Melchor, príncipe de Palmirena

Soy rey, pero soy pobre. Tal vez la leyenda haga de mí el Mago que va a adorar al Salvador y le ofrece oro. Sería una sabrosa y amarga ironía, aunque en cierto modo conforme a la verdad. Los demás tienen un séquito, criados, monturas, tiendas, vajillas. Es lo justo. Un rey no viaja sin un cortejo digno de su persona. Yo estoy solo, con la única excepción de un anciano que no se aparta de mí. Mi antiguo preceptor me acompaña después de haberme salvado la vida, pero a su edad necesita de mi ayuda más que yo de sus servicios. Hemos venido a pie desde la Palmirena, como vagabundos, sin más equipaje que un hatillo que se balancea sobre nuestros hombros. Hemos atravesado ríos y bosques, desiertos y estepas. Para entrar en Damasco llevábamos el gorro y la alforja de los buhoneros. Para hacer nuestra entrada en Jerusalén llevábamos el casquete y el bastón de los peregrinos. Porque teníamos tanto temor de nuestros compatriotas que habían salido a perseguirnos como de los sedentarios de las regiones que cruzábamos, hostiles a los viajeros que no tenían una actividad bien reconocible.

Veníamos de Palmira, que en hebreo llaman Tadmor, la ciudad de las palmeras, la ciudad rosada, construida por Salomón después de su conquista de Hama-Zoba. Es mi ciudad natal. Es mi ciudad. De ella sólo me llevé un único objeto, pero que era para mí el testimonio de mi rango y un recuerdo de familia: una moneda de oro con la efigie de mi padre, el rey Teodeno, cosida en el dobladillo de mi túnica. Porque soy el príncipe heredero de Palmirena, soberano legítimo desde la muerte del rey, que sucedió en circunstancias no poco oscuras.

Durante mucho tiempo el rey no tuvo hijos, y su hermano menor, Atmar, príncipe de Hama, junto al Orontes, que tenía una infinidad de mujeres y de hijos, se consideraba como su presunto heredero, Al menos eso fue lo que deduje de la violenta hostilidad que me manifestó siempre. Porque mi nacimiento había sido un duro golpe para su ambición. Lo cierto es que nunca se resignó a aquella jugarreta del destino. En el curso de una de sus expediciones por la orilla oriental del Eufrates, mi padre había conocido y amado a una simple beduina. Al enterarse de que iba a ser madre, la noticia le llenó de sorpresa y de alegría. Inmediatamente repudió a la reina Euforbia, y puso en el trono a la recién llegada, que supo llevar con una innata dignidad ese brusco paso de la tienda de los nómadas al palacio de Palmira. Luego he sabido que mi tío emitió acerca de mi origen dudas tan injuriosas para mi padre como para mi madre. Así se produjo una ruptura entre los dos hermanos. No obstante, Atmar no consiguió atraerse a la reina Euforbia, a la que invitó a instalarse en Hama, donde decía que iba a poner a su disposición un palacio. Sin duda esperaba encontrar en ella una aliada natural, y recoger de su boca confidencias que pudiese utilizar contra su hermano. La antigua soberana se retiró con una irreprochable dignidad, y cerró decididamente su puerta a los intrigantes. Porque el ir y venir de espías, conspiradores o simplemente oportunistas, no cesó nunca entre Hama y Palmira. Mi padre lo sabía. Después de un accidente de caza bastante sospechoso que estuvo a punto de costarme la vida a los catorce años, se limitó a hacer que me vigilaran estrechamente. Se preocupaba mucho menos por su propia vida. Y evidentemente se equivocaba. Pero nunca sabremos si el vino de Riblah, una copa del cual, medio llena, cayó de su mano cuando se desplomó como herido en pleno corazón, tuvo que ver con su súbita muerte. Cuando llegué al lugar, el líquido derramado ya no podía recogerse, y lo más extraño era que la jarra de la que procedía estaba vacía. Pero los cortesanos que yo había creído leales a la Corona, o bien apartados de los asuntos de gobierno e indiferentes a los honores, se quitaron la máscara y se manifestaron como ardientes partidarios del príncipe Atmar, es decir, opuestos a que yo accediera al trono.

Di las órdenes necesarias para las honras fúnebres de mi padre. El dolor y las disposiciones que había tenido que tomar me tenían agotado. Al día siguiente debían presentarme, con la pompa más solemne, a los veinte miembros del Consejo de la Corona, para que me confirmaran de manera oficial en mi próximo acceso a la sucesión de mi padre. Estaba yo descansando cuando, con las primeras luces del alba, Baktiar, mi antiguo preceptor, que siempre había sido para mí un segundo padre, se hizo llevar a mi presencia, y me advirtió que tenía que levantarme y huir sin tardanza. Lo que me contó desafiaba la más negra de las imaginaciones. La reina, mi madre, estaba presa. Querían a toda costa que firmase unas confesiones mentirosas, según las cuales yo era el fruto de otros amores que se suponía había tenido con un nómada de su tribu. Los conjurados amenazaban con darme muerte si se negaba a confirmar tales infamias. Sin duda, el Consejo, del cual dos tercios de sus miembros estaban comprados, iba a destronarme para dar la Corona a mi tío. Sólo huyendo podía salvar a la reina de aquel dilema que le imponían. Entonces los conjurados tendrían que dejarla en libertad, y yo estaría a salvo, aunque reducido a la mayor de las pobrezas, y careciendo hasta del derecho a usar mi nombre.

Huimos, pues, por los pasadizos subterráneos del palacio que lo comunican con la necrópolis. Pude así, debido a las circunstancias, saludar de pasada a mis antepasados, y recogerme ante la tumba preparada para mi padre, según las órdenes que yo mismo había dado unas horas atrás. Para engañar a los que nos perseguían tomamos la dirección que en apariencia era la menos lógica. En vez de huir hacia el este, en dirección a Asiria, donde hubiéramos podido refugiarnos -pero no teníamos ninguna posibilidad de llegar al Eufrates antes de que nos alcanzaran-, nos dirigimos hacia poniente, en dirección a Hama, la ciudad de mi peor enemigo. Dos días después, tendido entre el argayo de una peñas, vi pasar el cortejo de mi tío Atmar, que se dirigía a Palmira. Comprendí que se había puesto en camino aun antes de conocer la decisión del Consejo, hasta tal punto tenía la anticipada certeza de cuál iba a ser. Tanta prisa me permitió medir la magnitud de la traición de la que yo era víctima.

Vivíamos de la mendicidad, y esta terrible prueba en cierto modo me enriqueció, sobre todo haciéndome conocer a mi propio pueblo bajo un aspecto diametralmente opuesto a aquél bajo el cual hasta entonces le había entrevisto. En ocasiones yo había presidido los repartos de víveres entre los indigentes de Palmira. Con la inconsciencia de mí edad, yo representaba a la ligera ese papel aparentemente halagador y fácil de bienhechor generoso que se acerca, con las manos llenas, a la miseria de los más necesitados. Y ahora, convertido en mendigo, era yo quien llamaba a las puertas y tendía mi gorro a los viandantes. ¡Admirable y benigna inversión! Al comienzo no podía apartar de mi mente la idea de la atroz injusticia de la que era víctima, ni pensar que el rico al que imploraba para comer, era mi súbdito, y en principio yo tenía poder, tan sólo haciendo chascar mis dedos, para enviarle a las minas o hacer que su cabeza rodara por el serrín. Y algo de esos sombríos pensamientos que se agitaban dentro de mí debían de manifestarse en mi rostro. Algunos, a quienes el desdén volvía distraídos, me daban o me rechazaban sin mirarme. Otros, enojados al ver mi cara, me aparcaban en silencio, o me dirigían unas palabras de reproche: «Te veo muy orgulloso para ser un mendigo», o bien: «No doy nada a los perros que muerden». A veces incluso oía un consejo no poco cínico: «¡Si eres tan fuerte, cógelo en vez de pedirlo!, o: «A tu edad y con esos ojos, deberías hacerte salteador de caminos, en vez de mendigar a la puerta de los templos». Comprendí que la realeza unida a la necesidad sin duda tiende más a hacer un bandido que un pordiosero, pero el rey, el bandolero y el mendigo tienen algo en común, se sitúan al margen del trato ordinario de los hombres, y no aceptan nada por medio del intercambio o el trabajo. Estas reflexiones, añadidas al recuerdo del reciente golpe de Estado del que había sido víctima, me permitían descubrir la precariedad de esas tres condiciones, y pensaba que tal vez un día se instaure un orden social en el que ya no habrá lugar ni para un rey, ni para un bandolero ni para un mendigo.

Jerusalén, y la visita que hicimos al rey Herodes el Grande iban a dar a mis reflexiones otras cuestiones en qué pensar y otro curso.

Desde que murió mi padre, el tiempo parecía correr a una velocidad anormal, con saltos brutales, metamorfosis fulminantes, convulsiones. Una de esas convulsiones fue la que me produjo el descubrimiento de Jerusalén. Habíamos ascendido por las colinas de Samaria en compañía de un judío de estricta observancia a quien sólo el miedo a los animales feroces y a los bandidos había podido mover a buscar la compañía de unos extranjeros, unos impuros, unos bárbaros como nosotros. Las oraciones que no dejaba de mascullar le proporcionaban un excelente pretexto para no decir nada a nadie.

Súbitamente, al llegar a la cima de un desnudo otero, vimos que se quedaba inmóvil, y, con los brazos en cruz para impedir que le adelantáramos, se sumió en un largo silencio. Por fin, dijo por tres veces en lo que parecía un éxtasis: «¡La Santa! ¡La Santa! ¡La Santa!».

Era cierto. Jerusalén estaba allí, ante nuestros ojos, al pie del monte Scopus en el que estábamos. Yo veía por primera vez una ciudad más grande y más poderosa que mi Palmira natal. ¡Pero qué diferencia entre el palmeral rosado y verde del que yo venía y la metrópolis del rey Herodes! Lo que abarcábamos era un desorden de terrazas, de cubos y de murallas embutido en un recinto con almenas hostiles como los dientes de una trampa. Y toda aquella ciudad, surcada por callejuelas y escaleras oscuras, estaba bañada en una luz uniformemente gris, y de ella se elevaba, junto con escasas humaredas, un rumor triste mezclado con gritos de niños y ladridos de perros, un rumor hubiérase dicho que también gris. Aquel amasijo de casas y edificios estaba limitado al este por una mancha de color verde pálido, ceniciento, el monte de los Olivos, y más lejos por los confines áridos y fúnebres del valle de Josafat; al oeste por un túmulo pelado, el monte del Gólgota; al fondo, por el caos de tumbas y de grutas de la Guehena, un abismo que se ahonda y se hunde hasta seiscientos pies por debajo de la ciudad.

Al acercarnos pudimos distinguir tres masas imponentes que aplastaban con sus muros y sus torres el hervidero de casas. Eran de una parte el palacio de Herodes, amenazadora fortaleza de piedras sin tallar, en el centro el palacio de los Asmoneos, más antiguo y de un orgullo menos ostentoso, y sobre todo, hacia levante, aquel tercer templo judío, aún sin terminar, prodigioso edificio, ciclópeo, babilónico, de una majestad grandiosa, verdadera ciudad sagrada en el seno de la ciudad profana, cuyas columnatas, pórticos, atrios y escaleras monumentales se elevaban progresivamente hasta el santuario, punto culminante del reino de Yahvé.

Entramos en la ciudad por la Puerta de Benjamín, y en seguida nos vimos arrastrados por una oleada humana en la que se advertía una excepcional expectación. Baktiar preguntó cuál era la causa de esa fiebre. No, no era una fiesta, ni el anuncio de una guerra, ni la preparación de una boda principesca lo que provocaba tal agitación. Era la llegada de dos visitantes reales, el uno procedente del sur, el otro de la Caldea, y que después de haber recorrido juntos el último trecho del camino, desde el Hebrón, ocupaban con sus séquitos todas las posadas y viviendas disponibles que había en Jerusalén, antes de ser recibidos por Herodes.

Estas noticias causaron en mí una gran turbación. Desde mi más tierna infancia, yo había sido criado en la admiración y el horror por el rey Herodes. Forzoso es decir que desde hacía treinta años en todo Oriente no se hablaba más que de sus maldades y de sus proezas, y sólo se oía el grito de sus víctimas y el estruendo de su fanfarrias victoriosas. Amenazado por todas partes y sin más defensa que mi oscuridad, hubiese sido una temeridad loca ponerme en las manos del tirano. Mi padre siempre se había mantenido a prudente distancia de tan temible vecino. Nadie hubiera podido reprocharle alguna manifestación de amistad o de hostilidad respecto al rey de los judíos. Pero, ¿y mi tío Atmar? ¿Se lo había ocultado todo a Herodes para que así tuviera que aceptar los hechos consumados? ¿O se había asegurado al menos su benévola neutralidad antes de recurrir a la fuerza? Yo nunca hubiera podido pensar que me iba a refugiar en Jerusalén en calidad de delfín desposeído, teniendo que pedir ayuda y protección a Herodes. En el mejor de los casos me haría pagar muy caro el menor de los servicios que me prestase. En el peor me entregaría al usurpador a cambio de lo que le interesase.

Por eso, cuando Baktiar me informó de la presencia de aquellos dos reyes extranjeros y de sus séquitos en la capital de la Judea, lo primero que se me ocurrió fue quedar al margen de todo aquel zafarrancho diplomático. Aunque muy a pesar mío, desde luego, pues la terrible y grandiosa reputación de Herodes y la pompa de los viajeros, ambos venidos de los confines de la Arabia Feliz, prometían hacer de su entrevista un acontecimiento de incomparable suntuosidad. Mientras yo aparentaba ser juicioso e indiferente -llegando a hablar incluso de abandonar la ciudad sin tardanza para estar más seguros-, mi viejo maestro leía en mi cara como en un libro abierto la enfadosa pesadumbre que me causaba aquella renuncia a la que me obligaba mi infortunio.

Pasamos la primera noche en una caravanera miserable que albergaba más animales que hombres -éstos al servicio de aquellos-, y mi profundo sueño no impidió que advirtiera la ausencia de Baktiar durante varias horas. Reapareció cuando empezaba a clarear. ¡Mi querido Baktiar! Aprovechó bien aquella noche, gastando tesoros de ingenio para arrancarme al dilema en el que me veía sufrir desde la mañana. Sí, asistiría a la entrevista de los reyes. Pero disimulado bajo una falsa identidad, de tal modo que Herodes no pudiera servirse de mí. Mi antiguo maestro había tropezado con un primo lejano que pertenecía al cortejo del rey Baltasar, que venía del principado de Nippur, en la Arabia Feliz. Gracias a su intervención, Baktiar fue recibido por el rey, a quien expuso la situación en la que nos encontrábamos. Mi juventud iba a permitirle que me hiciera pasar verosímilmente por un joven príncipe que iba con él bajo su protección en calidad de paje. Éstas son cosas que suelen hacerse, y en resumidas cuentas, si a mi padre se le hubiese ocurrido, yo hubiese pasado una temporada muy provechosa en la corte de Nippur. El séquito de Baltasar era lo suficientemente numeroso y brillante como para que yo pasara inadvertido, sobre todo con las ropas de paje que Baktiar me entregó de parte del rey. A Baktiar le parecía que, en el fondo, al viejo soberano de Nippur no dejaba de divertirle aquella pequeña mixtificación. Además, tenía fama de ser un hombre jovial, amigo de las letras y de las artes, y en su comitiva, según se comentaba maliciosamente, había más bufones e histriones que diplomáticos y sacerdotes.

Mi edad y mis desdichas me inclinaban a un estado de ánimo más bien grave, poco adecuado para comprender y amar a aquel hombre. La adolescencia suele tachar a la edad madura de frivolidad. La bondad de Baltasar, su generosidad y sobre todo el extraordinario encanto que sabía dar a todas las cosas, barrieron mis prevenciones. En un abrir y cerrar de ojos me vi vestido de púrpuras y de seda, e incorporado a una juventud dorada que brillaba con la hermosura animal que proporciona una inmemorial riqueza. La felicidad, transmitida de generación en generación, confiere una aristocracia incomparable, hecha de inocencia, de gratuidad, de aceptación espontánea de todos los dones de la vida, y también de una secreta dureza, que asusta cuando la descubrimos, pero que multiplica infinitamente la seducción. Aquellos jóvenes parecían formar una especie de sociedad cerrada, cuyo emblema era una flor de narciso blanca. En la corte incluso se les solía llamar los Narcisos. Algunos de ellos gozaban de un prestigio superior por haberse educado en Roma, pero el colmo de la exquisitez era haber vivido en Atenas -a pesar de la decadencia de la Hélade-, hablar griego y sacrificar a los dioses del Olimpo. Al principio me parecieron muy despreocupados. No sin escándalo, comprendí poco a poco que, por el contrario, con una especie de provocación apenas deliberada, ponían una extremada gravedad en empresas que para mí eran inconcebiblemente fútiles: música, poesía, teatro, cuando no concursos de fuerza o de belleza.

La mayor parte de ellos tenía mi misma edad. Su felicidad evidente hacía que me parecieran mucho más jóvenes que yo. Me acogieron con una afabilidad y una discreción acerca de mis orígenes que demostraban haber sido aleccionados. Nos hospedaron suntuosamente en el ala oriental del palacio. Desde las tres terrazas, dispuestas como los peldaños de una escalera inmensa, podía verse, más allá de las herbosas colinas de la Judea, la blancura de las casas de Betania, y, más lejos aún, la superficie de acero azulado del mar Muerto, que parecía hundido como en un hoyo. En la terraza inferior disponíamos de un jardín colgante con algarrobos de racimos encarnados, tamariscos de rosadas espigas, laureles con corimbos color granate, y variedades desconocidas para mí, que procedían de lejanas tierras de África o de Asia.

Más de una vez tuve ocasión de conversar a solas con el anciano rey de Nippur, cuando sus Narcisos querían divertirse y explorar los problemáticos recursos de la ciudad, y nos dejaban solos a los dos. Me interrogaba con bondad y curiosidad acerca de mi niñez, mi adolescencia, y acerca de las costumbres de las gentes de Palmira. Se asombraba de la sencillez, por no decir la rudeza, de nuestros usos, y parecía ver en ellos -estableciendo unas relaciones que yo no alcanzaba a entender del todo- el origen fatal de mi desdicha. ¿Creía verdaderamente que una vida más refinada hubiera puesto a la corte de mi padre al abrigo de las intrigas de mi tío? Comprendí poco a poco que para él el culto del lenguaje bello y de las cosas hermosas, cuando era el ejemplo que daba el soberano, debía influir en todos los estratos de la población, desde luego inspirando virtudes menos nobles, pero esenciales para la conservación del reino, como el valor, el desinterés, la lealtad, la honradez. Por desgracia, un fanatismo oscurantista suscitaba entre sus vecinos y en su propio reino un furor iconoclasta que convertía estas virtudes en todo lo contrario. Creía que, de haber podido -como lo deseaba ardientemente- formar a su alrededor una pléyade de poetas, de escultores, de pintores y de dramaturgos, la irradiación de ese núcleo social hubiera sido beneficiosa para el más modesto peón de albañil, para el último boyero de su reino. Pero todas sus iniciativas de gran mecenas chocaban con la hostilidad vigilante de un clero ferozmente hostil para con las imágenes. Esperaba de sus Narcisos que constituyesen, al adquirir autoridad, un cuerpo aristocrático lo bastante fuerte como para oponerse a los elementos tradicionalistas de su capital. Pero aún estaba lejos de haber ganado la partida. La irradiación de Roma y de Atenas se pierde en un horizonte lejano que obstruye el reino de Judea, áspero y hostil. Creí comprender que un motín fomentado en su ausencia por el sumo sacerdote Cheddad, había terminado con el saqueo de sus colecciones de tesoros artísticos. Aquel atentado, que parece haberle hecho sufrir mucho, sin duda tuvo algo que ver con su partida.

Entre sus compañeros hice amistad con un joven artista babilonio al que parecía amar más aún que a sus propios hijos. Asur posee manos verdaderamente mágicas. Charlamos, sentados al pie de un árbol. Entre sus dedos aparece una pella de barro. Distraídamente, la amasa sin mirarla siquiera. Y como si se hubiese hecho a sí misma, de pronto surge una figurita. Es un gato dormido, enroscado, una flor de loto abierta, una mujer en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón. De tal modo que cuando estoy con él no pierdo de vista sus manos para observar el milagro que está produciéndose. Asur no tiene ni las responsabilidades ni la filosofía del rey Baltasar. Dibuja, pinta y esculpe como una abeja fabrica su miel. Sin embargo, no es mudo, ni mucho menos. Sólo que cuando habla de su arte siempre dice algo que está directamente relacionado con una obra concreta y como si ella se lo dictase.

Así en cierta ocasión le vi terminar un retrato de mujer. No era ni joven ni hermosa ni rica, todo lo contrario. Pero tenía un brillo en los ojos, en la débil sonrisa, en todo su rostro.

– Ayer -me contó Asur- me encontraba cerca de la fuente del Profeta, la que alimenta una pobre noria y mana de una manera parsimoniosa e intermitente, de tal forma que a menudo se aglomera la gente, cuando el agua se decide a brotar límpida y fresca. Y entre los últimos había un anciano tullido que no tenía la menor posibilidad de llenar el cubilete de palastro que tendía tembloroso hacia el brocal. Entonces una mujer que acababa de llenar un ánfora a costa de grandes esfuerzos, se le acercó para compartir su agua con él.

»No es nada. Un gesto de amistad ínfima en una humanidad miserable en la que se realizan todos los días acciones sublimes y atroces. Pero lo inolvidable fue la expresión de esa mujer a partir del momento en que vio al anciano, y hasta que se alejó de él, después de darle el agua. Ese rostro lo llevé en mi memoria con fervor, y luego, recogiéndome para conservarlo vivo en mí durante el mayor tiempo posible, hice este dibujo. Eso es todo. ¿Qué es? Un fugitivo reflejo de amor en una existencia muy dura. Un momento de gracia en un mundo implacable. El instante tan raro y tan precioso en el que el parecido lleva y justifica la imagen, según la expresión de Baltasar.

Calló, como para dejar que esas oscuras palabras penetraran en mí, y luego añadió, dándome su dibujo:

– Mira, Melchor, yo he visitado los monumentos de la arquitectura egipcia y los de la estatuaria griega. Los artistas que realizaron esas obras maestras debían de estar inspirados por los dioses, y sin duda ellos mismos eran semidioses. Es un mundo que está bañado por una luz de eternidad, y en el que no se puede entrar sin sentirse en cierta manera muerto. Sí, nuestros pobres cuerpos febriles y famélicos no deberían estar ni en Gizeh ni en la Acrópolis. Y estoy completamente de acuerdo en que si esos cuerpos nunca fueran más que!o que son, ningún artista, a no ser que fuese un pervertido, estaría justificado celebrándolos. Pero a veces está… eso -volvió a coger su dibujo-, el reflejo, la gracia, la eternidad anegada en la carne, íntimamente mezclada con la carne, transverberando la carne. Y, mira, hasta hoy nunca ningún artista ha pensado en recrearlo según sus medios de expresión. Reconozco que es una revolución importante la que espero. Incluso me pregunto si es posible concebir una más profunda que ésta. Por eso estoy lleno de paciencia y de comprensión frente a las oposiciones y persecuciones de que son víctimas los artistas. Sólo hay una ínfima esperanza de lograrlo, pero vivo gracias a esta esperanza.


Esperamos diez días antes de poder ver al rey Herodes por vez primera, pero su presencia opresiva nos rodeaba desde que llegamos. Aunque aquel palacio era inmenso, y su personal innumerable, ni por un instante pudimos olvidar que estábamos en el cubil de una terrible fiera, y que estaba allí, muy cerca, que respiraba el mismo aire que nosotros, que nosotros respirábamos, noche y día, su aliento cálido. A veces se veía correr a unos hombres, resonaban gritos, unas puertas giraban sobre sus goznes, una caracola convocaba a los soldados: el monstruo invisible se movía, y su gesto se propagaba en ondas formidables que debían alcanzar hasta los confines del reino. A pesar de las comodidades, aquella estancia hubiera sido insoportable de no estar sostenidos por una ardiente curiosidad, constantemente mantenida y exacerbada por todo lo que nos contaban acerca de su pasado y de su presente.

Herodes el Grande estaba entonces en el septuagésimo cuarto año de su vida, y en el trigésimo séptimo de su reinado, un reinado que desde el primer momento había estado bajo el signo de la violencia y del crimen. Una de las maldiciones originales que pesaban sobre él era la de que aquel rey de los judíos -el mayor que tenían entonces- no era judío, y siempre había sido rechazado por una parte de su propio pueblo, la más influyente y la más duramente intolerante. Su familia era oriunda de la Idumea, una provincia meridional y montañosa, recién conquistada e incorporada al reino de Judea por Hircán I. Para los judíos de Jerusalén, los idumeos, aquellos hijos de Esaú convertidos a viva fuerza al judaísmo, seguían siendo unos bárbaros, groseros, mal circuncidados, siempre sospechosos de paganismo. Que uno de ellos se sentara en el trono de Jerusalén era una provocación inconcebible y blasfema. Herodes sólo había podido convertirse en el sucesor de David y de Salomón a fuerza de adular a los romanos, de quienes era la hechura, y casándose con Mariamna, nieta de Hircán II y último descendiente de los Macabeos. Este matrimonio, al principio inesperado, providencial para el idumeo, no tardó mucho en ser para él una pesada carga, porque nunca dejó de parecer un aventurero a los ojos de sus suegros, de su mujer e incluso de sus propios hijos, todos de origen más noble que él. Con Herodes todo termina siempre en un baño de sangre. Esta inferioridad imborrable -que Mariamna no dejaba nunca de recordarle- él la ahogaba en una serie de ejecuciones y crímenes de los que nadie escapaba, y que le convertía en el único amo del reino, frente al odio de su propio pueblo, que permanecía fiel a la dinastía de los Macabeos.

Por otra parte, Herodes no se toma la menor molestia para no herir la susceptibilidad de los judíos integristas. Viaja por todo el mundo mediterráneo, adquiriendo sobre todas las cosas criterios cosmopolitas, universales. Envía a sus hijos a estudiar a Roma. Es aficionado a las artes, a los juegos, a las fiestas. Quisiera hacer de Jerusalén una gran ciudad moderna. Construye en ella un teatro dedicado a Augusto. La adorna con parques, fuentes, palomares, canales, un hipódromo. A los judíos les repugnan tales innovaciones sacrílegas. Acusan a su rey de volver a introducir en Jerusalén las costumbres que Amíoco Epífanes -de execrada memoria- había admitido, y que habían conseguido desterrar después de un siglo de rigorismo. Herodes no los tiene en cuenta. Subvenciona indiferentemente templos, termas, vías triunfales de Ascalón, Rodas, Atenas, Esparta, Damasco, Antioquía, Berito, Nicópolis, Acre, Sidón, Tiro, Biblos. En todas partes hace grabar el nombre de César. Restablece los Juegos Olímpicos. Ofende a los judíos restaurando magníficamente Samaria, destruida por los Macabeos, y Cesárea, conquistadora de Jerusalén y futura sede de los gobernadores romanos de Palestina. Colmo del escarnio, paga a los actores, a los gladiadores y a los atletas con moneda judía, esas monedas sin efigie que llevaban en una de sus caras las palabras Herodes rey, y en la otra un cuerno de la abundancia.

Sin embargo, este último emblema es merecido, pues aunque los ambientes tradicionalistas de Jerusalén son acérrimos adversarios de Herodes, es apreciado por una burguesía enriquecida cuyos hijos, educados al estilo grecorromano, se exhiben desnudos, con un prepucio reconstituido, 5 en los gimnasios que financia la Corona. Pero sobre todo son los judíos del campo y los del extranjero los que se felicitan por la apertura de Herodes. Las comunidades israelitas de Roma se benefician de las excelentes relaciones que el rey mantiene con el Emperador. En cuanto a las provincias de Palestina, conocen un período de paz y de prosperidad sin precedentes. Los montes y los valles de la Judea alimentan inmensos rebaños de corderos que en invierno se aprovechan de una innovación de origen romano: el forraje de alfalfa. La cebada, el trigo candeal y la vid se dan en abundancia en la roja tierra de Palestina. La higuera, el olivo y el granado casi no necesitan que se les dedique ningún esfuerzo. Las guerras y las revueltas habían lanzado a los caminos a toda una población de campesinos desarraigados. Herodes les arrendó sus propias tierras. Las tierras bajas de Jericó, artificialmente regadas, se convirtieron así en explotaciones agrícolas modélicas. Salomón se había especializado en la exportación de armas y de carros de combate. Herodes sabe sacar hábilmente beneficios de la sal de Sodoma, de los asfaltos del mar Muerto, de las minas de cobre de Chipre, de las maderas preciosas del Líbano, de la alfarería de Betel, del benjuí que producen los bosques balsameros arrendados a la reina Cleopatra, y que, después de su muerte, fueron donados por el emperador Augusto. La completa sumisión de Herodes al emperador tiene como consecuencia que en Judea no se ve ni un soldado romano. Aunque respeta escrupulosamente la prohibición de hacer la guerra -ni siquiera defensiva-, posee un ejército de mercenarios galos, germanos y tracios, y una guardia personal brillante, reclutada tradicionalmente en la Galacia. Y si no puede hacer uso de estos soldados más allá de sus fronteras, puede decirse, ay, que no les da tregua en el interior del reino, e incluso en el seno de su propia familia.

Pero la gran empresa del reinado de Herodes, y también la cuestión más grave que le enfrentó con el pueblo judío, fue la reconstrucción del Templo.

Había habido dos templos en Jerusalén. El primero, construido por Salomón, fue saqueado por Nabucodonosor, y destruido por completo unos años después. El segundo, más modesto, era recordado por los judíos con veneración, a pesar de su pobreza y de su vetustez, porque conmemoraba el retorno del Destierro, y materializaba el renacimiento de Israel. Éste fue el que se encontró Herodes al acceder al poder, y el que decidió demoler para reconstruirlo. Desde luego, al principio los judíos se opusieron a tal proyecto. No dudaban de que Herodes sería capaz, después de destruir el antiguo templo, de romper su promesa de reconstruirlo. Pero supo apaciguarlos, y acabaron por convencerse de que si el idumeo estaba dispuesto a acometer una empresa tan inmensa era para expiar sus crímenes, piadosa ilusión que el rey se guardó mucho de disipar.

Inmensa, en efecto, porque movilizó a dieciocho mil obreros, y aunque la consagración hubiera podido celebrarse menos de diez años después del comienzo de los trabajos, éstos aún distan de haberse concluido, y-como el templo y palacio están contiguos- aún podemos asistir al ir y venir de las cuadrillas de trabajadores, y al estruendo que causan. Por otra parte, hay que convenir en que estas obras ciclópeas armonizan perfectamente con la atmósfera de terror y de crueldad que reina en el palacio. Los martillazos se mezclan con los latigazos, los juramentos de los obreros se confunden con los gemidos de los torturados, y cuando se ve evacuar un cadáver, nunca se sabe si se trata de la víctima de algún suplicio o de un cantero al que ha aplastado un bloque de granito. Raras veces, creo yo, la grandeza y la ferocidad se han visto más estrechamente hermanadas.

Herodes parece haber hecho una cuestión de honor de su triunfo sobre la desconfianza de los judíos. Para llevar a buen fin los trabajos relativos a los lugares sagrados del Templo, hizo que enseñaran a cortar los sillares, así como las labores de albañilería, a sacerdotes que trabajaban revestidos con sus ornamentos. Y ni un solo día se interrumpió el servicio divino, porque nunca se demolía nada sin haber reconstruido antes suficientemente. Y diré que el nuevo edificio es de proporciones grandiosas, y no me cansaría de pormenorizar su esplendor. Sólo quisiera evocar el «atrio de los paganos», vasta explanada rectangular que tiene una anchura de quinientos codos» 6 en la que la gente se pasea, conversa, compra a los mercaderes que allí despliegan sus cestos, y que es comparable al Agora de Atenas o al Foro romano. Todo el mundo puede ir a refugiarse de la lluvia y del sol bajo los pórticos con columnas y techumbres de cedro que bordean el atrio, sin más condiciones que llevar un calzado limpio, no ir armado, ni siquiera de bastón, y no escupir en el suelo. En medio se alza el Templo propiamente dicho, conjunto de rellanos superpuestos el más elevado de los cuales es el Santo de los Santos, en el que no se entra bajo pena de muerte. Su portada de metal macizo está rodeada de vides de oro, con racimos cada uno de los cuales es tan alto como un hombre. Está defendido por un velo de tela babilonia bordada de jacintos, de hilo fino, escarlata y púrpura, símbolos del fuego, de la tierra, del aire y del mar, y que figuran un mapa del cielo. Quisiera evocar finalmente la techumbre, que limita una balaustrada de mármol blanco calado, y formada por láminas de oro con brillantes pinchos, cuyo fin es alejar a los pájaros.

Sí, es una sublime maravilla este nuevo templo que hace a Herodes el Grande igual y quizá superior a Salomón. Ya puede imaginarse qué turbación provocaba en mi cabeza de príncipe destronado, qué tempestad causaba en mi corazón de huertano el espectáculo de tanto esplendor, de tanto poderío, también de tanto horror grandioso.

Sin embargo, fue algo muy distinto cuando al décimo día nos informaron que, por orden del rey, el gran chambelán nos invitaba a la cena que iba a celebrarse aquella noche en el gran salón del trono. Estábamos seguros de que Herodes comparecería en ella, aunque nada lo indicase la fórmula de la invitación, como si el tirano hubiese querido rodearse de misterio hasta el último momento.

Y no obstante, ¿lo confesaré? ¡Cuando entré en el salón, al principio no vi ni reconocí a Herodes! Yo imaginaba que llegaría tarde, el último, para hacer más solemne su entrada. Pero entonces me dijeron que tal cosa hubiese sido contraria a las reglas de la hospitalidad judía, que exigen que el dueño de la casa esté presente para recibir a sus invitados. Claro que el rey, tendido en un diván de ébano rebosante de almohadones, conversaba, aparentemente de forma confidencial, con un anciano de piel muy blanca que estaba tendido a su lado, y cuyo rostro noble y puro contrastaba de modo impresionante con el rostro sacudido por muecas y estragado del rey. Luego me dijeron que se trataba del famoso Manahel, vidente, oniromántico y nigromante esenio al que Herodes consultaba continuamente desde que Manahem le dio una palmada en la espalda cuando tenía quince años llamándole rey de los judíos. Pero una vez más, al no sospechar la presencia de Herodes, al principio sólo vi el reflejo mil veces repetido de un bosque de antorchas encendidas en las bandejas de plata, los frascos de cristal, los platos de oro, las copas de sardónice.

Abriéndose paso por entre la multitud de criados que se atareaban en torno a las mesitas y los divanes, el mayordomo se precipitó al encuentro del cortejo precedido por Baltasar y Gaspar, y en el que se mezclaban sus respectivos séquitos, el blanco y el negro, tan reconocibles, a pesar del desorden, como dos cordones de colores distintos estrechamente trenzados. Los dos reyes ocuparon los lugares de honor a ambos lados del lecho en el que conversaban Herodes y Manahem, y yo me instalé lo mejor que pude entre mi preceptor Baktiar y el joven Asur, un poco apartado, frente al espacio libre, en forma de herradura, que separaba las mesas del gran ventanal, que se abría a un rincón de Jerusalén nocturno y misterioso. Nos sirvieron vino aromatizado con escarabajos dorados que habían asado a la parrilla con sal. Tres tañedoras de arpa proporcionaban, por entre el rumor de las conversaciones y los ruidos de la vajilla, un fondo sonoro armonioso y monótono. Un enorme perro canelo, que nadie sabía de dónde había salido, provocó el desorden y las risas, hasta que un esclavo se lo llevó. Vi a un hombrecillo de pelo rizado, carilleno y con las mejillas rosadas, ya no muy joven, envuelto en una túnica blanca sembrada de flores, llevando un laúd bajo el brazo, y se inclinó ante Herodes. Éste se interrumpió para concederle un instante de atención, y luego dijo: «Sí, pero más tarde». Era el narrador oriental Sangali, maestro del mashal, que procedía de la costa de los Malabares. Sí, más tarde, en efecto, llegaría la hora de la palabra, porque antes íbamos a comer. Se abrieron de par en par las puertas para dejar pasar unos carritos en los que humeaban platos y marmitas. La costumbre exigía aquí que todo estuviese al mismo tiempo a disposición de los comensales. Trajeron hígados de platijas mezclados con lecha de lampreas, sesos de pavos reales y faisanes, ojos de musmones y lenguas de crías de camello, ibis rellenos de jengibre, y sobre todo un abundante guiso cuya oscura salsa, todavía hirviente, cubría vulvas de yegua y genitales de toros. Los brazos desnudos con ganchudos dedos se tendían hacia los platos. Las mandíbulas se movían, los dientes desgarraban, las nueces subían por el esfuerzo de la deglución. Mientras, las tres arpistas continuaban con sus acordes aéreos. Guardaron silencio a un ademán del mayordomo cuando los criados trajeron un gran marco de acero atravesado por una docena de espetones en los que giraban, chorreando grasa, aves de carne blanca y apretada. Herodes se había interrumpido y sonreía en silencio por entre su rala barba. Los asadores descargaron los espetones en los platos, y con la ayuda de afilados cuchillos partieron en dos cada una de las aves. Estaban rellenas de setas negras en forma de cono.

– Amigos míos -gritó Herodes-. Os invito a hacer honor a este plato delicado, histórico y simbólico, que no dudaré en elevar a la dignidad de plato nacional del reino de Herodes el Grande. Se inventó bajo el imperio de la necesidad hace unos treinta años. Fue poco después de la guerra que yo libraba contra Malco, rey de Arabia, por instigación de la reina Cleopatra. Un temblor de tierra convirtió en pocos minutos toda Judea en un montón de ruinas, matando a treinta mil personas e inmensas cantidades de ganado. Sólo se beneficiaron de la catástrofe los buitres y los árabes. Mi ejército, que vivaqueaba al raso, no sufrió las consecuencias del seísmo. Sin embargo, mandé inmediatamente a Malco unos emisarios de paz, arguyendo que en semejantes circunstancias era mejor que renunciáramos a batirnos. Pero Malco, queriendo aprovecharse de la situación, hizo asesinar a mis enviados y se apresuró a atacarme. Su proceder fue abominable. Era yo quien le había salvado de la esclavitud a la que quería reducirle Cleopatra. Para conseguir la paz, pagué entonces doscientos talentos, y me comprometí a entregar más tarde una suma equivalente, sin que ello costase a Malco ni un solo denario. Y ahora suponiendo que yo me veía reducido a la impotencia por el seísmo, mandaba sus tropas contra mí. No le esperé. Crucé el Jordán y le acometí con la rapidez del rayo. En tres batallas hice trizas su ejército. Y naturalmente no acepté ninguna negociación, ninguna propuesta de rescate de prisioneros. Exigí y obtuve una capitulación sin condiciones.

»En estas circunstancias gloriosas y dramáticas, mis cocineros, agotados ya todos los recursos, un buen día me sirvieron un ave asado con setas. El ave era un buitre, y las setas trompetas de los muertos. Me reí mucho. Lo probé. ¡Era delicioso! Hice prometer a mis intendentes que la vez siguiente me servirían al mismo Malco, a pesar de que se nos prohíbe comer carne de cerdo.

La chanza provocó grandes carcajadas entre los invitados. Herodes también se reía, cogiendo con las manos la osamenta del buitre asado que un esclavo había puesto ante él. Todo el mundo le imitó. Sirvieron vino en las cráteras. Durante un rato sólo se oyó el crujido de los huesos. Más tarde hicieron circular bandejas de pasteles de miel, montones de granadas y de uva, de higos y de mangos. Entonces la voz del rey se elevó de nuevo, dominando el tumulto. Reclamaba la presencia de aquel narrador oriental que habíamos visto al comienzo del banquete. Le llamaron. Su aire cándido y frágil contrastaba con los semblantes ahítos y feroces que le rodeaban. Hubiérase dicho que su evidente candidez excitaba la crueldad de Herodes.

– Sangali, puesto que tal es tu nombre, vas a contarnos un cuento -ordenó-¡Pero cuidado con lo que dices, que no se te ocurra aludir involuntariamente a algún secreto de Estado! Que sepas que te juegas las dos orejas en esta empresa. Te ordeno, pues, por tu oreja derecha…

Pareció que estaba pensando cuidadosamente lo que quería ordenarle. Por eso desencadenó una tempestad de risas cuando terminó la frase:

– … que me hagas reír. Y por tu oreja izquierda te ordeno que me cuentes una historia en la que intervenga un rey, sí, muy sabio y muy bueno, al que sus herederos daban muchas preocupaciones. Eso es: un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia. Si me hablas de otra cosa y no me haces reír, saldrás de aquí desorejado, como lo fue antaño Hircán II, a quien su sobrino Antígono mutiló con sus propios dientes» para impedir que llegase a ser sumo sacerdote.

Hubo un silencio.

– Ese rey cuya historia quieres oír -dijo por fin Sangali con voz intrépida- se llamaba Barbadeoro.

– ¡Adelante con Barbadeoro! -aprobó Herodes-. Escuchemos la historia de Barbadeoro y de sus herederos, porque, sabedlo, amigos míos, en este momento nada me interesa tanto como las cuestiones de herencia.

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