El asno es un poeta, un literato, un charlatán. El buey no dice nada. Es un rumiante, un meditativo, un taciturno. No dice nada, pero eso no quiere decir que no piense. Reflexiona y recuerda. Imágenes inmemoriales flotan en su cabeza, pesada y maciza como una roca. La más venerable viene del antiguo Egipto. Es la del Buey Apis. Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno. Lleva una media luna en la frente y un buitre sobre el lomo. Bajo su lengua está oculto un escarabajo. Le alimentan en un templo. Después de eso, ¿verdad?, un pequeño dios nacido en un establo de una doncella y del Espíritu Santo no va a sorprender a un buey.
Recuerda. Se ve a sí mismo como novillo. En el centro del cortejo formado para la fiesta de las cosechas en honor de la diosa Cibeles, se adelanta, coronado de racimos de uva, escoltado por jóvenes vendimiadoras y viejos Silenos panzudos y encarnados.
Recuerda. Los trabajos negros de otoño. El lento trabajo de la tierra hendida por la reja del arado. Su hermano de labor sujeto al mismo yugo que él. El establo cálido y humeante.
Sueña con la vaca. El animal-madre por excelencia. La suavidad de su vientre. Los tiernos cabezazos del ternerillo contra ese cuerno de la abundancia vivo y generoso. Las arracimadas ubres de color rosa, de donde brota la leche.
El buey sabe que es todo eso, y que su masa tranquilizadora y firme ha de velar por el parto de la Virgen y el nacimiento del Niño.
Que mi pelo blanco no os engañe, dice el asno. Antes yo era negro como el azabache, sin más que una estrella clara en la testera, una estrella, signo evidente de mi predestinación. Todavía hoy conservo mi estrella, pero ya no se ve, porque todo el pelaje ha blanqueado. Es como los astros del cielo nocturno, que se borran en la palidez del alba. Así, la edad avanzada ha dado a todo mi cuerpo el color de mi estrella frontal, y también en eso quiero ver un signo, la señal evidente de una especie de predestinación.
Porque soy viejo, muy viejo, debo de tener cerca de cuarenta años, lo cual para un asno es fantástico. Quizá sea incluso el decano de los asnos. Sería otro signo.
Me llaman Kadi Chuya. Y eso merece una explicación. Desde mi más tierna edad, mis amos no han podido permanecer insensibles al aire de sabiduría que me distinguía de los demás asnos. En mi mirada había algo grave y sutil que impresionaba. De ahí el nombre de Kadi que me dieron, porque todo el mundo sabe que entre nosotros un kadi es a un tiempo un juez y un religioso, es decir, un hombre doblemente ilustre por su sabiduría. Pero, desde luego, yo no era más que un asno, el más humilde y el más maltratado de los anímales, y sólo podían darme ese nombre venerable de Kadi disminuyéndolo con otro nombre que fuera ridículo. Y éste fue Chuya, que quiere decir pequeño, mezquino, despreciable. Kadichuya, el sabio que no es nada, llamado por sus amos tan pronto Kadi como, más frecuentemente, Chuya, según su humor en aquel momento. *
Yo soy un asno de pobres. Durante mucho tiempo he presumido de serlo. Porque tenía por vecino y confidente un asno de ricos. Mi amo era un modesto labrador. Su campo linda con una hermosa propiedad. Un comerciante de Jerusalén iba allí con los suyos para estar más frescos en las semanas más calurosas del verano. Su asno se llamaba Yaul, un animal soberbio, casi dos veces más grande que yo, con el pelaje de un gris casi perfectamente uniforme, muy claro, fino como la seda. Había que verlo salir enjaezado de cuero rojo y de terciopelo verde con su silla de cañamazo, sus anchos estribos de cobre, agitando borlas y haciendo tintinear cascabeles. Yo hacía como que juzgaba ridículos esos arreos de carnaval. Sobre todo me acordaba de los sufrimientos que le habían infligido en su infancia para hacer de él una montura de lujo. Lo había visto chorreando sangre, porque acababan de esculpirle con navaja en plena carne las iniciales y la divisa de su amo. Vi sus orejas cruelmente cosidas por las puntas, para conseguir que luego se mantuvieran muy erguidas, como cuernos, en tanto que las mías caían lamentablemente a derecha y a izquierda de mi cabeza, y las patas fuertemente ceñidas por vendas, para que fuesen más finas y más rectas que las de los asnos ordinarios. Los hombres son así, hacen sufrir aún más a lo que prefieren y a aquello de lo que están más orgullosos, que a lo que detestan o desprecian.
Pero Yaul gozaba de importantes compensaciones, y había una secreta envidia en la conmiseración que yo creía poder manifestar para con él. En primer lugar comía todos los días cebada y avena en un pesebre muy limpio. Y sobre todo estaban las yeguas. Para comprenderlo bien hay que empezar por medir el insoportable orgullo que sienten los caballos respecto a los asnos. No basta con decir que nos miran con altivez. La verdad es que no nos miran, para ellos no existimos, como creen que no existen los ratones o las cochinillas. En cuanto a la yegua, bueno, para el asno es el no va más, la gran dama altanera e inaccesible. Sí, la yegua es el desquite mayor y sublime que puede tomarse el asno de ese majadero que es el caballo. Pero, ¿cómo es posible que un asno rivalice con el caballo en su propio terreno, hasta el punto de birlarle la hembra? Lo que pasa es que el destino tiene muchos recursos, y ha inventado el privilegio más sorprendente y más extravagante del pueblo de los asnos, y la clave de ese privilegio se llama el mulo. ¿Qué es un mulo? Es una montura seria, segura y sólida (y ya puestos a alinear adjetivos calificativos en ese, podría añadir silenciosa, sensata, solvente, pero sé que he de vigilar mi excesiva afición a las palabras). El mulo es el rey de los senderos arenosos, de las cuestas escabrosas, de los vados de los ríos. Tranquilo, imperturbable, incansable, anda…
Pero, ¿cuál es el secreto de tantas virtudes? Pues que ignora los desórdenes del amor y las turbaciones de la procreación. El mulo nunca tiene muletos. Para hacer un muleto se necesita un papá asno y una mamá yegua. Ésta es la razón de que algunos asnos -y Yaul era de esos-, elegidos como padres de muletos (éste es el título más prestigioso de nuestra comunidad), reciben yeguas por esposas.
Yo no soy excesivamente indinado al sexo, y sí tengo ambiciones son de otra clase. Pero he de confesar que algunas mañanas, el espectáculo de Yaul volviendo de sus proezas ecuestres, agotado y borracho de placer, me hacía dudar de la justicia de la vida. Claro que la vida no me trataba a cuerpo de rey.
Siempre apaleado, insultado, abrumado por cargas más pesadas que yo mismo, alimentado con cardos -¡ah, esa idea de los hombres de que a los asnos les gustan los cardos!-. ¡Que nos den una vez, una sola vez, trébol y cereales, para que podamos ver la diferencia! Y cuando se acerca el final, los obsesionantes cuervos cuando, vencidos por el cansancio, esperaremos junto a una zanja que la muerte misericordiosa venga a poner término a nuestros sufrimientos. Los obsesionantes cuervos, sí, porque vemos una gran diferencia entre los buitres y los cuervos, cuando estamos cerca del último momento. Porque los buitres sabed que sólo atacan a los cadáveres. No hay nada que temer de ellos mientras os quede un soplo de vida: misteriosamente avisados, esperan a una respetuosa distancia. Mientras que los cuervos, esos demonios, se precipitan sobre un moribundo, y lo destrozan cuando aún vive, empezando por los ojos…
Esas son cosas que hay que saber para comprender mi estado de ánimo, en aquel comienzo de invierno, cuando me encontraba con mi amo en Belén, un pueblo grande de la Judea. Toda la provincia era un constante ir y venir de gente, porque e! Emperador había ordenado que se censara la población, y todos tenían que hacerse inscribir con los suyos en el lugar del que procedían. Belén no es más que una aldea en lo alto de una colina cuyas laderas están adornadas con terrazas y jardincillos que sostienen murales de piedra. En primavera y en un período ordinario, debe de estar bien vivir aquí, pero a comienzos del invierno y en medio del tumulto del censo, yo echaba mucho de menos mi establo de Djela, el pueblo del que veníamos. Mi amo había tenido la suerte de encontrar un lugar para mi ama y los dos niños en una gran posada que hormigueaba de gente. Al lado del edificio principal había una especie de granero donde debían de guardar los provisiones. Entre las dos casas, una estrecha calleja que no llevaba a ninguna parte había sido cubierta por unas vigas sobre las cuales se habían echado brazadas de juncos, formando una especie de techo de bálago. Bajo tan precario abrigo se había puesto un pesebre y una cama de paja para los animales de los clientes de la posada. Allí me ataron al lado de un buey al que acababan de desenganchar de una carreta. He de deciros que siempre he sentido horror por los bueyes. Desde luego esos animales carecen de malicia, pero por desgracia el cufiado de mi amo posee uno, y cuando llega el tiempo de la labranza los dos hombres se ayudan el uno al otro, y nos enganchan juntos en el arado, a pesar de la prohibición formal de la ley. 8 Ahora bien, la ley es muy sabia, porque, podéis creerme, no hay nada peor que trabajar en semejante compañía. El buey tiene su andar -que es lento-, su ritmo, que es continuo. Tira con su cuello. El asno -como el caballo-tira con la grupa. Precipita su esfuerzo, trabaja a sacudidas vigorosas. Obligarle a ir junto a un buey es atarle una bola al pie, quebrantar toda su energía, ¡y no tiene tanta!
Pero aquella noche no se trataba de la labranza. Los viajeros que el posadero había rechazado habían invadido el granero. Yo ya supuse que no nos dejarían tranquilos durante mucho tiempo. En efecto, pronto un hombre y una mujer se deslizaron en nuestro improvisado establo. El hombre, una especie de artesano, era de edad avanzada. Había armado mucho alboroto contando a todo el mundo que tenía que hacerse censar en Belén porque pertenecía a la descendencia del rey betlemita David por una cadena de veintisiete generaciones. Se le reían en la cara. Más le hubiera valido, para encontrar un refugio, alegar el estado de su jovencísima esposa, que parecía agotada y además encinta. Juntó la paja del suelo y el heno de los pesebres para confeccionar entre el buey y yo un lecho improvisado en el que hizo recostar a la joven.
Poco a poco todo el mundo fue encontrando su lugar, y los ruidos fueron cesando. A veces la joven gemía quedamente, y así nos enteramos de que su marido se llamaba José. El la consolaba lo mejor que podía, y así nos enteramos de que ella se llamaba María. No sé cuántas horas pasaron, porque yo debí de dormirme. Al despertar noté que se había producido un gran cambio, no sólo en aquel lugar, sino en todas partes, y hasta hubiérase dicho que en el cielo, del que nuestra pobre techumbre dejaba ver centelleantes luces. El gran silencio de la noche más larga del año había caído sobre la tierra, y hubiérase dicho que retenía sus fuentes y e¡ cielo sus soplos para no turbarlo. Ni un solo pájaro en los árboles. Ni un zorro en los campos. Entre la hierba ni un ratón campesino. Las águilas y los lobos, codo lo que posee pico y garras, habían establecido una tregua y velaban, con la panza hambrienta y la mirada fija en la oscuridad. Hasta las luciérnagas y los gusanos de luz ocultaban su resplandor. El tiempo se había borrado en una eternidad sagrada.
Y bruscamente, en un momento, se produjo un acontecimiento formidable. Un estremecimiento de alegría irreprimible recorrió el cielo y la tierra. Un rumor de alas innombrables demostró que nubes de ángeles mensajeros se lanzaban en toda direcciones. La paja que nos cubría quedó iluminada por la deslumbrante luz de un cometa. Se oyó la risa cristalina de los arroyos y la majestuosa de los ríos. En el desierto de Judá un leve temblor de la arena cosquilleó los costados de las dunas. Una ovación que ascendía de los bosques de terebintos se mezcló con los aplausos ahogados de los buhos. La naturaleza entera exultaba.
¿Qué había pasado? Casi nada. Se había oído, saliendo de la cálida sombra de la paja un ligero grito, y desde luego aquel grito no era ni del hombre ni de la mujer. Era el dulce vagido de un niño pequeñísimo. Al mismo tiempo una columna de luz apareció en medio del establo, el arcángel Gabriel, el ángel de la guarda de Jesús, ya estaba allí, y en cierto modo tomaba la dirección de las operaciones. Además, la puerta no tardó en abrirse, y se vio entrar a una de las criadas de la posada vecina, que llevaba apoyado en la cadera un lebrillo de agua tibia. Sin vacilar, se arrodilló y bañó al niño. Luego lo frotó con sal, a fin de fortalecerle la piel, y una vez envuelto en pañales, lo tendió a José, quien se lo puso sobre las rodillas, señal de reconocimiento paternal.
Había que admitir que Gabriel había sido muy eficaz. ¡Ah, sin faltar al respeto que se debe a un arcángel, puede decirse que desde hacía un año Gabriel había ido con la lengua fuera! Fue él quien anunció a María que iba a ser madre del Mesías. Él fue quien disipó los recelos del buen José. Más tarde convenció a los Reyes Magos para que no fueran a informar a Herodes, y además organizó la huida a Egipto de la pequeña familia. Pero no anticipemos acontecimientos. Por ahora hace de mayordomo, organiza las alegres pompas en estos lugares sórdidos que él transfigura, como e! sol transforma la lluvia en arco iris. Fue en persona a despertar a los pastores de los campos más próximos, a los que, hay que admitirlo, al principio les dio un buen susto. Pero riendo para tranquilizarles, les anunció la hermosa, la gran noticia, y les convocó en el establo. ¿En un establo? ¡Era algo muy sorprendente, pero también reconfortante para aquellas personas tan sencillas!
Cuando empezaron a acudir, Gabriel les agrupó en semicírculo, y les ayudó a acercarse, uno tras otro, para presentar sus saludos y ofrecer sus felicitaciones, con una rodilla en tierra. Y no era poco tener que pronunciar unas frases para aquellos silenciosos que no solían hablar más que a su perro o a la luna. Dejaban ante el pesebre productos de su trabajo, leche cuajada, quesitos de cabra, manteca de oveja, y también aceitunas de Caígala, frutos de sicómoro, dátiles de Jerícó, pero ni carne ni pescado. Hablaban de sus humildes miserias, epidemias, suciedad, animales malolientes, y Gabriel les bendecía en nombre del Niño, y les prometía ayuda y protección.
Ni carne ni pescado, hemos dicho. Sin embargo, uno de los últimos pastores se presentó con un pequeño carnero de cuatro meses que llevaba echado a través de la nuca. Se arrodilló, dejó su regalo en medio de la paja, y luego se puso en pie irguiéndose con toda su estatura. La gente de la comarca reconoció a Silas el Samaritano, un pastor, sí, pero también una especie de anacoreta que gozaba de una reputación de sabiduría entre los humildes. Vivía completamente solo con sus perros y sus animales en una caverna de la montaña de Hebrón. Se sabía que no había bajado en vano de sus desoladas alturas, y cuando el arcángel le hizo una señal pata que tomase la palabra, todo el mundo prestó oídos:
– Señor -comenzó-, hay quien dice de mí que vivo retirado en la montaña porque odio a los hombres. No es verdad. No ha sido el odio a los hombres, sino el amor a los animales lo que ha hecho de mí un solitario. Pero quien ama a sus animales ha de protegerlos de la maldad y de la avidez de los hombres. Es cierto que no soy un criador ordinario que vende su ganado en el mercado. Yo no vendo ni mato a mis animales. Ellos me dan su leche. Con ella hago nata, manteca y quesos. No vendo nada. Uso esos dones según mis necesidades. Doy lo demás -la mayor parte- a los indigentes. SÍ esta noche he obedecido al ángel que me ha despertado y me ha señalado la estrella, es porque sufro dentro de mí corazón una gran revuelta, no sólo contra los usos de mi sociedad, sino, lo cual es más grave, contra los ritos de mí religión. ¡Ay, las cosas se remontan a un período muy antiguo, casi al origen de los tiempos, y para que todo eso cambiara se necesitaría una revolución muy profunda! ¿Será esta noche? Es lo que he venido a preguntarte.
– Será esta noche -le aseguró Gabriel.
– Remontémonos, pues, en primer lugar, al sacrificio de Abraham. Para probarle, Dios le ordena que sacrifique en holocausto a su único hijo, Isaac. Abraham obedece. Sube con el niño a una de las montañas de la tierra Moria. El niño se sorprende: llevan la leña para la hoguera, el fuego y el cuchillo, ¿pero dónde está el animal que ha de ser sacrificado? La leña, el fuego, el cuchillo… ¡Estos son, Señor, los atributos malditos del destino del hombre!
– Habrá otros -dijo muy sombrío Gabriel, que pensaba en los clavos, en el martillo, en la corona de espinas.
– Luego Abraham prepara una hoguera, ata a Isaac y le tiende sobre una piedra plana que hace las veces de altar. Y levanta su cuchillo sobre la blanca garganta del niño.
– Entonces -le interrumpió Gabriel-, aparece un ángel y detiene su brazo. ¡Era yo!
– Sin duda, buen ángel -siguió diciendo Silas-, pero Isaac nunca se recuperó del miedo que sintió al ver que su propio padre levantaba un cuchillo sobre él. Y el brillo azulado de la hoja le dañó los ojos, hasta el punto de que durante toda la vida tuvo mala vista, e incluso se volvió completamente ciego al final, lo cual permitió a su hijo Jacob engañarle y suplantar a su hermano Esaú. Pero no es eso lo que me preocupa. ¿Por qué no podíais quedaros en ese infanticidio evitado? ¿Era necesario que corriese la sangre? Tú, Gabriel, proporcionaste a Abraham un joven carnero que fue sacrificado y quemado en holocausto. ¿Es que aquella mañana Dios no podía prescindir de una muerte?
– Admito que el sacrificio de Abraham fue una revolución fallida-dijo Gabriel-. La repetiremos. -Además -siguió diciendo Silas-, podemos remontarnos más lejos en la Historia Sagrada y sorprender, como si dijéramos en su fuente, la secreta pasión de Jehová. Recuerda a Caín y a Abel. Los dos hermanos hacían sus devociones, y cada uno de ellos ofrecía en oblación productos de sus trabajos. Caín, como era labrador, sacrificaba frutos y cereales, mientras que el pastor Abel ofrecía corderos y su grosura. Pero Jehová rechazaba las ofrendas de Caín y se complacía en las de Abel. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? Sólo veo uno: ¡porque Jehová detesta las hortalizas y adora la carne! ¡Sí, el Dios al que adoramos es decididamente carnívoro!
»Y como a tal le honramos. El Templo de Jerusalén en su esplendor y su majestad, la sede del Poder divino actuante… ¿sabes que algunos días chorrea y humea de sangre fresca igual que un matadero? El altar de los sacrificios es un bloque colosal de piedras no pulimentadas, que en sus ángulos tiene como unos cuernos, con regueras para evacuar la sangre de los animales. En algunas ceremonias, los sacerdotes, transformados en matarifes, matan rebaños enteros. Bueyes, carneros, machos cabríos, e incluso nubes enceras de palomas, sufren en estos lugares las convulsiones de la agonía. Los despedazan en mesas de mármol, mientras sus entrañas se arrojan a una hoguera cuya humareda envenena toda la ciudad. Te diré que algunos días, cuando el viento sopla del norte, esos hedores llegan hasta mi montaña, y siembran el pánico en mi rebaño.
– Has hecho bien al venir esta noche a velar y a adorar al Niño, Silas el Samaritano -le dijo Gabriel-. Las quejas de tu corazón amigo de los animales serán escuchadas. Te he dicho que el sacrificio de Abraham fue una revolución fallida. El Hijo no tardará en volver a ser ofrecido en holocausto por el mismo Padre. Y te juro que esta vez ningún ángel detendrá su mano. A partir de ahora en todo el mundo, y hasta el más pequeño de los islotes de tierra emergida, y a cada hora del día hasta el fin de los tiempos, la sangre del Hijo se derramará sobre los altares para la salvación de los hombres. A este niño recién nacido al que ves dormir sobre la paja, el buey y el asno pueden calentarlo con su aliento, porque en verdad es un cordero, y desde ahora será el único cordero sacrificial, el Cordero de Dios que será el único inmolado por los siglos de los siglos.
Puedes irte en paz, Silas, y llevarte como símbolo de vida el carnero joven que has dejado aquí. Más feliz que el de Abraham, podrá testimoniar en tu rebaño que desde ahora la sangre de los animales no volverá a verterse en los altares de Dios.
Después de este discurso angélico hubo una pausa de recogimiento que pareció ser como un vacío ante la terrible y magnífica transformación que anunciaba. Cada cual a su modo y según sus fuerzas, trataba de imaginar lo que serían los nuevos tiempos. Entonces estalló un formidable chirrido de cadenas y de garruchas herrumbrosas, una risa sollozante, torpe y grotesca: era yo, era el rebuzno ensordecedor del asno del pesebre. Sí, qué le vamos a hacer, se me había acabado la paciencia, ya no podía aguantar más. Una vez más era evidente que se olvidaban de nosotros, porque había escuchado atentamente todo lo que habían dicho, y no había oído nada referente a los asnos.
Todo el mundo se rió, José, María, Gabriel, los pastores y el sabio Silas, y e! buey, que no había entendido nada, hasta el Niño, que pataleó alegremente con sus cuatro miembrecitos en su cuna de paja.
– Desde luego -dijo Gabriel-, no olvidaremos a los asnos. Es verdad que los sacrificios sagrados no van con ellos. Ningún sacerdote recuerda que alguna vez se haya visco inmolar a un asno en un altar. ¡Sería demasiado honor para vosotros, humildes borricos! No obstante, ¡qué mérito el vuestro, abrumados por cargas, apaleados, heridos, hambrientos! No creáis que vuestras miserias escapan a los ojos de un arcángel. Por ejemplo, Kadí Chuya, veo claramente esa herida profunda y purulenta que se abre detrás de tu oreja izquierda, y sufro contigo, pobre mártir, cuando tu amo hurga en ella, día tras día, con su aguijada, para que el dolor reanime tus fuerzas desfallecientes.
Entonces el arcángel tendió un dedo luminoso hacia mi oreja izquierda, e inmediatamente aquella herida profunda y purulenta que había sabido ver se cerró, y hasta se cubrió con una callosidad dura y espesa que ninguna aguijada conseguiría nunca penetrar. De golpe, sacudí mis crines con entusiasmo, lanzando al aire un rebuzno victorioso.
– Sí, amables y modestos compañeros de trabajo de los hombres -siguió diciendo Gabriel-, tendréis vuestra recompensa en la gran historia que empieza esta noche, y será triunfal.
»Un día, un domingo -que se llamará Domingo de Ramos o Pascua Florida- el Señor desatará en el pueblo de Betania, cerca del Monte de los Olivos, una asna acompañada de su pollino. Los apóstoles echarán un manto sobre el lomo del pollino -que nadie habrá montado aún-, y Jesús montará en él. Y el Señor hará una entrada solemne en Jerusalén, por la Puerta Dorada, la puerta más hermosa de la ciudad. Un pueblo alborozado aclamará al profeta de Nazaret a los gritos de ¡Hosanna al Hijo de David!, y el pollino pisará una alfombra de palmas y de flores dispuesta por la gente sobre el empedrado. La madre trotará detrás del cortejo, rebuznando para decir a todos: "¡Es mi pequeño, es mi pequeño!", porque nunca una asna se habrá sentido tan orgullosa.
Así por vez primera alguien había pensado en nosotros, los asnos, alguien se había preocupado por nuestros sufrimientos de hoy y nuestras alegrías de mañana. Pero para eso se había necesitado nada menos que un arcángel que acababa de bajar del cielo. De este modo yo me sentía rodeado, adoptado por la gran familia de Navidad. Ya no era el solitario incomprendido. ¡Qué noche más hermosa hubiéramos podido pasar así todos juntos en medio del calor de nuestra común y santa pobreza! ¡Y que buen desayuno hubiéramos podido tomar después de habernos levantado tarde!
¡Ay! Los ricos siempre tienen que meterse en todo. Los ricos son verdaderamente insaciables, quieren poseerlo todo, hasta la pobreza. ¿Quién hubiera podido imaginar que aquella familia miserable, instalada entre un buey y un asno, llamaría la atención de un rey? ¡Qué digo un rey! Tres reyes, auténticos soberanos venidos, además, de Orienre, en medio de un lujo ostentoso de criados, cabalgaduras y baldaquines.
Los pastores se habían retirado, y había vuelto a hacerse el silencio sobre aquella noche incomparable. Y de pronto un gran tumulto llena las callejas del pueblo. Todo un tintineo de frenos, estribos, armas, la púrpura y el oro brillante a la luz de las antorchas, órdenes y llamadas en lenguas salvajes, y sobre todo la silueta insólita de animales venidos de los confines del mundo, halcones del Nilo, lebreles de caza, loros verdes, caballos divinos, camellos del lejano sur. ¿Y por qué no elefantes en esta comitiva?
Al principio se agolpan por curiosidad. Semejante despliegue nunca se había visto en una aldea de Palestina. ¡Puede decirse que los ricos no han reparado en gastos para robarnos nuestra Navidad! Pero en resumidas cuentas es demasiado, es excesivo. Se van, se refugian en sus casas atrancadas, o se dispersan por los campos y colinas. Porque, ya es sabido, la gente modesta como nosotros no puede esperar nada bueno de los poderosos. Es mejor para ellos permanecer a distancia. Por una limosna que cae aquí o allá, ¿cuántos golpes de fusta no recibe un villano o un asno que se cruza en el camino de un príncipe?
Así lo supo ver mi amo. Despertado por la escandalera, recoge sus trastos y se abre paso hasta nuestro improvisado establo. Mi amo es decidido, pero no gasta muchas palabras en explicarse. Sin abrir la boca me desata, y salimos de aquel pueblo, decididamente muy agitado, antes de la entrada de los reyes.