que a partir de entonces tendríamos alcobas separadas. La muerte de mi padre y nuestra coronación eclipsaron poco después aquel mediocre epílogo de nuestra vida conyugal.


Como para leer en él el porvenir, palpo y contemplo el bloque de mirra que Maalek me regaló hace ya mucho tiempo, igual que una sustancia que tuviese la virtud de eternizar lo temporal, quiero decir, de hacer pasar los hombres y las mariposas del estado putrefacto al estado indestructible. La verdad es que toda mi vida se mueve entre estos dos términos: el tiempo y la eternidad. Pues es la eternidad lo que encontré en Grecia, encarnada en una tribu divina, inmóvil y llena de gracia, bajo el sol, que es también estatua del dios Apolo. Mí matrimonio volvió a sumergirme en el espesor de la duración, donde todo es envejecimiento y mudanza. Vi cómo la coincidencia de la joven Malvina con el delicioso retrato que yo tanto amaba se iba deshaciendo de año en año, a sucesivos «golpes de vejez» que acusaba la princesa hircana. Ahora sé que ya sólo volveré a tener la luz y el reposo el día en que vea fundirse en la misma imagen la efímera y conmovedora verdad humana y la divina grandeza de la eternidad. ¿Pero alguien ha soñado alguna vez una alianza más improbable?

Los asuntos del reino me retuvieron en Nippur varios años. Luego, después de solucionar las principales dificultades interiores y exteriores que heredé de mi padre, y sobre todo después de comprender que la primera virtud de un soberano es saber rodearse de hombres capaces y probos, y depositar en ellos su confianza, pude dedicarme a una serie de expediciones cuyo objeto real y confesado era conocer -y si era posible obtener- riquezas artísticas de los países vecinos. Cuando digo que un soberano ha de saber poner su confianza en los ministros que él mismo ha elegido, es forzoso añadir que no hay que tentar al diablo, y que hay precauciones indispensables para prevenir lo peor. Por lo que a mí respecta, he enaltecido mucho el uso antiguo de los pajes, esos donceles de origen noble que su padre envía a la corte del rey para servirle y adquirir conocimientos y amistades que puedan serles útiles en el futuro. Cuando me iba, nunca dejaba a un hombre en un lugar estratégico si no me había confiado al menos uno de sus hijos para acompañarme en mi expedición. Disponía así de una escolta brillante y juvenil que alegraba el viaje, que se instruía conociendo cosas y personas extranjeras, y que constituía respecto a los ministros que se habían quedado en Nippur un conjunto de rehenes que les ponían a salvo de cualquier tentación de golpe de Estado. La institución se consolidó y adquirió una especie de autonomía. Obedeciendo a una inclinación frecuente entre los jóvenes, mis pajes -con los que mezclaba con toda naturalidad a mis propios hijos- se organizaron en una sociedad secreta cuyo emblema era una flor de narciso. Por lo que a mí respecta, me gusta esta confesión cándidamente provocadora del amor que de un modo espontáneo la juventud siente por sí misma. Experiencias comunes, cierto apartamiento de la sociedad de Nippur, debido a nuestros frecuentes viajes, una pizca de desdén por los sedentarios de la capital, instalados en sus costumbres y sus prejuicios, contribuyeron a hacer de mis Narcisos un núcleo político revolucionario del que espero lo mejor el día en que yo me retire del poder con los hombres de mi generación.

Desde luego, uno de mis primeros viajes fue para visitar Grecia y sus confines. Deseaba que mis jóvenes compañeros tuviesen un deslumbramiento comparable al mío veinte años atrás, y con un sentimiento de alegre fervor nos embarcamos en Sidón en un velero fenicio. ¿Se debió a que los años habían cambiado mi mirada o a la presencia de los pajes que tenía a mi alrededor? Ya no volví a ver la Grecia de mi adolescencia, pero en cambio descubrí otra. Los Narcisos, emprendedores y ávidos de relaciones humanas, muy pronto se hicieron adoptar por la sociedad, por otra parte abierta y de un acceso fácil, de la juventud ateniense. Con una rapidez que me sorprendió, hablaron su lengua, copiaron su indumentaria, invadieron sus baños, sus gimnasios, sus teatros. Hasta el punto de que a veces me costaba distinguir a los míos entre los efebos a los que veía aglomerarse en las estufas y las palestras. Me sentía orgulloso de que hiciesen tan buen papel, y me felicitaba por anticipado por toda la renovación que iban a aportar a la sedentaria burguesía de Nippur. Incluso cierta forma de amor -que Grecia ha convertido en una especialidad, no por su práctica, que es universal, sino por su tranquila manifestación pública- era algo de lo que yo me alegraba al ver que lo adoptaban plenamente, ya que proporciona una diversión ligera, gratuita e inofensiva respecto a la pesada y coercitiva heterosexualidad conyugal.

Pero no sólo había gimnastas, actores, maestros de armas o masajistas en esa ciudad cuyo genio había deslumbrado al mundo. Yo mismo pasé allí exquisitas veladas bajo los pórticos coronado de follaje, bebiendo vino blanco de Tasos, y conversando con hombres y mujeres infinitamente cultos y escépticos, curiosos de todo, sutiles, amenos, los mejores anfitriones del mundo. Sin embargo muy pronto comprendí que había que esperar muy poco de aquellas personas tan civilizadas, pero cuyo reseco corazón, ingenio superficial e imaginación estéril creaban una atmósfera próxima al vacío. En mi primer viaje a Grecia sólo había visto dioses. La segunda vez vi a hombres. Por desgracia, existía poca relación entre unos y otros. Tal vez siglos atrás aquella tierra había estado poblada por campesinos, soldados y pensadores sobrehumanos que se encontraban a la misma altura que el Olimpo. Vivían tratando familiarmente a los semidioses, a los faunos, a los sátiros, a Castor, Pólux, Hércules, a gigantes y centauros. Luego había habido genios cuya voz formidable aún resonaba desde el fondo de las edades hasta nosotros, Hornero, Hesíodo, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides. Los que yo veía ahora no eran sus herederos directos, ni siquiera los herederos de sus herederos. La Grecia de mi primer viaje era una imagen sublime. Pero en mi segundo viaje comprobé que esa imagen sólo era una máscara sin rostro que flotaba en el vacío.

¡Pero qué importa! Los flancos del navío que nos devolvió a la patria rebosaban bustos, torsos, bajorrelieves y piezas de cerámica. ¡Si hubiera podido desmontar un templo entero y llevármelo pieza a pieza! En cualquier caso, de esa primera expedición nació la idea de un Balthazareum, o, dicho de otra forma, de una fundación real donde pudieran exponerse mis colecciones y los tesoros artísticos adquiridos por la Corona. El Balthazareum se enriqueció a cada nueva expedición, y de año en año pudieron verse allí mosaicos púnicos, sarcófagos egipcios, miniaturas persas, tapices chipriotas, y hasta ídolos indios con trompa de elefante, reunidos en departamentos especializados. Este museo, reconozco que un poco heterócuto, era mi orgullo, la razón de ser, no sólo de mis viajes, sino de toda mi vida. Cuando acababa de adquirir una nueva maravilla, me despertaba de noche para reír de júbilo imaginándomela expuesta en el lugar que le correspondía dentro de mis colecciones. Mis Narcisos habían entrado en el juego, y después de convertirse por la fuerza de las cosas en expertos en mimbilia de todos los orígenes, rastreaban y aumentaban mis colecciones con ardor juvenil. Por otro lado, yo no perdía la esperanza de ver que alguno de ellos diera un día los frutos de la admirable educación artística de la que me eran deudores, y usara el estilete del grabador, la pluma del dibujante o el cincel del escultor. Porque el espectáculo de la creación ha de ser contagioso, y las obras maestras no son plenamente ellas mismas hasta que suscitan el nacimiento de otras obras maestras. Por eso alenté los tanteos de un joven de nuestro grupo que se llamaba Asur, y que era de origen babilonio. Pero además de la hostilidad de nuestro clero, le veía chocar con la contradicción que antes he querido expresar entre el arte hierático, en el que se helaban las obras que veíamos, y las manifestaciones espontáneas de la vida más sencilla que le deslumbraban de alegría y de admiración. Su búsqueda era la mía, pero más ardiente, más angustiada, debido a su juventud y a su ambición.

Después se produjo el accidente, el negro atentado de la noche sin luna, aquel equinoccio de otoño que me hizo pasar de golpe, desde la juventud eterna en la que me había encerrado con mis Narcisos y mis maravillas, a una vejez amarga y reclusa. En pocas horas mis cabellos encanecieron y mi cuerpo se encorvó, mi mirada se empañó, se endureció el oído, mis piernas se hicieron pesadas y mi sexo se encogió.

Nos encontrábamos en Susa, y buscábamos entre los vestigios de la Apadana de Darío I lo que la dinastía de los aqueménidas podía transmitirnos. La cosecha era hermosa, pero de un augurio bastante siniestro. Sobre todo las vasijas pintadas que exhumábamos sólo nos hablaban de sufrimiento, ruina y muerte. Hay señales que no engañan. Sacábamos de una tumba cráneos incrustados en crisoprasa, la más maléfica de las piedras, cuando vimos un caballo negro alado de polvo que venía del oeste hacia nosotros. Nos costó reconocer en el jinete al hermano menor de un Narciso, hasta tal punto tenía el rostro demudado después de cinco días de galopar frenéticamente… para no hablar, ay, también de la terrible noticia de la que era portador. El Balthazareum ya no existía. Un motín que empezó en los barrios más miserables de la ciudad le había puesto sitio. Los fieles servidores que intentaron defender sus puertas fueron exterminados. Luego lo saquearon todo, sin dejar nada de las maravillas que contenía. Lo que no pudieron llevarse lo destrozaron a mazazos. A juzgar por los gritos y los estandartes de los amotinados, las causas de esa cólera popular eran de carácter religioso. Quería destruir un lugar cuyas colecciones insultaban el culto al verdadero Dios y a la prohibición de los ídolos y de las imágenes.

O sea que el crimen estaba firmado. Yo conocía suficientemente al turbio populacho de los barrios bajos de mi capital para saber que le importa un comino el culto del verdadero Dios y el de las imágenes. En cambio es sensible a las consignas que se acompañan de dinero y de alcohol. La mano del vicario Cheddad era visible en aquel supuesto levantamiento popular. Pero, como es natural, había sabido permanecer al margen. Mi peor enemigo me había herido sin dar la cara. Si le castigase obraría como un tirano, y toda la población sometida al clero me maldecidiría. Encontraron y vendieron como esclavos a los cabecillas y a los que se probó que habían dado muerte a los guardianes del Balthazareum. Luego me retiré, también yo herido de muerte, al fondo de mi palacio.

Fue entonces cuando empezó a hablarse de un cometa. Venía del sudoeste, se dirigía, según decían, hacia el norte. Mis astrólogos -todos caldeos- estaban muy excitados, y discutían interminablemente acerca del significado de aquel fenómeno. La mayoría lo considera como una amenaza. Epidemia, sequía, terremoto, advenimiento de un déspota sanguinario, hechos así se suponen precedidos por extraordinarios meteoros. Y mis astrólogos no se privaban de rivalizar en pesimismo en sus predicciones. La tristeza de ébano en la que estaba sumido me empujaba a la contradicción. Ante su gran sorpresa, afirmé en voz muy alta que la situación presente era tan mala que un cambio profundo tenía que ser benéfico. O sea que el cometa era de buen augurio… Pero cuando por fin apareció en el cielo de Nippur, mis interpretaciones dejaron aún más estupefactos a mis gorros puntiagudos. Hay que precisar que para mí el saqueo del Balthazareum se sumaba, con cincuenta años de intervalo, a la pérdida de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar víctima del mismo fanatismo estúpido. En mi rencor, identificaba al suntuoso insecto portador de mi efigie con el palacio en el que había dispuesto lo mejor de mi vida. Así, pues, afirmé fríamente que el astro tembloroso y antojadizo que había hecho su aparición sobre nuestras cabezas era una mariposa sobrenatural, un ángel-mariposa, que llevaba esculpido en su tórax el retrato de un soberano, y que indicaba, a quien quería comprenderlo, que se preparaba una revolución benéfica, y que ésta iba a producirse por el lado de poniente. Ninguno de mis sabios rascacielos se atrevió a contradecirme, incluso algunos, por adulación, afirmaron que era como yo decía, y de este modo acabé por creer yo mismo lo que en un principio sólo había dicho por espíritu de provocación. Así nació en mí la idea de partir una vez más, de dar curso a mi humor atrabiliario siguiendo la mariposa de fuego, del mismo modo que antaño descubrí la alquería mágica de Maalek empuñando un cazamariposas.

Los Narcisos, que desde el saqueo del Balthazareum se morían de tedio, prorrumpieron en gritos de júbilo, y reunieron los caballos y las provisiones que se necesitaban para una lejana expedición al Occidente. Por mi parte, como se había reavivado el recuerdo de Maalek y de sus mariposas, ya no me separaba del bloque de mirra que él me confió. Yo veía confusamente en esa masa olorosa y translúcida la clave de una solución para la dolorosa contradicción que me desgarraba. La mirra, según el uso de los antiguos embalsamadores egipcios, era la carne corruptible prometida a la eternidad. Siguiendo un camino desconocido, en una edad en la que se suele pensar en el retiro y en el repliegue hacia los propios recuerdos, yo no buscaba como otros un camino nuevo hacia el mar, las fuentes del Nilo o las Columnas de Hércules, sino una mediación entre la máscara de oro impersonal e intemporal de los dioses griegos y… el rostro de una gravedad pueril de mi pequeña Miranda.

Desde Níppur a Hebrón hay unas cien jornadas, con el rodeo por el sur necesario si se quiere cruzar el mar Muerto en barco. Cada noche veíamos la mariposa de fuego agitarse por el oeste, y con el día sentía que las fuerzas de mi juventud volvían a mi cuerpo y a mi alma. Nuestro viaje no era más que una fiesta que se hacía más radiante de etapa en etapa. Sólo nos faltaban dos días para alcanzar Hebrón cuando unos jinetes destacados en avanzada me comunicaron que una caravana camellera conducida por negros venía de Egipto -y probablemente de la Nubia-, como si fuera a nuestro encuentro, aunque sus intenciones parecían pacíficas. Habíamos plantado nuestro campamento a las puertas de Hebrón desde hacía veinticuatro horas cuando el enviado del rey de Meroe se presentó ante los guardianes de mi tienda.

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