Herodes el Grande

Herodes se rió varias veces mientras escuchaba ese cuernecillo, y todos los ministros y cortesanos se rieron dócilmente con él, de tal modo que la atmósfera estaba muy calmada, y Sangali se sentía tranquilo acerca de sus orejas. Saludaba inclinándose hasta el suelo y para dar las gracias hacía sonar un acorde en su laúd cada vez que una bolsa caía a sus pies. Cuando se alejó, una amplia sonrisa iluminaba su sonrosado rostro.

Pero la risa sienta mal a Herodes. Su cuerpo, torturado por las pesadillas y las enfermedades, no soporta esa clase de espasmo. Agarrado al triclinio, se encorva hacia el suelo embaldosado en una convulsión dolorosa. Todos acuden en su ayuda, aunque en vano. De forma irresistible, se deslizan suposiciones en las mentes: ¿Y si el déspota se muriese? ¡Qué herencia caótica iba a dejar tras él, con sus diez mujeres y sus hijos dispersos por los cuatro extremos del mundo! La sucesión… Aquél había sido el asunto impuesto a Sangali por el propio rey. Lo cual prueba que no dejaba de pensar en ello. Ahora abre la boca y jadea con los ojos cerrados. Una arcada le sacude. Vomita sobre las baldosas una mezcla que evoca lo esencial del festín. No pueden ponerle un lebrillo bajo la boca. Sería insultar la majestad de aquel vómito real del que nadie tiene el derecho de desviar la mirada. Alza un rostro lívido, veteado de verde e inundado de sudor. Quiere hablar. Hace un ademán para que se reúnan en semicírculo en torno a su lecho. Emite un sonido inarticulado. Vuelve a empezar. Por fin se distinguen unas palabras en el amasijo sonoro que sale de sus labios.

– Soy rey-dice-, pero me siento moribundo, solitario y desesperado. Ya lo habéis visto: no puedo conservar ningún alimento. Mi estómago está tan enfermo que rechaza todo lo que mi boca le envía. Y además tengo hambre. ¡Me muero de hambre! Tiene que haber quedado guiso, medio buitre, pepinos con cidra, o uno de esos liros engordados con manteca de cerdo gracias a los cuales los judíos burlan la ley mosaica. ¡Dios, que me den de comer!

Los criados, muertos de miedo, acudieron precipitadamente con cestos de pasteles, platos llenos, bandejas chorreantes de salsa.

– ¡Y si sólo fuera el estómago! -sigue diciendo Herodes-, Pero todas mis entrañas arden como el infierno. Cuando me agacho para vaciar las tripas, suelto un icor de pus y de sangre en el que se agitan los gusanos. Sí, lo que me queda de vida no es más que un aullido de dolor. Pero me aferró a ella con rabia, porque no tengo a nadie que pueda sucederme. Este reino de Judea que yo he hecho y al que he llevado en mis brazos desde hace casi cuarenta años, al que he dado la prosperidad gracias a una era de paz sin ejemplo en la historia humana, ese pueblo judío que rebosa talento, pero execrado por los demás pueblos a causa de su orgullo, de su intolerancia, de su soberbia, de la crueldad de sus leyes, esa tierra que he cubierto de palacios, de templos, de fortalezas, de quintas, ay, bien veo que todo eso, esos hombres y esas cosas están condenados a un naufragio lamentable, por falta de un soberano que tenga mi vigor y mi genio. ¡Dios no dará a los judíos un segundo Herodes!

Calló largo rato, con la cabeza inclinada hacia el suelo, de tal manera que sólo se veía su tiara con la triple corona de oro, y cuando volvió a levantar el rostro, los invitados descubrieron con terror que estaba bañado en lágrimas.

– Gaspar de Meroe, y tú, Baltasar de Nippur, y tú también, pequeño Melchor, que te escondes bajo una librea de paje, detrás del rey Baltasar, a vosotros me dirijo, porque sois los únicos dignos de oírme en medio de esta corte en la que sólo veo generales felones, ministros prevaricadores, consejeros vendidos y cortesanos que conspiran. ¿Por qué esta corrupción en torno a mí? Toda esa chusma dorada tal vez fue honrada en un principio, o, en cualquier caso, ni mejor ni peor que el resto de la humanidad. Pero, ya lo veis, el poder corrompe. ¡He sido yo, el todopoderoso Herodes, a pesar mío, a pesar de ellos, quien ha hecho traidores de todos esos hombres! Porque mi poder es inmenso. Hace cuarenta años que trabajo encarnizadamente reforzándolo y perfeccionándolo. Mi policía está en todas partes, y algunas noches yo mismo condesciendo a visitar disfrazado los garitos y los lupanares de la ciudad, para oír lo que allí se dice. A todos vosotros mi mirada os atraviesa como si fuerais de cristal. Baltasar, lo sé todo acerca del saqueo de tu Balthazareum, y si quieres la lista de los culpables, la pongo a tu disposición. Pues en aquellas circunstancias demostraste una deplorable blandura. Había que castigar, Dios, castigar sin piedad, y en vez de eso has dejado que encanecieran tus cabellos.

»Amas la escultura, la pintura, el dibujo, las imágenes. Yo también. Te entusiasma el arte griego. A mí también. Te enfrentas con el estúpido fanatismo de un clero iconoclasta. Yo también. Pero escucha la historia del Águila del Templo.

»Este tercer templo de Israel, que es con mucha diferencia el más grande y el más hermoso de todos, es la coronación de mi vida. A costa de enormes sacrificios, he realizado una obra de la que ninguno de mis predecesores asmoneos había sido capaz de hacer. Tenía derecho a esperar de mi pueblo, y especialmente de los fariseos y del clero, una gratitud total. Sobre el frontón de la puerta grande del Templo he puesto con las alas abiertas un águila de oro de seis codos de envergadura. ¿Por qué este emblema? Porque en veinte pasajes de las Escrituras aparece como, símbolo de poderío, de generosidad, de fidelidad. Y también porque es el signo de Roma. La tradición bíblica y la majestad romana, esos dos pilares de la civilización, se celebraban así a la vez, y la posteridad no podrá negar que su hermanamiento fue el objeto de toda mi política. Ya veis, las circunstancias de este asunto son imperdonables. Yo me encontraba en el último grado del sufrimiento y de la enfermedad. Mis médicos me habían enviado a Jericó para someterme allí a una cura de baños calientes y sulfurosos. Un día, nadie sabe porqué, empieza a correr por Jerusalén el rumor de mi muerte. Inmediatamente, dos doctores fariseos, Judas y Matatías, reúnen a sus discípulos y les explican que hay que destruir este emblema, porque es una imagen que viola el segundo mandamiento del Decálogo, una representación del Zeus griego y un símbolo de la presencia romana. Al mediodía, cuando el atrio de los gentiles hormiguea de gente, dos jóvenes trepan al tejado del Templo; con la ayuda de unas cuerdas, se deslizan hasta la altura del frontón de la puerta, y allí, a fuerza de hachazos, destruyen el águila de oro. jAy de ellos, pues Herodes el Grande no había muerto, ni mucho menos! Los guardianes del Templo y los soldados intervienen. Detienen a los profanadores y a los que les inducían a serlo. En total, unos cuarenta hombres. Hago que me los lleven a Jericó para interrogarles. El proceso se desarrolla en el gran teatro de la ciudad. Asisto a él, tendido en unas angarillas. Los jueces dan su veredicto: los dos doctores son quemados vivos en público, los profanadores son decapitados.

»¡Ya ves, Baltasar, cómo un rey que rinde culto a las artes ha de defender las obras maestras!

»En cuanto a ti, Gaspar, sé más que tú acerca de tu Biltina y del granuja que la acompaña. Cada vez que estrechabas en tus brazos a tu hermosa rubia, uno de mis agentes estaba oculto detrás de un tapiz de tu alcoba, bajo tu lecho, y me enviaba un informe al día siguiente por la mañana. Y tu negligencia es, si ello es posible, más culpable aún que la de Baltasar. ¡Hay que ver! Esa esclava te engaña, te escarnece, te ridiculiza ante los ojos de todos, ¡y dejas que siga viviendo! ¿Dices que estabas enamorado de su blanca piel? ¡Pues bien, había que arrancársela! Te enviaré especialistas que depellejan maravillosamente a los cautivos, arrollando su piel en ramas de avellano.

»A ti, Melchor, te juzgo inmensamente cándido al haber querido introducirte en mi capital, en mi palacio, y hasta junto a mi mesa, bajo una falsa identidad. ¿En qué caravana crees estar? Has de saber que ni un detalle de tu huida de Palmira, con tu preceptor, ha escapado al conocimiento de mis espías, ni una sola de vuestras etapas, y hasta las palabras que habéis intercambiado con viajeros… que estaban a sueldo mío. Yo podía haberte avisado de lo que preparaba tu tío Atmar para el día siguiente de la muerte del rey, tu padre. No lo hice. ¿Por qué? Porque las leyes de la moral y de la justicia no se aplican en el dominio del poder. ¿Quién sabe si tu tío -que es traidor y criminal a los ojos de todos, convengo en ello- no será un soberano mejor, más benéfico para su pueblo, y sobre todo mejor aliado del rey Herodes, de lo que hubieras sido tú mismo? ¿Quería matarte? Tenía razón. La existencia en el extranjero del heredero legal del trono que él ocupa es intolerable. Para serte franco, me decepcionó al cometer el error inicial de dejar que escaparas. ¡Qué importa! He tomado la decisión de no intervenir en este asunto, no intervendré. Puedes ir y venir por Judea, estoy decidido a no ver oficialmente más que tu disfraz de Narciso del rey Baltasar. Pero abre bien los ojos y los oídos, tú que has perdido un trono y sueñas con reconquistarlo. Aprende de mi espectáculo la terrible ley del poder. ¿Qué ley? ¿Cómo formularla? Consideremos la posibilidad que acabo de evocar: os aviso a tu padre el rey Teodemo y a ti mismo que el príncipe Atmar lo tiene todo dispuesto para hacer que te asesinen apenas se produzca la muerte del rey. La revelación tal vez sea verdadera, tal vez falsa. Es imposible, ¿me oyes?, imposible comprobarlo. Es un lujo que tu padre y tú no os podéis permitir. Hay que actuar, y aprisa. ¿Cómo? Anticipándoos. Haciendo asesinar a Atmar. Ésta es la ley del poder: ser el primero en matar a la menor duda. Yo siempre me he atenido estrictamente a eso. Ley terrible, que ha creado un macabro vacío en torno a mí. El resultado, pues bien, es doble, si quieres considerar mi vida. Soy el rey de Oriente más antiguo, el más rico, el más benéfico para su pueblo. Y al mismo tiempo soy el hombre más desdichado del mundo, el amigo más traicionado, el marido más escarnecido, el padre más desafiado, el déspota más odiado de la historia.

Calla por unos instantes, y cuando vuelve a hablar lo hace con una voz casi inaudible que obliga a los invitados a prestar mucha atención.

– El ser de este mundo a quien he amado más se llamaba Mariamna. No hablo de la hija del sumo sacerdote Simón, con la que me casé en terceras nupcias por la simple razón de que también se llamaba Mariamna. No, me refiero a la primera, a la única mujer de mi vida. Yo era ardoroso y joven. Iba de triunfo en triunfo. Cuando el drama estalló acababa de resolver en beneficio mío la situación más diabólicamente embrollada que he conocido jamás.

»Trece años después del asesinato de Julio César, la rivalidad de Octavio y Antonio por la posesión del mundo se había hecho mortal. Mi razón me inclinaba hacia Octavio, amo de Roma. Mi posición geográfica, porque hacía de mí el vecino y el aliado de Cleopatra, reina de Egipto, me echó en brazos de Antonio. Reuní un ejército y volé en su ayuda contra Octavio, cuando Cleopatra, inquieta al ver engrandecido a los ojos de Antonio, de quien ella pretendía acaparar el favor a mi costa, me impidió intervenir. Me obligó a dirigir mis tropas una vez más contra su viejo enemigo, el rey de los árabes Malco. Al maniobrar contra mí, me salvó. Porque el 2 de septiembre, 7 Octavio derrotaba a Antonio cerca de Accio, en la costa de Grecia. Todo estaba perdido para Antonio, Cleopatra y sus aliados. Todo hubiera estado perdido para mí de haber podido ponerme al lado de Antonio, como yo deseaba. Sólo tenía que proceder a una mudanza que seguía siendo muy delicada. Empecé por ayudar al gobernador romano de Siria a someter a un ejército de gladiadores fieles a Antonio que trataba de unirse a él en Egipto, adonde había huido. Luego me trasladé a la isla de Rodas, donde se encontraba Octavio. No traté de engañarle. Al contrario, me presenté como el amigo fiel de Antonio, a quien se lo había dado todo para ayudarle, dinero, víveres, tropas, pero sobre todo consejos, buenos consejos: que abandonase a Cleopatra, que le conducía a su ruina, e incluso que la hiciese asesinar. ¡Ay! Antonio, cegado por su pasión, no había querido escucharme. Luego deposité mi diadema real a los pies de Octavio, y le dije que podía tratarme como a un enemigo, deponerme, hacer que me dieran muerte, sería lo justo, yo aceptaría todas sus decisiones sin protestar. Pero también podía aceptar mi amistad, que sería tan fiel, lúcida y eficaz como lo había sido para Antonio.

»Nunca había jugado tan fuerte. Durante un momento, ante el futuro Augusto, que estaba estupefacto de mi audacia y todavía indeciso, yo oscilaba entre la muerte ignominiosa y el triunfo. Octavio cogió mi diadema y la puso sobre mi cabeza diciendo: "Sigue siendo rey y sé mi amigo, ya que concedes tanto valor a la amistad. Y para sellar nuestra alianza, te doy la guardia personal de cuatrocientos galos de Cleopatra." Poco después nos enterábamos de que Antonio y la reina de Egipto se habían dado muerte para no figurar en el triunfo de Octavio.

»Yo podía creer que tenía asegurado el futuro, después de aquel golpe de suerte tan grande. ¡Ay! Por el contrario, iba a pagarlo con las peores desdichas domésticas.

»En el origen de esas desdichas hay que poner en primer lugar mi amor por Mariamna. Es el sol negro que ilumina toda esta tragedia, y lo único que permite comprenderla. Al ir a ver a Octavio yo sabía que me jugaba la libertad y la vida con muy pocas posibilidades de salir con bien. Dejaba cuatro mujeres tras de mí: mi madre Cipros y mi hermana Salomé, la reina Mariamna y su madre Alejandra. Se trataba en verdad de dos clanes opuestos que se detestaban, el clan ídumeo, del que procedo, y los supervivientes de la dinastía asmonea. Había que impedir que en mi ausencia aquellas cuatro mujeres se destruyeran entre sí. Antes de embarcar para Rodas, envié, pues, a Mariamna a la fortaleza de Alexandrión con su madre, y recluí a mi madre, a Salomé, a mis tres hijos y a mis dos hijas en la de Masada. Luego di al gobernador militar de Alexandrión, Soeme, la orden secreta de matar a Mariamna, en caso de que él recibiera la noticia de mi propia desaparición. Mi corazón y mi razón estaban de acuerdo en dictarme una medida tan extrema. En efecto, no podía soportar la idea de que mi querida Mariamna pudiera sobrevivirme, y, eventualmente, casarse con otro hombre. Por otra parte, una vez desaparecido yo, ya nada impediría al clan asmoneo, con Mariamna a su cabeza, recobrar el poder y conservarlo a toda costa.

»De regreso de Rodas, aureolado por el éxito de mi empresa, los reuní a todos en Jerusalén, convencido de que mi buena estrella política impondría una reconciliación general. ¡Nacía más lejos de la realidad! Desde el primer momento sólo vi muecas de odio. Mi hermana Salomé amenazaba con una negra tempestad de sobreentendidos y de revelaciones devastadoras, que contaba con hacer estallar en el momento oportuno sobre la cabeza de Mariamna. Ésta me trataba con altivez, negándose a tener el menor contacto conmigo, cuando nuestra separación y los peligros a los que yo había escapado habían exasperado el amor que sentía por ella. Incluso hacía sin cesar alusiones mezquinas a un antiguo asunto, la muerte de su abuelo Hircán, que antaño yo había tenido que provocar. Poco a poco el misterio se disipó, y comprendí lo que había pasado durante mi ausencia. La verdad es que todas aquellas mujeres habían estado urdiendo intrigas, siempre suponiendo mí desaparición, que les había parecido probable. Y no eran sólo ellas. Soeme, el gobernador de Alexandrión, para ganarse el favor de Mariamna, futura regente del reino de Judea, le había revelado la orden que yo le di de ejecutarla en caso de que me ocurriese algo fatal. Hubo que poner orden en todo aquello. La cabeza de Soeme fue la primera que rodó por el serrín. Y no era más que el principio. Mi copero mayor pidió una audiencia secreta. Se presentó con un frasco de vino aromatizado. Mariamna se lo había dado asegurándole que se trataba de un filtro amoroso, y ordenándole, con una fuerte recompensa, que me lo hiciera beber sin advertirme de nada. No sabiendo qué partido tomar, se lo contó todo a mi hermana Salomé, quien le aconsejó que hablase conmigo. Mandé que trajeran a un esclavo galo y se le ordenó que bebiese aquel brebaje. Cayó fulminado. Mariamna, a la que convoqué inmediatamente, juró que nunca había oído hablar de aquel filtro, y que se trataba de una maquinación de Salomé para perderla. No era algo inverosímil, y como estaba deseoso de salvar a Mariamna, me pregunté en cuál de las dos mujeres iba a descargar mi cólera. También tenía el recurso de hacer torturar convenientemente al copero hasta que escupiese toda la verdad. Entonces tuvo lugar un golpe de efecto que cambió toda la situación. Mi suegra Alejandra, saliendo bruscamente de su reserva, se desató en acusaciones públicas contra su propia hija. No sólo confirmó la tentativa de envenenamiento contra mí, sino que además planteó una segunda cuestión afirmando que Mariamna había sido la amante de Soeme, al que se proponía hacer desempeñar un papel político de primer orden después de mi muerte. Para salvar a Mariamna, tal vez hubiese estado dispuesto a hacer callar definitivamente a aquella furia. Por desgracia el escándalo fue resonante. No se hablaba más que de eso en toda Jerusalén. El proceso no podía evitarse. Reuní un jurado de doce sabios ante el cual compareció Mariamna. Se comportó de un modo admirable, con valor y dignidad. Se negó en todo momento a defenderse. Se dictó sentencia: pena de muerte por unanimidad. Mariamna lo esperaba. Murió sin despegar los labios.

«Hice sumergir su cuerpo en un sarcófago abierto lleno de miel transparente. Lo conservé durante siete años en mis aposentos, observando día a día cómo su carne bienamada se disolvía en el oro translúcido. Mi dolor fue sin medida. Nunca la había amado tanto, y puedo decir que sigo amándola igual que entonces después de treinta años, de los nuevos matrimonios, de las separaciones, de las innumerables vicisitudes. Para ti, Gaspar, evoco ese drama que devastó mi vida. Escucha esos aullidos cuyo eco continúa resonando bajo las bóvedas de este palacio hasta ti: soy yo, Herodes el Grande, gritando el nombre de Mariamna a las paredes de mi alcoba. Mi dolor fue tan atroz, que mis criados, mis ministros, mis cortesanos huyeron espantados. Luego conseguí coger a uno de ellos, le obligué a llamar a Mariamna conmigo, como si dos voces tuviesen el doble de posibilidades de hacer que volviera. Casi me sentí aliviado cuando por esa misma época hubo una epidemia de cólera entre el pueblo y la burguesía de Jerusalén. Me pareció que esa prueba obligaba a los judíos a compartir mi desgracia. Por fin los hombres empezaron a caer como moscas a mi alrededor, tuve que decidirme a alejarme de Jerusalén. Más que retirarme a uno de mis palacios de Idumea o de Samaría, mandé levantar un campamento en medio del desierto, en la gran depresión de Ghor, una hondonada áspera y estéril que apestaba a azufre y a asfalto, buena imagen de mi corazón devastado. Allí viví unas semanas de postración de la que sólo me sacaban unas terribles jaquecas. Sin embargo, mi instinto no me había engañado: el mal combate el mal. Contra mi dolor y el cólera, el infierno del Ghor es como un hierro candente que se aplica a una llaga purulenta. Volví a subir a la superficie. Ya era hora. En efecto, ya era hora de enterarme de que mi suegra Alejandra, a la que había dejado imprudentemente en Jerusalén, conspiraba para conseguir el dominio de las dos fortalezas que dominan la ciudad, la Antonia, cerca del Templo, y la torre oriental, que se levanta en medio de los barrios de viviendas. Dejé que aquella arpía, que era gravemente responsable de la muerte de Mariamna, fuera aún más lejos en su intento, y luego aparecí de pronto para confundirla. Su cadáver fue a unirse a los de su dinastía.

»Pero, ay, aún no había terminado con la estirpe de los asmoneos. De mi unión con Mariamna me quedaban dos hijos, Alejandro y Aristóbulo. Después de la muerte de su madre, los envié a instruirse a la corte imperial, a fin de sustraerlos a las miasmas de Jerusalén. Tenían diecisiete y dieciocho años cuando me llegaron noticias alarmantes acerca de su conducta en Roma. Me avisaron que querían vengar a su madre de una muerte injusta -de la que me hacían el único responsable- e intrigaban contra mí cerca de Augusto. Así, unos años después, la desgracia seguía persiguiéndome. Yo tenía cerca de sesenta años, y tras de mí una larga sucesión de pruebas, de triunfos políticos brillantes, desde luego, pero que había pagado con terribles reveses de fortuna. Pensaba seriamente en abdicar, en retirarme definitivamente a mi Idumea natal. Por fin el sentido de la Corona se impuso una vez más. Fuí a Roma en busca de mis hijos. Volví con ellos a Jerusalén, les instale cerca de mí, y me preocupé por casarlos. A Alejandro lo casé con Glafira, hija de Arquelao, rey de la Capadocia. A Aristóbulo le di por esposa a Berenice, hija de mi hermana Salomé. Muy pronto un verdadero frenesí de intriga se apoderó de toda mi familia. Glafira y Berenice se declararon la guerra. La primera consiguió que su padre, el rey Arquelao, interviniera contra mí en Roma. Berenice se alió con su madre Salomé para enemistarme con Alejandro. En cuanto a Aristóbulo, por fidelidad a la memoria de su madre, quiso solidarizarse con su hermano. Para que la confusión llegara a su colmo, se me ocurrió llamar a Jerusalén a mi primera mujer, Doris, y a su hijo Antípater, que vivían en el destierro desde que me casé con Mariamna. Ambos participaron activamente en aquellas luchas, y Doris no cejó hasta lograr compartir de nuevo mi lecho.

»En medio del gran sentimiento de repugnancia que me invade ya no sé qué decisión tomar. Quisiera por una vez escapar a los baños de sangre que hasta ahora siempre han zanjado todos mis conflictos domésticos. En mi desolación busco una autoridad tutelar a la que poder someter mis problemas familiares, pero sobre todo las diferencias que me oponen a mis hijos. Puesto que todo parece tramarse en Roma, ¿por qué no recurrir a Augusto, cuya brillante reputación no cesa de ir en aumento?

»Fleto una galera y embarco en compañía de Alejandro y de Aristóbulo con destino a Roma. Allí debíamos reunimos con Antípater, que se encontraba estudiando en esta ciudad. Pero el Emperador no estaba allí, y sólo supieron darnos informaciones muy vagas acerca del lugar donde se encontraba. Comienza con mis tres hijos una obstinada búsqueda de isla en isla y de puerto en puerto. Finalmente, vamos a recalar en Aquilea, al norte del Adriático. Mentiría si dijera que Augusto se alegró al ver que turbábamos su reposo en esta residencia de ensueño con el desembarco de toda una familia, de la cual ya oía hablar con demasiada frecuencia. La explicación se desarrolló en el curso de una tempestuosa jornada, en medio de una apasionada contusión. Más de una vez rompimos a hablar los cuatro al mismo tiempo, y con tanta vehemencia que casi parecía que íbamos a llegar a las manos. Augusto sabía a las mil maravillas enmascarar su indiferencia y su hastío con una inmovilidad escultural que podía confundirse con la atención. No obstante, la increíble refriega doméstica a la que asistió, a pesar suyo visiblemente acabó por sorprenderle, incluso por interesarle, como un combate de serpientes o una batalla de cochinillas. Al cabo de varias horas, cuando nuestras voces empezaban a enronquecer, salió de su silencio, nos mandó callar, y nos anunció que después de haber sopesado cuidadosamente nuestros argumentos, iba a dictar sentencia:

»-Yo, Augusto, emperador, os ordeno que os reconciliéis y que a partir de ahora viváis en buena armonía -decidió.

»Tal fue la resolución imperial que tuvo que bastarnos. ¡No era gran cosa al lado de la expedición que habíamos emprendido! Pero hay que admitir que era una idea muy extraña ir a buscar un arbitro que zanjara nuestros conflictos familiares. Sin embargo, yo no podía irme con tan menguadas ventajas. Hice como si me dispusiera a retrasar mi partida. Augusto, malhumorado, buscaba desesperadamente la manera de desembarazarse de nosotros. Medí atentamente su creciente exasperación. En el momento oportuno cambié bruscamente de tema y aludí a las minas de cobre que poseía en la isla de Chipre. ¿No se había hablado tiempo atrás de confiarme su explotación? Aquello era pura invención mía, pero Augusto aprovechó ávidamente la ocasión que le ofrecí de vernos desaparecer. Sí, de acuerdo, podía explotar aquellas minas, pero la audiencia había terminado. Nos despedimos de él. Al menos yo no me iba con las manos vacías…

»Cuando se gobierna hay que saber sacar provecho de todo. Con la ramita que me había dado Augusto en Jerusalén encendí una gran hoguera. Ante todo el pueblo alborozado anuncié que el problema de mi sucesión ya estaba resuelto. Mis tres hijos que presenté a la muchedumbre -Alejandro, Aristóbulo y Antípater- se repartirían el poder, y el primogénito, Antípater, ocuparía en esa especie de triunvirato una posición preeminente. Añadí que por mi parte, con la ayuda de Dios, aún me sentía con fuerzas para conservar durante mucho tiempo más toda la realidad del poder, aunque concediendo a mis hijos el privilegio de la pompa real y de una corte personal.

»Las fuerzas tal vez… pero las ganas… Nunca el deseo de evasión había sido más fuerte en mí. Después de haber arrojado así un manto de púrpura sobre aquel bullebulle familiar, partí para sumergirme de nuevo y lavarme en los esplendores de mi amada Grecia. Los Juegos Olímpicos, en plena decadencia, amenazaban con desaparecer pura y simplemente. Yo los reorganicé, creando fundaciones y becas que garantizaban su porvenir. Y para aquel año asumí el papel de presidente del jurado. Me embriagué con el espectáculo de aquella juventud triunfal bajo el sol. Tener dieciséis años, el vientre liso y los muslos largos, y no tener más preocupación que lanzar el disco o emprender la carrera de fondo… Para mí no había la menor duda: sí el paraíso existe es griego, y tiene la forma oval de un estadio olímpico.

» Luego este paréntesis radiante se cerró, y volvió a poseerme mi oficio de rey, con su grandeza y su inmundicia. Fue en esa época cuando tuvo lugar, con un despliegue de pompa inolvidable, la consagración del nuevo Templo. Luego fui a Cesárea para terminar los trabajos en curso y presidir la inauguración del nuevo puerto. Antes allí sólo había un fondeadero de mala muerte, aunque era indispensable por estar situado a medio camino entre Dora y Joppe. Todo navío que bordease la costa fenicia tenía que anclar frente a aquella costa cuando soplaba el viento del sudoeste. Establecí en aquel lugar un puerto artificial haciendo sumergir en veinte brazas de fondo bloques de piedra de cincuenta pies de largo y diez de ancho. Cuando este amontonamiento alcanzó la superficie del agua, hice levantar sobre esta base un dique de doscientos pies de anchura, con varias torres, la más hermosa de las cuales recibió el nombre de Drusio, por el yerno de César. El puerto se abría al norte, porque aquí el bóreas es el viento del buen tiempo. A ambos lados de la entrada se erguían colosos como dioses tutelares, y en la colina que domina la ciudad un templo dedicado a César albergaba una estatua del Emperador inspirada en el Zeus de Olimpia. ¡Qué hermosa era mi Cesárea, toda de piedras blancas, con sus escaleras, sus plazas, sus fuentes! Aún estaba terminando los almacenes portuarios cuando me llegaron de Jerusalén los gritos de indignación de Alejandro y de Aristóbulo, porque mi última favorita se vestía con las ropas de su madre Mariamna, y luego las injurias de mi hermana Salomé, que se peleaba con Glafira, la mujer de Alejandro. Además Salomé me inquietaba aliándose con nuestro hermano Peroras, un inestable, un enfermo, a quien yo había dado la lejana TransJordania, pero que no perdía ocasión de desafiarme, por ejemplo, queriendo casarse con una esclava elegida por él en vez de la princesa de la sangre que yo le destinaba.

«Todos los años, en el período más seco del verano, el aprovisionamiento de agua se hacía difícil en Jerusalén. Hice doblar las conducciones que a lo largo del camino de Hebrón y de Belén llevaban a Jerusalén el agua de los estanques de Salomón. Dentro de la misma ciudad, un conjunto de albercas y de cisternas proporcionó un aprovechamiento mejor de las aguas pluviales. Mientras, una prosperidad sin precedentes encontraba su expresión en nuestra moneda de plata, cuya proporción de plomo pasó de veintisiete a trece por ciento, sin duda la mejor aleación monetaria de toda la cuenca mediterránea.

»No, no eran motivos de satisfacción lo que me faltaban, pero apenas contrapesaban las causas de irritación que me producían diariamente los informes de mi policía acerca de la inquietud que había en la corte. Circuló el rumor de que yo había tomado por amante a Glafira, la joven esposa de mi hijo Alejandro. Luego, ese mismo Alejandro aseguró que su tía Salomé -que ya tenía más de sesenta años- por la noche se metía en su cama, y le obligaba a mantener relaciones incestuosas. Más tarde hubo el asunto de los eunucos. Eran tres, se ocupaban respectivamente de mi bebida, de mis comida y de mi aseo, y por la noche compartían mi antecámara. La presencia junto a mí de esos orientales siempre había sido motivo de escándalo para los fariseos, que daban a entender que los servicios que me prestaban iban mucho más allá de lo referente a mi mesa y a mi aseo. Entonces me contaron que Alejandro los había sobornado convenciéndoles de que mi reinado iba a durar ya muy poco, y que a pesar de mis disposiciones testamentarias, sólo él me sucedería en el trono. La gravedad del asunto se debía a la intimidad que esos servidores tenían conmigo, y a la confianza que yo tenía que concederles. Quien tratase de corromperles sólo podía tener los más negros propósitos. Mí policía se puso en acción, y ésta es una de las fatalidades de los tiranos, que a menudo se ven impotentes para templar el celo de los hombres a los que han confiado su propia seguridad. Durante semanas enteras Alejandro quedó incomunicado, y el palacio resonó con los gemidos de las personas que le eran más allegadas, y a las que torturaban mis verdugos. Sin embargo, una vez más conseguí restablecer una paz precaria dentro de mi casa. Me ayudó a ello Arquelao, rey de la Capadocia, quien se apresuró a acudir, inquieto por la suerte que podían correr su hija y su yerno. Con mucha habilidad, empezó colmándoles de maldiciones, pidiendo para ellos un castigo ejemplar. Yo le dejé decir, satisfecho de ver que asumía el papel indispensable de justiciero, reservándome aquél, tan raro en mí, de abogado de la defensa y de la clemencia. Las confesiones de Alejandro nos ayudaron: el joven hizo responsable de todo el asunto a su tía Salomé, y sobre todo a su tío Peroras. Ese último decidió declararse culpable, lo cual hizo inmediatamente, con toda la extravagancia de su naturaleza: vestido de negros andrajos, con la cabeza cubierta de ceniza, fue a arrojarse a nuestros pies hecho un mar de lágrimas, y se acusó de todos los pecados del mundo. De golpe, Alejandro resultaba casi completamente disculpado. Sólo me quedaba disuadir a Arquelao, que quería llevarse a su hija a la Capadocia, diciendo que se había hecho indigna de seguir siendo mi nuera, aunque en realidad lo que pretendía era sacarla de un avispero temible. Le escolté hasta Antioquía, y allí dejé que siguiera su camino cargado de regalos: una bolsa de setenta talentos, un trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, una concubina llamada Panníquis y los tres eunucos que estaban en el origen de todo aquello, y a los que ya no podía, a pesar de todo, conservar a mi servicio íntimo.

«Cuando se trata de justificar el proceder de los príncipes, suele recurrirse a una especie de lógica superior -que tiene poco que ver o que está en flagrante contradicción con la del común de los mortales- y que se llama la razón de Estado. Adelante con la razón de Estado, pero sin duda aún no soy del todo un hombre de Estado, porque no puedo asociar estas dos palabras sin echarme a reír sarcásticamente por entre mi rala barba. ¡Razón de Estado! Es bien cierto, claro está, que se llama Euménides-es decir, Benévolas- a las Erinnias o Furias, hijas de la tierra que tienen por cabellos serpientes entrelazadas, que persiguen el crimen blandiendo un puñal con una mano y una antorcha encendida en la otra. Ésta es una figura de estilo que se llama antífrasis. Sin duda también por antífrasis se habla de razón de Estado, cuando se trata también evidentemente de locura de Estado. El sangriento frenesí que sacude a mí desventurada familia desde hace medio siglo ilustra bastante bien esa especie de sinrazón que procede de las alturas.

»Tuve una tregua que aproveché para tratar de resolver la irritante cuestión de la Traconítida y de la Batanea. Estas provincias, situadas al noreste del reino, entre el Líbano y el Antilíbano, servían de refugio a contrabandistas y a cuadrillas armadas de las que los habitantes de Damasco no dejaban de quejarse. Yo había llegado a la conclusión de que las expediciones militares no iban a conseguir nada mientras esta región no fuese colonizada por una población sedentaria y laboriosa. Hice instalar en la Batanea a judíos de Babilonia. En la Traconítida instalé a tres mil idumeos. Para proteger a esos colonos construí una serie de ciudadelas y de pueblos fortificados. Una franquicia de impuestos concedida a los recién llegados provocó una oleada de inmigración continua. Pronto aquellas tierras baldías se transformaron en campos verdeantes. Las vías de comunicación entre Arabia y Damasco, Babilonia y Palestina se animaron con todo el beneficio que representan para la Corona los derechos de peaje y de aduana.

»Fue entonces cuando un visitante inesperado e indeseable despertó todos los antiguos demonios de la corte. Euricles, tirano de Esparta, como su padre, debía su fortuna a la ayuda decisiva que había proporcionado a Octavio en la batalla de Accio. Para agradecérselo, el Emperador le había concedido la ciudadanía romana, y le había confirmado como soberano de Esparta. Cierta tarde se presentó en Jerusalén sonriente, afable, con las manos rebosantes de suntuosos regalos, visiblemente decidido a ser el amigo y el confidente de todos los clanes. A partir de entonces volvieron a encenderse los rescoldos mal apagados de nuestras disputas, porque Euricles se dedicaba a contar a los unos lo que había oído a los otros, no sin agrandarlo y deformarlo. A Alejandro le recordaba que era el amigo de siempre del rey Arquelao, y por lo canto el equivalente de un padre para él, y se sorprendía de que Alejandro, yerno de un rey y asmoneo por su madre, aceptase la tutela de su hermanastro Antípater, nacido de una plebeya. Luego ponía en guardia a Antípater contra el odio inextinguible que sus hermanastros sentían por él. Por fin me contó un plan que atribuía a Alejandro: hacerme asesinar para más tarde huir primero al lado de su suegro, en la Capadocia, luego a Roma con objeto de inclinar a Augusto en su favor. Cuando el tirano espartano volvió a embarcar rumbo a la Lacedemonia, entre mil halagos y presentes, toda mi casa hervía como el caldero de una bruja.

»Tuve que decidirme a mandar que interrogasen a Alejandro y a los suyos. ¡Ay, los resultados de aquella investigación fueron abrumadores! Dos oficiales de mi caballería confesaron estar en posesión de una suma importante que dijeron les había entregado Alejandro para que me mataran. Se encontró además una carta de Alejandro dirigida al gobernador de la fortaleza de Alexandrión, dejando claro que tenía el propósito de ir a ocultarse allí con su hermano después de haber cometido el crimen. Es cierto que, interrogados separadamente, los dos hermanos reconocieron su proyecto de huida a Roma pasando por la Capadocia, pero negaron constantemente haber tenido la intención de matarme antes. Sin duda se habían puesto de acuerdo acerca de esta explicación antes del interrogatorio. Mi hermana Salomé acabó de perder a sus sobrinos dándome una carta que había recibido de Aristóbulo. En ella le advertía de que temiese lo peor por mi parte, porque yo la acusaba de traicionar los secretos de la corte comunicándoselos a mi enemigo personal, el rey árabe Silleo, con el que ardía en deseos de casarse.

»Era ya inevitable un proceso por alta traición. Empecé mandando dos mensajeros a Roma. Por el camino se detuvieron en la Capadocia para recoger el testimonio de Arquelao. Este último admitió que esperaba la llegada de su yerno y de Aristóbulo, pero que no sabía nada de un viaje ulterior a Roma, y menos aún de un atentado contra mi vida. En cuanto a Augusto, me escribió que en principio era hostil a una sentencia de muerte, pero que me daba plena libertad para juzgar y condenar a los culpables. De todas formas me recomendaba que llevase el proceso fuera de mi reino, por ejemplo a Berito, donde se encontraba una importante colonia romana, y que hiciera declarar a Arquelao. ¿Berito? ¿Por qué no? La idea de alejar el asunto de Jerusalén me pareció juiciosa, debido a las simpatías de que aún gozaban los descendientes de los asmoneos. En cambio, no podía citar como testigo al rey de la Capadocia, gravemente implicado en la conjura.

»El tribunal estaba presidido por los gobernadores Saturnino y Pedanio, a los que yo sabía que Augusto había enviado instrucciones. También formaban parte de él el procurador Volumnio, mi hermano Peroras, mi hermana Salomé, y por fin unos aristócratas sirios que sustituían a Arquelao. Para evitar el escándalo, excluí la presencia de los dos acusados, a los que tenía bien custodiados en Platané, una población del territorio de Sidón.

»Fui el primero en tomar la palabra, exponiendo mi drama de rey traicionado y de padre escarnecido, mis esfuerzos incesantes por poner un poco de cordura en una familia diabólica, las mercedes con que había colmado a los asmoneos, las ofensas que, en cambio, no habían dejado de infligirme. Todo el mal se debía a su nacimiento, que juzgaban -no sin cierta apariencia razonable- superior al mío. ¿Justificaba eso que tuviese que soportar todas sus afrentas? ¿Tenía que dejarles conspirar contra la seguridad del reino y contra mi vida? Concluí diciendo que a mi parecer, y según mi conciencia, Alejandro y Aristóbulo merecían la muerte, y que no dudaba de que el tribunal llegaría a la misma conclusión que yo, pero que sería para mí una victoria muy amarga que les condenasen, puesto que eran mi propia descendencia.

«Saturnino no tardó en pronunciarse. Condenaba a los jóvenes, pero no a muerte, pues era padre de tres hijos -que estaban presentes allí- y no podía tomar la decisión de hacer morir a los de otro. ¡Es difícil imaginar un alegato más torpe! Poco importa, los demás romanos, debidamente aleccionados por el Emperador, se pronunciaron con él contra la muerte. Fueron los únicos. Como al final de un combate de gladiadores, no tardé en ver todos los pulgares apuntando hacia el suelo. El procurador Volumnio, los príncipes sirios, los cortesanos de Jerusalén y desde luego Peroras y Salomé, todos por necedad, odio o cálculo -una cosa no excluía la otra- votaron la muerte.

»Con el corazón destrozado por el pesar y la tristeza, hice llevar a mis hijos a Tiro, donde embarqué con ellos rumbo a Cesárea. Estaban condenados. Yo podía indultarles. En verdad, había dos hombres dentro de mí, y aún siguen existiendo en este momento en que os hablo: un soberano inexorable que sólo obedece a la ley del poder… Conquistar el poder, conservarlo, ejercerlo, es una sola y única acción, y eso no se hace inocentemente. Y había también un hombre débil, crédulo, emotivo, miedoso. Éste esperaba aún, contra toda esperanza, que sus hijos se salvarían. Fingía ignorar la presencia temible de su doble, su obstinada voluntad de poder, su rigor implacable. El navío nos aislaba del mundo y de sus vicisitudes, bordeando el golfo que limita Siria con Judea, ante la verdosa colina del Carmelo. Me decidí a hacerles subir a cubierta. Era el padre quien les llamaba. Al verles ante mí comprendí que sería el rey quien les recibiría. En efecto, apenas les reconocí bajo la clámide negra de los condenados, con el cráneo afeitado, llevando los estigmas de los interrogatorios que habían sufrido. La máquina judicial había efectuado su obra. La metamorfosis era irreversible: dos jóvenes aristócratas brillantes y despreocupados habían desaparecido definitivamente para ceder su lugar a dos conspiradores parricidas que habían marrado el golpe. La gracia de la juventud y de la dicha se había borrado ante la máscara patibularia del crimen. No pude decirles ni una sola palabra. Nos miramos mientras un muro de silencio cada vez más espeso se levantaba entre ellos y yo. Finalmente ordené al centurión que los custodiaba: "¡Llévatelos!". Volvió a bajarlos a la cala, y ya no les vi nunca más.

»Desde Cesárea hice que les condujesen a Sebaste, donde les esperaba el verdugo. Murieron estrangulados, y sus cuerpos reposan en la ciudadela de Alexandrión, al lado del de Alejandro, su abuelo materno. Su oración fúnebre atroz e irrisoria, como su vida y su muerte, la pronunció el emperador Augusto diciendo al recibir la noticia de su ejecución: "En la corte de Herodes es mejor ser un cerdo que ser príncipes herederos, porque al menos allí se respeta la prohibición de comer cerdo".

»La desaparición de sus dos hermanastros dejaba el campo libre a Antípater. Yo esperaba que se transformase en el sentido del apaciguamiento, de la plenitud. Ya no podía dudar que iba a ser rey. En parte lo era ya a mi lado. Después de mí era el hombre más poderoso del reino. ¿Acaso una vez más la proximidad del poder ejerció su acción corruptora? Con horror asistí a la descomposición de un hombre en el que había puesto todas mis esperanzas.

»La primera alerta se refirió a mis nietos. Toda la dureza que había tenido que demostrar con Alejandro y Aristóbulo, dentro de mi corazón se convirtió en ternura para con sus huérfanos. Alejandro tenía dos hijos de Glafira: Tigranes y Alejandro. Aristóbulo tenía tres hijos de Berenice: Herodes, Agripa y Aristóbulo, y dos hijas, Herodías y Mariamna. En total, pues, siete nietos, cinco de los cuales eran varones, todos evidentemente de sangre asmonea. Pero cuál no sería mi horror cuando la policía me puso en guardia contra los sentimientos de miedo y de odio que Antípater albergaba en su corazón para con la progenie de Mariamna. Se refería a ellos como "el nido de serpientes", y afirmaba a quien quería oírle que no podría reinar a la sombra de aquella amenaza. Así, la espantosa maldición que pesa desde hace medio siglo sobre la alianza de los idumeos y de los asmoneos iba a perpetuarse después de mi muerte.

»Y eso no era todo. Cuando hablaba de "hacer limpieza", estaba claro que pensaba antes que nadie en mí. Me contaron el lamento que había exhalado ante un testigo: "¡Nunca reinaré! ¡Fijaos, yo ya tengo los cabellos grises, y él se tiñe los suyos!". Hasta mis enfermedades contribuían a irritarle, porque le exasperaba comprobar que siempre me recuperaba después de sentirme postrado. La verdad es que desde la muerte de sus hermanos ponía menos interés en fingir, se abandonaba a una imprudente franqueza, y yo le descubría de día en día en toda su negrura. Cuando la tormenta se acumulaba sobre las cabezas de Alejandro y de Aristóbulo, Antípater se mantenía siempre a distancia, observando aparentemente una neutralidad teñida de benevolencia para con sus hermanastros. Era la diplomacia en persona. Pero ahora yo descubría que bajo esa reserva no había perdonado ningún medio de perderles. Desde el primer día fue él quien manejó los hilos y tendió las trampas en las que debían perecer. Pronto mi resentimiento contra él ya no tuvo límites.

»Me contaron que había formado con mi hermano Peroras y varias mujeres -su madre Doris, su mujer, la de Féroras-una especie de camarilla que se reunía en secreto en banquetes nocturnos. Mi hermana Salomé me daba cuenta de todo. Me dispuse a dispersar a toda aquella tropa. A Peroras le obligué a residir en Perea, capital de su tetrarquía. Fue tan necio que en su cólera juró antes de partir que no volvería a poner los pies en Jerusalén mientras yo viviese. En cuanto a Antípater, le envié en misión a Roma, para representarme en el proceso que César había abierto al ministro árabe Silleo -el mismo con el que Salomé quería casarse-, a quien se acusaba de haber participado en el asesinato de su rey Aretas IV. En la delegación que acompañaba a Antípater iban hombres que yo tenía a sueldo, y que debían contarme todo lo que hacía y decía. Poco tiempo después de su llegada a Perea, Peroras cayó enfermo, y de tanta gravedad que me convencieron para que me reuniera con él si quería volver a verle vivo. Fui, no tanto por piedad fraternal, como puede suponerse, como para aclarar una situación que me parecía oscura. El hecho es que Peroras murió en mis brazos jurando que le habían envenenado. Parece poco probable. ¿Quién hubiera podido tener ínteres en hacer que desapareciera? Sin duda no su mujer, una antigua esclava que al perderle lo perdía todo. Pero fue ella la que reveló el secreto. En el curso de las reuniones nocturnas organizadas a mis espaldas por Antípater y Peroras, decidieron hacer venir a Arabia una envenenadora, con todo lo necesario para desembarazarse de mí y de los hijos de Alejandro y de Aristóbulo. Cuando Antípater y Peroras se separaron, este último conservó el frasco de veneno con la intención de usarlo, mientras Antípater estaba en Roma, al abrigo de toda sospecha. Ordené a la mujer de Peroras que fuese a buscar el veneno. Fingió obedecerme, pero se fue a arrojar desde lo alto de una terraza para quitarse la vida. Sin embargo no murió, y la llevaron a mi presencia gravemente herida. Mientras, encontraron el frasco de veneno: estaba casi vacío. La desventurada me contó que ella misma lo había vaciado en el fuego por orden de Peroras, a quien mi visita había turbado, y que renunciaba así a hacerme perecer. Pero Herodes no es hombre como para creerse ese tipo de cuento edificante. De todo aquel fárrago sólo resultaba evidente la culpabilidad principal de Antípater. Ésta quedó definitivamente establecida cuando intercepté una carta suya enviada desde Roma a Peroras. Le preguntaba si "el asunto estaba resuelto", si añadía una dosis de veneno "por si era necesario". Hice que no tuviese noticia de la muerte de Peroras ni de mi estancia en Perea.

»Volvió sin desconfiar a Jerusalén, adonde yo ya había vuelto, y pronto me cubrió de halagos contándome el feliz término del proceso de Sílleo, que había quedado confuso y había sido condenado. No tardé en rechazarle arrojándole a la cara la muerte de su tío y el descubrimiento de toda la conjura. Cayó a mis pies jurándome que era inocente de todo. Le hice conducir a prisión. Luego, como siempre cuando me sumerge la amargura de la traición de los más próximos a mí, la enfermedad se abatió sobre mi persona. No sabría decir cuánto tiempo duró mi postración. Era incapaz de prestar la menor atención a los resultados de las investigaciones a las que por orden mía procedía Quintilio Varo, gobernador romano de Siria. Un día me llevaron una cesta de fruta. Sólo vi el cuchillo de plata destinado a cortar los mangos y pelar las pinas. Lo manejé gozando de su afilada hoja, del mango que se adaptaba perfectamente a la palma de la mano, del feliz equilibrio establecido entre ambas partes. Un objeto hermoso, en verdad, puro, elegante, perfectamente adaptado a su función. ¿Qué función? ¿La de pelar manzanas? ¡Claro que no! Más bien la de dar muerte a los reyes desesperados. De un solo golpe me clavé la hoja en el pecho, en el lado izquierdo. Brotó la sangre. Un velo cayó sobre mis ojos.

»Cuando recobré el conocimiento lo primero que vi fue la cara de mi primo Ajab que se inclinaba sobre mí. Comprendí que había fallado. Pero mi breve ausencia había bastado para hacer estragos. Desde su prisión Antípater había empezado a sobornar a sus guardianes con su herencia. Estaba escrito que yo no moriría sin haber hecho rodar más cabezas. La primera que rodó fue la de Antípater, mi hijo primogénito, aquél a quien yo destinaba mi corona.

»Fue la víspera de vuestra llegada. Ya no tenía heredero, pero al menos se anunciaba un extraño y solemne cortejo de visitantes. Tampoco eso hubiese significado mucho de no ser que mi nigromante Manahem hubiese atraído mi atención sobre un astro nuevo y caprichoso que surcaba nuestro cielo, el mismo que os ha conducido aquí, a ti, Gaspar, y a ti, Baltasar. Gaspar ha reconocido en él la cabeza rubia con cabellos de oro de su esclava fenicia, Baltasar la mariposa abanderada de su niñez. Permitidme que también yo dé a ese planeta la figura que se me parece. El cuento que nos ha relatado Sangali es muy instructivo. La estrella errante para mí sólo puede ser el pájaro blanco de los huevos de oro que persigue el viejo rey Nabunasar cuando busca una progenitura. El viejo rey de los judíos se muere. El rey ha muerto. El pequeño rey de lo judíos nace. ¡Viva nuestro pequeño rey!

«¡Gaspar, Melchor, Baltasar, escuchadme! Os nombro a los tres plenipotenciarios del reino de judea. Yo soy débil, demasiado frágil para lanzarme a perseguir el pájaro de fuego que posee el secreto de mi sucesión. Ni siquiera llevándome en angarillas sobreviviría a una expedición aventurera. Manahem ha atraído mi atención sobre una profecía de Miqueas que sitúa en Belén -pueblo natal de David- el nacimiento del salvador del pueblo judío.

»Id allí, cercioraos de la identidad y del lugar exacto del nacimiento del Heredero. Prosternaos en mi nombre ante él. Y luego volved para contármelo todo. Sobre todo no dejéis de volver aquí…

El anciano rey se interrumpió, ocultó el rostro entre sus manos. Cuando lo descubrió, una horrible expresión lo desfiguraba.

– No se os ocurra traicionarme, ¿me oís? Creo haber hablado con mucha claridad esta noche, evocando para vosotros algunos episodios de mi vida. Sí, es cierto, tengo ya la costumbre de que me traicionen, siempre he sido traicionado. Pero ahora vosotros lo sabéis: cuando me engañan, me vengo, y aprisa, sin compasión. Os ordeno… no, os conjuro, os suplico: haced que en el umbral de mi muerte, una vez, una sola vez, no sea traicionado. Macedme este último óbolo: un acto de fidelidad y de buena fe, gracias al cual no entraré en el más allá con un corazón totalmente desesperado.


Se fueron. Se adentraron en el profundo valle de Gihon, y ascendieron las abruptas pendientes de la montaña del Mal Consejo. Saludaron a su paso la tumba de Raquel. Anduvieron hacia la estrella que se eriza de agujas de luz en el aire glacial. Avanzaron con paso sideral, y cada uno poseía un secreto y una manera de caminar. Está el que se deja mecer por la tranquila ambladura de su camello, y que sólo ve en el cielo negro la cara y los cabellos de la mujer que ama. Está el que inscribe en la arena la huella diagonal del trote de su yegua, y que sólo ve en el horizonte el aleteo de un gran insecto centelleante. También hay el que va a pie porque lo ha perdido todo, y sueña con un imposible reino celestial. En los oídos de los tres resuena todavía una historia llena de gritos y de horrores, la que les ha contado el gran rey Herodes, y que es su historia, la historia de un reinado feliz y próspero, bendecido por el bajo pueblo de los campesinos y de los artesanos.

¿O sea que el poder es eso?, se pregunta Melchor. Ese infecto magma de torturas y de incestos, ¿es el precio que hay que pagar para ser un gran soberano que va a ocupar para siempre un lugar en la historia?

¿O sea que el amor es eso?, piensa Gaspar. Herodes sólo ha amado a una mujer, Mariamna, con un amor total, absoluto, indestructible, pero, ay, no correspondido. Porque Mariamna, la asmonea, no era de la raza de Herodes, el idumeo, y la desdicha no ha dejado de ensañarse con esa pareja maldita, una desdicha que se repite con monótona ferocidad en todas y cada una de las generaciones que han salido de ellos. Y el negro Gaspar se estremece al medir el abismo lleno de amenazas que le separa de Biltina, la rubia fenicia.

¿Es eso el amor al arte?, se interroga Baltasar, con los ojos fijos en el abanderado celeste, que agita sus alas de fuego. En su mente se confunden dos revueltas, la de Nippur que destruyó su Balchazareum, y la de Jerusalén que abatió el águila de oro del Templo. Pero mientras Herodes respondió a los sublevados a su manera, con una matanza, él, Baltasar, cedió. El Balthazareum no fue ni vengado ni reconstruido. Porque el viejo rey de Nippur es presa de una duda. La hermosura de las estatuas griegas, de las pinturas romanas, de los mosaicos púnicos o de las miniaturas etruscas, cuando toda la tradición religiosa la condena, ¿no será porque contiene realmente algo de maldito? Piensa en su joven amigo, Asur el babilonio, que orienta sus búsquedas hacia una celebración de las humildes realidades humanas. Pero ¿cómo exaltar lo que por su naturaleza está condenado a ser irrisorio, efímero?

Y los tres tratan de imaginar, cada uno a su manera, al pequeño rey de los judíos hacia el cual Herodes les ha delegado tras de su pájaro blanco. Pero todo se hace confuso en su mente, porque aquel Heredero del Reino mezcla atributos incompatibles, la grandeza y la pequeñez, el poder y la inocencia, la plenitud y la pobreza.

Hay que seguir andando. Ir a ver. Abrir los ojos y el corazón a verdades desconocidas, prestar oído a palabras inauditas. Andan, presintiendo con conmovido gozo que tal vez una era nueva va a abrirse ante sus pasos.

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