Es de noche y los focos, hábilmente dispuestos, iluminan los edificios y monumentos del casco antiguo de Florencia.
En la oscura Piazza della Signoria, el Palazzo Vecchio se eleva inundado de luz, majestuoso y medieval con sus parteluces góticos, sus almenas como dientes de una calabaza de Halloween, y el campanario clavándose en el cielo negro.
Los murciélagos cazarán los mosquitos atraídos por la resplandeciente cara del reloj hasta el amanecer, cuando las golondrinas alcen el vuelo sobresaltadas por las campanas.
Rinaldo Pazzi, inspector jefe de la Questura, con la negra gabardina contra las estatuas de mármol congeladas en el acto de violar o asesinar, emergió de las sombras de la Loggia y cruzó la plaza volviendo el pálido rostro como un girasol hacia el palacio iluminado. Se detuvo en el lugar en que el reformador religioso Savonarola había ardido en la hoguera y alzó la vista hacia las ventanas bajo las que su propio antepasado sufriera martirio.
De una de aquellas altas ventanas habían arrojado a Francesco de' Pazzi, desnudo y con un nudo corredizo en torno al cuello, para que muriera contorsionándose y girando como un pelele contra los rugosos muros del palacio. El arzobispo que pendía a su lado revestido con todos sus sagrados atavíos no supo proporcionarle consuelo espiritual; con los ojos saliéndosele de las órbitas y en el paroxismo de la asfixia, el santo varón clavó sus dientes en la carne de Pazzi.
Toda la familia Pazzi cayó en desgracia aquel domingo 26 de abril de 1478 por el asesinato de Giuliano de' Medici y el intento de hacer lo mismo con Lorenzo el Magnífico durante la misa en la catedral.
Ahora, Rinaldo Pazzi, de aquellos famosos Pazzi, que odiaba al gobierno tanto como hubiera podido odiarlo su antepasado, igualmente caído en desgracia y abandonado por la fortuna, y esperando oír el silbido del hacha en cualquier momento, se había acercado a aquel lugar para decidir la mejor manera de aprovechar un singular golpe de suerte.
El inspector jefe Pazzi creía haber descubierto que Hannibal Lecter vivía en Florencia. Se le presentaba la oportunidad de recuperar su prestigio y recibir todos los honores de su profesión capturando a aquel demonio. También podía vendérselo a Mason Verger por más dinero del que nunca hubiera podido imaginar. Si el sospechoso era realmente Lecter. Por supuesto, de hacer aquello, Pazzi sabía que vendería también los últimos jirones de su honor.
Pazzi no dirigía la división de investigación de la Questura por casualidad. Era un individuo capacitado para su trabajo, y en otros tiempos un hambre de lobo lo había empujado en pos del éxito profesional. También ostentaba las cicatrices de un hombre que, cegado por la prisa y una ambición desmedida, había aferrado su propio talento por el filo.
Había elegido aquel lugar para decidir su propia suerte porque tiempo atrás había experimentado en él unos instantes de iluminación que lo habían llevado a la fama y arruinado después.
Pazzi compartía el sentido de la ironía propio de sus compatriotas. Qué a propósito resultó que la funesta revelación se hubiera producido bajo aquella ventana de la cual el furioso fantasma de su antepasado quizá siguiera colgando, balanceándose contra el muro.
En aquel lugar siempre cabría la posibilidad de cambiar el destino de los Pazzi.
Fue la cacería de otro asesino en serie, Il Mostro, lo que hizo célebre a Pazzi, para convertirse más tarde en la causa de que los cuervos le picotearan el corazón. La experiencia adquirida entonces había hecho posible su reciente descubrimiento. Pero las últimas consecuencias del caso de Il Mostro habían dejado un regusto a ceniza en la boca del inspector jefe y estaban a punto de empujarlo a una caza llena de peligros a espaldas de la ley.
Il Mostro, el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de déjá vu.
El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez en que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al parecer por error.
La presión de la opinión pública sobre la Questura se hizo insoportable y provocó el cese del predecesor de Rinaldo Pazzi. Cuando éste ocupó el puesto de inspector jefe, se sintió como un hombre enfrentado a un enjambre de abejas, con la prensa invadiendo su despacho al menor descuido y los fotógrafos apostados en Via Zara, detrás de la central de la Questura, en el lugar por donde no tenía más remedio que salir con su coche.
Los turistas que visitaron Florencia en aquella época nunca olvidarían los omnipresentes carteles en que un único ojo advertía a las parejas contra el monstruo.
Pazzi trabajó como un poseso.
Se puso en contacto con la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI para que le ayudaran a establecer el perfil psicológico del asesino, y leyó todo lo que pudo conseguir sobre los métodos utilizados por el Bureau.
Puso en marcha medidas preventivas, y así, en muchos de los escondites favoritos de las parejas y en los lugares de citas de los cementerios había más policías que enamorados en el interior de los coches. No había suficientes agentes femeninos para cubrir los turnos de vigilancia. En la época calurosa las parejas de agentes masculinos se turnaban para llevar peluca, y muchos tuvieron que sacrificar el bigote. Pazzi predicó con el ejemplo y fue el primero en afeitárselo.
El Monstruo era cauteloso. Seguía golpeando, pero al parecer no necesitaba hacerlo a menudo.
Pazzi se dio cuenta de que el Monstruo había permanecido inactivo durante largos periodos, el más prolongado de los cuales había durado ocho años, y se concentró en ese hecho. Penosa, laboriosamente, exigiendo ayuda oficinesca de cualquier departamento al que pudiera amenazar, confiscando el ordenador a su sobrino para usarlo con el único de que disponían en la Questura, Pazzi elaboró una lista de todos los delincuentes del norte de Italia cuyos periodos de encarcelamiento coincidieran con los lapsos de inactividad criminal del Monstruo. Eran noventa y siete.
El inspector jefe se adueñó del viejo pero rápido Alfa Romeo GTV de un atracador de bancos encarcelado y, haciendo más de cinco mil kilómetros en un mes, vio personalmente a noventa y cuatro de los sospechosos e hizo que los interrogaran. Los otros estaban incapacitados o muertos.
En los escenarios de los crímenes apenas se habían recogido pruebas que permitieran ir descartando sospechosos. Ni fluidos corporales ni huellas dactilares del asesino.
Tan sólo se había encontrado un casquillo de bala, en la escena del crimen cometido en Impruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminante alrededor de la base y marcas de extractor que encajaban con una pistola Colt semiautomática, posiblemente una Woodsman. Las balas extraídas de todos los cadáveres eran del mismo calibre y procedían de la misma pistola. No había marcas que indicaran el empleo de un silenciador, pero tal posibilidad no podía descartarse por completo.
Como buen Pazzi, el inspector jefe era sobre todo ambicioso, y tenía una joven y encantadora esposa con una boquita que no se cansaba de pedir. Los esfuerzos de su marido arrebataron cinco kilos a su ya magra humanidad. Los miembros más jóvenes de la Questura comentaban a sus espaldas su creciente parecido con el Coyote de los dibujos animados.
Cuando alguno de aquellos listillos manipuló el ordenador de la Questura para conseguir que los rostros de los Tres Tenores se convirtieran en las jetas de un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi se quedó mirando la pantalla durante un buen rato y le pareció que su propia cara se transformaba una y otra vez en la del burro.
La ventana del laboratorio de la Questura estaba adornada con una ristra de ajos para mantener alejados a los malos espíritus. Después de haber visitado y encerrado al último de los sospechosos sin obtener resultados, Pazzi se quedó apoyado en el alféizar mirando al patio interior con desesperación.
Pensó en su mujer, con la que había contraído matrimonio hacía poco, en sus esbeltos y firmes tobillos y en el antojo que tenía en el nacimiento de la espalda. Pensó en la forma en que sus pechos temblaban y se agitaban cuando se lavaba los dientes, y en cómo se reía cuando lo sorprendía mirándola. Pensó en las cosas que quería darle. La imaginó abriendo los regalos. Pensaba en su mujer en términos visuales; aunque también era fragante y maravillosamente suave, lo visual siempre acudía a su mente en primer lugar.
Consideró la forma en que deseaba aparecer a sus ojos. Ciertamente no como el pelele de la prensa que era en esos momentos. La central de la Questura en Florencia ocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y los caricaturistas estaban sacando todo el partido posible a semejante circunstancia.
Pazzi estaba convencido de que el éxito llega como resultado de la inspiración. Su memoria visual era excelente y, como mucha gente cuyo sentido más agudo es la vista, se imaginaba la iluminación como el desarrollo de una imagen que aparecería borrosa al principio y se iría perfilando poco a poco. Reflexionaba sobre la manera en que la mayoría de las personas buscamos los objetos perdidos. Evocamos su imagen mental y la comparamos con lo que vemos a nuestro alrededor, mientras renovamos la imagen muchas veces por minuto y la hacemos girar en el espacio.
Al cabo de unos días, un atentado terrorista con bomba detrás de la Galería de los Uflizi reclamó la atención del público y la dedicación exclusiva de Pazzi por un corto periodo.
Sin embargo, aunque el importante caso de la bomba del museo exigía toda su atención, las imágenes relacionadas con el Monstruo no se le iban de la cabeza. Las veía periféricamente, como se mira alrededor de un objeto para distinguirlo en la oscuridad. Su imaginación se detenía especialmente en la pareja asesinada en la plataforma de un camión en Impruneta. El asesino había dispuesto los cuerpos con esmero, cubriéndolos de pétalos y enmarcándolos con una guirnalda de flores, y la chica tenía el pecho izquierdo al descubierto.
Cierta tarde, Pazzi acababa de salir de la Galería de los Uffizi y estaba cruzando la Piazza della Signoria cuando algo le llamó la atención al pasar junto al tenderete de un vendedor de postales.
No muy seguro del origen de la imagen, se detuvo justo en el lugar donde había ardido Savonarola. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Los turistas abarrotaban la plaza. Pazzi sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Puede que todo estuviera tan sólo en su cabeza, la imagen, la sacudida… Volvió sobre sus pasos e hizo el mismo recorrido.
Allí estaba: un pequeño póster, cubierto de moscas y acartonado por la lluvia, de La Primavera de Botticelli. El cuadro original se exponía a sus espaldas, en el museo. La Primavera. La ninfa enguirnaldada a la derecha, con el pecho izquierdo al desnudo y flores asomándole por la boca, mientras el pálido Céfiro alarga una mano hacia ella desde el bosque.
Allí estaba. La imagen de la pareja muerta en la plataforma del camión, con la guirnalda de flores, con flores en la boca de la chica. Exacto. Exacto.
Allí, en el mismo lugar donde su antepasado se había asfixiado chocando contra el muro, le iluminó la idea, la imagen maestra que andaba buscando, una imagen creada quinientos años antes por Sandro Botticelli, el mismo artista que había pintado por cuarenta florines el ahorcamiento de Francesco de' Pazzi en el muro de la prisión de Bargello. ¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse a semejante inspiración, teniendo un origen tan delicioso?
Necesitaba sentarse. Todos los bancos estaban llenos. Se vio obligado a enseñar su placa y hacer levantarse a un viejo cuyas muletas no vio hasta que el veterano de guerra se alzó sobre su único pie y armó un escándalo de mil demonios.
La agitación de Pazzi tenía dos motivos. Haber descubierto la imagen en que se inspiraba el Monstruo era todo un éxito; pero había algo mucho más importante: el inspector jefe había visto una reproducción de La Primavera durante los interrogatorios a los sospechosos.
Sabía que era mejor no forzar la memoria; se recostó en el banco y dejó pasar los minutos, invitando al recuerdo. Volvió a los Uffizi y se puso delante del cuadro, pero no demasiado tiempo. Caminó hasta el mercado de la paja y acarició el morro del jabalí de bronce conocido como Il Porcellino. Cogió el coche, condujo hasta el Ippocampo y, apoyado contra la capota del polvoriento Alfa Romeo, con el olor del aceite caliente del motor en la nariz, se quedó mirando a los chavales que jugaban al fútbol.
Lo primero que vio mentalmente fue la escalera y el rellano del primer piso, luego la parte superior de la reproducción de La Primavera apareciendo conforme subía los peldaños; se dio la vuelta mentalmente y vio el marco del portal, pero nada de la calle, ningún rostro.
Experto en los trucos de interrogatorio, se interrogó a sí mismo, procurando sacar partido de sus cinco sentidos.
«Cuando viste el póster, ¿qué oíste?… Pucheros hirviendo en una cocina de la planta baja. Cuando llegaste al rellano y te paraste ante el póster, ¿qué oíste? La televisión. Una televisión en una sala de estar. Robert Stack interpretando a Eliot Ness en Los intocables. ¿Olía a comida? Sí, a comida. Vi el póster… No, no me cuentes lo que viste, lo que viste no me importa. ¿Oliste algo más? Seguía oliendo el Alfa, el interior recalentado, tenía pegado a la nariz el olor a aceite caliente, caliente porque… Raccordo, iba a toda velocidad por la autopista de Raccordo… Pero ¿adonde? San Casciano. También oí ladrar a un perro, en San Casciano… Un ladrón y violador que se llamaba Girolamo no sé qué.»
El momento en que se establece la conexión, ese espasmo sináptico de plenitud en que el pensamiento hace saltar los fusibles, es el placer más intenso a que se pueda aspirar. Rinaldo Pazzi acababa de disfrutar el mejor momento de su vida.
En hora y media Pazzi tuvo a Girolamo Tocca bajo custodia. La mujer de Tocca apedreó el pequeño convoy que se llevó a su marido.
Tocca era el sospechoso ideal. De joven había cumplido una condena de nueve años por el asesinato de un hombre al que encontró abrazando a su novia al aire libre. También había sido juzgado por abusos deshonestos a sus hijas y por violencia doméstica, y había estado en la cárcel por violación.
La Questura casi destrozó la vivienda de Tocca intentando encontrar pruebas. Al final fue el propio Pazzi quien, buscando por los alrededores de la casa, halló la caja de munición, una de las pocas pruebas físicas que pudo presentar el fiscal.
El juicio causó sensación. Tuvo lugar en un edificio de alta seguridad llamado «el bunker» donde se celebraban los juicios a los terroristas en los años setenta, frente a las oficinas locales del periódico La Nazione. Los miembros del jurado, cinco hombres y cinco mujeres sentados tras el cristal antibalas, condenaron a Tocca basándose, no en las pruebas físicas, prácticamente inexistentes, sino en la personalidad del acusado. La mayor parte del público lo creía inocente, pero muchos opinaban que Tocca era un sinvergüenza cuyo sitio estaba en la cárcel. A sus sesenta y cinco años, recibió una sentencia de cuarenta años en Volterra.
Los siguientes meses fueron un sueño. Un Pazzi no había sido tan festejado en Florencia desde hacía quinientos años, cuando Pazzo de' Pazzi regresó de la primera cruzada trayendo piedras del Santo Sepulcro.
En compañía del arzobispo, Rinaldo Pazzi y su hermosa mujer presenciaron desde el Duomo la ceremonia tradicional del día de Pascua en la que aquellas mismas piedras sagradas se usan para encender la mecha de la paloma-cohete que, volando desde la catedral a lo largo de un alambre, hacía explotar un carro de fuegos artificiales en medio del entusiasmo popular.
Los periódicos se hicieron eco de las palabras con las que Pazzi atribuyó parte del mérito a sus subordinados, que habían llevado a cabo un trabajo ímprobo. Se entrevistaba a la señora Pazzi, espléndida con los modelos que los diseñadores la animaban a ponerse, para pedirle consejo sobre la moda. Los invitaban a tomar el té en las aburridas mansiones de los poderosos, y compartieron mesa con un conde en su castillo lleno de armaduras.
Lo animaron a emprender una carrera política, recibió elogios en el vocinglero parlamento italiano y se le encomendó la tarea de encabezar los esfuerzos italianos en la cooperación con el FBI norteamericano contra la Mafia.
Este encargo, y una beca para estudiar y tomar parte en seminarios de criminología en la Universidad de Georgetown, condujo a los Pazzi a Washington, D.C. El inspector jefe pasó muchas horas en la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico, y soñaba con crear una división similar en Roma.
Y de pronto, al cabo de dos años, el desastre. En una atmósfera más calmada, un tribunal de apelación exento de la presión del público aceptó revisar la sentencia de Tocca. Pazzi tuvo que volver a casa para hacer frente a la investigación. Los antiguos colegas que había dejado atrás lo esperaban con las navajas abiertas.
Un tribunal de apelación revocó la condena de Tocca y amonestó a Pazzi por considerar verosímil que el policía hubiera manipulado las pruebas.
Sus antiguos apoyos en las altas esferas le dieron la espalda como a un apestado. Seguía ocupando un cargo importante en la Questura, pero estaba acabado y todos lo sabían. El gobierno italiano es lento de reflejos, pero más pronto que tarde el hacha silbaría sobre su cuello.
Durante la época amarga en que Pazzi esperaba la inminente caída del hacha, éste vio por primera vez al hombre que los eruditos florentinos conocían como doctor Fell…
Rinaldo Pazzi ascendía por las escaleras del Palazzo Vecchio para cumplir una tarea rutinaria, una de tantas que alguno de sus antiguos subordinados en la Questura le encomendaba regodeándose al verlo humillado por la adversidad. Mientras subía los peldaños a lo largo del muro cubierto de frescos, Pazzi no veía más que las puntas de sus propios zapatos sobre el gastado mármol, indiferente a las maravillas artísticas que lo rodeaban. Quinientos años antes, su antepasado había subido, a rastras y sangrando, por aquella misma escalinata.
Al llegar a un rellano, enderezó los hombros y se obligó a mirar los ojos de los personajes que poblaban los frescos, algunos pertenecientes a su propia familia. Podía oír el alboroto de las discusiones en el Salón de los Lirios del piso superior, donde los directores de la Galería de los Uffizi y del Comitato delle Belle Arti estaban reunidos en sesión plenaria.
La misión de Pazzi para aquel día era la siguiente: había desaparecido el veterano conservador del Palazzo Capponi. La opinión general era que el viejo se había fugado con una mujer, con el dinero de alguien o con ambas cosas. Había faltado a las cuatro últimas reuniones que la junta de la que dependía celebraba una vez al mes en el Palazzo Vecchio.
Se había designado a Pazzi para proseguir la investigación del caso. El inspector jefe, que tras el atentado terrorista había sermoneado agriamente a aquellos malencarados directores de los Uffizi y miembros del rival Comitato delle Belle Arti por las deficiencias en la seguridad, se veía obligado en esa ocasión a hacer acto de presencia en circunstancias muy distintas para interrogarlos sobre la vida amorosa de un conservador. No era, desde luego, plato de su gusto.
Los dos comités formaban una asamblea desaforada y suspicaz; durante años ni siquiera habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre un lugar de reunión, ya que ambas partes se mostraban reacias a jugar en campo contrario. Como solución intermedia, habían optado por juntarse en el magnífico Salón de los Lirios del Palazzo Vecchio, convencidos de que la hermosa sala era el marco apropiado para su propia eminencia y distinción. Una vez establecidos allí, se negaron a reunirse en ningún otro sitio, incluso a pesar de que el Palazzo Vecchio estaba sufriendo una de sus innumerables reformas y había andamios, lonas y maquinaria por todas partes.
El profesor Ricci, antiguo compañero de colegio de Rinaldo Pazzi, estaba en el vestíbulo inmediato al salón con un ataque de estornudos provocado por el polvo de la escayola. Cuando se recuperó lo suficiente, puso los llorosos ojos en blanco y señaló hacia el salón.
– La sólita arringa -dijo-. Están discutiendo, para no perder la costumbre. ¿Has venido por lo del conservador del Capponi? Pues justamente están peleándose por el puesto. Sogliato lo quiere para su sobrino. Pero los especialistas están impresionados con el interino que contrataron hace unos meses, el doctor Fell. Están empeñados en que se quede.
Pazzi dejó a su amigo tanteándose los bolsillos en busca de pañuelos de papel y entró en el histórico salón, famoso por su techo de lirios de oro. Dos de los muros estaban cubiertos con lonas, lo que reducía el eco de la trifulca.
El nepotista, Sogliato, tenía la palabra, y la estaba usando a pleno pulmón:
– La correspondencia de los Capponi se remonta al siglo XIII. El doctor Fell podría sostener entre las manos, entre sus manos extranjeras, una nota del propio Dante Alighieri. ¿La reconocería? Yo creo que no. Ustedes han examinado sus conocimientos de italiano medieval, y no seré yo quien niegue que su dominio del idioma es admirable. Para un straniero. Pero ¿está familiarizado con las personalidades de la Florencia del prerrenacimiento? Yo creo que no. ¿Qué ocurriría si diera con un escrito de… de Guido Cavalcanti, por poner un ejemplo? ¿Lo reconocería? Yo creo que no. ¿Le importaría responder a eso, doctor Fell?
Rinaldo Pazzi recorrió el salón con la mirada y no vio a nadie en quien pudiera reconocer al doctor Fell, aunque había observado con detalle una fotografía del individuo en cuestión hacía menos de una hora. Y no lo veía, porque el doctor no estaba sentado con los demás. Primero oyó su voz y al cabo de un momento consiguió localizarlo.
El doctor Fell estaba de pie, completamente inmóvil junto a la gran escultura en bronce de Judith y Holofernes, de espaldas al orador y al público. Empezó a hablar sin darse la vuelta, de forma que era difícil decir de qué figura procedía la voz: si de Judith, con la espada siempre a punto de abatirse sobre el cuello del monarca ebrio; de Holofernes, cuya cabeza aferra la mujer por los cabellos; o del doctor Fell, esbelto e inmóvil junto a las criaturas esculpidas por Donatello. Su voz horadó la algarabía como un láser atravesando el humo, y el académico gallinero acabó por guardar silencio.
– Cavalcanti replicó públicamente al primer soneto de La vita nuova, donde Dante describe el extraño sueño en que se le apareció Beatrice Portinari -dijo el doctor Fell-. Es posible que también lo comentara en privado. Si escribió a un Capponi, tuvo que ser a Andrea, a quien la literatura interesaba mucho más que a sus hermanos -el erudito consideró oportuno volverse hacia su público, después de haber hecho que todos salvo él mismo se sintieran incómodos-. ¿Conoce ese soneto de Dante, profesor Sogliato? ¿Sabe a qué soneto me refiero? Fascinaba a Cavalcanti, y merece que le robe un poco de su tiempo. Dice así:
Alma cautiva y corazón gentil
dignos de esta razón, vuestro avisado
consejo solicito y os saludo
en el nombre de Amor, que es nuestro dueño.
Pasado casi un tercio de las horas
fijadas a la luz de las estrellas,
Amor me visitó súbitamente,
cuya esencia nombrar aún me aterra.
Alegre me sentí al ver en sus manos
mi corazón desnudo, y en sus brazos
a mi dama dormida bajo un lienzo.
Al fin la despertó y del corazón
ardiente, humilde y trémula comía;
luego se la llevó y quedé llorando.
– Preste atención a la naturalidad con que transforma el italiano coloquial en instrumento poético, lo que él llamó vulgari eloquentia:
Allegro mi sembrava Amor tenendo
meo core in mano, e ne le braccia avea
madonna involta en un drappo dormendo.
Poi la svegliava, e d'esto core ardendo
leí paventosa umilmente posesa:
appresso gir lo ne vedea piangendo.
Ni el más testarudo de los florentinos hubiera podido resistirse a los versos de Dante repercutiendo en los frescos de aquellos muros en el melodioso toscano del doctor Fell. Primero con aplausos, luego con lacrimosos vítores, los congregados proclamaron al erudito dueño y señor del Palazzo Capponi, mientras Sogliato echaba chispas. Pazzi no hubiera sabido decir si la victoria complacía al doctor, pues Fell había vuelto a darles la espalda. Pero Sogliato no había dicho su última palabra.
– Si nuestro querido colega es tan versado en Dante, que hable de Dante. Pero ante el Studiolo -Sogliato musitó el nombre como si se tratara de la Inquisición-. Que hable ante ellos extempore, el próximo viernes, si es que puede.
El Studiolo, así llamado por el pequeño y decorado estudio del Palazzo Vecchio donde celebraba sus reuniones, era un reducido y feroz grupo de eruditos que había arruinado buen número de reputaciones académicas. Prepararse para aparecer ante ellos se consideraba una tarea hercúlea, y disertar en su presencia, un riesgo que pocos estaban dispuestos a arrostrar. Un tío de Sogliato secundó la moción, un cuñado propuso que se votara y su hermana se aprestó a registrar el resultado en las actas. Fue aprobada. En principio, el puesto quedaba adjudicado al doctor Fell, que, no obstante, debería obtener el visto bueno del Studiolo para conservarlo.
Los profesores contaban al fin con un nuevo conservador para el Palazzo Capponi y no echaban de menos al antiguo, de modo que las preguntas del desventurado Pazzi sobre el desaparecido obtuvieron respuestas escuetas y desabridas. Pazzi aguantó el tipo de forma admirable.
Como buen investigador, Pazzi había considerado todas las circunstancias tratando de descubrir un móvil. ¿Quién sacaba provecho de la desaparición del viejo conservador? Se trataba de un solterón, un sabio tranquilo y respetado que llevaba una vida ordenada. Tenía algunos ahorros, nada del otro mundo. Su única posesión valiosa era su trabajo, que le concedía el privilegio de habitar el ático del Palazzo Capponi.
Ahí tenía al sustituto, recién elegido por la asamblea después de un escrupuloso examen de sus conocimientos sobre historia de Florencia e italiano medieval. Pazzi había estudiado su solicitud para el cargo y su ficha del Ministerio de Sanidad.
Lo abordó mientras los eruditos cerraban sus carteras y se disponían a marcharse a sus casas.
– Doctor Fell…
– ¿Sí, Commendatore?
El flamante conservador era un individuo pequeño y pulcro. Llevaba unas gafas con la mitad superior de las lentes ahumada, y un traje de excelente corte incluso para Italia.
– Me preguntaba si llegó usted a conocer a su predecesor.
Un policía experimentado siempre tiene las antenas bien orientadas para captar la longitud de onda del miedo. Pazzi, que observaba a Fell detenidamente, registró una calma absoluta.
– No llegué a conocerlo. He leído varias monografías suyas publicadas en la Nuova Antología.
El toscano coloquial del doctor era tan fluido como el de su recitación. Si había algún rastro de acento, Pazzi fue incapaz de identificarlo.
– Los agentes que investigaron el caso con anterioridad registraron el palacio en busca de cualquier nota, una carta de despedida, o de suicidio, pero no encontraron nada. Si apareciera algo entre los papeles, cualquier cosa personal, aunque le parezca insignificante, ¿tendrá la amabilidad de llamarme?
– Por supuesto, Commendatore Pazzi.
– Sus efectos personales, ¿siguen en el palacio?
– Guardados en dos maletas, con un inventario.
– Mandaré… Me pasaré por allí y los recogeré.
– ¿Le importaría llamarme antes, Commendatore? Así podré desactivar el sistema de seguridad antes de que llegue y ahorrarle tiempo.
«Este tío está demasiado tranquilo. Lo normal es que yo le impusiera un poco de respeto. Y quiere que le avise antes de ir.»
Los miembros de la junta lo habían tratado con suficiencia. Eso ya no tenía remedio. Pero la suficiencia de aquel individuo lo irritaba. Procuró pagarle con la misma moneda.
– Doctor Fell, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
– Siempre que su deber se lo exija, Commendatore.
– Tiene usted una cicatriz relativamente reciente en el dorso de la mano izquierda.
– Y usted un anillo de casado relativamente nuevo en la suya. ¿La vita nuova? -el doctor Fell sonrió. Sus dientes eran pequeños y muy blancos. En el instante de desconcierto de Pazzi, que intentaba decidir si debía sentirse ofendido, el erudito alzó la mano izquierda y añadió-: Síndrome del túnel carpiano, Commendatore. La Historia es una profesión peligrosa.
– ¿Por qué no figura ese síndrome en el informe sanitario que presentó para trabajar aquí?
– Tenía la impresión, Commendatore, de que las lesiones sólo son relevantes si se perciben ingresos por invalidez; no es mi caso. Tampoco soy un inválido.
– Entonces lo operaron en Brasil, su país de origen…
– No ha sido en Italia, ni he recibido nada del gobierno italiano -respondió el doctor Fell, como si creyera que esa respuesta era concluyente.
Se habían quedado solos en el Salón de los Lirios. Pazzi se disponía a salir cuando el doctor Fell lo llamó.
– Commendatore Pazzi…
El nuevo conservador era una silueta negra contra los altos ventanales. Tras él, en lontananza, se alzaba la cúpula del Duomo.
– ¿Sí?
– Usted es un Pazzi, de los famosos Pazzi, ¿me equivoco?
– No. ¿Cómo lo ha sabido?
Pazzi hubiera considerado en extremo impropia cualquier alusión a las recientes noticias de los periódicos.
– Se parece usted a uno de los rostros de los medallones de Della Robbia en la capilla de su familia en Santa Croce.
– Sí, es Andrea de' Pazzi retratado como Juan el Bautista -dijo Rinaldo, con un punto de orgullo en su corazón amargado.
Cuando Pazzi abandonó el salón, su última imagen fue la extraordinaria quietud del doctor Fell.
Muy pronto tendría motivos para confirmarla.
En los tiempos que corren, cuando una exposición constante a la vulgaridad y la lujuria han acabado por insensibilizarnos, resulta muy instructivo comprobar qué nos sigue pareciendo perverso. ¿Qué puede golpear la costra purulenta que cubre nuestras sumisas conciencias lo bastante fuertemente como para despabilar nuestra atención?
En Florencia cumplió este cometido la exposición llamada «Atroces instrumentos de tortura», donde Rinaldo Pazzi volvió a encontrar al doctor Fell.
La muestra, que presentaba más de veinte artilugios clasicos acompañados de una documentación exhaustiva, había sido montada en el Forte di Belvedere, una sobrecogedora fortaleza del siglo XVI construida por los Médicis para guardar la muralla meridional de la ciudad. El acontecimiento atrajo a una muchedumbre insólita; la excitación saltaba como una trucha en los pantalones de la concurrencia.
La duración prevista inicialmente era de un mes; pero los «Atroces instrumentos de tortura» permanecieron en cartel seis, durante los que igualaron la concurrencia a los Uffizi y sobrepasaron la del museo del Palazzo Pitti.
Los promotores, dos taxidermistas fracasados que habían sobrevivido hasta entonces comiéndose las visceras de los animales que disecaban, se hicieron millonarios y recorrieron Europa en triunfo con su espectáculo, embutidos en flamantes trajes de etiqueta.
Los visitantes acudieron de toda Europa, sobre todo en parejas, y aprovecharon la amplitud del horario para desfilar entre los artefactos del dolor leyendo de cabo a rabo su procedencia y funcionamiento en alguno de los cuatro idiomas de los rótulos. Ilustraciones de Durero y otros artistas, así como documentación de la época, ilustraron a las masas sobre materias como las excelencias del suplicio de la rueda.
La leyenda correspondiente rezaba así:
Los príncipes italianos preferían fracturar los huesos de la víctima mientras ésta se encontraba todavía en el suelo, colocando bloques de madera bajo los miembros, tal como muestra la imagen, y haciendo pasar la rueda sobre las articulaciones. En cambio, en el norte de Europa el método más habitual era atar al condenado o condenada a la rueda, romperle los huesos con una barra de hierro y, finalmente, ensartar los miembros en las púas que recorrían la circunferencia exterior de la rueda; las fracturas proporcionaban la necesaria flexibilidad; la cabeza, que seguía aullando, y el tronco se colocaban en el centro. Este sistema resultaba más apropiado como espectáculo, pero la diversión podía acabar demasiado pronto si algún hueso astillado alcanzaba el corazón del reo.
La exposición no podía menos de interesar a cualquier especialista en lo peor que ha dado el género humano. Pero la esencia de lo peor, el auténtico estiércol del diablo de la Humanidad, no se encuentra en la doncella de hierro o en el potro; el horror elemental se encuentra en el rostro de la multitud.
En la semioscuridad del enorme recinto de piedra, bajo las jaulas iluminadas que colgaban del techo, el doctor Fell, experto degustador de rasgos faciales, con las gafas en la mano operada y una de las patillas metida en la boca, contemplaba el desfile del público con una expresión de éxtasis.
Rinaldo Pazzi lo sorprendió en semejante actitud.
Pazzi cumplía su segunda investigación rutinaria de aquella jornada. En lugar de comer con su mujer, se veía obligado a abrirse paso entre aquella gente para colocar avisos previniendo a las parejas contra el Monstruo de Florencia, que el inspector jefe había sido incapaz de capturar. Se trataba del mismo cartel que presidía su propio escritorio por orden de sus nuevos superiores, junto a órdenes de busca y captura procedentes de todo el mundo.
Los taxidermistas, que vigilaban la taquilla, estuvieron encantados de añadir un poco de horror contemporáneo a su espectáculo; no obstante, indicaron a Pazzi que colocara los carteles él mismo, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar al otro a solas con la recaudación. Algunos florentinos reconocieron al inspector jefe entre los rostros anónimos y murmuraron su nombre entre sí.
Pazzi clavó chinchetas en las esquinas del cartel, azul con un gran ojo amenazador en el centro, sobre un tablón de anuncios que colgaba junto a la salida, donde captaría la atención de un mayor número de visitantes, y encendió el foco que pendía encima. Mientras observaba a las parejas que salían, Pazzi advirtió que muchas estaban excitadas y se frotaban al amparo de la muchedumbre. No le apetecía contemplar otro «cuadro», más flores, ni más sangre.
Pazzi decidió hablar con el doctor Fell. Aprovechando que estaba cerca del Palazzo Capponi, pasaría a recoger los efectos personales del conservador desaparecido. Pero cuando se alejó del tablón de anuncios, el doctor había desaparecido. No estaba entre el torrente humano que desfilaba hacia la salida. En el lugar donde había permanecido de pie no quedaba más que el muro desnudo bajo la jaula de un muerto por inanición, cuyo esqueleto en posición fetal parecía seguir suplicando comida.
Pazzi sintió rabia. Se abrió paso entre la gente hasta el exterior, pero no dio con el erudito.
El vigilante de la salida reconoció al inspector jefe y no le dijo nada cuando pasó por encima del cordón y abandonó el camino para perderse en la oscuridad de los terrenos que rodean el fuerte. Llegó al parapeto y miró hacia el norte por encima del río Arno. A sus pies, la Florencia vieja, la antigua joroba del Duomo, la torre del Palazzo Vecchio erguida como una fuente de luz.
Pazzi se sintió como un alma en pena, retorciéndose en un espetón de ridículo. Su propia ciudad le hacía burla.
El FBI había acabado de hundir el puñal en la espalda del inspector jefe al declarar a la prensa que el perfil de Il Mostro elaborado por el Bureau no tenía el menor parecido con el del hombre al que Pazzi había detenido. La Nazione añadía que el policía «había encarrilado a Tocca hacia su celda».
La última vez que Pazzi había pegado el cartel azul de Il Mostro había sido en Estados Unidos. En aquella ocasión, lo había colocado lleno de orgullo, como si fuera un trofeo, en una pared de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y había estampado su firma en él a petición de los agentes federales. Lo sabían todo sobre él, lo admiraban, lo agasajaban. Su esposa y él habían pasado unos días como invitados en la costa de Maryland.
Mientras permanecía apoyado en el parapeto del fuerte con la ciudad a sus pies, volvía a oler el aire salino de Chesapeake y veía a su mujer andando por la playa con unas deportivas blancas recién estrenadas.
En la Unidad de Quantico tenían una imagen de Florencia, que le enseñaron como curiosidad. Era la misma vista que contemplaba en esos momentos, la Florencia vieja desde el Belvedere, la mejor perspectiva posible. Pero no era en color. No, se trataba de un dibujo a lápiz, esfumado al carboncillo. El dibujo estaba en una fotografía, sobre el fondo de una fotografía. Era un retrato del asesino en serie norteamericano doctor Hannibal Lecter. Hannibal el Caníbal. Lecter había dibujado Florencia de memoria, y el paisaje había colgado en su celda del hospital psiquiátrico, un lugar tan siniestro como el fuerte.
¿En qué momento se hizo la luz en la mente de Pazzi? Dos imágenes, la Florencia real que tenía ante sus ojos y el dibujo que veía con los del recuerdo. El cartel de Il Mostro que había clavado hacía apenas unos minutos. El de Mason Verger ofreciendo una fuerte recompensa por Hannibal Lecter y algunas pistas, colgado en la pared de su propio despacho:
EL DOCTOR LECTER SE VERÁ OBLIGADO A DISIMULAR SU MANO IZQUIERDA Y PUEDE INTENTAR OPERÁRSELA, YA QUE EL TIPO DE POLIDACTILISMO QUE PRESENTA, CON PERFECTO DESARROLLO DE LOS DEDOS, ES EXTREMADAMENTE RARO Y FÁCILMENTE IDENTIFICABLE.
El doctor Fell llevándose las gafas a los labios con la mano atravesada por una cicatriz.
El minucioso boceto de aquella vista en el muro de la celda de Hannibal Lecter.
¿Tuvo Pazzi la inspiración mientras contemplaba la ciudad a sus pies, o le llegó de la preñada oscuridad que se cernía sobre las luces? Y ¿por qué fue su heraldo el aroma de la brisa salina de la bahía de Chesapeake?
Por insólito que parezca tratándose de alguien con tan acusada memoria visual, la conexión se produjo como un sonido, el que haría una gota al caer en un charco cada vez más grande.
«Hannibal Lecter había huido a Florencia.»
¡Plop!
«Hannibal Lecter era el doctor Fell.»
Su voz interior le dijo que tal vez había perdido el juicio en el espetón de su ridículo; su cerebro desesperado podía estar partiéndose los dientes en los barrotes, como el esqueleto muerto de hambre en la jaula de la exposición.
Sin tener conciencia de haberse movido, Pazzi se encontró en la puerta del Renacimiento, que abre el Belvedere a la pronunciada Costa di San Giorgio, una calleja tortuosa que en menos de un kilómetro desciende hasta el corazón de la Florencia vieja. Sus pasos parecían arrastrarlo contra su voluntad por el pavimento de cantos rodados, bajaba más deprisa de lo que hubiera querido, sin apartar la vista del frente en busca de aquel hombre que se hacía llamar doctor Fell, cuyo camino de vuelta a casa estaba siguiendo. A mitad de la calle torció por la Costa Scarpuccia y siguió descendiendo hasta desembocar en la Via de' Bardi, cerca del río. Junto al Palazzo Capponi, hogar del doctor Fell.
Pazzi, resollando por la carrera, buscó un lugar, a resguardo de las luces, la entrada a un edificio de apartamentos en la acera contraria al palacio. Si pasaba alguien, podía volverse y hacer como que llamaba a un timbre.
El palacio estaba a oscuras. Sobre la enorme puerta de dos hojas, Pazzi distinguió el piloto rojo de una cámara de vigilancia. No sabía si funcionaba continuamente o sólo cuando alguien llamaba. Estaba instalada bajo la marquesina de la entrada. Pazzi supuso que no podía captar la extensión de la fachada.
Esperó media hora oyendo su propia respiración, pero el doctor no apareció. Tal vez estaba dentro con todas las luces apagadas.
La calle estaba desierta. Pazzi la cruzó deprisa y se apretó contra el muro.
Llegaba, muy débil, apenas perceptible, un sonido procedente del otro lado del paramento. Pazzi apoyó la cabeza contra los fríos barrotes de un ventanal. Un clavicordio, las Variaciones Goldberg de Bach, interpretadas con destreza.
Pazzi tenía que esperar, seguir oculto y pensar. Era demasiado pronto para levantar la caza. Tenía que decidir una línea de acción. No estaba dispuesto a ser el hazmerreír público por segunda vez. Mientras retrocedía hacia las sombras del otro lado de la calle, su nariz fue lo último en desaparecer.
El mártir cristiano San Miniato recogió su cabeza recién cortada de la arena del anfiteatro romano de Florencia, se la puso bajo el brazo y se fue a vivir a la ladera de una montaña del otro lado del río, donde yace enterrado en su espléndida iglesia, según cuenta la tradición.
Lo hiciera por su propio pie o llevado en andas, lo cierto es que el cuerpo de san Miniato no tuvo más remedio que pasar por la vieja calle en que ahora nos encontramos, la Via de' Bardi. Ha caído la tarde y en la calle desierta una llovizna invernal, no lo bastante fría para anular el olor a gato, hace relucir el dibujo en forma de abanico de los cantos. Nos rodean palacios erigidos hace seiscientos años por los príncipes mercaderes, los hacedores de reyes y los conspiradores de la Florencia renacentista. Al otro lado del Arno, a tiro de arco, se yerguen las crueles agujas de la Signoria, donde ahorcaron y quemaron al monje Savonarola, y ese enorme matadero de Cristos crucificados que es la Galería de los Uffizi.
Los palacios de las grandes familias, apretados en la histórica calle, congelados por la moderna burocracia italiana, son arquitectura carcelaria en su exterior, pero encierran espacios amplios y etéreos, altos salones silenciosos en los que nadie penetra, ocultos tras cortinajes de seda que la lluvia ha ido pudriendo y de cuyas paredes obras menores de los grandes maestros del Renacimiento penden durante años en la oscuridad, iluminadas tan sólo por los relámpagos cuando las colgaduras se desploman.
Ante ti se alza el palacio de los Capponi, una familia ilustre durante mil años, que hizo trizas el ultimátum de un rey francés ante sus propias narices y dio un papa a la Iglesia.
Tras sus rejas de hierro, las ventanas del Palazzo Capponi permanecen a oscuras. Los soportes de las antorchas están vacíos. En aquella ventana el viejo cristal cuarteado tiene un agujero de bala de los años cuarenta. Acércate más. Apoya la cabeza en el frío hierro, como ha hecho el policía, y escucha. Aunque con dificultad, puedes oír un clavicordio. Las Variaciones Goldberg de Bach tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien, con una conmovedora comprensión de la partitura. Tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien; tal vez con una ligera rigidez de la mano izquierda.
Si te creyeras a salvo de todo peligro, ¿entrarías en el edificio? ¿Penetrarías en este palacio tan pródigo en sangre y gloria, seguirías a tu rostro a través de la extendida maraña de tinieblas hacia las exquisitas notas del clavicordio? Las alarmas no pueden detectarnos. El policía empapado que acecha en el quicio de una puerta no puede vernos. Ven…
En el vestíbulo reina una oscuridad casi completa. Una larga escalinata de piedra, sobre cuya gélida balaustrada deslizamos las manos, con los escalones desgastados por las pisadas de cientos de años, desiguales bajo los pies, que nos conducen hacia la música.
Las altas hojas de la puerta del salón principal chirriarían y se quejarían si tuviéramos que abrirlas. En atención a ti, están abiertas. La música procede del rincón más alejado, el mismo del que llega la única luz, una claridad producida por muchas velas, que enrojece al atravesar la pequeña puerta de una capilla, en el ángulo del salón.
Vayamos hacia la música. Somos vagamente conscientes de pasar al lado de grandes grupos de muebles cubiertos con telas, formas ambiguas que parecen alentar a la luz de las velas, como un rebaño dormido. Sobre nuestras cabezas, el alto techo desaparece en la oscuridad.
La luz rojiza cae sobre un clavicordio ornamentado y sobre el hombre que los especialistas en el Renacimiento conocen como doctor Fell, elegante, absorto en la música que interpreta con la espalda erguida, mientras la luz se refleja en su pelo y en el dorso de su bata de seda, lustrosa como piel.
La cubierta del clavicordio está decorada con una bulliciosa escena de bacanal, y los diminutos personajes parecen revolotear sobre las cuerdas a la luz de las velas. El hombre toca con los ojos cerrados. No necesita partitura. En su lugar, sobre el atril en forma de lira del instrumento, hay un ejemplar del diario sensacionalista norteamericano National Tattler. Está doblado de forma que sólo se ve la foto de la portada, que muestra el rostro de Clarice Starling.
Nuestro músico sonríe, finaliza la interpretación de la pieza, repite la zarabanda por puro placer y, mientras aún vibra la última cuerda golpeada por el maculo, abre los ojos, en cuyas pupilas brilla una luz roja, minúscula como la punta de un alfiler. Ladea la cabeza y mira el periódico que tiene ante sí.
Se levanta sin hacer ruido y se lleva el periódico norteamericano a la diminuta y decorada capilla, construida antes del descubrimiento de América. Cuando lo sostiene a la luz de las velas y lo despliega, los santos que presiden el altar parecen leerlo por encima de su hombro, como harían en la cola del supermercado. El tipo del titular es Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Dice lo siguiente: «EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASESINA DEL FBI».
Cuando sopla las velas, la oscuridad se traga los rostros pintados, en agonía o en éxtasis, alrededor del altar. No necesita luz para cruzar el enorme salón. Una brizna de aire nos acaricia cuando el doctor pasa a nuestro lado. La enorme puerta rechina y se cierra con un golpe que repercute bajo nuestros pies. Silencio.
Pisadas que entran en otra habitación. Los ecos de la estancia permiten adivinar un espacio más reducido, aunque el techo debe de ser igual de alto, pues los sonidos agudos tardan en rebotar desde arriba; el aire inmóvil guarda olores a vitela, pergamino y cabos de vela consumidos.
El crujido de papeles en la oscuridad, el rechinar de un asiento al ser arrastrado. El doctor Lecter se sienta en un gran sillón de la fabulosa Biblioteca Capponi. Es cierto que la luz adquiere un tono rojizo cuando la reflejan sus ojos, que sin embargo no emiten un resplandor rojo en la oscuridad, como muchos de sus guardianes han asegurado. La oscuridad es completa. El doctor medita…
No puede negarse que el doctor Lecter ha creado la vacante del Palazzo Capponi haciendo desaparecer al antiguo conservador, proceso sencillo para el que bastaron unos segundos de trabajo físico con el anciano y un modesto desembolso en la adquisición de dos sacos de cemento; sin embargo, una vez despejado el camino, se ha ganado el puesto por méritos propios demostrando al Comitato delle Belle Arti una extraordinaria competencia lingüística, al traducir sin titubeos el latín y el italiano medieval de manuscritos redactados con la letra gótica más enrevesada.
En este lugar ha encontrado una paz que está decidido a conservar; desde su llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.
Considera su elección como conservador y biblioteCarlo del Palazzo Capponi un premio nada desdeñable por varias razones.
La amplitud y la altura de las estancias del palacio son primordiales para el doctor Lecter tras años de entumecedor cautiverio. Y, lo que es más importante, siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el único edificio privado que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha ido construyendo desde su juventud.
En la biblioteca, colección única de manuscritos y correspondencia que se remontan a principios del siglo XIII, puede permitirse cierta curiosidad sobre sí mismo.
El doctor Lecter, basándose en documentos familiares fragmentarios, creía ser el descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terrible personaje del siglo XII toscano, así como de los Maquiavelo y los Visconti. Éste era el lugar ideal para confirmarlo. Aunque sentía una cierta curiosidad abstracta por el hecho, no guardaba relación con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares. Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no pueden medirse con instrumentos convencionales.
De hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiátrica respecto a si el doctor Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en la profesión, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.
Sentado en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuridad mientras en su cabeza suena un aire medieval. Está reflexionando sobre el policía.
El clic de un interruptor, y una lámpara de sobremesa derrama su luz.
Ahora podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV en la Biblioteca Capponi. Tras él, una pared llena de manuscritos y grandes libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos años atrás. Sobre la mesa, la correspondencia con un ministro de la República de Venecia del siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Ángel, un estudio para su Moisés con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al portatintero hay un ordenador portátil con capacidad para investigar on-line a través de la Universidad de Milán.
Entre los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules chillones. Junto a él, la edición florentina de La Nazione.
El doctor Lecter coge el periódico italiano y lee su último ataque contra Rinaldo Pazzi, provocado por una declaración sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca coincidió con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.
La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrenamiento en Estados Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policía no había hecho honor a semejante preparación.
El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los antecedentes de Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar a un policía entrenado en Quantico, donde Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.
Cuando el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante cerca de él como para aspirar su olor, supo sin lugar a dudas que el inspector jefe no sospechaba nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo referente a la desaparición del conservador.
El policía lo había visto en la muestra de instrumentos de tortura. Ojalá hubiera sido una exposición de orquídeas.
Lecter era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminación estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de sus conocimientos.
¿Se reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Palazzo Capponi, abajo, en la humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de un aparente suicidio? La Nazione se sentiría orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.
Todavía no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su atención a los grandes rollos de manuscritos de pergamino y vitela.
El doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y embajador en Venecia en el siglo XV, y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta altas horas de la noche.
Antes de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos las fotografías tomadas al doctor Fell para su permiso de trabajo, además de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los archivos de los carabinieri. También disponía de los excelentes retratos policiales reproducidos en el cartel de Mason Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pómulos habían sufrido una transformación, tal vez mediante inyecciones de colágeno.
Las orejas parecían prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente de aumento. Parecían idénticas.
En el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su código de Interpol para acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del módem e intentó descifrar el borroso texto de la pantalla hasta que las letras se estabilizaron. Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron contener la respiración. Una vieja y otra nueva. La entrada más reciente hacía alusión a una radiografía según la cual era muy posible que Lecter se hubiera operado la mano. La información antigua, el escáner de un informe policial de Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia de que, mientras asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las Variaciones Goldberg.
El aviso puesto en circulación por la acaudalada víctima norteamericana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al número del FBI que constaba en el mismo. Se hacía la advertencia rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. También figuraba el número de un teléfono particular, justo debajo del párrafo que daba a conocer la enorme recompensa.
El billete de avión de Florencia a París es absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le proporcionara una conexión por radio sin entrometerse, y no conocía otro modo de conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Ópera, llamó al número privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarían la llamada. Pazzi hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento lo delataría como italiano.
La voz era de hombre, con inconfundible acento norteamericano y muy tranquila.
– Tenga la bondad de comunicarme el motivo de su llamada.
– Creo tener información sobre Hannibal Lecter.
– Bien, le agradecemos que se haya puesto en contacto con nosotros. ¿Conoce su paradero actual?
– Eso creo. La recompensa, ¿es en efectivo?
– Así es. ¿Qué prueba concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe hacerse cargo de que recibimos muchas llamadas sin fundamento.
– Puedo decirle que se ha sometido a cirugía facial y se ha operado de la mano izquierda. Pero sigue tocando las Variaciones Goldberg. Tiene documentación brasileña.
Una pausa.
– ¿Por qué no ha llamado a la policía? Mi obligación es animarlo a que lo haga.
– La recompensa, ¿se hará efectiva bajo cualquier circunstancia?
– La recompensa se entregará a quien proporcione información que conduzca al arresto y condena.
– Pero ¿se pagaría aunque las circunstancias fueran… especiales?
– ¿Se refiere al caso de alguien que en circunstancias normales no tendría derecho a cobrarlo?
– Sí.
– Los dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así que permanezca al teléfono, por favor, y permita que le haga una sugerencia. Va contra las convenciones internacionales y contra la ley norteamericana ofrecer una recompensa por alguien muerto. Permanezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle si llama desde Europa?
– Sí, así es, y eso es todo lo que pienso decirle.
– Muy bien, caballero, escúcheme. Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado para informarse sobre la legalidad de ese tipo de recompensa, y que no emprenda ninguna acción delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que le recomiende un abogado? Puedo darle la dirección de uno en Ginebra con experiencia en este terreno. ¿Me permite que le dé su número de teléfono gratuito? Lo animo calurosamente a que lo llame y sea franco con él.
Pazzi compró una tarjeta telefónica e hizo la siguiente llamada desde una cabina en los grandes almacenes Bon Marché. Habló con una voz de cerrado acento suizo. En cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos por la cabeza y las manos de Hannibal Lecter. Pagaría la misma cantidad por cualquier información que condujera a su arresto. Confidencialmente, pagaría tres millones de dólares por el doctor vivo, sin hacer preguntas y garantizando absoluta discreción. Las condiciones incluían cien mil dólares por adelantado. Para hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar un objeto que tuviera al menos una huella dactilar del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito, podría disponer del resto del dinero, depositado en una caja de seguridad suiza, a su conveniencia.
Antes de abandonar los almacenes en dirección al aeropuerto, Pazzi le compró a su mujer un salto de cama de moaré color melocotón.
¿Cómo comportarse cuando se sabe que los honores convencionales son basura? ¿Cuando, como Marco Aurelio, se está convencido de que la opinión de las generaciones futuras importará tan poco como la de la presente? ¿Es posible comportarse bien? ¿Es inteligente comportarse bien?
Ahora Rinaldo Pazzi, del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la Questura florentina, debía decidir cuánto valía su honor, o si existía una sabiduría superior a las consideraciones sobre el honor.
Llegó de París a la hora de cenar, y durmió un poco. Hubiera querido consultar a su mujer, pero no fue capaz; sin embargo, obtuvo consuelo en ella. Permaneció despierto largo rato después de que la respiración de la mujer se sosegara. Bien entrada la noche, renunció a dormirse y salió a la calle para dar un paseo y pensar.
La codicia no es un pecado desconocido en Italia; Rinaldo Pazzi la había absorbido a bocanadas con el aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y su ambición naturales se habían pulido en Norteamérica, donde todo se asimila rápidamente, incluidas la muerte de Jehová y la adoración del becerro de oro.
Cuando Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se plantó en el lugar de la Piazza della Signoria donde Savonarola fue quemado, cuando alzó la vista hacia la ventana del iluminado Palazzo Vecchio bajo la que murió su antepasado, creía estar deliberando. Pero no era así. Ya estaba decidido a sacar tajada.
Asignamos un momento concreto a la toma de una decisión para dignificarla como resultado maduro de una sucesión de pensamientos racionales y conscientes. Pero las decisiones se forman a partir de sentimientos amasados; con frecuencia se parecen más a un amasijo que a una suma.
Cuando tomó el avión a París, Pazzi ya se había decidido. Y ya se había decidido hacía una hora, cuando su mujer, con el salto de cama nuevo, se había mostrado complaciente como una buena esposa. Y minutos más tarde, cuando, acostado en la oscuridad, había tomado su mejilla para darle un tierno beso de buenas noches y una lágrima se había deslizado por la palma de su mano. En ese momento, sin saberlo, ella le había enternecido el corazón.
¿Honores, otra vez? ¿Otra oportunidad para soportar la halitosis del arzobispo mientras los santos pedernales prendían el cohete en el culo de la paloma de trapo? ¿Más elogios de los políticos cuyas vidas privadas tan bien conocía? ¿De qué le serviría ser conocido como el policía que había capturado al doctor Hannibal Lecter? Para un policía, la fama tiene una vida corta y vicaria. Más valía venderlo.
La idea lo desgarraba, retumbaba en su cabeza, le hacía palidecer pero le daba resolución. Cuando acabó de decidirse, a pesar de ser tan visual el contenido de su mente, dos olores se mezclaron en su recuerdo, el de su mujer y el de la brisa de Chesapeake.
VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO.
Francesco de' Pazzi no había hundido su daga con más fuerza en 1478, cuando derribó a Giuliano sobre el suelo de la catedral, cuando en su frenesí se apuñaló el propio muslo.
La tarjeta con las huellas dactilares del doctor Hannibal Lecter es una curiosidad y, en cierto modo, un objeto de culto. La original cuelga enmarcada en una pared de la Unidad de Identificación del FBI. Siguiendo la práctica del Bureau cuando hay que tomar las huellas a alguien con más dedos de lo normal, el pulgar y los cuatro dedos adyacentes aparecen en el anverso de la tarjeta y el sexto en el reverso.
Tras la huida del doctor, se hicieron circular copias de la tarjeta por todo el mundo, y la huella del pulgar aparece aumentada en el aviso de Mason Verger con suficientes puntos distintivos marcados en ella como para que cualquier investigador mínimamente preparado acierte.
La identificación de huellas dactilares no requiere una habilidad extraordinaria; Pazzi podía recogerlas con la competencia de un profesional y estaba capacitado para hacer comparaciones fiables que confirmaran sus sospechas. Pero Mason Verger exigía una huella reciente, tomada in situ y entregada, no sobre papel, sino en el objeto donde había quedado impresa, de forma que sus expertos pudieran examinarla con total independencia. A Mason lo habían engañado muchas veces con huellas recogidas hacía años en los escenarios de los primeros crímenes del doctor.
Pero ¿cómo conseguir las del doctor Fell sin levantar sus sospechas?
Ante todo tenía que evitar alarmarlo. Aquel hombre era capaz de desaparecer dejando a Pazzi con un palmo de narices y las manos vacías.
El doctor salía poco del Palazzo Capponi y hasta la siguiente reunión del Comitato delle Belle Arti quedaba un mes. Demasiado tiempo para esperar y poner un vaso de agua ante su asiento, ante cada asiento, porque el comité no dispensaba semejantes atenciones.
Una vez decidido a venderlo a Mason Verger, no le quedaba más remedio que trabajar solo. No podía arriesgarse a atraer la atención de la Questura sobre el doctor Fell pidiendo una orden de registro para entrar en el Palazzo Capponi, demasiado protegido por alarmas como para forzar la entrada y hacerse con las huellas.
El contenedor de basura del doctor era mucho más nuevo y estaba mucho más limpio que los del resto de la manzana. Pazzi compró uno y en mitad de la noche cambió las tapas. La superficie galvanizada no era la ideal; después de toda una noche de esfuerzos, Pazzi obtuvo una pesadilla puntillista de huellas que se sintió incapaz de descifrar.
A la mañana siguiente apareció en el Ponte Vecchio con los ojos enrojecidos. En una joyería del puente compró un ancho y pulido brazalete de plata y el soporte de terciopelo sobre el que estaba expuesto. En el barrio artesano de la orilla meridional del Arno, en las callejas frente al Palazzo Pittí, hizo que otro joyero eliminara el nombre del orfebre. El hombre le propuso aplicar un tratamiento contra el deslustre, pero Pazzi se negó.
La temible Sollicciano, la cárcel de Florencia en la carretera a Prato.
En la segunda galería de la zona de las mujeres, Romula Cjesku, inclinada sobre un hondo lavadero, se enjabonaba los pechos y se lavaba y secaba esmeradamente antes de ponerse una blusa de algodón ancha y limpia. Otra gitana, de vuelta de la sala de visitas, le dijo unas palabras en rumano. Una fina arruga apareció entre los ojos de Romula. Aparte de eso, el hermoso rostro conservó la seriedad y el aplomo habituales.
La dejaron salir de la galería a la hora de siempre, las ocho y media, pero cuando se acercaba a la sala de visitas una celadora le cerró el paso y la obligó a entrar en una sala de vis-á-vis de la planta baja. En el interior, en lugar de la enfermera, la esperaba Rinaldo Pazzi con un recién nacido en los brazos.
– Hola, Romula -la saludó.
La mujer se acercó al esbelto policía, que no sé resistió a entregarle la criatura. El niño, con ganas de mamar, empezó a restregar la boca contra el pecho de su madre.
Pazzi señaló con la barbilla un biombo colocado en una esquina de la habitación.
– Ahí detrás hay una silla. Podemos hablar mientras le das de mamar.
– Hablar, ¿de qué, Dottore?
El italiano de Romula era aceptable, como lo eran su francés, inglés, español y rumano. Hablaba sin afectación. Sus mejores dotes de actriz no la habían librado de tres meses de condena por robar carteras.
Se colocó tras el biombo. En una bolsa de plástico oculta en la apretada mantilla de la criatura había cuarenta cigarrillos y sesenta y cinco mil liras en billetes arrugados. Se vio ante una disyuntiva. Si el policía había registrado al niño, podía acusarla de contrabando y conseguir que le revocaran todos sus privilegios. Pensó un momento mirando al techo mientras el niño succionaba. ¿Qué le importaba a él semejante miseria? En cualquier caso, siempre tenía las de perder. Cogió la bolsa y se la guardó entre la ropa interior. La voz del hombre sonó al otro lado del biombo.
– Mira, Romula, aquí no eres más que una molestia. Las presas con hijos de pecho sois un engorro. Las enfermeras ya tienen bastante con los enfermos de verdad que hay en la cárcel. ¿No te saca de quicio tener que devolver a tu hijo cuando acaba la hora de visita?
¿Qué querría aquel hombre? Sabía perfectamente quién era, un jefe, un pezzo da novanta, un cabrón del calibre noventa.
Romula se ganaba la vida diciendo la buenaventura por la calle; robar carteras sólo era una forma de sacarse un sobresueldo. Tenía treinta y cinco años bien llevados y más antenas que la mariposa luna. «Este policía -lo observaba por encima del biombo-, tan limpio, con su anillo de boda, los zapatos relucientes, vive con su mujer y tiene una doncella, mira qué cuello de camisa más bien planchado. Lleva la cartera en el bolsillo de la chaqueta, las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, el dinero en el izquierdo, seguramente atado con una goma. La polla en medio. Es soso y masculino, tiene la oreja un poco deformada y la cicatriz de un golpe en la raya del pelo. No me va a pedir que se lo haga, si no, no hubiera traído al niño. No es nada del otro mundo, pero no creo que tenga que tirarse a las presas. Más vale que no le mire esos ojos negros tan amargos mientras el niño está mamando. ¿Por qué lo ha traído? Para que me dé cuenta de su poder, de que puede hacer que me lo quiten. ¿Qué quiere? ¿Información? Yo le cuento todo lo que quiera sobre quince gitanos que no han existido nunca. Bueno, ¿qué puedo sacar de esto? Ya veremos. Vamos a enseñarle un poco de canela.»
La mujer no le quitó los ojos de encima al salir de detrás del biombo, ostentando como una moneda de cobre una areola junto a la cara del bebé.
– Ahí detrás hace calor -le dijo-. ¿Puede abrir la ventana?
– Puedo hacer algo mejor, Romula. Puedo abrir la puerta. Supongo que lo sabes.
Silencio en el cuarto. Fuera, los rumores de Sollicciano, como un dolor de cabeza sordo pero constante.
– Dígame lo que quiere. Hay cosas que haría de mil amores, pero no cualquier cosa.
Su instinto, que no solía engañarla, le decía que el inspector le respetaría por aquella advertencia.
– No es más que la tua sólita cosa, lo que estás acostumbrada a hacer -le explicó Pazzi-. Pero esta vez tienes que fallar.
Durante el día vigilaban la fachada del Palazzo Capponi ocultos tras la persiana de un piso alto de la acera de enfrente. Eran Romula, la gitana mayor que la ayudaba con el niño, y podía ser su prima, y Pazzi, que robó a la oficina tanto tiempo como le fue posible.
El brazo de madera que Romula empleaba en su trabajo reposaba en una silla del dormitorio.
Pazzi había obtenido permiso para usar el piso de un profesor de la cercana Escuela Dante Alighieri durante el día. Romula había exigido un anaquel del pequeño frigorífico para ella y el niño.
No tuvieron que esperar mucho.
A las nueve y media del segundo día, la ayudante de Romula les siseó desde su puesto en la ventana. Un hueco negro apareció al otro lado de la calle al abrirse hacia dentro la pesada hoja de uno de los portales del palacio.
Ahí estaba el hombre que toda Florencia conocía por el nombre de doctor Fell, pequeño y nervudo en su traje negro, lustroso como un visón mientras husmeaba el aire en el tranco de la puerta y recorría la calle con la mirada en ambas direcciones. Pulsó un mando a distancia para activar las alarmas y cerró la puerta tirando del enorme asidero de forja, cubierto de roña e inservible para recoger huellas. Llevaba una bolsa de la compra.
Al verlo por primera vez entre las tablillas de la persiana, la gitana vieja asió la mano de Romula como para detenerla, la miró a los ojos y sacudió rápidamente la cabeza aprovechando una distracción del policía.
Pazzi supo de inmediato adonde se dirigía el conservador.
Entre la basura del doctor Fell, Pazzi había encontrado los inconfundibles envoltorios de Vera dal 1926, la exquisita tienda de comestibles situada en la Via San Jacopo, cerca del puente de Santa Trinita. El doctor se encaminó en esa dirección, mientras Romula se ponía el vestido y Pazzi se asomaba a la ventana.
– Dunque, va a por comida -dijo Pazzi. No pudo evitar repetir las instrucciones a Romula por quinta vez-. Baja y espéralo a este lado del Ponte Vecchio. Lo abordarás cuando vuelva con la bolsa llena. Yo iré media manzana por delante, así que me verás primero. Me quedaré cerca. Si hay algún problema, si te arrestan, yo me encargaré. Si va a algún otro sitio, te vuelves al piso. Ya te llamaré. Pones este pase para el casco antiguo en el parabrisas de un taxi y vienes adonde te diga.
– Eminenza -dijo Romula, exagerando los honores al irónico estilo italiano-, si hay algún problema y me ayuda alguien, no le haga daño, mi amigo no se llevará nada, déjelo escapar.
Pazzi no esperó el ascensor, corrió escaleras abajo vestido con un mono y una gorra. En Florencia es difícil seguir a alguien debido a la estrechez de las aceras y la saña de los conductores. Pazzi tenía un viejo motorino esperándolo en el bordillo de la acera con una docena de cepillos atados a la parte de atrás. La motocicleta arrancó a la primera patada y envuelto en una nube de humo azulado el investigador jefe avanzó por la calzada de cantos rodados, sobre los que el cacharro brincaba como un pollino al trote.
Pazzi remoloneó, provocó los bocinazos del despiadado tráfico, compró tabaco, mató el tiempo para mantenerse rezagado, hasta que estuvo seguro de que el doctor Fell se dirigía a donde había supuesto. Al final de la Via de' Bardi, el Borgo San Jacopo era dirección prohibida. Pazzi dejó la motocicleta en la acera y siguió a pie, avanzando de costado entre la masa de turistas arremolinados en el extremo sur del Ponte Vecchio.
Los florentinos dicen que Vera dal 1926, con su tesoro de quesos y trufas, huele como los pies de Dios.
Ciertamente, el doctor se tomó su tiempo en el interior del establecimiento. Estaba haciendo una selección de las primeras trufas blancas de la temporada. Pazzi veía su espalda a través del escaparate, más allá del maravilloso despliegue de jamones y pastas.
Dio la vuelta a la esquina y volvió atrás; se mojó la cara en la fuente que escupía agua por una cara con bigotes y orejas de león.
– Tendrás que afeitarte eso si quieres trabajar para mí -dijo a la fuente, olvidando la pelota helada que le rebotaba en el estómago.
El doctor salió por fin con unos cuantos paquetes en su bolsa de la compra. Volvió a tomar el Borgo San Jacopo, ahora en dirección a casa. Pazzi se adelantó por el otro lado. La muchedumbre de la estrecha acera lo obligó a bajar a la calzada, y el retrovisor de un coche patrulla de los carabinieri le golpeó el reloj de pulsera y le hizo daño.
– Stronzo! Analfabeto! -le gritó el conductor sacando la cabeza por la ventanilla, y Pazzi juró vengarse.
Cuando llegó al Ponte Vecchio llevaba cuarenta metros de ventaja.
Romula estaba en el quicio de una puerta con la criatura apoyada en el brazo de madera y una mano extendida hacia los transeúntes, mientras el brazo libre permanecía bajo la ropa holgada dispuesto a levantar otra cartera, que se añadiría a los dos centenares largos que había birlado a lo largo de su vida. En el brazo oculto llevaba el ancho brazalete de plata, pulido con esmero.
En un instante la víctima aparecería entre el gentío que salía del viejo puente. Justo cuando se separara de la muchedumbre y embocara la Via de' Bardi, Romula se encontraría con él, haría su faena y se perdería entre el torrente de turistas que abarrotaban el puente.
Entre la gente había un amigo en quien Romula confiaba en caso de complicaciones. No sabía nada del primo y no se fiaba del policía pata protegerla. Giles Prevert, que figuraba en algunos dossiers de la policía como Giles Dumain o Roger LeDuc, pero era conocido en el ambiente como Gnocco, esperaba entre la muchedumbre del extremo sur del Ponte Vecchio a que Romula metiera mano. Gnocco, minado por los malos hábitos, empezaba a enseñar la calavera bajo los rasgos afilados, pero seguía siendo fuerte, expeditivo y muy capaz de sacar a Romula del apuro si el asunto se ponía feo.
Vestido de dependiente, pasaba inadvertido en medio del gentío, sobre el que asomaba la cabeza de vez en cuando como si fuera una marmota en una pradera humana. Si la víctima se apoderaba de Romula y trataba de retenerla, Gnocco podía tropezar, caer sobre el primo y quedarse enganchado a él ofreciéndole toda una retahila de disculpas hasta que la mujer se hubiera perdido de vista. Lo había hecho otras veces.
Pazzi pasó de largo junto a la gitana y se paró en la cola de clientes de un establecimiento de zumos, desde donde podía verlo todo.
Romula salió del umbral. Estudió con ojo de experta el tráfago del espacio de acera que mediaba entre ella y el hombre que se acercaba. Podría moverse entre los viandantes a las mil maravillas llevando al niño ante sí, sobre el brazo de madera forrada con lona. Muy bien. Como siempre, se besaría los dedos de la mano visible para depositar el beso en la cara de aquel hombre. Con la mano libre, le tentaría las costillas en busca de la cartera hasta que la agarrara por la muñeca. Entonces pegaría un tirón y echaría a correr.
Pazzi le había jurado que aquel individuo no podía permitirse llevarla a la policía, que estaría deseoso de perderla de vista. Ninguna de las veces que había intentado birlar una cartera la víctima había usado la violencia con una mujer que sostenía a un niño de pecho. En la mayoría de las ocasiones creían que era otra persona la que hurgaba en sus chaquetas. La propia Romula había acusado a varios inocentes transeúntes para evitar que la cogieran.
Romula se dejó llevar por la corriente humana, sacó el brazo de debajo de la ropa, pero lo mantuvo oculto bajo el falso, que sostenía al niño. Veía al objetivo entre el mar de cabezas que bajaban y subían, a diez metros y acercándose.
Madonna! El individuo estaba dando media vuelta en medio de la gente y uniéndose a la riada de turistas que se dirigían hacia el Ponte Vecchio. No volvía a casa. Se metió entre la gente a empujones, pero no pudo alcanzarlo. Gnocco, al que el hombre se estaba acercando, la miraba desconcertado. Romula sacudió la cabeza y Gnocco lo dejó pasar de largo. No hubiera servido de nada que Gnocco le robara la cartera.
Pazzi había llegado a su lado y le refunfuñaba como si fuera culpa suya.
– Vete al apartamento. Ya te llamaré. ¿Tienes el pase de taxi para el casco antiguo? Venga. ¡Vete!
Pazzi recuperó la motocicleta y la empujó a lo largo del Ponte Vecchio, sobre el Arno opaco como jade. Creía haber perdido al doctor, pero ahí estaba, al otro lado del puente, bajo el pórtico del Lungarno, echando un rápido vistazo a un apunte sobre el hombro del dibujante, siguiendo luego su camino con zancadas vivas y ligeras. Pazzi supuso que se dirigía a la iglesia de Santa Croce, y lo siguió a una distancia prudencial en medio de un tráfico de mil demonios.
Las naves de la iglesia de Santa Croce, sede de los franciscanos, resonaban en ocho idiomas mientras las hordas de turistas hormigueaban siguiendo las vistosas sombrillas de los guías y buscando en la penumbra monedas de doscientas liras para costear, durante un precioso minuto de sus vidas, la iluminación de los grandes frescos de las capillas.
Una vez en el interior, Romula tuvo que pararse junto a la tumba de Miguel Ángel para dejar que sus ojos, privados del resplandor de la espléndida mañana, se habituaran al tenebroso recinto. Cuando se dio cuenta de que estaba sobre una lápida, susurró un «Mí dispiace!» y se apartó de ella a toda prisa; para Romula el tropel de los muertos que bullía bajo sus pies era tan real como la gente que la rodeaba, y quizá más poderoso. Era hija y nieta de médiums y quiromantes, y veía a la gente que pisaba la faz de la tierra y a la que habitaba en su interior como dos muchedumbres a las que sólo separaba el telón de la muerte. Siendo más viejos y más sabios, los de abajo tenían, en su opinión, todas las de ganar.
Miró a su alrededor tratando de localizar al sacristán, individuo con inquebrantables prejuicios contra los gitanos, y se refugió detrás de la primera columna, al amparo de la Madonna del Latte de Rossellino, mientras el niño le hocicaba contra el pecho. Pazzi, que acechaba junto a la tumba de Galileo, la descubrió allí.
El inspector jefe señaló con la barbilla hacia el fondo de la iglesia, donde, al otro lado del crucero, los flashes de las cámaras prohibidas y los reflectores brillaban como relámpagos en la vasta penumbra, mientras los ruidosos temporizadores tragaban monedas de doscientas liras y alguna que otra moneda falsa o calderilla australiana.
Una y otra vez, Cristo nacía, era traicionado y clavado a la cruz, a medida que los enormes frescos iban apareciendo a la brillante luz de los reflectores, tras lo cual volvía a reinar una oscuridad cerrada y rumorosa en la que los peregrinos se arremolinaban imposibilitados de leer sus guías, mientras el incienso y los olores corporales ascendían para cocerse al calor de los focos.
En el brazo izquierdo del crucero, el doctor Fell se había puesto manos a la obra en la Capilla Capponi. La famosa Capilla Capponi está en Santa Felicita. Esta otra, reconstruida en el siglo XIX, interesaba al doctor porque la restauración le proporcionaba cierta perspectiva para contemplar el pasado. Estaba calcando con carboncillo una inscripción en piedra tan gastada que ni una iluminación oblicua hubiera conseguido realzarla.
Pazzi, que lo observaba con un pequeño catalejo de bolsillo, descubrió por qué el doctor había salido de casa llevando tan sólo la bolsa de la compra: guardaba sus materiales de dibujo tras el altar de la capilla. Por un momento estuvo a punto de llamar a Romula para decirle que se marchara. Puede que los utensilios le sirvieran para tomar las huellas. Pero no, el doctor llevaba puestos unos guantes de algodón para no mancharse las manos con el carboncillo.
En el mejor de los casos, sería un trabajo torpe. La técnica de Romula estaba pensada para la calle. Pero la mujer era lo que parecía, y lo menos parecido a lo que un criminal podía temer. Era la persona más indicada para no espantar al doctor. No. Si la atrapaba, se la entregaría al sacristán, con el que Pazzi podría hablar más tarde.
Pero aquel hombre estaba loco. ¿Y si la mataba? ¿Y si mataba al niño? Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Se enfrentaría al doctor si sus vidas corrían peligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitir que sufrieran heridas menores para conseguir su dinero? Sí.
Se limitarían a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guantes y se dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el crucero, Pazzi y Romula tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguió un rostro entre el gentío.
– ¿Quién es ese que te sigue, Romula? Más vale que me lo digas. Lo tengo visto de la cárcel.
– Es mi amigo, se pondrá en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada. Nada de nada. Es mejor para usted, así no tendrá que mancharse las manos.
Para matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbiseando en un idioma que Pazzi no reconoció, y éste, a la intención de un largo rosario de cosas, particularmente la casa en la bahía de Chesapeake y algo más en lo que no debería pensar en una iglesia.
Les llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguía alzarse sobre la algarabía general.
Sonó la campana. Era la hora del cierre de mediodía. Aparecieron los sacristanes haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.
El doctor Fell se irguió y salió de detrás de la Pietá de Andreotti de la capilla, se quitó los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses, agotada su provisión de calderilla, se habían apiñado ante el altar mayor y permanecían estupefactos en la oscuridad, sin comprender aún que tenían que salir.
El codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabía que el momento había llegado. Besó la coronilla del niño, tranquilo sobre el brazo de madera.
El doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas, fue a su encuentro, le cerró el paso, alzó la mano ante él procurando atraer su mirada, se besó los dedos y se dispuso a plantarlos en su mejilla, con el brazo oculto listo para colarse en la chaqueta del hombre.
Alguien había dado con una última moneda de doscientas liras y las luces se encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miró el rostro del hombre y sintió que sus rojizas pupilas la absorbían, sintió que un vacío enorme y helado tiraba de su corazón hacia las costillas, y apartó la mano a toda prisa para cubrir la cara de la criatura, mientras oía su propia voz diciendo: «Perdonami, perdonami, signare», se daba la vuelta y huía. El doctor se la quedó mirando hasta que se apagó la luz y volvió a ser una silueta recortada contra los cirios de una capilla, y con zancadas ágiles continuó su camino.
Pazzi, pálido de ira, encontró a Romula apoyada en la pila, mojando una y otra vez la cabeza del niño y lavándole los ojos por si había mirado al doctor Fell. Se tragó los peores improperios cuando vio el rostro aterrorizado de la mujer.
– Es el Demonio -susurró, y sus ojos parecían enormes en la semioscuridad-. Shaitan, el Hijo de la Mañana. Ahora ya lo he visto.
– Te devolveré a la prisión -dijo Pazzi.
Romula miró el rostro del niño y exhaló un suspiro, un suspiro de matadero, tan profundo y resignado que producía escalofríos. Se quitó el brazalete de plata y lo lavó con agua bendita.
– Todavía no -dijo.
Si Rinaldo Pazzi hubiera estado dispuesto a cumplir su deber como agente de la ley, habría podido detener al doctor Fell y averiguar muy rápidamente si era Hannibal Lecter. En cuestión de media hora habría obtenido una orden de arresto para sacarlo del Palazzo Capponi, y todas las alarmas del mundo no hubieran podido impedírselo. Con su sola autoridad, hubiera podido retener al doctor Fell sin cargos el tiempo necesario para establecer su identidad.
Las huellas dactilares tomadas al doctor en la Questura hubieran revelado en diez minutos si Fell era Hannibal Lecter. La prueba del ADN habría confirmado la identificación.
Todos esos recursos le estaban negados ahora. Una vez decidido a vender al doctor Lecter, el inspector jefe se había transformado en un cazador de recompensas, al margen de la ley y solo. Hasta los soplones de la policía, que seguían estando a su merced, le resultaban inservibles, porque se habrían apresurado a delatarlo.
Los consiguientes obstáculos provocaban la frustración de Pázzi, pero no hacían mella en su decisión. Se las apañaría con las malditas gitanas…
– ¿Lo haría Gnocco por ti, Romula? ¿Puedes dar con él?
Estaban en el salón del apartamento de Via de' Bardi, frente al Palazzo Capponi, doce horas después del fiasco en la iglesia de Santa Croce. Una lámpara de sobremesa iluminaba el cuarto hasta la altura de las caderas de Pazzi. Por encima, sus ojos negros brillaban en la semioscuridad.
– Lo haré yo misma, pero sin el niño -dijo Romula-. Pero tiene que darme…
– No. No puedo dejar que te vea dos veces. ¿Lo haría Gnocco por ti?
Romula, que llevaba un vestido largo de colores vivos, se inclinaba hacia delante en el asiento, con los generosos pechos rozándole los muslos y la cabeza casi junto a las rodillas. El brazo hueco de madera reposaba sobre una silla. La vieja, tal vez prima de Romula, estaba sentada en un rincón con el niño en brazos. Las cortinas estaban echadas. A través de la abertura Pazzi vio una débil luz en el piso superior del palacio.
– Puedo hacerlo. Puedo cambiar mi aspecto de forma que no me reconozca. Puedo…
– No.
– Entonces, puede hacerlo Esmeralda.
– No -la voz había sonado en el rincón. La vieja no había despegado los labios hasta entonces-. Cuidaré a tu hijo, Romula, hasta la muerte. Pero nunca tocaré a Shaitan.
Pazzi apenas entendía su italiano.
– Siéntate bien, Romula -le dijo el policía-. Mírame. ¿Lo haría Gnocco por ti? Romula, esta noche vas a volver a Sollicciano. Aún tienes que cumplir otros tres meses. Es posible que la próxima vez que te manden dinero y cigarrillos entre la ropa del bebé te cojan… Puedo hacer que te echen seis meses de propina por la última vez. Podría conseguir que te declararan incapacitada como madre. El estado se quedaría con el niño. Pero si consigo las huellas, tú te verás libre, tendrás un millón de liras y desaparecerán tus antecedentes. Y te ayudaré a conseguir un visado para Australia. ¿Lo haría Gnocco por ti?
La mujer no respondió.
– ¿Puedes encontrar a Gnocco? -Pazzi resopló por la nariz-. Sentí, recoge tus cosas, podrás retirar el brazo falso en la sala de objetos personales dentro de tres meses, o el año que viene. El niño tendrá que ir a la inclusa, con los demás huérfanos. La vieja puede visitarlo allí.
– ¿Con los demás huérfanos, Commendatore? Mi hijo tiene madre y un nombre, ¿sabe? -meneó la cabeza, poco dispuesta a decirle el nombre a aquel individuo. Se tapó la cara y sintió los latidos de las manos y la cabeza golpeándose mutuamente; a continuación, habló sin descubrirse el rostro-: Puedo encontrarlo.
– ¿Dónde?
– En la Piazza Santo Spirito, junto a la fuente. Encenderán una hoguera y alguien llevará vino.
– Iré contigo.
– Más vale que no -replicó la mujer-. Usted arruinaría su reputación. Tiene a Esmeralda y al niño, sabe que volveré.
La Piazza Santo Spirito, un hermoso cuadrado en la orilla izquierda del Arno, tiene un ambiente sórdido por la noche, con la iglesia envuelta en sombras y cerrada a cal y canto desde hace horas, y ruidos y olores a comida saliendo de Casalinga, la popular trattoria.
Junto a la fuente, el resplandor de una pequeña hoguera y el sonido de una guitarra tocada con más entusiasmo que arte. Entre los presentes hay un buen cantante de fados. Una vez descubierto, lo empujan hacia el centro y lo animan a remojarse el gaznate con el vino de varias botellas. Entona una canción que habla del destino, pero lo interrumpen con peticiones de algo más alegre.
Roger LeDuc, Gnocco por mal nombre, está sentado en el pretil de la fuente. Ha fumado. Tiene los ojos turbios, pero distingue a Romula enseguida detrás de la gente que rodea la hoguera. Compra dos naranjas a un vendedor ambulante y la sigue lejos del corro. Se paran bajo un farol a cierta distancia de la hoguera. La luz, fría en comparación con la del fuego, moteada por las pocas hojas de un arce que pugna por reverdecer, da un tinte verdoso a la palidez de Gnocco, sobre la que las sombras de las hojas parecen heridas móviles a Romula, que lo mira reposando la mano en su brazo.
La hoja de una navaja suelta destellos al final de su puño como una lengua pequeña y brillante que monda la naranja, de la que va colgando el largo tirabuzón de la piel. Se la da y ella le mete un gajo en la boca mientras él empieza a pelar la segunda.
Hablan en rumano apenas unos instantes. Él se encoge de hombros. La mujer le da un teléfono celular y le marca un número. La voz de Pazzi suena en la oreja de Gnocco. Al cabo de un momento, Gnocco cierra el teléfono y se lo guarda en un bolsillo.
Romula se quita del cuello una cadenilla, besa el minúsculo amuleto y la pasa por el cuello del desaliñado joven. Él junta la barbilla con el pecho para mirar el colgante, baila dando saltos, como si la imagen santa lo quemara, y consigue que Romula sonría. La gitana se quita el brazalete y se lo pone en la muñeca. Le encaja perfectamente. El brazo de Gnocco no es más grueso que el de Romula.
– ¿Puedes quedarte una hora? -le pregunta el hombre.
– Sí -contesta ella.
Es de noche otra vez, y el doctor Fell está en la vasta sala de piedra de la exposición de instrumentos de tortura en el Forte di Belvedere, cómodamente recostado contra el muro, con las jaulas de los condenados colgadas sobre su cabeza.
Su mirada registra las múltiples manifestaciones de la fascinación enfermiza en los ávidos rostros de los mirones, que se empujan en torno a los atroces artefactos y se restriegan unos con otros en sulfuroso frottage, con los ojos sallándoseles de las órbitas, el pelo de los antebrazos erizado, echándose el ansioso aliento en los cuellos y las caras. De vez en cuando, el doctor se lleva un pañuelo perfumado a la nariz para soportar la sobredosis de colonia y efluvios hormonales.
Sus perseguidores lo acechan en el exterior.
Pasan las horas. El espectáculo de la chusma no parece cansar al doctor Fell, que nunca ha prestado más que una tibia atención a los artilugios propiamente dichos. Algunos perciben su curiosidad y se sienten incómodos. A menudo, las mujeres lo miran con particular interés antes de que la marea humana las obligue a avanzar. Una miseria pagada a los taxidermistas que regentan el macabro tinglado permite al doctor remolonear a capricho, inalcanzable tras las cuerdas, completamente inmóvil contra el muro.
Fuera, cerca de la puerta de salida, aguantando la persistente llovizna junto al parapeto, Rinaldo Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba acostumbrado a esperar.
Pazzi sabía que el doctor no volvería a casa. Al pie de la colina, en una placita visible desde el fuerte, el automóvil de Fell aguardaba a su dueño. Era un Jaguar Saloon negro, un elegante Mark II con treinta años de antigüedad y matrícula suiza que relucía bajo la lluvia, el mejor coche que Pazzi había visto nunca. Era evidente que el doctor Fell no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi había anotado los números de la matrícula, pero no podía arriesgarse a identificarla a través de la Interpol.
En la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre el Forte di Belvedere y el coche, esperaba Gnocco. La calle, mal iluminada, discurría entre dos hileras de altos muros de piedra que protegían una sucesión de villas. Gnocco había dado con un oscuro nicho ante la verja de una entrada en el que podía resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas que bajaban del fuerte. El teléfono celular vibraba contra su muslo cada diez minutos, y tenía que confirmar que seguía en su puesto.
Pasaban turistas cubriéndose la cabeza con mapas y programas de mano, abarrotando las estrechas aceras y derramándose por la calzada, donde obligaban a reducir la marcha a los pocos taxis procedentes del fuerte.
En la cámara abovedada de la exposición, el doctor Fell separó por fin la espalda del muro, alzó la vista hacia el esqueleto de la jaula colgada sobre su cabeza como si ambos compartieran un secreto, y se abrió paso entre el gentío hacia la salida.
Pazzi lo vio enmarcado por la puerta y un poco más tarde recortado contra un foco de la hierba. Lo siguió a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de que se dirigía al coche, abrió el teléfono celular y alertó a Gnocco.
La cabeza del gitano asomó por el cuello de su chaqueta como la de una tortuga, con los ojos hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se remangó hasta los codos, escupió en el brazalete y lo frotó con un trapo. Ahora que estaba lavado con saliva y agua bendita, lo protegió de la lluvia poniendo el brazo tras la espalda, bajo el abrigo, mientras miraba hacia la colina. Se acercaba una columna de cabezas bamboleantes. Gnocco se metió en la riada de turistas y alcanzó el centro de la calle, donde podría avanzar contra la corriente y tener mejor visibilidad. Sin un ayudante, tendría que encargarse él solo del encontronazo y de la siria, lo que no era ningún problema, porque el caso era fallar. Ahí venía aquel hombrecillo insignificante, gracias a Dios cerca del bordillo. Pazzi iba a treinta metros del doctor, y seguía bajando la cuesta.
Gnocco se desplazó con un movimiento lleno de estilo desde el centro de la calle. Aprovechando que se aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para evitarlo, volvió la cara para soltar una blasfemia y chocó de bruces con el doctor Fell; empezó a hurgarle bajo el abrigo y sintió el brazo atrapado por una garra acerada, luego un golpe; se soltó de un tirón y se escabulló a toda prisa, mientras el doctor Fell, que apenas se había parado, continuaba su camino a buen paso y se perdía en la corriente de turistas.
Pazzi estuvo a su lado casi al instante, apretado en el nicho ante la verja de hierro junto a Gnocco, que dobló el cuerpo hacia delante un momento, recuperándose, y se irguió jadeando.
– Lo he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy cornuto ha intentado pegarme en los cojones, pero ha fallado -le explicó.
Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba con cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezó a sentir calor y humedad pierna abajo, y, al agacharse, hizo brotar una corriente de cálida sangre arterial de un desgarrón junto a la bragueta y salpicó el rostro y las manos de Pazzi, que intentaba quitarle el brazalete cogiéndolo por el canto. La sangre lo llenó todo, incluida la cara de Gnocco, que se había inclinado para mirarse, con las piernas empezando a fallarle. Se derrumbó contra la reja, con una mano crispada sobre los hierros y un trapo apretado contra la ingle en la otra, intentando detener el chorro que manaba de la arteria femoral, seccionada.
Pazzi, con la sangre fría que se apoderaba de él en los momentos críticos, pasó un brazo alrededor de Gnocco y, manteniéndolo con la espalda vuelta hacia los turistas mientras sangraba entre los barrotes, lo fue dejando caer hasta acostarlo en el suelo, sobre un costado.
Pazzi se sacó del bolsillo el teléfono celular y pidió una ambulancia, pero sin encenderlo. Se quitó la gabardina y la extendió sobre el cuerpo yacente como un halcón cubriendo a su presa con las alas. La despreocupada multitud seguía bajando a sus espaldas. Pazzi le quitó el brazalete de la muñeca y lo guardó en una cajita. Se metió el teléfono celular de Gnocco en un bolsillo. El joven movió los labios.
– Madonna, che freddo…
Haciendo de tripas corazón, Pazzi retiró la mano de Gnocco de la herida, la sostuvo entre las suyas como para confortarlo y dejó que se desangrara. Cuando estuvo seguro de que Gnocco había muerto, lo dejó junto a la verja, con la cabeza apoyada en un brazo como si estuviera dormido, y se unió a los que bajaban.
En la plaza, Pazzi vio el lugar de aparcamiento vacío; la lluvia apenas había empezado a humedecer los cantos sobre los que había estado el Jaguar del doctor Lecter.
El doctor Lecter. Pazzi ya no pensaba en él como el doctor Fell. Era el doctor Hannibal Lecter.
En el bolsillo podía tener en esos momentos la prueba que Verger necesitaba. La que necesitaba Pazzi goteaba gabardina abajo, sobre sus zapatos.
El lucero del alba se eclipsaba sobre Genova a medida que un resplandor rojizo apuntaba por oriente cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzi llegó al puerto. Un viento helado rizaba la bahía. En un mercante fondeado en un amarradero de la bocana hacían trabajos de soldadura, y las chispas de color naranja llovían sobre el agua negra.
Romula permaneció en el coche, al abrigo del viento, con el niño en el regazo. Esmeralda se acurrucaba en el pequeño asiento posterior de la berlinetta cupé con las piernas de través. No había vuelto a abrir la boca desde que se negó a tocar a Shaitan.
Estaban tomando cafe bien cargado en vasos de plástico y pastíccini.
Rinaldo Pazzi fue a la oficina de embarque. Cuando salió, el sol ya estaba alto y teñía de rojo el casco roñoso del carguero Astra Philogenes, que completaba su carga anclado junto al muelle. Hizo un gesto a las mujeres.
El Astra Philogenes, con veintisiete mil toneladas y bandera griega, tenía autorización para transportar doce pasajeros sin médico de a bordo rumbo a Río. Allí, le había explicado Pazzi a Romula, transbordarían a otro barco que zarparía hacia Sydney, Australia, para lo cual recibirían ayuda del sobrecargo del Astra. El pasaje estaba pagado hasta destino sin posibilidad de reembolso. En Italia, Australia se considera una tierra de promisión donde es fácil encontrar trabajo, y cuenta con una nutrida comunidad gitana.
Pazzi había prometido a Romula dos millones de liras, unos mil doscientos cincuenta dólares a la cotización vigente, y se los entregó en un abultado sobre.
El equipaje de las gitanas era insignificante: una maleta pequeña y el brazo falso metido en la funda de una trompa de pistones.
Las gitanas y el niño estarían en el mar e incomunicadas cerca de un mes.
Pazzi repitió a Romula por enésima vez que Gnocco se reuniría con ella más adelante, porque ese día había sido imposible. Se pondría en contacto con ella escribiéndole a la oficina central de correos de Sydney.
– Cumpliré mi palabra con él como lo he hecho contigo -le dijo al pie de la pasarela, mientras el sol de primera hora alargaba sus sombras sobre la áspera superficie del muelle.
Al acercarse el momento de zarpar, mientras Romula y el niño empezaban a trepar hacia cubierta, la vieja, mirándolo con sus ojos negros como aceitunas de Kalamata, habló por segunda y última vez en la experiencia de Pazzi.
– Has entregado a Gnocco a Shaitan -dijo con calma-. Gnocco está muerto.
Doblándose con dificultad, como haría ante un pollo acogotado en el tajo, Esmeralda apuntó con cuidado, escupió a la sombra de Pazzi y se apresuró pasarela arriba tras Romula y la criatura.
La caja en la que la DHL Express había hecho la entrega era modélica. Sentado a una mesa bajo los focos de la zona de las visitas, el técnico en huellas dactilares desenroscó los tornillos con cuidado usando un destornillador eléctrico.
El ancho brazalete de plata estaba sujeto a un soporte de terciopelo grapado al interior de la caja, de forma que la joya no tocara nada.
– Tráigamelo -ordenó Mason.
Examinar las huellas hubiera sido mucho más fácil en la Sección de Identificación del Departamento de Policía de Baltimore, donde el técnico trabajaba durante el día; pero Verger le pagaría una cantidad enorme y en metálico, y quería supervisar el trabajo con sus propios ojos. O con su propio ojo, reflexionó el técnico con sorna mientras dejaba el brazalete, todavía en su soporte, en una bandeja de porcelana sostenida por un enfermero.
Éste la aproximó al anteojo de Mason. No podía depositarla en la trenza de pelo enroscada sobre el corazón de Mason, porque el respirador le alzaba el pecho constantemente, arriba y abajo.
El pesado brazalete tenía manchas de sangre seca, que cayó en forma de polvo rojizo sobre la porcelana. Mason lo miró a través del anteojo. La falta de tejido facial le impedía toda expresión, pero el ojo estaba brillante.
– Empiece -dijo.
El técnico tenia una copia del anverso de la tarjeta del FBI con las huellas del doctor Lecter. La sexta huella del reverso y los datos personales no estaban reproducidos.
Se dispuso a distribuir con el pincel los polvos para identificación de pruebas entre las costras de sangre. Los «Sangre de dragón» que solía utilizar tenían un color semejante al de la sangre seca, así que utilizó otros de color negro y los espolvoreó con cuidado.
– Hay huellas -informó, e hizo una pausa bajo los focos para secarse el sudor de la frente.
La luz era la adecuada, así que fotografió in situ las huellas obtenidas antes de levantarlas para compararlas al microscopio.
– Dedos corazón y pulgar de la mano izquierda, coincidentes en dieciséis puntos. Suficiente para un tribunal -dijo por fin-. No hay duda, es el mismo sujeto.
A Mason los tribunales lo traían sin cuidado. Su pálida mano ya había empezado a reptar por la colcha en busca del teléfono.
Una mañana soleada en una pradera montañosa en el interior del macizo de Gennargentu, en el centro de Cerdeña.
Seis hombres, cuatro sardos y dos romanos, trabajan bajo un cobertizo sin paredes construido con maderos del bosque circundante. Los insignificantes sonidos que producen parecen magnificarse en el vasto silencio de las montañas.
Bajo el cobertizo, colgado de las alfardas, cuya corteza sigue pelándose, hay un espejo enorme en un marco dorado y rococó. Está suspendido sobre un sólido corral que tiene dos puertas, una de las cuales se abre hacia los pastos. La otra está hecha como una puerta holandesa, de forma que la mitad superior y la inferior puedan abrirse por separado. Bajo ella el terreno está pavimentado con cemento, pero el resto del corral está cubierto de paja limpia, como un patíbulo.
El espejo, con su marco tallado de querubines, puede inclinarse para proporcionar una vista superior del corral, como el espejo de una escuela de cocina permite a los alumnos tener una vista de los fogones.
El cineasta, Oreste Pini, y el hombre de confianza de Mason en Cerdeña, un secuestrador profesional llamado Carlo, sintieron mutua aversión desde el principio.
Carlo Deogracias era un individuo corpulento y sanguíneo, que apenas se quitaba un sombrero tirolés con un colmillo de jabalí en la cinta. Tenía por costumbre mascar la ternilla de un par de dientes de venado que guardaba en un bolsillo de la chaqueta.
Carlo era un practicante aventajado del antiguo deporte sardo del secuestro, así como un vengador profesional.
Si te han de secuestrar para pedir rescate, te dirá cualquier italiano rico, es preferible caer en manos de los sardos. Por lo menos son profesionales y no te matarán por accidente o en un ataque de pánico. Si tu familia paga, puede que te devuelvan ileso y con todos los apéndices y orificios intactos. Si no paga, pueden estar seguros de que te recibirán por entregas en paquete postal.
A Carlo no lo convencían los alambicados planes de Mason. Tenía experiencia en la materia; de hecho, veinte años atrás había conseguido que una piara de cerdos se comiera a un individuo, un nazi retirado que se hacía pasar por conde e imponía relaciones sexuales a los niños de los pueblos toscanos, chicos y chicas por igual. A Carlo lo contrataron para el trabajo, atrapó al interfecto en su propio jardín, a cinco kilómetros de la Badia di Passignano, y consiguió que lo devoraran cinco enormes cerdos domésticos de una granja al sur de Poggio alle Corti, aunque tuvo que dejar de alimentarlos durante tres días. El nazi, que trataba de liberarse de sus ataduras, sudaba y suplicaba, tenía los pies metidos en el corral, y aun así a los cerdos parecía darles vergüenza empezar con los dedos, que sin embargo no paraban de menearse, hasta que Carlo, con una punzada de culpa por violar la letra del contrato, obligó al boche a comerse una deliciosa ensalada con las verduras favoritas de los cerdos y luego le cortó el cuello para apaciguarlos.
Carlo era alegre y vital por naturaleza, pero la presencia del director de cine lo ponía de mal humor. Había tenido que traer el espejo de un burdel que regentaba en Cagliari, obedeciendo órdenes de Mason Verger, sólo para complacer a aquel pornógrafo llamado Oreste Pini.
Los espejos eran un fetiche para Oreste, que los había usado como piezas capitales de sus películas pornográficas y de la única cinta genuinamente snuff que había rodado en Mauritania. Inspirado por la advertencia impresa en el retrovisor de su coche, era un convencido partidario del uso de espejos convexos para hacer que determinados objetos parecieran mayores de lo que aparecen a la mirada directa.
Siguiendo las instrucciones de Mason, Oreste tendría que preparar un escenario con dos cámaras y un buen equipo de sonido, y la toma tenía que ser perfecta a la primera. Mason quería un primer plano fijo e ininterrumpido del rostro, aparte de todo lo demás.
En opinión de Carlo, lo único que hacía era cazar moscas con el culo.
– Puedes quedarte ahí cotorreando como una verdulera o ver cómo ensayamos y preguntarme cualquier cosa que no entiendas.
– Lo que quiero es filmar los ensayos.
– Va bene. Monta tu mierda de set y empecemos de una vez.
Mientras Oreste colocaba las cámaras, Carlo y los otros tres silenciosos sardos hacían los preparativos.
A Oreste le encantaba el dinero, pero nunca dejaba de sorprenderse de todo lo que se puede comprar con él.
En una larga mesa colocada sobre caballetes en un extremo del cobertizo, el hermano de Carlo, Matteo, deshacía un hato de ropa vieja, del que entresacó una camisa y unos pantalones. Mientras tanto, los otros dos sardos, los hermanos Fiero y Tommaso Falcione, acercaban al interior del cobertizo una camilla con ruedas empujándola despacio sobre la hierba. La camilla estaba manchada y hecha jirones.
Matteo había preparado varios pozales de carne picada, unos cuantos pollos sin desplumar y un montón de fruta pasada, a los que empezaban a acudir las moscas, y un cubo de ventrón e intestinos de buey.
Matteo extendió los gastados pantalones caqui sobre la camilla y empezó a llenarlos con un par de pollos, carne y fruta. Luego metió carne picada y bellotas en un par de guantes de algodón, procurando que los dedos se llenaran, y los colocó en la boca de las perneras. A continuación, extendió la camisa, la llenó de intestinos procurando darle forma con trozos de pan, la abotonó y metió escrupulosamente los faldones dentro del pantalón. Completó el torso poniendo un par de guantes repletos de más inmundicias en los extremos de las mangas. Como cabeza usó un melón cubierto con una redecilla llena de carne picada en la parte que representaba la cara; dos huevos duros hacían las veces de ojos. Cuando acabó el resultado se asemejaba a un maniquí lleno de bultos, aunque tenía mejor aspecto acostado en la camilla que algunos que se tiran de un rascacielos. Como toque final, Matteo roció el melón y los guantes de las mangas con una loción para el afeitado que costaba un ojo de la cara.
Carlo señaló con la barbilla hacia el escultural ayudante de Oreste, que se inclinaba sobre el borde del corral extendiendo el soporte del micrófono para comprobar el alcance.
– Dile a tu bujarrón que si se cae dentro, no seré yo quien se meta para sacarlo.
Por fin estuvo todo listo. Fiero y Tommaso plegaron las patas de la camilla y la hicieron rodar hasta la entrada del corral.
Carlo trajo de la casa un radiocasete y un amplificador independiente. Tenía toda una colección de cintas, alguna de las cuales había grabado él mismo mientras les cortaba las orejas a los secuestrados para mandarlas por correo a sus familiares. Carlo se las ponía a los animales cada vez que comían. Ya no las necesitaría cuando hubiera una víctima real que pusiera los efectos de sonido.
Los sufridos altavoces exteriores estaban clavados a los postes del cobertizo. El sol brillaba sobre la hermosa pradera, que descendía en suave pendiente hacia el bosque. La sólida cerca que la rodeaba se perdía entre los árboles. En el silencioso mediodía Oreste podía oír una abeja carpintera zumbando bajo el techo del cobertizo.
– ¿Estás listo? -le preguntó Carlo.
A su vez, Oreste se volvió hacia la cámara fija.
– Giriamo -gritó al cámara.
– Prontí! -respondió éste.
– Motore! -y las cámaras empezaron a rodar.
– Partito! -la cinta del sonido empezó a girar.
– Azione! -chilló Oreste, y le dio un golpe a Carlo.
El sardo pulsó el botón de «play» del radiocasete y se desencadenó un griterío infernal puntuado por sollozos y súplicas. El cámara dio un respingo, pero se tranquilizó enseguida. Los alaridos eran espeluznantes, pero dieron el recibimiento más apropiado a las siluetas que salían del bosque, atraídas por el escándalo que anunciaba la cena.
Viaje de ida y vuelta en un día a Ginebra para ver el dinero.
El avión del puente aéreo a Milán, un ruidoso reactor Aeroespatiale, trepó a los cielos de Florencia a primeras horas de la mañana y se meció sobre los viñedos, cuyas separadas hileras parecían una torpe maqueta de la Toscana hecha por un especulador de terrenos. Algo extraño ocurría con los colores del paisaje; las piscinas de las nuevas villas de los extranjeros ricos tenían un azul raro. A Pazzi, que miraba por la ventanilla del avión, le parecían del azul lechoso de un ojo de inglés viejo, un tono fuera de lugar entre los oscuros cipreses y los plateados olivos.
Los ánimos de Rinaldo Pazzi ascendían con el avión al pensar que no se haría viejo allí, a expensas del capricho de sus superiores, aguantando mecha para conseguir la pensión.
Lo había atormentado el temor a que Lecter desapareciera después de matar a Gnocco. Cuando volvió a ver encendida la lámpara de trabajo del doctor en Santa Croce, sintió un alivio enorme; el doctor pensaba que no corría peligro.
La muerte del gitano no produjo la menor agitación en la Questura, donde la atribuyeron a algún ajuste de cuentas entre traficantes de drogas; por suerte, se habían encontrado jeringuillas usadas cerca del cuerpo, cosa nada rara en Florencia, donde se distribuían gratis.
Un viaje para ver el dinero. Había sido exigencia suya.
La visualización interna de Pazzi era capaz de recordar algunas imágenes con pelos y señales: la primera vez que se vio el pene en erección; la primera que vio su propia sangre; la primera mujer que vio desnuda; el primer puño borroso que vio acercarse a su rostro. Recordaba cierta ocasión en que entró por casualidad en la capilla lateral de una iglesia de Siena y sus ojos toparon de pronto con el rostro de santa Catalina de Siena, una cabeza de momia enmarcada en una impoluta toca blanca y guardada dentro del relicario en forma de iglesia.
Ver tres millones de dólares estadounidenses le produjo un impacto semejante.
Trescientos fajos de billetes de cien con números de serie no consecutivos.
En una habitación pequeña y desnuda, parecida a una capilla, en las oficinas del Crédit Suisse de Ginebra, el abogado de Mason Verger enseñó el dinero a Rinaldo Pazzi. Lo trajeron de la cámara acorazada con un carrito, en cuatro cajas de seguridad profundas y numeradas con placas de cobre. El Crédit Suisse puso a su disposición una máquina de contar billetes, una balanza y un empleado para utilizarlas. Pazzi hizo salir al empleado. Puso las manos sobre el montón de billetes una sola vez.
Rinaldo Pazzi era un investigador muy competente. Había descubierto y detenido a auténticos virtuosos del timo durante veinte años. Mientras estaba ante todo aquel dinero y escuchaba las instrucciones del abogado, no percibió la más mínima nota falsa; si les entregaba a Hannibal Lecter, ellos le entregarían el dinero.
Con la sangre agolpándosele en la cabeza, comprendió que aquella gente iba en serio; Mason Verger pagaría sin pestañear. Y no se hacía ilusiones respecto a la suerte del doctor. Estaba a punto de venderlo para que lo torturaran y lo mataran. Se ha de hacer justicia a Pazzi, que al menos reconocía en su fuero interno lo que estaba haciendo.
«Nuestra libertad vale más que la vida del monstruo. Nuestra felicidad es más importante que su sufrimiento», pensó con el frío egoísmo de los desesperados. Si el «nuestra» era mayestátíco o incluía a Rinaldo y a su mujer, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única respuesta.
En aquel cuarto, fregado y suizo, inmaculado como una toca, Pazzi hizo el voto definitivo. Apartó la mirada del dinero y asintió. Entonces el abogado, el señor Konie, se acercó a una de las cajas, contó cien mil dólares y se los entregó.
El señor Konie habló brevemente por un teléfono móvil y luego se lo tendió a Pazzi.
– Es una línea terrestre, cifrada -le dijo.
Pazzi escuchó la voz de un norteamericano que hablaba con un ritmo peculiar; soltaba las frases en una sola espiración seguida de una pausa y se comía las oclusivas. El sonido lo angustiaba ligeramente, como si estuviera pugnando por respirar a la vez que su interlocutor.
Sin otro preámbulo, la pregunta:
– ¿Dónde está el doctor Lecter?
Pazzi, con el dinero en una mano y el teléfono en la otra, no titubeó.
– Investigando en el Palazzo Capponi, en Florencia. Es el… conservador.
– ¿Tendría la bondad de mostrar su identificación a el señor Konie y pasarle el teléfono? No dirá su nombre por el aparato.
El señor Konie consultó una lista que se sacó del bolsillo y dijo a Mason unas palabras acordadas previamente como clave; luego, volvió a darle el teléfono.
– Tendrá el resto del dinero cuando el sujeto esté en nuestras manos, vivo -dijo Mason-. Usted no tiene que atraparlo, pero sí identificarlo para nosotros y ponerlo en nuestras manos. También quiero sus papeles, todo lo que tenga sobre el doctor. ¿Vuelve a Florencia hoy mismo? Recibirá instrucciones esta noche para un encuentro cerca de Florencia. Tendrá lugar como muy tarde mañana por la noche. En él recibirá instrucciones del hombre que se hará cargo del doctor Lecter. Le preguntará si conoce a alguna florista. Respóndale que todas las floristas son unas ladronas. ¿Me comprende? Quiero que le preste su cooperación.
– No quiero al doctor Lecter en mi… No lo quiero cerca de Florencia cuando…
– Comprendo su inquietud. No se preocupe, no lo estará -y se cortó la comunicación.
Tras unos minutos de papeleo, dos millones de dólares quedaron en custodia. Mason Verger no podría retirarlos, pero sí dar su autorización para que lo hiciera Pazzi. Un representante del Crédit Suisse acudió al despacho y lo informó de que el banco le cobraría una comisión si convertía la suma en francos suizos, y le pagaría un tres por ciento de interés compuesto sólo por los cien mil primeros francos. El empleado entregó a Pazzi una copia del artículo 47 del Bundesgesetz über Banken und Sparkassen, que regula el secreto bancario, y se ofreció a realizar una transferencia al Royal Bank de Nueva Escocia o a las Islas Caimán tan pronto fueran liberados los fondos, si ése era su deseo.
En presencia de un notario, Pazzi autorizó la firma de su esposa como titular de la cuenta en caso de su fallecimiento. Finalizada la operación, el representante del Crédit Suisse fue el único que ofreció la mano a los demás. Pazzi y el señor Konie evitaron mirarse directamente, aunque el abogado se despidió con un «adiós» desde el umbral de la puerta.
En el último tramo del viaje a casa, el vuelo del puente aéreo desde Milán hubo de sortear una tormenta, y Pazzi se quedó mirando el reactor de su costado, negro como una boca abierta contra el cielo gris oscuro. Los relámpagos y los truenos se desencadenaron cuando se balanceaban sobre la vieja ciudad, con el campanario y la cúpula de la catedral justó debajo, las luces encendiéndose en la temprana oscuridad, resplandores y detonaciones como los que Pazzi recordaba de su niñez, cuando los alemanes volaron los puentes sobre el Arno y sólo perdonaron al Ponte Vecchio. Y por un instante tan breve como un relámpago, volvió a ver con los ojos del niño al francotirador encadenado a la Madonna de las Cadenas para que rezara antes de ser fusilado.
Descendiendo entre el olor a ozono de los relámpagos, sintiendo el retumbar de los truenos en el fuselaje del avión, Pazzi, del linaje de los Pazzi, volvía a su vieja ciudad con designios tan viejos como el tiempo.
Rinaldo Pazzi hubiera preferido vigilar ininterrumpidamente a su presa del Palazzo Capponi, pero no podía.
En lugar de eso, aún extasiado por la contemplación del dinero, no tuvo más remedio que enjaretarse el traje de etiqueta y asistir con su mujer al esperado concierto de la Orquesta de Cámara de Florencia.
El Teatro Piccolomini, construido en el siglo XIX como copia a media escala del glorioso Teatro La Fenice de Venecia, es un joyero barroco de dorados y terciopelo, con el espléndido techo abarrotado de querubines que desafían las leyes de la gravedad.
No está de más que el teatro sea tan hermoso, porque los intérpretes suelen necesitar toda la ayuda que puedan obtener.
Es injusto, aunque inevitable, que la música sea juzgada en Florencia con el mismo rasero que se aplica a su inigualable patrimonio artístico. El público florentino constituye un amplio y exigente grupo de melómanos, lo cual no tiene nada de extraordinario en Italia; pero a menudo su hambre de música queda insatisfecha.
Pazzi se deslizó al asiento contiguo al de su mujer en medio de los aplausos que despidieron la obertura.
Ella le ofreció la fragante mejilla. Pazzi sintió que el corazón le henchía el pecho al admirarla en su traje de noche, lo bastante escotado como para que un tibio aroma surgiera desde el canalillo de los senos; sobre el regazo tenía la partitura en la elegante cubierta de Gucci que él le había regalado.
– Suenan infinitamente mejor con el nuevo viola -le susurró ella al oído.
El excelente viola da gamba había sido contratado para sustituir a otro, inepto hasta decir basta y primo de Sogliato, que había desaparecido en extrañas circunstancias hacía unas semanas.
El doctor Hannibal Lecter contemplaba el patio de butacas desde uno de los palcos superiores, solo, inmaculado en su esmoquin, con la cara y la pechera flotando en la oscuridad del palco enmarcado por las barrocas molduras doradas.
Pazzi lo descubrió cuando se encendieron las luces brevemente después del primer movimiento, y en el instante en que iba a volver la vista, la cabeza del doctor giró como la de un buho y sus ojos se encontraron. Pazzi apretó la mano de su mujer lo bastante fuerte como para que se volviera a mirarlo; a partir de ese momento, Pazzi no apartó los ojos del escenario, mientras sentía el muslo de su mujer contra el dorso caliente de la mano, que ella retenía entre las suyas.
En el descanso, cuando Pazzi volvió de la cafetería trayéndole un refresco, el doctor Lecter estaba de pie junto a ella.
– Buenas noches, doctor Fell -lo saludó Pazzi.
– Buenas noches, Commendatore -dijo el doctor. Aguardó con la cabeza levemente inclinada, hasta que Pazzi no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.
– Laura, permíteme que te presente al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es la signara Pazzi, mi esposa.
La signara Pazzi, habituada a que alabaran su belleza, encontró lo que ocurrió a continuación encantadoramente divertido, aunque su marido no pensara lo mismo.
– Le agradezco el privilegio que me concede, Commendatore -dijo el doctor.
Su lengua, roja y puntiaguda, apareció un instante entre los dientes antes de que se inclinara ante la mano de la signora Pazzi y acercara sus labios a la piel, tal vez más de lo acostumbrado en Florencia, ciertamente lo bastante como para que la mujer sintiera la respiración en su piel.
Los ojos del hombre la miraron antes de alzar de nuevo la reluciente cabeza.
– Me parece que aprecia usted particularmente a Scarlatti, signora Pazzi.
– Así es, en efecto.
– Ha sido encantador verla seguir la partitura. Hoy en día apenas lo hace nadie. Espero que esto le interese -cogió el portafolios que llevaba bajo el.brazo y le enseñó una partitura antigua, manuscrita en pergamino-. Procede del Teatro Capranica de Roma, y es de 1688, el año en que se escribió la obra.
– Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!
– He marcado sobre papel de celofán algunas de las diferencias respecto a la partitura moderna a lo largo del primer movimiento -explicó el doctor Lecter-. Tal vez la divierta hacer lo mismo con el segundo. Por favor, cójala. Siempre puedo recuperarla del signor Pazzi; por supuesto, si el Commendatore no tiene inconveniente…
El doctor lo miró con intensidad mientras aguardaba su respuesta.
– Si te apetece, Laura… -dijo Pazzi. De pronto lo asaltó una idea-. ¿Tiene intención de presentarse ante el Studiolo, doctor?
– Por supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato está. impaciente por verme desacreditado.
– Yo estaré en el casco antiguo -le informó Pazzi-. Aprovecharé para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los dragones del Studiolo para ganarse la sopa.
– Estoy seguro de que canta de maravilla, doctor -dijo ella mirándolo con sus enormes ojos negros, dentro de los límites de la decencia, pero próxima a rebasarlos.
El doctor Lecter sonrió enseñando dos hileras de blancos dientecillos.
– Madame, si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaría el diamante Cape para que lo luciera. Hasta el viernes por la noche, Commendatore.
Pazzi se aseguró de que el doctor regresaba a su palco, y no volvió a mirarlo hasta que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.
– Te regalé el Fleur du Ciel para tu cumpleaños -dijo Pazzi.
– Sí, y me encanta, Rinaldo -respondió la signora Pazzi-. Tienes un gusto exquisito.
Impruneta es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las villas de las colinas que la rodean, a varios kilómetros de distancia, puede verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una linterna para leer los epitafios.
Rinaldo Pazzi llegó a las nueve menos cinco con un pequeño ramo de flores que tenía intención de depositar en una tumba cualquiera. Entró en el recinto y caminó despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de sepulturas.
Sentía la presencia del otro hombre, aunque no podía verlo.
Carlo habló desde detrás de un mausoleo que lo ocultaba por completo.
– ¿Puede recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenía acento sardo. Bien, tal vez supiera lo que se hacía.»
– Todas las floristas son unas ladronas -contestó Pazzi.
Carlo surgió de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido y ágil de extremidades, y Pazzi pensó que tenía algo de salvaje. Llevaba una chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabalí en la cinta. Pazzi calculó que le sacaba unos siete centímetros de envergadura y diez de altura. Debían de pesar poco más o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que podría encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestión de cinco minutos. El resplandor de las lamparillas de las tumbas los iluminaba desde abajo.
– El palacio tiene un buen sistema de alarma -dijo Pazzi.
– Ya le he echado un vistazo. Tendrá que decirme quién es.
– Hablará en una reunión mañana por la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?
– Claro -Carlo quiso presionar al policía, demostrarle quién llevaba las riendas-. ¿Estará con él, o es que le da miedo? Usted hará lo que le pagan para hacer. Tendrá que señalármelo.
– Cierre la bocaza. Yo cumpliré mi parte, lo mismo que usted. O se jubilará en Volterra, de puto, lo que más le guste.
En el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor. Se dio cuenta de que había juzgado mal al policía. Extendió las manos abiertas en son de paz.
– Cuénteme lo que necesito saber.
Carlo se acercó a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el pequeño mausoleo. Por la senda se acercaba una pareja cogida de la mano. Carlo se quitó el sombrero y los dos hombres permanecieron inmóviles, con las cabezas inclinadas. El inspector puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado sombrero de Carlo le llegó un olor rancio, como a embutido hecho de algún animal capado sin maña, e irguió la cabeza para evitarlo.
– Es rápido con la navaja. Y apunta bajo.
– ¿Tiene pistola?
– No lo sé. Nunca la ha usado, que yo sepa.
– No quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente alrededor.
– ¿Cómo piensa reducirlo?
– Eso es asunto mío.
Carlo se metió en la boca un colmillo de venado y mascó la ternilla haciendo sobresalir los dientes de vez en cuando.
– Y mío -replicó Pazzi-. ¿Cómo piensa hacerlo?
– Lo atontaré con una pistola de aire comprimido, le echaré una red y luego puede que le ponga una inyección. Tendré que mirarle los dientes rápido, por si lleva veneno en una funda.
– Tiene que hablar en una reunión. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si trabaja mañana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, irá andando desde allí al Palazzo Vecchio. ¿Conoce Florencia?
– Bastante bien. ¿Podrá conseguirme un pase de vehículos para el casco antiguo?
– Sí.
– No lo cogeré al salir de la iglesia -dijo Carlo.
Pazzi asintió.
– Es mejor que aparezca en la reunión. Después puede que no lo echen en falta durante dos semanas. Cuando salga tengo una excusa para acompañarlo hasta el Palazzo Capponi…
– No quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estará alerta, mirará a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.
– Escúcheme. Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vecchio, porque la de la Via dei Leoni ya estará cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el río por el Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos árboles que tapan las farolas. A esas horas la escuela está cerrada y hay mucha tranquilidad.
– Digamos entonces que en el Museo Bardini, pero podría hacerlo antes si se presenta la ocasión, más cerca del palacio, o durante el día, si se huele algo y trata de huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quédese con él hasta que la pistola lo deje sin sentido, y luego lárguese deprisa.
– Lo quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.
– Créame, habrá desaparecido de la faz de la tierra, y con lo pies por delante -le dijo Carlo, e hizo asomar el diente de venado entre la sonrisa que le produjo su propia broma.
Mañana del viernes. Una pequeña habitación en el ático del Palazzo Capponi. Tres de las paredes encaladas están desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza ladeada hacia el ángulo de la firma como la de un pájaro curioso y los ojos en forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.
El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la estrecha cama, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Abre los ojos y, ya completamente despierto, el sueño sobre su hermana Mischa, muerta y digerida hace mucho tiempo, se transforma sin solución de continuidad en lúcida conciencia: peligro entonces, peligro ahora.
La certeza de estar en peligro no le quita el sueño, ni más ni menos que haber matado al carterista.
Vestido para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia los amplios espacios del palacio.
Ahora es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas estancias del edificio, libertad que nunca deja de subírsele a la cabeza después de tantos años de encierro en una celda subterránea.
Así como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio están impregnados de intelecto, el aire de la Biblioteca Capponi vibra con presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin apresuramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo. Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer…
El doctor Lecter abre su ordenador portátil y, a través del Departamento de Criminología de la Universidad de Milán, entra en el sitio web del FBI -www.fbi.gov-, como un particular más. Averigua que el Subcomité Judicial encargado de juzgar la operación antidroga de Clarice Starling aún no ha fijado una fecha. No tiene los códigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la página «Más buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un terrorista y un pirómano.
El doctor Lecter rescata el periódico de entre un montón de pergaminos, contempla la fotografía de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpía», tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la página del National Tattler con la misma facilidad con que seccionó la arteria femoral del gitano: la hoja entró en la ingle y volvió a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.
El doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de pergamino en blanco.
Coge una pluma y, con artística desenvoltura, dibuja en el pergamino el cuerpo de una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con elegante letra redonda: ¿Se te ha ocurrido preguntar alguna vez, Clarice, por qué no te comprenden los filisteos? Porque eres la respuesta a la adivinanza de Sansón: eres la miel en la boca del león.
A quince kilómetros de allí, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el instrumental, mientras su hermano Matteo practicaba una serie de llaves de yudo en la espesa hierba con los otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y rápidos; Fiero había sido jugador del equipo de fútbol profesional de Cagliari, aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un inglés aceptable y a veces rezaba con sus victimas.
Carlo había alquilado legalícente la furgoneta Fiat blanca con matrícula de Roma. Los rótulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los costados, y las paredes y el suelo del interior, cubiertos con mantas de mudanza, por si el sujeto se resistía una vez dentro del vehículo.
Carlo llevaría a cabo la operación tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se veía obligado a matar al doctor Lecter en la península, lo que frustraría la filmación, no todo estaría perdido. Carlo se sabía capaz de acabar con el doctor Lecter y cortarle manos y cabeza en menos de un minuto.
Si no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podría cortarle el pene y un dedo, suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plástico sellada al vacío y conservada en hielo, llegarían a manos de Mason en menos de veinticuatro horas, lo que haría acreedor a Carlo a una recompensa, además de a los honorarios acordados.
Bien colocados tras los asientos había una pequeña sierra mecánica, palas de mango largo, un sierra quirúrgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plástico con cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar los brazos del doctor, y un contenedor de DHL Express con los gastos de envío por avión ya pagados, adecuado a una estimación de seis kilos para la cabeza y un kilo para cada mano.
Si tenia oportunidad de grabar en vídeo una matanza de urgencia, Carlo estaba seguro de que Mason pagaría por ver la amputación en vivo del doctor Lecter, incluso después de haber apoquinado un millón de dólares por la cabeza y las manos. A tal fin se había hecho con una buena cámara, una fuente de luz y un trípode, y había enseñado a Matteo lo imprescindible para usarla.
Su instrumental de caza se había beneficiado de la misma escrupulosidad. Fiero y Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaídas. Carlo disponía de una hipodérmica y de una pistola de dardos cargados con suficiente tranquilizante para animales Acepromazine como para tumbar a uno del tamaño del doctor Lecter en cuestión de segundos. Le había dicho a Rinaldo Pazzi que emplearía en primer lugar la pistola de aire comprimido, que estaba cargada y lista; pero si se le presentaba la oportunidad de clavarle la hipodérmica en el culo o en las piernas, la pistola sería innecesaria.
Los secuestradores no pasarían más de cuarenta minutos en la península con su presa, el tiempo necesario para llegar al aeródromo de Pisa, donde los estaría esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba más cerca, tenía menos tráfico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar más.
En menos de hora y media estarían en Cerdeña, donde el comité de bienvenida del doctor se había vuelto insaciable.
Carlo lo había sopesado todo en su inteligente y hedionda cabeza. Mason no era un idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el menor daño; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa. Mason no quería problemas por el asesinato de un policía. Más valia hacer las cosas a su manera. Pero al sardo le salían sarpullidos sólo de pensar en lo que hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera encontrado al doctor Lecter por sí mismo.
Probó la sierra mecánica. Se puso en marcha a la primera.
Carlo conferenció brevemente con los otros, y salió hacia la ciudad montado en un pequeño motorino, armado tan sólo con una navaja, una pistola y una hipodérmica.
El doctor Hannibal Lecter abandonó la ruidosa calle para penetrar a primera hora en la Farmacia di Santa María Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la Tierra. Se quedó unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados, aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los ingredientes de los obradores. El portero se había acostumbrado a sus visitas y los dependientes, desdeñosos por lo general, lo trataban con enorme respeto. Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia no debían de superar las cien mil liras, pero elegía y combinaba las fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos mercaderes de aromas, que vivían del olfato.
Para preservar aquel placer, había renunciado a alterar su nariz con otra rinoplastia que no fueran inyecciones de colágeno en la parte exterior. Para el doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nítidos como colores, que podía superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre otros aún húmedos. No había lugar más distinto a una cárcel que aquel. Allí el aire era música, y estaba saturado de pálidas lágrimas de incienso esperando a ser extraídas, de bergamota amarilla, madera de sándalo, cinamomo y mimosa concertadas sobre un sustrato al que el genuino ámbar gris, la algalia, el castóreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.
A veces, se imaginaba que podía oler con las manos, con los brazos y las mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el rostro y con el corazón.
Por buenas razones anatómicas, el olfato sirve a la memoria con más prontitud que ningún otro sentido.
Recuerdos fragmentarios como fogonazos acudían a su memoria mientras permanecía bajo la suave luz de las hermosas lámparas modernistas de la Farmacia, aspirando, aspirando… Allí no había nada que pudiera recordarle la cárcel. Excepto… ¿qué era aquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, era ella. Pero no el Air du Temps que había percibido en cuanto la chica abrió el bolso junto a los barrotes de su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendían esos perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah… Sapone di mandorle. El famoso jabón de almendras de la Farmacia. ¿Dónde lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando él le tocó un dedo durante un instante, poco antes de escaparse. Starling, sí. Limpia y rica en texturas. Algodón tendido al sol y planchado. Clarice Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm.
En contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con malos olores, y allí, en la Farmacia, tal vez se encontraba tan lejos como era posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.
Contra su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compró un montón de jabones, lociones y aceites de baño. Se llevó consigo unos cuantos; los demás los enviaría la Farmacia, con las etiquetas que él mismo redactó en su elegante letra redonda.
– ¿Desearía el Dottore incluir una nota? -le preguntó el dependiente.
– ¿Por qué no? -contestó el doctor Lecter, y deslizó en la caja, doblado, el dibujo del grifo.
La Farmacia di Santa María Novella está adosada a un convento de la Via Scala, y Carlo, siempre tan piadoso, se quitó el sombrero mientras aguardaba cerca de la entrada al establecimiento, bajo una hornacina de la Virgen. Había notado que la presión de aire de las puertas interiores del vestíbulo hacía que las exteriores se movieran segundos antes de que alguien las empujara para salir. Eso le daba tiempo para esconderse y espiar cada vez que un cliente iba a abandonar el edificio.
Cuando salió el doctor Lecter llevando el delgado portafolios, Carlo estaba bien oculto tras el puesto de un vendedor de postales. El doctor echó a andar. Al pasar bajo la imagen de la Virgen, alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron mientras miraba la estatua y husmeaba el aire.
Carlo supuso que se trataba de un gesto devoto. Se preguntó si el doctor Lecter sería religioso, como suele ocurrir con los locos. Quizá pudiera conseguir que maldijera a Dios en el momento de la verdad; seguro que Mason sabría apreciarlo. Por supuesto, habría que mandar al piadoso Tommaso a donde no pudiera oírlo.
A última hora de la tarde, Rinaldo Pazzi escribió una carta a su mujer en la que incluía un soneto trabajosamente compuesto al principio de su noviazgo que nunca se había atrevido a enseñarle. Introdujo en el sobre los códigos necesarios para reclamar el dinero en custodia en Suiza, junto con una carta para que la enviara a Mason si éste se negaba a pagar. Dejó el sobre en un lugar en que sólo lo encontraría si tenía que ordenar sus efectos personales.
A las seis en punto, condujo su pequeño motorino hasta el Museo Bardini y lo encadenó a una barandilla de hierro en la que los últimos estudiantes de la jornada estaban recogiendo sus bicicletas. Vio la furgoneta blanca con rótulos de ambulancia aparcada cerca del museo y supuso que sería la de Carlo. Dentro había dos hombres. Cuando se volvió, sintió que le clavaban los ojos en la espalda.
Tenía tiempo de sobra. Las farolas ya estaban encendidas y caminó despacio hacia el río bajo las sombras propicias que proyectaban los árboles del museo. Al cruzar el Ponte alie Grazie, se asomó un momento para contemplar el perezoso Arno, y se permitió las últimas reflexiones sosegadas. La noche sería oscura. Perfecto. Las nubes bajas se deslizaban veloces sobre Florencia en dirección este, rozando la cruel aguja del Palazzo Vecchio, y una brisa cada vez más fuerte levantaba una polvareda de arenilla y excrementos de paloma pulverizados en la plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigió hacia la iglesia llevando en los bolsillos una Beretta 380, una porra de cuero basto y una navaja, dispuesto a usarlas con el doctor Lecter en caso de que fuera necesario matarlo.
La iglesia de Santa Croce cierra a las seis en punto, pero un sacristán dejó entrar a Pazzi por una pequeña puerta lateral. No quiso preguntarle si el «doctor Fell» estaba trabajando; prefirió comprobarlo por sí mismo y caminó a lo largo del muro con precaución. Los cirios que ardían en los altares de las capillas proporcionaban suficiente luz. Recorrió la extensión de la nave hasta tener una perspectiva del brazo derecho del crucero. Más allá de las velas votivas, costaba ver si el doctor Fell estaba en la Capilla Capponi. Avanzó por el crucero procurando no hacer ruido. Mirando. Una gran sOm-bra se alzó en el muro de la capilla y durante unos segundos Pazzi contuvo la respiración. Era Lecter, inclinado sobre su lámpara, que había colocado en el suelo para calcar las inscripciones. El doctor se incorporó, miró hacia la oscuridad como un buho, volviendo la cabeza en el cuerpo inmóvil e iluminado desde abajo, con su enorme sombra vacilando tras él. Al cabo de un momento la sombra se encogió en el muro cuando el hombre se agachó para seguir trabajando.
Pazzi sintió que el sudor le recorría la espalda bajo la camisa, pero su cara permanecía impasible.
Faltaba una hora para el comienzo de la reunión en el Palazzo Vecchio, y Pazzi tenía intención de llegar tarde.
En su severa belleza, que reconcilia círculo y cuadrado, la capilla que Brunelleschi construyó en Santa Croce para la familia Pazzi es una de las obras maestras de la arquitectura renacentista. Es una estructura independiente a la que se accede atravesando un claustro con arcos.
Arrodillado en la piedra, Pazzi rezó en la capilla familiar mientras su propio rostro, más arriba, lo observaba desde el medallón de Della Robbia. Sentía sus plegarias constreñidas por el círculo de apóstoles del techo, y pensó que tal vez escaparían por el oscuro claustro al que daba la espalda y volarían hacia el cielo abierto, hacia Dios.
Se esforzó en visualizar algunas de las cosas buenas que podría hacer con el precio del doctor Lecter. Se vio en compañía de su mujer dando monedas a unos golfillos, y vislumbró una especie de artilugio sanitario que entregaban a un hospital. Vio las olas de Galilea, que se parecían enormemente a las de Chesapeake. Vio la mano rosa y bien torneada de su mujer en torno a su polla, apretándola para acabar de hinchar el capullo.
Miró a su alrededor para comprobar que seguía solo, y habló con Dios en voz alta:
– Gracias, Padre, por permitir que elimine a ese monstruo, monstruo de monstruos, de la faz de Tu Tierra. Gracias de parte de las almas a las que ahorraremos dolor.
Si aquel «nosotros» era mayestático o se refería a la sociedad que Pazzi había formado con Dios, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única respuesta.
La parte de Pazzi incapaz de contemporizar le dijo que él y el doctor Lecter habían matado juntos, que Gnocco había sido víctima de ambos, desde el momento en que Pazzi no hizo nada por salvarlo y sintió alivio cuando la muerte selló sus labios.
Era indudable que la oración proporcionaba consuelo, reflexionó Pazzi al abandonar la capilla. Mientras atravesaba el oscuro claustro tuvo la nítida sensación de que no estaba solo.
Carlo, que esperaba bajo el alero del Palazzo Piccolomini, cogió el paso del policía. Apenas se dijeron nada.
Dieron la vuelta al Palazzo Vecchio y confirmaron que la puerta de la Via dei Leoni estaba cerrada, y cerradas las ventanas de aquella fachada.
La única puerta que permanecía abierta era la de la entrada principal.
– Bajaremos la escalinata y doblaremos la esquina del palacio para coger la Via Neri -dijo Pazzi.
– Mi hermano y yo estaremos en el pórtico de la Loggia. Los seguiremos a buena distancia. Los otros esperan en el Museo Bardini.
– Los he visto.
– Y ellos a usted -dijo Carlo.
– ¿Hará mucho ruido la pistola de aire comprimido?
– No mucho, menos que una pistola normal; pero será oírla y verlo caer redondo.
Carlo no le dijo que Fiero la dispararía amparado en las sombras del museo mientras Pazzi y el doctor Lecter estaban aún en la zona iluminada. No quería que Pazzi se apartara del doctor y lo alertara antes del disparo.
– Tiene que confirmarle a Mason que lo han cogido. Tiene que hacerlo esta misma noche -dijo Pazzi.
– No se apure. Ese cabrón va a pasar la noche suplicándole a Mason por teléfono -respondió Carlo, mirándolo por el rabillo del ojo para ver si conseguía ponerlo nervioso-. Al principio le pedirá que le perdone la vida; después de un rato, le implorará que lo mate.
Al caer la noche los últimos turistas tuvieron que abandonar el Palazzo Vecchio. Mientras se desparramaban por la plaza, muchos de ellos, sintiendo a sus espaldas el acecho de la fortaleza medieval, no pudieron resistir la tentación de volverse para echar un último vistazo a los dientes de calabaza de las almenas, que se recortaban sobre sus cabezas.
Los focos se encendieron, bañaron de luz los ásperos sillares y aguzaron las sombras bajo las altas murallas. Al tiempo que las golondrinas se retiraban a sus nidos, hicieron su aparición los primeros murciélagos, a los que las luces molestaban menos para cazar que los chirridos de alta frecuencia de las máquinas eléctricas de los obreros.
En el interior del palacio, los trabajos de restauración y mantenimiento se prolongarían otra hora, excepto en el Salón de los Lirios, donde en ese momento el doctor Lecter le consultaba alguna cosa al encargado de la brigada de reparaciones.
Acostumbrado a la mezquindad y a las agrias exigencias del Comitato delle Belle Arti, al encargado el doctor Fell le pareció el colmo de la cortesía y la generosidad.
En cuestión de minutos, los trabajadores se pusieron a guardar su equipo, apartar pulidoras y compresoras arrimándolas a la pared y enrollar cuerdas y cables eléctricos. En un momento dispusieron en el Studiolo la docena de sillas plegables necesaria, y abrieron de par en par las ventanas para que el aire aventara el olor a pintura, barniz y estuco.
El doctor Lecter dijo que necesitaba un atril adecuado, y los obreros le encontraron uno tan grande como un pulpito en el antiguo despacho de Nicolás Maquiavelo adyacente al salón, de donde lo trajeron en un carro de mano alto junto con el proyector del palacio.
La pequeña pantalla que acompañaba al proyector no lo convenció y mandó retirarla. Para sustituirla, probó a proyectar las imágenes de tamaño natural sobre una de las lonas que protegían un muro ya restaurado. Después de ajustar las sujeciones y alisar las arrugas, encontró la lona de lo más práctica para sus propósitos.
Marcó los pasajes que pensaba utilizar en los pesados volúmenes que había apilado sobre el atril; después permaneció frente a una ventana mientras los miembros del Studiolo, con sus polvorientos trajes negros, iban llegando y ocupaban sus asientos. El tácito escepticismo de los eruditos se hizo evidente cuando cambiaron la disposición en semicírculo de las sillas y las colocaron de forma que recordaban a los bancos de un jurado.
A través del alto ventanal, el doctor Lecter podía ver el Duomo y el campanario del Giotto, negros contra el occidente, pero no el Baptisterio tan caro a Dante, situado junto a ellos pero a menor altura. Los focos orientados hacia el edificio le impedían ver la plaza donde lo aguardaban sus asesinos.
Mientras aquellos sabios, los más renombrados especialistas en la Edad Media y el Renacimiento de todo el mundo, acababan de sentarse, el doctor Lecter compuso mentalmente su disertación. Necesitó poco más de tres minutos para organizar el material. El tema era el Infierno de Dante, y Judas Iscariote.
En consonancia con la predilección del Studiolo por el Prerrenacimiento, el doctor Lecter inició su exposición con el caso de Pier della Vigna, protonotario del Reino de Sicilia, cuya avaricia le había valido un lugar en el infierno dantesco. Durante la primera media hora, el doctor fascinó a los presentes con el minucioso relato de las intrigas que empujaron a della Vigna en su caída.
– Della Vigna perdió la vista y el favor de Federico II al traicionar la confianza del emperador movido por la avaricia -explicó el doctor Lecter, acercándose así a su tema principal-. El peregrino dantesco lo encuentra en el séptimo círculo del infierno, el reservado a los violentos. En el caso que nos ocupa, a los violentos contra sí mismos; como Judas Iscariote, della Vigna eligió ahorcarse.
«Judas, Pier della Vigna y Ajitofel, el ambicioso consejero de Absalón, están unidos en Dante por la avaricia y su consiguiente muerte por ahorcamiento.
«Avaricia y horca están indisolublemente unidas en las mentes antigua y medieval. San Jerónimo escribe que el mismo sobrenombre de Judas, Iscariote, significa "dinero" o "precio", mientras que el Padre de la Iglesia Orígenes afirma que Iscariote deriva del hebreo y significa "por ahogo", por lo que el nombre completo querría decir en realidad "Judas el Ahogado" -el doctor Lecter levantó la vista del atril y miró por encima de las gafas hacia la puerta-. Ah, Commendatore Pazzi, bienvenido. Ya que está junto a la puerta, ¿sería tan amable de reducir la intensidad de las luces? Esto le interesará, Commendatore, puesto que ya hay dos Pazzi en el Infierno de Dante… -los eruditos del Studiolo hicieron crujir sus papeles-. Me refiero a Camicion de' Pazzi, que asesinó a un individuo de su misma sangre y está esperando la llegada de un segundo Pazzi; pero no es usted, es Carlino, que irá a parar todavía más abajo, al noveno círculo del Averno, por haber vendido a los güelfos blancos, el partido del propio Dante.
Un pequeño murciélago se coló por uno de los ventanales y dio unas cuantas vueltas por la sala sobrevolando las eruditas testas, un incidente habitual en Toscana al que nadie prestó mayor atención.
El doctor Lecter volvió a asumir su tono magistral.
– La avaricia y la horca, así pues, relacionadas desde la Antigüedad, y representadas conjuntamente en imágenes que aparecen y reaparecen una y otra vez en el mundo del arte -el doctor Lecter pulsó el mando a distancia y el proyector plasmó una imagen en la lona que cubría el muro. Las diapositivas se sucedieron con rapidez mientras el sabio proseguía su disertación-: Ésta es la representación más antigua que conocemos de la Crucifixión, tallada en un cofre de marfil de la Galia hacia el cuatrocientos después de Cristo. Uno de los paneles representa la muerte por ahorcamiento de Judas, que tiene el rostro vuelto hacia la rama de la que pende. Y aquí tenemos un estuche relicario de Milán, del siglo IV, y un díptico de marfil del siglo IX; en ambos se puede ver el ahorcamiento de Judas. Sigue mirando hacia arriba.
El murciélago aleteó contra la lona a la caza de insectos.
– En esta plancha de la puerta de la catedral de Benevento, vemos a Judas ahorcado y con las tripas colgando, tal como san Lucas, el médico, lo describe en los Hechos de los Apóstoles. En la siguiente diapositiva pende hostigado por arpías; sobre él, en la luna, se puede ver la cara de Caín. Y aquí, pintado por nuestro querido Giotto, de nuevo con las visceras al aire.
»Por último, en esta edición del siglo XV del Infierno, la ilustración muestra el cuerpo de Pier della Vigna pendiendo de un árbol sangrante. No insistiré en el obvio paralelo con Judas Iscariote.
»Pero Dante no necesitaba ilustraciones. Su genio le permite hacer que Pier della Vigna siga vivo en el infierno y nos hable con angustiosos susurros y carraspeos sibilantes, ahogándose para siempre. Escuchémoslo mientras nos cuenta cómo, al igual que el resto de los condenados, arrastra su propio cadáver para colgarlo en un árbol de espinas:
Surge in vermena e in planta silvestra:
l´Arpie, pascendo poi de le sue foglie,
fanno dolore, e al dolor fenestra.
El rostro habitualmente blanco del doctor Lecter enrojeció mientras creaba para el Studiolo las gorgoteantes y sofocadas palabras del agonizante Pier della Vigna, sin dejar de apretar el mando a distancia para que las imágenes de della Vigna y de Judas con las tripas al aire se sucedieran en el extenso campo de la lona colgante.
Come l'altre verrem per nostre spoglie,
ma non'pero ch'alcuna sen rivesta,
che non é giusto aver ció ch'otn si toglie.
Qui le strascineremo, e per la mesta
selva saranno i nostri corpi appesi,
ciascuno al prun de l'ombra sua molesta.
– Así recrea Dante, sin olvidar los sonidos, la muerte de Judas en la muerte de Pier della Vigna, por los mismos crímenes de avaricia y traición.
»Ajitofel, Judas, nuestro Pier della Vigna… Avaricia y horca, las dos caras inseparables de una misma autodestrucción. ¿Y qué dice el anónimo suicida florentino mientras sufre tormento al final del canto?
Lo fei gibetto a me de le mie case.
»"Yo convertí mi casa en mi cadalso." En una próxima ocasión es posible que deseen hablar del hijo de Dante, Pietro. Aunque parezca increíble, fue el único entre los primeros comentaristas del canto decimotercero que relacionó a Pier della Vigna con Judas. También creo que sería interesante abordar el asunto de la masticación en Dante. El conde Ugolino masticando el cogote del arzobispo, Satán con sus tres caras masticando a Judas, Bruto y Casio, todos ellos traidores, como Pier della Vigna…
»Les doy las gracias por su amable atención.
Los eruditos aplaudieron con entusiasmo, a su manera floja y solemne, y el doctor Lecter se despidió de ellos sin encender las luces, llamando por su nombre a cada uno y llevando libros en ambos brazos para no tener que estrecharles la mano. Cuando abandonaban la tenue luz del Salón de los Lirios parecían arrastrar consigo el hechizo de la conferencia.
El doctor Lecter y Rinaldo Pazzi, solos ya en el gran salón, oían discutir a los eruditos mientras bajaban las escaleras.
– ¿Diría usted que he conseguido conservar el puesto, Commendatore?
– No soy un especialista, doctor Fell, pero no cabe duda de que los ha impresionado. Doctor, si no tiene inconveniente, lo acompañaré a casa para recoger las pertenencias de su predecesor.
– Son dos maletas, Commendatore, y usted lleva ya su cartera. ¿Está seguro de que quiere recogerlas?
– Llamaré a un coche patrulla para que me recojan en el Palazzo Capponi.
Pazzi estaba dispuesto a insistir tanto como fuera necesario.
– De acuerdo -dijo el doctor Lecter-. Tardaré un minuto en recoger.
Pazzi asintió, se acercó a los ventanales y sacó el teléfono celular sin apartar los ojos de Lecter.
El inspector se daba cuenta de que el doctor estaba perfectamente tranquilo. Del piso inferior llegaban ruidos de maquinaria.
Pazzi marcó un número y cuando Carlo Deogracias contestó, el inspector dijo:
– Laura, amore, no tardaré en llegar a casa.
El doctor Lecter recogió sus libros del atril y los metió en un bolso. Se volvió hacia el proyector, en el que el ventilador seguía zumbando mientras el polvo danzaba en el haz de luz.
– Tenía que haberles enseñado ésta, no me explico cómo me ha pasado por alto -el doctor proyectó la imagen de un hombre desnudo que colgaba bajo las almenas del palacio-. Usted sin duda la encontrará interesante, Commendatore Pazzi. Permítame que intente enfocarla mejor.
El doctor Lecter toqueteó el aparato; a continuación, se aproximó a la pared, y su negra silueta creció sobre la lona hasta adquirir el mismo tamaño que el ahorcado.
– ¿Puede verlo bien? No es posible aumentarla más. Éste es el momento en que le mordió el arzobispo. Y debajo está escrito su nombre.
Pazzi no llegó hasta donde estaba el doctor Lecter, pero al acercarse a la pared percibió un olor químico, que por un instante atribuyó a algún producto de los que usaban los restauradores.
– ¿Puede distinguir las letras? Dicen «Pazzi» al lado de un poema un tanto obsceno. Es su antepasado, Francesco, ahorcado en los muros del Palazzo Vecchio, bajo estas ventanas -dijo el doctor Lecter, y sostuvo la mirada del policía a través del haz de luz que los separaba-. A propósito, signor Pazzi, tengo que confesarle algo: estoy considerando seriamente la posibilidad de comerme a su esposa.
Apenas dicho aquello el doctor Lecter dio un tirón a la enorme lona, que se desplomó sobre Pazzi. Éste se debatía bajo ella, tratando de sacar la cabeza mientras el corazón le aporreaba en el pecho; pero el doctor Lecter se colocó rápidamente a su espalda, lo sujetó por el cuello con terrible fuerza y aplastó una esponja empapada en éter contra el trozo de lona que cubría el rostro de Pazzi.
El inspector, con los pies y los brazos arrapados en la lona, se agitaba con todas sus fuerzas y, resollando y trastabillando, aún fue capaz de echar mano a la pistola. Los dos hombres cayeron al suelo y Pazzi intentó apuntar la Beretta hacia atrás por entre sus piernas, apretó el gatillo y se disparó en el muslo segundos antes de hundirse en una espiral de negrura…
El disparo de la pequeña bala calibre 380, que cayó en la lona, no había hecho mucho más ruido que los golpetazos y chirridos del piso inferior. Nadie subió h escalera. El doctor Lecter cerró las enormes hojas de la puerta del Salón de los Lirios y echó el pasador…
La sensación de ahogo y las náuseas asaltaron a Pazzi en cuanto empezó a volver en sí. Tenía el sabor del éter agarrado a la garganta y sentía una gran opresión en el pecho.
Comprobó que seguía en el Salón de los Lirios y que no podía moverse. Estaba de pie, envuelto en la lona y atado con cuerdas, rígido como un reloj de caja, firmemente amarrado al alto carro de mano que los obreros habían empleado para transportar el atril. Tenía la boca amordazada con cinta aislante. Un torniquete había detenido la hemorragia del muslo.
Observándolo, recostado contra el pulpito, el doctor Lecter se acordó de sí mismo inmovilizado en un carro de mano no muy distinto cuando les daba por pasearlo por el manicomio.
– ¿Puede oírme, signor Pazzi? Respire hondo mientras pueda y despéjese un poco.
Mientras hablaba, sus manos no dejaban de trabajar. Había traído al salón una gran máquina pulidora y manipulaba el grueso cable eléctrico de color naranja, en cuyo extremo estaba haciendo un nudo corredizo. El cable forrado de goma crujía mientras el doctor lo enrollaba en las trece vueltas tradicionales.
Culminó la tarea pegando un fuerte tirón al nudo corredizo y dejó, el cable sobre el pulpito. El enchufe asomaba entre las vueltas de cable al final del nudo.
La pistola de Pazzi, sus esposas de plástico, la navaja y la porra, todo lo que llevaba en los bolsillos y en la cartera estaba encima del atril.
El doctor Lecter buscó entre los papeles. Se guardó bajo la pechera de la camisa la documentación de los carabinieri, que incluía su permesso di sogiomo, su permiso de trabajo y las fotos y negativos de su rostro actual.
Allí estaba también la partitura que había prestado a la signora Pazzi. La cogió y se golpeó los dientes con ella. Sus fosas nasales se dilataron e inspiró con fuerza, con la cara pegada a la de Pazzi.
– Laura, si me permite que la llame por su nombre de pila, debe de usar una estupenda crema de manos por la noche, signore. Resbaladiza. Fría al principio y, al cabo de un momento, caliente -le susurró-. Con olor a azahar. Laura, «el aura». Ummm. Llevo todo el santo día sin probar bocado. De hecho, el hígado y los ríñones estarán perfectos para consumirlos enseguida, esta misma noche; pero el resto de la carne tendrá que colgar una semana al fresco, a la temperatura de costumbre. No he visto el pronóstico del tiempo, ¿y usted? Supongo que eso significa «no».
»Si me dice lo que necesito saber, Commendatore, me resultará muy conveniente marcharme sin mi comida. La signora Pazzi permanecerá intacta. Le haré las preguntas y después ya veremos. Puede confiar en mí, ¿sabe? Aunque supongo que debe de costarle confiar en nadie, conociéndose a sí mismo.
»En el teatro me di cuenta de que me había identificado, Commendatore. ¿Se meó en los pantalones cuando me incliné a besar la mano de la signora Laura? Al ver que la policía no me detenia, me resultó evidente que usted me había vendido. ¿A Mason Verger, por casualidad? Parpadee dos veces para el sí.
«Gracias, es lo que pensaba. En cierta ocasión llamé al número que figura en ese aviso suyo que está por todas partes, lejos de aquí, por pura diversión. ¿Están esperándome fuera sus hombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele a embutido de jabalí rancio? Ya veo. ¿Le ha hablado de mí a alguien de la Questura? ¿Ha parpadeado una vez? Eso me había parecido. Ahora quiero que piense durante un minuto y a continuación me diga su código de acceso al archivo VICAP de Quantico.
El doctor Lecter abrió su navaja Arpía.
– Voy a quitarle la cinta aislante para que pueda decírmelo -el doctor Lecter le enseñó la navaja-. No intente gritar. ¿Cree que podrá aguantarse sin gritar?
Pazzi estaba ronco a causa del éter.
– Le juro por Dios que no sé el código. No puedo recordarlo entero. Podemos ir a mi coche, tengo papeles…
El doctor Lecter le dio la vuelta al carro para que Pazzi pudiera ver la pantalla, y pasó adelante y atrás las imágenes de Pier della Vigna ahorcado y Judas colgando con las tripas al aire.
– ¿Cómo le gusta más, Commendatore? ¿Con las tripas dentro o fuera?
– El código está en mi agenda.
El doctor Lecter la cogió y pasó las hojas ante los ojos de Pazzi hasta encontrar el número, mezclado con los de teléfono.
– ¿Y se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?
– Sí -carraspeó Pazzi.
– Gracias, Commendatore.
El doctor Lecter inclinó el carro hacia atrás y empujó a Pazzi hacia los ventanales.
– ¡Escúcheme, doctor! ¡Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciará nunca. Nunca lo dejará tranquilo. No puede ir a su casa a por dinero, la están vigilando.
El doctor Lecter usó dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro sobre el alféizar al balcón del otro lado.
Pazzi sintió la fría brisa en el rostro. Había empezado a hablar atropelladamente.
– ¡No podrá salir vivo del edificio! ¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesenta millones de liras en metálico, cien mil dólares! Déjeme llamar a mi mujer. Le diré que coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.
El doctor fue a buscar el cable al atril y lo llevó arrastrando hasta el balcón. Había asegurado el otro extremo con varios nudos alrededor de la enorme pulidora.
Pazzi no había dejado de hablar:
– Me llamará al teléfono celular cuando esté ahí fuera, y luego se marchará. Tengo el pase de la policía en el coche, podrá traerlo hasta la plaza. Hará todo lo que yo le diga. Verá el humo del tubo de escape, doctor. Podrá mirar abajo y ver que está en marcha, con las llaves puestas.
El doctor Lecter apoyó a Pazzi contra la barandilla del balcón, que le llegaba a la altura de los muslos.
Pazzi miró la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde Savonarola fue quemado, donde se había prometido que vendería a aquel hombre a Mason Verger. Alzó la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa, coloreadas por los reflectores, y deseó con todas sus fuerzas que Dios pudiera verlo.
Intentó no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la plaza, hacia su muerte, y escrutó el resplandor deseando contra toda razón que los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo sostuvieran de algún modo, que pudiera agarrarse a sus rayos.
Sintió la fría goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo del ojo.
– Arrivederci, Commendatore.
La Arpía brilló a su alrededor hasta cortar la última ligadura que lo unía al carro, y Pazzi vaciló un instante antes de perder el equilibrio y cayó por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que ascendía a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras dentro del salón la pulidora corría por el entarimado hasta chocar con la barandilla, que la inmovilizó. La cuerda dio un tirón y el cuerpo saltó hacia arriba, con el cuello partido y las tripas colgando.
Pazzi y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio inundado de luz; el hombre pataleó de forma espasmódica, pero ya no se ahogaba, estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los sillares mientras el cadáver se columpiaba con las visceras oscilando entre sus pies en un arco más amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad asomaba en una erección postuma.
Carlo salió como una exhalación del vano de una puerta con Matteo pisándole los talones, y atravesó la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas, dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocámaras hacia los muros.
– Es un truco -dijo alguien en inglés cuando pasaban a su lado.
– Matteo, cubre la puerta de atrás. Si sale, mátalo y córtalo -dijo Carlo, manejando el teléfono celular en plena carrera.
Ya dentro del palacio, subió los peldaños como un poseso hasta el primer piso, hasta el segundo…
La enorme puerta del salón estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo apuntó el arma hacia la figura proyectada en el muro;
luego, corrió al balcón. En unos segundos había inspeccionado también el despacho de Maquiavelo.
Usando el teléfono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en la furgoneta aparcada ante el museo.
– Id a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo -Carlo volvió a marcar-: ¿Matteo?
El teléfono de Matteo sonó en el bolsillo de su chaqueta mientras trataba de recuperar el aliento ante la puerta posterior del palacio, cerrada a cal y canto. Había recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que la puerta no cedía, con la mano en la pistolera del cinturón, bajo el abrigo.
Abrió el teléfono.
– Pronto!
– ¿Ves algo?
– La puerta está cerrada.
– ¿El techo?
Matteo volvió a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que se había abierto justo sobre su cabeza.
Carlo oyó un crujido y un grito en el auricular, y echó a correr escaleras abajo, se cayó en un rellano, se levantó y siguió corriendo, pasó junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las estatuas que flanqueaban la entrada, dobló la esquina y aceleró hacia la parte posterior del palacio atrepellando a unas cuantas parejas. Todo estaba oscuro y él corría con el teléfono chirriando en su mano como un animalillo herido. Una silueta blanca cruzó la calle a unos metros por delante y se interpuso en la trayectoria de un motorino, que la despidió contra el suelo; volvió a levantarse y se abalanzó hacia una tienda en la otra acera de la callejuela, chocó contra el escaparate, se dio la vuelta y corrió a ciegas, como un espantajo blanco, gritando «¡Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras se extendían por la desgarrada lona que lo cubría. Carlo sujetó entre los brazos a su hermano, cortó las esposas de plástico que ataban la lona, como una máscara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quitó de encima. Estaba cubierto de cuchilladas que le atravesaban el rostro, el abdomen, lo bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire. Carlo lo dejó el tiempo imprescindible para correr hasta la esquina y mirar en todas direcciones; luego, volvió junto a su hermano.
Mientras las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el doctor Lecter se estiró las mangas de la camisa y caminó hasta una gelateria en la cercana Piazza de Giudici. Las motocicletas y los motorinos estaban alineados contra el bordillo de la acera.
Se acercó a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de gran cilindrada.
– Joven, estoy desesperado -dijo con una sonrisa apesadumbrada-. Si no estoy en la Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata -le enseñó un billete de cincuenta mil liras-. Fíjese si aprecio a mi mujer.
– ¿Es todo lo que quiere? ¿Que lo lleve? -le preguntó el joven. El doctor Lecter le enseñó las palmas de las manos.
– Que me lleve.
La veloz motocicleta se abrió paso entre las hileras del tráfico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el joven motorista y cubierto con un casco que olía a espuma moldeadora y perfume. El piloto, que sabía lo que se hacía, dejó la Via de' Serragli en dirección a la Piazza Tasso y avanzó por la Via Villani hasta torcer por el angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente máquina resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona que se desgarra, lo que agradó al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume barato del casco. Pidió al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del domicilio del conde Montauto, donde había vivido Nathaniel Hawthorne. El joven se guardó el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la luz trasera de la Ducati desapareció rápidamente carretera abajo.
Regocijado por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recuperó las llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenia en carne viva el pulpejo de la mano, que el guante había desprotegido al arrojar la lona sobre Matteo y saltar sobre él desde el primer piso del palacio. Se puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infección y sintió un alivio inmediato.
El doctor Lecter buscó entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se decidió por Scarlatti.
La ambulancia aérea turbopropulsada se elevó sobre los tejados rojizos y viró hacia el sudoeste, en dirección a Cerdeña, con la Torre Inclinada de Pisa sobresaliendo por encima del ala de la avioneta, que el piloto inclinó más de lo que hubiera hecho de llevar un paciente vivo.
El frío cuerpo de Matteo Deogracias ocupaba la camilla preparada para el doctor Lecter. Su hermano mayor, Carlo, estaba sentado junto a él con la camisa tiesa de sangre.
Carlo Deogracias ordenó al enfermero que se pusiera unos auriculares y subió el volumen de la música mientras hablaba por el teléfono celular con Las Vegas, donde un repetidor codificó su llamada y la transmitió a la costa de Maryland…
Para Mason Verger, noche y día venían a ser lo mismo. En aquel momento estaba durmiendo. Incluso las luces del acuario estaban apagadas. Tenía la cabeza ladeada sobre el almohadón y su único ojo abierto permanentemente, como los de la enorme anguila, que también dormía. No se oían más sonidos que los siseos y suspiros del respirador, y el suave burbujeo del acuario.
Por encima de ellos se oyó otro sonido, suave y urgente. El zumbido del teléfono personal de Mason. Su pálida mano anduvo sobre los dedos como un cangrejo y presionó el interruptor del aparato. El altavoz estaba bajo el almohadón; el micrófono, junto a la ruina de su rostro.
Primero oyó el ruido de fondo de los motores de la avioneta y, enseguida, una melodía empalagosa, Gli innamorati.
– Aquí estoy. Dime.
– Es un puto casino -se oyó decir a Carlo.
– Dime.
– Mi hermano Matteo ha muerto. Ahora mismo tengo la mano encima de su cadáver. Pazzi también está muerto. El doctor Fell los ha matado y ha huido.
Mason no respondió enseguida.
– Me debe doscientos mil dólares por Matteo -dijo Carlo-. Para su familia.
Los contratos con los sardos siempre incluían cláusulas para el caso de muerte.
– Lo comprendo.
– Pazzi se va a llenar de mierda.
– Mejor que se sepa que estaba sucio -dijo Mason-. Así les costará menos asimilarlo. ¿Estaba sucio?
– Aparte de esto, no lo sé. ¿Y si siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?
– De eso ya me ocuparé yo.
– Pues yo tengo que ocuparme de mí -dijo Carlo-. Esto pasa de la raya. Un inspector jefe de la Questura muerto. Eso no es bueno para mi negocio.
– Tú no has hecho nada, ¿o sí?
– No hemos hecho nada, pero si la Questura mezcla mi nombre con esto, porca Madonna! Me vigilarán para el resto de mi vida. Nadie hará tratos conmigo, no podré ni tirarme un pedo en la calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabía a quién tenía que filmar?
– No lo creo.
– La Questura habrá identificado al doctor Fell mañana o pasado mañana. Oreste atará cabos en cuanto vea las noticias, aunque sólo sea por la coincidencia.
– Oreste está bien pagado. No supone ninguna amenaza para nosotros.
– Para usted, puede que no; pero tiene que presentarse ante el juez por una acusación de pornografía el mes que viene. Ahora tiene algo con lo que negociar. Si no se lo habían dicho, debería empezar a patearle el culo a más de uno. ¿Tanto necesita a Oreste?
– Hablaré con él -dijo Mason cuidadosamente, con la profunda entonación de un anunciante de la radio saliendo de su rostro martirizado-. Carlo, ¿sigues con la caza, no? Ahora tendrás más ganas que nunca de cogerlo, me imagino. Tienes que encontrarlo, por Matteo.
– Sí, pero con su dinero.
– Pues manten la granja en marcha. Consigue certificados de vacunación contra la peste y el cólera. Consigue jaulas para transporte aéreo. ¿Tienes un pasaporte en condiciones?
– Sí.
– Me refiero a uno bueno, Carlo, no a una de esas mierdas del Trastevere.
– Tengo uno bueno.
– Bien. Te llamaré yo.
Al ir a cortar la conexión en la ruidosa avioneta, Carlo apretó sin darse cuenta el botón de llamada automática. El aparato de Matteo sonó en la mano del muerto, que seguía aferrándolo con la tenacidad del rigor mortis. Por un instante, Carlo esperó que su hermano se llevara el auricular a la oreja. Alelado, pero comprendiendo que su hermano no contestaría, pulsó el botón de corte de llamada. Su cara se contrajo y el enfermero tuvo que desviar la mirada.
La armadura del diablo es un magnífico ejemplar de coraza italiana del siglo XV con yelmo provisto de cuernos que cuelga de un muro en el interior de la iglesia parroquial de Santa Reparata, al sur de Florencia, desde 1501. Además de los airosos cuernos, torneados como los de un antílope, presenta la particularidad de que los puntiagudos guanteletes ocupan el lugar de los escarpes, al final de las espinilleras, sugiriendo las pezuñas hendidas de Satán.
Según la leyenda local, el joven que portaba la armadura tomó en vano el nombre de la Virgen cuando pasaba ante la iglesia, y no consiguió quitársela hasta que suplicó el perdón de Nuestra Señora. Luego, la ofrendó a la iglesia como exvoto. Es una pieza impresionante que hizo honor a sus forjadores cuando una bomba de artillería cayó sobre el templo en 1942.
La armadura, cuya superficie exterior está cubierta por una capa de polvo que podría tomarse por fieltro, parece contemplar la nave mientras se celebra la misa. El incienso que se eleva del altar penetra a través de la visera.
Sólo tres personas asisten al oficio. Dos ancianas, ambas de riguroso luto, y el doctor Hannibal Lecter. Los tres comulgan, aunque el doctor parece un tanto reacio a rozar el cáliz con los labios.
El párroco les da la bendición y se retira. Las mujeres sé encaminan hacia la puerta. El doctor Lecter prosigue con sus devociones hasta que se queda sólo en el interior del templo.
Desde la galería del órgano, el doctor se inclina sobre la barandilla y haciendo un esfuerzo pasa el brazo entre los cuernos y alza la polvorienta visera del yelmo. Dentro, un anzuelo enganchado a la lengüeta del guardapapo sujeta un sedal anudado a un envoltorio suspendido en el interior de la coraza a la altura que habría ocupado el corazón. El doctor Lecter tira del hilo y saca el paquete con sumo cuidado.
Dentro, pasaportes brasileños de inmejorable factura, carnets, dinero en metálico, libretas de ahorros, llaves. Se lo pone bajo el brazo, dentro del abrigo.
El doctor Lecter no suele perder el tiempo con lamentaciones, pero siente tener que abandonar Italia. En el Palazzo Capponi quedan cosas que le hubiera gustado encontrar y leer. Le hubiera gustado seguir tocando el clavicordio y, tal vez, componer; hubiera podido cocinar para la viuda Pazzi cuando se hubiera sobrepuesto a su dolor.
Mientras la sangre que seguía cayendo del cuerpo suspendido de Rinaldo Pazzi se freía y humeaba al calor de los reflectores dispuestos al pie del Palazzo Vecchio, la policía llamó a los bomberos para que lo bajaran.
Los pompieri extendieron la escalera de su camión. Siempre prácticos, y seguros de que el ahorcado estaba muerto, se tomaron su tiempo para bajarlo. Era una operación delicada que exigía volver a introducir en el cadáver las visceras colgantes y rodearlo con una red antes de bajarlo con una cuerda.
Cuando el cuerpo alcanzaba los brazos extendidos de los bomberos que lo esperaban abajo, La Nazione obtuvo una fotografía estupenda que recordó a muchos lectores las grandes obras maestras que representan el Descendimiento.
La policía no retiró el nudo corredizo hasta que fue posible tomar las huellas dactilares; después cortaron el grueso cable eléctrico de manera que no se deshiciera el nudo.
Muchos florentinos estaban empeñados en sostener que había sido un suicidio, eso sí, espectacular, y opinaban que Rinaldo Pazzi se había atado las manos como en los suicidios carcelarios; no los sacaba de sus trece el hecho de que, al parecer, también se hubiera atado los pies. Durante la primera hora, las emisoras de radio locales informaron de que, además de ahorcarse, se había hecho el harakiri con una navaja.
Pero la policía no es tonta, y enseguida tuvo motivos para ver las cosas de otro modo. Las ligaduras cortadas en el balcón y en el carro de mano, la desaparición de la pistola de Pazzi, los testigos que habían visto a Carlo entrar corriendo en el palacio y la figura envuelta en la lona ensangrentada corriendo a ciegas en la parte posterior del edificio, eran pruebas elocuentes de que Pazzi había sido asesinado.
Así las cosas, el público italiano decidió que el asesino de Pazzi era Il Mostro.
La Questura inició la investigación con el pobre Girolamo Tocca, condenado tiempo atrás por los crímenes del famoso asesino en serie. Lo arrestaron en su casa y se lo llevaron, mientras su mujer volvía a quedarse aullando en la carretera. Su coartada era sólida. A la hora del crimen, se estaba tomando un Ramazzotti en un cafe a la vista de un cura. Soltaron a Tocca en Florencia y tuvo que volver a San Casciano en autobús, pagando el billete de su bolsillo.
Se había interrogado al personal del Palazzo Vecchio durante las primeras horas, procedimiento que se extendió a los componentes del Studiolo.
La policía no pudo localizar al doctor Fell. A mediodía del sábado se decidió intensificar su búsqueda; en la Questura se habían acordado de que Pazzi tenía asignada la desaparición del predecesor de Fell.
Un chupatintas de los carabinierí informó de que Pazzi había examinado recientemente un permesso di soggiorno. El recibo de la documentación, que incluía fotografías, los negativos correspondientes y huellas dactilares del doctor Fell, estaba firmado con nombre falso y una letra que parecía la de Pazzi. En Italia no se ha producido aún la centralización informática de los documentos, de forma que los permessi se archivan localmente.
Los archivos de inmigración proporcionaron el número de pasaporte del doctor Fell, que hizo sonar la alarma en Brasil.
No obstante, la policía seguía sin sospechar la verdadera identidad del doctor Fell. Tomaron las huellas dactilares del nudo corredizo y del atril, del carro de mano y de la cocina del Palazzo Capponi. Con tanto artista por kilómetro cuadrado, el retrato robot estuvo listo en cuestión de minutos.
El domingo por la mañana, hora italiana, un especialista de Florencia, después de examinarlas punto por punto, determinó que las huellas dactilares encontradas en el atril, la horca y los utensilios de cocina del Palazzo Capponi pertenecían a una misma persona.
La huella del pulgar del doctor Lecter que figuraba en el anuncio colgado en la jefatura superior de la Questura no fue examinada.
El domingo por la noche se enviaron las huellas halladas en el escenario del crimen a Interpol, y siguiendo los trámites habituales acabaron llegando al cuartel general del FBI en Washington, D.C., junto con otros siete mil juegos de huellas procedentes de otros tantos escenarios de crímenes. Sometidas al sistema de clasificación automatizada, las huellas de Florencia produjeron un revuelo de tal magnitud que hicieron sonar una alarma en el despacho del director adjunto de la Unidad de Identificación. El oficial que hacía guardia esa noche se quedó mirando el rostro y los dedos de Hannibal Lecter conforme emergían de la impresora; a continuación llamó a casa del director adjunto, que a su vez llamó al director y, acto seguido, a Krendler, del Departamento de Justicia.
El teléfono de Mason sonó a la una y media de la madrugada. Se hizo el sorprendido y mostró el interés que se le suponía.
El teléfono de Jack Crawford sonó a la una treinta y cinco. Soltó unos gruñidos en el auricular y rodó hacia el lado vacío, aunque visitado por fantasmas, de su cama de matrimonio, donde su difunta esposa, Bella, solía reposar. Estaba más fresco y lo ayudaba a pensar con claridad.
Clarice Starling fue la última en enterarse de que el doctor Lecter había vuelto a matar. Colgó el teléfono y se quedó inmóvil en la oscuridad durante un buen rato, con los ojos escociéndole por algún motivo que fue incapaz de comprender; pero no lloró. Se quedó mirando el techo, absorta en el rostro que flotaba en la densa oscuridad. Por supuesto, se trataba del rostro inconfundible del doctor Lecter.
El piloto de la ambulancia aérea no estaba dispuesto a tomar tierra en la pista de Arbatax, corta y sin controladores, en plena noche. Aterrizaron en Cagliari, repostaron y esperaron hasta el amanecer; luego volaron a lo largo de la costa ante una espectacular salida del sol, que tino de un rosa postizo el rostro sin vida de Matteo.
En el pequeño campo de Arbatax los esperaba un camión con un ataúd. El piloto se quejó de su paga y Tommaso tuvo que interponerse para evitar que Carlo lo abofeteara.
Al cabo de tres horas de camino por la zona montañosa, llegaron a casa.
Carlo anduvo solo hasta el cobertizo de troncos sin desbastar que había construido con Matteo. Todo estaba listo, con las cámaras en su sitio para filmar la muerte de Lecter. Carlo se quedó de pie bajo la estructura y contempló su imagen en el gran espejo rococó colgado sobre el corral. Recorrió con la mirada los troncos que habían talado juntos, vio las manazas cuadradas de Matteo sosteniendo la sierra y de su garganta salió un grito salvaje, un alarido que el dolor le arrancaba de las entrañas, lo bastante fuerte como para resonar entre los árboles. Los colmilludos hocicos asomaron en el límite del prado.
Fiero y Tommaso, hermanos como él, prefirieron dejarlo solo.
La algarabía de los pájaros llenaba el prado de la montaña. Oreste Pini se acercó desde la casa abrochándose la bragueta con una mano y agitando el teléfono celular con la otra.
– Asi que perdisteis a Lecter. Mala suerte. Carlo hizo como que no lo había oído.
– Mira, no todo está perdido. Esto aún puede funcionar -opinó Oreste-. Tengo a Mason al aparato. Quiere que hagamos un simulacro. Algo para enseñárselo a Lecter cuando lo cojamos. Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpo de verdad; Mason dice que no era más que un matón que contrataste. Dice que podemos… en fin, echarlo al corral cuando vengan los cerdos y poner el sonido grabado. Toma, habla con él.
Carlo se volvió y miró a Oreste como si acabara de llegar de la luna. Por fin, cogió el teléfono. Mientras hablaba con Mason su rostro se relajó y dio la impresión de que recuperaba cierta paz.
– Preparadlo todo -dijo Carlo apagando el teléfono. Carlo habló con Fiero y Tommaso, que, con ayuda del cámara, transportaron el ataúd hasta el cobertizo.
– No necesitáis un encuadre demasiado detallado -dijo Oreste-. Vamos a hacer unas tomas de los animales y luego vendremos desde allí.
Al ver actividad en torno al cobertizo, los primeros cerdos salieron de la espesura.
– Giriamo! -chilló Oreste.
Los cerdos salvajes, marrones y plateados, altos hasta la cintura de un hombre y bajos de pecho, llegaron a la carrera, ligeros como lobos sobre sus pequeñas pezuñas, con los ojillos inteligentes reluciendo en sus diabólicas jetas y los gruesos músculos del cuello, que sobresalían bajo la cordillera de erizadas cerdas de los lomos, capaces de alzar a un hombre apresado por los enormes y aguzados colmillos.
– Prontí! -advirtió el cámara.
No habían'comido en tres días. Tras los primeros, apareció el grueso de la tropa, y avanzaron en linea cerrada hacia la meta, sin miedo a los hombres apostados tras la cerca.
– Motore! -ordenó Oreste.
– Partito! -respondió el cámara.
Las bestias se detuvieron a diez metros del cobertizo hozando y arremolinándose, un matorral de pezuñas y colmillos, con la cerda preñada en el centro. Saltaban hacia delante y volvían atrás como una mélée de rugby, mientras Oreste los encuadraba con las manos.
– Azione! -chilló a los sardos.
Carlo, que se había acercado a él por la espalda, le dio un tajo en las celulíticas nalgas y dejó que gritara. Lo cogió por la cintura y lo metió de cabeza al corral. Los cerdos cargaron. Oreste, tratando de ponerse en pie, se apoyó en una rodilla, pero la cerda lo golpeó en las costillas y cayó de bruces. Los otros se le echaron encima, gruñendo y chillando; dos jabalíes que se disputaban su cara le arrancaron la mandíbula y se la repartieron como un hueso de la buena suerte. Aun así Oreste casi consiguió incorporarse. Pero enseguida estuvo boca arriba, con la barriga desprotegida y desgarrada, contorsionando brazos y piernas por encima del remolino de lomos, gritando pero incapaz de producir palabras sin la mandíbula.
Carlo oyó un disparo y se volvió. El ayudante del director había soltado la cámara, que seguía rodando, e intentaba huir; pero no lo bastante deprisa como para escapar a la escopeta de Fiero.
Los cerdos, más calmados, empezaron a retirarse con sus trofeos.
– ¡Torna azione, maricón! -soltó Carlo, y escupió al suelo.